3/12/14

MARIO BENEDETTI. PEDRO Y EL CAPITÁN.


























MARIO BENEDETTI


PEDRO Y EL CAPITÁN




PRIMERA PARTE



Escenario despejado: una silla, una mesa, un sillón de hamaca o de balance. Sobre la mesa hay un teléfono. En una de las paredes, un lavabo, con jabón, vaso, toalla, etcétera. Ventana alta, con rejas. No debe dar, sin embargo, la im- presión de una celda, sino de una sala de interrogatorios.
Entra PEDRO, amarrado y con capucha, empujado por presuntos guardianes  o soldados, que no llegan a verse. Es evidente que lo han golpeado; que viene de una primera sesión -leve- de apremios físicos. PEDRO queda inmóvil, de pie, allí donde lo dejan, como esperando algo, quizá más castigos. Al cabo de unos minutos, entra el CAPITÁN, uniformado, la cabeza descubierta, bien peinado, impecable, con aire de suficiencia. Se acerca a PEDRO y lo toma de un brazo sin violencia. Ante ese contacto, PEDRO hace un movimiento instintivo de defensa.


CAPITÁN
No tengás miedo. Es sólo para mostrarte dónde está la silla.


Lo guía hasta la silla y hace que se siente. PEDRO está rígido, desconfiado. El CAPITÁN va hacia la mesa, revisa unos papeles, luego se sienta en el sillón.


CAPITÁN
Te golpearon un poco, parece. Y no hablaste, claro.


PEDRO guarda silencio.


CAPITÁN
Siempre pasa eso en la primera sesión. Incluso es bueno que la gente no hable de entrada. Yo tampoco hablaría en la primera. Después de todo no es tan difícil aguantar unas trompadas y ayuda a que uno se sienta bien. ¿Verdad que te sentís bien por no haber hablado?

     Silencio de PEDRO. CAPITÁN

Luego la cosa cambia, porque los castigos van siendo progresivamente más duros. Y al final to-
dos hablan. Para serte franco, el único silencio que yo justifico es el de la primera sesión. Después es masoquismo.  La cuenta que tenés que sacar es si vas a hablar cuando te rompan los dientes o cuando te arranquen las uñas o cuando vomites sangre o cuando... ¿A qué seguir?  Bien sabés el repertorio, ya que constantemente ustedes lo publican con pelos y señales. Todos hablan, muchacho. Pero unos terminan más enteros que otros. Me refiero al físico, por supuesto. Todo depende de en qué etapa decidan abrir la boca.
¿Vos ya lo decidiste?

     Silencio de PEDRO. CAPITÁN

Mirá, Pedro..., ¿o preferís que te llame Rómulo, como te conocen en la clande? No, te voy a llamar Pedro, porque aquí estamos en la hora de la verdad, y mi estilo sobre todo es la franqueza. Mirá, Pedro, yo entiendo tu situación. No es fácil para vos. Llevabas una vida relativamente normal. Digo normal, considerando lo que son estos tiempos. Una mujercita linda y joven. Un botija sanito. Tus viejos, que todavía se conservan animosos. Buen empleo en el Banco. La casita que levantaste con tu esfuerzo. (Cambiando el tono.) A propósito, ¿por qué será que la gente de clase media, como vos y yo, tenemos tan arraigado el ideal de la casita propia? ¿Acaso ustedes pensa-
ron en eso cuando se propusieron crear una sociedad sin propiedad privada? Por lo menos en ese punto, el de la casita propia, nadie los va a apoyar. (Retomando el hilo.) O sea, que tenías una vida sencilla, pero plena. Y de pronto, unos tipos golpean en tu puerta a la madrugada y te arrancan de esa plenitud, y encima de eso te dan tremenda paliza. ¿Cómo no voy a ponerme en tu situación? Sería inhumano si no la entendiera. Y no soy inhumano, te lo aseguro. Ahora bien, te aclaro que aquí mismo hay otros que son casi inhumanos. Todavía no los has conocido, pero tal vez los conozcas. No me refiero a los que anoche te dieron un anticipo. No, hay otros que son tremendos. Te confieso que yo no podría hacer ese trabajo sucio. Para ser verdugo hay que nacer verdugo. Y yo nací otra cosa. Pero alguien lo tiene que hacer. Forma parte de la guerra. También ustedes tendrán, me imagino, trabajos limpios y trabajos sucios. ¿Es  así o no es así?  Yo seré flojo, puede ser, pero prefiero las faenas limpias. Como esta de ahora: sentarme aquí a charlar contigo, y no recurrir al golpe, ni al submarino, ni al plantón, sino al razonamiento. Mi especialidad no es la picana sino el argumento. La picana puede ser manejada por cualquiera, pero para manejar el argumento hay que tener otro nivel. ¿De acuerdo? Por eso también yo gano un poco más que los muchachos eléctricos. (Se da un golpe en la frente, como sorprendido por su hallazgo verbal.) ¡Los muchachos eléctricos! ¿Qué  te parece?
¿Cómo a nadie se le ocurrió antes llamarlos así?

Esta noche en el casino se lo cuento al coronel: él tiene sentido del humor, le va a gustar. (Calla un momento. Mira a PEDRO, que sigue inmóvil y calla- do.) Si estás cansado de la posición, podés cruzar la pierna. (PEDRO no se mueve.)  Parece que optas- te por la resistencia pasiva. El flaco Gandhi sabía mucho de eso. Pero una cosa eran los hindúes contra los ingleses y otra muy distinta son ustedes contra nosotros. La resistencia pasiva hoy en día no resulta, no resuelve nada. Es, cómo te diré, anacrónica. Desde que los yanquis -¿viste que digo yanquis, igual que ustedes?- impusieron su estilo tan eficaz de represión, la resistencia pasiva se fue al carajo. Ahora la cosa es a muerte. Por eso yo creo que, aun en esta primera etapa, no te conviene empecinarte. Fijate que ni siquiera me contestás cuando te pregunto algo. Eso no está bien. Porque, como habrás observado, yo no es-
toy aquí para maltratarte, sino sencillamente para hablar contigo. Vamos a ver, ¿por qué ese mutis- mo? ¿Será un silencio despreciativo? Pongamos que sí. Aquí, en esta guerra, todos nos desprecia- mos un poco. Ustedes a nosotros, nosotros a ustedes. Por algo somos enemigos. Pero también nos apreciamos otro poco. Nosotros no podemos dejar de apreciar en ustedes la pasión con que se entregan a una causa, cómo lo arriesgan todo por ella: desde el confort hasta la familia, desde el trabajo hasta la vida. No entendemos mucho el sentido de ese sacrificio,  pero te aseguro que lo apreciamos. En compensación tengo la impresión de que ustedes también aprecian un poco la violencia que nos hacemos a nosotros mismos cuando tenemos que castigarlos, a veces hasta reventarlos, a ustedes que después de todo son nuestros compatriotas, y por añadidura compatriotas jóvenes. ¿Te  parece que es poco sacrificio? También nosotros somos seres humanos  y quisiéramos estar en casa, tranquilos, fresquitos y descansados, leyendo una buena novela policial o mirando la televisión. Sin embargo, tenemos que quedarnos aquí, cumpliendo horas extras para hacer sufrir a la gente, o, como en mi caso, para hablar con esa misma gente entre sufrimiento y sufrimiento.  Mi tempo es el intermezzo, ¿viste?  (Cambiando de tono.) ¿Te gusta la música, la ópera? Ya sé que no me vas a contestar... por ahora. (Retomando el hilo.) Pero lo que quería decirte es que sospecho que ustedes aprecian, no sé si consciente o inconsciente, la pasión que nosotros, por nuestra parte, también ponemos en nuestro trabajo. ¿Es así? (Por primera vez, el tono de la pregunta empieza a ser conminatorio.  PEDRO no responde ni se mueve.) Decime un poco... A vos no tengo que explicarte las reglas del juego. Las  sabés bien y hasta tengo entendido que reciben cursillos para enfrentar situaciones como esta que vivís ahora.
¿O no sabés que entre nosotros hay interrogadores "malos", casi bestiales,  esos que son capaces de deshacer  al detenido, y están también los "buenos", los que reciben al preso cuando viene cansado del castigo brutal, y lo van poco a poco ablandando? Lo sabés, ¿verdad? Entonces te habrás dado cuenta de que yo soy el "bueno". Así que de algún modo me tenés que aprovechar. Soy el único que te puede conseguir alivio en las palizas, brevedad en los plantones, suspensión de picana, mejora en las comidas, uno que otro ciga-
rrillo... Por lo menos sabés que mientras estás aquí, conmigo, no tenés que mantener todos los músculos y nervios en tensión, ni hacer cálculos sobre cuándo y desde dónde va a venir el próxi-
mo golpe. Soy algo así como tu descanso, tu respiro. ¿Estamos? Entonces no creo que sea lo más adecuado que te encierres en ese mutismo absurdo. Hablando la gente se entiende,  decía siempre mi viejo, que era rematador, o sea, que tenía sus buenas razones para confiar en el uso de la pala-
bra. Te digo esto para que te hagas una composición de lugar y no te excedas en tus derechos, si no querés que yo me exceda en mis deberes. Puedo respetar el derecho que tenés a callarte la boca, aquí, frente a mí, que no pienso tocarte. Pero quiero que sepas que no estoy dispuesto a representar el papel de estúpido, dándote y dándote mi perorata, y vos ahí, callado como un tron- co. Tampoco esperes  imposibles de parte del "bueno". Sobre todo cuando el "bueno"  conoce algunos pormenores de tu trayectoria. Pedro, alias Rómulo. Más aún -y para que no te autotortures además de lo que vayan a torturarte-,  te diré que no tenés ninguna necesidad de hablar de Tomás ni de Casandra ni de Alfonso. La historia de esos tres la tenemos completita. No nos falta ni un punto ni una coma, ni siquiera un paréntesis.
¿Para qué te vamos a romper la crisma pidiéndote datos que ya tenemos y que además hemos verificado? Sería sadismo, y nosotros no somos sádicos, sino pragmáticos. En cambio, sabemos relativamente poco de Gabriel, de Rosario, de Magdalena y de Fermín. En alguno de estos casos, ni siquiera sabemos el nombre real o el domicilio. Fijate qué amplio margen tenés para la ayuda que podés prestarnos. Ahora, eso sí, para completar esas cuatro fichas, y como sabemos a ciencia cierta que vos sos en ese sentido el hombre clave, estamos dispuestos -no yo, en lo personal, digo nosotros como institución- a romperte no sólo la crisma, sino los huevos, los pulmones, el hígado, y hasta la aureola de santito que alguna vez qui- siste usar, pero te queda grande. Como ves, pongo las cartas sobre la mesa. No podrás acusarme de retorcido ni de ambiguo. Ésta es la situación. Y como de alguna manera me caés simpático,  te la digo bien claramente para que sepas a qué atenerte. O sea, que te tengo simpatía, pero no lásti-
ma ni piedad. Y por supuesto hay aquí, en esta unidad militar -que nunca sabrás cuál es-, gen- te que, por principio y sin necesidad de saber nada de vos, no te tiene simpatía, y es capaz de llevarte hasta el último límite. Y no sólo a vos. Ellos, los de la línea durísima, prefieren a veces traer a la esposa del acusado, y, cómo te diré, "perforarla" en su presencia, y hasta hay quienes son partidarios de la técnica brasileña de hacer sufrir a los niños delante de sus padres, sobre todo de su madre. Te imaginarás que yo no comparto esos extremos, me parecen sencillamente inhumanos, pero si vamos a ser objetivos, tenemos que admitir que tales extremos constituyen una realidad, una posibilidad, y no me sentiría bien si no te lo hubiera advertido y un día te encontraras con que algún orangután, como esos que anoche te dieron sus piñazos de introducción, violara frente a vos a esa linda piba que es tu mujercita. Se llama Aurora, ¿no? Seguro que en ese caso te quitarían la capucha. Son orangutanes, pero refinados. ¿Cuánto tiempo llevan de casados?  ¿Es cierto que el último veintidós de octubre celebraste tus ocho años de matrimonio?
¿Le  gustó a Aurora la espiguita de oro que le compraste en la calle Sarandí? ¿Y qué me contás si llegan a traer a Andresito y  empiezan a amasijarlo en tu presencia? Esto último, como te decía, aún no ha sido aprobado como recurso,
pero los asesores  lo tienen a estudio, y, claro, siempre habrá alguno que tendrá que ser el pionero. Nunca estaré de acuerdo con esos procedimientos, porque confío plenamente en el poder de persuasión que tiene un ser humano frente a otro ser humano. Más aún, estimo que los muchachos eléctricos usan la picana porque no tienen suficiente confianza en su poder de persuasión. Y además consideran que el preso es un objeto, una cosa a la que hay que exprimir por procedimientos mecánicos, a fin de que largue todo su jugo. Yo, en cambio, nunca pierdo de vista que el detenido es un ser humano como yo. ¡Equivocado, pero ser humano! Vos, por ejemplo, así como estás, callado e inmóvil, podrías ser simple- mente una cosa. Quizá lo que estás tratando  es de cosificarte frente a mí, pero por quieto y mudo que permanezcas, yo sé que no sos un objeto, yo sé que sos un ser humano, y sobre todo un ser humano con puntos sensibles. Puntos sensibles que, claro, no poseen las cosas. (Pausa.) ¡Ya pensaste en los huevos, claro! Cuando alguien habla de puntos sensibles, es de cajón: las mujeres piensan en las tetas, y los hombres en los huevos. Un matiz que es muy importante no olvidar. Ya lo decía el pobre Mitrione, que se las sabía todas: "Dolor preciso, en el lugar preciso, en la proporción precisa elegida al efecto." Es claro que, desde el punto de vista de tus respetables convicciones, es bravo plantearse a sí mismo la mera posibilidad de hablar, de entregar datos, referencias. No es simpático que a uno lo acusen de traidor. Pero aquí hay un elemento que acaso vos ignores. Un tratamiento de los que dispensamos sólo a gente que nos cae bien, como vos, muchacho. Te damos la posibilidad de que nos ayudes y, sin embargo, no quedes mal con tus compañeros. ¿Qué te parece? A lo mejor creés que es imposible. Te parecerá vanidad de mi parte, pero para nosotros nada es imposible.  ¿Querés que te lo explique? El plan tiene cuatro capítulos. Primero. Vos hablás, cuanto antes mejor, así no tenemos necesidad de amasijarte: nos decís todo, todito, acerca de Gabriel, Rosario, Magdalena y Fermín. Fijate que podíamos ponerte una lista con veinte nombres, y, sin embargo, de buenos que somos, incluimos sólo cuatro. Cuatro, ¿te das cuenta? Una bicoca. Segundo. Llevamos a cabo algunos procedimientos, de acuerdo a los informes que espontáneamente, ¿entendés?,  espontáneamente, nos proporciones. Es claro que esos procedimientos  nos sirven,  entre otras cosas, para comprobar si efectivamente estás colaborando,  o, por el contrario, querés tomarnos el pelo. No te aconsejo la segunda opción. Si, en cambio, confirmamos la primera, no te vamos a soltar enseguida, claro. Eso por tu bien, para que tus compañeros no sospechen. Dejamos pasar un tiempo prudencial y después te largamos. Lindo, ¿no? Tercero. Inventamos un documento en clave, o una lista de teléfonos, o cualquier otra cosa en la que nos pondríamos fácilmente de acuerdo, y hacemos público que la razzia se debió al descubrimiento fortuito de esa nómina o lo que sea, y sobre todo a nuestra capacidad deductiva, así de paso quedamos bien. Como ustedes lo tienen todo compartimentado, cada célula creerá que la lista proviene de otro berretín. Cuarto. Te soltamos por fin, y vos, cuando te juntes con los muchachos, les decís  que negaste todo con tanta firmeza que nos convenciste de tu inocencia. ¿Qué te parece? (PEDRO sigue inmóvil.) Te advierto que no podés esperar, verosímilmente, una solución mejor que esta que te estoy proponiendo. Tené en cuenta que no se ha empleado nunca hasta ahora, de modo que las sospechas sobre vos no harán ca- rrera. Más aún, tengo la impresión de que vas a salir favorecido en cuanto a prestigio y autoridad. Y de paso te librás de toda esa porquería. Sos muy  joven para destruir te porque sí, para arruinarte. Podrías volver con Aurora y con el pibe. ¿No se te hace agua la boca? Aurora te recibiría como a un héroe, y, claro, al principio tendrías algún remordimiento, pero con una mujercita como la tuya los remordimientos  se esfuman en la cama. Eso sí, tenés que responderme. Hasta ahora soporté que no dijeras nada. Pero pocos detenidos tienen el privilegio de recibir una propuesta tan generosa.  ¿Por qué me habrás caído tan bien? De manera que tenés que responderme. Para que vos y yo sepamos a qué atenernos. Concretemos, pues; frente a esta propuesta, ¿estás dispuesto a hablar, estás dispuesto a darnos la in- formación que te pedimos? (Se hace un largo silencio. PEDRO  sigue inmóvil. El CAPITÁN  sube el tono.) ¿Estás dispuesto  a hablar? (La capucha de PEDRO se mueve negativamente.)



SEGUNDA PARTE


El mismo escenario, desierto.

Pasados unos minutos, PEDRO (siempre amarrado y con capucha) es nuevamente arrojado a escena, como en la escena anterior, pero con más violencia. Ahora está más deteriorado. Es evidente que el castigo sufrido ha sido severo. PEDRO busca a tientas la silla. Por fin la encuentra y a duras penas se sienta. De vez en cuando sale de su boca un ronquido apenas audible. Entra el CAPITÁN: igual aspecto  y vestimenta que en la escena anterior. Observa detenida- mente a PEDRO, como haciendo inventario de sus nuevas magulladuras  y heridas.

CAPITÁN (todavía de pie, con las piernas abiertas y los brazos cruzados)
¿Viste?  Ya empezó el crescendo. No podrás decir que no te lo advertí. ¡Mirá que son bestias estos subordinados! Y hay que dejarlos hacer. De lo contrario, capaz que nos revientan a nosotros. (Pausa.)
¿Te lo creíste? No, lo digo en broma. Pero la verdad
es que hay más de un oficial que les tiene miedo.
(Pausa.) ¿Y qué tal? Te dejé tiempo para que lo pesaras. ¿Lo pensaste? (Silencio e inmovilidad de PEDRO.) Te advierto una cosa. No creas que vamos a seguir todo un semestre en esta situación, digamos estancada. Por un lado, no creo que tu físico vaya a aguantar mucho tiempo. No sos lo que se dice un atleta. No me refiero a mis preguntas, claro, sino a los muchachos eléctricos. (Cambiando de tono.) A propósito, mi broma le hizo mucha gracia al coronel. No sólo se rió, sino que me dijo: "Capitán, tenemos que cuidar que no haya un solo apagón." El chiste no es bueno, pero me reí, qué iba a hacer. (Retomando el hilo.) ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, que estábamos estancados. Por mi parte, quiero salir de este estancamiento. Me imagino que vos también. Por eso he decidido introducir un elemen- to nuevo en la situación. (Pausa.) ¿No te pica la curiosidad? ¿Qué será, eh? ¿Un testigo? ¿Alguien que ya te delató? (Nueva pausa, destinada a crear expectativa.) No, nada de eso. El nuevo elemento van a ser tus ojos. Quiero que veas y que yo pueda ver cómo ves. (Se acerca a PEDRO y de un tirón le quita la capucha. PEDRO tiene la cara con heridas y huellas de golpes: abre y cierra varias veces los ojos encandilados.) Bueno, bueno. (Sonríe.) Mucho gusto. Es mejor vernos las caras, ¿no? Nunca me ha gusta- do dialogar con una arpillera. Hay algunos colegas que no quieren que el detenido los vea. Y alguna razón tienen. El castigo genera rencores, y uno nunca sabe qué puede traernos el futuro. ¿Quién te dice que algún día esta situación se invierta y seas vos quien me interrogue? Si eso llegara a ocurrir, te pro- meto colaborar un poco más que vos. Pero no va a ocurrir, no te ilusiones. Hemos tomado todas las precauciones para que no ocurra. Por otra parte, a mí no me preocupa que conozcas mi cara. Lo más que podrás achacarme  es que estuve preguntando y preguntando, pero eso no genera rencor, creo. ¿O lo genera? (Pausa.) Así, sin capucha, te es un poco más difícil hablar, ¿verdad?


PEDRO
Sí.


CAPITÁN
¡caramba!  Primer monosílabo. Toda una con- cesión. ¡Bravo!
PEDRO (tiene cierta dificultad al hablar, debido a la hinchazón de la boca)
Quiero aclararle que el hecho de que usted no
participe directamente en mi tortura, no garantiza que no lo odie, ni siquiera que lo odie menos.


CAPITÁN (se sorprende  un poco, pero reacciona)
Está bien. Me gusta el juego limpio.


PEDRO
No. No le gusta. Pero no importa. Quiero decirle,

además, que con capucha no abrí la boca porque hay un mínimo de dignidad al que no estoy dis- puesto a renunciar, y la capucha  es algo indigno.


CAPITÁN (después de un silencio)
Eso del odio, ¿por qué lo dijiste?


PEDRO
¿Por qué lo dije?


CAPITÁN
Sí. Puedo comprender que lo sientas. En cambio, no puedo comprender que me lo digas así, desca- radamente. Aquí soy yo el que está arriba, y vos sos el que está abajo. ¿O te olvidaste?


PEDRO
No, no me olvidé.


CAPITÁN
Y mostrar odio, genera odio.


PEDRO
Claro.


CAPITÁN
Te advierto que no voy a entrar en ese juego. Soy cristiano, pero no acostumbro a poner la otra me- jilla.

PEDRO
Por supuesto. El que las pongo soy yo, y mire cómo las tengo. Las mejillas y la espalda y las piernas y las uñas.


CAPITÁN
Y mañana los huevos.


PEDRO
Si usted lo dice.


CAPITÁN
Lo digo, lo ordeno y otros lo cumplen. ¿Qué te parece? (Gesto de PEDRO. El CAPITÁN  suelta una risita nerviosa.) De todas maneras, te aconsejo que no me provoques, soy de pocas pulgas,
¿sabés?


PEDRO
Lo sé. Quizá yo sepa más de usted que usted de mí.


CAPITÁN (con ironía)
¡No me digas!


PEDRO
Sí le digo. En su afán de extraerme lo que sé y lo que no sé, usted no advierte que se va mostrando tal cual es.

CAPITÁN
¿Y cómo soy?


PEDRO
Bah...


CAPITÁN
Me parece que te pregunté cómo soy.


PEDRO
Sí, ya sé. Pero es absurdo. Me mete en cana, hace que me revienten, y encima exige que le sirva de analista. ¡Eso no!


CAPITÁN
Después de todo, ya me imagino cómo soy.


PEDRO
Entonces estoy de acuerdo con ese autodiagnóstico.

CAPITÁN
¿Y si me imagino noble y digno?


PEDRO
¿Sabe lo que pasa? Usted no puede venderse a sí mismo un tranvía. (Pausa muy breve.) No se puede imaginar noble y digno.

CAPITÁN (gritando)
¡Callate!


PEDRO
¿Cómo? ¿No quería que hablara? Y ahora que me decido a hablar...

CAPITÁN (más bajo, pero concentrado)
Callate, estúpido.


PEDRO
Está bien.


CAPITÁN (al cabo de un rato, más calmo, como si re- capacitara)
Después de todo, a lo mejor no me considero no- ble y digno. Pero ¿a quién le importan mi nobleza y mi dignidad?  ¿Eh? ¿A quién?


PEDRO
Deberían importarle a usted. Lo que es a mí...


CAPITÁN
¿Eso también está en las instrucciones?  ¿Establecer una distancia sanitaria  con el interrogador?


PEDRO
Es usted quien establece la distancia. ¿Cómo puede haber comunicación, aproximación, diálogo, etcétera, entre un torturado y su torturador?

CAPITÁN (con cierta alarma)
Yo ni siquiera te he tocado.


PEDRO
Sí, ya sé; es el "bueno". Pero ¿es  que aquí hay "buenos" y "malos"? ¿Usted  no será como el mastodonte que me hace el submarino, como la bestia que me aplica la picana? ¿El mismo engra- naje, la misma máquina? ¿Acaso  usted mismo puede creer que hay diferencia?


CAPITÁN
Te estás pasando de insolente.


PEDRO
Entonces vuelvo a callarme.


CAPITÁN (después de un silencio)
¿Y no quisieras preguntarme nada?


PEDRO (sorprendido)
¿Preguntar yo?


CAPITÁN
Sí, preguntar vos.

PEDRO
¿De qué se trata? ¿Una nueva técnica post Mitrione?


CAPITÁN
A lo mejor.


PEDRO (recapacitando)
Bueno, voy a preguntarle:  ¿tiene familia?


CAPITÁN (a su vez sorprendido)
¿Y a vos qué te importa?


PEDRO
Como importarme, nada. A quien debe importarle, si la tiene, es a usted.

CAPITÁN
¿Me estás amenazando?


PEDRO
¡Eso se llama deformación profesional! Ustedes, cuando se acuerdan de la familia de uno, es siem- pre para amenazar.


CAPITÁN
Y entonces ¿para qué querés saber?

PEDRO
Porque si tiene padres, mujer e hijos, debe ser jodido para usted cuando vuelve a casa.


CAPITÁN (gritando)
¿Qué decís?


PEDRO
Me explico: que para usted debe ser jodido, después de interrogar a un recién torturado, darle un besito a su mujer o a su hijo, si lo tiene.


El CAPITÁN se levanta de un salto, perdida toda compostura, y le da a PEDRO un puñetazo en la boca.


PEDRO (trata de mover los labios, y habla con más dificultad que antes)
Menos mal que usted es el bueno.


CAPITÁN
Todo tiene su límite.


PEDRO
Se va a arruinar, capitán. No olvide que el "bueno" no puede ni debe propinar piñazos a un hombre amarrado. (Pausa.) De todas maneras, le comunico que no puede competir con sus colegas de la noche. Ellos lo hacen muchísimo mejor. Y es lógico. Lo que ellos hacen eléctricamente, usted lo hace a tracción a sangre. Así no se puede competir.


CAPITÁN
Dije basta.


PEDRO
¿No lo reñirán cuando se den cuenta de que perdió la calma? Violó las normas, capitán.

CAPITÁN (hablando entre dientes)
Mirá, mocoso, callate.


PEDRO
No le gustó lo de la familia, ¿eh? Primero: quiere decir que la tiene. Segundo: que no es tan insen- sible.


CAPITÁN (más calmo)
¿Vas a hablar entonces?


PEDRO
Estoy hablando, ¿no?


CAPITÁN
Sabés a qué me refiero.

PEDRO
Capitán: no saque conclusiones descabelladas.


CAPITÁN (desorientado)
Pero ¿por qué?, ¿por qué? (Gesto de PEDRO.) ¿No te das cuenta, cretino, de que te están utilizando?
¿No te das cuenta de que otros ponen las ideas y
vos ponés la cara?


PEDRO
Está bien esa frase. ¿De dónde la sacó? (Pausa.)
Incluso a veces puede ser cierta.


CAPITÁN
¿Y entonces?


PEDRO
Entonces, nada. Lo esencial no es el defecto individual...


CAPITÁN (concluyendo la frase)
... sino la voluntad colectiva. Párrafo siete, inciso (a), de la declaración interna que analizaron uste- des en agosto.


PEDRO
Y si conocen la declaración de agosto, ¿para qué toda esta farsa?

CAPITÁN
Una cosa es la declaración, y otra sos vos.


PEDRO
O sea, que tenemos un soplón.


CAPITÁN
¿Por qué no? ¿Qué esperabas?


PEDRO
¿Y cómo es que no les dijo todo sobre Gabriel, Rosario, Magdalena y Fermín?

CAPITÁN
Porque no lo sabe.


PEDRO
Ah.


CAPITÁN
En cambio, sí  sabía de vos y por eso caíste. Y ade- más nos dijo que vos sí sabías sobre los otros cuatro.

PEDRO
Ah.


CAPITÁN (después de un largo silencio)
Decime un poco, ¿vos sabés lo que te espera?

PEDRO
Me lo imagino.


CAPITÁN
Tal vez sea bastante peor de lo peor que imaginás. Diariamente hacemos progresos.

PEDRO
Lo que imagino siempre  es peor.


CAPITÁN
Pero ¿qué sos?, ¿un suicida?


PEDRO
Nada de eso. Me gusta bastante vivir.


CAPITÁN
¿Vivir reventado?


PEDRO
No, vivir simplemente.


CAPITÁN
Yo te ofrezco que vivas, simplemente.


PEDRO
No, simplemente no. Usted me ofrece que viva como un muerto. Y antes que eso prefiero morir como un vivo.


CAPITÁN
Bah, frases.


PEDRO
Se la dije a propósito. Pensé que le gustaban. Ustedes, cuando dicen un discurso, hablan siempre en bastardilla.


CAPITÁN (después de un silencio)
Antes me preguntaste por la familia. Sí, tengo mujer y un casalito. El varón, de siete años; la niña, de cinco. Es cierto que a veces, cuando llego del trabajo, es difícil enfrentarlos. Aquí no torturo, pero oigo demasiados gemidos, gritos desgarra- dores, bramidos de desesperación. A veces llego con los nervios destrozados. Las manos me tiemblan. Yo no sirvo demasiado para este trabajo, pero estoy entrampado. Y entonces encuentro una sola justificación para lo que hago: lograr que el detenido hable, conseguir que nos dé la información que precisamos.  Es claro que siempre prefiero que hable sin que nadie lo toque. Pero ese ejemplar ya no se da, ya no viene. Las veces que conseguimos  algo, es siempre mediante la máquina. Es lógico que uno sufra de ver sufrir. Dijiste que no era insensible, y es cierto. Entonces, fijate, la única forma de redimirme frente a los niños, es ser consciente de que por lo menos estoy consiguiendo el objetivo que nos han asignado: obtener información. Aunque a ustedes tengamos que destruirlos.  Es de vida o muerte. O los destruimos o nos destruyen. Vida o muerte. Vos metiste el dedo en la llaga cuando mencionaste mi familia. Pero también me hiciste recordar que de cualquier manera tengo que hacerte hablar. Porque sólo así me sentiré bien ante mi mujer y mis hijos. Sólo me sentiré bien si cumplo mi función, si alcanzo mi objetivo. Porque de lo contrario seré efectivamente un cruel, un sádico, un inhumano, porque habré ordenado que te tortu- ren para nada, y eso sí es una porquería que no soporto.


PEDRO (lo mira con cierta curiosidad, con un interés casi científico, como quien examina una especie extinguida)
¿Algo más?


CAPITÁN
Sí, una pregunta.  Es la misma de antes, pero aspiro a que ahora la entiendas mejor, confío en que te des cuenta de toda la vida que pongo detrás de ella. ¿Vas a hablar?


PEDRO (todavía estupefacto ante la perorata del CAPITÁN, pero sin perder nada de su fuerza)
No, capitán.




TERCERA PARTE


El mismo escenario.
El CAPITÁN está en el sillón, meciéndose como ensimismado. Ha perdido la compostura y el atildamiento de las escenas  anteriores.  Está despeinado, se ha desabrochado  la camisa y tiene floja la corbata. Se inclina sobre la mesa y descuelga el tubo del teléfono.


CAPITÁN
¡Tráiganlo! (Cuelga.)

Otra vez vuelve a mecerse en el sillón. A veces parece respirar con dificultad. Transcurren va-
rios minutos. Se oyen ruidos cercanos. PEDRO es arrojado en la habitación. Tiene capucha. La ropa está desgarrada y con abundantes manchas de sangre. Queda tendido en el suelo, inmóvil. El CAPITÁN  se le acerca. Sin quitarle la capucha, lo examina, ve sus múltiples heridas y contusiones. Cuando le toma un brazo, se oye un ronco quejido. Entonces lo suelta. Parece desorientado y se aleja de aquel cuerpo.

CAPITÁN
¡Pedro!


El cuerpo no responde, pero trata de moverse. El CAPITÁN vuelve a acercarse, y esta vez lo sos- tiene con fuerza y lo lleva hasta la silla. Pero el cuerpo de PEDRO se inclina hacia un costado.
El CAPITÁN lo sostiene y vuelve a acomodarlo. Cuando comprueba que por fin tiene estabili-
dad, regresa a su sillón y de nuevo se mece. Debajo de la capucha empiezan a oírse ciertos sonidos, pero al principio no se distingue si se trata de risa o de llanto. El cuerpo  se sacude.
El CAPITÁN suspende su balanceo, y espera, ten- so. Pero el ruido sigue, confuso, ambiguo. En- tonces se pone de pie, va hacia PEDRO, y de un tirón le quita la capucha. Sólo entonces se hace evidente que PEDRO  ríe. Con un rostro total- mente deformado y tumefacto, pero ríe.


CAPITÁN
¿De qué te ríes, estúpido?


PEDRO (como si el CAPITÁN no le hubiera hablado)
Y en plena sesión de picana, sobrevino el apagón, ese mismo apagón que previó su maldito coronel. Y pobres, los mastodontes no sabían qué hacer, porque sin corriente no son nada. Y estaba aquella muchacha con la picana en la vagina, y cuando vino el apagón no sé cómo les pudo dar una patada. Y el bestia prendió un fósforo, pero la picana (ríe) no marcha a fósforos. (Ríe a carcaja- das.) No marcha a fósforos. (A partir de este momento y durante casi toda la escena, PEDRO dará la impresión de alguien que delira, o quizá, de alguien que simula estar delirando. Es importante que se mantenga esta ambigüedad.)  Quedaba la pileta, claro, con su agüita de mierda y sus soretes boyando, pero es difícil hacerlo a oscuras. La pileta no es eléctrica, claro, pero a veces le dan su correntina. Y no es confortable hacerlo en mitad de un apagón. A oscuras no puede saberse cuán- do el tipo no da más. El doctor precisa buena iluminación para diagnosticar la proximidad del paro cardíaco. Así hubo que suspender la sesión.


CAPITÁN
Pedro.


PEDRO
Me llamo Rómulo.


CAPITÁN
No, te llamás Pedro.


PEDRO
A lo sumo Rómulo, alias Pedro.

CAPITÁN
No me confundas. Pedro, alias Rómulo.


PEDRO
Nada.


CAPITÁN
¿Qué?


PEDRO
Nada, no tengo nombre ni alias. Nada.


CAPITÁN
Pedro.


PEDRO
Pedro Nada. Nada es mi apellido paterno. ¿No lo sabía, capitán? Se lo estoy revelando en este pre- ciso instante. ¿No llama al taquígrafo?  Es una declaración importante. ¿O tiene puesto el grabador? Pedro Nada. Y mi apellido materno es Más. O sea, completito: Pedro Nada Más. (Ríe dificulto- samente.)


CAPITÁN (espera que concluya la risa de PEDRO)
¿Qué te pasa?


PEDRO
Como pasarme, pasarme, nada importante. Estoy

en la muerte, y chau. Pero a esta altura la muerte no me importa.

CAPITÁN
Estás vivo. Y podés estar más vivo aún.


PEDRO
Se equivoca, capitán. Estoy muerto. Estamos como quien dice en mi velorio.


CAPITÁN
No te hagas el delirante. Conmigo no va ese teatro.


PEDRO
No es teatro, capitán. Estoy muerto. No sabe qué tranquilidad me vino cuando supe que estaba muerto. Por eso ahora no me importa que me apliquen electricidad, o me sumerjan en la mierda, o me tengan de plantón, o me revienten los huevos. No me importa porque estoy muerto y eso da una gran serenidad, y hasta una gran alegría. ¿No ve que estoy contento?


CAPITÁN
Sos el primer muerto que habla como un loro.


PEDRO
Muy bien, capitán, excelente:  se dio cuenta de la

contradicción. Se está entrenando para la dialéctica,  ¿eh? Estoy muerto y hablo como un loro. ¡Bravo, capitán! ¿Quién hubiera dicho que iba a llegar a tan brillante conclusión? ¡Bravísimo! Pido que conste en la grabación mi voluntad de aplaudir; no mis aplausos, claro, porque estoy amarrado. (Pausa.) Le debo una explicación. Quiero decir que estoy técnicamente muerto, pero todavía funciono como cuerpo, es decir, hago pichí, me hago caca. No diría que eructo, porque como me matan a hambre, no tengo prácticamente nada para eructar. Ahora bien, digo que estoy técnicamente muerto porque no me van a extraer ni un solo numerito de teléfono, ni siquiera el número de mi camisa, y, en consecuencia, me van a seguir dando y dando. Y este cuerpito frágil ya aguanta poco más, muy poco más. Como usted bien observó, capitán, no soy un atleta. Y como me van a seguir dando y dando, bueno, por eso estoy muerto, técnicamente muerto. ¿Entendió, capitán? No sabe qué tranquilidad me vino cuan- do me di cuenta. Todo cambió. Por ejemplo a usted le tenía odio, y se lo dije, y, en cambio, dado que estoy muerto, ahora le tengo lástima. Siento que por primera vez les saqué una ventaja consi- derable, casi diría inconmensurable.


CAPITÁN
No estés tan seguro. ¿Cómo sabés hasta dónde aguantarás? Eso sólo se sabe cuando llega el momento. Aguantaste hasta ahora. Pero ya te dije antes que no hemos llegado al máximo: que todos los días descubrimos algo nuevo.


PEDRO
Reconozco que ésa era la preocupación que tenía cuando estaba vivo: hasta dónde podría aguantar. Porque cuando uno está vivo, quiere seguir viviendo, y eso es siempre  una tentación peligrosa. En cambio, la tentación se acaba cuando uno sabe que está muerto.


CAPITÁN
¿Y el dolor?


PEDRO
Es cierto: el dolor. Qué importante es el dolor cuando uno está vivo. Pero qué poquito significa cuando uno está muerto.


CAPITÁN
Vos no estás muerto, carajo. (Pausa.) Pero a lo mejor estás loco.

PEDRO
Le hago una concesión, capitán: loco, pero muerto.

CAPITÁN
O te pasás de vivo.


PEDRO
¡Otra observación sagaz, capitán! Porque nadie se puede pasar de muerto.

CAPITÁN (impaciente)
¡Pedro!


PEDRO
Pedro Nada Más.


CAPITÁN
¡Me cago en tu nombre completo!


PEDRO
Le comunico que se ha cagado usted en un cadáver, y eso, en cualquier parte del mundo y bajo cualquier régimen, constituye una falta de respeto.


CAPITÁN  (tratando de llevar el diálogo a un cauce más normal)
Tenés que hablar, Pedro. Te soy franco: te he tomado simpatía. No quiero que te revienten.


PEDRO
Ya me reventaron, capitán. Su rapto de bondad llegó tarde. ¡Cuánto lo lamento! Ya no tengo hígado, y es probable que no tenga huevos. Por las dudas, no me he fijado.


CAPITÁN
No quiero que te destruyan.


PEDRO
¿Por qué habla en tercera persona plural?


CAPITÁN
No quiero que te destruyamos.


PEDRO
Así está mejor. ¿No le gustan las ruinas? Digamos Pompeya, Herculano, Machu Picchu, Pedro Nada Más, etcétera.


CAPITÁN
Callate, tarado.


PEDRO
Los que se callan son los vivos. ¿Se acuerda,  capitán, cómo me callaba cuando estaba vivo? Pero los muertos podemos hablar. Con la poquita lengua, la apretada garganta, los cuatro dientes, los labios sangrantes, con ese poco que ustedes nos dejan, los muertos podemos hablar. (Pausa.) De su familia, por ejemplo.


CAPITÁN
¿Otra vez? ¿Por qué no hablamos de la tuya?


PEDRO
O de la mía, ¿por qué no?


CAPITÁN
De tu mujer.


PEDRO
De mi viuda, dirá. En realidad, Aurora...


CAPITÁN (tajante)
Alias Beatriz.


PEDRO queda en silencio. La cabeza le cae sobre el pecho.

CAPITÁN (sonríe)
¿Cómo? ¿No estabas muerto? Parece que todavía tenés reflejos.

PEDRO sigue inmóvil, siempre con la cabeza caída hacia adelante.


CAPITÁN
Aurora, alias Beatriz. ¿No te había dicho que todos los días ponemos cartas sobre la mesa?


PEDRO va de poco a poco levantando cabeza, pero ahora su mirada está como perdida en algún punto lejano. Empieza a hablar en tono muy bajo, casi un susurro, y luego de a poco va subiendo la voz.


PEDRO
Cuando yo era chico, soñaba con el mar. Ahora que tengo doce años, prefiero verlo. Nicolás dice que no es mar. Nicolás...


CAPITÁN (acotando)
Alias Esteban...


PEDRO
... dice que es río. Pero en los ríos se ve siempre la otra orilla y aquí no. Y además no son salados. Y éste es salado. Así que yo lo llamo mar. Lo llamo mar. Y cuando lo llamo, hundo los pies en la are- na, y la arena se mete entre mis dedos. Me hace cosquillas.


CAPITÁN (como contagiado por PEDRO, él también se transfigura. Uno y otro van hablando alternativa- mente, sin dialogar. En realidad, son dos monólogos cruzados) Yo tenía que darle una rosa. No sé por qué, pero tenía. Ella venía con su madre y su prima. Ella venía y yo la miraba, pero yo tenía que darle una rosa. Y una tarde la robé del jardín de la embajada, y el policía me corrió y dijo botija de mierda y me corrió, pero yo corrí más y me vino asma. Pero cuando llegué al parque, cuando llegué a la fuente, ya me había pasado el asma, aunque igual me saltaba el corazón, y entonces me acerqué y le di la rosa y ella primero me miró sorprendida, luego pestañeó y enseguida arrojó la rosa al agua de la fuente.


PEDRO
Yo quería ser vagabundo y a los trece me fui de casa. Y caminé toda la mañana y me sentía eufó- rico, libre, feliz. Y como tenía en el bolsillo un vuelto que era de mamá, al mediodía me compré dos especiales de jamón y queso, y una malta. Y a la tarde, debido al sol tan fuerte, me quedé dormido en un banco de la plaza, y sólo me desperté con la sirena de los bomberos. Pero ellos pasaron de largo y yo caminé y caminé, con perros siguiéndome y sin perros, y entonces me empezaron a doler las rodillas y se encendieron los faro- les de la calle, y cuando estaba a punto de llorar me vio mamá desde la vereda de enfrente y gritó mijito y ahí terminó mi carrera de vago.


CAPITÁN
Andrés me seguía a todas partes porque me odiaba, y yo percibía ese odio tan intensamente que
no podía menos que odiarlo yo también. Y un día no pude más y me di vuelta, y lo enfrenté, y en- tonces él también  se dio vuelta y salió disparando. Y entonces yo empecé a seguirlo y nos odiába- mos intensamente, pero él nunca se dio vuelta ni me enfrentó.


PEDRO
Venía todas las tardes a la biblioteca, y se sentaba a estudiar matemáticas. Yo estudiaba historia, pero en realidad no estudiaba nada porque me pasaba mirándola de reojo y tratando de investigar si ella también me miraba de reojo, pero nun- ca coincidíamos en las investigaciones, así que pasamos todo un trimestre mirándonos si mirába- mos. Hasta que una tarde Aurora...


CAPITÁN
... alias Beatriz...


Aunque el CAPITÁN  lo dijo mecánicamente, es como si así se rompiera un sortilegio.

PEDRO
Está bien, usted lo sabe todo, capitán, pero eso no va a impedir que yo esté muerto. Y también sé algo más. Por ejemplo, que ustedes saben que ella no sabe, pero imaginan que yo sé.

CAPITÁN
Igual podemos traerla.


PEDRO
Razón de más para estar muerto. Cuanto antes mejor. Los muertos no somos chantajeables.

CAPITÁN (después de una pausa larga)
¿Por qué será que me caés bien a pesar de las sandeces que decís?

PEDRO
¿Será que le gustan las sandeces?


CAPITÁN
No, no es eso. Lo que pasa es que usted... (Se interrumpe, sorprendido, da unos pasos en la ha- bitación.)  ¿Usted? ¿Y ahora por qué, así de repente, dejé de tutearlo? (Por primera vez PEDRO son- ríe.) No, no se ría. Sentí de pronto que debía tratarlo de usted. Nunca me había pasado eso.


PEDRO (siempre sonriendo)
No te preocupes. En compensación, yo voy a tutearte.


CAPITÁN (asiente con la cabeza)
Está bien. Me parece justo.

PEDRO (casi gozoso)
¿Arrancamos?


CAPITÁN
Claro.


PEDRO
Empezá vos.


CAPITÁN
No, empiece usted.


PEDRO
¿Ya  te dije que estoy muerto? Ah, sí, te lo dije cuando aún no te tuteaba. Bien, pero antes de irme de este barrio, quisiera desentrañar algo que para mí es un misterio.


CAPITÁN
Ah. Y yo ¿qué tengo que ver?


PEDRO
Tenés que ver, cómo no. Quiero desentrañar el misterio de cómo un hombre puede, si no es un loco, si no es una bestia, convertirse en un torturador. (Pausa.) Fijate que estoy muerto, o sea, que no lo voy a contar a nadie. Es para mí nomás.

CAPITÁN (hablando lentamente)
Yo no soy eso.


PEDRO
¿Ah no?


CAPITÁN
Ya se lo expliqué.


PEDRO
Pero a mí no me importa tu explicación. Vos sabés que lo sos. (Pausa.) A ver, contame cómo sucedió eso. ¿Trauma  infantil? ¿Convicción  profunda? ¿Enajenación  pasajera? ¿Preparación en Fort Gulick?


CAPITÁN (encogiéndose de hombros)
Bueno, soy anticomunista.


PEDRO
Sí, me lo imagino. Pero no alcanza como explicación. En el mundo hay millones de anticomunistas que no son torturadores. El Papa, por ejemplo.


CAPITÁN
No todos se realizan. (Ríe, como si lo dicho fuera broma.)

PEDRO
De acuerdo, no todos se realizan. Pero vos, ¿por qué te realizaste?


CAPITÁN
Es una historia larga y lenta. Ningún trauma infantil. No todo lo malo sucede en la vida debido a traumas de infancia. Más bien un pequeño cambio tras otro pequeño cambio. Ninguna convicción profunda. Más bien una pequeña tentación tras otra pequeña tentación. Económicas o ideo- lógicas, poco importa. Y todo de a poquito. Es cierto que el último impulso me lo dieron en Fort Gulick. Allí me enseñaron con breves y soportables torturitas que sufrí en carne propia, dónde residen los puntos sensibles del cuerpo humano. Pero antes me enseñaron a torturar perros y gatos. Antes, antes, siempre hay un antes. Es algo paulatino. No crea que de pronto, como por arte de magia, uno se convierte  de buen muchacho en monstruo insensible. Yo no soy un monstruo in- sensible, no lo soy todavía, pero, en cambio, ya no me acuerdo de cuándo era buen muchacho. (Pausa.) ¿Y por qué le cuento todas estas cosas?
¿Por qué hago de usted mi confidente?


PEDRO
Siempre  es tarde cuando la dicha es mala.

CAPITÁN
Las primeras torturas son horribles, casi siempre vomitaba. Pero la madrugada en que uno deja de vomitar, ahí está perdido. Porque cuatro o cinco madrugadas  después empieza a disfrutar. Usted no va a creerme...


PEDRO
Yo te creo todo, no te preocupes.


CAPITÁN
No, usted no va a creerme, pero una noche en que estábamos picaneando a una muchacha, no demasiado linda, picaneándola, ¿se da cuenta?


PEDRO
Claro que me doy cuenta. Y ella gritaba enloquecida y se agitaba  y se agitaba... (Se detiene.)

PEDRO
¿Y qué?


CAPITÁN
No va a creerme, pero de pronto me di cuenta de que yo tenía una erección. Nada menos que una erección, en esas circunstancias.   ¿No le parece horrible?

PEDRO
Sí, me parece.


CAPITÁN
Y lo peor fue que al día siguiente, al acostarme con mi mujer, no podía... y empecé a ponerme nervioso... y no conseguía...


PEDRO
Pero al final lo lograste, ¿verdad?


CAPITÁN
Sí, ¿cómo lo sabe?


PEDRO
Siempre  se logra.


CAPITÁN
Pero yo sólo lo conseguí cuando puse toda mi fuerza evocativa en la muchacha de la víspera, que no era demasiado linda. ¿No es espantoso? Sólo logré funcionar con mi mujer cuando me acordé de la muchacha que se retorcía porque la picaneábamos. ¿Cómo se llama eso? Debe tener una denominación científica.


PEDRO
El nombre es lo de menos.

CAPITÁN
Es por eso que no puedo volver atrás, es por eso que no puedo ceder. Es por eso que tengo que hacer que hable. Ya anduve demasiado trecho por este camino. ¿Comprende ahora? ¿Comprende por qué va a tener que hablar?


PEDRO
Comprendo que vos querés que yo comprenda.


CAPITÁN
Por eso tuve que tratarlo de usted. Porque si lo seguía tuteando, no iba a poder.


PEDRO
¿Querés que te diga una cosa? De ninguna manera vas a poder, capitán. Ni tratándome de usted, ni de tú, ni de vos, ni de su señoría.  ¿Ves? Ésa es la ventaja que tiene el no. Siempre es no, y nada más que no. ¿Oíste  bien, capitán? ¡No!
¿Oyó, capitán? ¡No! ¿Habéis oído, capitán? ¡No!




CUARTA PARTE


El mismo escenario.
Sobre el piso  está  PEDRO, o por lo menos el cuerpo de PEDRO, inmóvil, con capucha. Al cabo de un rato empiezan a oírse quejidos muy débiles. Entra el CAPITÁN, sin chaqueta y sin corbata, sudoroso y despeinado.


CAPITÁN
Ah, lo trajeron antes de tiempo. (Toca el cuerpo con un pie.) Pedro. (El cuerpo no da señales de vida.) Vamos, Pedro, tenemos que trabajar. (Va hacia el lavabo, moja la toalla, la exprime un poco, se acerca al cuerpo tendido, se inclina sobre él, le quita la capucha, y queda evidentemente im- presionado ante el calamitoso estado del rostro de PEDRO. Se sobrepone, sin embargo, y empieza a limpiarle las heridas de la cara con la toalla un poco húmeda. Lentamente, PEDRO empieza a mo- verse.) Pedro.


PEDRO
¿Ah? (Abre un ojo, pero parece no reconocer al  CAPITÁN.)

CAPITÁN
¿Qué pasa? ¿Se siente mejor?


PEDRO
¿Ah?


CAPITÁN
Pedro, ¿me reconoce?


PEDRO (balbuceando)
Desgracia... damente... sí.


El CAPITÁN ayuda a PEDRO a instalarse en la silla, pero el preso no puede sostenerse. Esta vez sí lo han destruido. El CAPITÁN se quita su cinturón y con él sujeta a PEDRO al respaldo de la silla, a fin de que no se derrumbe.
De a poco PEDRO se va reanimando, pero visiblemente está acabado. De todos modos, siempre habrá una contradicción entre la relativa vi- talidad que aún muestra  su rostro y el derrengado aspecto de su físico.


PEDRO
¿Así que el capitán?


CAPITÁN
Claro. ¡Cómo le dieron esta vez! ¡Lo reventaron, Pedro, qué barbaridad!

PEDRO
Menos mal... que... ya estaba muerto.


CAPITÁN
¿No le parece que ha llegado el momento de aflojar? Ya se portó como un héroe. ¿Quién va a ser tan inhumano para reprocharle que ahora hable?


PEDRO (no contesta. Luego de un silencio)
Capitán, capitán.


CAPITÁN
¿Qué?


PEDRO
¿Vos nunca hablás a solas?


CAPITÁN
Puede ser. Alguna vez.


PEDRO
Yo sí hablo a solas.


CAPITÁN
¿Y eso qué?


PEDRO
Hablo a solas porque hace tres meses que estoy incomunicado.


CAPITÁN
¿Cómo? Habla conmigo.


PEDRO
Esto no es hablar.


CAPITÁN
¿Y qué es?


PEDRO
Mierda, eso es. (Pausa.) Hablo a solas porque tengo miedo de olvidarme de cómo se habla.


CAPITÁN
Pero habla conmigo.


PEDRO
No me refiero a hablar con el enemigo. Me refiero a hablar con un compañero, con un hermano.

CAPITÁN
Ah.


PEDRO
Capitán, capitán.


CAPITÁN
¿Qué pasa ahora?


PEDRO
¿No sentís que a veces flotás en el aire?


CAPITÁN
Francamente, no.


PEDRO
Claro, no estás muerto.


CAPITÁN
Y usted tampoco, aunque esté haciendo  notables méritos para estarlo.


PEDRO
Pues yo a veces floto. Y es lindo flotar. Entonces voy hasta la costa.


CAPITÁN
No va nada. Ni a la costa ni a ninguna parte. Está enterrado aquí.


PEDRO
Eso es. Eso es. Enterrado, claro, porque estoy muerto. Pero cuando floto, voy a la costa. Es claro que no voy todos los días. Hay veces que no ten- go ganas de ir. Ayer tuve ganas, y fui. Hace años, cuando iba a la costa, no flotando, sino caminan- do, siempre veía parejitas de enamorados, pero ahora ya no están. Ahora están peleando contra ustedes. Ahora están presos, o escondidos, o en el exilio. (Pausa larga.) ¿Cómo se llama tu esposa, capitán?


CAPITÁN (entre dientes)
¿Qué le importa?


PEDRO
¿Ves? Te di la oportunidad de que me lo dijeras buenamente. Pero yo sé que se llama Inés.



CAPITÁN (sorprendido)
¿Y eso de dónde lo sacó?


PEDRO
Ya te dije que yo sé más de vos que vos de mí. Inés. Pero no te preocupes. También sé que no tiene alias. Salvo que vos la llamás Beba. Pero no es un nombre clandestino. Qué suerte, ¿verdad? Hoy en día no es bueno tener nombre clandestino.


CAPITÁN
¿A dónde quiere llegar?


PEDRO
A mi muerte, capitán, a mi muerte.


CAPITÁN
¿Qué gana con no hablar? ¿Que lo revienten?


PEDRO
O que me dejen de reventar.


CAPITÁN
No se haga ilusiones. No lo van a dejar.


PEDRO
Si me muero, me dejan. Y me muero.


CAPITÁN
Pero es largo morirse así.


PEDRO
No tanto, si uno ayuda, si uno colabora.


CAPITÁN (de pronto ilusionado)
¿Está dispuesto  a colaborar?


PEDRO (pronunciando lentamente)
Estoy dispuesto a ayudar a morirme. (Pausa.) También estoy dispuesto ayudar a que Inés te quiera.


CAPITÁN
No se preocupe  de eso. Ella me quiere.


PEDRO
Sí, hasta hoy. Porque no sabe exactamente  en qué consiste tu trabajo.

CAPITÁN
Quizá se lo imagine.


PEDRO
No. No se lo imagina. Si lo imaginara, ya te habría dejado. Ella no es mala.


CAPITÁN (como un autómata)
No es mala.


PEDRO
Y también quiero ayudarte a que tus hijos (el casalito) no te odien.

CAPITÁN
Mis hijos no me odian.


PEDRO
Todavía no, claro. Pero ya te odiarán. ¿Acaso no van a la escuela?


CAPITÁN
Sólo el varón.

PEDRO
Pero la niña irá más adelante. Y los compañeritos y compañeritas informarán a uno y a otra sobre quién sos. En la primera gresca que se arme, ya lo sabrán. Es  lógico. Y a partir de esa revelación, empezarán  a odiarte. Y nunca te perdonarán. Nunca los recuperarás.  Nunca sabrás si... (No puede seguir hablando. Se desmaya.)


Al comienzo el CAPITÁN no se le acerca. Lo mira sin mirarlo, ensimismado. Luego se va hacia el lavabo, llena un vaso con agua, se enfrenta a PEDRO y le arroja el agua a la cara. De a poco PEDRO recupera el sentido.


CAPITÁN
No se haga ilusiones. No se murió todavía. Seguimos aquí, frente a frente.

PEDRO (recuperándose)
Ah, sí, hablando de Inés y el casalito.


CAPITÁN
¡Basta de eso!


PEDRO
Capitán, ¿por qué no me matás?

CAPITÁN
¡Usted está loco! ¡Y quiere enloquecerme!


PEDRO
¿Por qué no me matás, capitán? Será en defensa propia, te lo prometo. Además, quise huir. La ley de la fuga, ¿te acordás?  Coraje, capitán, tenés la oportunidad de hacer la buena acción de cada día.


CAPITÁN
Qué locuaz estás hoy.


PEDRO
Me desquito un poco después de tanta mudez. Además, vos sos el interlocutor ideal.

CAPITÁN
¿Yo?


PEDRO
Sí, porque tenés mala conciencia.  Es muy estimulante saber que el enemigo tiene mala conciencia. Porque todo eso que dijiste de que vos no naciste verdugo, todo eso es cuento chino. Vos trabajaste de "malo" y bastante tiempo, en un pasado no tan lejano. Te conocemos, capitán. O sea, que tienen que hacer más espesas las capuchas. Siempre hay alguien que ve a alguien. Y yo, por ejemplo, no
me limito a conocer el nombre de tu mujer. Tam- bién sé el tuyo. Y hasta tu alias.

CAPITÁN
Está loco. ¡Yo no tengo alias!


PEDRO
Sí que tenés. Sólo que tu alias no es un nombre, sino un grado. Tu alias es el grado de capitán. Y vos sos coronel. Sos coronel, capitán. Así que una de dos: o nos tratamos de Rómulo a Capitán, o nos tratamos de Coronel a Pedro. ¿Qué te parece, capitán? ¿Eh, Coronel?


CAPITÁN (que acusa el golpe)
¿Sabe una cosa? Usted es más cruel que yo.


PEDRO
¿Por qué? ¿Porque te aplico el mismo tratamiento? No es para tanto. Además, vos tenés todavía el poder, la picana, la pileta con mierda, el plantón. Yo no tengo nada. Salvo mi negativa.


CAPITÁN
¿Le parece poco?


PEDRO
No, no me parece poco. Pero con mi negativa...

CAPITÁN
...fanática...


PEDRO
Eso es, con mi negativa fanática, desaparezco, te dejo el campo libre. Mejor dicho, el camposanto libre.


El CAPITÁN está como vencido. También PEDRO está terriblemente fatigado. Por fin el CAPITÁN levanta la mirada. Habla como transfigurado.


CAPITÁN
No, Pedro, usted no es cruel. Le pido excusas. Y ya que no es cruel, va a comprender. Usted dice que quiere que yo salve el amor de mi mujer y de mis hijos...


Sin atender a lo que dice el CAPITÁN, PEDRO comienza a hablar, y lo hace sin mayor conciencia del contorno.


PEDRO
¿De veras nunca hablaste a solas, capitán? Ahora estoy aquí, contigo. Pero igual voy a hablar a so- las. De paso aprendés cómo se habla en tales condiciones. Tomá nota, capitán. Éste es un ensayo de cómo se habla a solas. (Pausa.) Mirá, Aurora...

CAPITÁN
... alias Beatriz...


PEDRO (como si no escuchara la acotación del Capitán)
Mirá, Aurora, estoy jodido. Y sé que vos, estés donde estés, también estás jodida. Pero yo estoy muerto y vos, en cambio, estás viva. Aguanto todo, todo, todo menos una cosa: no tener tu mano. Es lo que más extraño: tu mano suave, larga, tus dedos finos y sensibles. Creo que es lo único que todavía me vincula a la vida. Si antes de irme del todo, me concedieran una sola merced, pediría eso: tener tu mano durante tres, cinco, ocho minutos. Lo pasamos bien, Aurora...


CAPITÁN (con la garganta apretada)
... alias Beatriz...


PEDRO
... vos y yo. Vos y yo sabemos lo que significa confiar en el otro. Por eso habría querido tener tu mano: porque sería la única forma de decirte que confío en vos, sería la única forma de saber que confiás en mí. Y también de demorarme un rato en confianzas  pasadas. ¿Te  acordás de aquella noche de marzo, hace cuatro años, en la playita cercana a lo de tus viejos? ¿Te  acordás que nos quedamos como dos horas, tendidos en la arena, sin hablar, mirando la vía láctea, como quien mira un techo interior? Recuerdo que de pronto empecé a mover mi mano sobre la arena hacia vos, sin mirarte, y de pronto me encontré con que tu mano venía hacia mí. Y a mitad de camino se en- contraron. Fijate que éste es el recuerdo que rememoro más. También tu cuerpo, tu piel, tam- bién tu boca. ¿Cómo no recordar todo eso? Pero aquella noche en la playa es la imagen que rememoro más. Aurora...


CAPITÁN (sollozando)
... alias Beatriz...


PEDRO
... a Andrés decíselo de a poco. No lo hieras bru- talmente con la noticia. Eso marca cualquier in- fancia. Explicáselo de a poco y desde el principio. Sólo cuando estés segura de que entendió un ca- pítulo, sólo entonces empezale a contar el otro. Tal como hacés cuando le contás cuentos. Paula- tinamente, sin herirlo, hacele comprender que esto no fue un estallido emocional, ni una corazo- nada, ni una bronca repentina, sino una decisión madurada, un proceso. Explicáselo bien, con las palabras tiernas y exactas que constituyen tu mejor estilo. Decile que no tiene por qué aceptarlo todo, pero que tiene la obligación de comprenderlo. Sé que dejarlo ahora sin padre es como una
agresión que cometo contra él, o por lo menos así puede llegar a sentirlo, no sé si hoy, pero acaso algún día o en algún insomnio. Confío en tu nota- ble poder de persuasión para que lo convenzas de que con mi muerte no lo agredo, sino que, a mi modo, trato de salvarlo. Pude haber salvado mi vida si delataba, y no delaté, pero si delataba entonces  sí que iba a destruirlo. Hoy a lo mejor se habría puesto contento de que papi volviera a casa, pero nueve o diez años después se estaría dando la cabeza contra las paredes. Decile, cuando pueda entenderlo, que lo quiero enormemente, y que mi único mensaje es que no traicione.
¿Se  lo vas a decir? Pero, eso sí, ensayalo antes varias veces, así no llorás cuando se lo digas. Si llorás, pierde fuerza lo que decís. ¿Estás de acuerdo, verdad? Alguna vez vos y yo hablamos de es- tas cosas, cuando la victoria parecía verosímil y cercana. Ahora sigue pareciendo verosímil, pero se ha alejado. Yo no la veré y es una lástima. Pero vos y Andrés sí la verán y es una suerte. Ahora dame la mano. Chau, Aurora...


CAPITÁN (llorando, histérico) ¡Alias Beatriz!


Se hace un largo silencio.


PEDRO, después del esfuerzo, ha quedado anonadado. Tal vez ha perdido nuevamente el sen-
tido. Su cuerpo se inclina hacia un costado; no cae, sólo porque el cinturón lo sujeta a la silla. El


CAPITÁN, por su parte, también está deshecho, pero su deterioro tiene, por supuesto, otro signo y eso debe notarse. Tiene la cabeza entre las manos y por un rato se le oye gemir. Luego, de a poco se va recomponiendo, y aunque PEDRO está aparentemente inconsciente, comienza a hablarle.


CAPITÁN
Pedro, usted está muerto y yo también. De distintas muertes, claro. La mía es una muerte por trampa, por emboscada. Caí en la emboscada y ya no hay posible retroceso. Estoy entrampado. Si yo le dijera que no puedo abandonar esto, usted me diría que es natural porque sería abandonar el confort, los dos autos, etcétera. Y no es así. Todo eso lo dejaría sin remordimientos. Si no lo dejo es porque tengo miedo. Pueden hacer conmigo lo mismo que hacen, que hacemos con usted. Y usted seguramente me diría: "Bueno, ya ves, puede aguantarse." Usted sí  puede aguantarlo, porque tiene en qué creer, tiene a qué asirse. Yo no. Pero dentro de mi imposibilidad de rescatarme, me queda una solución intermedia. Ya sé que Inés y los chicos pueden un día llegar a odiarme, si se enteran con lujo de detalles de lo que hice y de lo que hago. Pero si todo esto lo hago, además, sin conseguir nada, como ha sido en su caso hasta ahora, no tengo justificación posible. Si usted muere sin nombrar un solo dato, para mí es la derrota total, la vergüenza total. Si en cambio dice algo, habrá también algo que me justifique. Ya mi crueldad no será gratuita, puesto que cumple su objetivo. Es sólo eso lo que le pido, lo que le suplico. Ya no cuatro nombres y apellidos, sino tan sólo uno. Y puede elegir: Gabriel o Rosario o Magdalena o Fermín. Uno solito, el que menos represente para usted; aquel al que usted le tenga menos afecto; incluso el que sea menos importante. No sé si me entiende: aquí no le estoy pi- diendo una información para salvar al régimen, sino un dato para salvarme yo, o mejor dicho para salvar un poco de mí. Le estoy pidiendo la mediocre justificación de la eficacia, para no quedar ante Inés y los chicos como un sádico inútil, sino por lo menos como un sabueso eficaz, como un profesional redituable. De lo contrario, lo pierdo todo. (El CAPITÁN da unos pasos hacia PEDRO y cae de rodillas ante él.) Pedro, nos queda poco tiempo, muy poco tiempo. A usted y a mí. Pero usted se va y yo me quedo. Pedro, éste es un ruego de un hombre deshecho. Usted no es inhumano. Usted es un hombre sensible. Usted es capaz de querer a la gente, de sufrir por la gente, de morir por la gente. Pedro, se lo ruego: diga un nombre y un apellido, nada más que un nombre y un apellido. A esto se ha reducido toda mi exi- gencia. Igual el triunfo será suyo.

PEDRO se mueve un poco. Trata de enderezarse, pero no puede. Hace otro esfuerzo y al fin se yergue.

El CAPITÁN apela a un recurso desesperado.


CAPITÁN
Se lo pido a Rómulo. Se lo ruego a Rómulo. ¡Me arrodillo ante Rómulo! Rómulo, ¿va a decirme un nombre y un apellido? ¿Va a decirme solamente eso?


PEDRO (a duras penas)
No..., capitán.


CAPITÁN
Entonces se lo pido a Pedro, se lo ruego a Pedro. ¡Me  arrodillo ante Pedro! Apelo no al nombre clandestino, sino al hombre. De rodillas se lo suplico al verdadero Pedro.


PEDRO (abre bien los ojos, casi agonizante)
¡No..., coronel!


Las luces iluminan el rostro de PEDRO. El CAPITÁN, de rodillas, queda en la sombra.










































2/12/14

EUGENE O’NEILL EL LARGO VIAJE DE REGRESO




EUGENE O’NEILL
EL LARGO VIAJE DE REGRESO



Escenario: la cantina de un sórdido tugurio portuario londinense, un salón astroso y sucio, vagamente iluminado por lámparas de kerosene colocadas sobre soportes sujetos a las paredes. A la izquierda, la cantina. Delante de ella, una puerta que lleva a una habitación lateral. A la derecha, mesas rodeadas de sillas. A foro, una puerta que lleva a la calle.

Una desaliñada camarera de estúpido rostro impregnado de bebida está fregando la cantina. Su brazo se mueve mecánicamente hacia atrás y hacia adelante y sus ojos están semicerrados, como si dormitara de pie. En el otro extremo de la cantina está parado El Gordo Joe, el dueño, un hombre corpulento de enorme vientre. Su rostro es rubicundo y abotagado, sus ojillos porcinos están casi ocultos por pliegues de grasa. Los gruesos dedos de sus grandes manos están cargados de anillos baratos, y una cadena de reloj de oro, con dimensiones de cable, se extiende sobre su chaleco a cuadros.
Junto a una de las mesas de primer término está sentado un joven carirredondo que juma un cigarrillo. Su rostro es carnoso, su boca débil, sus ojos huidizos y crueles. Viste un traje humilde, que debió ser en otros tiempos vulgarmente vistoso, y usa bufanda y gorra.

Son, poco más o menos, las nueve de la noche.

JOE (bostezando).— Que me condenen si los negocios no marchan a paso de tortuga esta noche. No sé qué pasa. Esto parece una tumba. ¿Dónde están todos los marineros, quisiera saber yo? (Alzando la voz.) ¡Eh, Nick! (Nick se vuelve, apáticamente.) ¿Cómo se llama ese barco que atracó al muelle de abajo en las primeras horas de la tarde?
NICK (lacónicamente).— El "Glencairn"... de Buenos Aires.
JOE.— ¿No le han pagado aún a la tripulación?
NICK.— Me dijeron que les habían pagado esta tarde. Subí a bordo y los vi. Les entregué algunas de sus tarjetas, patrón. Prometieron que no dejarían de venir esta noche... por lo menos los que tenían licencia.
JOE.— ¿Despidieron a alguno con dos años de contrata?
NICK.— A cuatro... tres ingleses y un alemán.
JOE (indignado).— ¿Y te fuiste y los dejaste? ¡Y pensar que te pago para que los traigas aquí!
NICK (gruñendo).— ¡Para lo que me paga usted! Y yo no echo mi gancho a través de toda la ciudad por nadie. ¿Me entiende?
JOE.— No hablo solamente por mí. ¿Acaso no te di siempre tu parte, equitativamente, de hombre a hombre?
NICK (con risita burlona).— Sí... Porque no tenía más remedio.
JOE.— ¿Que no tenía más remedio? ¡Óiganlo! ¡Muchos se habrían considerado muy felices con un empleo como el tuyo, amigo mío!
NICK.— ¿De veras? ¿A pesar del peligro que corro de que me metan en la cárcel por buscar clientes?
JOE (indignado).— ¡Nosotros no buscamos clientes!
NICK (con sarcasmo).— ¡Vamos! ¡Vamos!
JOE (algo turbado).— Bueno, sólo de cuando en cuando, en los casos en que escasea la clientela. (Para disimular su confusión, se vuelve con enojo hacia la camarera. Ésta friega aún el mostrador, con el mentón apoyado sobre el pecho, dormida a medias.) Bueno, chica. Basta ya. Hace una hora que estás friega que te friega el mostrador. ¡Vete! ¡Da fiebre mirarte!
MAG (empezando a resoplar).— ¡Oh!... Usted me asusta cuando me grita, Joe. Yo no soy una mala muchacha. Sabe Dios que trato de ser lo mejor posible con usted. (Prorrumpe en una tempestad de sollozos.)
JOE (con aspereza).— ¡Déjate de gimoteos! ¡Y vete de aquí!
NICK (riendo).— Está borracha, Joe. Le has estado dando a la ginebra... ¿eh, Mag?
MAG (deja de llorar inmediatamente y se vuelve hacia él, furiosa).— ¡Cangrejo insignificante! ¡Merecerías usar bozal! ¡Pensar que abres tu fea bocaza para insultar a una mujer honrada que no te ha hecho el menor daño! (Comenzando a sollozar de nuevo.) ¡Me maltrata como a un perro porque estoy enferma y me siento mal, eso es todo!
JOE.— ¡Vete, muchacha! Vete al primer piso y duerme un rato. Te despertaré si te necesito. Y despierta a las dos muchachas cuando subas. Son las nueve, y de un momento a otro puede venir alguien, díselo. ¿Me oyes?
MAG (dando la vuelta al mostrador, tambaleándose, va hacia la puerta de la izquierda, sollozando).— Sí, sí, lo oigo. ¡Sabe Dios qué será de mí, tan mal me siento! A usted no le importa mucho si me muero... ¿verdad? (Sale.)
JOE (cavilando aún sobre la poca actividad de Nick, después de una pausa).— Cuatro hombres con dos años de contrata que han cobrado y tienen los bolsillos atestados de esterlinas... y te los pierdes. (Menea la cabeza con aire pesaroso.)
NICK (con impaciencia).— ¡Cállese! Prometieron venir, le digo. Vendrán dentro de un momento. Sobra tiempo aún. (En voz baja.) ¿Tiene las gotas? Quizá tengamos que usarlas. JOE (sacando una pequeña botella oculta detrás del mostrador).— Sí. Aquí están.
NICK (con satisfacción).— ¡Eso es!

(Sus huidizos ojos escudriñan con aire inquisitivo la habitación. Luego le hace una seña a Joe, que se acerca a la mesa y se sienta.) Le he preguntado por las gotas porque vi esta tarde al capitán de la "Amindra".

JOE.— ¿La "Amindra"? ¿Qué buque es ése?
NICK.— Un carguero con aparejo completo y pintado de blanco... Está anclado desde hace un mes. Usted lo conoce.
JOE.— ¡Ah, sí! Lo conozco.
NICK.— El capitán dice que necesita un marinero con mucha urgencia... esta noche. Zarpan mañana, al amanecer.
JOE.— Me parece que hay muchos marineros desocupados y esperando contrata por ahí. NICK.— No para ese buque, patrón. El capitán y el piloto son negreros y deben dar la vuelta al cabo de Hornos. Poco faltó para que mataran de hambre a los marineros en su último viaje aquí, y nadie se atreve a embarcarse en ese cascajo. (Después de una pausa.) Le di mi palabra al capitán de que le conseguiría un hombre y de que lo haría esta noche.
JOE (con aire de duda).— ¿Y cómo lo conseguirás?
NICK (con un guiño).— Estaba pensando en uno de esos marineros del "Glencairn"... uno de
esos que han cobrado sus dos años de contrata y vienen aquí.
JOE (con una sonrisa burlona).— Sería una buena pesca, realmente. (Frunciendo el ceño.) Si vienen.
NICK.— Vendrán y se pondrán borrachos perdidos, ya lo verá. (De la calle llega el alboroto de un cantar sonoro y turbulento.) Parece que son ellos. (Abre la puerta de calle y se asoma.) ¡Que me condenen si no son los cuatro! (Volviéndose hacia Joe con aire de triunfo.) Y ahora. . . ¿qué me dice? Están buscando esta cantina. Iré a guiarlos.

(Sale. Joe se instala detrás del mostrador, con su más zalamera sonrisa. Al cabo de un momento se abre la puerta y entran Driscoll, Cocky, Iván y Olson. Driscoll es un irlandés vigoroso y alto; Cocky, un hombre pequeñito, de rala barba gris; Iván, un campesino grande y tonto; Olson, un sueco rechoncho, de edad madura y ojos redondos, azules e infantiles. Los tres primeros están muy borrachos, sobre todo Iván, que mueve las piernas con dificultad. Olson está perfectamente despejado. Los tres visten ropa corta y que les sienta mal y no parecen estar muy a sus anchas. Driscoll le ha quitado el gemelo a su cuello duro y sus puntas asoman de costado. Ha perdido la corbata. Nick se desliza en la habitación detrás de ellos y se sienta junto a una mesa de foro. Los marineros se acercan a la mesa de primer término.)

JOE (con forzada alegría).— ¡Ah del barco! Me alegro de verlos sanos y salvos.
DRISCOLL (se vuelve, tambaleándose un poco, y lo escudriña por sobre el mostrador).— De modo que eres tú... ¿eh? (Pasea una mirada por la cantina, con el aire de quien reconoce algo.) Y por cierto que es la misma condenada ratonera. Recuerdo que, hace cinco o seis años, me despojaron aquí de mi último chelín mientras dormía. (Con repentino furor.) ¡Que te parta un rayo! ¡No me hagas ninguna de tus tretas asquerosas esta vez, o te...! (Lo amenaza con el puño.)
JOB (interrumpiéndolo, presurosamente).— Debes de estar equivocado. Esta es una casa decente.
COCKY (burlonamente).— ¡Aja! Y tú un ángel, supongo...
IVÁN (quitándose con aire indeciso el sombrero hongo y volviéndoselo a poner, quejumbrosamente).— No me... gusta esto.
DRISCOLL (acercándose al mostrador, tan cordial como se mostrara furioso momentos antes).— Bueno, tanto da, todo eso pasó y está olvidado. No soy hombre de guardar rencor por mi primera noche en tierra, cuando estaba borracho como un caballero. (Le tiende a Joe la mano, y éste la toma muy cautelosamente.) Creo que todos echaremos un trago. Whisky para los tres... ¡whisky irlandés!
COCKY (burlón).— Y una cerveza para nuestro niño bueno. (Señala con el pulgar a Olson.)
OLSON (con jovial sonrisa).— Esta noche, por variar, soy un niño bueno.
DRISCOLL (con un bramido y señalando a Nick mientras Joe trae las bebidas a la mesa).— Y pregúntale a ese asqueroso alcahuete qué quiere beber... y que se dé el gusto. (Saca del bolsillo una esterlina y la arroja sobre el mostrador.)
NICK.— Déme una pinta de cerveza, Joe.

(Joe trae la cerveza y la pone en el otro extremo del mostrador. Nick se acerca para llevársela y Joe le hace un guiño significativo, señalándole con la cabeza la puerta de la izquierda. Nick contesta con una seña que ha comprendido.)
COCKY (con la bebida en la mano, impaciente).— ¡Tengo la garganta seca! (Alzando el vaso, a Driscoll.) ¡A tu salud, viejo, a tu salud!
DRISCOLL (guardándose el vuelto, sin mirarlo).— Un brindis para ti: ¡que tuesten en el
infierno a ese maldito contramaestre! (Bebe.)
COCKY.— ¡De acuerdo! ¡Que se vuelva ciego! (Bebe su vaso hasta la última gota.)
IVÁN (a medias dormido).—Eso está bueno. (Apura su vaso de un solo trago. Olson bebe su cerveza fuerte. Nick toma un trago de la suya, da la vuelta al mostrador y sale por izquierda.)
COCKY (sacando una esterlina).— ¡Eh, gordo! ¡Danos otra vuelta!
JOB.— ¿De lo mismo, marineros?
COCKY.— Sí.
DRISCOLL.— ¡No, bribón! Yo tomaré una pinta de cerveza. Estoy seco como un horno de cal.
IVÁN (levantándose repentinamente con aire de ebrio y derribando casi la mesa).— ¡No me... gusta esta casa! Quiero ver muchachas... muchas muchachas. (Con aire patético.) No me... gusta esta casa... Quiero bailar con una muchacha.
DRISCOLL (sentándolo nuevamente de un empellón).— ¡Cállate, orangután ruso! ¡Buen Romeo harías en ese estado! (Iván balbucea una protesta incoherente y repentinamente se queda dormido.)
JOB (trayendo las bebidas, mira a Olson).— ¿Y tú, marinero?
OLSON (meneando la cabeza).— Esta vez nada, gracias.
COCKY (burlón).— ¡Está ahorrando su dinero! Volverá a casita, al lado de su madre. ¡Se comprará una de esas malditas chacras y labrará la tierra! ¡Eso es lo que piensa hacer! (Escupiendo con aire de asco.) ¡Eres un pajarraco raro para ser un marinero, Dios me ampare!
OLSON (con la misma sonrisa jovial).— Eso es precisamente lo que me gusta, Cocky. Viví durante largo tiempo en una chacra cuando niño.
DRISCOLL.— ¡Déjalo en paz, condenado insecto! Da gusto ver a un hombre con un poco de sentido común, en vez de imbéciles como nosotros. Ojalá viviera mi madre y pensara en mí. Quizá no estaría borracho en esta maldita madriguera, ahora.
IVÁN (comenzando a llorar, con aire dolorido).— ¡Oh, no digas eso, Drisc! No puedo oírte. Yo nunca tuve madre, nunca...
DRISCOLL.— Cállate, gorila, y no chilles. Si pudieras ver tu fea cara, con esa narizota roja
hecha un nudo, nunca volverías a derramar una lágrima. (Cantando con un bramido.) "¡Somos los muchachos de Wexford, que luchamos con tesón!" (Hablando.) Al diablo con el Ulster. (Bebe y los demás lo imitan.) Y despellejaré a cualquier hombre de Londres que no beba con ese brindis. (Mira con aire feroz a Joe, que apura inmediatamente su cerveza. Nick entra por izquierda, se acerca a Joe y le murmura algo al oído. Joe asiente, con aire satisfecho.)
DRISCOLL (mirándolos, furioso).— ¿Qué treta del diablo están urdiendo ustedes dos? (Esgrime un robusto puño.) ¡Jueguen limpio con nosotros o tendrán que vérselas conmigo! JOE (precipitadamente).— ¡Nada de tretas, camarada! ¡Que Dios me condene si no te digo la verdad!
NICK (indicando a Iván, que ronca).— Sólo que su compañero pidió muchachas y pensé que les gustaría que bajaran a echar un trago con ustedes.
JOB (guiñando el ojo y haciendo el tonto).— Son unas muchachas lindas y sanas... ¿eh, Nick?
NICK.— Sí.
COCKY.— ¡Aja! ¡Conozco a tus muchachas! Son para dejarlo ciego a cualquiera, tan feas son. No me interesan tus condenadas muchachas, gordo. Yo y Drisc conocemos cierta casa...
¿Eh, Drisc?
DRISCOLL.— ¡Que me condenen si no la conocemos! Y nos iremos allá dentro de un momento. Ahí hay música y baile para alegrarlo a uno.
JOE.— Oye, Nick... Tú sabes tocar una melodía... ¿verdad?
NICK.— Sí.
JOE.— Y ustedes pueden bailar en la pieza contigua.
DRISCOLL.— ¡Bravo! Eso es hablar.

(Entran por izquierda las dos mujeres, Freda y Kate. Freda es una rubia menuda y pálida, Kate una morena rolliza.)

FREDA (con voz chillona).— Hola, marineros.
KATE.— ¿Tuvieron buen viaje?
DRISCOLL.— Pésimo, pero no importa. Bienvenidas, como dicen, y siéntense y... ¿qué van a tomar? (A Kate.) Siéntate a mi lado, querida... ¿Cómo te llamas?
KATE (con una sonrisa estúpida).— Kate. (Se para junto a la silla de Driscoll.)
DRISCOLL (rodeándola con el brazo).— Un buen nombre irlandés, pero pareces inglesa. No importa. Eres regordeta, querida Kate, y yo nunca he podido soportar a las flacas. (Freda le dirige una mirada viperina y se sienta junto a Olson.) ¿Qué vas a tomar?
OLSON.— No, Drisc. A ésta la convido yo. (Saca un rollo de billetes de su bolsillo interior y lo pone sobre la mesa. Joe, Nick y las mujeres contemplan el dinero con ojos ávidos. Iván lanza un ronquido particularmente violento.)
FREDA.— Despierta a tu amigo. ¡Dios mío! ¡Cómo detesto los ronquidos!
DRISCOLL (se levanta de un salto y aplasta el sombrero hongo de Iván sobre las orejas de éste).— ¿Oyes? ¡Te habla una dama, friegacubiertas ruso! (La única respuesta a estas palabras es un ronquido. Driscoll tira de los destrozados restos del sombrero de Iván y vuelve a aplastarlo.) ¡Levántate y lúcete, cerdo borracho! (Otro ronquido. Las mujeres ríen. Driscoll le arroja a Iván a la cara la cerveza que queda en su vaso. El ruso vuelve en sí, farfullando algo. Hay un bramido de risas.)
IVÁN (indignado).— Te digo... ¡que eso no me gusta!
COCKY.— No derroches buena cerveza, Drisc.
IVÁN (gruñendo).— Te digo... que eso no está bien.
DRISCOLL.— Tú mismo tienes la culpa, Iván. Gemías pidiendo muchachas, y cuando vienen te quedas gruñendo como un cerdo en una pocilga. ¿No sabes comportarte en sociedad? (Iván parece ver a las mujeres por primera vez y sonríe estúpidamente.)
KATE (lo mira, riendo).— ¡Bravo, camarada! ¿Cómo va Rusia?
IVÁN (muy complacido, metiendo la mano en el bolsillo).— Te pago una copa.
OLSON.— No. Esta vez me toca a mí. (A Joe.) ¡Eh, oye!
JOE.— ¿Qué vas a tomar, Kate?
KATE.— Ginebra.
FREDA.— Brandy.
DRISCOLL.— Un whisky irlandés para nosotros... con excepción de nuestro amigo el abstemio. ¡Dios se apiade de él!
FREDA (a Olson).— ¿No bebes?
OLSON (algo avergonzado).— No.
FREDA (con sonrisa seductora).— No te culpo. Tienes sentido común. Yo sólo bebo un sorbo de brandy de vez en cuando en beneficio de mi salud. (Joe trae las bebidas y le da el vaso a Olson. Cocky se levanta tambaleándose y alza su vaso.)
COCKY.— Ahí tienen un buen brindis: Que a las damas, Dios... (vacila y agrega, a regañadientes) las bendiga.
KATE (con risa tonta).— ¡Vamos! ¡No era eso lo que ibas a decir, malvado Cocky! (Todos beben.)
DRISCOLL (a Nick).— ¿Dónde está la canción que nos prometías?
NICK.— Ven al cuarto contiguo y la oirás.
DRISCOLL (levantándose).— Vengan todos. Oiremos música y bailaremos si no estoy demasiado borracho para bailar, Dios me ayude.

(Cocky e Iván se levantan, tambaleándose. Iván a duras penas logra mantenerse en pie. Mira de soslayo a Kate y ríe tontamente para sí, con risa de ebrio. Los tres, guiados por Nick, salen por izquierda. Kate los sigue. Olson y Freda se quedan sentados.)

COCKY (sin volver la cabeza).— Ven a bailar, Ollie.
OLSON.— Sí, voy.

(Olson se dispone a levantarse. Del cuarto contiguo llegan la música de un acordeón y los sonoros gritos de Driscoll, seguidos por un pesado zapateo.)

FREDA.— Vamos, no entres aquí. Quédate y charla un rato conmigo. Todos esos están borrachos y tú no bebes. (Sonriéndole.) Creeré que no te gusto, si te vas ahí.
OLSON (confuso).— Se equivoca, señorita Freda. Yo no he querido... Quiero decir que usted me gusta.
FREDA (sonriendo, pone la mano sobre la de él, encima de la mesa).— Y tú me gustas a mí. Eres un caballero. No te emborrachas ni insultas a las pobres muchachas que llevan una vida dura y desdichada.
OLSON (complacido, pero más turbado aun y moviendo los pies).— Yo me he emborrachado muchas veces, señorita Freda.
FREDA.— Entonces... ¿por qué no bebes ahora? (Cambia una rápida e inquisitiva mirada
con Joe, que le responde con un gesto de asentimiento y la muchacha continúa, con aire persuasivo.) Háblame un poco de ti.
OLSON (con una sonrisa).— No hay nada que decir, señorita Freda. Soy un pobre marinero, eso es todo.
FREDA.— ¿Dónde naciste? ¿En Noruega? (Olson menea la cabeza.) ¿En Dinamarca?
OLSON.— No. Siga adivinando. FREDA.— Entonces debes de ser sueco. OLSON.— Sí, nací en Estocolmo.
FREDA (fingiendo gran deleite).— ¡Oh! ¿Verdad que tiene gracia? ¡También yo nací allí... en
Estocolmo!
OLSON (atónito).— ¿Usted es sueca?
FREDA.— Sí. No lo creerás, pero te juro que es la pura verdad. (Junta las manos, con aire de deleite.)
OLSON (radiante).— ¿Habla el sueco?
FREDA (tratando de sonreír, tristemente).— No. Mis padres vinieron aquí, a Inglaterra, cuando yo era una criatura todavía, y hablaban el inglés. De modo que nunca pude aprender el sueco. (Melancólicamente.) ¡Ojalá lo hubiera aprendido! (Con una sonrisa.) ¡Qué buen raro pasaríamos si yo supiese el sueco! ¿Verdad?
OLSON.— Resulta muy agradable oír hablar de vez en cuando el idioma de uno.
FREDA.— ¡Ni más ni menos! No hay como el hogar, digo yo. ¿Volverás a... a Estocolmo antes de contratarte de nuevo?
OLSON.— Sí. De aquí me iré a Estocolmo. (Orgullosamente.) ¡Como pasajero!
FREDA.— ¿Y te contratarás de nuevo cuando hayas pasado unas vacaciones?
OLSON.—No. No volveré a embarcarme. Ya estoy harto del mar... Demasiado trabajo... y un trabajo bien duro... por poco dinero. A bordo, uno no hace más que trabajar y trabajar y trabajar. No quiero volver.
FREDA.— Comprendo. Por eso has abandonado la bebida.
OLSON.— Sí. (Con una sonrisa.) Cuando bebo, me emborracho y me gasto todo el dinero.
FREDA.— Pero si no vuelves a ser marinero... ¿qué harás? Has sido marinero durante toda tu vida... ¿verdad?
OLSON.— No. Trabajé en un chacra hasta los dieciocho años. Y eso me gusta... Es agradable... trabajar en una chacra.
FREDA.— Pero... ¿no es acaso Estocolmo una ciudad como Londres? Allí no hay chacras...
¿verdad?
OLSON.— Nosotros residimos —mi hermano y mi madre viven, mi padre ha muerto— en una chacra próxima a Estocolmo. Ahora tengo mucho dinero. Volveré con los dos años de paga y compraré más tierra aun: trabajaré en la chacra. (Sonriendo.) Basta de mar, basta también pensarás casarte... ¿eh?
OLSON (muy confuso).— No lo sé. Me gustaría casarme si encontrara una buena muchacha.
FREDA.— ¿No te espera alguna en Estocolmo? Apostaría a que sí.
OLSON.— No. Tuve una buena muchacha en otros tiempos, antes de irme al mar. Pero me embarqué y no volví y ella se casó con otro. (Sonríe, tímidamente.)
FREDA.— Bueno. De todas maneras, te gustará volver a tu país.
OLSON.— Sí, así lo creo.

(Estrépito en el cuarto de la izquierda y la música cesa repentinamente. Al cabo de un momento entran Cocky y Driscoll, trayendo el cuerpo inerte de Iván. Éste se halla en el último grado de la borrachera y no puede mover un solo músculo. Nick los sigue y se sienta junto a la mesa de foro.)

DRISCOLL (mientras se acercan en zigzag al mostrador).— Para mí que ha muerto, porque está inerte como un cadáver.
COCKY (resoplando).— ¡Dios mío, sí que está pesado!
DRISCOLL (abofeteando a Iván con la mano libre).— Despiértate, demonio. ¡Es inútil! Ni la trompeta del propio arcángel Gabriel lo despertaría. (A Joe.) Danos un trago, me muero de sed. Pesado trabajo, éste.
JOE.— ¿Whisky?
DRISCOLL.— Whisky irlandés, estúpido. (Pone una moneda, sobre el mostrador. Joe le sirve a Cocky y a Driscoll. Beben y se acercan a, la mesa de Olson.)
OLSON.— Siéntate y descansa un rato, Drisc.
DRISCOLL.— No, Ollie. Llevaremos a este muchacho a su casa, para acostarlo. Es demasiado
tarde para que un joven como Iván callejee de noche. Y no confío tanto en él como para dejarlo en esta madriguera tan borracho y con una paga completa en el bolsillo. (Amenazando con el paño a Joe.) ¡Oh! ¡Conozco tus artimañas, hijo mío!
JOE (con aire pesaroso).— Ya empiezas de nuevo... ¡a insultar a un hombre honrado!
COCKY.— ¡Oigan, escúchenlo! Dale un golpe en el hocico, Drisc.
OLSON (ansiando evitar una riña, se levanta).— Les ayudaré a llevar a Iván a la casa de pensión.
FREDA (protestando).— ¡Oh!... No pensarás abandonarme... ¿verdad? Y nos divertíamos tanto charlando...
DRISCOLL (guiñándole el ojo).— Ya has oído lo que dijo la dama, Ollie. Más vale que te quedes aquí, caballero abstemio. Y nosotros no necesitamos ayuda. La casa de pensión está cerca y nosotros dos somos fuertes, aunque estemos borrachos. No cuesta mucho llevar este despojo a casa. Pero puedes abrirnos la puerta, Ollie. (Olson va hacia la puerta y la abre.) Ven, Cocky, y no te vayas a dormir. (Avanzan pesadamente hacia la puerta. Cuando salen, Driscoll grita sin volverse.) Regresaremos dentro de un rato, no les quepa duda. De modo que espéranos, Ollie.
OLSON.— Perfectamente. Los espero aquí, Drisc.

(Se queda parado en el umbral, con aire indeciso. Joe le hace vehementes señales a Freda de que lo haga volver. Ella se acerca a Olson y le rodea el hombro con los brazos. Joe le indica a, Nick que se acerque al mostrador. Hablan en voz baja, con aire excitado.)

FREDA (zalamera).— No pensarás abandonarme... ¿verdad, querido? (Con irritación.)
¡Cierra esa puerta, por amor de Dios! ¡Me estoy helando con la niebla! (Olson vuelve en sí, sobresaltado, y cierra la puerta.)
OLSON (humildemente).— Discúlpeme, señorita Freda.
FREDA (llevándolo de nuevo a la mesa y tosiendo).— Pídeme una copa de brandy...
¿quieres? ¡Siento tanto frío!
OLSON.— Todo lo que usted quiera, señorita Freda. Todo lo que usted quiera. (A Joe, que le está murmurando todavía instrucciones a Nick.) ¡Eh, Joe! Brandy para la señorita Freda. (Pone una moneda sobre la mesa.)
JOE.— ¡Muy bien! (Sirve el brandy y trae la copa a la mesa.) ¿Te sirves algo, camarada?
OLSON.— Me gustaría, pero... no. Si bebo una copa, querré beber mil. (Vuelve a reír.)
FREDA (respondiendo a un maligno codazo de Joe).— Vamos, bebe algo. No voy a beber sola.
OLSON.— Entonces, déme un vasito de cerveza... un vaso pequeño.

(Joe vuelve atrás del mostrador y le indica a Nick que se acerque a la mesa de Olson y
Freda. Nick así lo hace y se coloca de manera que el marinero no pueda ver qué hace Joe.)

NICK (por decir algo).— ¿Adonde se han escapado sus compañeros? (Joe vierte el contenido de la pequeña botella en el vaso de cerveza de jengibre de Olson.)
OLSON.— Han llevado a la cama a Iván, ese que estaba borracho. Volverán. (Joe trae el vaso de Olson a la mesa y lo pone delante de él.)
JOE (a Nick, con irritación).— ¡Vete! ¿Quieres? Aquí no hay tiempo para haraganear.
¿Comprendes? ¡Apúrate!
NICK.— No se preocupe, viejo. Me voy. (Sale presurosamente a la calle. Joe vuelve a su
sitio, detrás del mostrador.)
OLSON (después de una pausa, preocupado).— Creo que debiera ir con ellos. Cocky está muy borracho, también, y Drisc...
FREDA.— ¡Oh! Ese irlandés grandote está perfectamente. ¿No le oíste decir que volverían sin falta y que los esperaras aquí?
OLSON.— Sí. Pero si no vuelven pronto, creo que iré a ver si han llegado sin inconveniente a la casa de pensión.
FREDA.— ¿Dónde está la casa de pensión? OLSON.— A poca distancia de esta calle. FREDA.— ¿También tú te alojas ahí?
OLSON.— Sí... Hasta que zarpe el barco a Estocolmo... dentro de dos días.
FREDA (alternativamente, mira a Joe y procura febrilmente hacer hablar a Olson, para que éste se olvide de seguir a los demás).— ¡Vaya con lo contenta que estará tu madre de verte! (Olson sonríe.) ¿Sabe que vas a volver?
OLSON.— No. Pensé que lo mejor era darle una sorpresa. Le escribí desde Buenos Aires, pero no le anuncié mi regreso.
FREDA.— Tu madre debe de ser vieja... ¿verdad?
OLSON.— Tiene ochenta y dos años. (Sonríe, nostálgicamente.) ¿Sabe una cosa, señorita Freda? No veo a mi madre ni a mi hermano desde... Veamos... (Cuenta empeñosamente con los dedos.) Desde hace más de diez años, me parece. Le escribí de vez en cuando y ella me escribió a menudo; y mi hermano también. Mi madre me dijo en todas sus cartas que yo debía volver pronto. Y mi hermano lo mismo. Quiere que le ayude en la chacra. Yo les contesté siempre que pronto volvería; y siempre me proponía volver al fin de cada viaje. Pero bajaba a tierra, bebía una copa, bebía muchas copas, me emborrachaba, me gastaba todo el dinero, y tenía que contratarme de nuevo en algún barco. De modo que esta vez me dije: No bebas ni una sola copa, Ollie, o con seguridad que no llegarás a casa. Y esta vez quiero volver a. mi país, siento nostalgia de la chacra y quiero ver a los míos. (Sonríe.) Siento nostalgia como un niño. Por eso no he bebido nada esta noche, salvo este...
¡menjunje! (Ríe estruendosamente, con risa infantil, y luego, de pronto, se torna serio.)
¿Sabe, señorita Freda? Mi madre está muy vieja, muy vieja, y quiero verla. Podría morirse y yo nunca...
FREDA (conmovida, contra su voluntad).— ¡Vamos, no digas eso! No me gusta que hablen de la muerte.

(Se abre la puerta de calle y entra Nick, seguido por dos hombres con aire de bribones, modestamente vestidos, con bufandas y con las gorras caladas sobre los ojos. Se sientan a la mesa más próxima a la puerta. Joe les trae tres cervezas y se consultan en voz baja, mirando a menudo a Olson.)

OLSON (haciendo gesto de levantarse, inquieto).— Creo que iré a la casa de pensión. Creo que a Drisc y a Cocky les ha pasado algo.
FREDA.— Oh, no vayas. Ellos sabrán cuidarse. No son niños. Espérate un momento. No has bebido aún.
JOE (acercándose precipitadamente a la mesa, indica con el pulgar a los hombres sentados a foro).— Uno de esos tipos quiere que bebas una copa con ellos.
FREDA.— ¡De acuerdo! (A Olson.) Bebe esto. (Alza su vaso. Él la imita.) Un brindis para ti: Que tu chacra sea un éxito y ojalá vivas en ella durante largo tiempo y seas feliz. ¡Salud!

(Apura su brandy. Él traga la mitad de su vaso de cerveza y hace una mueca.)
OLSON.— ¡Salud! (Deja su vaso.)
FREDA (con fingida indignación).— ¿No te gusta mi brindis? OLSON (sonriendo).— Sí. Es muy bondadoso, señorita Freda. FREDA.— Entonces bebe como lo he hecho yo.
OLSON.— Bueno... (Bebe el resto.) ¡Eso es! (Ríe.)
FREDA.— ¡Así se hace!
UNO DE LOS BRIBONES (riendo).— "¡Amindra!" ¡Ah del barco!
NICK (con tono de advertencia).— ¡Ssssst!
OLSON (volviéndose en su silla).— ¿"Amindra"? ¿Está en el puerto? Navegué en ella hace mucho tiempo... Tres mástiles, aparejo completo... ¿Es a ésa a la cual se refiere?
EL BRIBÓN (sonriendo).— A esa misma.
OLSON (irritado).— Conozco ese maldito barco... Es el peor que navega por los mares. Una comida pésima y lo hacen trabajar a uno sin cesar... y el capitán y el piloto son unos demonios. Ningún marinero que sabe lo que hace se embarca en el "Amindra". ¿Adonde irá ahora?
EL BRIBÓN.— Dará la vuelta al cabo de Hornos. Zarpa al amanecer.
OLSON.— ¡Caramba! Compadezco a los pobres diablos que dan la vuelta al cabo a esta altura del año. Apuesto a que algunos de ellos no volverán a puerto jamás. (Se pasa la mano por los ojos, con aire aturdido. Su voz se debilita.) Caramba, me siento mareado. Toda la habitación da vueltas a mi alrededor, como si estuviera borracho. (Se levanta, débilmente.) Buenas noches, señorita Freda. Me siento enfermo. Dígale a Drisc... que me fui a casa. (Da un paso adelante y se desploma repentinamente sobre una silla, rueda al suelo y queda tendido allí, inconsciente.)
JOE (desde detrás del mostrador).— ¡Pronto, ahora!

(Nick, seguido por Joe, se lanza hacia Olson. Freda está ya junto al inconsciente Olson y le saca el rollo de billetes del bolsillo interior de la chaqueta. Aparta furtivamente un billete y se lo mete dentro de la blusa, pero Joe lo advierte. Freda le tiende el rollo a Joe, que se lo guarda. Nick registra los demás bolsillos de Olson y deposita una pila de monedas sobre la. mesa.)

JOE (con impaciencia).— ¡Apúrense, apúrense! ¿Quieren? ¡Los otros volverán de un momento a otro! (Los dos bribones se adelantan.) Vamos... Agárrenlo por debajo de los brazos, como si estuviera borracho. (Los bribones así lo hacen.) Llévenlo al "Amindra"... Ustedes conocen ese barco... ¿verdad? Está dos muelles más arriba. Nick les indicará. Y tú, Nick, no abandones ese maldito barco mientras el capitán no te haya dado el anticipo de ese marinero... un mes completo de paga... ¿eh?
NICK.— Conozco mi oficio, pajarraco. (Llevan a Olson hacia la puerta.)
EL BRIBÓN (cuando salen).— Este imbécil se llevará la gran sorpresa de su vida cuando se despierte a bordo del "Amindra". (Ríen. La puerta se cierra detrás de ellos. Freda va rápidamente hacia la puerta de izquierda, pero Joe se interpone en su camino y la detiene.) JOE (amenazador).— ¡Dame lo que te llevaste!
FREDA.— ¿Lo que me llevé? ¡Te di todo lo que él tenía!
JOE.— ¡Mientes! Te vi robarte uno, pero no engañarás a Joe. Soy demasiado viejo para esas cosas. (Furioso.) ¡Dámelo, maldita vaca! (La ajena del brazo.)
FREDA.— ¡Déjame en paz! Yo no tengo...

JOE (la golpea malignamente en el costado del mentón. Ella se desploma).— ¡Esto te servirá de lección!

(Se inclina y después de hurgar sobre el pecho de Freda, saca el billete, que se mete en el bolsillo con un gruñido de satisfacción. Kate abre la puerta de la izquierda y se asoma. (Se precipita hacia Freda y le alza la cabeza entre sus brazos.)

KATE (con dulzura) ¡Pobrecita mía! (Mirando con ira a Joe.) ¡La has vuelto a golpear, cerdo cobarde!
JOE.— Sí. Y también te golpearé a ti si no cierras el pico. ¡Sácala de aquí!

(Kate se lleva a Freda al cuarto contiguo. Joe se instala detrás del mostrador. Al cabo de un momento se abre la puerta de calle y entran Driscoll y Cocky.)

DRISCOLL.— Ven, Ollie. (Repentinamente, ve que Olson no está y se vuelve hacia Joe.)
¿Adonde se ha ido?
JOE (con un guiño significativo).— Salió con Freda por ahí hace cinco minutos. Estaba bastante entusiasmado con ella.
DRISCOLL (con una sonrisa).— ¡Aja! De modo que era eso... ¿eh? ¿Quién habría creído que Ollie era tan diablo con las faldas? Menos mal que no ha bebido, porque si no ella le quitaría hasta el último centavo. (Volviéndose hacia Cocky, que parpadea soñoliento.) ¿Qué quieres beber, viejo bribón? (A Joe.) ¡Dame whisky, whisky irlandés!

TELÓN