15/4/15

SAMUEL BECKETT El expulsado

SAMUEL BECKETT
El expulsado

No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.
¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.
Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.


14/4/15

Historias del hoyo y del Nahual por Carlos Talancón

Historias del hoyo y del Nahual
por Carlos Talancón

Hombre:       “Fuentes de la procuraduría confirmaron el hallazgo de seis cadáveres que ya habían fallecido y cuyos cuerpos muertos fueron encontrados sin vida en uno de los parajes del barrio conocido como el hoyo…”  El hoyo… si ése era mi barrio. Pinches escalofríos que era entrar ahí. Me cae que sólo hace falta poner un pie adentro pa’entender por qué lo llaman así… EL HOYO. (Va a regresar al periódico pero vuelve a interpelar al público.) ¿Pero saben algo? No sé por qué artimañas del demonio uno no deja de tenerle cariño al lugar donde tuvo la desdicha de nacer, aunque se halle metido hasta el fondo del pinche agujero. Si todavía ahora cada que me acuerdo me digo: (viendo hacia abajo, como hacia un abismo:) Ahhh… el deshuesadero de mi barrio, ahí donde seguido encontraban tirados a varios, si ahí es donde fui a tener mis primeras vivencias de placer secreto. Sí, digo… perdónenme que se lo diga, pero es que esa es la verdad, ahí donde vivía yo no había privacidad. Toda la familia metida en un cuarto de lámina de 3 x 4, bueno, hasta la abuela, ¿a poco cree usted que uno iba a poder…? No, mire, si todavía me acuerdo bien, dormíamos en literas, y ya bien de noche, cuando mi mamá ya había mandado a dormir a todos… Bueno, pues yo empezaba a darle. Siempre y cuando no pasara de primera velocidad, todo estaba bien. Pero apenas se me ocurría pasar a la segunda y todas las pinche literas empezaba a rechinar como gemidos de muerto y toda mi familia comenzaba a cacarear desde sus literas, “¿qué pasa?, ¿está temblando?, ¿qué sucede?” Bahhh, la cosa es… yo y varios cuates teníamos que irnos a tener nuestras primeras vivencias de placer secreto ahí, entre puro pinche carro deshuesado, y un silencio que daba miedo, la neta. Allí nadie nos veía… o casi nadie, porque a veces uno se encontraba con que… ah, chingados, si no sólo eran los carros los deshuesado sino que… ¡ah, canijos! Ni cómo imaginarse que dentro de poco uno mismo… (Regresa al periódico:) Pero bueno, la cosa es… si yo estaba hablando de… cómo fue que pasé a… pffff, escuchen: “se sospecha que fueron víctimas de un ajuste de cuentas pero aún no se sabe quiénes son los responsables. Elementos del ministerio cuestionan a los vecinos para descubrir cuáles fueron las causas de muerte de estos seis cadáveres ya fallecidos cuyos cuerpos sin vida fueron trasladados hoy a…” (Ríe. Arruga el periódico y lo tira. Dirigiéndose a alguien en específico del público:) ¿Sabe lo que pienso de esto, señora? Los de la procuraduría son unos pendejos. (A otro del público:) Llegan un día después al lugar del crimen y ni siquiera saben buscar. No son seis muertos, son siete, ¿y el séptimo?, ¿dónde está?, ¿usted lo ha visto, señor? (Ríe dolorosamente.) Es que no chinguen, ya el colmo es no tener ni siquiera el pinche privilegio de salir en El metro. ¡El metro que ha cumplido tantos sueños, señora! Hasta las mamás han de sentirse orgullosas cuando ven a su chamaco ahí, ¡su escuincle, por fin, en primera plana del periódico nacional! “Ay vecinita, ¿ya vio a mi’jo? Salió hoy en primera plana.” “No me diga, ¿a poco es al que pusieron a remojar en su propio jugo?” “No vecinita, a él lo… a él lo…” “¿Es el que le dieron su Crunch?” “No vecinita… ¡el de la primera plana!” Pero no tener ni el pinche privilegio de una notita… eso si qué poca madre. Y eso que revisé en todos los periódicos. En El gráfico… nada. La prensa… nada. Y por último dije, en El metro, cómo no se me había ocurrido, a huevo que ahí al menos una notita… ni madres. (Pausa.) ¿Y qué pasó con el güerito que vendía pistaches y cigarros? Pues quién sabe… como si nunca hubiera existido. (Pausa.) Les juro que ha sido la pinche muerte más estúpida del Hoyo, sí… No, no es cierto, la más estúpida, no. La neta el pinche Pipis es el que se lleva las palmas a la muerte más estúpida. Sí, ese güey… era famoso porque era el que podía aguantarse más tiempo las ganas de mear. Verlo aguantárselas las ganas se convirtió en la fiesta del Hoyo. ¡Vengan todos a ver la vajigota del Pipis que está a punto de estallar! Y ahí vienen todos, hasta las señoras con sus morritos venían a ver el show del Pipis. La cosa era así: yo, varios compas y él nos sentábamos en una gran mesa y nos poníamos a chelear. A las cinco chelas ya todos habíamos corrido al baño, pero el Pipis seguía ahí sentado, bien orgulloso el cabrón, con la cara amarilla como de un santo. Le voy a decir algo, yo creo que eso de andarse aguantando la meada ya se había convertido en su orgullo personal, todos por ahí lo conocíamos por eso, y él gozaba viendo nuestras caras de apantallados. Por más que le gritaba: “Ya Pipis, córrele al baño güey, no te nos vayas a reventar aquí” pues por más que le gritaba el güey seguía, y seguía… bien orgulloso, hasta que un día… paaaaahhh. (Pausa.) En el Hoyo dicen que el Pipis era un santo, que na’más la vajiga de un santo puede acaudalar tanto. Y también dicen que el día en que murió llovió amarillo. En fin compa, mea todo lo que quieras allá arriba. Pero a ver, entonces… ¿si no ha sido la más estúpida? La más triste, sí, me cae de madres que ha sido la más… no, no, no, ¿y todos los chamacos y las morras y los muertos que han muerto de muertes… cómo le dicen, muertes bilaterales? A cada rato que tal ya murió de muerte bilateral, que este otro ya también de muerto bilateral… ya son tantos que ya no son bilaterales sino multilaterales, me cae. En el hoyo algunos decían que era el Nahual que nos echaba la maldición. (Se persigna. Silencio. De pronto se sacude como si hubiera alguien a su lado.) Pero, ¿entonces? Si no ha sido ni la más estúpida ni la más triste… (piensa, de pronto da con la respuesta.) La más ojete, sí… La mía ha sido la más pinche ojete… porque, ¿saben? El que debería andar muerto es el pinche de Chuy. Era a ese culero al que andaban buscando. Yo sólo… pa’mí sólo era otra madrugada más… (Comienza a recordar y, al hacerlo, la escena va cobrando vida. Se halla en su cuarto en una madrugada helada: se pone un abrigo para el frío, luego saca una cacerola y ahí se pone a cocinar sus pistaches.) Andaba levantado igual que siempre a las cuatro de la mañana terminando de tostar mis pistaches para esa jornada. Porque lo de las pistaches tiene lo suyo ehh, y los mías no eran pistaches cualquiera. Nadie cocinaba como las míos, las mejores del Hoyo, los cocinaba con un secreto que… no les voy a decir, porque ya que me llegó la fregada pues ya’qué, ahora se friegan, nadie sabrá cómo se cocinan esos pistaches y nadie volverá a probar unos como esos. Bueno, la cosa es que me había levantado antes que cualquier pinche gallo pa’que me diera tiempo de tostarlas. Afuera… los mismos perros de siempre ladrando como siempre a la misma hora. Las mismas luces de la calle que dibujaban en mi cuarto las mismas sombras. Todo como un espejo del día anterior… y del anterior. Parecía ser todo otra vez la misma mierda de siempre cuando en eso escucho que: (Se oyen unos golpes. Los sicarios:) “¡Abre pinche Chuy, te traemos un recado de la Catrina, cabrón!” (Él mismo, a los sicarios:) “Aquí no vive ningún Chuy, oiga.” (Silencio.) “Creo que Chuy es el que vive enfrente”. (Silencio. Al público:) Total, iba a regresar a lo mío cuando en eso escucho unos golpes, unos balazos y…  de un momento a otro, sin darme cuenta cómo, ya había dos güeyes adentro de mi cuarto revolviéndolo todo… (A los sicarios:) “Oiga, ¿qué les pasa?, ya les dije que aquí no vive ningún Chuy, ¿qué chingados están buscando?” Pero ellos no me oían, seguían revuelque y revuelque todas mis cosas. Yo escuchaba que uno le decía al otro, “Aquí no hay ninguna mercancía, güey, ¿estás seguro que era aquí?” “Que sí, chingada madre. A ver, revísale ahí entre la ropa” (Él mismo, en el pasado, hablándole a los sicarios:) “Oiga, cómo que entre… deje mis calzones en paz que ahí no va a encontrar nada. ¿Si me están oyendo?” Pero ellos no me hacían caso y seguían revolcándolo todo como si… (El sicario:) “Te digo que aquí no hay nada, güey.” “Debe ser aquí, si me dijo clarito que era el veinticinco.” (Al público:) ¿El veinti…? ¿Cómo que el veinticinco? Si mi cuarto era el número dos, no el veinticinco. El veinticinco era el de Chuy, y sí, era a ese güey al que había visto… (El personaje, transportándose a aquel momento, ve hacia la puerta de Chuy, se da cuenta que su número ha cambiado. Luego ve su propia puerta y la compara con la de Chuy. Presente. Al público:) Claro. En eso entendí. El pinche Chuy hijo de su chingada le había borrado el cinco a su puerta y se lo había pintado a la mía. Qué poca madre. Pero lo que más me emputó fue que ni siquiera se diera la tarea de hacerlo bien. Porque mi dos estaba re-bien pintadito, la neta. Digo, no es que quiera andarles de presumido, pus ya pa’qué, pero la neta el mío era un dos así como… como… pus como todo así, ¿no?(imita al dos.) Y en cambio el pinche cinco que me había pintado el culero del Chuy parecía así, como… como… pus como todo así, (se tuerce imitando el cinco de Chuy.) Y esos güeyes, ¿pues qué no se dan cuenta que ese cinco no le encaja a ese dos?, ¿qué no se fijan en cómo va el pinche orden de la numeración? (Al público:) ¡Pero qué se van a andar fijando en el orden de la numeración! Si ahí en el El hoyo cada quien le pone a su casa el pinche número que se le antoja. Que ahora a usted se le antoja vivir en el un millón doscientos mil millones, ah, pus muy fácil: va por el pinche bote de pintura y le pinta a su puerta los pinches ceros que se le hinche su regalada gana. Como si se imaginara su cuenta bancaria. Si supiera na’mas cuántos sesenta y nuevas hay na’más en mi cuadra. Bueno, pero les decía… qué les decía… ah, sí, la cosa es que esos cabrones que se me habían metido por fin se dieron cuenta que yo no tenía nada escondido. Digo, tampoco es que hubiera mucho donde esconder, la neta, mi cuarto era… bueno, pa’qué andar recordando la maldita miseria. La cosa es que al fin se fueron. Y yo con una pinche rabia que se me atravesaba en la garganta, me decido a ir a partirle su madre al pinche de Chuy cuando en eso chíngale, que me encuentro con un cuerpo tirado afuerita de mi cuarto. (Aunque sigue narrando, el personaje se transporta a aquel momento, reaccionando a su propio cuerpo tirado frente a él:) Tenía la cabeza toda torcida y un pinche balazo en la barriga. Qué pedo… pero lo raro empezó cuando me di cuenta que ése tenía puestas mis mismas ropas. Pantalón azul… (se ve a sí mismo) el mismo pantalón azul. Mi playera de superman… la misma playera de... Y el pinche susto mayor fue cuando le vi que aquí tenía este lunar. (Al público, confidente:) Ahí sí que se me puso bien chiquita, ¿pero cómo?, si ese lunar yo sólo me lo había visto yo a mí, cómo puede ser que… pero si hace sólo unos momentos yo… (presume su tatuaje al público:) Y yo siempre había dicho que eso de las peliculitas esas del Ghost eran puras mamadas… Las del Ghost la sombra del amor, ¿si sabe? Ahí donde un Chuy hijo de su chingada va y mata al novio de esta la… cómo se llama, la Demi Murr, (Va a continuar con el relato pero se interrumpe a sí mismo:) Porque la neta Chuys hijos de su chingada hay por todas partes. Me cae de madres que es una ley del Hoyo que donde quiera que uno ponga el pie, tarde o temprano va a aparecer algún hijo de puta dispuesto a hacerle la vida cuadritos a los demás. Si uno todo el tiempo tiene que andar a las vivas porque me cae que a cada momento le puede saltar a uno… Bueno, la cosa es que yo vi la peliculita esa con mi mamá, y ella anduvo chille y chille toda la santa peliculita con la cancioncita esa mamarracha de My love, my Darling… y yo, (a la mamá:) Mamá, por favor, más decencia, cómo puedes ponerte a chillar con esta pinche cancioncita que… pero ella ahí seguía, chíllele y chíllele. (la madre chilla.) No, mamá, de veras… me cae de madres que te pasas, ¿eh? (La madre chilla.) Mamá, ya párale, de veras que estos de Jolivud se pasan con sus pinches jaladas de fantasmas. (al público:) ¡Pero no, señor! ¡Nada de que puras pinches jaladas de fantasmas! ¡Es así! Que a poco cree que a un día puede llegar un cualquiera y meterle un plomazo de la nada y ya hasta ahí se quedó uno. No, señor, cuando a uno se lo echan, al menos cuando se lo echan así sin decir agua va, uno no se despega bien de la vida, no. (Silencio.) En el Hoyo rápido se empezó a correr el rumor: mataron al Güerito que vendía pistaches y cigarros. Y ahí vienen todos a ver, hasta mi madrina doña Eduviges que vivía hasta el mero fondo del Hoyo apenas se enteró se envolvió su cobija y fue corriendo bien excitada a ver qué pasaba… (Transportándose a aquel momento, los distintos vecinos hablan a través de él:) “¿Ay compadre, qué es eso?” “Pus creo que es su ahijado, comadre. Y creo que se lo echaron.” “Ay, compadre, no me diga eso.” (Al público:) Porque ahí en el Hoyo todo mundo es compadre y comadre de todo mundo, y todos ahijados de todos… el incesto nacional. (Vecinos:) “¿Y sí se murió de verdad?” “¡Pus que no está viendo el santo plomazo que le metieron en la barrigota, comadre!” “Ay, compadre… no es posible, ¿y si llamamos a una ambulancia?” (Muy incómodo:) “¡Una ambulancia! ¿Y pa’qué?, si ya está rete muerto.” “Y entonces… ¿a la policía?” (Muy incómodo:) “A la policía, comadre, no… y pa’qué? Luego les gusta a hacer preguntas y yo no, comadre, no quiero… dejé mis chilaquiles a la mitad y ahorita ponerme a responder preguntas pues como que… Además, la verdad… le voy a hablar claro. Yo creo que su ahijado andaba metido en cosas raras, por algo lo mataron, ¿no?” “Ay, no diga eso, si mi ahijado se veía bien buena gente.” “Pus por eso mismo comadre, mi larga experiencia me ha enseñado que esos que tienen cara de buena gente ésos son los peores.” Y ahí venían también los otros vecinos de chismosotes, como si los llamaran a la pachanga: “Sí, yo estoy de acuerdo con don Lupe. Yo luego veía que su ahijado como que caminaba raro… como que torcía las patas. Le voy a decir algo, doña Eduviges, pero prométame que no se va a ofender. Pa’mí que ése era un nahual.” “¡Ay, no me diga eso, no me diga que mi ahijado me salió nahual, no, no, todo menos eso, señor!” “Pus no quiero perturbarla de más comadre pero sí, tiene razón aquí éste, su ahijado era un nahual, y que se me hace que de los peores.” “Si yo cada semana que le compraba de sus pistaches, cada semana me andaban dando cascadas de un chorro que pa’que le digo...” “Ay, también a mí, bueno, no tanto así como cascadas pero me empezaron a salir lunares verdes aquí en la lengua, ¿quiere verlos?” “Sí, sí, a ver… Ay, si esos son de nahual, sí.” “Ay, dios mío, y yo siempre creí que mi ahijado… pero no, ahora que me ando acordando sí, desde que mi madrina me lo enseñó yo vi como que… como que no era humano, no… que más bien parecía así como… si se retorcía como culebra en su cuna, no, si ya lo veo clarito, era un bebé nahual, sí…” “Ya ve, se lo dije, doña Eduviges, si yo tengo buen ojo para eso. La verdad, prométame que no se va a ofender, pero la verdad qué bueno que lo mataron!” “Ay, mi ahijado nahual, mal a gradecido, si debía ser por culpa de él que siempre se me enchinchaba todo. Cochino desgraciado (le escupe al cadáver.)” “Sí, por tu culpa nunca me casé.” (le escupe al cadáver.) “Pues lamento mucho de todo mi corazón que su ahijado le haya salido nahual, comadre. Ahora présteme su cobija que a los nahuales hay que echarlos al basurero.” (Él mismo:) Yo sólo los escuchaba y… (Hablándoles a los vecinos y tratando de impedir que lo envuelvan en el petate, sin que lo escuchen:) “¡Qué! ¡A la basura! ¡No, por favor, a la basura, no…! Mi madrina tiene razón, llamen a una ambulancia, a lo mejor todavía me queda tantita vida. Les juro que fue una equivocación, era al Chuy al que… No, espérense, no me arrojen en la basura, dejen esa cobija en paz, espere…!” (Ve cómo envuelven su cuerpo y lo suben a la camioneta. Al público:) Total, me envolvieron en la cobija de mi madrina, me subieron a la camioneta de Don Lupe y me fueron a echar al basurero de La ratonera… porque así se llaman nuestros barrios: El hoyo, La ratonera, El pozo… Qué hijos de su chingada. Y mi madrina resultó la peor, la más entusiasmada con eso de que yo era nahual. Pinche madrina que me fue a encontrar mi mamá. La neta cuiden bien con quien andan apadrinando a sus chamacos porque… Ahora resultaba que yo había sido el culpable de que se enchincharan y de que nunca se casaran y de todas las muerte multilaterales, ¿no? Total, llegaron al basurero, y na’más el culero de Don Lupe empezó a darles instrucciones desde el volante. (Don Lupe:) “Ahora sí, se acabaron todos los males del Hoyo, agárrenlo bien firme entre todos que a este hay que echarlo lejos.” (Vecino 1:) “Sí, don Lupe, usted díganos, usted díganos. Maldito nahual, vas a ver que ahora si me voy a encontrar a mi chaparra. Ahora sí, uno, dos y…” (Doña Eduviges:) “Ay, no, no, espérese, espérese, yo voy a querer mi cobija de vuelta.” “Pero si ya está infectada de Nahual, doña Eduviges, ¿pa’qué la quiere?” “Bueno… yo… es que… no me malentienda… ¿o qué usted me va a regalar una nueva?” “¡Pero una cobija infectada de nahual es muy grave, doña Eduviges!”. “A ver, a ver, no hay por qué discutir. Yo creo que esta cobija no alcanzó a infectarse. Yo como compadre de mi comadre, me hago responsable. Cuiden que no se maltrate, ¿está claro?”, “Sí, don Lupe, está claro. Pero va a tener que desinfectarla con un mejunje anti-nahual que yo le voy a dar. Ahora sí. Una, dos, y…” (Él mismo, viendo a su propio cuerpo en el basurero:) En los malditos deshechos, ahí acabe, chingaos. Y no es por nada que a esa lugar le dicen la ratonera, porque en un ratito ya todas las pinches ratas de por el rumbo andaban de fiesta con mi cadáver. (Hablándole a las ratas:) “Ey, shhuuuu, áyanse de aquí, ey, pinches ratas… ¡qué no saben respetar a los muertos!” Y pinche susto que me llevé cuando vi que una rata sí me oyó, yo creo que era una rata médium, porque volteó a verme y empezó a reírse en mi cara… (la rata se ríe, él reacciona a la risa.) Ey, sshuuu, aprenda a respetar a los muertos, que no porque estén en la basura... (La rata se ríe. Luego él mismo se la mienta a la rata y se va de ahí. De espaldas al público:) Entonces es que empecé a pulular como ánima por las calles. (Se vuelve lentamente hacia el público:) Y veo que no soy el único, sino que hay muertos pulule y pulule por todas partes, los espíritus de todos los asesinados. Ahí andaban, chille y chille… sus cuerpos columpiándose de dolor, y sus ojos… sus ojos llorando pero sin poder llorar, secos, porque los muertos no lloramos, señor, sólo chillamos, ya no nos queda ni el consuelo de las lágrimas, sólo el dolor y las ganas de lloriquear. (Ve hacia lo alto como si se encontrara con un muerto pululando en las alturas.) Y también veo que… arriba… en los puentes… rondando de un lado a otro… al principio, no entendí… ey… shhh… (le chifla al muerto y reacciona como si éste volteara a verlo.) Hasta que… me cayó el veinte… eran las ánimas de todos los que habían colgado en el Hoyo y… al ver el hueco de sus ojos, entonces… (Silencio, como si escuchara un llanto a lo lejos.) Y de repente, entre tanta chilladera… que me encuentro al Pipis sentado en una banqueta. (Hablándole al Pipis.) “Ei Pipis, ¿qué haces aquí, cabrón?” (El Pipis le responde algo que el público no escucha. Al público:) Ahí estaba, solo, y todavía aguantándose las ganas de mear… (Al Pipis:) Tú Pipis, ¿qué tanto haces? Si ya estas re muerto, ya pa’qué te andas aguantando… (El Pipis responde.) ¿De veras?, (El Pipis responde.) ¿Dónde está? (Le señala algo, él se vuelve.) ¿Con el de la cebolla?, ¿y así lo metió a hervir con todo y tripas y luego…? (El Pipis le responde.) Huy, Pipis, de veras que… en estas épocas los vivos ya no saben ni lo que se comen. En fin, pues te dejo Pipis, por aquí andamos. (Se despide del Pipis. Al público:) Pinche Pipis. La verdad yo no entendía qué tanto se aguantaba, si ya estaba re-muerto el cabrón, y los muertos estamos más secos que todos los huesos abandonados en el desierto, señora. Pero aún así él seguía, con la cara no azul sino amarilla, aguantándose las ganas por el resto de... Total, continué mi camino… ¡cuánto llanto flotando en el aire, chingados!, y mientras tanto los que todavía andaban vivos caminando entre nosotros como si nada... (señala a alguien.) Si ahí de pronto veo a mi madrina que iba corriendo a ver ahora a quién enchinchaba… (se gira al escuchar algo.) y ahí iba Baltasar colgado de mosca en el camión, como siempre… y ahí pasaba el carrito de colchones, estufas y fierros viejos que vendan... Todos… igual que siempre… y yo… ¿Qué no escuchan?, ¿no escuchan los llantos?, ¿cómo pueden caminar entre…? No, nadie oía nada… cada uno seguía su camino y… (A uno del público:) ¿Le digo algo, señor? Cada que sienta como algo raro, así como si alguien llegara por atrás y de diera un zape… es porque el ánima de algún asesinado anda chillando cerca de usted. Porque es lo único que podemos hacer, a veces, los muertos, cuando la pinche rabia es tanta, es tanta que de tanta rabia les damos zapes a los vivos… así… (A otro del público.) ¿No lo ha sentido, señora? En el cuerpo… algo así como… como si la pellizcaran, sí porque a los muertos podemos pellizcar, a veces de tanta pinche rabia que se nos acumula quién sabe qué pasa que alcanzamos a dar el pellizco… (pareciera que algo atraviesa su cuerpo, las ánimas a su alrededor.) O a veces… sólo es cosa de parar bien la oreja y oír… y entonces uno se da cuenta… que más allá del silencio… hay algo… que todos estos muertos no se han ido sino están aquí, entre nosotros… ¿escuchan? (Silencio.) Bueno… pero total, les andaba diciendo que… ¿qué? Ah, si, estaba en… Ah, canijos, como que el tiempo ya se me hizo pegostes… ¿Arcelia? ¿Les andaba contando de Arcelia? No, no… Arcelia, todavía no es tu turno, espérate tantito… Les andaba contando de… ah, sí. La cosa es que me pongo a pulular por las calles, y puro pinche muerto lloricón pa’donde quiera que volteaba. Y yo también, como que ya se me estaba subiendo la chillona. Pero no… todavía no… había sido todo muy culero, sí, pero… Me propuse hacer todas las cosas que no había podido hacer mientras andaba vivo. Me metí al metro y me trepé en el vagón de hasta adelante, el del conductor. Siempre había sido una ilusión de chamaco… de esas ilusiones pendejas que uno tiene de escuincle. Y hasta se lo dije una vez a mi mamá, que en paz descanse, que ella si pudo: mamá, me gustaría conducir el metro. Pero ella puso unos ojos de espanto que… (La madre:) “¡Ay, mi’jo, ¿pero qué estás diciendo? Y pa’eso tantas horas de andar abriendo las patas!, ¡pa’que me digas que quieres andar de conductor de metro!, ¿sabes lo que quiere ser el hijo de doña Eduviges? Piloto del avión presidencial del presidente de USA, por qué mejor no lo andas imitando, ¿eh? Conductor de metro…” Y cuando vio en lo que me había convertido: “Ay, mi’jo, cómo no te dejé cumplir tu sueño, capaz y ahorita ya serías capitán de conductores de metro.” Total, me metí al metro y me subí en la cabina del conductor… y ahí andábamos él y yo, y que me entra la platicona, ahí anduve háblele y háblele… contándole lo culero que había estado todo, sobre el Chuy y la cabrona de mi madrina y cómo me había echado al basurero, hable y hable como si con las palabras tratara de drenar un poco del dolor que me ahogaba. Y yo creo que él sí debía escuchar algo, porque a veces se rascaba, y luego volteaba como a buscar algo, como si escuchara un susurro del más allá. Total, ahí anduvimos un rato él y yo, yo un ánima bien portadita, la neta. Nada de andarle queriendo hacer travesuras ni pellizcándolo ni nada. Pero de pronto, allá adelante yo veo que: (al conductor:) “¡Oiga, frénele!, ¿qué no ve? Allí en el frente, allí hay alguien… lo va a… ¡frénele, frénele!” (cierra los ojos ante una inminente catástrofe. Pausa. Los vuelve a abrir:) También en el metro… todos los cabrones que se habían lanzado, penando justo ahí donde los habían despanzurrado. Total, salí a la calle y… ¿ahora?, ¿qué chingaos? (se encuentra a mitad de alguna calle sin saber qué hacer ni a dónde ir) Pus me metí al “Tenptation”, ahí donde según esto estaban las chamacas del Hoyo más sabroso… digo… las chamacas más sabrosas del Hoyo, de las muy pocas que aún quedaban… ¡El tenptation!, ¡un palacio en medio del Hoyo! ¡como la pinche torre del tal señor Babel construida entre toda esa pinche miseria! ¡Y  no saben qué morras!, (a uno del público:) tiene que ir a verlas, señor, que su esposa le dé permiso ahora que aún anda vivo porque… Yo siempre había querido entrar, pero… la neta, una cerveza la cobran como si le vendieron a uno la vida eterna, que, por cierto, ahora como andan las cosas… pero estos del tentptation sí se pasaban, y si le llevan su bebida adulterada, le cobran un extra, señor. Y una vez sí junté. Estuve toda una semana vende y vende pepitas de sol sol hasta que junté mi billete de a 500. Me cambié mi playera de super-man y me puse una del Capitán América, señora. Llegué con mi billete de a quinientos pero el cabrón de la entrada que me ve, me barre, y le dice a su pareja: (El guardia dirigiéndose al otro guardia:) “Este no pasa, Mike”, (Él mismo:) ”Ah, chingaos, cómo que no paso, si aquí traigo mi billete de a quinientos”, (El guardia:) “No, tú no pasas. Si es el que vende pepitas aquí afuera, Mike, ¿qué van a decir si lo ven allí adentro?” “Oiga, mire, en primer lugar no son pepitas, no confunda. Y en segundo lugar, si aquí traigo mi billete, oiga, cómo que no…” “¿Qué no escuchaste que tú no pasas? Ándale, ya lárgate de aquí.” “Ah, ¿que no paso?” Y que me pongo de gallito, señor, y pffff (se dispone a golpear al guardia pero el golpeado es él.) Fui a acabar hasta… Pero ahora sí, ya de muerto, aprovechando que no me veían, entré viéndolos ahora yo con la barbilla bien parada. Y apenas entro, que me encuentro al cabrón del Natas y el Chanclas, ahí con sus cadenotas de oro y sus dedos llenos de brillantes, rodeados de morras y risa y risa… cuántas vidas se debían esos cabrones, y me cae que entre más vidas más morras y más brillantes y más risas… Total, me metí al salón del fondo donde estaban dando espectáculo la Ruby candente… y ahí estaba ella, no sabe qué espectáculo, señora, muévese y muévese, encancendiendo a todos con sus rubís, dándole y dándole. (La rubí candente baila frente a él.) Ahí estuve un rato en primera fila, y luego, pus que se me ocurre algo ¡Si nadie te está viendo, güey!, que me dije yo a mí mismo, y entonces que me subo al escenario y me acuesto abajito de la rubí pa’mejorar la panorámica… y ahora sí, nadie iba a molestarme, ahí estuve… pero de pronto veo que… (mirando su pantalones, a la altura del sexo) algo pasaba, como que no… (hablándole a su sexo:) Ei, tú güey, qué pasa, por qué no reaccionas… pus no ves que ahí está la Rubí, es lo que siempre habías andando deseando, ¿no?… (al público:) Pero na’más no reaccionaba, ahí se quedaba como cáscara de plátano deprimido. Y ahí fue cuando descubrí, señorita: lo que se nos va junto con la vida es eso, el deseo. ¿Por qué eso es la vida, no? Puro andar deseando siempre, deseé y deseé todo el tiempo, y cuando el tiempo se nos agota lo único que queda es la tristeza. Y eso que lo intenté, ¿eh? Uhhhhh… me canso ganso que lo intenté. Me puse a darle… y a darle y a darle… hasta que después de mucho, pero de mucho darle, que salta un espectro de chorro todo deslactosado. Hasta dio pena verlo, la neta. Total, salí del tenptation más agüitado de lo que había entrado… ¿pero y entonces? Pues me metí al pinche cinépolis de por mi barrio, aprovechando que… pues que tenía permanencia voluntaria ahora sí que… pus hasta después del fin de los tiempos, ¿no? Ahí estuve un rato, vagando de una sala a otra. Pero la neta qué mamadas hacen ahora… me acuerdo bien, acababan de estrenar la fregadera esa de Avatar, ¿qué es eso? ¿Alguno la vio? Es que a quién le quieren ver la cara con esos pinches pitufos… Nada como las que veía de chamaco, cuando hacían películas de a de veras. “Hasta el viento tiene miedo”, uuuuu…. ¡Aso madre!, esas cosas sí eran de verdad, no las pendejadas de ahora. ¡Avatar! Pero lo peor no fue el pinche Avatar, lo peor fue que en una función me tocó detrás un grupo de fans disfrazados de Avatar. ¡No chinguen, ahora sí que no chinguen, me cae que esas sí son faltas a la moralidad! Estuvieron ahí eche y eche desmadre toda la función, y mientras tanto yo detrás de ellos amordazado por el dolor… De veras que nunca ante había sentido tantas ganas de patearle el asiento al de adelante: “ándeles, cabrones, por andar de payasitos con sus disfraces, ahora toda la peli no se las voy a dejar ver en paz…” ah, chingaos, cómo me hubiera gustado, si al menos los muertos tuviéramos ese privilegio, el de golpearle el asiento al de adelante… ahhhh… y más me hubiera gustado que voltearan a hacérmela de tos y… aso madre, que vieran que atrás no había nadie. Eso hubiera estado bueno, me cae que hasta al pinche Avatar de verdad se le hubiera quitado su cara de pitufo pendejo y se hubiera puesto amarillo. Total, salí más emputado de lo que había entrado… y pa’colmo, apenas salgo, me encuentro con otras almas en pena que andaba a la entrada del cine chille y chille. Inmediatamente los reconocí. Era la quinceañera con sus chambelanes… (los fantasmas de los mencionados aparecen delante de él.) A ellos los habían matado en un salón de bailes que estaba ahí donde ahora está el cine. Qué pinche historia esa. A un día de sus quinceaños, señora, estaban en pleno ensayo del vals de Chayanne cuando en eso entran unos cabrones y pas pas pas… a todos parejo. Creo que andaban tras uno de los chambelanes pero como todos tuvieron la mala suerte de andar vestidos igual, pus a ponerlos a bailar a todos, ¿no?… Ahí estaban, en el lugar mismo donde los sentenciaron, y entretanto los avatares pendejos saliendo del cine risa y risa, y chille y chille, y risa y risa, y chille y chille y… y cómo no iba a chillar la quinceañera, si ya lo tenían todo preparado, ¡todo! Ya habían comprado el vestido, y no sabe qué vestido eh, color pistache pero pistache de verdad, casi como los míos. Habían mandado a construir el pastel más alto jamás visto en El hoyo, ya hasta habían alquilado la limosina pa’irse a exhibir a la quinceañera por todo Reforma y… (Viendo a los ojos al ánima de la quinceañera:) Yo creo que ella sí me reconoció, volteó a verme, y creo que vio que… (le habla al fantasma de la quinceañera:) Sí niña, soy yo, el que vendía cigarros y pistaches a unas cuadras de aquí, también a mí… (continúa la narración con el público:) Ella tenía la cara reventada de tanto chillar, y cuando me vio yo también… como que me entraron unas ganas tremendas… unas ganas tremendas de sentarme y ponerme a chillar con ellos… (haciendo todo lo posible por contenerse.) Pero no, la chillona todavía no iba a ganarme la batalla, todavía tenía algo que hacer… algo de lo que siempre… en realidad sólo me quedaba por cumplir el que había sido mi único verdadero anhelo… sí… fui a la casa de Arcelia… Arcelia… ahhh… creo que ella fue lo más cercano que conocí al… (silencio.) En mi barrio decían que era una santa porque ya andaba por los veintitantos y todavía andaba viva en El hoyo. Ella vivía cruzando la avenida de los huesos, en una casa también bien chula. A veces yo me paraba a unos metros de su casa y la esperaba a verla salir… ¿Por qué nunca me atreví a acercarme y…? No, sólo me quedaba ahí, esperándola y esperándola, y de tanto estar ahí esperándola hasta le fui a componer varios poemas. “¡Arcelia, Arcelia, te amo con todo mi corazón herido y con todas mis arterias. Arcelia, Arcelia, te amo tanto que por ti hubiera ido hasta Argelia!” ¿Si se fijó que rima, señora? Porque un poema tiene que rimar, si no no es poema. Luego ahora hay cada poeta que hace poesías y ni siquiera riman. De verdad. Oiga, pues a quién le quieren tomar el pelo. Si luego yo me pongo a buscarle la rima, por adelante, por atrás, por las entre líneas y na’más no la hay. Sí, pues qué se creen, hacer poemas y que no rimen eso sí que… los míos si riman, ¿eh? Sí, señora… si yo lo hacía de verdad, no crea que era la pura faramalla, no, yo me tomaba la profesión de hacer poesías de a de veras. Hasta me compré un diccionario, y me quedaba ahí hasta que no encontraba la que rimaba. Uy, las rimotas que llegué a encontrar, “ya llegó el otoño y a mí me lleva el coño.” Si supiera, le fui a escribir poemas hasta a… a mi mamá, que en paz descanse, le escribí varios, pero ella también ponía unos ojos de espanto que… (La mamá:) “¿Qué es esto?” “Es un poema que te escribí, mamá, ¡y rima, mira!” “Mejor harías poniéndote a trabajar, escuincle, que lo que hace falta aquí es dinero, no estas mariconerías… y si me saliste maricón dímelo que todavía ando a tiempo de agarrarme a otro pazguato que me haga otro.” Mi mamá… uy, si les hablara de mi mamá, una gran señora, y lo que más me duele de todo es que cuando pasó a mejor vida, que ella si pudo, todos muy compadres y comadres pero a la mera hora nadie se paró ahí... Pero pa’qué hurgarle más a la amargura. Mejor… ¿qué les andaba diciendo? Ah, sí, la cosa es que fui a casa de Arcelia, y ahora sí que entro, señorita… y ahí todo estaba en silencio… sólo, allá arriba, el murmullo de sus pasos. Eran los de ella, sí… Subí hasta su cuarto y… ahí estaba ella, tocando el violín, porque ella era violinista, señora. La única del Hoyo que se supiera que tuviera esas mañas… porque en El hoyo nadie sabíamos tocar nada más que la puerta, y eso sólo algunos. Ahí me quedé un rato, oyéndola, y de repente otra vez que se me sube la platicona: (Le habla a Arcelia.) “¡Arcelia! ¡Soy yo! ¡El que vendía… el miniempresario que trabajaba a unas cuadras de aquí! Me mataron, Arcelia. El pinche del Chuy hizo un desmadre con la numeración y unos cabrones me soltaron un balazo aquí, mira… Yo te juro… te juro que yo sólo… tú sabes, yo jamás me metí en nada ni con nadie… yo sólo… yo lo único…” Así estuve un largo rato, háblele, y háblele, parado en la entrada de la puerta, y entonces señor que se me ocurre algo, y que me digo yo a mí mismo: “Oye, pus si ni te está viendo, güey, aprovecha.” Y entonces que… (Silencio. Reacciona a algo que hace Arcelia. El público no lo ve, pero por la reacción de él podría deducirse que ella se ha desnudado o se cambiar de ropa. Él camina hacia ella, quien permanece invisible al público. La envuelve en sus brazos, le besa el cuello. Gracias a la reacción de él, el público logra ver que Arcelia percibe algo y quiere alejarse y él, desde la ubicuidad de la muerte, trata de retenerla:) “Arcelia, ven… no tengas miedo, soy yo… no tengas miedo… Por qué me tuve que esperar hasta ahora… si de vivo hubiera podido… pero no… sólo hasta la muerte nos es posible cumplir algunos sueños…” (Silencio. Regresa al presente-público:) Así estuve un rato, tratando de revivir en su cuello el sabor del deseo, y entonces… (Por un momento parece juntar miradas con Arcelia, pero finalmente ella sale. Regresa a presente-público:) que me entran otra vez unas ganas… unas ganas tremendas y… ahora sí que ya no me aguanto y que ahí mismo se me sube el espíritu de la llorona y que me pongo a chillar… sí… no sé por cuánto tiempo, chille y chille… debió haber sido mucho tiempo el que estuve ahí porque ahora era de día y ahora de noche… hasta que entendí, sí… entendí por qué todas las ánimas regresaban a chillar justito al sitio donde los sentenciaron… Entendí por qué los colgados rondaban en los puentes y por qué los túneles del metro estaban atestados con los espectros de todos los que se habían lanzado… sí… no sé por qué… como si fuera por un instintito de perro uno necesita regresar y ponerse a chillar ahí, justito donde dio el último suspiro. Me despedí de Arcelia y regresé a mi calle. Y allí todo como si nada… nada había pasado… ahí estaba el pinche de don Lupe fumando igual que siempre… ahí iba otra vez el carrito de colchones, estufas y fierros viejos, y lo peor, el pinche de Chuy ahí seguía risa y risa. Uyyyy, no sabe, la rabia que me entró. Pero lo que más me emputó fue que cuando entré a mi cuarto había un pendejete ahí, sentado en mi sillón viendo no sé qué mamada de talk show, risa y risa, el cabrón (Hablándole al hombre:) “Qué haces aquí cabrón, este es mi pinche cuarto, salte de aquí ahora mismo,” pero el güey seguía risa y risa, y no sólo eso, sino que también había un perro ahí, echado justo donde yo había caído… “Hijo de tu chingada… ¿qué no me oyes que te vayas de aquí? Cabrón, al menos déjenme un sitio donde chillar en calma… y tú pinche perro, ¿no que los perros tienen no sé cuántos pinches sentidos?, ¿qué no sientes que ahí cayó muerto alguien?” (Al público:) El pinche perro na’más movió la cola tantito y siguió ahí echado. Y sí, hasta que entendí qué hacía ese güey ahí, porque de repente veo entrar a mi madrina muy rozagante la hija de toditita su chingada madre. “¿Qué ha pasado, cachatoncito, todo bien?”, ¿qué ha pasado cachetoncito? ¡Cachetoncito! Ahhhh… madrinita, ahora resulta que ya muerto tu ahijado, te agarras este lugar pa’traerte a tus cachetoncitos… Y no sólo eso, señor, sino ¿saben que traía en las manos?, ¡mis pistaches!, sí, las que había preparado esa misma madrugada que… “mira mi amor, te traje esta botanita”. Mira mi amor… pinche madrina que me fue a conseguir mi madre… ya les dije que deben fijarse bien con quien apadrinan a sus chamacos, ¿verdad? Ah, porque no sólo eso, sino que de pronto echan al perro a un lado, extiende su cobija y se ponen a coger ahí mismo, en el misma cobija donde… cabrona, ¿pues no que era nahual y no sé qué tantos? ¿No que mi mercancía estaba embrujada y no sé qué…? Cabrones… hijos de su chingada… sálganse ahoritita de mi cuarto porque… Ahí anduvieron coge y coge y yo maldice y maldice y ellos coge y coge, como si a mi madrina coger sobre esa cobija la excitara más. Qué pinche rabia. De veras que… lo que más nos frustra a los muertos es no tener el don de la venganza… uno trae la venganza atravesada en el gaznate y… si yo pudiera… si por mi fuera me orinaba sobre mi madrina y luego le sacaba las tripas y los sesos al Chuy y al pendejo de don Lupe y… ¿Pero saben algo? De todas las cosas que más me encabronan, lo que más más me emputa fue haber muerto así y ni siquiera haber probado nada… sí, de verdad, ni madres, verdad, apenas un curado o una cerveza en la navidad con mi mamá, eso sí, pero fuera de eso… qué chingaderas, de haber sabido que iba a terminar así… me hubiera metido en el business, me hubiera convertido en un cabrón, le hubiera pagado a mi madre un hospital, me hubiera deshecho de esta comadre y le hubiera buscado una comadre decente a mi mamá, un día hubiera llegado con Arcelia con los bolsillo hinchados y con su violín último modelo y… si un buen día, puasss, bueno, al fin y al cabo debía morir de esto, ¿no? Pero morir así tan a lo pendejo y ni siquiera… de veras que… está para encabronarse, ¿no? Ahhhhh, pero eso sí, me cae que nadie en El hoyo volvió a probar unos pistaches como los míos, ésa fue mi venganza, ahora si van Al hoyo les advierto que no van a encontrar más que puro pinche cacahuate amargo. Y ahora nada más una vez oí que unos compas platicaban… (Breve silencio.) “¿Y qué pasó con el que vendía pistahes, tú? Ya no lo he visto” “Pues ve tú a saber, creo que dicen que resultó que era un nahual.” “¿Un nahual?, ¿y qué es eso, tú?” “¡Qué no sabes!, los nahuales son así como… como…. Pues así como... pus quién sabe qué chingados sean pero cuando uno se los encuentra hay que echarlos al basurero.” “Ahh, pues sí, oye, y por cierto, cómo se llamaba ese güey?” “Pues… ve tú a saber.” (Al púbico:) Ah, hijos de su chingada… Que cómo se llamaba ese güey, ¿cómo se llamaba?, Yo… yo… pues yo tengo muchos nombres… los nombres de todos los que han muerto así, a lo pendejo, y de los que nadie supo ni madres… y un chingo… sólo es cosa de abrir bien los ojos y uno se da cuenta que el aire está plagado de ánimas… que ya está agrio de tanto dolor… o no… a lo mejor no… a lo mejor de ellos simplemente no queda nada… y a lo mejor yo soy sólo un actor y el aire es el mismo aire de siempre y el sol el mismo sol de siempre, y otros niños seguirán naciendo y seguirán riendo y seguirán jugando ahí donde otros cayeron, y de esos que cayeron no permanecerá sino el olvido. (Sale.)



Se encuentra que están bailando thriller.
Al fondo veo que andaban bailando, me acerco y veo que bailaban la de triler, ay güei, pues que me uno al baile, y anduve un rato, pero pinche coreografía mamona. Yo quería meterle algo más sabroso, pero apenas lo intentaba los pinches muertos se volteaban bien encabronados y me decían: qué te pasa güei, por qué le cambias. Oye, pues algo más sabrosón. “Si no te gusta te vas. Los muertos sólo bailamos la de thriller.” “Pero por qué… hay que probar algo más sabroso.” “Ya te dije güei, si no te gusta te largas, ándale, vete.” Baahhh, pinches muertos babosos, ahí los dejé haciéndole al payaso con su thriller.
probar esta parte:





EXTRAÑA FÁBULA EMPRESARIAL de Carlos Talancón

 EXTRAÑA FÁBULA EMPRESARIAL


de Carlos Talancón


La oficina de la “Familia”. Hay numerosos diplomas en las paredes. También hay letreros con mensajes como “Todo depende de ti”, “Aquí encontrarás la clave del éxito”, etc. Mr. Stephenson se encuentra en su escritorio revisando unos tests. Viste bata blanca. Entra Huerta, trae consigo una modesta maleta. Mr Stephenson no da muestras de advertirlo. Huerta espera, y se pone a revisar los diplomas. Al cabo de unos momentos, al ver que Mr. Stephenson no reacciona a su llegada, se aventura a hablarle.

Huerta-         Eh... Buenos días…

Mr Stephenson-       (Sin voltearlo a ver, le extiende una tarjeta que Huerta recibe y le da un vistazo superficial. Mr Stephenson, mientras sigue revisando papeles:) Buenos tardes.

Señor Huerta-         (Ve su reloj.) Ah si... buenas tardes, disculpe, ya pasan de las doce de la tarde como usted dice. Cómo no me había dado cuenta caray, venía con tanta prisa que...

Mr Stephenson-      Ya pasan de las doce de la tarde efectivamente. Hay que ser consciente del momento en el que uno se encuentra.

Señor Huerta-         Efectivamente, y créame que tenía el tiempo medido, es sólo que el camión hizo una parada inesperada y por poco se me hace tarde, pero por suerte salí muy a tiempo para venir acá y fíjese que hace cinco minutos que estaba allá afuera esperando a que dieran las tardes, es sólo que no quise entrar porque no quise importunarlo, además la cita era a las doce y yo no… aunque es cierto, debí haber visto el reloj, sí, lo debí haber visto, lo reconozco, pero para ser franco estaba pensando en cosas más importantes, me refiero a...

Mr Stephenson-      ¿Es usted el señor Huerta?

Señor Huerta-         Eso es. A sus órdenes Señor Esteban.

Mr Stephenson-      (Volviendo bruscamente la cabeza.)  ¿Cómo me dijo?

Señor Huerta-         ¿No es usted el señor Esteban?

Mr. Stephenson-     ¿Qué no sabe leer?

Señor Huerta-         Por su puesto. Hace poco tomé un curso de lectura rápida, he llegado a leer más de 1450 palabras por…

Mr. Stephenson-     Entonces dígame qué dice la tarjeta.

Señor Huerta-         (Ve la tarjeta. Lee:) Especialista en valoración humana. Mister… S-t-i-f-e-n…

Mr. Stephenson-     Stephenson. Soy Mister Stephenson. ¿Está claro? No vuelva a llamarme de otra manera.

Señor Huerta-         Ahh, sí, perdone, es que en uno de esos papeles que hay colgados allá decía Esteban y…

Mr. Stephenson-     ¡Dígame Mr. Stephenson! Y esos que están allá afuera no son papeles, señor Huerta. Son diplomas.

Señor Huerta-         Sí. Disculpe señor… (Mr Stephenson le hace una seña para que guarde distancia. Huerta repite la presentación.) Buenos tardes señor Mr. Stephan… (Ve la tarjeta rápidamente.) Ste-fffen-son.

Mr Stephenson-      (Estudiando una hoja de papel.) Buenos días. Viene con la intención de entrar a esta gran familia, ¿verdad?

Señor Huerta-         (Un poco desconcertado:) La verdad es que sí. Sin duda esto es…

Mr. Stephenson-     Bien. (Anota algo en los papeles.) Debo recordarle que sólo la gente que verdaderamente desea escalar las sendas del conocimiento logrará acceder a esta Gran Familia. Nosotros le demostraremos que el éxito depende de la voluntad del sujeto y si usted es poseedor de esa voluntad nosotros le otorgaremos la posibilidad de ser lo que usted siempre ha querido.

Señor Huerta-         Créame que traigo toda la voluntad indispensable para hacerlo, Señor Mr. Stephenson.

Mr. Stephenson-     Muy bien. Eso es lo primero, el asunto de los papeles para nosotros es lo de menos.

Señor Huerta:         Sí… claro… aunque…

Mr. Stephenson:     Empezaremos por someterle a un pequeño test que elaboró un prestigiado profesor de Bratislava con el fin de que nuestros candidatos alcancen el conocimiento de sí mismo. (Termina de escribir y voltea a verlo.) ¿No tiene inconveniente?

Señor Huerta-         Oh, por Dios, no.

Mr Stephenson-      Estupendo. Por favor, tome asiento y espere un momento. (El Señor Huerta se sienta, hay un momento de silencio. Mr Stephenson busca el test.)

Señor Huerta-         (Queriendo evitar el silencio.) Qué frío ha hecho últimamente, ¿verdad señor... (Ve la tarjeta) Mr. Stephenson? (Mr Stephenson no responde, sigue buscando el test.) Cuando venía para acá me agarró un ventarrón que no se imagina, creo que hacía tiempo que no sentía yo un frío así.

Mr Stephenson-      (Sin dejar de revisar sus papeles.) A usted es de clima tropical, por lo que veo.

Señor Huerta-         Bueno… no es para tanto. El calor tampoco es santo de mi devoción, deje le confieso. A decirle verdad, el frío no me molesta (Se quita el abrigo que trae puesto.) A veces hasta creo que se puede trabajar mejor, de hecho en mi oficina anterior a veces hacía un frío tremendo no se imagina, y nunca tuve problemas, me llevaba un suéter y se arreglaba todo, como si nada. No, el calor tropical no es para mí…

Mr. Stephenson-     Le aviso que el calor aquí es incordio.

Señor Huerta-         (Después de una breve pausa:) Sí, ahora que lo dice, creo que usted tiene razón. (Se pone su abrigo que había dejado en el respaldo de su silla.) Hace un poco de frío, es cierto. Digo, no al grado de ser molesto pero un poco de calor no vendría mal, es simplemente eso...

Mr Stephenson-      ¿Es simplemente qué?

Señor Huerta-         Digo, que usted tiene razón en lo que dijo.

Mr. Stephenson-     Señor Huerta, le suplico que si desea conducir a buen fin la extraordinaria aventura de conocerse a sí mismo, no ponga en mi boca palabras que yo no dije. Yo dije que el calor aquí es incordio.

Señor Huerta-         Ah si, disculpe, yo sólo quise decir que en primavera hace un poco de calor y en invierno un poco de frío. (Se quita de nuevo el abrigo.)

Mr Stephenson-      Aquí en particular es una situación fatigante.

Señor Huerta-         ¿Por calor o por el frío?

Mr Stephenson-      ¿Qué?

Señor Huerta-         No, olvídelo, no quise decir nada, sin duda el clima es muy frío en invierno y muy caliente en primavera.

Mr Stephenson-      Dejemos eso. (Saca el test y se sienta.) ¿Se considera una persona con el espíritu del emprendimiento o tiende a dejar que los tomen las decisiones?

Señor Huerta-         No. Son una persona con ese espíritu, el primero que mencionó. Me gusta superarme señor Es… (ve rápidamente la tarjeta.) Stephenson

Mr. Stephenson-     ¿Se siente usted capaz de hacer frente por sí solo a cualquier obstáculo?

Señor Huerta-         Por supuesto.

Mr Stephenson-      ¿Cualquier obstáculo?

Señor Huerta-         Sí, déjeme platicarle que en mi trabajo ante...

Mr Stephenson-      ¿No le importaría afectar a sus compañeros para conseguir lo que usted quiere?

Señor Huerta-         Bueno, ahí ya hablamos de otra cosa, para mí la amistad...

Mr Stephenson-      ¿Amistad?

Señor Huerta-         Sí, amistad.

Mr. Stephenson-     ¿Qué significa para usted la amistad?

Señor Huerta-         Bueno, yo soy una persona muy amigable Señor Mr Stephenson, siempre me gusta sonreírle a la gente y estar abierto a cualquier amistad…

Mr. Stephenson-     ¿Cualquier amistad?

Señor Huerta-         Sí… bueno… no… quiero decir sí pero… no a las malas influencias. Usted me entiende, a veces uno se halla con gente que se hace pasar por una cosa pero en realidad andan en busca de otra cosa, y la verdad yo… (Mr. Stephenson anota algo en el test. Huerta se muere de ganas de ver de qué se trata y, no tan discretamente, comienza a acercar la cabeza.)

Mr. Stephenson-     ¿En busca de otra cosa?, ¿qué tipo de cosas?

Señor Huerta-         ¿Perdóneme?

Mr. Stephenson-     Usted acaba de decirme que hay gente que se hace pasar por una cosa pero en realidad busca otra cosa. Yo le estoy preguntando, ¿qué cosa?

Huerta-         Bueno… puede ser cualquier cosa.

Mr. Stephenson-     Ya veo (Anota algo. Luego busca una hoja específica del test.) ¿Es usted casado?

Señor Fausto-          No… todavía no, lamentablemente. Pero ya pronto señor Mr. Stephenson, ya pronto.

Mr. Stephenson-     ¿Ha tenido problemas de insinceridad con sus anteriores jefes?

Huerta-         ¿Por qué lo pregunta?

Mr. Stephenson-     Es una pregunta más, Huerta.

Huerta-         Sí, perdone. ¿Problemas de insinceridad? No, para nada.

Mr. Stephenson-     (Anota algo.) Ahora dígame. Si un día amaneciera extraviado en una isla desierta, ¿qué se llevaría con usted?

Huerta-         ¿Isla desierta sin nada?

Mr Stephenson-      Sí. Desierta.

Huerta-         Pues... es difícil.

Mr Stephenson-      Responda rápido se lo suplico.

Huerta-         ¿Y sólo puede ser una cosa?

Mr Stephenson-      Sí, elija, apúrese, diga algo.

Huerta-         Sí, sí... disculpe Señor Mr Stephenson (Piensa.) ¿Si tiene un aunque sea un poco de agua para beber, verdad?

Mr. Stephenson-     ¿Qué si tengo agua para beber?

Huerta-         Sí.

Mr. Stephenson-     Sí, puede ser. ¿Quiere acompañarme a la cocina?

Huerta-         ¿Disculpe?

Mr. Stephenson-     ¿Que si quiere venir conmigo a…? ¿O de qué está hablando?

Huerta-         De la isla.

Mr. Stephenson-     ¿Isla?

Huerta-         La isla desierta. Adonde me voy a ir a vivir. ¿O entendía mal la pregunta?

Mr. Stephenson-     Ahhh… ¿Pero entonces por qué…?

Huerta-         ¿Sí?

Mr. Stephenson-     Olvídelo. Retomemos la pregunta. Tiene que responder lo primero que le viene a la mente. Este test sólo funciona con respuestas automáticas, sin pensar, ¿me escucha? No puede detenerse eternidades con cada pregunta que le hago, ¿está claro?, ¿qué se llevaría a una isla desierta?

Huerta-         Sí, sí, mi rosario, me llevaría mi rosario. Disculpe Señor Mr. Stephenson, pero es la verdad. (Mr. Stephenson anota algo.)

Mr. Stephenson-     ¿Qué aficiones tiene?

Huerta-         ¡Sí!

Señor Fausta-         ¿Si qué?

Huerta-         No, disculpe. ¿Se refiere a aficiones de gusto?

Mr. Stephenson-     Sí, aficiones, ¿qué le gusta hacer para distraerse?

Huerta-         Bueno… yo no acostumbro distraerme.

Mr. Stephenson-     A ver, ¿de qué se trata, señor Huerta? Sea honesto, se lo suplico. A todo hombre le gusta distraerse. Además, esta Gran Familia tienen presente algunas distracciones son importantes para rendir, ¿no cree? ¿Qué le gusta hacer a usted para distraerse? Responda rápido, lo primero que le viene a la cabeza.

Huerta-         Ah, claro, a mí me gusta… verá, a veces… simplemente salgo a caminar para relajarme al parque o… Me gustan los lugares donde uno puede aprender.

Mr. Stephenson-     ¿Y qué se puede aprender en un parque?

Huerta-         Bueno… Muchas cosas, a veces uno puede conocer gente o…

Mr. Stephenson-     Ya veo. Le gusta ir a los parques a conocer gente.

Huerta-         Este… no exactamente, yo…

Mr. Stephenson-     Y si tanto desea aprender por qué no gasta su tiempo en algún centro de estudios o en una biblioteca, por ejemplo. ¿Por qué en un parque?, ¿qué tiene de especial un parque?

Huerta-         No, usted tiene razón. Sí, las bibliotecas son un lugar magnífico. Cuando he llegado a ir se siente un ambiente tan tranquilizador…

Mr. Stephenson-     ¿Cuál fue el último libro que leyó?

Huerta-         Ahhh… varios… ahora no recuerdo exactamente, pero…

Mr. Stephenson-     Diga un título que haya leído, rápido.

Huerta-         Ah, sí. Se valen las revistas, ¿verdad?

Mr. Stephenson-     Dígame algún libro que haya leído. El primero que le venga a la mente. ¿O si no a qué va a las bibliotecas?, ¿a conocer gente?

Huerta-         Ohh, no, señor Mr. Stephenson. El libro que leí… el último que leí… La mágica comedia de Shakespeare, sí, ese tuve el privilegio de leerlo.

Mr. Stephenson-     Muy bien. En esta familia valoramos a la gente que le gusta la cultura, Huerta. (Mr. Stephenson vuelve a anotar algo. Huerta, de nuevo, trata de ver, aproximando el cuerpo al escritorio.) ¿Ha tenido problemas en sus anteriores trabajos?

Huerta-         Jamás, yo soy una persona muy tranquila, difícil...

Mr Stephenson-      ¿Ha dicho muy tranquila?

Huerta-         Si, muy tranquila, yo jamás...

Mr Stephenson-      (Revisa una lista con distintos colores que tienen anotaciones.) ¿Qué reacciones tiene ante el índigo?

Huerta-         ¿Ante quién?

Mr Stephenson-      El índigo. Es un color, señor Huerta.

Huerta-         Ah sí, claro.

Mr Stephenson-      ¿Qué es lo que le provoca?

Huerta-         Pues es un color que me gusta.

Mr Stephenson-      ¿Le gusta ese color?

Huerta-         Sí… sí… yo creo que es uno de mis favoritos, me recuerda a una novia que tuve…

Mr. Stephenson-     Ya veo. (Anota algo.) ¿Ha tenido problemas de insinceridad con sus anteriores jefes?

Huerta-         No, jamás, como ya le había dicho siempre me han considerado...

Mr. Stephenson- ¿A la hora de trabajar se ha llegado a sentir falto de energía o ánimo?

Huerta-         No, no, yo siempre intento estar a las vivas.

Mr. Stephenson-     ¿Ha llegado a sentir repentinos ataques de confusión hacia sí mismo, como si no supiera lo que realmente desea?

Huerta-         No, jamás he senti...

Mr Stephenson-      ¿Tiende usted a tener pensamientos negativos hacia usted o a culparse muy severamente?

Huerta-         No.

Mr Stephenson-      ¿Nunca? ¿Ni en situaciones de mucha confusión?

Huerta-         No, siempre intento hacer frente a...

Mr Stephenson-      ¿Se considera una persona honesta?

Huerta-         ¿Lo está preguntando por lo de la Mágica comedia...

Mr Stephenson-      Señor Huerta, es otra pregunta más del test psicológico.

Huerta-         Ah, sí, sí me considero, como ya lo había di...

Mr Stephenson-      ¿Cuál fue la causa de que se saliera de su anterior trabajo?

Huerta-         Quería superarme.

Mr Stephenson-      ¿Cuál fue la verdadera causa de su salida?

Huerta-         Bueno, con todo el respeto, le estoy respondiendo, quería superarme.

Mr Stephenson-      (Anota algo en sus papeles.) Muy bien, me da gusto que sea usted una persona honesta y con ánimo de conocerse a sí misma. (Saca del cajón de su escritorio otros papeles.) Ahora, como usted entenderá, también es necesario medir la resistencia de nuestros futuros empleados. Usted sabe, cuestiones prácticas, de operatividad. ¿Algún inconveniente?

Huerta-         No, pero me gustaría saber…

Mr. Stephenson-     ¿Tiene algún inconveniente?

Huerta-         No, por su puesto que no.

Mr. Stephenson-     Correcto. (Se levanta de su escritorio.) Haga el favor de levantarse (Señor Huerta tarda en reaccionar.) Levántese, póngase de pie.

Huerta-         Ah sí, claro. Disculpe. (Se levanta.)

Mr. Stephenson-     Ahora señor Huerta, ponga atención a lo que le digo. Va a ser una prueba ligera, no se preocupe, sin dolor, no hay dolor. Cierre los ojos. Sí, muy bien, lo está haciendo muy bien. Ahora, respire hondo, eso es, más hondo, relájese ¡Relájese! (Breve pausa.) Señor Huerta, no tenga miedo, simplemente respire y relájese. Eso es, más, respire más profundo y relájese. Muy bien, ahora va a elevar sus brazos a sus costados de tal manera que formen una recta de ciento ochenta grados, es decir que cada brazo quede perpendicularmente a su tronco. (Señor Huerta se confunde no sabiendo cómo colocar sus brazos.) No señor Huerta, me da la impresión de que usted no quiere cooperar. Es así (Mr. Stephenson se acerca por detrás y le coloca los brazos.) Muy bien, permanezca en esa posición

Huerta-         Disculpe Señor Mr Stephenson, yo…

Mr Stephenson-      Señor Huerta, no se puede hablar en esta prueba. No lo digo por mí, lo digo por usted. Todo es para ayudarlo, señor Huerta. Comprenda, tanto usted como yo queremos que sea parte de esta Gran Familia ¿no es así, señor Huerta? (El señor Huerta hace una mueca.) Eso es, ahora permanezca en silencio. (Mr. Mr Stephenson lo examina. Silencio.) Respire, eso es, respire profundo, sí, más, respire más, sí, más, respire y exhale, eso es, exhale y respire, sí, respire y exhale, aja, exhale más, exhale hasta que sienta que sus pulmones quedan sin oxígeno, más, siempre un poco más, recuerde eso señor Huerta, así, más, sí. Ahora tense, tense, sus muñecas, sí, sus brazos, eso es, sus hombros, sí, más, tense, su torax, su pelvis, su cuello, sus muslos, sus pies, eso es, ahora concéntrese, respire y concéntrese. (Silencio.) Muy bien, ahora va a imaginar una reunión de trabajo en la que el jefe lo va a despedir frente a sus compañeros porque ha descubierto alguna falla en usted, ¿cómo reaccionaría? No hable, tan sólo imagínelo, imagínelo con precisión, imagínelo hasta que lo viva. Ahora imagine esa misma reunión pero el jefe, en lugar de correrlo, va a hacer pública su falla. Sí me va siguiendo ¿verdad, señor Huerta? Bien. (Anota algo y toma otros papeles.) Ahora imagínese en un cuarto absolutamente cerrado en el que hay un incendio. Muy bien, ahora imagine que en ese incendio están su jefe y sus compañeros, ¿qué haría, señor Huerta? (Pausa.) Eso es. Ahora relájese, ponga su mente en blanco, relájese, recuerde que es tan sólo una pequeña prueba psicológica, casi un juego. (El Mr. Stephenson saca otra hoja de pruebas y comienza a darle pequeños golpes en el pecho al Señor Huerta que van aumentando.) Resista, resista, resista… (El Señor Huerta no resiste y se derrumba, el señor Mr. Stephenson regresa a su escritorio.) Señor Huerta, padece usted de ansiedad, ¿lo sabía? La ansiedad es un sentimiento que destruye, ¿lo sabe señor Huerta? Destruye sus nervios y hay que controlar la ansiedad porque aumenta, aumenta, aumenta hasta que ¡Púas! Un día estalla y...  Ja ja, lo mejor es controlarla ¡No hay nada a qué temer! ¡Todo es cuestión de actitud! Todo está en la mente, Huerta. A ellos les gusta la gente sin miedo, con fortaleza. (Regresa al escritorio y hace unas anotaciones. Huerta abre ligeramente un ojo, luego vuelve a cerrarlo. Silencio.)

Huerta-         ¿Ya puedo abrirlos, verdad? (Silencio. Luego de un rato abre los ojos.) Señor Mr Stephenson... (Silencio. Mr. Stephenson sigue escribiendo sin voltearlo a ver.) ¿Podría decirme mi diagnóstico? (Silencio.) ¿O al menos cuándo puedo venir por el resultado? (Mr. Stephenson sigue anotando, Huerta se acerca y trata de ver.)

Mr. Stephenson-     Guarde distancia, se lo suplico.

Huerta-         Sí, sí… (Se aleja.) Sí, a veces soy una persona un poco ansiosa, pero nada más. Y ya lo estoy resolviendo. A veces mi madre me decía… estate quieto, y entonces yo… Pero sólo es cosa de ansiedad, no vaya a creerse otra cosa. Lo del parque… (Mr. Stephenson se levanta de su escritorio y sale.) ¡Señor Mr Stephenson!  (Huerta permanece un momento ahí, sin saber qué hacer. Después de un momento vuelve a entrar el Mr Stephenson, trae un aspecto meramente formal.)

Mr Stephenson-      Es un honor para la familia tratar con gente como usted a pesar de los errores básicos que se hayan podido presentar. Permítame informarle que no ser recibido en esta gran familia no significa del todo una derrota, tenga por seguro que siempre habrá lugares donde podrá ser aceptado. Desafortunadamente la entrada a esta gran familia tiene que pasar por previos filtros, sin embargo fue un placer su muy breve estancia y la familia considera y admira el valor de gente como usted. Independientemente del resultado esta familia confía en que usted podrá seguir caminando por los senderos del hombre de bien siempre en busca de la superación y el conocimiento (Pausa.) Mucho gusto señor Señor Huerta, cualquier cosa nosotros nos comunicamos con usted.

Huerta-         Pero señor Mr Stephenson.

Mr Stephenson-      ¿Si?

Huerta-         No podría decirme si...

Mr Stephenson-      Cualquier cosa nosotros nos comunicamos con usted. (Sale.)

II

Sala de espera. Entra Huerta. Se oyen murmullos inciertos, como si hubiera gente discutiendo en alguna sala contigua que no está  al alcance de la vista.

Huerta-         ¿Señor Mr. Stephenson? (Los murmullos disminuyen, como si se silenciaran los unos a los otros.) Soy Huerta, el que padece de ansiedad, ¿me recuerda? (Silencio.) Me han enviado nuevamente con usted (pausa.) Quiero ver si he sido aceptado en esta familia. (Aumenta el sonido de los murmullos. Por un momento Huerta duda en intervenir, pero finalmente se atreve:) Quiero decirle que he trabajado mi… ansiedad. Después de lo que me advirtió me di cuenta de lo que realmente significaba y estoy en proceso de curación. (Algunas risas ahogadas.) Le agradezco sinceramente su orientación, creo que me ha sido de gran utilidad. Seré un hombre nuevo, señor Mr. Stephenson. De hecho, creo que ya estoy…

Voz de Mr. Stephenson-    ¿Huerta? ¿Es de nuevo usted, Huerta?

Huerta-         Sí, sí, soy yo. El que padece de ansiedad. Pero señor Mr. Stephenson, quiero que sepa que he estado...

Voz de Mr. Stephenson-    ¡Ah Huerta! Es un hombre afortunado. Tiene la suerte a su favor.

Huerta-         (Sorprendido.) ¿De veras lo cree, señor Mr…?

Voz de Mr. Stephenson-    No es que yo lo crea. Son ellos (Se oyen  murmullos.) Ahora mismo están resolviendo su caso y las estadísticas comienzan a inclinarse en su favor.

Huerta-         Ahh, señor Mr. Stephenson, me hace sentir un hombre afortunado, nunca imaginé que...

Voz de Mr. Stephenson- Lo es Huerta, lo es. (Murmullos.) Claro que… ha salido alguna cosilla que… (Rumores que denotan desaprobación.) Hay algo que no les está agradado del todo. (Breve pausa.) Espero que me entienda ¿verdad, Huerta?

Huerta-         Qué mal. Pero… sí… creo entenderlo. (Pausa.) ¿Se refiere a…?

Voz de Mr.  Stephenson-   Nada de demasiada importancia. Sólo una pequeña mancha negra. Pero no se preocupe, Huerta. Con todo y eso los números vuelven a hablar a su favor. (Sonido de voces.) Han  pronosticado en usted una persona fácilmente... accesible. Bueno, usted entiende, accesible a pesar de…  Huerta, si no hubiera sido por ese pequeño detalle... (Otra vez rumores de censura.) Sería muy triste que sólo por eso…

Huerta-         Señor Mister Stephenson, dígales que fue un error mío, y que lo lamento de todo corazón. Pero… ¿podría decirme de qué se trata?

Voz de Mr. Stephenson-    ¡Huerta! ¡Huerta! Si usted lo sabe mejor que yo.

Huerta-         ¡No…! ¡Sí, es un defecto, lo reconozco! Pero es que estaba un poco nervioso y… (Se escuchan murmullos que sugieren indignación.) Claro que no me estoy justificando, no. Es mi culpa, lo sé, créame que lo sé, pero espero que no se esté refiriendo a…

Voz de Mr. Stephenson-     (Pausa.) Es una tarea difícil engañar a un detector de mentiras.

Huerta-         ¡El test tenía un detector de…!

Voz de Mr. Stephenson-    Exacto, Huerta.

Huerta-         ¡Ahh! Me avergüenzo tanto. (Pensando vertiginosamente.) Ohh, señor Mr. Stephenson, créame que no fue mi intención mentir con lo de la Divinidad Cómica del Duque de (Pronunciando como si acabara de memorizar cuidadosamente el nombre:) A-LI-LLE-REI.

Voz de Mr. Stephenson- No se haga el tonto, Huerta. Nos referimos a otra cosa y usted sabe muy bien qué es.

Huerta-         ¿Otra cosa? Pero, señor Mr. Stephenson, créame que… ¿no les estará mintiendo el detector de mentiras?

Voz de Mr. Stephenson-    La culpa siempre la tienen otros, ¿verdad? Tenga el valor de enfrentar las cosas. La responsabilidad es un valor importante, más si pretende acceder a esta Gran Familia, que es lo que usted y yo deseamos.

Huerta-         Sí, en eso tiene usted razón. A veces puedo ser un hombre tan…

            (Se oyen las voces que hablan confusamente entre sí. Se escucha el golpe de un martillo sobre una mesa, seguido de un silbato y una chicharra y un trompetín como de payaso y finalmente un abrupto silencio. Entra Mr. Stephenson. Está extrañamente vestido. Ahora, más bien, parece un estrambótico abogado.)

Mr. Stephenson-     Pero quite esa cara. Parece que está en un estado de mortificación, ¿no que había estado trabajando su ansiedad? No se angustie de esa manera, le va a hacer daño. Todo en este mundo tiene una solución, y tenga confianza en que esta Familia no va a dejarlo solo. Ellos, a pesar del enorme disgusto que les ha dado usted ya sabe qué, han tomado la decisión de ayudarlo. Recuerde que hay dos tipos de hombres, quienes estamos dispuestos a hacer frente de nosotros mismos y quienes prefieren echar la culpa de su persona a los demás.

Huerta-         Dígales que yo soy de esos.

Mr. Stephenson-     Ellos lo saben, y confían en que usted podrá hacer frente a toda su serie de múltiples defectos empezando por… ya sabe usted por qué.

Huerta-         Bueno… sí, pero no me lo tome a mal, aún así me gustaría saber exactamente qué es eso que…

Mr. Stephenson-     Está bromeando, ¿verdad, Huerta? No me va a hacer pasar el mal trago de hablar de eso ahora. Pero ya deje de angustiarse tanto. Lo único que tendrá que hacer es atreverse a tomar las herramientas que esta compañía va a ofrecerle. Supongo que no tendría ningún inconveniente en tomar el magnífico curso que nos hace el honor de ofrecer nuestro queridísimo profesor de Bratislavia, el doctor Toroshka. Es la única condición que ellos han puesto.

Huerta-         Ehhh… Sí, claro. Sólo me gustaría saber…

Mr. Stephenson-     ¿Sí tiene inconveniente?

Huerta-         Sí… quiero decir no, es sólo que…

Mr. Stephenson-     ¿No tiene ningún inconveniente?

Huerta-         No, claro que no, pero créame que…

Mr. Stephenson-     Excelente. Ya puede irse sintiendo parte de esta Gran familia. (Intercambio de miradas.)

Huerta-         Eso quiere decir que… (Mr. Stephenson hace un gesto afirmativo con la cabeza.)  Si usted supiera cómo me siento. Esto va más allá de lo que alguna vez pude imaginar. Le confieso Señor Mr. Stephenson que al salir de la entrevista pensé que ya era un hombre perdido. Me dije a mí mismo: Huerta, lo hiciste mal, de nuevo lo hiciste mal, él no era un hombre con malas intenciones y tú…

Mr. Stephenson- (De su saco, con un gesto que podría recordar al de un mago sacando un conejo de su sombrero, extrae un largo pliego de papel con líneas y líneas de letras diminutas. Señala el final de aquella larga hoja.) Firme aquí.

Huerta-         ¿Cómo? ¿Así nomás?

Mr. Stephenson-     ¿Qué es eso de así na’más? Usted ya ha sido aceptado, Huerta. Y permítame hacer de su conocimiento que como miembro de esta Gran Familia tiene derechos.

Huerta-         Ahhh.… gracias…. ¿puedo leerlo, verdad?

Mr. Stephenson-     Faltaba más. Sólo le pido que tome en cuenta que yo soy un hombre de múltiples ocupaciones.

Huerta-         No se preocupe, señor Mr. Stephenson. Le recuerdo que en mi curso de lectura rápida alcancé a leer…

Mr. Stephenson-     Le suplico que no disponga de mi tiempo.

Huerta-         Sí, perdone señor Mr. Stephenson. (Huerta toma aquel pergamino. Trata de leer a un ritmo frenético, pero al poco se da cuenta que no entiende nada y tiene que releer. Luego, consciente de que se está tomando mucho tiempo, se apresura aún más, lo que ocasiona que entienda menos. Mr. Stephenson, mientras tanto, hace todo tipo de movimientos y ruidos que dejan ver su exasperación, como tamborilear los dedos sobre el escritorio, toser, etc. Finalmente Huerta se dirige al final de la hoja y se dispone a firmar pero algo que lee en el contrato lo detiene.) ¿Y esto?

Mr. Stephenson-     (Acercándose y viendo la extensa hoja.) Ese es usted. (Pausa.) ¿Sí lo ve? Es usted, observe bien. (Huerta observa, desconcertado, acercándose la hoja.)

Huerta-         Sí, soy yo… debo ser yo, sí. ¿Pero… todos estos fueron aceptados?

Mr. Stephenson-     Huerta, esa pregunta habla muy mal de usted.

Huerta-         Es que yo creía que…

Mr. Stephenson-     Y ha creído bien: no cualquiera logra acceder a esta familia. Pero no deje de tomar en cuenta que esta familia crece con vertiginosidad, se expande cruzando mares y océanos, ha llegado a cruzar desiertos enteros… acabamos de abrir una sucursal en Bratislavia, ¿sabe dónde está Bratislavia?

Huerta-         Pues… sí… quiero decir que me suena.

Mr. Stephenson-     La misión de esta familia es dar la luz en estos tiempos de oscuridad, llegar a los corazones de todas las personas, unir a la humanidad en un canto unísono de alegría y entusiasmo, hacer de cada hombre y mujer una parte integral de la Gran familia y… ¿por qué le estaba diciendo todo esto?

Huerta-         Muchos son aceptados, por lo que veo.

Mr. Stephenson-     Solo los mejores Huerta son absorbidos por esta Familia. Usted no tiene idea del gran privilegio que es estar aquí. ¿Qué se cree? Siéntase afortunado, porque usted es afortunado. (Se da cuenta que aún no ha firmado.) Vamos, no desconfíe de su futuro hogar. Le vamos a dar una copia que usted podrá revisar sin la necesidad de esforzar tanto su vista. No va a hacer nada que usted no haya decidido. Porque usted es un hombre con el poder de decisión, ¿me oye?

Huerta-         Sí.

Mr. Stephenson- Eso es. Grítelo.

Huerta-         ¿Qué?

Mr. Stephenson- Que usted es un hombre con poder de decisión. Grítelo. Vamos.
Huerta-         Pero…

Mr. Stephenson-     No lo dude, Huerta. Grítelo, grítelo, usted es un hombre con poder decisión, usted es un hombre con poder de decisión, usted es un hombre con poder de…

Huerta-         ¡Soy un hombre con poder de decisión!

Mr. Stephenson-     Muy bien. Eso es. Ahora firme aquí y concluya.

Huerta-         Sí. Disculpe. (Huerta busca una pluma, pero no trae consigo. Mr. Stephenson le presta la suya.)
           
Mr. Stephenson-     Bienvenido. Acaba de demostrar que es hombre con voluntad, apto para caminar por los frondosos senderos del éxito. Déjeme darle un abrazo. (Mr. Stephenson se acerca. Huerta le extiende la mano tratando de evitar el abrazo pero Mr. Stephenson de cualquier forma se lo da.
De pronto, baja un lustroso traje de las alturas. Un cono de luz apunta hacia él.)

Mr. Stephenson-     Ahora dígame algo. ¿Qué ve ahí?

Huerta-         Un traje.

Mr. Stephenson-     No sólo es un traje, Huerta. Es lo que hay detrás. (Huerta trata de ver hacia atrás del traje.) Por su puesto estoy hablando metafóricamente. Usted ha tomado la decisión de entrar a esta Gran Familia. Sin duda una decisión que sólo puedo haber tomado un hombre que desea ir más allá de sí mismo. Pero debe aprender algo: una gran decisión nunca viene sola, una gran decisión arrastra consigo un séquito de pequeñas, mínimas decisiones. Es el basto conjunto de esas diminutas decisiones lo que hará al hombre emprendedor seguir escalando esta vasta pirámide. Recuerde esto. Un hombre como usted no puede verse de cualquier manera. Lamentablemente cada uno de nosotros es también una imagen. Y no es que tenga nada en contra de sus gustos… de sus gustos para vestir, me refiero. Pero… usted compra su ropa en Woolworth, ¿verdad?

Huerta-         Este… bueno… en realidad…

Mr. Stephenson-     El porte de nuestros socios es importante, Huerta. Tiene que proyectar al mundo prestigio, seguridad, poder, sentir las miradas de respeto y admiración. Y esas no va a encontrarlas portando esos trapos que trae, Huerta. Un hombre de esta familia no puede permitir cargar sobre sí miradas de lástima. Es el temor el que debemos engendrar, el prestigio, la clase… el temor. El temor de los otros es básico para sobrevivir. Puede sonar drástico. Pero es así. Recuerde lo que le digo. Sí, esto no es un sueño. Ahora sólo es cosa de realmente desearlo y… demostrarlo. Demuéstrenos que usted es capaz de cambiar su imagen.

Huerta-         Le aseguro que lo voy a demostrar con mi actitud, señor Mr…

Mr. Stephenson-     No, no, no, usted no me entiende. ¿Qué es eso de “lo voy a demostrar.” Recuerde esto: el pájaro de las oportunidades sólo deja atraparse una vez, y esa vez es ahora. El futuro no existe, ni ha existido ni existirá. Así que lo instigo a demostrarlo ahora.

Huerta-         ¿Ahorita mismo?

Mr. Stephenson-     ¿Va a dejar escapar al pájaro de las oportunidades?

Huerta-         Ni Dios lo quiera. (Huerta, en un afán un tanto desesperado por hacer una demostración, comienza a moverse ostentosamente.) Desde este momento, señor Mr. Stephenson, la gente podrá ver al hombre triunfador y poderoso que siempre he traído dentro; desde ahora podré mostrarles quién soy en verdad. Porque ya no soy más ese hombre tímido, ya no soy ese… ¡ahhhh! Mis hermanos, mi madre, los demás… Desde ahora van a saber que yo soy alguien, van a conocer quién soy, van a verme con respeto, porque yo soy alguien inteligente, con dignidad, que puedo hacer las cosas, que puede triunfar, que… que… (Pausa.) ¿Así está bien?

Mr. Stephenson-     (Aplaude.) Excelente, me ha demostrado que es usted un hombre nuevo, y como el nuevo socio que es, ese traje se lo dejaremos en el extraordinario precio, sólo por tratarse de usted, de dos mil pesos.

Huerta-         ¿Dos mil…? No entiendo a qué se refiere.

Mr. Stephenson- Por su puesto que entiende, Huerta. Uno debe aprender que lo más importante en esta vida no es gratis. Nosotros lo estamos ayudando, ese traje, ¿sabe lo que costaría allá afuera? Nosotros lo ayudamos, Huerta, y si no es capaz ni siquiera de…

Huerta-         ¿Me está diciendo que tengo que comprar ese traje?

Mr. Stephenson- No tiene porque tomarlo así. Debe cambiar su manera de pensar. ¿Va a querer llegar aquí con su ropa de Woolworth? Usted considérelo. Sólo tome en cuenta que son decisiones. Sea consciente de que apenas está en la base de esta gran pirámide. Un hombre como usted debe verse como un inversionista. Deje que pasen unas semanas y verá cuán insignificativos serán esos dos mil pesos. Habrá mucho más. Nuestra intención es ayudarlo, pero también necesitamos que usted nos ayude a que nosotros lo ayudemos, ¿me entiende?

Huerta-         Pero yo creía que…

Mr. Stephenson-     ¡Nosotros no lo vamos a obligar a nada! Pero recuerde que la primera impresión lo es todo, recuerde estas palabras. Además, déjeme confesarle algo. Como un amigo. Porque usted es un amigo para mí, ¿sabe? Mire, ellos lo aceptaron, es cierto, pero recuerde que hay algo pendiente. No quiero entrar en detalles ahora. Pero ellos lo aceptaron con ciertas condiciones. Así que… bueno, a ellos les gustará ver su sentido de compromiso, ¿me entiende?

Señor Huerta-         Pero señor Mr. Stephenson, créame que estoy dispuesto a darlo todo, pero lo que pasa es que yo no tengo esos dos mil pesos….

Mr. Stephenson-     No se angustie. Podemos comenzar con los quinientos pesos que trae en el bolsillo posterior de su pantalón. No tiene que darlo todo ahora, faltaba más. (Pausa.) Vamos, véalo como una inversión, como un acto simbólico.

Huerta-         ¿Y ese acto simbólico no podría ser un poco menos?

Mr. Stephenson- Huerta, de veras que usted, Huerta. Escuche lo que le voy a decir: todo en este mundo es actitud. Lo que hace que este planeta se siga moviendo es la actitud. Si usted quiere ser la persona que espera que todo le caiga de la nada, ése es un tipo de actitud. Otra muy distinta es la del hombre que sabe encontrar el valor de lo grande, ésa es la mentalidad del hombre nuevo, del hombre que usted está en camino de conquistar. Pero si usted le da tan poco valor a quien va a rescatarlo de su vil y mediocre vida… Perdóneme los términos, tan sólo quiero hablar con la verdad. (Pausa.) Vamos, quítese ese trapo que trae puesto. (Pausa.) Con confianza, Huerta. ¿Qué le está pasando? Recuerde que no lo estamos obligando a nada. Usted aquí es un hombre libre. (Pausa.) Quítese ese trapo que trae puesto.

Huerta-         Primero déjeme preguntarle si…

Mr. Stephenson-     No puede pasarse toda la vida preguntando, Huerta. El hombre que triunfa siempre sabe actuar en el momento adecuado. (Mr. Stephenson se acerca a Huerta. Éste se quita el traje y se acerca a Huerta.) Vamos, deje que yo le ponga el traje.

Huerta-         No es necesario…

Mr. Stephenson-     Yo quiero ponerle el traje.  (Le pone el traje y se lo ajusta.) Bienvenido. Ha usted subido el primer peldaño de esta enorme pirámide. Puede tener la confianza de que pocos sujetos tan inteligentes y emprendedores han tenido el privilegio de ser parte de esta Gran Familia. (Mr. Stephenson sale de la luz lentamente; su voz se sigue escuchando a pesar de que su figura se desvanece.) Ellos deben estar ahora muy satisfechos con usted. Desde este momento sus sueños han comenzado a convertirse en verdad. Dentro de poco la gente comenzará a murmurar: “¿Recuerdas el hombre gris e insignificante que era?” “Sí, y ahora míralo, es difícil sostenerle la mirada.” “Todos queremos ser uno de ellos”, “Ese traje no es de cualquiera, ¿ves el traje que trae puesto?”, “Si antes hubiéramos sabido quién era, ahora tal vez podríamos…”

Huerta-         Por favor dígales que les di todo lo que yo traía.

Oscuro.
III

Huerta se encuentra solo ante un escritorio, en posición de jefe. Tiene el traje puesto. Se divierte con un juego electrónico. 

Huerta-         (Viendo a la pantalla del juego electrónico.) Asquerosos. (Hace gestos de vencedor ante algo que sucede en la pantalla.) Malditos asquerosos.

Voz de Mr. Stephenson-    ¡Huerta!

Huerta-         (Nervioso, tomando repentinamente una actitud sumisa.) ¿Sí, señor Mr. Stephenson?

            (Entra Mr. Stephenson.)

Mr. Stephenson-     Veo que está usted alegre.

Huerta-         ¡No!, no era mi intención.

Mr. Stephenson-     Está bien. Nada hay de malo en disfrutar los privilegios que otorga esta Familia.

Huerta-         Tengo que reconocer que…

Mr. Stephenson- No necesita reconocer nada. Ellos están encantados con usted. Apenas ayer que hablamos me dijeron que a pesar de las formalidades que faltan por resolver ellos ya lo consideran un socio más.

Huerta-         Ahh, señor Mr. Stephenson, es un honor eso que usted me hace el favor de informarme. ¿Les dijo que los quinientos pesos era todo lo que yo traía?

Mr. Stephenson-     No fue necesario. Ellos lo saben todo muy bien. Tenga confianza en que valoraron el esfuerzo que usted hizo. (Le quita una pelusa en su traje.) El traje le queda estupendamente.

Huerta-         Cuando me vi en el espejo supe que era otro hombre.

Mr. Stephenson-     Lo felicito. ¿Quiere café?

Huerta--        Gracias, así estoy bien.

Mr. Stephenson-     No sea tímido. En esta familia acostumbramos a tomar café. Sobre todo los miembros destacados debemos tener la neurona siempre alerta. (Le sirve café en un vaso de unicel.)

Huerta-         Gracias. (Mr. Stephenson le da el café.) Los tiempos desalicientes han quedado atrás.

Mr. Stephenson-     Me alegro.

Huerta-         A lavar las anclas, señor Mr. Stephenson. No más envaraderos conmigo.

Mr. Stephenson-     El curso de nuestro querido doctor Toroshka le ha funcionado, ¿verdad, Huerta? Noto una muy significativa mejora en su lenguaje. Ese es un buen síntoma.

Huerta-         Nada, nada, sólo cultivándome un poco.

Mr. Stephenson-     El diccionario es un alevoso amigo. Deje le sirvo un poco más. (Le sirve más café.) Por cierto, debo informarle que…

Huerta-         Ahora que el profesor Toscova nos ha hecho leer el breviario de esta familia me doy cuenta de cómo la gente puede pasarse toda la vida así, en la nada, sin ninguna meta ni propósito de ningún tipo. Yo ya he cambiado mi actitud, porque todo es cosa de tener la actitud hacia arriba, justo como usted me decía, sin autolamentaciones, yo ya no voy a autolamentarme de nada… 

Mr. Stephenson-     No hay duda de que usted ya es miembro de una nueva familia. Pero permítame informarle algo: ellos ya han resuelto lo concerniente a sus permisos laborales como persona física. Sin embargo…

Huerta-         Gracias, señor Mr. Stephenson. Esto es como… como si de pronto lo imposible se volviera posible y…

Mr. Stephenson-     Sin embargo algo pasó y…

Huerta:         Nada grave, me supongo. Tanta suerte y tan de repente ya se me empezaba a hacer sospechosa. Estoy dispuesto a consumar mis responsabilidades. Dígame qué es lo que tengo que hacer.

Mr. Stephenson-     Me da gusto que esté dispuesto a a-s-u-m-i-r las consecuencias de sus acciones. Pero le suplico que me deje hablar.

Huerta-         Disculpe señor Mr. Stephenson, es sólo que es tanta mi alegría. Es como si de pronto… como si de un día a otro… como estar ciego y de repente… Usted me entiende, ¿verdad? Apenas ayer en el curso nos hablaron de tanto… ufff. De pronto uno se da cuenta que hay tantas cosas ahí afuera, tantos libros, tanto por hacer, tanto… para que luego uno…

Mr. Stephenson-     Es verdad, olvidaba que usted es un asiduo lector. Pero permítame…

Huerta-         Bueno, señor Mr. Stephenson, tengo que confesarlo que antes no leía lo que se dice mucho. Pero ahora he cambiado y…

Mr. Stephenson-     ¡Por favor cállese y déjeme hablar! (Huerta se queda impávido.) Entienda que entre socios a veces acostumbramos a hablar directamente. ¿Más café?

Huerta-         Se lo agradezco, pero aún no me lo he terminado…

Mr. Stephenson-     ¿Y de qué se preocupa? Ese café ya debe estar frío. (Tira el restante de café en la basura y luego vuelve a llenar el vaso.) Como le iba diciendo, ellos ya se han hecho cargo de su persona física, pero desafortunadamente hubo algunas complicaciones con su persona moral.

Huerta-         ¿Con quién?

Mr. Stephenson-     Su persona moral. Todos los socios de esta familia poseemos una.

Huerta-         ¿También yo?

Mr. Stephenson-     ¿Tengo que repetirle que ellos lo consideran un socio más?

Huerta-         Gracias, señor Mr. Stephenson. ¿Qué problema hubo con esa persona?

Mr. Stephenson-     Lamentablemente la compañía no pudo hacerse cargo de asumir ese trámite. Usted entiende: no pueden abarcarlo todo, aunque lo quisieran. Debe tomar en cuenta todos los servicios que ya le hacemos posibles. Las pequeñas cosas del día a día, uno cree que vienen por sí solas pero siempre hay alguien atrás. El café, por darle cualquier ejemplo, es un gasto que asume generosamente esta familia.

Huerta-         Si hace falta yo puedo traer mi propio café.

Mr. Stephenson-     ¿Y dónde lo va a comprar, en Woolworth? (Breve pausa.) No se trata de eso. De cualquier forma ellos van a seguir proporcionando ese servicio. Además, ¿cómo cree que ellos van a tratar de esa manera a un cliente? (Breve pausa. Lo palmea en el hombro.)

Huerta-         Estoy dispuesto a cooperar con la persona moral en lo que sea necesario.

Mr. Stephenson-     ¿Lo que sea necesario?

Huerta-         Bueno, me refiero a la medida de mis posibilidades.

Mr. Stephenson-     ¿La medida de sus posibilidades?

Huerta-         Quiero decir…

Mr. Stephenson- Comprendo lo que quiere decir. Espero que el espectro de sus posibilidades sea amplio, Huerta.

Huerta-         Y podría hacerse cada vez más amplio, señor mister Stephenson.

Mr. Stephenson- Vaya. En verdad que me admira su capacidad de entusiasmo. ¿Aunque si le dijera que también ha habido problemas con el permiso para el uso sanitario y…? (Silencio.)

Huerta-         ¿Sí, señor Mr. Stephenson?

Mr. Stephenson-     ¿Se ha fijado que hay nuevas minitoallas cada que usted entra a hacer sus necesidades básicas? (Breve pausa.) No se había dado cuenta de eso, ¿verdad?

Huerta-         Las minitoallas… Sí… creo que sí. Aunque, con el debido respeto, la otra vez que entré no había papel ni para limpiarse.

Mr. Stephenson-     (Ríe.) No es necesario que sea tan explícito. Lamentablemente no podemos hacernos cargo de todo. Ya bastante hemos hecho por usted. Dígame algo, ¿usted confía en mí como un amigo?

Huerta-         Sí… claro.

Mr. Stephenson-     Muy bien. Quiero que sepa que nosotros estamos dispuestos a realizar el trámite de su persona moral.

Huerta-         Gracias señor Mr. Stephenson, yo sabía que…

Mr. Stephenson-     Lamentablemente nada es gratuito, Huerta.

Huerta-         ¡No me diga que voy a tener que dar más dinero!

Mr. Stephenson-     Huerta, por qué insiste en pensar de esa manera. Yo no he mencionado esa palabra.

Huerta-         Perdóneme. Es sólo que… no quiero autolamentarme señor Mr. Stephenson, pero entiéndame. Ni siquiera he terminado de pagar este traje y…

Mr. Stephenson-     Y ya se está volviendo todo un ejecutivo. Ha dejado de ser cualquiera para aprender a caminar por las sagradas rutas del hombre empoderado.

Huerta-         Sí, lo sé, lo que pasa es que… yo no tengo mucho dinero y… ¿no puede hablar yo directamente con la persona moral?

Mr. Stephenson-     Por su puesto que está en su derecho de hacer el trámite por usted mismo. Pero de una vez le advierto que la persona moral tiene sus costos. Nosotros podríamos ahorrarle bastante dinero y bastantes idas y venidas. Pero recuerde que usted aquí es un hombre libre.

Huerta-         Lo que sigo sin entender es por qué yo tengo que pagar los trámites de esa persona.

Mr. Stephenson-     Ya deje de auto compadecerse. Le repito que está en su derecho de hacerse cargo usted mismo de su persona moral. Sólo le pido que tome en cuenta todo lo que esta familia ha hecho por usted, ¿y usted qué ha hecho por nosotros?, ¿a cuántos nuevos individuos ha traído a esta familia?

Huerta-         Estoy tratando de convencer…

Mr. Stephenson-     Que trate no nos sirve de nada. Esta familia quiere hechos, quiere más gente a la que poder ayudar. (Tomándolo del hombro.) Vamos, le suplico que entre en razón. Confíe en mí como un amigo. Vea todo lo que ya ha conseguido, ¿y cuánto tiempo lleva usted con nosotros? Ese curso, por ejemplo, ¿sabe el valor de ese curso? El profesor Toroshka no es cualquier profesor, lo hemos traído desde Bratislavia. Piense en todos los gastos que hay detrás, el avión, el hotel… El profesor Toroshka no va a quedarse en cualquier hotel ¡Y las comidas! El profesor tiene hábitos alimenticios muy especiales. Ya ha escuchado algo de sus ideas sobre la alimentación, supongo. Y casi todo eso lo ha cubierto esta familia, lo que usted tendrá que pagar por ese curso será prácticamente nada para lo invaluable…           

Huerta-         ¡Qué! ¿También voy a tener que pagar ese curso?

Mr. Stephenson-     Ay, Huerta, debería escucharse hablar. Por lo visto usted aún está lejos de tener un espíritu de a de veras. Nosotros lo estamos dejando sumergirse en el río completo del saber humano, ese río que floreció desde milenios y milenios atrás, ese río que ha cruzado en su turbulento cause las grandes civilizaciones, Egipto, Grecia, que ha subido a las montañas tibetanas y sobrevivido a los grandes fuegos y barbaries, porque el río del saber humano nunca se detiene, continúa su curso por los grandes cerebros humanos, los grandes hombres de ciencia, los grandes conocedores del alma, y ese río ha llegado a  Bratislavia y de Bratislava a usted. ¿Sabe el valor de eso? Es invaluable. Y usted se atreve…

Huerta-         ¡Usted nunca me habló de…

Mr. Stephenson- Cálmese. No se exalte, ¿no recuerda lo que le ha dicho el profesor Toroshka sobre los sentimientos destructivos?

Huerta-         Con todo respeto para el profesor de Batis… Batisla…

Mr. Stephenson-     Bratislavia, Huerta. Aplíquese.

Huerta-         Con todo respeto para el profesor de Batislababias dígale que yo no quiero tomar ese curso.

Mr. Stephenson- Por lo visto su ánimo de conocimiento es puras palabras. “Palabra, palabras y más palabras”. Por cierto, esa frase la dijo uno de sus escritores favoritos. Pero si está dispuesto a rechazarlo hágalo. Usted está demostrando no ser el espíritu que esta familia requiere. Recibir el mayor privilegio, porque el conocimiento es el mayor de los privilegios, Huerta, la información es poder, ¡y recibirlo casi por nada y resistirse a cooperar! Eso que usted está haciendo es una gran afrenta. De una vez le digo que nadie es indispensable. Y le advierto que si decide abandonarnos primero tendrá que asumir las deudas que contrajo con esta empresa.

Huerta-         ¿Deudas? Pero… esto es absurdo…. esto… todo mi dinero se lo están quedando ustedes.

Mr. Stephenson- Cuide más ese lenguaje. Esa manera de expresarse es un síntoma del hombre perdedor, ¿sabe? Nosotros no nos hemos quedado con nada. Nosotros sólo deseamos sacarlo de las… cloacas. Sí, porque a las cloacas es a donde usted pertenece. Y lamentablemente, si aún desea permanecer, ese curso tendrá que tomarlo obligatoriamente. Recuerde lo que detectó el detector de mentiras.

Huerta-         ¡Dígame qué eso que detectó!

Mr. Stephenson-     Usted lo sabe mejor que yo. Esta familia no puede arriesgarse a que las… enfermedades de un solo sujeto perjudiquen al conjunto. 

Huerta-         Yo no soy el que tiene ninguna de esas enfermedades, señor Esteban.

Mr. Stephenson-     ¿Qué le pasa?, ¿por qué me está hablando así?, ¿pretende insultarme? El pájaro de las oportunidades es caprichoso. A su pobre madre no le va a caer nada bien la noticia.

Huerta-         ¿A quién dijo?

Mr. Stephenson-     Su pobre madre tiene todas las esperanzas puestas en usted, en esta oportunidad que le ha llegado de la providencia. Y eso de la providencia no lo digo yo, esas fueron las palabras de su señora madre. 

Huerta-         ¿Ustedes han hablado con…?

Mr. Stephenson-     Me impresiona su perspicacia. Sólo una llamada de rutina.

Huerta-         ¿Me imagino que no les ha dicho nada…?

Mr. Stephenson-     No tiene por qué mortificarse. Ella se encuentra altamente emocionada porque por fin usted ha sentado cabeza. Debería escucharla más. La familia es siempre un sostén, recuerde eso.

Huerta-         Yo no entiendo. Esto es… muy raro… yo no sabía que ustedes habían hablado con ella. ¿Dicen que estuvo de acuerdo con…?

Mr. Stephenson-     ¡Claro que estuvo de acuerdo! Y ya hasta ha comenzado a considerar esta Gran familia para sus hermanos, ¿sabe de qué hermanos, hablo verdad? Su pobre señora madre ya ha comenzado a envejecer y ya no quiere más golpes. Ya ha recibido bastantes, Huerta. Usted debe saber a lo que me refiero, bastantes traiciones de su propia carne.

Huerta-         ¿Por qué está diciendo eso?

Mr. Stephenson-     Sí, sabemos por lo que ha pasado esa pobre mujer.

Huerta-         ¿Qué es lo que saben?

Mr. Stephenson-     Ella misma nos lo confesó, Huerta.

Huerta-         ¿Les ha dicho lo de…? ¿Pero cómo les ha dicho…? En verdad que yo no entiendo… yo… Esto no está bien ¿Qué tanto le estuvieron diciendo? ¡Con qué derecho han hablado con ella!

Mr. Stephenson-     Tranquilícese, Huerta, ¿qué le está pasando? Con esa actitud va a echarlo a perder todo otra vez. A ellos les gusta cuidar a su gente, es sólo eso.

Huerta-         ¡Ellos! Ni siquiera sé quiénes son ellos.

Mr. Stephenson-     (Ríe.) No me haga reír, Huerta, “¿Quiénes son ellos?” Ellos están aquí para salvarnos. ¿No alcanza a ver?

Huerta-         Todo son malditas mentiras. Dígales que quiero mi dinero de regreso.

Mr. Stephenson-     ¿Su dinero? Claro que lo va a tener de regreso, ¿qué esperaba? Lo va a tener, y quintuplicado, confíe en mí.

Huerta-         Quisiera poder confiar señor Mr. Stephenson, de verdad, pero…

Mr. Stephenson-     ¿Qué le va a decir a su pobre madre cuando la mire a los ojos? ¿Que otra vez tuvo que salir por la puerta de atrás, como un gran perdedor? Este mundo está derrumbándose por los perdedores, ¿quiere ser parte de ellos? Su madre es una estupenda mujer. Ha trabajado toda su vida muy empeñosamente para ver a sus hijos levantar cabeza.

Huerta-         Yo no quiero defraudarla, yo sólo quiero…

Mr. Stephenson-     Usted quiere crecer. No se obstaculice a sí mismo. Mire el traje que lleva puesto ¿Ya ha investigado en cuánto le hubiera salido en cualquier otro lugar? Mire el escritorio en el que está sentado, ¿alguna vez se había sentado en un lugar así? Usted ya es el señor Huerta, ¿no se fijó cómo lo saludó el guardia a la entrada?, ¿piensa renunciar a eso? Nosotros lo vimos, Huerta, vimos su cara de satisfacción hoy al entrar aquí, esos pasos seguros, cuando el guardia le inclinó la cabeza, eso le gustó, ¿no es verdad? Vamos, no tenga miedo a crecer.

Huerta-         Pero entiéndame, yo sólo vine aquí a querer trabajar y…

Mr. Stephenson-     Y ya se está volviendo todo un ejecutivo. Del dinero no se preocupe, el dinero llegará, confíe en nosotros. Nos irá pagando poco a poco, la compañía está consciente de sus posibilidades. Pero si quiere renunciar a esto tal vez todavía esté a tiempo. Quítese ese traje, vamos, y vuelva a ponerse esos trapos que traía con usted, vuelva a ser cualquier pobre diablo. Esa es la vida que quiere, ¿no? (Pausa.) ¿Qué pasa? Hay una gran fila detrás de usted que espera. Deme ese traje y váyase de aquí a seguir auto compadeciéndose entre las cloacas. (Pausa.) ¿Qué está esperando?

Huerta-         Perdóneme, Mr. Stephenson. Es sólo otra vez la sensación de que… hay algo que no me deja… es como algo que me ata y…

Mr. Stephenson-     No tiene de qué disculparse, señor Huerta. Yo lo entiendo. Y permítame serle franco. Usted está confundiendo las cosas. No somos nosotros los que le evitamos crecer. Nosotros somos gente que busca el bien para los hombres. Son otros los que lo están deteniendo.

Huerta-         ¿Otros?

Mr. Stephenson- Me voy a abrir con usted como los amigos que somos. Yo antes estaba en una situación parecida a la suya, también me sentía un miserable. Hasta que tuve la dicha de encontrar a esta familia. Es más, fíjese lo que son las cosas, yo vivía en un lugar muy similar a donde usted vive ahora. Y no nos hagamos tontos. Sabemos qué clase de gente es la que habita ahí. Gente dañina, con esa mentalidad atrasada que nunca los llevará a ningún lugar, incapaces de aspirar a algo, de tener un poco del espíritu de progreso. Usted no es parte de esa gente, usted aspira a algo más, señor Huerta, yo puedo leerlo en su mirada.

Huerta-         Sí, es verdad, yo quiero crecer, ya no quiero ser parte de una maldición.

Mr. Stephenson-     ¿Ahora lo ve? Debe tener confianza en que estos hermanos no lo vamos a traicionar. Revise las cláusulas, no encontrará nada que no esté a la vista. Vea mi caso, por ejemplo. Yo estaba en unas circunstancias como las suyas y ahora míreme. Ya he dejado de ser parte de esa comunidad de brownies que… Ya no quiero seguir hablando mal, pero usted me entiende. Usted también tiene que encontrar el nuevo espíritu. Esa casa donde vive… eso no es dignidad. Es basura. Yo vivo en la unidad que esta Gran familia ha construido para nosotros, ¿y sabe? Hasta tenemos alberca comunitaria. (Su tono comienza a volverse cada vez más delirante.) Es verdad me ha costado… y mucho, para serle sincero. Pero lo que uno recibe a cambio es… ahhhh. El poder de decisión mora en nuestros corazones.

Huerta-         Pero… Mr. Stephenson… Sí, tiene razón, yo no quiero ser más uno de… Pero dígame si en verdad usted puede asegurarme que… Quiero salir. Quiero saber lo que es… maldición… a veces quisiera escupir en… me provocan repulsión, asco… ¿Usted no va a traicionarme?

Mr. Stephenson-     ¿Qué más puedo hacer para que me crea? Mire dónde está sentado, mire el traje que lleva puesto. Esta es su familia, señor Huerta, entiéndalo, ellos están aquí para salvarlo, esa es la única intención. Dígame algo, ¿usted se considera un hombre con alma?

Huerta-         ¿Alma?

Mr. Stephenson-     Mire Huerta. Dios no está de parte de todos. Él está de parte de los elegidos. Hay que aprender a distinguir. En esta familia seguimos la voluntad de Dios y sólo de Dios. (Mr. Stephenson comienza a hablar vertiginosamente y de manera histriónica. Se sube a un pedestal que entra en escena y sus palabras remiten a las de un predicador, un político y un showman.) Cuando usted acabe con las influencias del mal lo sentirá, sentirá el poder de Dios en usted y verá que será libre de cantar. Nosotros como familia hemos demostrado que somos una de las más trabajadoras. Y ya ha llegado su momento de decidir, Huerta, y sólo gracias su voluntad y valentía el peligro de las fuerzas que lo atan al atraso serán vencidas y se arraigará una nueva era en ese desafortunado ser, que era usted, porque Dios ha plantado en cada corazón humano el deseo de vivir en libertad y esta familia tiene esa misión que cumplir confiando en el poder de Dios que guía los horizontes de nuestros océanos y que bendice y seguirá bendiciéndonos a nosotros como familia. Díganos, (Inclina el torso hacia Huerta en actitud.) ¿Se considera usted un hombre con alma?

Huerta-         Nunca me había detenido a pensar en eso.

De pronto suena una estruendosa alarma que da la sensación de ubicuidad.

Mr. Stephenson-     Ya oyó, son ellos, ellos necesitan saber si sus clientes se consideran gente con alma ¿Se considera usted un hombre con alma?

Huerta-         Pues… cuando era niño me decían que yo era un alma de… (Suena de nuevo la chicharra, esta vez más insistentemente.)

Mr. Stephenson-     Son otra vez ellos. Ellos lo saben todo, no intente engañarlos. Le suplico que simplemente se limite a contestar ¿Se considera usted una persona con alma?

Huerta-         Sí.       (Se apaga la chicharra.)

Mr. Stephenson-     ¿Cómo tiene la cereza de ello?

Huerta-         Una vez que maté a un cerdo lo supe.

Mr. Stephenson-     (Silencio. Después de un rato comienza a reírse sin control.) ¿Se da cuenta de lo que está diciendo? El alma no tiene nada que ver con los cerdos. Para nosotros tener alma significa tener fe en Dios, y recuerde que Dios está de parte de ellos. Dígame, ¿cómo tiene la certeza de que usted tiene alma?

Huerta-         Yo… supongo… que…

(Chicharra.)

Mr. Stephenson-     Vamos. Ha llegado el momento y sólo unos seremos elegidos. Necesita tener fe y sólo así esta familia podrá salvarlo. (Chicharra.) Vamos, conteste. ¿Cómo tiene la certeza de ello?

Huerta-         Porque…

Mr. Stephenson-     Vamos, no sea tímido, dígalo.

Huerta-         Porque creo señor Mr. Stephenson, creo en Dios y en la familia.

Mr. Stephenson-     ¡Ha llegado al último peldaño! ¡Yoooou are weeeelcome, Freeman! (Suenan aplausos, risas, y otros ruidos extraños.) Le informo que ahora mismo su madre está en extremo orgullosa de usted y acaba de manifestarnos lo dichosa que se siente de ver triunfar a su hijo, ¡yooouur souuuuul iiiiis…! (Aplausos y risas.) El Doctor Toroshka acaba de llamar para decirle que usted se ha convertido en un Wiiiinner Wiiiinner Wiiiinner! ¡IN GOD WE TRUST!

(Mr. Stephenson baja del peldaño donde estaba subido.)

Mr. Stephenson-     Déjeme darle otro abrazo, Freeman. (Lo abraza con ímpetu.) Y ahora escúcheme, le voy adelantando que un Freeman no tiene derecho a vivir donde usted vive.  Es verdad que de entrada le puede parecer un poco más reducido. Pero lo que uno paga es la zona, eso es lo más importante, ¿sabe que los japoneses viven en habitaciones minúsculas? Váyalo pensando, todo el que tiene el privilegio de acceder a esta Gran familia tarde o temprano terminará ahí…

Mr. Stephenson sigue hablando. Las luces comienzan a disminuir hasta llegar a un completo


            Oscuro.