5/9/14

CARLO GOLDONI EL SERVIDOR DE DOS PATRONES





CARLO GOLDONI
EL SERVIDOR
DE DOS PATRONES

PERSONAJES

SILVIO, Enamorado de Clarisa
PANTALON, Padre de Clarisa
CLARISA, Novia
DOCTOR, Padre de Silvio
BRIGHELLA, Dueño de la posada
ESMERALDINA, Ama de Clarisa
TRUFALDINO, Arlequín
BEATRIZ, Enamorada de Florindo
FLORINDO, Novio que huye de Turín
CRIADO



ACTO I


ESCENA I
Habitación en la casa de PANTALÓN.
PANTALÓN, el DOCTOR, CLARICE, SILVIO, BRIGHELLA, SMERALDINA, un Servidor de Pantalón

SILVIO.— (A Clarice, tendiéndole la mano) He aquí mi mano, con ella va todo mi corazón.
PANTALÓN.— (A Clarice) Vamos, no te avergüences; dale la mano también tú, así estarán comprometidos y pron¬to serán marido y mujer.
CLARICE.— Sí, querido Silvio, he aquí mi mano. Juro que seré su esposa.
SILVIO.— Y yo juro que seré su esposo (se dan la ma¬no).
DOCTOR.— ¡Bravísimos! También esto está hecho. Ahora nadie puede echarse atrás.
SMERALDINA.— (Para si) ¡Oh qué hermosura! ¡Yo tengo tantas ganas!
PANTALÓN.— (A Brighella y al Servidor) Ustedes dos son testigos de este compromiso entre mi hija y el señor Silvio, hijo del doctor Lombardi.
BRIGHELLA.— (A Pantalón) Si compadre y le agra¬dezco el honor que me ha concedido.
PANTALÓN.— ¿Se da cuenta? Yo fui padrino en su boda y ahora usted es testigo en el compromiso de mi hija. No quise llamar a otros, ni invitar a los parientes. También el doctor piensa lo mismo: nos gusta hacer las cosas sin rui¬do, sin grandeza. Comeremos juntos, nos divertiremos un poco en familia, sin que nadie nos moleste. (A Clarice y Silvio) ¿Qué les parece muchachos? ¿Están de acuerdo?
SILVIO.— Yo sólo deseo estar cerca de mi prometida.
SMERALDINA.— (Para si) Sin dudas ella es el mejor plato.
DOCTOR.— A mi hijo no les gustan las apariencias. Tie¬ne buen corazón, ama a su hija y no piensa en otra cosa.
PANTALÓN.— El cielo quiere esta boda; porque, si el señor Federico Rasponi,-mi corresponsal de Turín, al cual había destinado mi hija, no hubiese muerto (A Silvio), aho¬ra mi querido yerno no podría casarse con ella.
SILVIO.— Tengo suerte, por cierto. ¿Puede decir lo mismo la señorita Clarice?
CLARICE.— Querido Silvio, no sea injusto. Sabe que lo amo; me habría casado con el señor de Turín sólo por obediencia a mi padre, pero mi corazón fue siempre suyo.
DOCTOR.— En verdad, a menudo, los decretos de la Providencia se cumplen por vías imprevisibles. (A Pantalón) ¿Cómo murió el señor Federico Rasponi?
PANTALÓN.— ¡Pobre! Lo mataron de noche, por cul¬pa de una hermana suya... No sé nada de preciso. Recibió una herida y murió al instante.
BRIGHELLA.— (A Pantalón) ¿Sucedió en Turín?
PANTALÓN.— En Turín.
BRIGHELLA.— ¡Pobre hombre! Lo lamento mucho.
PANTALÓN.— (A Brighella) ¿Conocía a Federico Ras¬poni?
BRIGHELLA.— Sí, claro. Viví tres años en Turín y co¬nocí también a su hermana, una muchacha de agallas y co¬razón. Vestía de hombre, iba a caballo y él la quería muchí¬simo. ¡Quién lo hubiera dicho!
PANTALÓN.— Bueno, suceden muchas desgracias, pero basta de melancolía. ¿Sabe qué voy a decirle querido Brighella? Sé que le gusta cocinar, ¿por qué no nos prepara un par de platos de su especialidad?
BRIGHELLA.— Lo haré gustoso. Modestamente en mi posada nadie se queja. Se dice que $n ningún lugar se come como en ella. Les haré probar algo muy bueno.
PANTALÓN.— Bravo. Pero, que tenga caldo, para que pueda mojar un poco de pan. (Llaman). ¡Oh! Están llaman¬do. Ve a ver quién es, Smeraldina.
SMERALDINA.— En seguida. (Sale, luego regresa).
CLARICE.— Señor padre, con su permiso.
PANTALÓN.— Espera, vamos todos juntos. Antes vea¬mos quién llama.
SMERALDINA.— (De regreso) Señor, es el Servidor de un forastero que trae un mensaje. A mí no me quiso decir nada, quiere hablar con el patrón.
PANTALÓN.— Dile que entre. Veremos qué quiere.
SMERALDINA.— Lo voy a traer. (Sale)
CLARICE.— Padre, quiero irme.
PANTALÓN.— ¿Adonde?
CLARICE.— No lo sé... a mis habitaciones.
PANTALÓN.— No señor, quédate aquí. (Al Doctor en voz baja) ¡Estos prometidos! No ven la hora de quedarse solos.
DOCTOR.— (A Pantalón en voz baja) Sea cuerdo y pru¬dente.


ESCENA II
TRUFFALDINO, SMERALDINA y dichos

TRUFFALDINO.— Me inclino humildemente ante to¬dos estos señores. ¡Oh qué hermosa compañía! ¡Oh qué hermosa reunión!
PANTALÓN.— (A Truffaldino) ¿Quién eres amigo? ¿Qué deseas?
TRUFFALDINO.— (A Pantalón) ¿Y esta linda señorita quién es?
PANTALÓN.— Es mi hija.
TRUFFALDINO.— ¡Felicitaciones!
SMERALDINA.— (A Truffaldino) Ella está comprome¬tida.
TRUFFALDINO.— (A Smeraldina) ¡Enhorabuena! ¿Y usted quién es?
SMERALDINA.— Soy su camarera, señor.
TRUFFALDINO.— Mucho gusto.
PANTALÓN.— Vamos amigo, basta de cumplidos. ¿Qué quieres de mí? ¿Quién eres? ¿Quién te manda?
TRUFFALDINO.— Despacio y con buena letra. Tres preguntas de un solo saque son demasiado para un pobre diablo.
PANTALÓN.— (En voz baja al Doctor) Me parece que el pobre diablo es él.
DOCTOR.— (Id. a Pantalón) A mí me parece un tipo divertido.
TRUFFALDINO.— (A Smeraldina) ¿Y usted está ca¬sada?
SMERALDINA.— (Suspirando) ¡Oh no, señor!
PANTALÓN.— ¿Quieres decirnos quién eres o quieres irte ya?
TRUFFALDINO.— (A Pantalón) Si quiere saber quién soy, se lo digo con dos palabras: soy el Servidor de mi pa¬trón. (Dándose vuelta a Smeraldina) Me decía que...
PANTALÓN.— ¿Pero quién es tu patrón?
TRUFFALDINO.— (A Pantalón) Es un forastero que quiere hacerle una visita. (A Smeraldina) En cuanto a com¬prometerse, bueno veremos...
PANTALÓN.— ¿Quién es ese forastero? ¿Cómo se llama?
TRUFFALDINO.— (A Pantalón) ¡Y dale! Es el señor Federico Rasponi, mi patrón, que le manda sus saludos, que vino por esto, que está abajo, que le envía el recado, que quisiera entrar y que me espera con la respuesta. ¿Está con¬tento ahora? (A Smeraldina, mientras todos se asombran) Decía entonces...
PANTALÓN.— Ven aquí y habla conmigo. ¿Qué di¬jiste?
TRUFFALDINO.— Si quiere saber quién soy yo, soy Truffaldino Batocchio, del valle de Bérgamo.
PANTALÓN.— ¡No me importa saber quien eres! Quie¬ro que me repitas quién es tu patrón, porque no oí bien.
TRUFFALDINO.— ¡Pobre viejo! Es duro de oreja. Mi patrón es el señor Federico Rasponi de Turín.
PANTALÓN.— ¡Vaya! Estás loco. El señor Federico Rasponi de Turín ha muerto.
TRUFFALDINO.— ¿Ha muerto?
PANTALÓN.— ¡Claro que sí! Lo lamentamos por él.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Diablos! ¿Mi patrón ha muerto? Acabo de dejarlo abajo y estaba vivo. (A Pantalón) ¿Lo dice en serio que ha muerto?
PANTALÓN.— Te lo aseguro. Ha muerto.
DOCTOR.— Sí, es la verdad. No hay ninguna duda.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Oh pobre patrón! Habrá tenido un accidente, (Quiere irse) Con permiso.
PANTALÓN.— ¿No se te ofrece nada más?
TRUFFALDINO.— Si él ha muerto no necesito nada. (Para sí) Quiero ir a ver si es verdad. (Sale, luego regresa).
PANTALÓN.— ¿Quién creen que es ese fulano? ¿Un loco o un tunante?
DOCTOR.— No lo sé. Tal vez un poco de cada cosa.
BRIGHELLA.— A mí me parece un simplón. Siendo bergamasco no puede ser un águila.
SMERALDINA.— A mí me parece un listo. (Para sí) No me disgusta ese morocho.
PANTALÓN.— ¿Pero qué cosas soñó del señor Fede¬rico?
CLARICE.— Si fuese cierto que él está aquí, para mí sería una mala noticia.
PANTALÓN.— (A Clarice) ¡Qué disparates! ¿No viste las cartas también tú?
SILVIO.— Aunque estuviese vivo, aunque estuviese aquí, habría llegado demasiado tarde.
TRUFFALDINO.— (De regreso) Me asombra que uste¬des. .. ¡No se trata así a la pobre gente! No se engaña así a los forasteros. No son acciones de caballeros y me rendi¬rán cuenta.
PANTALÓN.— (Para sí) Cuidado, está loco. (A Truffaldino) ¿Qué sucede? ¿Qué te hicieron?
TRUFFALDINO.— Decirme que el señor Federico Rasponi ha muerto...
PANTALÓN.— ¿Cómo?
TRUFFALDINO.— ¡Cómo! Está aquí, vivo, sano, agu¬do y brillante; y quiere saludarlo si se lo permite.
PANTALÓN.— ¿El señor Federico?
TRUFFALDINO.— El señor Federico.
PANTALÓN.— ¿Rasponi?
TRUFFALDINO.— Rasponi.
PANTALÓN.— ¿De Turín?
TRUFFALDINO.— De Turín.
PANTALÓN.— Hijo mío, ve al hospital; estás loco.
TRUFFALDINO.— ¡Sangre del diablo! Me hará blas¬femar como a un jugador de naipes. Está aquí, en su casa, en la sala. ¡Que usted tenga un accidente!
PANTALÓN.— Mira que te rompo la cara.
DOCTOR.— Quieto, señor Pantalón. Dígale que haga entrar a ese señor que él cree que es Federico Rasponi.
PANTALÓN.— Bueno; trae a ese muerto resucitado.
TRUFFALDINO.— (Con cólera a Pantalón) Que él haya muerto y resucitado es posible, ni yo me opongo. Pero aho¬ra está vivo y podrá verlo con sus propios ojos. Voy a de¬cirle que venga, pero desde ahora aprenda a tratar a los fo¬rasteros, a la gente de mi clase, a los bergamascos honrados. (A Smeraldina, aparte) Joven, volveremos a vernos.
CLARICE.— (En voz baja a Silvio) Silvio querido, estoy temblando.
SILVIO.— (Id. a Clarice) No tema, sea como fuere será mi esposa.
DOCTOR.— Ahora sabremos la verdad.
PANTALÓN.— Puede tratarse de un embustero que vie¬ne a contarme mentiras.
BRIGHELLA.— Ya le dije que conozco al señor Fede¬rico; veremos si se trata de él.
SMERALDINA.— (Para sí) Sin embargo ese morocho no tiene cara de mentiroso. Voy a ver si logro... (A todos) Con permiso. (Sale).


ESCENA III
BEATRIZ, vestida de hombre, bajo el nombre de FEDERICO y dichos.

BEATRIZ.— Señor Pantalón, el trato que me dispensa no corresponde a la gentileza de sus cartas. Le mandé mi servidor con un recado y usted me deja afuera, antes de de¬jarme pasar, por más de media hora.
PANTALÓN.— Le pido disculpas, pero... ¿quién es usted, señor?
BEATRIZ.— Federico Rasponi de Turín, a sus órde¬nes... (Todos dan muestras de asombro).
BRIGHELLA.— (Para sí) ¿Qué estoy viendo? ¿Qué lío es éste? El no es Federico, es su hermana, la señorita Bea¬triz. Tengo que descubrir el porqué de esta simulación.
PANTALÓN.— Estoy asombrado... Me llena de dicha saber que está sano y vivo.. . Habíamos recibido malas no¬ticias sobre usted. (En voz baja al Doctor) Todavía no le creo.
BEATRIZ.— Lo sé. Se dijo que yo había muerto. Gra¬cias a Dios sólo recibí una herida y, apenas sané, vine a Venecia, como habíamos concertado antes.
PANTALÓN.— No sé qué decir. Su aspecto es el de un caballero, pero a mí me han dado pruebas seguras de la muerte del señor Federico. Si usted no me demuestra lo contrario...
BEATRIZ.— Su duda es razonable; sé que debo alegar pruebas. He aquí cuatro cartas de sus corresponsales y ami¬gos; una de ella del director de nuestro banco. Puede reco¬nocer las firmas y comprobar quién soy. (Entrega las cartas a Pantalón el cual las lee).
CLARICE.— (En voz baja a Silvio) ¡Ah, Silvio, estamos perdidos!
SILVIO.— (Id. a Clarice) ¡Antes que perderla a usted, perderé la vida!
BEATRIZ.— (Para si, viendo a Brighella) ¡Ay de mí! Ese es Brighella. ¿Qué diablo lo trajo aquí? Seguramente me reconocerá y no quiero que me delate. (Fuerte a Bri¬ghella) Amigo, me parece que nos conocemos.
BRIGHELLA.— Sí señor. Fue en Turín. ¿No se acuerda de Brighella Cavicchio?
BEATRIZ.— (Acercándose a Brighella) ¡Ah sí! Ahora lo reconozco. ¿Qué hace en Venecia? (En voz baja a Bri¬ghella) ¡Por amor de Dios no me delate!
BRIGHELLA.— (Id a Beatriz) No tema.( (Fuerte) Tengo una posada, estoy a sus órdenes.
BEATRIZ.— ¡Oh, qué bien! Ya que lo conozco me alo¬jaré en su posada.
BRIGHELLA.— Será un gusto recibirlo. (Para sí) Tiene algo que ocultar sin dudas.
PANTALÓN.— Leí las cartas. Las debe entregar el señor Federico Rasponi; y si usted las entrega quiere decir que usted es él, como dicen las cartas.
BEATRIZ.— Si aún le quedan dudas, está aquí el señor Brighella que me conoce y que puede decirle quién soy.
BRIGHELLA.— No tema nada, compadre; es él.
PANTALÓN.— Lo aseguran las cartas, lo asegura mi compadre Brighella... querido señor Federico, me da gusto verlo y le pido mil disculpas por haber dudado.
CLARICE.— Señor padre, ¿él es entonces el señor Fe¬derico Rasponi?
PANTALÓN.— Sí hija, es él.
CLARICE.— (En voz baja a Silvio) ¡Ay de mí! ¿Qué será de nosotros?
SILVIO.— (Id. a Clarice) No tema, le repito. Está com¬prometida conmigo y yo la defenderé.
PANTALÓN.— (Id. al Doctor) ¿Qué le parece, doctor? ¿El señor llegó a tiempo?
DOCTOR.— Accidit in puncto, quod non contingit in anno.
BEATRIZ.— (Señalando a Clarice) Señor Pantalón, ¿quién es la señorita?
PANTALÓN.— Es mi hija Clarice.
BEATRIZ.— ¿La que está destinada a ser mi esposa?
PANTALÓN.— Sí señor, la misma. (Para sí) Ahora es¬toy metido en un buen lío.
BEATRIZ.— (A Clarice) Señorita, permítame tener el honor de saludarla.
CLARICE.— (Seria) Sierva suya.
BEATRIZ.— (A Pantalón) Me trata fríamente.
PANTALÓN.— Perdónele. Es tímida por naturaleza.
BEATRIZ.— (A Pantalón, señalando a Silvio) ¿Ese se¬ñor es un pariente suyo?
PANTALÓN.— Sí señor, es mi sobrino.
SILVIO.— (A Beatriz) No señor, no lo soy. Soy el pro¬metido de la señorita Clarice.
DOCTOR.— (En voz baja a Silvio) ¡Bravo! No te ami¬lanes. Haz valer tus razones, pero sin precipitarte.
BEATRIZ.— ¡Cómo! ¿Usted el prometido de la seño¬rita Clarice? ¿No está destinada a mí?
PANTALÓN.— Vamos, vamos. Yo aclararé todo. Que¬rido señor Federico, creímos que fuese verdadera su des¬gracia, su muerte y entonces concedí la mano de mi hija al señor Silvio. En esto no hay nada de malo. Usted llegó a tiempo, Clarice sigue siendo suya, si la quiere y yo estoy dispuesto a mantener mi palabra. Señor Silvio, no sé qué decirle; usted mismo ve cuál es la verdad. Yo no mentí, de mí no se puede quejar.
SILVIO.— Pero el señor Federico no aceptará por es¬posa a alguien que concedió su mano a otro hombre.
BEATRIZ.— No tengo esos prejuicios y la aceptaré igual¬mente. (Para sí) También quiero divertirme un poco.
DOCTOR.— (Para sí) ¡Qué marido moderno! Me cae simpático.
BEATRIZ.— Espero que la señorita Clarice no recha¬zará mi mano.
SILVIO.— Señor, usted ha llegado tarde. La señorita Clarice será mía, no espere que yo se la ceda. Si el señor Pantalón faltara a su palabra, sabré vengarme; y quien quie¬ra quitarme a Clarice deberá luchar con esta espada. (Sale).
DOCTOR.— (Para sí) ¡Bravo, por Dios!
BEATRIZ.— (Id.) No no, no quiero morir de ese modo.
DOCTOR.— Señor, usted llegó tarde. La señorita Clari¬ce se casará con mi hijo. La ley lo dice claramente: Prior in tempore, potior in iure. (Sale)
BEATRIZ.— (A Clarice) ¿Usted, señorita, no dice nada?
CLARICE.— Digo que usted ha llegado para atormentar¬me. (Sale)


ESCENA IV
PANTALÓN, BEATRIZ, BR1GHELLA; luego el Servidor de Pantalón.

PANTALÓN.— ¿Cómo? Atrevida, ¿qué dijiste? (Quiere ir detrás de ella).
BEATRIZ.— Deténgase, señor Pantalón; la comprendo. No hace falta tratarla mal. Espero merecer su benevolencia con el tiempo. En tanto examinaremos nuestras cuentas, que es el segundo de los motivos que me han traído a Venecia.
PANTALÓN.— Está todo en orden. Le mostraré los li¬bros. Hay mucho dinero y haremos el saldo a su gusto.
BEATRIZ.— Volveré con más tiempo, ahora, si me lo permite, voy a la posada de Brighella para despachar algu¬nos pequeños encargos. El conoce la ciudad y me resultará muy útil.
PANTALÓN.— Haga lo suyo con tranquilidad y si ne¬cesita a alguien dígamelo.
BEATRIZ.— Si me adelanta un poco de dinero, se lo agradeceré. No quise traer para no perjudicarme en el cambio.
PANTALÓN.— Le serviré con gusto. En este momento no está el cajero. Apenas viene le mandaré el dinero. ¿Se alojará en la posada de mi compadre Brighella?
BEATRIZ.— Sí. Luego le mandaré a mi servidor, es de confianza; se le puede encomendar cualquier cosa.
PANTALÓN.— Muy bien, haré lo que usted manda y si quiere almorzar con nosotros, nos dará un gusto.
BEATRIZ.— Se lo agradezco, pero hoy no. Será para otra vez.
PANTALÓN.— Entonces lo esperaré.
SERVIDOR.— (A Pantalón) Señor, preguntan por usted.
PANTALÓN.— ¿Quién es?
SERVIDOR.— No sé... está esperando ahí... (en voz baja a Pantalón) Hay problemas. (Sale)
PANTALÓN.— Voy en seguida. Con su permiso. ¿Me perdona si no lo acompaño? Brighella, usted que es como de la familia, atienda al señor Federico.
BEATRIZ.— No se moleste por mí.
PANTALÓN.— Debo irme. (Para si) No quiero que sur¬ja algún lío. (Sale)

ESCENA V
BEATRIZ y BRIGHELLA

BRIGHELLA.— ¿Puedo saber, señorita Beatriz?...
BEATRIZ.— ¡Chito, por amor de Dios! No me descu¬bra. Mi pobre hermano ha muerto. Lo mató Florindo Aretusi o algún otro, por su propia culpa. Usted recordará que Florindo me amaba y que mi hermano no quería que yo le correspondiese. No sé cómo llegaron a pelearse. Federico murió y Florindo huyó por temor de la justicia; sin poder despedirse de mí. Dios sabe cuánto lamento la muerte de mi hermano y cuánto lo lloré, pero ya no hay remedio y me duele perder a Florindo. Sé que se dirigió a Venecia y vine a buscarlo, usando las credenciales de mi hermano; tengo la esperanza de encontrarlo. El señor Pantalón, gracias a ellas y, sobre todo, a su confirmación, cree que soy Fede¬rico. Cerraremos nuestras cuentas, retiraré el dinero y podré ayudar a Florindo si hace falta. ¿Ve a qué lleva el amor? Ayúdeme, querido Brighella, sabré agradecérselo con creces.
BRIGHELLA.— Está bien, pero no quiero que por mi culpa el señor Pantalón, en buena fe, pague al contado y quede burlado.
BEATRIZ.— ¿Cómo burlado? Habiendo muerto mi her¬mano, ¿no soy yo la heredera?
BRIGHELLA.— Eso es cierto. ¿Pero, por qué ocultarlo?
BEATRIZ.— Si no lo logro, no logro nada. Pantalón querrá ser mi tutor y todos me molestarán pensando que no está bien lo que hago, que no me conviene y qué sé yo. Quiero mi libertad. Durará poco, lo sé. Paciencia. En tanto algo sucederá.
BRIGHELLA.— Señorita, en verdad, usted fue siempre un poco rara. Deje todo en mis manos, confíe en mí y la serviré bien.
BEATRIZ.— Vamos a la posada.
BRIGHELLA.— ¿Dónde está su servidor?
BEATRIZ.— Dijo que me esperaba en la calle.
BRIGHELLA.— ¿Dónde encontró a ese pelmazo? Ni siquiera sabe hablar.
BEATRIZ.— En el viaje. A veces parece tonto, pero no lo es y en cuanto a fidelidad no puedo quejarme.
BRIGHELLA.— ¡Ah! Es una gran cosa la fidelidad. Va¬mos ahora. ¡Cuántas cosas hace hacer el amor!
BEATRIZ.— Esto no es nada. El amor hace hacer cosas peores. (Sale)
BRIGHELLA.— ¡Qué buen comienzo! Pues vamos, su¬ceda lo que sucediere. (Sale)


ESCENA VI
Calle ante la posada de BRIGHELLA. TRUFFALDINO solo.

TRUFFALDINO.— Estoy harto de esperar. No aguanto más. Con este patrón se come poco y ese poco me lo hace desear. Hace media hora que tocaron las doce en esta ciu¬dad y el mediodía de mi estómago hace dos horas que tocó. Si por lo menos supiera dónde nos alojaremos. Los otros apenas llegan a una ciudad buscan una posada; éste no, deja el equipaje en la diligencia y se va, de visita, y se olvida de su pobre servidor. Dicen que hay que servir con amor a los amos; habría que decirles a ellos que tengan un poco de caridad con la servidumbre. Aquí hay una posada, casi casi voy a ver si encuentro algo con que entretener a los dientes. ¿Y si el patrón me busca? ¡Que se jorobe y aprenda a ser más discreto! Yo voy; pero, ahora que lo pienso, hay otra pequeña dificultad, que se me había pasado: no tengo ni un centavo. ¡Oh pobre Truffaldino! Por todos los demo¬nios, en cambio del servidor, quiero hacer..., ¿qué cosa? Por gracia de Dios, yo no sé hacer nada...


ESCENA VII
FLORINDO en traje de viaje con un CHANGADOR que carga su baúl y dicho.

CHANGADOR.— Le digo que no puedo más. Este baúl pesa demasiado y me está matando.
FLORINDO.— He ahí una hostería o posada. ¿Ni si¬quiera puedes llegar hasta ahí?
CHANGADOR.— Socorro, se me cae el baúl.
FLORINDO.— Te dije que no ibas a poder. Estás muy débil, te faltan fuerzas. (Sostiene el baúl sobre el hombro del changador)
TRUFFALDINO.— (Para si, observando al changador) Tal vez pueda ganarme unas monedas. (A Florindo) Señor, ¿le sirve algo? ¿En qué puedo ayudar?
FLORINDO.— Buen hombre, ayúdale a llevar el baúl hasta el albergue.
TRUFFALDINO.— En seguida. Déjelo en mis manos. Verá cómo se hace. Pásamelo. (Pone el hombro debajo del baúl, lo carga él solo y con un empujón derriba al Changa¬dor)
FLORINDO.— ¡Bravo!
TRUFFALDINO.— ¡Si no pesa nada! (Entra en la posa¬da con el baúl)
FLORINDO.— (Al Changador) ¿Ves cómo se hace?
CHANGADOR.— Hago lo que puedo. Soy Changador por desgracia. Mi padre era una persona de bien.
FLORINDO.— ¿Qué hacía tu padre?
CHANGADOR.— ¿Mi padre? Cuereaba corderos por la ciudad.
FLORINDO.— (Para sí, disponiéndose a entrar en la po¬sada) Este hombre está loco, no hay dudas.
CHANGADOR.— Excelencia, por favor.
FLORINDO.— ¿Qué quieres?
CHANGADOR.— Que me pague.
FLORINDO.— ¿Pagarte por diez pasos? La diligencia está ahí. (Indica algo entre bambalinas)
CHANGADOR.— Yo no cuento los pasos. Págueme. (Tiende la manó)
FLORINDO.— Toma una moneda. (Le da una moneda de cobre)
CHANGADOR.— (Con la mano todavía tendida) Págueme.
FLORINDO.— ¡Santa paciencia! ¡Toma otra moneda! (Se la da)
CHANGADOR.— (Siempre con la mano tendida) Págueme.
FLORINDO.— (Dándole una patada) Ya me cansaste.
CHANGADOR.— Ahora me pagó. (Sale)


ESCENA VIII
FLORINDO, luego TRUFFALDINO

FLORINDO.— Hay de todo en la viña del Señor. Estaba esperando que lo tratase mal. Bueno, veamos qué tipo dé albergue es éste...
TRUFFALDINO.— ¿Manda algo más, señor?
FLORINDO.— ¿Qué tipo de albergue es éste?
TRUFFALDINO.— Es una buena posada. Buenas ca¬mas, hermosos espejos y una cocina excelente, con un olor que consuela. Hablé con el camarero, lo atenderán como a un rey.
FLORINDO.— ¿Qué oficio tienes?
TRUFFALDINO.— Servidor, señor.
FLORINDO.— ¿Eres veneciano?
TRUFFALDINO.— No señor; soy de la región: bergamasco; a sus órdenes.
FLORINDO.— ¿Tienes patrón en este momento?
TRUFFALDINO.— ¿En este momento?.. . No, en ver¬dad no.
FLORINDO.— ¿No tienes patrón?
TRUFFALDINO.— Usted lo ve, estoy aquí sin patrón. (Para sí) Aquí el patrón no está, no estoy mintiendo.
FLORINDO.— ¿Quieres servirme?
TRUFFALDINO.— ¿Servirle? ¿Por qué no? (Para sí) Si me paga mejor, cambio de casaca.
FLORINDO.— Por lo menos durante mi permanencia en Venencia.
TRUFFALDINO.— Muy bien. ¿Cuánto me pagará?
FLORINDO.— ¿Cuánto quieres?
TRUFFALDINO.— ¿Qué puedo decirle? El patrón que tenía y que ahora no tengo, me pagaba un felipe por mes, más los gastos.
FLORINDO.— Bien. Te pago lo mismo.
TRUFFALDINO.— Debería darme un poquito más.
FLORINDO.— ¿Cuánto más?
TRUFFALDINO.— Una moneda más diaria para el ta¬baco.
FLORINDO.— De acuerdo, te la voy a dar.
TRUFFALDINO.— Siendo así, me quedo con usted.
FLORINDO.— Pero me hace falta alguna información sobre ti.
TRUFFALDINO.— Si sólo quiere informaciones sobre mí, vaya a Bérgamo, allí todo el mundo me conoce.
FLORINDO.— ¿No te conoce nadie en Venecia?
TRUFFALDINO.— Señor, llegué esta mañana.
FLORINDO.— Está bien; me pareces honesto. Te pon¬dré a prueba.
TRUFFALDINO.— Pruébeme y verá.
FLORINDO.— Ante todo, quiero saber si en el Correo hay cartas para mí. Toma este medio escudo, ve al Correo de Turín y pregunta si hay cartas para Florindo Aretusi. Si las hay tómalas y tráemelas en seguida. Yo te espero aquí.
TRUFFALDINO.— Mientras tanto ordene la comida.
FLORINDO.— Sí, bravo. La haré preparar. (Para sí) Es agudo, no me desagrada. Lo pondré a prueba un poco a la vez. (Entra en la posada)

ESCENA IX
TRUFFALDINO, luego BEATRIZ, vestida de hombre, y BRIGHELLA

TRUFFALDINO.— Una moneda chica diaria de más, son treinta cobres. Tampoco es cierto que el otro patrón me daba un' felipe. Me daba sólo diez monedas romanas. Es po¬sible que diez monedas valgan un felipe, pero no lo sé. Ade¬más a ese señor turinés no lo veo más. Está chiflado. Es un joven que no tiene ni barba ni juicio. Es mejor dejarlo e ir al Correo por este señor. .. (Se prepara a partir y se topa con Beatriz).
BEATRIZ.— ¡Bravísimo! ¿Así me esperas?
TRUFFALDINO.— Estoy aquí, señor. Estoy esperán¬dolo.
BEATRIZ.— ¿Y por qué me estás esperando aquí y no en la calle que te indiqué? Es una casualidad que te haya encontrado.
TRUFFALDINO.— Estuve paseándome un poco para acallar el hambre.
BEATRIZ.— Bien. Ve en seguida a la Posta para que te entreguen mi baúl y llévalo a la posada del señor Brighella.
BRIGHELLA.— Es mi posada, no puedes equivocarte.
BEATRIZ.— Ve pues, te espero aquí.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Caramba, justo en esta posada!
BEATRIZ.— Toma, irás también al Correo de Turín y pregunta si hay cartas para mí. No, mejor pregunta si hay cartas para Federico Rasponi o para Beatriz Rasponi. Tenía que venir conmigo también mi hermana; por una indisposición tuvo que quedarse en la villa. Podría escribirle algún amigo. Averigua si hay cartas para ella o para mí.
TRUFFALDINO.— (Para sí) No sé qué hacer. Soy el hombre más confundido de este mundo.
BRIGHELLA.— (En voz baja a Beatriz) ¿Cómo puede esperar cartas con su nombre verdadero y con el falso, si partió secretamente?
BEATRIZ.— (Id. a Brighella) Le ordené que me escriba a un fiel servidor mío, que administra mi casa. No sé con qué nombre me dirigirá las cartas. Pero vamos, luego se lo contaré todo. (A Truffaldino) Apúrate, ve al Correo y a la Posta. Retira las cartas y ordena que manden el baúl a la posada. Te espero. (Entra en la posada)

ESCENA X
TRUFFALDINO, luego SILVIO

TRUFFALDINO.— ¡Qué bueno! Hay muchos que bus¬can un patrón y yo tengo dos. ¡Diablos! ¿Qué voy a hacer ahora? A los dos juntos no los puedo atender. ¿No? ¿Y por qué no? ¿No sería bueno servir a los dos, ganar dos sueldos y comer el doble? Sería bueno si no se diesen cuenta. ¿Y si se dan cuenta qué pierdo? Nada. Si uno me despide, me quedo con el otro. Quiero probar, palabra de caballero. Al fin y al cabo será divertido. (Echa a andar)
SILVIO.— (Para mí) Ese es el servidor de Federico Ras-poni. (A Truffaldino) Buen hombre.
TRUFFALDINO.— Señor.
SILVIO.— ¿Dónde está tu patrón?
TRUFFALDINO.— ¿Mi patrón? Está ahí, en esa posada.
SILVIO.— Ve en seguida y dile que quiero hablarle. Si es un hombre de honor que baje, yo lo espero.
TRUFFALDINO.— Pero señor...
SILVIO.— (Fuerte) Ve en seguida.
TRUFFALDINO.— Pero sepa que mi patrón...
SILVIO.— Menos palabras o juro que...
TRUFFALDINO.— ¿Pero cuál debe venir?
SILVIO.— Ve en seguida o te aporreo.
TRUFFALDINO.— (Para sí) No entiendo nada. Man¬daré al primero que encuentre. (Entra en la posada)


ESCENA XI
SILVIO, luego FLORINDO y TRUFFALDINO

SILVIO.— No, no puede ser cierto que yo deba aguan¬tar a un rival. Si Federico salvó su vida una vez, no tendrá siempre la misma suerte. O renuncia a Clarice o deberá vér¬selas conmigo... Sale otra gente de la posada. No quiero que alguien interfiera. (Se retira al lado opuesto)
TRUFFALDINO.— (A Florindo mientras señala a Sil¬vio) He ahí el señor que echa fuego por las narices.
FLORINDO.— (A Truffaldino) Yo no lo conozco. ¿Qué quiere de mí?
TRUFFALDINO.— No lo sé. Voy a buscar las cartas, con su permiso. (Para sí) No quiero líos. (Sale)
SILVIO.— (Para sí) Y Federico no aparece.
FLORINDO.— (Id.) Quiero aclarar esto. (A Silvio) Se¬ñor, ¿usted me mandó llamar?
SILVIO.— ¿Yo? No tengo el gusto de conocerle.
FLORINDO.— Sin embargo mi servidor, que acaba de irse, me dijo que usted pretendió provocarme con gritos y amenazas.
SILVIO.— Seguramente entendió mal. Le dije que que¬ría hablar con su patrón.
FLORINDO.— Bueno, yo soy su patrón.
SILVIO.— ¿Usted es su patrón?
FLORINDO.— Sin duda. Está a mi servicio.
SILVIO.— Pues perdóneme. O su servidor se parece mucho a otro que conocí esta mañana o él sirve también a al¬guna otra persona.
FLORINDO.— El me sirve a mí, no lo dude.
SILVIO.— Si es así, vuelvo a ofrecerle mis disculpas.
FLORINDO.— Está bien. Nadie está libre de errores.
SILVIO.— ¿Es usted forastero, señor?
FLORINDO.— Turinés, a sus órdenes.
SILVIO.— Justamente es turinés la persona con la cual quería desahogarme.
FLORINDO.— Si es mi conciudadano, tal vez lo conoz¬ca; y si la ha disgustado, haré de todo para que le de una adecuada satisfacción.
SILVIO.— ¿Conoce usted a un tal Federico Rasponi?
FLORINDO.— ¡Ah! Desgraciadamente lo conocí.
SILVIO.— Por una palabra del padre, pretende quitarme la novia con la cual me comprometí esta mañana.
FLORINDO.— No tema, amigo. Federico Rasponi no podrá quitarle la novia, él está muerto.
SILVIO.— Sí, todos creían que estuviese muerto, pero esta mañana llegó sano y salvo a Venecia, para mi desgracia y desesperación.
FLORINDO.— ¡Usted me deja de piedra!
SILVIO.— Así quedé yo.
FLORINDO.— Le aseguro que Federico Rasponi está muerto.
SILVIO.— Le aseguro que Federico Rasponi está vivo.
FLORINDO.— Usted se engaña.
SILVIO.— El señor Pantalón del Bisognosi, padre de la muchacha, hizo todas las diligencias necesarias para cercio¬rarse de la verdad y posee pruebas seguras de que es él en persona.
FLORINDO.— (Para sí) ¿Entonces él no murió en la pelea como creyeron todos?
SILVIO.— El o yo, uno de los dos debe renunciar al amor de Clarice o a la vida.
FLORINDO.— (Para si) ¿Federico está aquí? Huí de la justicia para encontrarme cara a cara con mi enemigo.
SILVIO.— ¿Hace mucho que usted no le ve? Debía alo¬jarse en esta posada.
FLORINDO.— No lo vi; aquí me dijeron que no había ningún forastero.
SILVIO.— Habrá cambiado de parecer. Señor, perdóne¬me si le he causado alguna molestia. Si lo ve, dígale que es mejor que abandone la idea de esa boda por su propio bien. Mi nombre es Silvio Randoni, es para mí un honor haberlo . conocido.
FLORINDO.— Agradezco mucho su amistad. (Para si) Me deja muy confundido.
SILVIO.— Me agradaría conocer su nombre.
FLORINDO.— (Para si) No quiero que lo sepa. (A Sil¬vio) Horacio Ardenti, a sus órdenes.
SILVIO.— Señor Horacio, servidor suyo. (Sale)

ESCENA XII
FLORINDO solo.

FLORINDO.— ¿Cómo es posible que una estocada que le entró en los riñones no lo haya matado? Con mis propios ojos lo vi tendido en el suelo, en un lago de sangre. Oí decir que murió al instante. Sin embargo es posible que no estu¬viese muerto. Tal vez el estoque no tocó ninguna parte vi¬tal. En la confusión todo el mundo debe haberse engañado. El haber huido de Turín en seguida después del hecho, que me fue atribuido por nuestra enemistad, no me permitió descubrir la verdad. Si no está muerto, es mejor que regrese a Turín y vaya a consolar a mi adorada Beatriz, que sufre y llora por mi ausencia.


ESCENA XIII
TRUFFALDINO con otro CHANGADOR que trae el baúl de BEATRIZ y dicho.

TRUFFALDINO.— Sígueme... ¡Demonios! Está aquí el otro patrón. Retírate compañero y espérame en esa es¬quina. (El Changador se retira)
FLORINDO.— (Para sí) Sí, está decidido; regreso a Turín.
TRUFFALDINO.— Estoy aquí, señor.
FLORINDO.— Truffaldino, ¿quieres ir conmigo a Tu¬rín?
TRUFFALDINO.— ¿Cuándo?
FLORINDO.— Ahora, en seguida.
TRUFFALDINO.— ¿Sin comer antes?
FLORINDO.— No; almorzamos y luego partimos.
TRUFFALDINO.— Muy bien; lo pensaré mientras como.
FLORINDO.— ¿Fuiste al Correo?
TRUFFALDINO.— Sí señor.
FLORINDO.— ¿Había cartas para mí?
TRUFFALDINO.— Las había.
FLORINDO.— ¿Dónde están?
TRUFFALDINO.— En seguida las encuentro. (Saca tres cartas de un bolsillo. Para sí) ¡Demonios! Mezclé las cartas de los dos patrones. ¿Qué hago para saber cuáles son las su¬yas? Yo no sé leer.
FLORINDO.— Vamos, dame las cartas.
TRUFFALDINO.— En seguida señor. (Para sí) Estoy en un lío. (A Florindo) Vea señor, estas tres cartas no son todas suyas. Me topé con un servidor que me conoce, con el cual estuvimos sirviendo juntos en Bérgamo; le dije que iba al Correo y me pidió que preguntase si había cartas para su patrón. Creo que había una, pero no la reconozco, no sé cuál es.
FLORINDO.— Déjame ver; tomo las mías y te devuelvo la otra.
TRUFFALDINO.— Tómelas; no quiero quedar mal con mi amigo.
FLORINDO.— (Para sí) ¿Es posible? ¿Una carta dirigi¬da a Beatriz Rasponi? ¡A Beatriz Rasponi en Venecia!
TRUFFALDINO.— ¿Encontró la carta de mi compañero?
FLORINDO.— ¿Quién es ése compañero que te dio el encargo?
TRUFFALDINO.— Un servidor.. . se llama Pascual.
FLORINDO.— ¿De quién es el servidor?
TRUFFALDINO.— No lo sé, señor.
FLORINDO.— Si te mandó buscar las cartas de su pa¬trón, debió decirte el nombre.
TRUFFALDINO.— Naturalmente. (Para sí) Esta madeja se enreda cada vez más.
FLORINDO.— Y bien, ¿qué nombre te dijo?
TRUFFALDINO.— No lo recuerdo.
FLORINDO.— ¿Cómo?
TRUFFALDINO — Me lo escribió en un pedazo de papel.
FLORINDO.— ¿Dónde está ese papel?
TRUFFALDINO.— Lo dejé en el Correo.
FLORINDO.— (Para sí) Estoy en un mar de confusión.
TRUFFALDINO.— (Id.) Hasta ahora no me va mal.
FLORINDO.— ¿Dónde vive ese Pascual?
TRUFFALDINO.— En verdad, no lo sé.
FLORINDO.— ¿Y cómo vas a entregarle la carta?
TRUFFALDINO.— Quedamos que nos veríamos en la plaza.
FLORINDO.— (Para sí) No sé más qué pensar.
TRUFFALDINO.— (Id.) Si llego a puerto sin daño, será un milagro. (A Florindo) Entrégueme la carta, por favor; iré a buscarlo.
FLORINDO.— No. Voy a abrir esta carta.
TRUFFALDINO.— ¡No lo haga, señor! Usted sabe que está penado por la ley abrir las cartas de los otros.
FLORINDO.— No me importa. Tengo mucho interés en esta carta. Está dirigida a una persona que en cierto mo¬do me pertenece. Puedo abrirla sin escrúpulos. (La abre)
TRUFFALDINO.— (Para sí) Siervo suyo. Ya la abrió.
FLORINDO.— (Lee la carta) Estimada patrona. Su par¬tida de la ciudad fue motivo de comentarios generales, pero todos comprenden su decisión de seguir al señor Florindo. La Corte ha descubierto que usted huyó vestida de hombre y hace investigaciones para encontrarla y detenerla. Por es¬to no envié esta carta directamente a Venecia, para no re¬velar el lugar dónde usted iría, según me dijo. La mandé a Génova a un amigo mío, que la enviará a Venecia. Cuando haya alguna novedad importante se la comunicaré por la misma vía. Su humilde y fiel servidor, Tognino de la Doira.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Qué educación tiene! ¡Leer las cartas de los otros!
FLORINDO.— (Para sí) ¿Qué es eso? ¿Qué he leído? ¿Beatriz abandonó su casa? ¿Vestida de hombre? ¿Para buscarme? Ella me sigue amando. Quiera Dios que la en¬cuentre en Venecia. (A Truffaldino) Ve, querido Truffaldino, usa todos los medios, pero encuentra a Pascual; pre¬gúntale quién es su patrón, si es hombre o mujer. Averigua donde se aloja y, si puedes, tráemelo. Les daré a los dos una generosa propina.
TRUFFALDINO.— Déme la carta, intentaré encon¬trarlo.
FLORINDO.— Toma. No dejes de encontrarlo. Para mí tiene mucha importancia.
TRUFFALDINO.— ¿Y tengo que entregarla así, abierta?
FLORINDO.— Dile que hubo un equívoco, un acciden¬te. No me crees más dificultades.
TRUFFALDINO.— ¿Y a Turín no vamos más por ahora?
FLORINDO.— No, por ahora no vamos. No pierdas tiempo: procura de encontrar a Pascual. (Para sí) Beatriz en Venecia, Federico en Venecia. Pobre de ella si la encuen¬tra su hermano. Debo encontrarla yo primero. (Sale)



ESCENA XIV
TRUFFALDINO solo, luego el CHANGADOR con el baúl

TRUFFALDINO.— Soy un hombre de bien y no quiero dejar de serlo. Voy a probar mi habilidad, atendiendo a dos patrones al mismo tiempo; y no puedo llevar al otro esta carta abierta. Ante todo hay que doblarla (la dobla varias veces torpemente). Ahora hay que lacrarla. Mi abuela lo hacía con miga mojada. Probemos. (Saca de un bolsillo un pedacito de pan) Lamento tener que desperdiciar este pedacito de pan. ¡Paciencia! (Masca el trozo de pan para lacrar la carta y sin querer se lo traga) ¡Diablos! Se fue abajo. Hace falta otro pedazo. (Masca otro pedacito de pan y tam¬bién esta vez se lo traga) No hay remedio, repugna a la pro¬pia naturaleza esto. Probaré una vez más. (Masca como an¬tes. Está por tragarse el pedacito. Se detiene y se lo quita de la boca con un gran esfuerzo) ¡Aquí está! Vamos a la¬crar la carta. (Lo hace) Me parece que queda bien. ¡Cómo me gusta la prolijidad! ¡Ah! Me olvidé del changador. (Lla¬ma hacia bambalinas) ¡Ey, compañero! Ven aquí, trae el baúl.
CHANGADOR.— (Con el baúl sobre el hombro) Aquí estoy. ¿Adonde lo llevo?
TRUFFALDINO.— Llévalo a esa posada, te alcanzo en seguida.
CHANGADOR.— ¿Y quién me va a pagar?


ESCENA XV
BEATRIZ, que sale de la posada, y dichos.

BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Es éste mi baúl?
TRUFFALDINO.— Sí señor.
BEATRIZ.— (Al changador) Llévalo a mi habitación.
CHANGADOR.— ¿Cuál es su habitación?
BEATRIZ.— Pregúntaselo al camarero.
CHANGADOR.— Está bien. Me debe treinta cobres.
BEATRIZ.— Ve, ve, te pagaré.
CHANGADOR.— Hágalo pronto.
BEATRIZ.— No me fastidies.
CHANGADOR.— Casi casi lo tiro a la calle. (Entra en la posada)
TRUFFALDINO.— ¡Gentileza de changadores!
BEATRIZ.— ¿Fuiste al Correo?
TRUFFALDINO.— Sí señor.
BEATRIZ.— ¿Había cartas para mí?
TRUFFALDINO.— Una, de su hermana.
BEATRIZ.— Bien, ¿dónde está?
TRUFFALDINO.— Tome {Le da la carta)
BEATRIZ.— ¡Esta carta ha sido abierta!
TRUFFALDINO.— ¿Abierta? No puede ser.
BEATRIZ.— Fue abierta y lacrada con miga.
TRUFFALDINO.— Yo no sé nada.
BEATRIZ.— ¿No lo sabes? ¡Canalla, bribón! ¿Quién la abrió? Quiero saberlo.
TRUFFALDINO.— Voy a decírselo. Quiero confesarle la verdad. Todos cometemos errores. En el Correo había una carta para mí; sé leer poco y por error, en lugar de abrir la mía, abrí la suya. Le pido perdón.
BEATRIZ.— Si fuese cierto, te perdonaría.
TRUFFALDINO.— Es cierto, se lo juro.
BEATRIZ.— ¿Leíste la carta? ¿Sabes lo que dice?
TRUFFALDINO.— No no. No entiendo la letra.
BEATRIZ.— ¿La vio alguien más?
TRUFFALDINO.— (Con mucho asombro) ¡Oh!
BEATRIZ.— Dime la verdad.
TRUFFALDINO.— (Con asombro) ¡Oh!
BEATRIZ.— (Para sí) No quisiera que me engañase. (Lee la carta en voz baja)
TRUFFALDINO.— (Para sí) También de ésta me salvé.
BEATRIZ.— (Para sí) Tognino es un servidor fiel. Se merece mi agradecimiento. (A Truffaldino) Me voy ¡vuelvo en seguida. Espérame en la posada. Toma las llaves del baúl, ábrelo y ventila mi ropa. A mi regreso almorzaremos. (Para sí) El señor Pantalón no aparece y a mí me hace falta ese dinero. (Sale)


ESCENA XVI
TRUFFALDINO, luego PANTALÓN.

TRUFFALDINO.— También esta vez me fue bien; a pedir de boca. No me falta habilidad; estimo que valgo cien escudos más que antes.
PANTALÓN.— Amigo, ¿está en casa tu patrón?
TRUFFALDINO.— No señor, no está.
PANTALÓN.— ¿Sabes adonde fue?
TRUFFALDINO.— Tampoco.
PANTALÓN.— ¿Vendrá para almorzar?
TRUFFALDINO.— Creo que sí.
PANTALÓN.— Toma. Cuando regrese dale esta bolsa. Tiene cien ducados. Tengo mucho que hacer y no puedo esperarlo. Adiós. (Sale)


ESCENA XVII
TRUFFALDINO, luego FLORINDO

TRUFFALDINO.— Toma, escucha y ni siquiera me dijo a cuál de los dos debo entregar la bolsa.
FLORINDO.— ¿Y bien? ¿Encontraste a Pascual?
TRUFFALDINO.— No señor, no encontré a Pascual; En cambio encontré a uno que me dio una bolsa con cien ducados.
FLORINDO.— ¿Cien ducados? ¿Para qué?
TRUFFALDINO.— Dígame la verdad, señor patrón, ¿espera dinero de alguna parte?
FLORINDO.— Sí, le di una letra de cambio a un mer¬cader.
TRUFFALDINO.— Entonces este dinero es suyo.
FLORINDO.— ¿Qué dijo el que te lo dio?
TRUFFALDINO.— Me dijo de entregarlo a mi patrón.
FLORINDO.— Entonces es mío. ¿No soy yo tu patrón? ¿Hay dudas?
TRUFFALDINO.— (Para sí) El no sabe nada del otro patrón.
FLORINDO.— ¿No sabes quién te lo dio?
TRUFFALDINO.— No lo sé. Creo que su cara la vi an¬tes, pero no recuerdo dónde.
FLORINDO.— Debe ser el mercader al cuál le escribie¬ron de mí.
TRUFFALDINO.— Debe ser él.
FLORINDO.— No te olvides de Pascual.
TRUFFALDINO.— Lo buscaré después del almuerzo.
FLORINDO.— Vamos entonces a ordenarlo (entra en la posada).
TRUFFALDINO.— Vamos nomás. Menos mal que esta vez no me equivoqué. Entregué la bolsa a quien tenía que dársela. (Entra en la posada)


ESCENA XVIII
Habitación en la casa de PANTALÓN. PANTALÓN y CLARICE, luego SMERALDINA.

PANTALÓN.— Está decidido: el señor Federico será tu marido. Le di mi palabra y yo no soy un mocoso.
CLARICE.— Usted es dueño de mí; pero ésta, en ver¬dad, es una tiranía.
PANTALÓN.— Cuando el señor Federico me mandó pedir tu mano, yo te lo comuniqué y no lo rechazaste. De¬biste hablar entonces, ahora es tarde.
CLARICE.— El respeto y la timidez no me dejaron ha¬blar.
PANTALÓN.— ¡Que el respeto y la timidez hagan lo mismo ahora!
CLARICE.— No puedo, padre.
PANTALÓN.— ¿No? ¿Por qué?
CLARICE.— No me casaré nunca con Federico.
PANTALÓN.— ¿Tanto te desagrada?
CLARICE.— Lo odio.
PANTALÓN.— Yo haré que te agrade.
CLARICE.— ¿Cómo?
PANTALÓN.— Olvídate del señor Silvio y te gustará.
CLARICE.— Tengo grabado a Silvio en mi corazón y us¬ted con su aprobación lo grabó más fuerte.
PANTALÓN.— (Para sí) En verdad me da pena. (A Clarice) Hay que hacer de tripas corazón.
CLARICE.— Mi corazón no puede hacer tamaño es¬fuerzo.
PANTALÓN.— Animo. Es necesario.
SMERALDINA.— Señor patrón, está el señor Federico que quiere saludarlo.
PANTALÓN.— Que entre, él es el patrón aquí.
CLARICE.— ¡Ay de mí! ¡Qué tormento! (llora)
SMERALDINA.— ¿Qué tiene patroncita? ¿Llora? No tiene porqué hacerlo. ¿No vio qué bello es el señor Federi¬co? Si me tocase a mí en suerte no lloraría, no. Me reiría con una boca así (sale).
PANTALÓN.— Vamos, hija. Que no te vea llorar,
CLARICE.— Pero... mi corazón estalla.


ESCENA XIX
BEATRIZ, vestida de hombre, y dichos.

BEATRIZ.— Buenos días, señor Pantalón.
PANTALÓN.— Siervo suyo. ¿Recibió una bolsa con cien ducados?
BEATRIZ.— Yo no.
PANTALÓN.— Se la dejé, hace un Tato, a su servidor. Usted me dijo que es de fiar.
BEATRIZ.— Sí lo es, no hay peligro. Todavía no lo he visto. Me la dará cuando regrese a la posada. (En voz baja a Pantalón) ¿Qué le sucede a la señorita Clarice? ¿Por qué llora?
PANTALÓN.— (Id. a Beatriz) Querido señor, debe com¬prenderla. La noticia de su muerte es la causa de esta enfermedad. Con el tiempo le pasará.
BEATRIZ.— (Id. a Pantalón) Señor Pantalón, déjeme un momento solo con ella, veré si puedo consolarla.
PANTALÓN.— Está bien, salgo y vuelvo en seguida. (Pa¬ra sí) Probemos también esto. (A Clarice) Hija, espérame un momento; regreso en seguida. (En voz baja a Beatriz) Tenga juicio. (Sale)


ESCENA XX
BEATRIZ y CLARICE

BEATRIZ.— Escuche señorita Clarice...
CLARICE.— Aléjese de mi, no me fastidie.
BEATRIZ.— ¿Tan severa con quien será su marido?
CLARICE.— Podrán obligarme, con la fuerza, a darle mi mano, pero no mi corazón.
BEATRIZ.— Usted me menosprecia, sin embargo espero aplacarla.
CLARICE.— Le aborreceré eternamente.
BEATRIZ.— Si usted me conociese no diría eso.
CLARICE.— Le conozco bien. Usted me ha quitado la paz.
BEATRIZ.— Puedo devolvérsela.
CLARICE.— Se equivoca, sólo Silvio puede devolvér¬mela.
BEATRIZ.— Por cierto no puedo ofrecerle lo mismo que Silvio, pero puedo ayudarle a ser feliz.
CLARICE.— Ya es mucho señor. Aunque le hable de un modo tan áspero, usted sigue atormentándome.
BEATRIZ.— (Para si) Esta pobre joven me inspira pie¬dad. No soporto más verla sufrir.
CLARICE.— (Para sí) La pasión me da osadía, temeri¬dad y malos modales.
BEATRIZ.— Señorita Clarice, tengo que confiarle un secreto.
CLARICE.— No le prometo mi discreción, por lo tanto no me lo confíe.
BEATRIZ.— Su severidad me quita el medio de hacerla feliz.
CLARICE.— Usted sólo puede hacerme desdichada.
BEATRIZ.— Se equivoca y para convencerla le hablaré claramente. Si no me quiere, ¿para qué querría casarme con usted. Si usted le prometió su corazón a otro, yo también tengo prometido el mío.
CLARICE.— Usted empieza a gustarme,
BEATRIZ.— ¿No le dije que podía devolverle la paz?
CLARICE.— Temo que acabe decepcionándome.
BEATRIZ.— No señorita; no estoy simulando. Le hablo con el corazón en la manó. Si me promete el secreto que antes me negó, le confiaré algo que asegurará su paz.
CLARICE.— Juro que mantendré el más riguroso se¬creto.
BEATRIZ.— Yo no soy Federico Rasponi, soy su her¬mana Beatriz.
CLARICE.— ¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Es usted una mu¬jer?
BEATRIZ.— Sí, lo soy. ¿Cree que podía aspirar real¬mente a su mano?
CLARICE.— ¿Y qué noticias tiene de su hermano?
BEATRIZ.— El murió desafortunadamente, de una es¬tocada. Se creyó que el culpable de su muerte fuese mi pro¬metido. Con este disfraz lo estoy buscando. No me traicio¬ne, por las sagradas leyes de la amistad y el amor. Sé que he sido incauta confiándole mi secreto, pero lo hice por muchos motivos. Ante todo porque me dolía verla afligida; luego porque creo que usted es una muchacha que puede mantener un secreto; por último porque su Silvio me ame¬naza y no quiero que usted lo empuje a enfrentarme.
CLARICE.— ¿Me permite revelárselo a Silvio?
BEATRIZ.— No. Absolutamente se lo prohíbo.
CLARICE.— Está bien, no hablaré.
BEATRIZ.— Confío en usted.
CLARICE.— Se lo juro, no hablaré.
BEATRIZ.— Ahora no me tratará más con enojo.
CLARICE.— Al contrario, seré su amiga y si puedo ayu¬darle en algo, disponga de mí.
BEATRIZ.— Yo también le prometo eterna amistad, déme su mano.
CLARICE.— ¡Ah! No quisiera...
BEATRIZ.— ¿Teme que yo no sea una mujer? Le daré pruebas evidentes de la verdad.
CLARICE.— Créame, aún me parece un sueño.
BEATRIZ.— En realidad no es común.
CLARICE.— Es muy extravagante.
BEATRIZ.— Bueno, debo irme. Un apretón de mano para sellar nuestra amistad y fidelidad.
CLARICE.— He aquí mi mano, ya no creo que me engañe.


ESCENA XXI
PANTALÓN y dichas.

PANTALÓN.— ¡Bien! Me da muchísimo gusto. (En voz baja a Clarice) Hija mía, el enojo se te pasó muy pronto.
BEATRIZ.— ¿No le dije, señor Pantalón, que la conso¬laría?
PANTALÓN.— ¡Bravo! Usted en cuatro minutos logró lo que yo no había logrado en cuatro años.
CLARICE.— (Para sí) Me metí en un buen lío.
PANTALÓN.— (A Clarice) Entonces podemos realizar pronto esta boda.
CLARICE.— No tenga prisa, padre.
PANTALÓN.— ¡Cómo! ¿Se toman de las manos en se¬creto y yo no debería tener prisa? No no no, no quiero que me suceda una desgracia. Mañana lo arreglaremos todo.
BEATRIZ.— Antes, señor Pantalón, es necesario arreglar nuestros negocios y supervisar la contabilidad.
PANTALÓN.— Eso lo haremos en un par de horas. Ma¬ñana se cambiarán los anillos.
CLARICE.— Pero, padre...
PANTALÓN.— Hija, voy a decir dos palabritas al señor Silvio.
CLARICE.— ¡Por amor de Dios no lo hagas enojar!
PANTALÓN.— ¿Qué sucede? ¿Qué más te importa de él?
CLARICE.— No digo eso, pero...
PANTALÓN.— ¡Qué pero y pero! Eso se acabó. Servi¬dor, señores. (Quiere irse)
BEATRIZ.— (A Pantalón) Escuche...
PANTALÓN.— (Yéndose) Ya están comprometidos.
CLARICE.— (A Pantalón) Antes que...
PANTALÓN.— Esta noche hablaremos del asunto. (Sale)


ESCENA XXII
BEATRIZ y CLARICE

CLARICE.— ¡Ah, Beatriz! Salgo de un problema y me meto en otro.
BEATRIZ.— Tenga paciencia. Puede suceder cualquier cosa, menos que nos casemos.
CLARICE.— ¿Y si Silvio me cree infiel?
BEATRIZ.— El engaño no durará mucho.
CLARICE.— Si pudiese revelarle la verdad...
BEATRIZ.— Yo no la libero del juramento.
CLARICE.— ¿Pues qué tengo que hacer?
BEATRIZ.— Sufrir un poco.
CLARICE.— Eso será muy penoso.
BEATRIZ.— Después de temores y penas, la reconcilia¬ción será mucho más agradable (Sale).
CLARICE.— No puedo esperar los placeres de la recon¬ciliación, mientras me acosan las penas. ¡Ah! Desdichada¬mente es cierto: en esta vida en general o se sufre o se es¬pera y pocas veces se goza. (Sale)


ACTO SEGUNDO

ESCENA I
Patio en la casa de PANTALÓN. SILVIO y el DOCTOR.

SILVIO.— Padre, déjeme en paz.
DOCTOR.— Detente y contéstame.
SILVIO.— Estoy fuera de mí.
DOCTOR.— ¿Por qué estás en el patio del señor Pan¬talón?
SILVIO.— Porque quiero que mantenga la palabra que me dio o que me rinda cuentas de su afrenta.
DOCTOR.— Pero no es conveniente hacerlo en la casa del señor Pantalón. Estás loco si te dejas llevar por la cólera.
SILVIO.— Los que nos tratan mal no merecen nuestro respeto.
DOCTOR.— Es cierto, pero no puedes precipitarte así. Silvio querido, deja el asunto en mis manos. Le hablaré yo. Tal vez logre convencerlo de cumplir con su deber. Retírate y espérame. Vete, no hagas escándalos. Yo esperaré al señor Pantalón.
SILVIO.— Pero yo, padre...
DOCTOR.— Pero yo, hijo, quiero que me obedezcas.
SILVIO.— Está bien, obedeceré. Pero si el señor Panta¬lón no te hace caso, se las verá conmigo. (Sale)


ESCENA II
El DOCTOR, luego PANTALÓN.

DOCTOR.— ¡Pobre hijo mío! ¡Cuánto lo compadezco! El señor Pantalón no debió darle tanta seguridad, antes de cerciorarse de la muerte del turinés. Quisiera verlo apaci¬guado. Ojalá la cólera no lo haga proceder mal.
PANTALÓN.— (Para si) ¿Qué hace el Doctor en mi casa?
DOCTOR.— Señor Pantalón, servidor.
PANTALÓN.— Siervo suyo, señor Doctor. Justamente deseaba hablar con usted y con su hijo.
DOCTOR.— ¿Sí? Bravo. ¿Me imagino que nos busca para asegurarnos que la señorita Clarice se casará con Silvio?
PANTALÓN.— Al contrario, querría decirles... (no sa¬be cómo continuar).
DOCTOR.— No, no hay necesidad de justificaciones. Comprendo el problema en que se encontró. Con buena amistad se supera todo.
PANTALÓN.— Claro. Considerando la promesa que le hice al señor Federico... (nuevamente se embrolla).
DOCTOR.— Comprendo. La sorpresa no le dejó tiempo de pensarlo y no reparó en la afrenta que infligía a mi casa.
PANTALÓN.— No se puede hablar de afrenta si, con otra promesa...
DOCTOR.— Sé lo que quiere decirme. A primera vista lo prometido al turinés parecía sin solución, indisoluble, habiendo sido estipulado con un contrato. Pero era un con¬trato entre usted y él. En cambio el nuestro ha sido confir¬mado por la novia.
PANTALÓN.— Es cierto, pero...
DOCTOR.— Usted sabe que en materia de matrimonios: Consensus et non concúbitos facit virum.
PANTALÓN.— Yo no sé de latín, pero le digo...
DOCTOR.— Y a los muchachos no hay que sacrificarlos.
PANTALÓN.— ¿No tiene nada más que decirme?
DOCTOR.—Ya hablé.
PANTALÓN.— ¿Terminó?
DOCTOR.— Terminé.
PANTALÓN.— ¿Puedo hablar?
DOCTOR.— Hable nomás.
PANTALÓN.— Doctor querido, con toda su doctrina...
DOCTOR.— En cuanto a la dote, nos pondremos de acuerdo. Un poco más, un poco menos no tiene importan¬cia.
PANTALÓN.— ¡De vuelta a lo mismo! ¿Quiere dejarme hablar?
DOCTOR.— Hable nomás.
PANTALÓN.— Quiero decirle que su doctrina es muy hermosa, pero esta vez no nos sirve.
DOCTOR.— ¿Y usted permitirá ese matrimonio?
PANTALÓN.— Yo había dado mi palabra y no podía zafarme del asunto. Mi hija está conforme, ¿qué dificultad puedo tener? Iba en busca de usted y de su hijo, el señor Silvio, para comunicárselo. Lo lamento mucho, pero no hay otra salida.
DOCTOR.— Su hija no me asombra, ¡pero usted! ¿Có¬mo puede tratarme de ese modo? Si no estaba seguro de la muerte del señor Federico, no debía empeñar su palabra con mi hijo; y si lo hizo, debe mantenerla a cualquier pre¬cio. La noticia de la muerte de Federico justificaba suficien¬temente y también ante él su nueva decisión. Nadie podía reprocharle nada, ni exigirle ningún tipo de satisfacción. El compromiso contraído esta mañana entre la señorita Clarice y mi hijo coram testibus no puede ser disuelto sólo por una palabra, que usted le dio a otro. Las razones que tiene mi hijo anulan todo nuevo contrato y obligan a su hija a casar¬se con él; pero yo me avergonzaría de tener en mi casa a una nuera de tan poca reputación, a la hija de un hombre sin palabra como es usted, señor Pantalón. No olvide que me ha ofendido a mí, a la casa Lombardi. Tal vez llegue el momento en que me las pagará. Sí: omnia tempus habent. (Sale)


ESCENA III
PANTALÓN, luego SILVIO

PANTALÓN.— ¡Váyase al diablo! No me importa un comino y no le tengo miedo. Estimo más a un Rasponi que a cien Lombardi. Un hijo único y rico no se encuentra fácil¬mente. Se hará lo que yo digo.
SILVIO.— Las hermosas palabras de mi padre no sirven para nada. Ayúdate que Dios te ayuda.
PANTALÓN.— (Para si, viendo a Silvio) Y ahora el otro.
SILVIO.— (Bruscamente) Siervo suyo, señor.
PANTALÓN.— Siervo. (Para sí) Está echando chispas éste.
SILVIO.— Mi padre me dijo algo, ¿es verdad?
PANTALÓN.— Si se lo dijo su padre debe ser verdad.
SILVIO.— ¿Entonces está fijada la boda de la señorita dance con el señor Federico?
PANTALÓN.— Sí señor. Establecida y fijada.
SILVIO.— Me asombra que usted se atreva a decírmelo. ¡Hombre sin palabra y sin honor!
PANTALÓN.— ¿Qué está usted diciendo? ¿Se trata así a una persona mayor como yo?
SILVIO.— No sé qué me impide pasarlo de parte a parte con mi estoque.
PANTALÓN.— No soy una rana, joven. ¿Viene a mi ca¬sa para fanfarronear?
SILVIO.— Salga entonces a la calle.
PANTALÓN.— Usted me asombra, señor.
SILVIO.— Salga si es hombre de honor.
PANTALÓN.— A las personas como yo se las respeta.
SILVIO.— Usted es vil, cobarde y plebeyo.
PANTALÓN.— Y tú eres un atrevido.
SILVIO.— Juro, por Dios... (pone la mano en la em¬puñadura de la espada).
PANTALÓN.— ¡Socorro! (Pone la mano en la empuña¬dura del puñal)


ESCENA IV
BEATRIZ con la espada en la mano y dichos.

BEATRIZ.— (A Pantalón, dirigiendo la espada contra Silvio) Yo voy a defenderlo.
PANTALÓN.— (A Beatriz) Tenga cuidado, señor yerno.
SILVIO.— (A Beatriz) Justamente deseaba batirme con¬tigo.
BEATRIZ.— (Para sí) No puedo evitarlo.
SILVIO.— (A Beatriz) Dirige hacia mí tu espada.
PANTALÓN.— (Temeroso) ¡Ah! Señor yerno...
BEATRIZ.— No es ésta la primera vez que me bato. No le tengo miedo, señor. (Presenta el arma a Silvio)
PANTALÓN.— ¡Socorro! ¿No hay nadie?
(Sale corriendo hacia la calle. Beatriz y Silvio se baten. Silvio resbala, cae al suelo y se le escapa el espadín de la ma¬no. Beatriz pone la punta de su espada sobre el pecho de Silvio)


ESCENA V
CLARICE y dichos.

CLARICE.— ¡Ay de mí! (A Beatriz) ¡Deténgase!
BEATRIZ.— Bella Clarice, por usted le perdono la vida, en cambio usted no se olvide del juramento. (Sale)


ESCENA VI
SILVIO y CLARICE

CLARICE.— ¿Está bien querido?
SILVIO.— ¡Ah, pérfida, engañadora! ¿Querido Silvio? ¿Querido a un novio escarnecido y traicionado?
CLARICE.— No Silvio, no merezco esos reproches. Yo le amo, le adoro, le soy fiel.
SILVIO.— ¡Mentirosa! ¿Me eres fiel? ¿Llamas fidelidad la promesa de fe a otro que te ama?
CLARICE.— Yo no hice eso, ni lo haré nunca. Moriré antes de abandonarle.
SILVIO.— ¿Pero no hizo un juramento?
CLARICE.— El juramento no me obliga a casarme con él.
SILVIO.— ¿Qué juró pues?
CLARICE.— Querido Silvio, perdóneme, pero no puedo hablar.
SILVIO.— ¿Por qué?
CLARICE.— Porque juré guardar silencio.
SILVIO.— Señal pues de que usted es culpable.
CLARICE.— No, soy inocente.
SILVIO.— Los inocentes no callan.
CLARICE.— Sin embargo, ahora, si hablara me haría culpable.
SILVIO.— ¿A quién le juró callar?
CLARICE.— A Federico.
SILVIO.— ¿Y mantendrá el juramento con tanto celo?
CLARICE.— Sí. Yo no soy perjura.
SILVIO.— ¿Y pretende dar a entender que no lo ama? El que le cree es un ingenuo. Yo no le creo. ¡Cruel, enga¬ñadora! ¡Quítese de mi vista!
CLARICE.— Si no le amase, ¿habría venido corriendo para salvarle la vida?
SILVIO.— Odio también la vida si se la debo a una desa¬gradecida.
CLARICE.— Le amo de todo corazón.
SILVIO.— Le aborrezco con toda el alma.
CLARICE.— Cálmese o moriré.
SILVIO.— Con gusto vería antes su sangre que su infidelidad.
CLARICE.— Voy a satisfacerle. (Toma la espada del suelo)
SILVIO.— Sí, esa espada podría vengar mi afrenta.
CLARICE.— ¿Tan cruel con su Clarice?
SILVIO.— Usted me enseñó la crueldad.
CLARICE.— ¿Entonces desea mi muerte?
SILVIO.— Yo no sé qué deseo.
CLARICE.— Sabré complacerle. (Dirige la punta de la espada contra su propio pecho)


ESCENA VII
SMERALDINA y dichos.

SMERALDINA.— ¡Deténgase! ¿Qué diablos hace? (Le quita la espada a Clarice. A Silvio) Y usted, perro renegado, ¿la habría dejado morir? ¿Qué corazón tiene? ¿De tigre, de león, de diablo? Mírenlo ahí al hermoso sujeto por el cual las mujeres deberían destriparse. Usted es muy buena, patroncita. ¿Acaso no la quiere más? Quien no la quiere no la merece. ¡Que se vaya al infierno este sicario! Venga us¬ted conmigo, no faltan hombres. Le juro que antes de ano¬checer le encuentro una docena. (Arroja la espada al suelo y Silvio la levanta)
CLARICE.— (Llorando) ¡Ingrato! ¿Ni siquiera un sus¬piro por mi muerte? Sí, me matará el dolor; moriré y estará contento; pero algún día descubrirá mi inocencia y arrepentido por no haberme creído, ya tarde, llorará mi desgracia y su propia crueldad. (Sale)


ESCENA VIII
SILVIO y SMERALDINA

SMERALDINA.— No puedo comprenderle. Una mucha¬cha está por matarse y usted se queda observando tranquila¬mente, como si se tratase de una escena de teatro.
SILVIO.— ¡Loca! ¿Crees de veras que ella quería ma¬tarse?
SMERALDINA.— Yo no sé nada. Sé que si no llegaba a tiempo la pobrecita se mataba.
SILVIO.— Faltaba mucho antes que la espada llegase a su pecho.
SMERALDINA.— ¡Mentiroso! Justo estaba por entrar.
SILVIO.— Pura ficción de mujeres.
SMERALDINA.— Sí, claro, si fuéramos como los hom¬bres. Dice un proverbio: nosotros tenemos las voces y uste¬des las nueces. Las mujeres tienen fama de ser infieles y los hombres cometen las infidelidades. De las mujeres se habla mucho, de los hombres no se dice nada. A nosotras las crí¬ticas, a ustedes el perdón. ¿Sabe por qué? Porque las leyes las hacen los hombres; si las hicieran las mujeres, todo sería al revés. Si yo mandara, ordenaría que cada hombre infiel llevare en la mano una rama de árbol y por cierto las ciuda¬des se transformarían en bosques. (Sale)


ESCENA IX
SILVIO solo.

SILVIO.— Sí, Clarice me es infiel y con la excusa de un juramento oculta la verdad. Es pérfida y simuló el acto de quererse herir para engañarme, para que yo me apiadé de ella. Pero, aunque la mala suerte me haya hecho caer ante mi rival, no dejaré de vengarme. Morirá ese indigno y la in¬grata Clarice verá en su sangre el fruto de su propio amor. (Sale)


ESCENA X
Sala en la posada, con dos puertas al foro y dos laterales. TRUFFALDINO, luego FLORINDO.

TRUFFALDINO.— ¡Qué desdichado soy! Ninguno de mis dos patrones aún viene para almorzar. Hace dos horas que tocó mediodía y no se ve a nadie. Luego vendrán los dos juntos y quedaré atrapado. No podré servir a los dos al mis¬mo tiempo y se descubrirá el asunto. Calla, calla, esté lle-gando uno de ellos. ¡Qué suerte!
FLORINDO.— ¿Y bien? ¿Encontraste a Pascual?
TRUFFALDINO.— Señor, ¿no quedamos que lo busca¬ría después del almuerzo?
FLORINDO.— Sí, pero no tengo paciencia.
TRUFFALDINO.— Debió venir a almorzar más tem¬prano.
FLORINDO.— (Para sí) No hay forma de saber si Bea¬triz está aquí.
TRUFFALDINO.— Usted me dijo: vamos a ordenar el almuerzo; luego salió. La comida se habrá echado a perder.
FLORINDO.— Aún no tengo ganas de comer. (Para sí) Quiero volver al Correo, quiero ir yo mismo, tal vez averi¬güe algo.
TRUFFALDINO.— ¿Sabe, señor, que en esta ciudad hay que comer, de lo contrario uno se enferma?
FLORINDO.— Debo salir para un asunto urgente. Si vuelve para el almuerzo, bien; si no vuelvo, comeré a la noche. Tú, si quieres, pide de comer.
TRUFFALDINO.— Todo está bien. Haga lo que guste, usted es el patrón.
FLORINDO.— Esta bolsa de dinero me pesa. Tómala, ponía en mi baúl. He aquí las llaves. (Le da la bolsa de los cien ducados y las llaves)
TRUFFALDINO.— Lo hago ya y le traigo las llaves.
FLORINDO.— No, no hace falta. Me las darás luego, no quiero perder tiempo. Si no vuelvo para el almuerzo, ve a la plaza; espero con impaciencia que encuentres a Pascual. (Sale)

ESCENA XI
TRUFFALDINO, luego BEATRIZ con una hoja en la mano.

TRUFFALDINO.— Menos mal que me autorizó a pedir de comer. Por ese camino nos llevaremos bien. Si él no quie¬re comer, que no coma; mi complexión no está hecha para ayunar. Voy a guardar esta bolsa y luego, en seguida...
BEATRIZ.— ¡Eh! Truffaldino.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Oh, diablos!
BEATRIZ.— ¿El señor Pantalón dei Bisognosi no te dio una bolsa con cien ducados?
TRUFFALDINO.— Sí señor, me la dio.
BEATRIZ.— ¿Por qué entonces no me la entregas?
TRUFFALDINO.— ¿Es para usted?
BEATRIZ.— ¿Si es para mí? ¿Qué te dijo al entregár¬tela?
TRUFFALDINO.— Me dijo de dársela a mi patrón.
BEATRIZ.— Bien, ¿quién es tu patrón?
TRUFFALDINO.— Usted.
BEATRIZ.— ¿Por qué entonces me preguntas si la bolsa es mía?
TRUFFALDINO.— Pues es suya.
BEATRIZ.— ¿Y dónde está?
TRUFFALDINO.— Hela aquí. (Se la da)
BEATRIZ.— ¿Están todos los ducados?
TRUFFALDINO.— Yo no los toqué, señor.
BEATRIZ.— (Para sí) Los contaré luego.
TRUFFALDINO.— (Id.) Me había equivocado con la bolsa, pero lo arreglé. ¿Qué dirá el otro patrón? Si no era suya no va a decir nada.
BEATRIZ.— ¿Está el dueño de la posada?
TRUFFALDINO.— Si señor, está.
BEATRIZ.— Dile que invité a un amigo a almorzar y que rápidamente aumente los platos con lo que tiene.
TRUFFALDINO.— ¿Cómo quiere ser servido? ¿Cuán¬tos platos manda?
BEATRIZ.— El señor Pantalón dei Bisognosi no es hom¬bre de pretensiones, que preparen cinco o seis platos, pero buenos.
TRUFFALDINO.— ¿Confía en mí?
BEATRIZ.— Sí, ordena tú, muéstrame tu capacidad. Voy a buscar a mi amigo que no está lejos. Quiero todo lis¬to para cuando vuelvo. (Hace el ademán de salir)
TRUFFALDINO.— Verá cómo lo serviré.
BEATRIZ.— Toma esta hoja, ponla en el baúl. ¡Cuida¬do eh! Es una letra de cambio de cuatro mil escudos.
TRUFFALDINO.— No tema, la guardaré en seguida.
BEATRIZ.— Cuida de que esté todo listo. (Para sí) Pobre señor Pantalón, tuvo el susto de su vida. Necesita un poco de alegría. (Sale)


ESCENA XII
TRUFFALDINO, luego BRIGHELLA

TRUFFALDINO.— Ahora debo lucirme. Es la primera vez que este patrón me ordena el almuerzo. Quiero demos¬trarle que tengo buen gusto. Guardaré esta carta y luego... La guardaré luego, no hay que perder tiempo. (Hacia las bambalinas) ¡Eh! ¿No hay nadie? Llame al señor Brighella, dígale que quiero hablarle. Un buen almuerzo no consiste principalmente en las viandas, sino en el orden con que se presentan. Vale más una Hermosa disposición que una mon¬taña de platos.
BRIGHELLA.— ¿Qué quiere señor Truffaldino? ¿Qué manda?
TRUFFALDINO.— Mi patrón invitó a almorzar a un amigo. Quiere que duplique el almuerzo, pero ya, en segui¬da. ¿Tiene lo necesario en la cocina?
BRIGHELLA.— Tengo siempre de todo. En media hora puedo preparar cualquier almuerzo.
TRUFFALDINO.— Muy bien. Dígame qué preparará.
BRIGHELLA.— Para dos personas, dos servicios de cua¬tro platos cada uno. ¿Está bien?
TRUFFALDINO.— (Para sí) El dijo cinco o seis platos, si son ocho no está mal. (A Brighella) Está bien, ¿qué habrá en los platos?
BRIGHELLA.— En el primer servicio habrá sopa, frito, cocido y fricando.
TRUFFALDINO.— Los primeros tres los conozco, el cuarto no.
BRIGHELLA.— Es un guisado a la francesa, muy bueno.
TRUFFALDINO.— Muy bien el primer servicio; ¿y el segundo?
BRIGHELLA.— El segundo se compone de asado, en¬salada, pastel de carne y budín.
TRUFFALDINO.— También aquí hay un plato que no conozco, ¿qué es ese. budín?
BRIGHELLA.— Dije budín, es un plato inglés, una ex¬quisitez.
TRUFFALDINO.— Me parece bien, estoy conforme, ¿pero cómo dispondremos los platos en la mesa?
BRIGHELLA.— Es fácil y el camarero se encargará de hacerlo.
TRUFFALDINO.— No amigo, el trinchero es mío. To¬do el secreto está en la presentación.
BRIGHELLA.— Por ejemplo, se puede disponer aquí la sopa, aquí el frito, aquí el cocido y aquí el fricando. (Seña¬la ¡a imaginaria disposición)
TRUFFALDINO.— No, no me gusta. ¿En el medio no pone nada?
BRIGHELLA.— Habría que preparar cinco platos.
TRUFFALDINO.— Bueno, prepárelos.
BRIGHELLA.— En el medio ponemos una salsa para el cocido.
TRUFFALDINO.— No no no, usted no sabe nada ami¬go. La salsa no se pone en el medio. En el medio hay que colocar la sopa.
BRIGHELLA.— Pondremos de un lado el cocido y del otro la salsa.
TRUFFALDINO.— Pero no, así no. Ustedes los posade¬ros saben cocinar, pero no saben preparar la mesa. Yo le enseñaré. Imagínese que ésta sea la mesa (apoya una rodilla en el suelo, señala el piso). Observe cómo se distribuyen esos cinco platos; por ejemplo: aquí, en el medio, la sopa (corta un pedazo de la letra de cambio y lo coloca en el me¬dio como si fuese el plato); aquí va el cocido (arranca otro pedazo de la letra de cambio); de este lado el frito (hace lo mismo); aquí la salsa (hace lo mismo) y aquí el plato que no conozco (hace lo mismo). ¿Qué le parece? ¿No queda muy lindo?
BRIGHELLA.— Está bien, pero la salsa está muy lejos del cocido.
TRUFFALDINO.— Buscaremos la forma de acercarlos.

ESCENA XIII
BEATRIZ, PANTALÓN y dichos.

BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Qué haces de rodillas?
TRUFFALDINO.— (Alzándose) Estaba mostrándole cómo preparar la mesa.
BEATRIZ.— ¿Y esa hoja?
TRUFFALDINO.— (Para si) ¡Diablos! Es la letra que medio.
BEATRIZ.— Esa es mi letra de cambio.
TRUFFALDINO.— Disculpe, volveré a pegarla.
BEATRIZ.— ¡Bribón! ¿Así cuidas mis cosas? ¿Cosas muy importantes? Mereces una buena tunda. ¿Qué. opina señor Pantalón? ¿Vio alguna vez una necedad mayor que ésta?
PANTALÓN.— En realidad es para reír. Sería grave si no hubiese arreglo. Yo le haré otra letra de cambio.
BEATRIZ.— ¡Y si la letra hubiese venido de lejos! ¡Ani¬mal!
TRUFFALDINO.— La culpa es de Brighella que no sabe preparar una mesa.
BRIGHELLA.— El lo hace todo difícil.
TRUFFALDINO.— Yo soy un hombre que sabe.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) Vete ya.
TRUFFALDINO.— Vale más la presentación.
BEATRIZ.— Vete te dije.
TRUFFALDINO.— En cuanto a trinchar, no le cedo el primer lugar al mejor trinchador del mundo. (Sale)
BRIGHELLA.— No lo entiendo a ese hombre: a veces es muy sagaz, otras es tonto.
BEATRIZ.— El bribón se hace el tonto. Bueno, ¿nos da de comer?
BRIGHELLA.— Si quiera cinco platos por servicio, se necesita un poco de tiempo.
PANTALÓN.— ¿Qué servicio? ¿Qué cinco platos? Más sencillo, más sencillo. Un poco de arroz, un par de platos y listo. Yo no tengo pretensiones.
BEATRIZ.— (A Brighella) ¿Oyó? Decida usted.
BRIGHELLA.— De acuerdo, pero si algo le gusta en es¬pecial, dígalo, se lo prepararé con gusto.
PANTALÓN.— Tráigame albóndigas a mí, los dientes ya no me ayudan.
BEATRIZ.— Traiga las albóndigas.
BRIGHELLA.— Como usted quiere. Acomódense en esta sala, en seguida mandaré preparar la mesa.
BEATRIZ.— Dígale a Truffaldino que venga a servir la mesa.
BRIGHELLA.— Se lo diré, señor. (Sale)


ESCENA XIV
BEATRIZ, PANTALÓN, después CAMAREROS y TRUFFALDINO.

BEATRIZ.— Señor Pantalón, ¿se conforma con lo que traerán?
PANTALÓN.— Ya es demasiada la molestia que se to¬ma. Usted está haciendo lo que debería hacer yo. Pero sabe, con una hija en casa, hasta que se casen, no es lícito que es¬tén juntos. Acepté su invitación para distraerme un poco, todavía no se me fue el miedo. Si no estaba usted, hijo mío, ese fanfarrón me mataba.
BEATRIZ.— Me alegra haber llegado a tiempo.
(Los Camareros llevan, a la sala indicada por Brighella, lo necesario para preparar la mesa: platos, vasos, vino, pan, etc.)
PANTALÓN.— En esta posada son muy rápidos.
BEATRIZ.— Brighella es un hombre educado. En Turín servía a un gran caballero y todavía usa su librea.
PANTALÓN.— En el Canal Grande, frente a las Fábricas de Rialto, hay una posada donde también se come muy bien. Estuve allí muchas veces con caballeros chapados a la antigua; y la he pasado tan bien que aún lo recuerdo con agrado. Entre otras cosas se toma un vino de Borgoña que es una delicia.
BEATRIZ.— No hay placer mayor que estar en buena compañía.
PANTALÓN.— ¡Si supiera qué hermosa compañía aquélla! ¡Qué corazón el de esa gente! ¡Qué sinceridad! ¡Qué franqueza! ¡Qué bella conversación; también en la Zecca! ¡Benditos sean! Siete u ocho hombres de bien, que no tienen iguales en este mundo.
(Los Camareros salen de la sala y vuelven a la cocina).
BEATRIZ.— Se encontraba a gusto con ellos.
PANTALÓN.— Sí; todavía espero gozar de esa com¬pañía.
TRUFFALDINO.— (A Beatriz, con la sopera en la ma¬nó) Voy a servir, señor.
BEATRIZ.— Entra y sirve la sopa.
TRUFFALDINO.— (Ceremonioso) Como usted manda.
PANTALÓN.— Es un tipo raro ese servidor. Vamos. (Entra en la sala)
BEATRIZ.— (A Truffaldino) Quisiera menos agudeza y más atención. (También ella entra en la sala)
TRUFFALDINO.— ¡Bah! ¡Qué servicio! Un plato a la vez. Gasta un dineral y no hay nada de buen gusto. Tal vez hasta la sopa sea desabrida. Vamos a ver. (Saca una cuchara de un bolsillo y prueba la sopa) Yo llevo siempre las armas conmigo. No está mal, podría ser peor. (Entra en la. sala)


ESCENA XV
Un CAMARERO trayendo un plato, luego TRUFFALDINO, luego FLORINDO, luego BEATRIZ y otros CAMAREROS.

CAMARERO.— ¿Cuándo llega ése para retirar las vian¬das?
TRUFFALDINO.— (Desde la sala) Estoy aquí, compa¬ñero. ¿Qué me traes?
CAMARERO.— He aquí el cocido. Voy a buscar otro plato. (Sale)
TRUFFALDINO.— ¿Será castrado o cordero? Me pare¬ce castrado. Veamos. (Lo prueba) No es ni castrado ni cor¬dero, es oveja nomás. (Va hacia la sala donde están Beatriz y Pantalón)
FLORINDO.— (Topándose con él) ¿Adonde vas?
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Oh pobre de mí!
FLORINDO.— ¿Adonde vas con ese plato?
TRUFFALDINO.— Estoy preparando la mesa, señor.
FLORINDO.— ¿Para quién?
TRUFFALDINO.— Para usted.
FLORINDO.— ¿Por qué preparas la mesa antes que yo llegue?
TRUFFALDINO.— Vi que estaba llegando por la ven¬tana. (Para sí) Hay que inventar una excusa.
FLORINDO.— ¿Y traes primero el cocido, en lugar de la sopa?
TRUFFALDINO.— Señor, en Venecia, la sopa se come al final.
FLORINDO.— No es ésa mi costumbre. Quiero la sopa; lleva ese plato a la cocina.
TRUFFALDINO.— Sí señor, como usted manda.
FLORINDO.— Apúrate, luego quiero descansar un poco.
TRUFFALDINO.— En seguida. (Simula que Retorna a la cocina)
FLORINDO.— (Para sí, entrando en la otra sala del fo¬ro) ¿A Beatriz no la encontraré nunca?
(Truffaldino, al entrar Florindo en la sala, regresa co¬rriendo y lleva el plato a Beatriz)
CAMARERO.— (Vuelve con una fuente) Hay que espe¬rarlo siempre. (Llama) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— (Viene de la sala de Beatriz) Aquí estoy. Pronto, prepare la mesa en la otra sala, llegó el otro forastero y traiga en seguida la sopa.
CAMARERO.— En seguida. (Sale)
TRUFFALDINO.— ¿Y esto qué es? Debe ser el fricasor (lo prueba). Es bueno, palabra de caballero. (Lleva el plato a Beatriz)
(Camareros cruzan la escena, llevando lo necesario para preparar la mesa en la sala de Florindo)
TRUFFALDINO.— (A los Camareros) ¡Bravos! Orde¬nados y rápidos como gatos. ¡Oh si pudiese servir al mismo tiempo a dos patrones. Sería una hazaña.
(Camareros salen del comedor de Florindo y se dirigen a la cocina)
TRUFFALDINO.— ¡Pronto, hijos, la sopa!
CAMARERO.— Atienda su mesa, nosotros atenderemos ésta. (Sale)
TRUFFALDINO.— Quisiera atender a los dos si es po¬sible.
(El Camarero vuelve con la sopa para Florindo)
TRUFFALDINO.— Dámela, se la llevaré yo; ve a pre¬parar lo que sigue para la otra sala. (Le saca la sopera al ca¬marero y se la lleva a Florindo)
CAMARERO.— Es muy raro este fulano. Quiere servir a éste y a aquéllos. Que lo haga; total, la propina me corres¬ponde a mí.
(Truffaldino viene de la sala de Florindo)
BEATRIZ.— (Lo llama desde la otra sala) Truffaldino.
CAMARERO.— (A Truffaldino) Atiende a tu patrón.
TRUFFALDINO.— (Entrando en la sala de Beatriz) Aquí estoy.
(Un Camarero trae el cocido para Florindo)
1er. CAMARERO.— Déme.
(Camarero da el plato a 1er. Camarero y sale. Truffaldino viene de la sala de Beatriz con platos usados).
FLORINDO.— (Desde la sálalo llama) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— Dame (quiere sacarle el plato de co¬cido al Camarero).
CAMARERO.— Este lo llevo yo.
TRUFFALDINO.— ¿No oyes que me llama a mí? (Le saca el plato y lo lleva a Florindo)
CAMARERO.— Es extraordinario. Lo quiere hacer todo él. (El 2do. Camarero trae un plato de albóndigas y lo da al 1er. Camarero, luego sale)
CAMARERO.— Yo se lo llevaría, pero no quiero pelear¬me con este fulano.
(Truffaldino viene de la sala de Florindo con los platos usados)
CAMARERO.— Toma fachendero, llévalo a tu patrón.
TRUFFALDINO.— (Toma el plato) ¿Albóndigas?
CAMARERO.— Sí, las albóndigas que ordenó. (Sale)
TRUFFALDINO.— ¡Diablos! ¿A quién debo llevarlas? ¿Quién de los dos patrones las ordenó? Si pregunto en la cocina pueden sospechar; si me equivoco y no las llevo a quien las ordenó, éste puede reclamar y se descubre el em¬brollo. Haré así... ¡Qué grande soy! Voy a repartirlas en dos platos y le llevo la mitad a cada uno de ellos, de modo que quien las ordenó las tendrá (toma otro plato y divide las albóndigas). Cuatro y cuatro, sobra una, ¿a quién se la doy? No quiero que ninguno de los dos se ofenda. Me la co¬mo yo (se la come). Está bien así. Llevemos las albóndigas a éste (deja en el suelo un plato y lleva el otro a Beatriz).
CAMARERO.— (Trae un budín inglés; llama) Truffal¬dino.
TRUFFALDINO.— (Viene de la sala de Beatriz) Aquí estoy.
CAMARERO.— Lleva este budín.
TRUFFALDINO.— Espera un momento (levanta del suelo el otro plato de albóndigas y lo lleva a Florindo).
CAMARERO.— Te equivocas, las albóndigas no son pa¬ra él.
TRUFFALDINO.— Sí señor, ya las llevé a mi patrón y éstas las obsequia al forastero (entra en la sala de Florindo)
CAMARERO.— Entonces se conocen y son amigos; po¬dían haber almorzado juntos.
TRUFFALDINO.— (Regresa de la sala de Florindo. Al Camarero) ¿Y eso qué es?
CAMARERO.— Un budín inglés.
TRUFFALDINO.— ¿A quién lo llevo?
CAMARERO.— A tu patrón. (Sale)
TRUFFALDINO..— ¿Qué diablo es este budín? El olor es bueno, parece polenta. ¡Oh si fuese polenta! Sería extra¬ordinario. Quiero probarlo. (Saca un tenedor del bolsillo) No es polenta, pero se le parece. (Come) Es mejor que la polenta. (Come más)
BEATRIZ.— (Lo llama desde la sala) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— (Con la boca llena) Aquí estoy. ¡Oh qué rico! Otro poquito y voy. (Sigue comiendo)
BEATRIZ.— (Viniendo de la sala, lo ve comer, le da una patada) Ven a atenderme. (Vuelve a la sala)
(Truffaldino deja el budín en el suelo y entra en la sala de Beatriz)
FLORINDO.— (Viene de la sala y llama) Truffaldino. ¿Dónde demonio está?
TRUFFALDINO.— (Viene de la sala de Beatriz, viendo a Florindo) Aquí estoy.
FLORINDO.— ¿Dónde? ¿Dónde te habías metido?
TRUFFALDINO.— Fui a retirar unos platos, señor.
FLORINDO.— ¿Hay algo más para comer?
TRUFFALDINO.— Iré a ver.
FLORINDO.— Apúrate, ya te dije: necesito descansar un poco. (Regresa a su sala)
TRUFFALDINO.— En seguida. (Llama) ¡Camarero! ¿Qué más hay? Este budín lo guardo para mí. (Lo oculta)
CAMARERO.— (Trae un plato con el asado) He aquí el asado.
TRUFFALDINO.— (Tomando el plato) Pronto, la fruta.
CAMARERO.— ¡Qué furia! En seguida. (Sale)
TRUFFALDINO.— El asado se lo llevo a éste. (Lo lleva a Florindo)
CAMARERO.— (Con un plato de fruta) He aquí la fru¬ta. ¿Dónde estás?
TRUFFALDINO.— (Desde la sala de Florindo) Estoy aquí.
CAMARERO.— (Dándole el plato de la fruta) Toma. ¿Quieres algo más?
TRUFFALDINO.— Espera. (Lleva la fruta a Beatriz)
CAMARERO.— Salta de un lado, salta del otro, parece un diablo!
TRUFFALDINO.— No hace falta más nada. Nadie quie¬re más.
CAMARERO.— Menos mal.
TRUFFALDINO.— Prepara para mí.
CAMARERO.— En seguida. (Sale)
TRUFFALDINO.— Tomo mi budín. ¡Viva! Lo logré. Todos están contentos. No quieren más nada y han sido bien atendidos. Serví las mesas de dos patrones y ninguno de ellos se enteró del otro. Pero, si serví a dos, ahora quiero comer por cuatro. (Sale)


ESCENA XVI
Calle con el frente de la posada. SMERALDINA, luego el CAMARERO de la posada.

SMERALDINA.— ¡Qué discreción la de mi patrona! Me manda con una cartita a una posada. ¡A una muchacha co¬mo yo! Es muy malo servir a una mujer enamorada. Mi patrona hace una extravagancia tras otras. No entiendo cómo, estando enamorada del señor Silvio hasta querer matarse por él, mande mensajes a otro. A menos que quiera tener dos: uno para .el verano y otro para el invierno. Basta... Yo en la posada no entro. Llamaré, alguien saldrá. ¡Eh! ¡Los de casa, los de la posada!
CAMARERO.— ¿Qué desea, muchacha?
SMERALDINA.— (Para sí) Me da vergüenza. (Al Cama¬rero) Diga... ¿El señor Federico Rasponi se aloja en esta posada?
CAMARERO.— Sí y acaba de almorzar.
SMERALDINA.— Tengo que hablarle.
CAMARERO.— ¿Un mensaje? Pase.
SMERALDINA.— ¿Quién cree que soy? Soy la camare¬ra de su prometida.
CAMARERO.— Bien, pase.
SMERALDINA.— ¡Oh no! Yo no entro ahí.
CAMARERO.— ¿Quiere que lo haga salir a la calle? No me parece correcto; además está con el señor Pantalón dei Bisognosi.
SMERALDINA.— ¿Mi patrón? Peor aún. ¡Oh no! Yo no entro.
CAMARERO.— Si quiere, llamo a su servidor.
SMERALDINA.— ¿El morocho?
CAMARERO.— El mismo.
SMERALDINA.— Llámelo.
CAMARERO.— (Para si) Comprendo. El morocho le gusta. Tiene vergüenza de entrar, pero en la calle no la tie¬ne. (Sale)


ESCENA XVII
SMERALDINA, luego TRUFFALDINO

SMERALDINA.— Si me ve el patrón ¿qué voy a decir¬le? Que vine a buscarlo. Así está bien; ¡oh! no me faltan recursos.
TRUFFALDINO.— (Con una botella de vino, un vaso y una servilleta) ¿Quién me llama?
SMERALDINA.— Soy yo señor, lamento molestarlo.
TRUFFALDINO.— No es nada. Aquí estoy a sus ór¬denes.
SMERALDINA.— Por lo que veo estaba almorzando.
TRUFFALDINO.— Sí, estaba a la mesa y volveré a ella.
SMERALDINA.— De veras lo lamento.
TRUFFALDINO.— Pero no, es un gusto. A decir la ver¬dad, estoy lleno y sus ojazos llegan a propósito para facili¬tar mi digestión.
SMERALDINA.— (Para sí) Es gracioso.
TRUFFALDINO.— Dejo la botella y estoy con usted querida.
SMERALDINA.— (Para sí) Me dijo querida. (A Truffaldino) Mi patrona le manda este mensaje al señor Federico Rasponi. Yo no quiero entrar en la posada, por eso pensé entregárselo a usted que es su servidor.
TRUFFALDINO.— Se lo daré con gusto, pero sepa que yo también tengo un mensaje para usted.
SMERALDINA.— ¿De parte de quién?
TRUFFALDINO.— De parte de un hombre de bien. Dí¬game ¿conoce a Truffaldino Batocchio?
SMERALDINA.— Creo haber oído ese nombre, pero no lo recuerdo bien. (Para sí) Debe ser él.
TRUFFALDINO.— Es un buen mozo: petiso, agudo, buen hablador. Maestro de ceremonias...
SMERALDINA.— No, seguro que no lo conozco.
TRUFFALDINO.— Sin embargo él la conoce y está enamorado de usted.
SMERALDINA.— Vamos. No se burle de mí.
TRUFFALDINO.— El, si pudiese esperar que le corres¬pondería un poco, se haría conocer.
SMERALDINA.— Si lo viese y me gustara, sería fácil corresponderé.
TRUFFALDINO.— ¿Quiere que se lo haga ver?
SMERALDINA.— Con mucho gusto.
TRUFFALDINO.— En seguida. (Entra en la posada)
SMERALDINA.— Entonces no es él.
(Truffaldino sale de la posada, saluda a Smeraldina con una reverencia, le pasa cerca, suspira y regresa de inmediato a la posada).
SMERALDINA.— Esta historia no la entiendo.
TRUFFALDINO.— (Vuelve a salir de la posada) ¿Lo vio?
SMERALDINA.— ¿A quién?
TRUFFALDINO.— Al que está enamorado de su be¬lleza.
SMERALDINA.— Yo solamente lo vi a usted.
TRUFFALDINO.— (Suspirando) ¡Bah!
SMERALDINA.— ¿Es acaso usted el que dice que me quiere?
TRUFFALDINO.— (Suspirando) Soy yo.
SMERALDINA.— ¿Por qué no me lo dijo en seguida?
TRUFFALDINO.— Porque soy un poco tímido.
SMERALDINA.— (Para sí) Haría enamorar a las pie¬dras.
TRUFFALDINO.— Entonces ¿qué me contesta?
SMERALDINA.— Digo que...
TRUFFALDINO.— Vamos, hable.
SMERALDINA.— ¡Oh! Yo también soy tímida.
TRUFFALDINO.— Si nos juntásemos haríamos el ma¬trimonio de los tímidos.
SMERALDINA.— En verdad, usted me gusta.
TRUFFALDINO.— ¿Es usted doncella?
SMERALDINA.— Eso ni siquiera se pregunta.
TRUFFALDINO.— Es decir, claro que no.
SMERALDINA.— Es decir, claro que sí.
TRUFFALDINO.— Yo también lo soy.
SMERALDINA.— Yo me habría casado cincuenta veces, pero nunca encontré a nadie de mi gusto.
TRUFFALDINO.— ¿Puedo esperar que te simpatice?
SMERALDINA.— Por cierto usted, debo confesarlo, tie¬ne algo... Basta no hablo más.
TRUFFALDINO.— Si uno la quiere por esposa, ¿qué debe hacer?
SMERALDINA.— Yo no tengo padres; deberá hablar con mi patrón y mi patrona.
TRUFFALDINO.— Bueno, si lo hago, ¿qué dirán?
SMERALDINA.— Dirán que, si estoy de acuerdo ellos...
TRUFFALDINO.— No hace falta más nada. Estamos to¬dos de acuerdo. Déme el mensaje y cuando traiga la res¬puesta hablaremos.
SMERALDINA.— He aquí la carta.
TRUFFALDINO.— ¿Sabe lo que dice la carta?
SMERALDINA.— No, pero tengo mucha ganas de sa¬berlo.
TRUFFALDINO.— No quisiera que esté escrita con enojo y que me haga salir con la cara rota.
SMERALDINA.— ¿Quién sabe? De amor no debe ha¬blar.
TRUFFALDINO.— Yo no quiero líos; si no sé de qué trata, no la llevo.
SMERALDINA.— Habría que abrirla, pero luego ¿quién la cierra?
TRUFFALDINO.— Déjelo por mi cuenta. Soy muy há¬bil para eso, nadie se dará cuenta.
SMERALDINA.— Abrámosla pues.
TRUFFALDINO.— ¿Sabe usted leer?
SMERALDINA.— Un poco, pero usted sabe leer bien.
TRUFFALDINO.— Yo también un poco.
SMERALDINA.— Veamos entonces.
TRUFFALDINO.—Hay que abrirla con cuidado. (Arran¬ca un pedazo)
SMERALDINA.— ¿Qué hizo?
TRUFFALDINO.— Nada. Sé cómo arreglarla. Ya está abierta.
SMERALDINA.— Lea.
TRUFFALDINO.— No, lea usted que entiende la letra de su patrona.
SMERALDINA.— (Observa la carta) En verdad, no en¬tiendo nada.
TRUFFALDINO.— (Id.) Y yo ni jota.
SMERALDINA.— ¿Para qué la abrimos?
TRUFFALDINO.— Espere, aprendamos; algo entiendo. (Sostiene la carta)
SMERALDINA.— Yo también entiendo algunas letras.
TRUFFALDINO.— Probemos entre los dos. ¿Esta no es una m?
SMERALDINA.— No, es una r.
TRUFFALDINO.— De la r a la m no hay mucha dife¬rencia.
SMERALDINA.— Re, re, a, rea. No no. Tranquilo, creo que es una m. Mi, mi, a, mía.
TRUFFALDINO.— No debe decir mía, sino mío.
SMERALDINA.— No, tiene la colita.
TRUFFALDINO.— Justamente por eso debe ser mío.


ESCENA XVIII
BEATRIZ y PANTALÓN desde la posada, y dichos.

PANTALÓN.— (A Smeraldina) ¿Qué haces aquí?
SMERALDINA.— (Intimidada) Nada señor, vine a bus¬carlo a usted.
PANTALÓN.— (A Smeraldina) ¿Qué quieres de mí?
SMERALDINA.— (Todavía temerosa) La señorita lo busca.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Qué es ésa hoja?
TRUFFALDINO.— (Temeroso) Nada, es una carta.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) Déjame verla.
TRUFFALDINO.— (Le da la hoja temblando) Sí señor.
BEATRIZ.— ¡Cómo! ¡Es una carta para mí! ¡Bribón! ¿Abres siempre mis cartas?
TRUFFALDINO.— Yo no sé nada señor patrón.
BEATRIZ.— Observe, señor Pantalón, es un mensaje de la señorita Clarice que me comunica los locos celos de Sil¬vio; y este canalla la abre.
PANTALÓN.— (A Smeraldina) ¿Y tú? ¿Qué tienes que ver en esto?
SMERALDINA.— Yo no sé nada señor.
BEATRIZ.— ¿Quién abrió la carta?
TRUFFALDINO.— Yo no.
SMERALDINA.— Tampoco yo.
PANTALÓN.— ¿Quién la trajo?
SMERALDINA.— Truffaldino debía llevarla a su patrón.
TRUFFALDINO.— Y Smeraldina se la trajo a Truffal¬dino.
SMERALDINA.— (Para sí) Charlatán. No te quiero más.
PANTALÓN.— ¿Tú, desdichada chismosa hiciste esto? No sé porqué no te doy un golpe en la jeta.
SMERALDINA.— Nadie me puso nunca la mano en la cara. Me asombra que usted...
PANTALÓN.— (Acercándosele) ¿Qué manera de con¬testarme es ésta?
SMERALDINA.— ¡Eh! Alcánceme si puede. Usted no puede correr. (Sale corriendo)
PANTALÓN.— ¡Infeliz! Vas a ver si puedo correr. Te agarraré. (Corre en pos de Smeraldina)


ESCENA XIX
BEATRIZ, TRUFFALDINO, luego FLORINDO en la ventana de la posada.

TRUFFALDINO.— (Para si) ¿Cómo me zafo de ésta?
BEATRIZ.— (Id., observando la carta) ¡Pobre Clarice! Está desesperada por los celos de Silvio. Deberé descubrir¬me y consolarla.
TRUFFALDINO.— (Para sí) Con tal que no me vea, voy a escabullirme. (Empieza a alejarse)
BEATRIZ.— ¿A dónde vas?
TRUFFALDINO.— (Se detiene) Estoy aquí.
BEATRIZ.— ¿Por qué abriste la carta?
TRUFFALDINO.— Fue Smeraldina, yo no sé nada.
BEATRIZ.— ¡Qué Smeraldina! ¡Fuiste tú canalla! Una y una dos. Dos cartas me abriste en un día. Ven aquí.
TRUFFALDINO.— (Acercándose con miedo) Por cari¬dad, señor.
BEATRIZ.— Ven aquí te digo.
TRUFFALDINO.— (Acercándose temblando) Por mise¬ricordia.
(Beatriz le saca el bastón y lo apalea dando la espalda a la posada)
FLORINDO.— (Desde la ventana) ¡Cómo! ¡Apalean a mi servidor! (Se aparta de la ventana)
TRUFFALDINO.— Basta, por caridad.
BEATRIZ.— ¡Toma canalla! Así aprenderás a no abrir mis cartas! (Arroja el bastón al suelo y sale)

ESCENA XX
TRUFFALDINO, luego FLORINDO que sale de la posada

TRUFFALDINO.— (Cuando Beatriz se fue) ¡Sangre de mi! ¡Cuerpo de mi! ¿Así se trata a un hombre de mi cla¬se? ¿Bastonearme? A los servidores, si no sirven, se los echa, no se les pega.
FLORINDO.— (Sale de la posada sin ser visto por Truffaldino) ¿Qué estás haciendo?
TRUFFALDINO.— (Reparando en Florindo) ¡Oh! No se les pega de este modo a los servidores de los otros. Esta es una afrenta infligida a mi patrón. (Indicando el lado por el cual se fue Beatriz)
FLORINDO.— Sí, es una afrenta que recibo yo. ¿Quién te pegó?
TRUFFALDINO.—No lo sé señor, no lo conozco.
FLORINDO.— ¿Por qué te pegó?
TRUFFALDINO.— Porque... porque escupí en su za¬pato.
FLORINDO.— ¿Y te dejas pegar de esa manera? ¿Y no te mueves y no te defiendes? ¿Y expones a tu patrón a ta¬maña afrenta? ¡Burro! ¡Haragán! (Toma el bastón que es¬taba en el suelo) Si te gustan los golpes, te los daré yo tam¬bién. (Lo aporrea y luego entra en la posada)
TRUFFALDINO.— Ahora sí puedo afirmar que soy el servidor de dos patrones, los dos me pegaron. (Entra en la posada)


ACTO TERCERO

ESCENA I
Sala de la posada con muchas puertas. TRUFFALDINO, luego dos CAMAREROS.

TRUFFALDINO.— Con una buena sacudida arrojé lejos todo el dolor de los golpes; pero comí bien, almorcé bien y esta noche cenaré mejor y mientras pueda quiero servir a dos patrones, así sacaré dos sueldos. ¿Ahora qué tengo que hacer? El primer patrón está afuera y el segundo duerme. Justo ahora podría ventilar su ropa, sacarla de los baúles y asegurarme de que no necesitan nada. Tengo conmigo las llaves, esta sala es adecuada. Sacaré los baúles y los ordenaré. Necesito ayuda. (Llama) ¡Eh, Camarero!
CAMARERO.— (Entra acompañado por un ayudante) ¿Qué desea?
TRUFFALDINO.— Que me de una mano para sacar los baúles de esas habitaciones y ventilar la ropa.
CAMARERO.— (A su ayudante) Ve a ayudarle.
TRUFFALDINO.— Vamos y te daré con buena mano una parte del regalo que me dieron mis patrones. (Entra en una habitación con el ayudante)
CAMARERO.— Parece un buen servidor. Es rápido, pronto, atento; sin embargo debe tener algún defecto tam¬bién él. Yo serví una vez y sé cómo son estas cosas. Por amor no se hace nada. Lo hacen para pelar a su patrón o para ganarse su confianza.
TRUFFALDINO.— (Sale de la habitación con el ayu¬dante trayendo un baúl) Despacio; pongámoslo aquí. (Lo posan en el medio de la sala) Vamos a buscar el otro, pero con mucho cuidado, porque el patrón está durmiendo. (El y el ayudante entran en la habitación de Florindo)
CAMARERO.— O es muy educado o es muy astuto. Nunca vi a nadie servir de este modo a dos patrones. De ve¬ras quiero observarlo atentamente; no me gustaría que un día u otro, con el pretexto de servir a dos patrones, despo¬jara a los dos.
TRUFFALDINO.— (Sale de la otra habitación con el ayudante trayendo el otro baúl) Y éste pongámoslo aquí. (Lo ponen a poca distancia del otro. Al ayudante) Ahora si quieres puedes irte, no te necesito más.
CAMARERO.— (Al Ayudante) Vete a la cocina. (El Ayudante se va. A Truffaldino) ¿No necesita nada?
TRUFFALDINO.— Nada. Las tareas las realizo yo.
CAMARERO.— ¡Ah! Eres muy fuerte, si duras mu¬cho, merecerás mi estima. (Sale)
TRUFFALDINO.— Hay que hacerlo todo con prolijidad y tranquilidad. Espero que nadie me moleste. (Saca una lla¬ve del bolsillo) ¿De cuál es ésta llave? ¿Cuál de los dos baú¬les abre? Hay que probar. (Abre un baúl) Acerté en seguida. Soy el mejor del mundo. (Saca la otra llave y abre el se¬gundo baúl) Esta abrirá el otro. Están los dos abiertos. Voy a sacar todo afuera. (Saca los trajes de los dos baúles y los coloca sobre una mesita, observa que en cada baúl hay un traje negro, libros y hojas escritas, entre otras cosas) Vamos a ver si hay algo en los bolsillos; a veces uno encuentra con¬fites. (Inspecciona el traje negro de Beatriz y en un bolsillo encuentra un retrato) ¡Oh! ¡Qué hermoso retrato! ¡Que hermoso hombre! ¿De quién será este retrato? Me parece conocerlo, pero no lo recuerdo; se parece un poco a mi otro patrón; pero no, él no usa ni este traje, ni esta peluca.




ESCENA II
FLORINDO en su habitación y dicho.

FLORINDO.— (Llamando desde su habitación) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— ¡Maldito! Se despertó. Si el diablo lo hace salir y ve este otro baúl, querrá saber... Lo cierro en seguida y le digo que no sé de quién es. (Guarda los tra¬jes)
FLORINDO.— (Sigue llamando) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— (Contesta en voz alta) A la orden. (Para sí) Guardo las cosas y voy. ¡Bah! No recuerdo bien dónde va este vestido y dónde van estos papeles.
FLORINDO.— (Llamando) ¿Ven o voy yo y te traigo con el bastón?
TRUFFALDINO.— (En voz alta) Voy en seguida. (Para sí) Rápido, antes que venga. Apenas sale de la posada arre¬glaré todo bien. (Coloca la ropa en los dos baúles, al azar, y los cierra)
FLORINDO.— (Sale de su habitación en bata) ¿Qué dia¬blos estás haciendo?
TRUFFALDINO.— Señor ¿no me dijo de ventilar los trajes? Estaba aquí, cumpliendo sus órdenes.
FLORINDO.— ¿Y ese otro baúl de quién es?
TRUFFALDINO.— No lo sé, tal vez de algún otro foras¬tero.
FLORINDO.— Dame el traje negro.
TRUFFALDINO.— En seguida. (Abre el baúl de Florindo y le da su traje negro. Florindo se hace quitar la bata y se pone el traje, luego pone las manos en los bolsillos y en¬cuentra el retrato)
FLORINDO.— (Asombrado) ¿Y esto qué es?
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Diablos! Me equivoqué. Lo puse en ese traje, no en el otro. El color me engañó.
FLORINDO.— ¡Oh cielo! No me equivoco. Es mi retrato, el mismo que le regalé a mi querida Beatriz. (A Truffaldino) Dime ¿cómo entró en mi bolsillo este retrato que antes no estaba?
TRUFFALDINO.— ¿Cómo salir de ésta? ¿Habrá un ca¬mino?
FLORINDO.— ¡Vamos, habla! Contéstame. ¿Cómo lle¬gó este retrato a mi bolsillo?
TRUFFALDINO.— Querido señor, perdóneme la liber¬tad que me tomé. Ese retrato me pertenece, para no perder¬lo lo puse ahí. Por amor del cielo, discúlpeme.
FLORINDO.— ¿Cómo lo tuviste?
TRUFFALDINO.— Lo heredé de mi patrón.
FLORINDO.— ¿Lo heredaste?
TRUFFALDINO.— Sí señor. Serví un patrón que murió y me dejó unas chucherías que vendí. Me quedó ese retrato
FLORINDO.— ¡Ay de mí! ¿Cuánto hace que murió ese patrón tuyo?
TRUFFALDINO.— Una semana más o menos. (Para sí) Hay que decir lo primero que se me ocurra.
FLORINDO.— ¿Cómo se llamaba tu patrón?
TRUFFALDINO.— No sé, señor. Viajaba de incógnito.
FLORINDO.— ¿De incógnito? ¿Cuánto tiempo estuvis¬te a su servicio?
TRUFFALDINO.— Muy poco, diez o doce días.
FLORINDO.— (Para si) ¡Oh cielo! Temo que se trate de Beatriz. Huyó vestida de hombre... ¡Qué gran desdicha, si es cierto!
TRUFFALDINO.— (Para sí) Se lo cree todo. Le contaré lo que quiera.
FLORINDO.— (Ansioso) Dime, ¿era joven tu patrón?
TRUFFALDINO.— Sí señor, joven.
FLORINDO.— ¿Sin barba?
TRUFFALDINO.— Sin barba.
FLORINDO.— (Para sí, suspirando) Se trata de ella, no hay dudas.
TRUFFALDINO.— (Para sí) Espero que esta vez no me pegue.
FLORINDO.— ¿Por lo menos sabes de dónde era tu di¬funto patrón?
TRUFFALDINO.— Lo sabía, pero no lo recuerdo.
FLORINDO.— ¿Era turinés acaso?
TRUFFALDINO.— Sí señor, turinés.
FLORINDO.— (Para sí) Cada una de las palabras es una puñalada para mi corazón. (A Truffaldino) Pero dime, ¿mu¬rió realmente ese joven turinés?
TRUFFALDINO.— Murió con toda seguridad.
FLORINDO.— ¿De qué murió?
TRUFFALDINO.— Tuvo un accidente y se fue. (Para si) A ver si me zafo.
FLORINDO.— ¿Dónde lo sepultaron?
TRUFFALDINO.— (Para sí) Un embrollo más. (A Florindo) No fue sepultado, señor. Otro servidor, que era su compatriota, obtuvo el permiso de ponerlo en un ataúd y mandarlo de vuelta a su ciudad.
FLORINDO.— ¿Ese servidor, tal vez, es el mismo que esta mañana te pidió retirar aquella carta del Correo?
TRUFFALDINO.— El mismo, señor. Pascual.
FLORINDO.— (Para sí) No quedan esperanzas. Beatriz está muerta. ¡Pobre Beatriz! Las molestias del viaje y las pe¬nas del corazón la mataron. ¡Ay de mí! No soporto tanto dolor. (Entra en su habitación)


ESCENA III
TRUFFALDINO, luego BEATRIZ y PANTALÓN

TRUFFALDINO.— ¿Quién entiende esto? Se apena, llora, se desespera. No quisiera que esté hipocondríaco por mi fábula. Lo hice para evitar que me aporrease y que des¬cubriese el embrollo de los dos baúles. Aquel retrato le removió las lombrices. Debe conocerlo. Bueno, es mejor que lleve estos baúles en las habitaciones y que me libere de otro lío igual a éste. Aquí llega el otro patrón. Esta vez separan a la servidumbre y me agradecen los servicios pres¬tados. (Hace alusión a los golpes que ha recibido)
BEATRIZ.— Créame, señor Pantalón, la última remesa de espejos y cera fue duplicada.
PANTALÓN.— Es posible que los muchachos se Hayan equivocado. Haré revisar las cuentas otra vez por el conta¬dor y encontraremos la verdad.
BEATRIZ.— Yo hice un extracto de diferentes partidas, de nuestros libros. Los vamos a comparar. Así lo aclarare¬mos. ¿Truffaldino?
TRUFFALDINO.— Señor.
BEATRIZ.— Tienes las llaves de mi baúl.
TRUFFALDINO.— Sí señor, aquí están.
BEATRIZ.— ¿Por qué sacaste afuera mi baúl?
TRUFFALDINO.— Para ventilar la ropa.
BEATRIZ.— ¿Lo hiciste ya?
TRUFFALDINO.— Lo hice.
BEATRIZ.— Abre y dámelas... ¿Ese otro baúl de quién es?
TRUFFALDINO.— Es de un forastero que acaba de lle¬gar.
BEATRIZ.— En el baúl hay un libro de notas, dámelo.
TRUFFALDINO.— (Para sí) Que Dios me ayude. (Abre y busca).
PANTALÓN.— Como le dije es posible que me haya equivocado yo y si es así: errar es humano.
BEATRIZ.— También es posible que el error sea mío. Lo verificaremos.
TRUFFALDINO.— ¿Es éste? (Presenta a Beatriz un cuaderno de notas)
BEATRIZ.— Debe ser. (Lo toma sin observarlo y lo abre) No, no es éste. ¿De quién es este libro?
TRUFFALDINO.— (Para sí) La hice gorda.
BEATRIZ.— (Id.) Aquí hay dos cartas que escribí a Florindo. ¡Ay de mí! Estas notas son cuentas suyas. Yo sudo, tiemblo, ya no sé en qué mundo vivo.
PANTALÓN.— ¿Qué sucede señor Federico? ¿Se siente bien?
BEATRIZ.— No es nada. (A Truffaldino en voz baja ) Truffaldino, ¿cómo es que en mi baúl está este libro que no me pertenece?
TRUFFALDINO.— No lo sé.
BEATRIZ.— Pronto, no te confundas, dime la verdad.
TRUFFALDINO.— Le pido perdón por haber puesto en su baúl ese libro. Es mío y lo puse ahí para no perderlo. (Para sí) Me fue bien con el otro, tal vez me vaya bien otra vez.
BEATRIZ.— ¿Este libro es tuyo, no lo reconoces y me lo das en lugar del mío?
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Oh, éste es más agudo! (A Beatriz) Le confieso que hace poco que lo tengo y todavía no lo reconozco en seguida.
BEATRIZ.— ¿Y cómo tuviste este libro?
TRUFFALDINO.— Lo heredé de un patrón, aquí en Venecia, que murió.
BEATRIZ.— ¿Cuánto hace?
TRUFFALDINO.— ¡Qué sé yo! Diez o doce días.
BEATRIZ.— ¿Cómo es posible si yo te encontré en Verona?
TRUFFALDINO.— Acababa de llegar de Venecia, por la muerte de mi patrón.
BEATRIZ.— (Para sí) ¡Ay de mí! (A Truffaldino) ¿Se llamaba Florindo, tu patrón?
TRUFFALDINO.— Sí señor, Florindo.
BEATRIZ.— ¿Se apellidaba Aretusi?
TRUFFALDINO.— Exactamente, Aretusi.
BEATRIZ - ¿Es seguro que murió?
TRUFFALDINO.— Segurísimo.
BEATRIZ.— ¿De qué murió? ¿Dónde lo enterraron?
TRUFFALDINO.— Se cayó en un canal, se ahogó y na¬die lo vio más.
BEATRIZ.— ¡Qué desdichada soy! Florindo está muer¬to; está muerto mi bien, mi única esperanza. ¿Para qué me sirve esta vida inútil, si está muerto aquél para el cual vivía? ¡Oh vanas lisonjas! ¡Oh cuidados arrojados al viento! ¡In¬felices engaños de amor! Abandono mi patria, abandono mis parientes, me visto de hombre, enfrento peligros, arriesgo la vida, todo por Florindo y Florindo está muerto. ¡Desdi¬chada Beatriz! No bastaba la pérdida de un hermano, ahora la del prometido. El cielo quiso que a la muerte de Federico le siguiese la de Florindo. Pero si yo soy la causa de la muer¬te de ellos, si soy la culpable, ¿por qué el cielo no se venga conmigo? Es inútil el llanto, son vanas las lamentaciones. Florindo está muerto. ¡Ay de mí! El dolor me vence. No veo más la luz. ídolo mío, querido prometido, te seguiré desesperada. (Nerviosa, entra en su habitación)
PANTALÓN.— (Escuchó con asombro el discurso y la desesperación de Beatriz) ¡Truffaldino!
TRUFFALDINO.— Señor Pantalón.
PANTALÓN.— ¡Mujer!
TRUFFALDINO.— ¡Hembra!
PANTALÓN.— ¡Oh qué caso!
TRUFFALDINO.— ¡Oh qué maravilla!
PANTALÓN.— Estoy confundido.
TRUFFALDINO.— Estoy encantado.
PANTALÓN.— ¿Ahora qué le digo a mi hija?
TRUFFALDINO.— Ya no soy servidor de dos patrones, sino de un patrón y una patrona. (Sale)


ESCENA IV
Calle con la posada. El DOCTOR, luego PANTALÓN desde la posada.

DOCTOR.— No puedo resignarme. ¡Ese vejazo de Pan¬talón! Más lo pienso y más me sube la bilis a la boca.
PANTALÓN.— (Con alegría) Doctor querido, mis res¬petos.
DOCTOR.— Me asombra que usted aún se atreva a salu¬darme.
PANTALÓN.— Quiero comunicarle una novedad. Sepa que...
DOCTOR.— ¿Quiere decirme que ya se realizaron las bodas? No me importa un comino.
PANTALÓN.— No es así. Déjeme hablar. ¡Qué le parta un rayo!
DOCTOR.— Hable y que le carcoma un cáncer.
PANTALÓN.— (Para mi) Casi casi lo doctoro a puñeta¬zos. (A Pantalón) Si quiere, mi hija será la esposa de su hijo.
DOCTOR.— Muchas gracias, no se moleste. Mi hijo no tiene tan buen estómago. Désela al señor de Turín.
PANTALÓN.— Si supiera quién es el señor turinés, no diría eso.
DOCTOR.— Sea quién sea, su hija ha sido vista con él, et hoc sufficit.
PANTALÓN.— Pero él no es...
DOCTOR.— No quiero oír más.
PANTALÓN.— Si no me escucha, será peor para usted.
DOCTOR.— Veremos para quién será peor.
PANTALÓN.— Mi hija es una muchacha honrada y ésa...
DOCTOR.— ¡Váyase al diablo!
PANTALÓN.— ¡Que se lo lleve a usted!
DOCTOR.— ¡Viejo sin palabra y sin honor! (Sale)


ESCENA V
PANTALÓN, luego SILVIO.

PANTALÓN.— ¡Maldito! Ese es una bestia vestida de hombre. No me dejó decirle que aquélla es una mujer. No señor, no me dejó hablar. Y aquí llega ese atrevido de su hijo. Me tocará oír alguna otra insolencia.
SILVIO.— (Para sí) Ahí está Pantalón: Tengo ganas de meterle la espada en el pecho.
PANTALÓN.— Señor Silvio, si me lo permite, quiero darle una buena noticia; si me permite hablar y si no se com¬porta como esa muela de molino de su señor padre.
SILVIO.— ¿Qué tiene que decirme? Hable.
PANTALÓN.— Sepa que la boda de mi hija con el señor Federico no se hará.
SILVIO.— ¿Es cierto? ¿No me engaña?
PANTALÓN.— Le digo la verdad y si usted sigue dis¬puesto, mi hija es pronta a concederle su mano.
SILVIO.— ¡Oh Dios! Usted me hace resucitar.
PANTALÓN.— (Para sí) Después de todo no es tan bestia como parece.
SILVIO.— ¡Pero! ¡Oh cielo! ¿Cómo podré abrazar a quien estuvo conversando largamente con otro pretendiente?
PANTALÓN.— Abreviemos. Federico Rasponi es Bea¬triz, su hermana.
SILVIO.— ¿Cómo? No le entiendo.
PANTALÓN.— Es usted duro de molleras. Federico no es Federico. Se ha descubierto que es Beatriz.
SILVIO.— ¿Vestida de hombre?
PANTALÓN.— Vestida de hombre.
SILVIO.— Ahora entiendo.
PANTALÓN.— ¡Por fin!
SILVIO.— ¿Qué sucedió? Cuénteme.
PANTALÓN.— Vamos a mi casa. Mi hija no sabe nada todavía. Así tendré que contarlo una sola vez.
SILVIO.— Le sigo y le pido perdón si me dejé arrastrar por la pasión.
PANTALÓN.— Olvídelo, le comprendo. Son efectos del amor. Vamos, hijo mío, venga conmigo. (Sale)
SILVIO.— ¿Quién es más feliz que yo? ¿Qué corazón es más contento que el mío? (Sale)


ESCENA VI
Sala de la posada, con muchas puertas. BEATRIZ y FLORINDO salen de sus habitaciones, cada uno de ellos con un arma blanca en la mano, en actitud de quererse suicidar; la primera detenida por BRIGHELLA, el segundo por un CAMARERO. Se adelantan sin verse el uno al otro.

BRIGHELLA.— (Tomando a Beatriz por una mano) ¡Deténgase!
BEATRIZ.— (Haciendo esfuerzos para liberarse de Brighella) Déjeme, por favor.
CAMARERO.— (A Florindo, deteniéndolo) No se de¬sespere tanto.
FLORINDO.— (Soltándose del Camarero) ¡Váyase al diablo!
BEATRIZ.— (Alejándose de Brighella) No podrá impe¬dírmelo.
(Los dos avanzan, determinados a suicidarse. Se ven, se reconocen y se quedan asombradísimos)
FLORINDO.— ¡Qué veo!
BEATRIZ.— ¡Florindo!
FLORINDO.— ¡Beatriz!
BEATRIZ.— ¿Está vivo?
FLORINDO.— ¿Tú también?
BEATRIZ.— ¡Oh suerte!
FLORINDO.— ¡Oh alma mía! (Dejan caer las armas y se abrazan)
BRIGHELLA.— (Al Camarero, en broma) Recoge la san¬gre, antes que se eche a perder. (Sale)
CAMARERO.— (Para sí) Por lo menos gano esos dos cuchillos. No se los devuelvo más. (Recoge los cuchillos del suelo y sale)

ESCENA VII
BEATRIZ, FLORINDO y luego BRIGHELLA

FLORINDO.— ¿Qué la llevó a tanta desesperación?
BEATRIZ.— La falsa noticia de su muerte.
FLORINDO.— ¿Quién le hizo creer eso?
BEATRIZ.— Mi servidor.
FLORINDO.— También el mío me hizo creer que usted estaba muerta y, arrastrado por el dolor, quería quitarme la vida.
BEATRIZ.— Por este libro le creí.
FLORINDO.— Este libro estaba en mi baúl; ¿cómo lle¬gó a sus manos? ¡Ah, sí! Habrá llegado al igual que mi re¬trato al bolsillo de mi traje; he aquí el retrato que le di en Turín.
BEATRIZ.— Esos canallas de nuestros servidores, sabe el cielo lo que hicieron. Ellos fueron la causa de nuestro do¬lor y de nuestra desesperación.
FLORINDO.— El me contó muchas fábulas sobre usted.
BEATRIZ.— Yo también tuve que oír muchas fábulas sobre usted.
FLORINDO.— ¿Y dónde están ellos?
BEATRIZ.— Parece que desaparecieron.
FLORINDO.— Busquémoslos para carearlos y saber la verdad. (Llama) ¿Quién está allí? ¿No hay nadie?
BRIGHELLA.— Mande.
FLORINDO.— ¿Dónde están nuestros servidores?
BRIGHELLA.— No lo sé señor, pero se puede mandar buscarlos.
FLORINDO.— Hágalo y que vengan aquí.
BRIGHELLA.— Conozco sólo a uno; hablaré con los camareros, ellos conocerán a los dos. Me alegro con ustedes por haber tenido tan dulce muerte; y si quieren hacerse en¬terrar, vayan a otro lugar, aquí no está bien. Siervo suyo. (Sale)


ESCENA VII
FLORINDO y BEATRIZ.

FLORINDO.— ¿También se aloja en esta posada?
BEATRIZ.— Llegué esta mañana.
FLORINDO.— Yo también. ¿Y no nos hemos encon¬trado?
BEATRIZ.— El azar quiso atormentarnos.
FLORINDO.— Dígame, ¿su hermano Federico falleció?
BEATRIZ.— ¿Lo duda? Murió de inmediato.
FLORINDO.— Sin embargo me hicieron creer que esta¬ba vivo y en Venecia.
BEATRIZ.— Todos los que creyeron que yo era Federi¬co, cayeron en ese error. Abandoné Turín vestida de hom¬bre y con este nombre para buscar...
FLORINDO.— Lo sé, para buscarme, querida. Una car¬ta, que le escribió su servidor de Turín, me lo confirmó.
BEATRIZ.— ¿Cómo llegó esa carta a sus manos?
FLORINDO.— Un servidor, creo el suyo, le pidió al mío que la retirase del Correo. La vi, y estando dirigida a usted, la abrí.
BEATRIZ.— Justa curiosidad en quien ama.
FLORINDO.— ¿Qué se dirá en Turín de su partida?
BEATRIZ.— Si volveré a Turín como esposa suya, se acabarán las murmuraciones.
FLORINDO.— ¿Cómo puedo regresar tan pronto, si se me acusa de la muerte de Federico?
BEATRIZ.— Pagaremos la fianza con el dinero que lle¬varé de Venecia.
FLORINDO.— ¡Pero estos servidores no aparecen!
BEATRIZ.— ¿Quién pudo inducirlos a provocarnos tan¬to dolor?
FLORINDO.— Para averiguarlo nos conviene no tener rigor con ellos. Habrá que tratarlos con las buenas.
BEATRIZ.— Haré un esfuerzo para simular.
FLORINDO.— (Viendo llegar a Truffaldino) Ya llega uno.
BEATRIZ.— Parece ser el más canalla.
FLORINDO.— Creo que tiene razón.


ESCENA VII
TRUFFALDINO, conducido a la fuerza por BRIGHELLA y el CAMARERO; y dichos.

FLORINDO.— Ven adelante. No tengas miedo.
BEATRIZ.— No queremos hacerte daño.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¿Sí? Aún no olvidé los bas¬tonazos.
BRIGHELLA.— Encontramos uno; apenas encontremos al otro lo mandaremos aquí.
FLORINDO.— Sí, necesito a los dos juntos.
BRIGHELLA.— (En voz baja al Camarero) ¿Conoces al otro?
CAMARERO.— (Id. a Brighella) Yo no.
BRIGHELLA.— (Id. al Camarero) Preguntaremos en la cocina. Alguien debe conocerlo. (Sale)
CAMARERO.— (Para si) Si existiese, debería conocerlo también yo. (Sale)
FLORINDO.— Bien. Dinos cómo sucedió el cambio del retrato y del libro y por qué tú y el otro
se pusieron de acuerdo para hacernos desesperar.
TRUFFALD1NO.— (Les hace señal a los dos de calmar¬se) ¡Chito! (A Florindo en voz baja, alejándolo de Beatriz) ¿Me permite una palabra a solas? (A Beatriz, mientras se aparta para hablar con Florindo) En seguida se lo cuento todo. (A Florindo) Sepa, señor, que de todo esto no tengo la culpa. El culpable es Pascual, el servidor de esa señora (cautelosamente señala a Beatriz) Fue él quien confundió las cartas y que puso en un baúl lo que iba en el otro, sin que yo me diese cuenta. El pobre hombre me ha recomen¬dado que no lo descubra para que su patrón no lo eche. Yo tengo buen corazón, me haría matar por mis amigos y tuve que inventar muchas cosas para remediar el embrollo. ¿Có¬mo podía creer que aquel retrato era suyo y que le apenaría tanto la muerte de su dueño? Esta es la verdad, palabra de hombre sincero y de fiel servidor.
BEATRIZ.— (Para si) Qué largo discurso es ése. Quisiera saber qué misterio ocultan.
FLORINDO.— (En voz baja a Truffaldino) ¿Entonces el que te mandó retirar la carta del Correo fue el servidor de la señorita Beatriz?
TRUFFALDINO.— Sí señor, fue Pascual.
FLORINDO.— (En voz baja a Truffaldino) ¿Por qué me ocultaste algo por el cual él te había buscado con tanto in¬terés?
TRUFFALDINO.— (Id. a Florindo) Me pidió guardar el secreto.
FLORINDO.— (Id. a Truffaldino) ¿Quién?
TRUFFALDINO.— (Id. a Florindo) Pascual.
FLORINDO.— (Id. a Truffaldino) ¿Por que no me obe¬deciste a mí, a tu patrón?
TRUFFALDINO.— (Id. a Florindo) Porque quiero a Pascual.
FLORINDO.— (Id. a Truffaldino) Debería apalearlos a los dos al mismo tiempo.
TRUFFALDINO.— (Para sí) En este caso me tocaría doble ración: la mía y la de Pascual.
BEATRIZ.— ¿Cuándo se acaba ese examen?
FLORINDO.— Me estuvo diciendo...
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Florindo) Por amor de Dios, señor patrón, no descubra a Pascual; antes dígale que fui yo. Pégueme a mí, si quiere, pero no arruine a Pas¬cual.
FLORINDO.— (Id. a Truffaldino) ¿Tanto lo quieres a Pascual?
TRUFFALDINO.— (Id. a Florindo) Lo quiero como si fuese mi hermano. Ahora quiero acercarme a la señorita. Voy a decirle que fui yo, que me equivoqué, que me grite, que me maltrate, todo con tal de salvar a Pascual. (Se aparta de Florindo)
FLORINDO.— (Para sí) Este hombre tiene buenos sen¬timientos.
TRUFFALDINO.— (Acercándose a Beatriz) Estoy aquí con usted.
BEATRIZ.— (En voz bajá a Truffaldino) ¡Qué largo discurso tuviste con el señor Florindo!
TRUFFALDINO.— (Id. a Beatriz) Sepa que ese señor tiene un servidor de nombre Pascual, que es el más tonto del mundo. Fue él quien hizo ese zafarrancho con los baú¬les y como el pobre hombre tiene miedo que lo despidan, yo encontré la excusa del libro, del patrón muerto, ahogado, etc... También ahora le dije al señor Florindo que la culpa es mía.
BEATRIZ.— (Id. a Truffaldino) ¿Por qué cargas con una culpa que, según afirmas, no tienes?
TRUFFALDINO.— (Id. a Beatriz") Porque quiero a Pas¬cual.
FLORINDO.— (Para sí) Este asunto se alarga mucho.
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Beatriz) Estimada señorita, por favor, no lo perjudique.
BEATRIZ.— (Id. a Truffaldino) ¿A quién?
TRUFFALDINO.— (Id. a Beatriz) A Pascual.
BEATRIZ.— (Id. a Truffaldino) Tú y Pascual son dos canallas.
TRUFFALDINO.— (Para sí) Solamente yo lo soy.
FLORINDO.— Beatriz, basta de indagar, nuestro servi¬dores no actuaron con malicia. Sólo merecen ser corregidos y en aras de nuestra felicidad podemos perdonarles.
BEATRIZ.— Es cierto, pero su servidor...
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Beatriz) Por el amor de Dios, no mencione a Pascual.
BEATRIZ.— (A Florindo) Muy bien; debo ir a ver al señor Pantalón dei Bisognosi, ¿quiere acompañarme?
FLORINDO.— Lo haría con gusto, pero espero a un banquero en mi habitación. Si tiene prisa vaya, yo la alcan¬zaré más tarde.
BEATRIZ.— Debo ir en seguida. Le espero en casa del señor Pantalón; no me iré de ahí hasta que usted no llegue.
FLORINDO.— Yo no sé dónde él vive.
TRUFFALDINO.— Lo sé yo, señor. Lo acompañaré. .BEATRIZ.— Voy a vestirme.
TRUFFALDINO.— (En voz baja, a Beatriz) Vaya que en seguida estoy a sus órdenes.
BEATRIZ.— Querido Florindo, cuántas penas he pro¬bado por Usted. (Entra en su habitación)



ESCENA X
FLORINDO y TRUFFALDINO.

FLORINDO.— (A Beatriz, antes que ella salga) Las mías no son menores.
TRUFFALDINO.— Señor patrón, Pascual no está, la señorita Beatriz no tiene a nadie que la ayude a vestirse, ¿me permite ir a servirla, en lugar de Pascual?
FLORINDO.— Si, ve y sé cortés. Me da gusto que le ayudes.
TRUFFALDINO.— (Para si) Por invención, prontitud y cábalas desafío al mejor ayudante de cámara. (Entra en la habitación de Beatriz)


ESCENA XI
FLORINDO, luego BEATRIZ y TRUFFALDINO.

FLORINDO.— ¡Cuántas vicisitudes en una sola jornada! Llantos, lamentos, desesperación y al final, consuelo y alegría. Pasar del llanto a la risa es un dulce salto, que hace olvidar las penas; pero, cuando se pasa del placer al dolor, el cambio se siente más.
BEATRIZ.— Heme aquí lista.
FLORINDO.— ¿Cuándo dejará ese traje de hombre?
BEATRIZ.— ¿No me queda bien?
FLORINDO.— Estoy impaciente de verla con pollera y corsé. Su belleza no debe estar totalmente oculta...
BEATRIZ.— Le espero en casa de Pantalón; Truffaldino le acompañará.
FLORINDO.— Esperaré un poco más, si el banquero no viene, que regrese luego.
BEATRIZ.— No tarde mucho, será una prueba de amor (empieza el mutis).
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Beatriz) ¿Me manda servir al señor?
BEATRIZ.— (A Truffaldino) Sí, lo acompañarás a la ca¬sa del señor Pantalón.
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Beatriz) ¿Y lo ser¬viré porque no está Pascual?
BEATRIZ.— Sí, te lo agradeceré. (Para sí) Lo amo más que a mí misma. (Sale)


ESCENA XII
FLORINDO y TRUFFALDINO.

TRUFFALDINO.— Todavía no aparece. El patrón debe vestirse y él ha salido y aún no aparece.
FLORINDO.— ¿De quién hablas?
TRUFFALDINO.— De Pascual. Es amigo mío, lo quie¬ro, pero es un haragán. Yo, como servidor, valgo por dos.
FLORINDO.— Ayúdame a vestirme, mientras espero al banquero.
TRUFFALDINO.— Señor patrón, usted debe ir a la casa del señor Pantalón.. .
FLORINDO.— ¿Y bien?
TRUFFALDINO.— Quisiera pedirle una gracia.
FLORINDO.— Sí, la mereces por tu buen comporta¬miento, ¿no?
TRUFFALDINO.— Si algo anduvo mal, usted sabe que la culpa fue de Pascual.
FLORINDO.— ¿Pero dónde está ese maldito Pascual? ¡No se lo ve nunca!
TRUFFALDINO.— Vendrá, vendrá ese bribón. Señor patrón, quisiera pedirle esa gracia.
FLORINDO.— ¿Qué es lo que quieres?
TRUFFALDINO.— Yo también, pobrecito, estoy ena¬morado.
FLORINDO.— ¿Estás enamorado?
TRUFFALDINO.— Sí señor, estoy enamorado de la criada del señor Pantalón y quisiera que usted...
FLORINDO.— ¿Qué tengo que ver yo?
TRUFFALDINO.— No, no digo eso; pero siendo su ser¬vidor, usted puede decirle una palabra al señor Pantalón, en mi favor.
FLORINDO.— Hay que ver si la muchacha te quiere.
TRUFFALDINO.— La muchacha me quiere. Basta una palabra suya al señor Pantalón. Hágame este favor.
FLORINDO.— Bueno, te lo haré. ¿Pero cómo vas a man¬tener a una esposa?
TRUFFALDINO.— Haré todo lo que pueda. Le pediré ayuda a Pascual.
FLORINDO.— Pídasela a alguien que tenga más juicio (entra en su habitación).
TRUFFALDINO.— Si no tengo juicio esta vez, no lo tendré nunca más. (Entra en la habitación, detrás de Florindo).


ESCENA XIII
Habitación en casa de PANTALÓN. PANTALÓN, el DOCTOR, CLARICE, SILVIO, SMERALDINA.

PANTALÓN.— Vamos, Clarice, no seas tan obstinada. Silvio está arrepentido y te pide perdón. Si cometió alguna falta fue por amor. Yo le perdoné y también tú debes per¬donarle.
SILVIO.— Señorita Clarice, mida mi pena con la suya. El temor de perderla me puso furioso, pero esto debe darle la seguridad de que la amo. El cielo quiere nuestra felici¬dad, no sea ingrata con la benevolencia del cielo; no eche a perder el día más hermoso de nuestra vida con la idea de vengarse.
DOCTOR.— A los ruegos de mi hijo, añado los míos, se¬ñorita Clarice. Querida nuera, perdónele: el pobre estuvo por volverse loco.
SMERALDINA.— Vamos, patroncita, ¿qué quiere ha¬cer? Los hombres, un poco más un poco menos, son siem¬pre crueles con nosotros. Pretenden la absoluta fidelidad y a cada pequeña sospecha nos regañan, nos maltratan, nos quisieran muertas. Con uno o con otro tiene que casarse. Le diré como se dice a los enfermos: ya que debe tomar la medicina, tómela de una vez.
PANTALÓN.— ¿Oíste? Para Smeraldina el matrimonio es como una medicina, pero tú no lo transformes en un tó¬xico. (En voz baja al Doctor) Hay que hacerla sonreír.
DOCTOR.— No es ni veneno, ni medicamento, no. El matrimonio es una confitura, un julepe, un bombón.
SILVIO.— Pero, mi querida Clarice, ¿es posible que de sus labios no salga ni siquiera una palabra? Sé que merezco un castigo de parte suya; castígueme con sus palabras, pero no con su silencio. Estoy a sus pies, tenga compasión de mí. (Se arrodilla, a los pies de Clarice)
CLARICE.— (Suspirando) ¡Cruel!
PANTALÓN.— (Al Doctor) ¿Oyó ese suspiro? Buena señal.
DOCTOR.— (En voz baja a Silvio) No aflojes.
SMERALDINA.— (Para sí) El suspiro se parece al relám¬pago, anuncia la lluvia.
SILVIO.— Si creyese que quiere mi sangre, como ven¬ganza de mi supuesta crueldad, se la exhibiría con mucho gusto. Pero, ¡oh Dios!, a cambio de la sangre de mis venas, tome la que brota de mis ojos. (Llora)
PANTALÓN: - (Para sí) ¡Bravo!
CLARICE.— (Suspirando y con ternura) ¡Cruel!
DOCTOR.— (En voz baja a Pantalón) Está por ceder.
PANTALÓN.— (A Silvio, ayudándole a levantarse) Ani¬mo, levántese. (Tomándolo por la mano) Venga. (Toma la mano de Clarice) Venga aquí también usted. Animo, dense la mano, dense la mano otra vez; hagan las paces, no lloren más, acábenla y consuélense. Y que el cielo los bendiga (une las manos de ambos).
DOCTOR.— Ya está hecho.
SMERALDINA.— Hecho, hecho.
SILVIO.— (Teniendo la mano de Clarice) ¡Ah, señorita Clarice! ¡Por caridad!
CLARICE.— ¡Ingrato!
SILVIO.— ¡Querida!
CLARICE.— ¡Inhumano!
SILVIO.— ¡Alma mía!
CLARICE.— ¡Perro!
SILVIO.— ¡Entrañas mías!
CLARICE.— (Suspirando) ¡Ah!
PANTALÓN.— (Para sí) Esto marcha bien.
SILVIO.— Perdóneme, por el amor de Dios.
CLARICE.— (Suspirando) Sí, te perdono.
PANTALÓN.— (Para sí) Ya está.
DOCTOR..— Vamos Silvio, ya te perdonó.
SMERALDINA.— El enfermo está listo, pueden darle la medicina.


ESCENA XIV
BRIGHELLA y dichos.

BRIGHELLA.— Con permiso. ¿Puedo entrar?
PANTALÓN.— Adelante compadre. Adelante señor Brighella. Usted me hizo creer esas hermosas fábulas; usted me aseguró que ese señor era el señor Federico, ¿no?
BRIGHELLA.— ¿Quién no se habría engañado? Los dos hermanos se parecen como dos gotas de agua y con ese traje me habría jugado la cabeza que era él.
PANTALÓN.— Bueno, ya pasó. ¿Qué hay ahora de nue¬vo?
BRIGHELLA.— Está afuera la señorita Beatriz. Quiere saludarlo.
PANTALÓN.— Que entre nomás, ésta es su casa.
CLARICE.— Pobre señorita Beatriz, me alegra que esté contenta.
SILVIO.— ¿Le tiene compasión?
CLARICE.— Sí, mucha.
SILVIO.— ¿Y a mí? ¿A mí no me tiene compasión?
CLARICE.— ¡Ah, cruel!
PANTALÓN.— (Al Doctor) ¿Oyó esas palabras de amor?
DOCTOR.— (A Pantalón) Mi hijo tiene ciertos modales...
PANTALÓN.— (Al Doctor) Mi hija, pobrecita, tiene mucho corazón.
SMERALDINA.— (Para sí) Los dos se saben muy bien el papel.



ESCENA XV
BEATRIZ y dichos.

BEATRIZ.— Señores, estoy aquí para pedirles perdón y si por mi culpa tienen algún problema...
CLARICE.— No amiga mía, venga aquí. (La abraza)
SILVIO.— (Mostrándose disgustado por el abrazo) ¡Eh!
CLARICE.— (A Silvio) ¡Cómo! ¿Ni siquiera a una mu¬jer puedo abrazar?
SILVIO.— (Para si) Ese traje de hombre aún me causa cierta impresión.
PANTALÓN.— Señorita Beatriz, por ser mujer y toda¬vía joven, tiene mucho coraje.
DOCTOR.— (A Beatriz) Es usted demasiado desenvuelta.
BEATRIZ.— El amor nos hace hacer grandes cosas.
PANTALÓN.— ¿Ya encontró, no es cierto, a su prome¬tido? Me lo contaron todo.
BEATRIZ.— Sí, el cielo me concedió esta dicha.
DOCTOR.— (A Beatriz) Pero, no con buena reputación.
BEATRIZ.— (Al Doctor) Señor, usted no tiene porqué inmiscuirse en mi vida.
SILVIO.— Querido padre, deje que cada uno elija su vi¬da; no busque pleitos. Ahora que estoy feliz, quisiera que todos lo fuesen. ¿Hay más bodas? ¡Que se hagan!
SMERALDINA.— (A Silvio) Señor, la mía.
SILVIO.— ¿Con quién?
SMERALDINA.— Con el primero que llegue.
SILVIO.— Encuéntralo y yo me encargo de todo.
CLARICE.— ¿Usted? ¿De qué?
SILVIO.— De un poco de dote.
CLARICE.— No es necesario.
SMERALDINA.— (Para sí) Tiene miedo de que alguien se lo coma. Le tomó el gusto.


ESCENA XVI
TRUFFALDINO y dichos.

TRUFFALDINO.— Saludo a todos.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Y el señor Florindo? ¿Dónde está?
TRUFFALDINO.— Está afuera y pide permiso para en¬trar.
SILVIO.— (Para si) Ese traje de hombre aún me causa cierta impresión.
PANTALÓN.— Señorita Beatriz, por ser mujer y toda¬vía joven, tiene mucho coraje.
DOCTOR.— (A Beatriz) Es usted demasiado desenvuelta.
BEATRIZ.— El amor nos hace hacer grandes cosas.
PANTALÓN.— ¿Ya encontró, no es cierto, a su prome¬tido? Me lo contaron todo.
BEATRIZ.— Sí, el cielo me concedió esta dicha.
DOCTOR.— (A Beatriz) Pero, no con buena reputación.
BEATRIZ.— (Al Doctor) Señor, usted no tiene porqué inmiscuirse en mi vida.
SILVIO.— Querido padre, deje que cada uno elija su vi¬da; no busque pleitos. Ahora que estoy feliz, quisiera que todos lo fuesen. ¿Hay más bodas? ¡Que se hagan!
SMERALDINA.— (A Silvio) Señor, la mía.
SILVIO.— ¿Con quién?
SMERALDINA.— Con el primero que llegue.
SILVIO.— Encuéntralo y yo me encargo de todo.
CLARICE.— ¿Usted? ¿De qué?
SILVIO.— De un poco de dote.
CLARICE.— No es necesario.
SMERALDINA.— (Para sí) Tiene miedo de que alguien se lo coma. Le tomó el gusto.


ESCENA XVI
TRUFFALDINO y dichos.

TRUFFALDINO.— Saludo a todos.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Y el señor Florindo? ¿Dónde está?
TRUFFALDINO.— Está afuera y pide permiso para en¬trar.
BEATRIZ.— Señor Pantalón, ¿quiere usted conceder su permiso?
PANTALÓN.— (A Beatriz} ¿Es su prometido?
BEATRIZ.— Sí señor, es mi prometido.
PANTALÓN.— Que pase entonces.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) Hazlo pasar.
TRUFFALDINO.— (A Smeraldina) Muchacha, mis sa¬ludos.
SMERALDINA.— (En voz baja a Truffaldino) Y los míos, morocho.
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Smeraldina) Ya ha¬blaremos.
SMERALDINA.— (Id. a Truffaldino) ¿Sobre qué?
TRUFFALDINO.— (Id. a Smeraldina y haciendo mues¬tra de darle un anillo) Si quiere...
SMERALDINA.— (Id. a Truffaldino) ¿Y por qué no?
TRUFFALDINO.— (Id. a Smeraldina) Ya hablaremos. (Sale)
SMERALDINA.— (A dancé) Patroncita, con el permiso de estos señores, quisiera pedirle una gracia.
CLARICE.— (Retirándose un poco para escucharla) ¿Qué deseas?
SMERALDINA.— (En voz baja a Clarice) Yo también soy una pobre muchacha que busca asegurarse el futuro. El servidor de la señorita Beatriz me quiere; si usted le habla a su patrona para que le dé el permiso; sería para mí una gran suerte.
CLARICE.— (Id. a Smeraldina) Sí querida Smeraldina, lo haré con gusto. Apenas pueda hablar a solas con Beatriz se lo diré. (Regresa al lugar de antes)
PANTALÓN.— (A Clarice) ¿Qué secretos son esos?
CLARICE.— Nada padre, me dijo algo.
SILVIO.— (A Clarice en voz baja) ¿Tampoco yo puedo saberlo?
CLARICE.— ¡Qué curiosidad! Y luego dicen que las mujeres somos curiosas.

ESCENA ULTIMA
FLORINDO, TRUFFALDINO y dichos.

FLORINDO.— Servidor de ustedes, señores. (Todos res¬ponden al saludo. A Pantalón) ¿Es usted el dueño de casa?
PANTALÓN.— Para servirle.
FLORINDO.— Concédame el honor de declararme su siervo en nombre de la señorita Beatriz, cuyas vicisitudes y las mías usted conoce.
PANTALÓN.— Mucho gusto en conocerle y saludarle. Me alegro de corazón por el desenlace de sus vicisitudes.
FLORINDO.— La señorita Beatriz será mi esposa y, si usted acepta honrarnos, deseamos que sea el padrino de nuestra boda.
PANTALÓN.— Que se haga en seguida lo que debe ha¬cerse: dense la mano.
FLORINDO.— Yo estoy listo, señorita Beatriz.
BEATRIZ.— Tome mi mano, señor Florindo.
SMERALDINA.— (Para sí) No se lo hacen decir dos veces.
PANTALÓN.— (A Beatriz) Después cerraremos las cuen¬tas. Arregle ahora ésta, luego arreglaremos las nuestras.
CLARICE.— (A Beatriz) Amiga mía, me da mucha ale¬gría.
BEATRIZ.— (A Clarice) A mí también, por usted.
SILVIO.— (A Florindo) Señor, ¿me reconoce?
FLORINDO.— Sí, claro. Usted quería desafiar a duelo a alguien.
SILVIO.— Y lo hice y pasé vergüenza. (Señalando a Bea¬triz) He ahí quien me desarmó y casi me mata.
BEATRIZ.— (A Silvio) Diga también quién le donó la vida.
SILVIO.— Es cierto.
CLARICE.— Fue mi intervención.
SILVIO.— Es verdad.
PANTALÓN.— Todo está bien, todo acabó.
TRUFFALDINO.— Señores, aún falta lo mejor.
PANTALÓN.— ¿Qué falta?
TRUFFALDINO.— (A Florindo, llevándolo aparté) Con permiso. Una palabra, señor.
FLORINDO.— (En voz baja a Truffaldino) ¿Qué quie¬res?
TRUFFALDINO.— (Id. a Florindo) ¿Olvidó la pro¬mesa?
FLORINDO.— (Id. a Truffaldino) ¿Qué era? No recuer¬do nada.
TRUFFALDINO.— (Id. a Florindo) Debe pedir la mano de Smeraldina al señor Pantalón, para mí.
FLORINDO.— (Id. a Truffaldino) ¡Ah, sí! Ahora me acuerdo. Lo haré en seguida.
TRUFFALDINO.— (Para sí) También yo, pobrecito, quiero estar en regla.
FLORINDO.— Señor Pantalón, aunque lo acabe de co¬nocer, quiero pedirle una gracia.
PANTALÓN.— Mande nomás; si depende de mí.
FLORINDO.— Mi servidor desea casarse con su camare¬ra. ¿Tiene usted alguna dificultad?
SMERALDINA.— (Para si) ¡Oh! Hay otro que me quie¬re. ¿Quién diablos puede ser? Si por lo menos lo conocie¬se...
PANTALÓN.— Yo no tengo inconvenientes, pero ¿tú qué dices muchacha?
SMERALDINA.— Si estuviese segura que estaré bien...
PANTALÓN.— (A Florindo) ¿Su servidor, es un hom¬bre de medios?
FLORINDO.— Hace poco que lo tengo, es de confianza y parece muy habilidoso.
CLARICE.— Señor Florindo, usted se me adelantó sin quererlo. Yo debía proponer la boda de mi camarera con el servidor de la señorita Beatriz. Usted la pidió primero, no hace falta más nada.
FLORINDO.— No no; si usted hizo una promesa, yo me retiro y la dejo en completa libertad.
CLARICE.— Señor, no puedo permitirlo. Además no me he empeñado absolutamente. Lleve adelante su propó¬sito.
FLORINDO.— Es usted muy atenta; sin embargo, señor Pantalón, considere mi pedido como no formulado. No ha¬blaré más en favor de mi servidor; más aún le niego el per¬miso de casarse.
CLARICE.— Si no se casa con el suyo, tampoco se ca¬sará con el otro; así seremos justos.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Pero qué lindo! Ellos se hacen los cumplidos y yo me quedo sin mujer.
SMERALDINA.— (Para sí) Me parece que de los dos no tendré ninguno.
PANTALÓN.— Vamos, señores; hay que ser compren¬sivos: esta pobra muchacha tiene ganas de casarse; démosle el uno o el otro.
FLORINDO.— No el mío. No quiero contrariar a la se¬ñorita Clarice.
CLARICE.— Tampoco yo quiero contrariar al señor Flo¬rindo.
TRUFFALDINO.— Señores, yo arreglo el asunto. Señor Florindo, ¿no ha pedido la mano de Smeraldina para su servidor?
FLORINDO.— Sí, tú mismo lo oíste.
TRUFFALDINO.— Y usted, señorita Clarice, ¿no des¬tinó Smeraldina al servidor de la señorita Beatriz?
CLARICE.— Sí, así es.
TRUFFALDINO. Entonces, Smeraldina déme la mano.
PANTALÓN.— (A Truffaldino) ¿Qué quieres hacer? ¿Por qué?
TRUFFALDINO.— Porque yo soy el servidor del señor Florindo y de la señorita Beatriz.
FLORINDO.— ¿Cómo?
BEATRIZ.— ¿Qué estás diciendo?
TRUFFALDINO.— Un poco de calma, señor Florindo. ¿Quién le solicitó pedir la mano de Smeraldina al Señor Pantalón?
FLORINDO.— Tú lo hiciste.
TRUFFALDINO.— Y usted señorita Clarice, ¿con quién creía que debía casarse Smeraldina?
CLARICE.— Contigo.
TRUFFALDINO.— Ergo, Smeraldina es mía.
FLORINDO.— Señorita Beatriz, ¿dónde está su servi¬dor?
BEATRIZ.— Está aquí. ¿No es acaso Truffaldino?
FLORINDO.— ¿Truffaldino? El es mi servidor.
BEATRIZ.— No, es Pascual el suyo.
FLORINDO.— No, Pascual es el suyo.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Qué embrollo es éste? (Truffaldino pide perdón con lazzi - pantomimas)
FLORINDO.— ¡Ah bribón!
BEATRIZ.— ¡Ah canalla!
FLORINDO.— ¿Serviste a dos patrones al mismo tiem¬po?
TRUFFALDINO.— Sí señor. Yo hice esa hazaña. Me metí en ella sin quererlo y luego quise probar. Duré poco, es cierto, pero por lo menos puedo afirmar que nadie hasta ahora me habría descubierto, si yo mismo, por amor a esta muchacha, no lo hubiese hecho. Me costó una gran fatiga; a veces cometí faltas, pero espero que, por ser un caso ex¬traordinario, ustedes me perdonarán.

FIN DE LA COMEDIA.

DON JUAN MOLIÈRE







DON JUAN

MOLIÈRE


PERSONAJES
DON JUAN, hijo de don Luis.
ESGANAREL, criado de don Juan.
ELVIRA, esposa de don Juan.
GUZMÁN, escudero de Elvira.
Don Carlos /Don Alonso, hermanos de Elvira
DON LUIS, padre de don Juan.
FRANCISCO, mendigo.
CARLOTA/ MATURINA, VILLANAS
PEDRUCHO, villano.
LA ESTATUA DEL COMENDADOR.
LA VIOLETA /Ragotín, lacayos de Don Juan
SEÑOR DOMINGO, mercader.
LA RAMÉE, espadachín.
SÉQUITO DE DON CARLOS Y DON ALONSO, hermanos.
UN ESPECTRO.

La escena es en Sicilia.



ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
Esganarel, Guzmán
ESGANAREL (con una tabaquera en la mano). Por más que digan Aristóteles y toda la filosofía, no hay cosa como el tabaco. Es la pasión de la gente principal, y no merece vivir quien vive sin él. No sólo alegra y purga el cerebro, sino que instruye el alma en la virtud, y gracias al tabaco puede cualquier hombre llegar a ser discreto. ¿No has visto qué trato tan cortés dispensa el que lo toma a cuantos le rodean, y con qué gusto lo va ofreciendo a unos y a otros, dondequiera que se encuentra? Ni siquiera aguarda a que se lo pidan, antes se adelanta al deseo de los demás: hasta tal punto es cierto que el tabaco despierta en quien lo toma el sentido de lo honorable y lo virtuoso. Pero dejemos este discurso y volvamos a nuestra plática. ¿Dices, Guzmán amigo, que Doña Elvira, tu ama, extrañada por nuestra partida, salió en pos de nosotros, y que su corazón, herido mortalmente por mi amo, no pudo vivir sin correr aquí en busca suya? De ti para mí, ¿quieres saber lo que pienso? Pues mucho me temo que sea mal; recompensado su amor, y tan poco provechosa su venida a esta ciudad que más os valiera haberos quedado donde estabais.
GUZMÁN. ¿Y cuál es la causa de todo esto? Por vida tuya, Esganarel, dime qué te hace augurar tan funesto suceso. ¿Por ventura te abrió su corazón tu amo y te confesó que el enfriársele la pasión fue causa de su partida?
ESGANAREL. No es eso. Pero, por lo que voy viendo, imagino el rumbo que llevan las cosas, y, aunque no me ha dicho nada aún, casi apostaría a que irán a parar en lo que pienso. Puedo equivocarme, por más que, en lances como éste, poseo cierto saber, que me ha dado la experiencia.
GUZMÁN. ¿Cómo? ¿Fue entonces infidelidad aquella marcha inesperada de don Juan? ¿Cómo puede infligir un ultraje tan grande al casto amor de doña Elvira?
ESGANAREL. La poca edad y el no atreverse a...
GUZMÁN. ¿Podría cometer una acción tan cobarde un hombre de su condición?
ESGANAREL. ¡Su condición! ¡Razón de peso para impedirle hacer lo que se le antoje!
GUZMÁN. Pero está atado por los sagrados lazos del matrimonio.
ESGANAREL. ¡Pobre Guzmán, pobre amigo, créeme, aún no sabes qué clase de hombre es mi amo!
GUZMÁN. Verdaderamente no sé qué hombre será, si ha cometido tan gran villanía con mi señora. Y no acierto a entender cómo, después de tanto amor, tantas muestras de impaciencia, tan encendidas cortesías, tantas promesas, lágrimas y suspiros, tantas cartas inflamadas, tan ardientes protestas y tan repetidos juramentos; en fin, después de tantos delirios y arrebatos, llegando hasta el extremo de forzar el sagrado obstáculo de un convento para apoderarse de doña Elvira; no acierto a entender, digo, cómo después de todo esto puede tener la osadía de faltar a su palabra.
ESGANAREL. A mí no me cuesta nada entenderlo. Y si conocieras al bellaco de mi amo, sabrías lo fácil que es para él. No digo que hayan variado sus sentimientos para con doña Elvira; aún no lo sé a ciencia cierta. Sabes que me mandó partir primero, y todavía no ha hablado conmigo después de su llegada. Pero, para que estés prevenido, te diré inter nos que don Juan, mi amo, es el mayor criminal que jamás pisó la tierra: una furia, un cínico, un turco, un hereje, que no cree en cielo, infierno, ni hombres lobos; que vive como una bestia fiera, un cerdo de Epicuro, un verdadero Sardanápalo; que se hace el sordo ante cualquier amonestación cristiana y tiene por sandeces las cosas que creemos los demás. Dices que se ha casado con tu ama. Pues más podía hacer en aras de su pasión: además de casarse con ella, era capaz de casarse contigo, y hasta con su perro y su gato. No le cuesta nada contraer matrimonio: es el lazo con que caza a sus víctimas, y las puede cazar por docenas. Damas o doncellas, burguesas o villanas: ninguna es demasiado buena o demasiado mala para él. Y si quisiera decirte los nombres de todas las mujeres con las que se ha casado en diversos lugares, no acabaría hasta la noche. Te suspenden mis palabras y veo que pierdes el color. Pues esto no es más que un esbozo; para completar el retrato del personaje harían falta muchas pinceladas más. Bástete saber que algún día caerá sobre él la cólera del cielo; que más me valdría servir al diablo que a mi amo; y que me obliga a presenciar tales espantos, que quisiera verle ya no sé dónde diga. Gran señor y hombre malo es cosa terrible. Porque he de serle fiel, mal que me pese. El temor suple en mi la falta de lealtad: por temor callo lo que siento y alabo acciones que aborrezco muchas veces por dentro. Míralo: ahí viene a pasear por este palacio. Separémonos. Pero oye antes una cosa: he sido franco contigo y me he ido un poco de la lengua. Pero si alguna de estas cosas le llegara a los oídos, no repararía en asegurar que mentías.



ESCENA II
Don Juan, Esganarel
DON JUAN. ¿Quién era el hombre que hablaba contigo? Si no me engaño, mucho se parecía a Guzmán, el criado de doña Elvira.
ESGANAREL. Mucho se le parece, en efecto.
DON JUAN. ¿Cómo? ¿Era él?
ESGANAREL. El mismo en persona.
DON JUAN. ¿Y desde cuándo está aquí?
ESGANAREL. Desde anoche.
DON JUAN. ¿Qué negocios le traen?
ESGANAREL. Harto adivináis la causa de su cuidado.
DON JUAN. ¿Nuestra partida tal vez?
ESGANAREL. . El pobre hombre está muy dolido y quería saber lo que pasó.
DON JUAN. ¿Qué le dijiste?
ESGANAREL. Que no me habíais dicho nada.
DON JUAN. Pero, ¿cuál es tu opinión? ¿Que piensas" del caso?
ESGANAREL. Pienso, con perdón, que estaréis enamorado de otra dama.
DON JUAN. ¿De veras?.
ESGANAREL. De veras.
DON JUAN. Pues a fe que no te engañas. Otro amor ha expulsado a doña Elvira de mi pecho.
ESGANAREL. ¡NO lo decía yo! Conozco a don Juan al dedillo y tengo a su corazón por el más grande aventurero del mundo; se divierte yendo de una prisión a otra, pero no le gusta quedarse en ninguna.
DON JUAN. ¿Y te parece mal que viva de este modo?
ESGANAREL. ¡Señor!
DON JUAN. ¡Contesta!
ESGANAREL. Me parece muy bien, claro está, ya que lo queréis así, y no hay más que decir. Pero si no lo quisierais, las cosas podrían ser muy diferentes.
DON JUAN. Pues bien. Tienes licencia para hablar y decir lo que piensas.
ESGANAREL. En tal caso, señor, os diré que no apruebo lo más mínimo vuestro sistema, y que me parece muy mal ese andar enamorándoos por todas partes, como hacéis.
DON JUAN. ¿O sea que, a tu modo de ver, habría que encadenarse para toda la vida al primer amor que nos cautivó, renunciando por él al mundo y cerrando los ojos a todo lo que nos rodea? Es una necedad el querer vanagloriarse del falso honor de la fidelidad, el sepultarse para siempre en la tumba de una pasión y el morir, en la flor de la juventud, para cuantas beldades puedan llamar a la puerta de nuestros ojos. ¡No, no y no! La constancia sólo es buena para gente ridícula. Todas las mujeres son dignas de gozar del mismo derecho a seducirnos, y la ventaja de llegar antes no es bastante para quitar a las demás las justas pretensiones que tienen todas sobre nuestro corazón. De mí he de decir que me arrebata la belleza dondequiera que la vea y me rindo fácilmente a esa tierna violencia con que nos arrastra. Y aunque tenga empeñada mi palabra, el amor que siento por una no puede obligarme a ser injusto con las demás: me quedan los ojos para ver los méritos de todas, y a cada cual rindo los honores y pago los tributos que exige la naturaleza de nosotros. En ningún caso puedo negar mi corazón a cuantas bellezas se me presentan, y, si me lo pide un lindo rostro, le daría diez mil si los tuviera. Una pasión, cuando nace, tiene un hechizo inexplicable, y todo el placer del amor está en la variación. Se goza un deleite extremo conquistando con cien halagos el corazón de una joven beldad, viendo el terreno que se va ganando día a día, reduciendo con arrobos, lágrimas y suspiros el inocente recato de un alma, a la que duele rendir las armas, dominando poco a poco los frágiles impedimentos que opone, venciendo los escrúpulos con que pretende honrarse y llevándola pasito a paso hacia donde queremos que vaya al fin. Pero una vez dueños de ella, ya no queda nada que decir ni que desear; acabó lo más hermoso de la pasión y nos adormecemos en la inmovilidad de tal amor, si no viene otra presa a despertar nuestros deseos, ofreciéndonos el aliciente de iniciar una nueva conquista. En resumen, no hay cosa más grata que vencer la resistencia de una mujer hermosa, y, en este aspecto, poseo la ambición de los conquistadores, que corren perpetuamente de victoria en victoria, incapaces de poner límites a sus deseos. Nada puede detener el ímpetu de los míos; tengo un corazón capaz de amar a la tierra entera, y quisiera, como Alejandro, que existiesen más mundos, para llevar hasta ellos mis amorosas conquistas.
ESGANAREL. ¡Por el siglo de mi madre, cómo peroráis! No parece sino que lo lleváis aprendido de memoria, y habláis igual que un libro.
DON JUAN. ¿Y tú qué dirías de todo eso?
ESGANAREL. Pues bien, diría... No sé lo que diría. Lo pintáis todo de tal suerte que parecéis tener razón; y sin embargo, lo cierto es que no la tenéis. Tenía los mejores argumentos, pero me los ha desbaratado vuestro discurso. No importa. Otra vez escribiré mis razonamientos para poder discutir con vos.
DON JUAN. Harás bien.
ESGANAREL. Pero, señor, ¿entraría dentro del permiso que me habéis dado, si os dijese que me escandaliza un poco la vida que lleváis?
DON JUAN. ¿Qué dices? ¿Qué vida es la que llevo?
ESGANAREL. Muy buena. Pero ver que os casáis todos los meses, como venís haciendo...
Doto JUAN. ¿Hay cosa más agradable?
ESGANAREL. Verdaderamente entiendo que es una cosa muy agradable; y no me parecería mal, si no hubiera ningún mal en ello. Pero, señor, burlaros así de un sacramento y...
DON JUAN. ¡Bah! Éste es un negocio entre el Cielo y yo, y lo arreglaremos sin necesitar tu ayuda.
ESGANAREL. Siempre oí decir que es malo burlarse del Cielo y que no hay incrédulo que acabe bien.
DON JUAN. ¡Alto ahí, don sandio! Os tengo dicho que no me gustan los predicadores.
ESGANAREL. Por eso no me refiero a vos. ¡Dios me libre! Vuestra merced sabe lo que hace, y, si no cree en nada, es porque tiene sus razones. Pero corre por el mundo un linaje de mentecatos que son incrédulos sin saber por qué y se hacen los descreídos porque se figuran que eso les sienta bien. Si yo tuviera un amo como ésos, le diría con toda claridad mirándole a la cara: «¿Cómo osáis burlaros así del cielo y no tembláis, riendo como os reís de las cosas más sagradas? ¿Quién sois vos, ruin gusano? ¿Quién sois vos, mísero pigmeo (y conste que estoy hablando con el amo que he dicho), para atreveros a hacer mofa de lo que reverenciamos los demás? ¿Pensáis acaso que porque sois noble, porque lleváis una peluca rubia y bien rizada, unas plumas en el sombrero, un traje cubierto de oro y unas cintas de color de fuego (no hablo con vos, sino con el otro), pensáis, digo, que sois más sabio? ¿Creéis que os está todo permitido y que no hay quien se atreva a deciros las verdades del barquero? Pues yo, que soy vuestro criado, os diré que, tarde o temprano; el cielo castiga a los impíos, que una mala vida trae consigo una mala muerte y que...»
DON JUAN. ¡Basta!
ESGANAREL. ¿Decíais, señor?
DON JUAN. Quería decirte que vengo enamoradísimo de una belleza, cuyos encantos me han forzado a seguirla hasta aquí.
ESGANAREL. ¿Y no os da ningún reparo la muerte de aquel comendador a quien matasteis, haré seis meses, en esta misma ciudad?
DON JUAN. ¿Qué reparo? ¿No le dejé bien muerto?
ESGANAREL. ¡Y tan bien muerto! No podíais hacerlo mejor, y sería injusto que se quejara.
DON JUAN: . Además salí perdonado de aquel suceso.
ESGANAREL. Pero, ¿quién sabe, si vuestro perdón satisfizo a deudos y amigos del finado?
DON JUAN. NO pensemos en las cosas malas que nos pueden acontecer, sino únicamente en aquellas que pueden darnos gusto. La joven de la que te estoy hablando, que es la prometida más bella del mundo, ha llegado en compañía del hombre con quien ha de casarse. Me encontré casualmente con ellos tres o cuatro días antes del viaje. En mi vida había visto a dos personas tan contentas una con otra y prodigándose tantas muestras de amor. El tierno espectáculo de aquella pasión compartida me turbó la mente, hizo mella en mi corazón; y así mi amor nació de los celos. Sí, me enfadó desde un principio verles tan a gusto juntos. La envidia engendró el deseo: pensé que sería un placer extremo desbaratar su entendimiento, romper aquellos lazos que herían mis sentimientos más delicados. Pero, hasta ahora, han sido vanos todos mis esfuerzos y voy a acudir al último remedio. El supuesto esposo ha de obsequiar hoy a su amada con un paseo por el mar. Sin decirte nada, lo he prevenido todo para satisfacer mi deseo: dispongo de una barca y unos hombres con los que pienso raptar, sin gran dificultad, a mi adorada.
ESGANAREL. ¡Ay! Señor...
DON JUAN. ¿Qué?
ESGANAREL. Nada. Que me parece muy bien y tenéis toda la razón. No hay como saber conformarse en esta vida.
DON JUAN. Disponte ya a venir conmigo y encárgate ¡personalmente de llevar todas mis armas por si... ¡Ah! ¡Qué encuentro tan inoportuno! Traidor, no me dijiste que estaba ella también aquí...
ESGANAREL. NO me lo preguntasteis, señor.
DON JUAN. ¡Está loca! ¡Venir aquí sin mudar de traje, con su ropa de camino!



ESCENA III
Doña Elvira, Don Juan, Esganarel
DOÑA ELVIRA. ¿Consentiréis en reconocerme, don Juan? ¿Puedo esperar que os dignéis volver la cara a este lado?
DON JUAN. Confieso mi sorpresa, señora, y no esperaba veros aquí.
DOÑA ELVIRA. Ya veo que no me aguardabais y que estáis sorprendido, pero no como yo esperaba que lo estuvieseis. Esta sorpresa es la prueba manifiesta de lo que no me resignaba a creer. Me asombro de mi simpleza y de mi debilidad de corazón que ponían en duda un crimen confirmado por tantos indicios. Reconozco haber sido lo bastante inocente, por no decir lo bastante necia, como para querer engañarme a mí misma, intentando desmentir lo que veían mis ojos y juzgaba mi entendimiento. Busqué pretextos con que disculpar la frialdad que mi pasión descubría en vuestro amor, e imaginé un sinfín de causas legítimas para una partida tan precipitada, queriendo justificaros del crimen de que os acusaba mi razón. En vano me hablaban sin cesar mis justas sospechas: no escuchaba sus voces que os mostraban criminal ante mis ojos, pero oía gustosa mil quimeras ridículas que os presentaban inocente ante mi corazón. Pero vuestras palabras no permiten más dudas, y la mirada con que me habéis acogido me dice mucho más de lo que quisiera saber. Hablad, don Juan, os lo suplico, y veamos cómo podéis justificaros.
DON JUAN. Señora, aquí está Esganarel, que sabe por qué me fui.
ESGANAREL. ¿Yo, señor? Con perdón, yo no sé nada.
DOÑA ELVIRA. Pues hablad, Esganarel. No importa de qué boca salga la explicación.
DON JUAN (haciendo señas a Esganarel para que se acerque). Vamos, habla con doña Elvira.
ESGANAREL. ¿Y qué tengo que decir?
DOÑA ELVIRA. Venid acá, ya que os lo mandan, y explicadme el porqué de una marcha tan precipitada.
DON JUAN. ¿Responderás?
ESGANAREL. No tengo nada que responder. Os burláis de un servidor.
DON JUAN. Pues quiero que respondas.
ESGANAREL. Señora...
DOÑA ELVIRA. ¿Qué?
ESGANAREL (volviéndose hacia su amo). Señora, los conquistadores, Alejandro y los otros mundos fueron la causa de nuestra partida. Señor, no sé qué decir más.
DOÑA ELVIRA. ¿Queréis aclararme estos extraños enigmas, don Juan?
DON JUAN. La verdad, señora...
DOÑA ELVIRA. OS defendéis muy mal, siendo cortesano y estando por ello acostumbrado a tales lances. ¿Porqué no os revestís de una noble insolencia? ¿Por qué no me juráis que no han variado vuestros sentimientos, que seguís amándome con un amor sin igual y que sólo la muerte os separará de mí? Deberíais, decirme que os obligó a partir, sin poder avisarme, un negocio de la máxima importancia; que, contra vuestra voluntad, tendréis que permanecer aquí un tiempo; que lo mejor que puedo hacer es volverme al lugar de donde vine, segura de que me seguiréis así que podáis; que os mata esta separación; y que, lejos de mí, sufrís como sufre un cuerpo separado de su alma. Así debisteis defenderos y no quedándoos cortado como estáis.
DQN JUAN. Confieso que no tengo talento para disimular y que mi corazón es sincero. No os diré que no han variado mis sentimientos y que muero lejos de vos, siendo tan evidente que, si me marché, fue sólo por huir de vos; aunque no por las razones que imagináis, sino por puros motivos de conciencia y por creer que no podía vivir más tiempo a vuestro lado sin pecar gravemente. Me entraron escrúpulos y examiné lo que estaba haciendo, con los ojos del alma. Pensé que, para esposaros, os había arrancado de la clausura de un convento, que habíais roto un compromiso que os ataba lejos del mundo y que, en tales casos, el cielo se muestra extremadamente celoso. Me arrepentí; temí la cólera divina; pensé que nuestro casamiento no era sino un adulterio disfrazado, que atraerla sobre nosotros algún castigo del cielo. En resumen, pensé que debía olvidaros y hacer todo lo posible para que reanudarais vuestros anteriores lazos. ¿Podríais oponeros, señora, a una determinación tan santa y permitiríais que, por estar junto a vos, me enemistase con el cielo?
DOÑA ELVIRA. ¡Infame! Ahora acabo de conocerte; pero es, por desgracia, cuando ya no hay remedio, cuando el conocerte sólo puede servir para desesperarme. Ten por seguro que no quedará tu crimen impune; ese mismo cielo, del que haces burla, me vengará de tu perfidia.
DON JUAN. ¡El cielo, Esganarel!
ESGANAREL. Valiente cosa nos importa a nosotros el cielo!
DON JUAN; Señora...
DOÑA ELVIRA. ¡Basta! No quiero oír más y hasta me acuso de haber escuchado demasiado. Es cobarde quien permite que le expliquen su deshonra punto por punto. Un corazón noble se decide a la primera palabra. No esperes que prorrumpa en insultos y reproches. Mi cólera no se exhala con palabras vanas; antes guarda todo su calor para la venganza. Te repito, pérfido, que ha de castigarte el cielo por la ofensa que me haces. Y si no hay en el cielo nada que pueda infundirte temor, teme al menos la cólera de una mujer ultrajada.
ESGANAREL. ¡Si con eso pudiera arrepentirse!
DON JUAN (tras breve reflexión). Vamos a pensar en la ejecución de nuestra empresa amorosa.
ESGANAREL. ¡Tener que servir a un amo tan aborrecible!

ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
Carlota, Pedrucho
CARLOTA. ¡Virgen santa! ¡En buena hora estuviste tú allí, Pedrucho!
PEDRUCHO. ¡Pardiez! ¡Como que estuvieron en un tris de ahogarse los dos!
CARLOTA. ¿Y dices que fue la ventolera de esta mañana la que los echó al mar?
PEDRUCHO. Espera, Carlota, deja que"te lo cuente de cabo a rabo, tal y como sucedió. Porque, como dijo aquél, yo fui el primero en verles, en verles fui yo el primero. Conque allí estábamos, al lado del mar, yo y el gordinflón de Lucas. Nos distraíamos por allí, tirándonos terrones a la cabeza; porque ya sabes que a Lucas le gusta jugar, y a veces juego yo también. Pues volviendo a lo nuestro, estábamos jugando, cuando hete aquí que veo, mar adentro, dos bultos que se revolvían en el agua como afanándose por acercarse donde nosotros estábamos. Eso veía yo muy bien, y luego sólo veía que no veía nada. «Mira, Lucas —le dije—, me parece que son hombres aquellos que nadan a lo lejos.» «A fe —me dijo él— que estuviste en la muerte de un gato, y se te nubló la vista.» «¡Voto a tal! —dije yo—. Tengo la vista muy clara, y te digo que son hombres.» «¡Que no! —me dijo—. Que ves mal.» «¿Qué te apuestas a que no veo mal —le dije— y que son dos hombres que nadan hacia aquí?» «¡Rediós! —contestó—. Apuesto lo que quieras a que no.» «Pues, ¿quieres apostar diez sueldos?» «Sí quiero —respondió—. Y para que veas, ahí van los diez sueldos.» Yo no perdí la cabeza ni me aturdí; eché bravaiente al suelo cuatro monedas con la flor de lis y cinco sueldos en monedas de cobre; tan bravamente, ¡voto a Dios!, como si me acabara de beber un vaso de vino; pues soy atrevido y no me asusto de nada. Además, sabía lo que hacía, aunque parezco bobo. Pero sigamos. Apenas acabábamos de apostar, cuando ya estaba viendo a los dos hombres a ras de agua, pidiéndonos por señas que fuéramos por ellos. Pero antes recogí el dinero del suelo. «Vamos allá, Lucas —le dije—, mira que nos están llamando; corramos a auxiliarlos.» «No quiero —dijo él—, que por culpa suya perdí.» Porfié tanto, te diré para acortar, que al fin saltamos a una barca y, tras muchos tumbos, los sacamos del agua y los llevamos luego a nuestra cabaña, al amor de la lumbre, donde se desnudaron del todo para secarse; luego llegaron otros dos, que también iban con ellos y se habían salvado solos. Más tarde fue Maturina, y en seguida empezaron a requebrarla. Ahora ya sabes cómo sucedió todo, Carlota.
CARLOTA. ¿NO dijiste que había uno más gallardo que los otros?
PEDRUCHO. Sí, el amo. Y ha de ser muy principal caballero, pues va cubierto de oro de arriba a abajo. Aunque los que vienen a su servicio serán también señores. Pero, con ser tan caballero, se hubiera ahogado, a buen seguro, de no estar yo allí.
CARLOTA. ¡Jesús!
PEDRUHO. ¡Pardiez! Sin nuestra ayuda estaba apañado.
CARLOTA. ¿Y todavía está desnudo en tu choza?
PEDRUCHO. NO. Porque lo volvieron a vestir delante de nosotros, ¡Válgame el cielo! Yo no había visto vestir a nadie. ¡Cuántos arrumacos y cuántos perendengues llevan encima estos caballeros cortesanos! Con tanta ropa yo no podría ni moverme, y me dejaba embobado todo aquello que vela. Has de pensar, Carlota, que el cabello que llevan no les crece en la cabeza, sino que se lo ponen cuando ya están vestidos del todo, así como si fuera un gran gorro de estopa. Sus camisas tienen unas mangas donde podíamos caber tú y yo igual que estamos aquí. En vez de calzas llevan un delantal ancho como una era; y en vez de jubón, una camisilla que apenas les llega al estómago; y en vez de cuello traen un grandísimo pañuelo todo de puntilla con cuatro borlas que les cuelgan por el pecho. También llevan puntillas en las muñecas y en unas cosas como embudos que traen en las piernas. Y en todo ello hay cintas y más cintas, que es gran maravilla. Hasta los zapatos tienen cubiertos de cintas de una parte a otra, y están hechos de tal manera que yo me rompería la crisma si anduviera con ellos.
CARLOTA. ¡YO tengo que ir a verlo, Pedrucho!
PEDRUCHO. Oye antes una cosa que he de decirte.
CARLOTA. Pues dilo. ¿Qué es ello?
PEDRUCHO. Que, como dijo aquél, necesito desahogarme. Yo te quiero, ya lo sabes, y es forzoso que nos casemos los dos. Pero, voto a Dios, que me tienes muy quejoso.
CARLOTA. ¿Qué dices? ¿Qué te pasa?
PEDRUCHO. Me pasa que me estáis martirizando el alma, de veras.
CARLOTA. ¿YO? ¿Cómo?
PEDRUCHO. Porque no me quieres, ¡cuerpo de Dios!
CARLOTA. ¡Anda ya! ¿Sólo es eso?
PEDRUCHO. Sólo. Y es bastante.
CARLOTA. ¡JESÚS! Siempre sales con lo mismo.
PEDRUCHO. Siempre salgo con lo mismo, porque pasa siempre lo mismo. Si no, no saldría siempre con lo mismo.
CARLOTA. Pero, ¿de qué te quejas? ¿Qué es lo que quieres?
PEDRUCHO. ¡Pardiez! | Quiero que me quieras!
CARLOTA. ¡Ah! ¿Y no te quiero?
PEDRUCHO. NO, no me quieres, y eso que hago todo lo que puedo. No pasa buhonero por la aldea sin que te compre lazos, y no es que me duela; me voy a partir la cabeza buscándote nidos de mirlos; por tu santo siempre hago tocar la zampoña delante de tu puerta. Y es como si me diera de cabezadas contra la pared. No es bueno ni honrado no querer a quien nos quiere.
CARLOTA ¡Si yo te quiero también!
PEDRUCHO. Me querrás a tu manera.
CARLOTA. Pues, ¿qué he de hacer?
PEDRUCHO. LO que hacen los que quieren como Dios manda.
CARLOTA. ¿Pues no te quiero yo como Dios manda?
PEDRUCHO. NO, que eso se ve en las mil carantoñas que se le hacen a quien se quiere. Ahí tienes a la Tomasona; mira si no anda embobada con su Robain, rondándole siempre, pinchándole, no dejándole en paz ni un momento, que siempre ha de hacerle alguna burla o largarle algún mojicón, cuando pasa. El otro día, estando él sentado en un banquillo, se lo quitó de debajo, con lo que fue a dar cuan largo era en el suelo. ¡Voto a Dios! ¡Así se ve cuando se quiere la gente! Pero tú nunca me dices nada; te quedas donde estás, plantada como un palo, y ya podría pasar veinte veces por delante, que no darías un paso para arrearme ningún coscorrón o decirme ninguna gracia. ¡Cuerpo de Cristo! Eso no está bien y eres demasiado arisca conmigo.
CARLOTA. ¿Qué le voy a hacer? Soy así y no puedo mudarme.
PEDRUCHO. ¡NO hay así que valga! Cuando se es amigo de uno, siempre hay modo de hacérselo notar, aunque sea sólo un poco.
CARLOTA. YO hago lo que puedo por quererte. Si no es bastante, busca quien te quiera más. PEDRUCHO. ¡Mira qué gracia! ¡Cuerpo de tal! ¿Me dirías esas cosas si me amaras? CARLOTA. Y tú, ¿por qué has de venir a marearme siempre?
PEDRUCHO. ¡Válgame Dios! ¿Te he hecho algún daño? ¡Sólo te pido un poco de amistad! CARLOTA. Pues ten paciencia y no me apures tanto. A veces, donde menos se piensa salta la liebre.
PEDRUCHO. ¡Venga esa mano, Carlota!
CARLOTA. Cógela.
PEDRUCHO. Prométeme que intentarás quererme más.
CARLOTA. YO haré lo que esté en mi mano; pero ello ha de venir por sí solo. Pedrucho, ¿es ése el caballero?
PEDRUCHO. ES ése.
CARLOTA. ¡Vive el cielo que es galán y sería gran pena que se hubiese ahogado!
PEDRUCHO. En seguida vuelvo, Carlota. Voy a beber una jarra de cerveza para reponerme después de tantas fatigas.



ESCENA II
Don Juan, Esganarel, Carlota
DON JUAN. NOS falló el golpe, Esganarel. Aquella inesperada tormenta, al volcarnos la barca, echó al mar nuestro intento. Pero, si he de decirte la verdad, esa villana con quien acabamos de hablar ha reparado ya aquel infortunio, y las gracias que vi en ella han borrado de mi pecho la pesadumbre de nuestra fracasada empresa. No ha de escapárseme ese corazón. Ya he sembrado en él sentimientos que no me dejarán languidecer mucho tiempo.
ESGANAREL. Confieso que me asustáis, señor. Apenas acabamos de salir de un peligro mortal, y, en vez de agradecer al cielo la compasión que se dignó tener con nosotros, otra vez estáis provocando su cólera con vuestros devaneos de siempre y vuestros amores cri...¿No callarás, bandido? No sabes lo que te dices; tu señor, en cambio, sabe muy bien lo que hace. Adelante.
DON JUAN (viendo a Carlota). iOh, oh! ¿De dónde sale esta otra villana, Esganarel? ¿Viste cosa más linda? ¿No te parece tan hermosa como la primera?
ESGANAREL. ¡Está claro, señor! Tendremos nueva burla.
DON JUAN. ¿A qué debo tan grato encuentro, hermosa mía? ¡Cómo! ¿En estos agrestres parajes; entre esos árboles y esas peñas, encuéntranse criaturas tan garridas como vos?
CARLOTA. Ya lo veis, señor.
DON JUAN. Sois de la aldea.
CARLOTA. SÍ, señor.
DON JUAN. ¿Moráis en ella?
CARLOTA. SÍ, señor.
DON JUAN. ¿Y os llamáis?
CARLOTA. Carlota, para serviros.
DON JUAN. Bella es la moza y ardiente su mirar.
CARLOTA. ¡Que me avergonzáis, señor!
DON JUAN. ¿Cómo? ¿Os avergüenza que os digan la verdad? ¿Qué opinas tú, Esganarel? ¿Cabe contemplar mayor hermosura? Volveos un poco, os lo suplico. ¡Oh! ¡Qué lindo talle! Alzad un poquitín la cabeza, os lo ruego. ¡Oh! ¡Qué preciosidad de cara! . Abrid bien los ojos, por vida vuestra. ¡Oh! ¡Qué ricura de ojos! Mostradme los dientes, os lo suplico. ¡Oh! ¡Cuan dignos de ser amados! ¡Y qué labios tan apetitosos! Por mi parte, estoy maravillado y nunca vi criatura más encantadora.
CARLOTA. Decís eso, señor, porque os viene en gana decirlo; pero qué sé yo si no os estaréis burlando de mí.
DON JUAN. ¡Burlarme yo de vos! ¡No lo quiera el cielo! ¡Os amo demasiado! Y creed que lo que digo me sale del fondo del corazón.
CARLOTA. Siendo así, os quedo agradecida.
DON JUAN, ¡NO, no! No me lo agradezcáis. Lo que os he dicho se lo debéis únicamente a vuestra belleza.
CARLOTA. Habláis demasiado bien. Yo no tengo ingenio para responderos.
DON JUAN. ¡Mira sus manos, Esganarel!
CARLOTA. ¡Callad, señor! ¡Si son negras como el carbón!
DON JUAN. NO digáis eso. Son las manos más lindas del mundo. Dejad que os las bese, os lo suplico.
CARLOTA. ES mucho honor. De saberlo antes, me las hubiera lavado con salvado.
DON JUAN. Decid, bella Carlota, ¿espero que no estéis casada?
CARLOTA. NO, señor. Pero lo estaré pronto con Pedrucho, el hijo de nuestra vecina Simona.
DON JUAN. ¡Cómo! ¡Una mujer de vuestras prendas con un, triste labriego! ¡Qué desatino! Sería profanar ese cúmulo de gracias. No nacisteis vos para vivir en una aldea. Sin duda alguna merecéis mejor suerte, y el cielo, que lo sabe muy bien, me ha traído aquí a propósito para impedir ese casamiento y rendir justicia a vuestros encantos; pues habéis de saber, hermosa Carlota, que os amo con toda el alma y de vos depende el que os saque de este mísero villorio, para poneros en el lugar que merecéis. Muy repentino puede pareceros este amor, pero pensad que es efecto de vuestra gran belleza y que el mismo amor inspiráis vos en un cuarto de hora que otras mujeres en seis meses.
CARLOTA. OS juro, señor, que me tenéis suspensa oyéndoos hablar. Me agrada lo que decís y os creería de mil amores; pero oí decir siempre que no hay que fiarse de los señores y que todos los cortesanos son unos embaucadores que sólo piensan en burlar las mozas.
DON JUAN, NO soy yo como ellos.
ESGANAREL. ¡Qué ha de ser!
CARLOTA. Considerar, señor, que es muy triste ser burlada. Soy una pobre aldeana, pero tengo en mucho a mi honra, y antes que perderla, preferiría verme muerta.
DON JUAN. ¿Tan ruin he de tener el alma para burlar a una mujer como vos? ¿Y me juzgáis tan cobarde como para deshonraros? ¡No y mil veces no! Tengo muy recta la conciencia. Os amo, Carlota, tal como se debe amar. Y, para que veáis la verdad de lo que os digo, sabed que mi única intención es casarme con vos. ¿Queréis mayor prueba? Estoy dispuesto a hacerlo tan pronto como digáis, y tomo por testigo de la palabra que os doy al hombre aquí presente.
ESGANAREL. NO tengáis reparo, que se casará todas las veces que queráis.
DON JUAN. ¡Ay, Carlota! Veo que no me conocéis. ¡Qué injusta sois conmigo juzgándome por lo que hacen los demás! Si existen malvados en el mundo, hombres que sólo aspiran a engañar a las doncellas, no me contéis a mí entre ellos, ni pongáis en duda la sinceridad de mi palabra. ¿Queréis mejor defensa que vuestra propia belleza? Una mujer como vos no ha de estar sujeta a tales temores. Creedme, no tenéis vos figura de mujer burlada. Por lo que respecta a mí, confieso que me daría mil puñaladas en el corazón, si hubiese tenido el menor pensamiento de engañaros.
CARLOTA. ¡Dios mío! No sé si decís verdad o si mentís, pero hacéis que os crean.
DON JUAN. Cuando me creáis, seréis justa conmigo. Os vuelvo a ofrecer mi palabra de matrimonio. ¿No la aceptaréis? ¿Os negaréis a ser mi esposa?
CARLOTA. YO si quiero, con tal que quiera mi tía.
DON JUAN. Dadme esa mano, Carlota, ya que, por vuestra parte, aceptáis.
CARLOTA. Pero, por lo menos, no vayáis a engañarme, señor, os lo suplico. Sería un cargo de conciencia. Ya veis que yo voy de buena fe.
DON JUAN. ¡Cómo! ¿Dudaréis aún de mi sinceridad? ¿Queréis arrancarme juramentos terribles? ¡Voto al cielo...!
CARLOTA. No juréis, por Dios, que ya os creo.
DON JUAN. Pues, como prenda de amistad, dame un besito.
CARLOTA. Aguardad a que estemos casados, por vida vuestra. Ya os besaré luego tanto como queréis.
DON JUAN. ¡Sea! Vuestra es mi voluntad, bella Carlota. Dadme tan sólo la mano y permitid que le exprese con mil besos el júbilo que siento...



ESCENA III
Don Juan, Esganarel, Pedrucho, Carlota

PEDRUCHO (poniéndose entre Carlota y don Juan para apartar a éste). ¡Teneos, señor! ¡Teneos, por vida vuestra! Estáis muy acalorado y podríais coger una pleuresía.
DON JUAN (empujando a Pedrucho con rudeza). ¿A qué viene ese majadero?
PEDRUCHO. OS digo que os tengáis y no acariciéis a nuestras prometidas.
DON JUAN (sin parar de darle empujones). ¡Qué modo de alborotar!
PEDRUCHO. ¡Pesia tal! No empujéis más.
CARLOTA (cogiéndole del brazo). No te metas tú con él!
PEDRUCHO. ¡Pues yo quiero meterme!
DON JUAN. ¡Ah!
PEDRUCHO. ¡Voto a Cristo! ¿Porque sois caballero habéis de venir a acariciar a nuestras mujeres en nuestras propias barbas? Id a acariciar las vuestras.
DON JUAN. ¿Qué?
PEDRUCHO. ¡Qué! (Don Juan le da un bofetón.) ¡No me peguéis, cuerpo de Dios! (Otro bofetón.) ¡Oh! ¡Voto a tal! (Otro bofetón.) ¡Rediós! (Otro bofetón.).Por Satanás y por cincuenta mil demonios! ¡No hay que pegar a la gente, ni agradecer de este modo que os hayan sacado del mar!
CARLOTA. NO te enfades, Pedrucho.
PEDRUCHO. ¡Quiero enfadarme! ¡Y tú eres una granuja por dejarte engatusar!
CARLOTA. NO es lo que piensas, Pedrucho. Este caballero quiere casarse conmigo y tú no tienes por qué ponerte así.
PEDRUCHO. ¡Cómo! ¡Voto a...! ¿Pues no eres tú mi prometida?
CARLOTA. ¿Y qué importa eso? Si es que me quieres, ¿no has de alegrarte mucho viéndome hecha una señora?
PEDRUCHO. ¡Por mil demonios, que no! ¡Antes te vea enterrada que casada con otro!
CARLOTA. ¡Vamos, vamos! No te dé pesadumbre. Como llegue yo a señora, algo te alcanzara a ti. Tú nos traerás mantequilla y queso.
PEDRUCHO. ¡Maldita sea! No te llevaría nada, ni aun pagándome el doble. ¡Cómo escuchas sus palabras! De saber eso, no lo sacaba del agua; antes le partiera la cabeza con el remo.
DON JUAN (acercándose a Pedrucho con intención de pegarle). ¿Qué es lo que dices?
PEDRUCHO (escondiéndose detrás de Carlota). ¡Voto a tal! ¡Que a mí no me asusta nadie!
DON JUAN (yendo hacia él). Aguarda un poco.
PEDRUCHO (cambiando de lado). Yo me río de todo.
DON JUAN. Vamos a verlo.
PEDRUCHO (otra vez detrás de Carlota). ¡En peores me he visto!
DON JUAN. ¡Ah, sí!
ESGANAREL. ¡Ea, señor! Dejad ya a ese pobre infeliz. Es pecado pegarle. (A Pedrucho, poniéndose entre él y don Juan.) Vete zagal, y no digas nada más.
PEDRUCHO (poniéndose delante de Esganarel y dirigiéndose con altanería a don Juan). Quiero decirle unas cuantas cosas. .
DON JUAN (levanta la mano para dar una bofetada a Pedrucho, pero éste agacha la cabeza y recibe el golpe Esgaranel). ¡Toma! ¡Para que aprendas!
ESGANAREL (mirando a Pedrucho, que tiene agachada la cabeza, para esquivar el golpe), ¡Valga el diablo el bellaco!
DON JUAN. ¡Por meterte a redentor!
PEDRUCHO. ¡Cuerpo de...! Voy a contarle a su tía todo ese enredo.
DON JUAN (a Carlota). Por fin voy a ser el mortal más dichoso. Y por nada del mundo trocaría mi felicidad. ¡Cuántas delicias cuando seáis mi esposa! ¡Y cuántos...!



ESCENA IV
Don Juan, Esganarel, Carlota, Maturina

ESGANAREL (viendo pasar a Maturina). ¡ Ay, ay, ay!
MATURINA (a don Juan). Señor, ¿que hacéis aquí con Carlota? ¿Le habláis de amor también?
DON JUAN (aparte a Maturina). Al revés, me estaba declarando sus deseos de ser mi esposa, y yo le respondía que ya estoy comprometido con vos.
CARLOTA (a don Juan). ¿Qué os dice Maturina?
DON JUAN (aparte a Carlota). Está celosa porque hablo con vos, y le gustaría que me casara con ella. Pero le he dicho que os amo a vos.
MATURINA. ¿Qué? Carlota...
DON JUAN (aparte a Maturina). No. le digáis nada. Es inútil. Se le ha metido esta idea en la cabeza.
CARLOTA. Pero, ¿qué hay? Maturina...
DON JUAN (Aparte a Carlota). Es por demás que le habléis. No conseguiréis quitarle ese desatino de la cabeza.
CARLOTA. Pero ¿qué hay? Maturina...
DON JUAN (Aparte a Carlota). Es por demás que le habléis. No conseguiréis quitarle ese desatino de la cabeza.
MATURINA. Pero...
DON JUAN (Aparte a Maturina) No hay modo de que entre en razón.
CARLOTA. Querría...
DON JUAN (Aparte a Carlota). Es más testaruda que una mula.
MATURINA. De veras...
DON JUAN. (Aparte a Maturina). No le digáis nada. Está loca.
CARLOTA. Digo...
DON JUAN (Aparte a Carlota). Dejadla. Es una caprichosa.
MATURINA. No, no. Tengo que hablar con ella
CARLOTA. Quiero ver lo que dice.
MATURINA ¿Qué?
DON JUAN (Aparte a Carlota). A qué os jura que le prometí casarme con ella?
MATURINA. ¿Sabes, Carlota, que está muy feo cruzarse en los negocios ajenos?
CARLOTA. ¿Sabes, Maturina, que está muy mal tener celos porque hable conmigo este caballero?
MATURINA. A mí me vio antes.
CARLOTA. Si a ti te vio antes, a mí me vio después, y me prometió que se casaría conmigo. DON JUAN (aparte a Maturina). ¿No os lo dije?
MATURINA (a Carlota), ¡Reciba mil parabienes vuestra merced! Fue conmigo con quien prometió casarse.
DON JUAN (aparte a Carlota). ¿No lo adiviné?
CARLOTA. ESO se lo dices a otra. Te digo que me lo prometió a mí.
MATURINA. ¿Me tomas por boba? Te repito que fue a mí.
CARLOTA. Aquí está. Que diga si no tengo razón.
MATURINA. Sí aquí está. Que diga si miento.
CARLOTA. Señor, ¿le disteis palabra de casamiento?
DON JUAN (aparte a Carlota). ¿Os queréis burlar de mí?
MATURINA. ¿De veras, señor, le prometisteis ser su esposo?
DON JUAN (aparte a Maturina). ¿Cómo pensáis tal cosa?
CARLOTA. ¿Veis cómo no lo niega?
DON JUAN (aparte a Carlota). No le hagáis caso.
MATURINA. ¿Veis cómo lo asegura?
DON JUAN (aparte a Maturina). Dejad que diga.
CARLOTA. NO, no. Hay que saber la verdad.
MATURINA. Hay que dejar las cosas claras.
CARLOTA. SÍ, Maturina, que te diga el caballero que aún no saliste del cascarón.
MATURINA. SÍ, Carlota, que te deje bien corrida el caballero.
CARLOTA. Por vida vuestra, zanjad ya el pleito, señor.
MATURINA. SÍ, ponednos de acuerdo, señor.
CARLOTA (a Maturina). Ahora verás.
MATURINA (a Carlota). Ahora verás tú.
CARLOTA (a don Juan). Decid.
MATURINA (a don Juan). Hablad.
DON JUAN (apurado, a ambas). ¿Qué queréis que os diga? Aseguráis ambas que prometí tomaros por esposas. ¿Acaso no sabéis cada cual la verdad, sin que sean menester más explicaciones? ¿Para qué obligarme a repetir lo mismo? ¿Aquella a quien se lo prometí de veras no puede reírse de lo que dice la otra, sin más preocupación, con tal que yo cumpla mi palabra? ¿Qué se consigue con las palabras? Hay que obrar y no hablar. Los resultados dicen más que las palabras. Pues por los resultados quiero yo que conozcáis la verdad. Ya se verá cuando me case cuál de las dos es dueña de mi corazón. (Aparte a Maturina.) Dejad que crea lo que quiera. (Aparte a Carlota.) Dejadla con sus ilusiones. (Aparte a Maturina.) Os adoro. (Aparte a Carlota.) Soy vuestro esclavo. (Aparte a Maturina.) Comparadas con la vuestra todas las caras son feas. (Aparte a Carlota.) Después de veros a vos, no se puede mirar a ninguna. Tengo que dar unas órdenes. Volveré con vosotras dentro de un cuarto de hora. (Sale.)
CARLOTA (a Maturina). Me quiere a mí.
MATURINA (a Carlota). Se casará conmigo.
ESGANAREL. ¡Pobres rapazas! Me da pena vuestra inocencia, y no puedo dejar que corráis así
a vuestra perdición. Creedme ambas: no os engañen las fábulas que os cuentan, ni salgáis de
vuestra aldea.
DON JUAN (volviendo). Quiero saber por qué no ha venido conmigo Esganarel.
ESGANAREL (a las mozas). Mi señor es un bribón: sólo pretende burlaros, como ha burlado a tantas otras: es el marido del género humano y... (Reparando en don Juan.) Y os aseguro que eso es una falsedad. A quien os lo diga, respondedle que miente. Mi señor no es el marido del género humano, ni lleva intención de engañaros, ni ha engañado a otras. Aquí le tenéis. Preguntádselo mejor a él.
DON JUAN (mirando a Esganarel y sospechando que ha hablado). Sí.
ESGANAREL. Señor, como el mundo está plagado de malas lenguas, hay que prever los sucesos; por eso les decía a esas rapazas que, sí alguien les habla mal de vos, que no le crean y le digan que miente.
DON JUAN. ¡Esganarel!
ESGANAREL. SÍ, mi señor es un hombre de honor, os lo aseguro yo.
DON JUAN. ¡Oh!
ESGANAREL. Son unos impertinentes.



ESCENA V
Don Juan, La Ramée, Carlota, Maturina, Esganarel

LA RAMÉE (aparte a don Juan). Señor, vengo a deciros que aquí se están poniendo feas las cosas.
DON JUAN. ¿Cómo es ello?
LA RAMÉE. OS buscan doce hombres a caballo; que estarán aquí en un momento. Ignoro cómo pudieron seguiros. Pero lo sé por un labrador a quien preguntaron por vos con toda suerte de pormenores. El tiempo apremia y lo mejor es salir de aquí cuanto antes.
DON JUAN (a Carlota y Maturina). Me obliga a ausentarme un negocio urgente; pero no olvidéis mi promesa, os lo suplico. Mañana sabréis de mí antes del anochecer. (Salen Carlota y Maturina.) Siendo las fuerzas tan desiguales, es menester recurrir a una estratagema y evitar con astucia el peligro que me amenaza. Quiero que Esganarel vaya con mi traje y yo...
ESGANAREL. ¡Os burláis de mí, señor! ¡Exponerme a morir asesinado con vuestro traje y...!
DON JUAN. Daos prisa. Os hago un gran honor. Dichoso es el criado que tiene la suerte de morir por su amo.
ESGANAREL. Os agradezco el honor. (Solo.) ¡Dios mío, ya que se trata de morir, hazme la gracia de no confundirme con nadie!



ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
Don Juan, vestido de camino, Esganarel, de médico
ESGANAREL. Confesad, señor, que tuve yo razón y que ese disfraz nos cae a los dos de maravilla. No era muy acertada vuestra primera idea; así pasamos mucho más disimulados que con lo que pensabais hacer.
DON JUAN. LO cierto es que estás extremado. Me gustaría saber dónde fuiste a desenterrar esa indumentaria ridícula.
ESGANAREL. ¡Ah, sí! Pues era el traje de un médico viejo, que quedó empeñado donde yo lo hallé, y me costó dinero sacarlo. Pero, ¿sabéis que este traje me ha valido ya cierta consideración? Me saludan, cuando paso, y vienen a consultarme como a un sabio.
DON JUAN. Cuéntame eso.
ESGANAREL. Cinco o seis labradores y labradoras, que me han visto pasar, han venido a pedirme consejos sobre distintas enfermedades.
DON JUAN. ¿Y tú les habrás respondido que no sabes nada?
ESGANAREL. ¿Yo? ¡Qué he de responderles! He querido salvar el honor del traje que llevo. He discurrido sobre cada enfermedad y le he dado su receta a cada cual.
DON JUAN. ¿Y qué remedios has dado?
ESGANAREL. ¡Pardiez, señor, he hecho como Dios me ha dado a entender! Les he mandado lo que me ha parecido, y sería gracioso que sanasen los enfermos y viniesen a darme las gracias.
DON JUAN. ¿Por qué no? ¿Por qué no has de gozar tú de los privilegios de los médicos? No intervienen más ellos en la curación de sus enfermos y todo su arte es pura mentira. Se limitan a recibir la gloria de un azar favorable; y tú puedes beneficiarte, igual que ellos, de la buena estrella de un enfermo, atribuyendo a tus remedios lo que resulta del favor de la suerte y de las fuerzas de la naturaleza.
ESGANAREL. ¿Cómo, señor? También en medicina sois incrédulo?
DON JUAN. ES uno de los engaños más grandes que corren entre los hombres.
ESGANAREL. ¡Qué! ¿Así que no creéis en el sen, ni en la cañafístula, ni en el vino emético?
DON JUAN. ¿Por qué quieres que crea en ello?
ESGANAREL. NO hay alma más incrédula que la vuestra. Y eso que habéis oído todo lo que se dice recientemente del vino emético. Sus milagros han convertido a las mentes más incrédulas; y, aquí donde me veis, no hace ni tres semanas que presencié uno de sus maravillosos efectos.
DON JUAN. ¿Cuál?
ESGANAREL. Fue un hombre que estuvo seis días a las puertas de la muerte. Nadie sabía qué recetarle ya. Ninguna medicina le hacía nada. Hasta que por fin alguno tuvo la idea de administrarle vino emético.
DON JUAN. Y se curó. ¿Verdad?
ESGANAREL. NO. Se murió.
DON JUAN. Admirable fue el efecto, por cierto.
ESGANAREL. ¡Cómo! ¡Llevaba seis días enteros sin poder, morirse y el vino le mató de una vez! ¿Queréis mayor eficacia?
DON JUAN. Tienes razón.
ESGANAREL. Pero dejemos ya la medicina, en la que no creéis, y hablemos de lo otro. Ese traje
hace que me sienta ingenioso y me entran ganas de discutir con vos. Porque me permitisteis
discutir. Sólo me está prohibido el sermonearos.
DON JUAN. Empieza.
ESGANAREL. Quisiera conocer un poco lo que de veras pensáis. ¿Es posible que no creáis ni un tanto así en el cielo?
DON JUAN. NO hablemos de eso.
ESGANAREL. Luego no creéis en él. ¿Y en el infierno?
DON JUAN. Psé
ESGANAREL. ¡Tampoco! ¿Y en el diablo? Por favor.
DON JUAN. Pues sí.
ESGANAREL. ¡Igual! ¿Tampoco créeis en la otra vida?
DON JUAN. ¡Ja, ja, ja!
ESGANAREL. Me costará mucho convertir a este hombre. ¿Y los duendes? ¿Qué me decís de los duendes, eh?
DON JUAN. ¡Valga el diablo el fatuo!
ESGANAREL. ESO no puedo admitirlo; pues no hay nada tan cierto como que existen duendes. Por
ello me dejaba yo cortar la cabeza. Además, hay que creer en algo en esta vida. ¿En qué creéis vos?
DON JUAN. ¿En qué creo yo?
ESGANAREL. SÍ.
DON JUAN. Creo que dos y dos son cuatro, Esganarel, y que cuatro y cuatro son ocho.
ESGANAREL. ¡Valiente creencia! Por lo visto vuestra religión será la aritmética. ¡Hay que ver qué extrañas locuras se les meten a los hombres en la cabeza, y cuántas veces, no por estudiar mucho, es la gente más sabia! Por mi parte, he de confesar que, a Dios gracias, no he estudiado como vos, y nadie puede presumir de haberme enseñado nunca nada; pero, con mi pobre sentido común y mi corto entendimiento, veo las cosas mejor que todos los libros y comprendo perfectamente que este mundo que vemos no es como un hongo que creció sólo en una noche. Me gustaría que me explicarais quién hizo estos árboles, estas peñas, esta tierra y aquel cielo que allá arriba vemos, y si todo esto se ha hecho solo. Fijaos, por ejemplo, en vuestra persona, que está aquí. ¿Por ventura os habéis hecho vos mismo? ¿No fue menester que, para haceros, dejase preñada vuestro padre a vuestra madre? ¿Podéis acaso contemplar todas las partes que componen la máquina humana sin maravillaros del orden que entre ellas reina? Estos nervios, estos huesos, estas venas, estas arterias, estas..., este pulmón, este corazón, este hígado y todos los demás ingredientes que aquí tenemos y que... ¡Por vida vuestra, paradme, señor, os lo suplico! Si no me interrumpen, no sé discutir. Y vos calláis aposta y me dejáis hablar por pura malicia.
DON JUAN. Aguardo la conclusión de tu razonamiento.
ESGANAREL. Mi razonamiento es que, por más que queráis decir, hay en el hombre algo
admirable, que todos los sabios juntos serían incapaces de explicar. ¿No es una maravilla que esté
yo aquí y que posea en la cabeza algo que puede pensar cien cosas diversas en un instante y hacer
con mi cuerpo lo que quiere? Quiero batir palmas, levantar el brazo, alzar la vista al cielo,
agachar la cabeza, mover los pies, ir a la derecha, a la izquierda, adelante, atrás, dar vueltas... (Se cae dando vueltas.)
DON JUAN. ¿LO ves? Tu razonamiento ha dado de narices en el suelo.
ESGANAREL. ¡Diantre! ¡Qué bobo soy por perder el tiempo en discutir con vos! ¡Creed lo que queráis! ¡A mí qué se me da que os condenéis!
DON JUAN. Pero, razonando razonando, creo que nos hemos extraviado, llama a aquel hombre y que nos muestre el camino.
ESGANAREL. ¡Eh, oíd! ¡Eh, compadre! ¡Eh, amigo! ¡Unas palabras, por favor!



ESCENA II
Don Juan, Esganarel, un mendigo

ESGANAREL. Mostradnos el camino de la ciudad.
MENDIGO. Basta seguir éste y torcer a mano derecha en llegando al extremo del bosque. Pero os aviso que andéis prevenidos, pues hace algún tiempo merodean por aquí salteadores.
DON JUAN. Gracias, amigo. Te lo agradezco de todo corazón.
MENDIGO. ¿NO me auxiliaréis con una limosna, señor?
DON JUAN. ¡Ah! Era interesado tu aviso, por lo que veo.
MENDIGO. Señor, soy un pobre hombre que vive retirado en este bosque desde hace diez años, y no dejaré de pedirle al cielo que os conceda todo género de bienes.
DON JUAN. Pídele que te dé con qué vestirte y no te ocupes de los negocios ajenos.
ESGANAREL. NO conocéis a mi señor, buen hombre. Sólo cree que dos y dos son cuatro y que cuatro y cuatro son ocho.
DON JUAN. ¿Cómo pasas el tiempo entre estos árboles?
MENDIGO. Todo el día rezo por la prosperidad de la gente generosa que me da algo.
DON JUAN. ¿Luego no te falta nada?
MENDIGO. , ¡Ay, señor! Vivo en la mayor necesidad.
DON JUAN. ¡Te burlas de mí! ¿De que puede carecer un hombre que se pasa todo el día rezando?
MENDIGO. Os aseguro, señor, que la mayor parte de los días no tengo ni un mendrugo de pan que llevarme a la boca.
DON JUAN. Es un caso extraño. Mal te agradecen tus desvelos. Ahora mismo te voy a dar yo un luis de oro si consientes en blasfemar.
MENDIGO. Señor, ¿queréis obligarme a cometer un pecado tan grave?
DON JUAN. Tú sabrás si quieres ganar un luis de oro. Mira éste: te lo doy si blasfemas. Ten. Pero has de blasfemar.
MENDIGO. Señor...
DON JUAN. No siendo así, no te lo doy.
ESGANAREL. ¡Anda ya! Blasfema un poco, que no es ningún crimen.
DON JUAN. Cógelo. Ahí lo tienes. Cógelo, te digo. Pero blasfema ya.
MENDIGO. No, señor. Prefiero morir de hambre.
DON JUAN. Anda, toma, te lo doy por amor a la humanidad. Pero, ¿qué estoy viendo? ¡Un hombre atacado por otros tres! Desigual es la pelea, y no puedo sufrir tal cobardía.



ESCENA III
Don Juan, don Carlos, Esganarel
ESGANAREL (solo). ¡Está loco mi amo! ¡Meterse en un peligro que no le amenazaba a él! Pero, voto a tal, que fue útil su ayuda, y los dos han hecho huir a los tres.
DON CARLOS (con la espada desenvainada aún). La fuga de estos bandidos encarece el valor de vuestro brazo. Permitid, caballero, que os dé las gracias por una acción tan generosa y que...
DON JUAN (volviendo, espada en mano). Caballero, no hice nada que no hicierais vos en mi lugar. Tales lances comprometen el propio honor, y la acción de aquellos bribones era tan cobarde, que el no oponerse a ella hubiera sido tanto como prestarle ayuda. Pero, ¿por qué azarosas circunstancias fuisteis a caer entre sus manos?
DON CARLOS. Me perdí en el bosque al separarme de un hermano mío y de la gente que nos acompañaba. Iba en busca suya, cuando topé con aquellos bandidos, que me mataron primero el caballo y, sin vuestro arrojo, me hubieran matado después a mí.
DON JUAN. ¿Vais hacia la ciudad?
DON CARLOS. Sí, pero sin intención de entrar en ella. A mi hermano y a mí nos es forzoso permanecer en el campo por uno de esos infortunados sucesos que hacen inevitable el sacrificio propio y el de toda la familia en aras del honor, pues sea cual sea su conclusión, no puede, a la postre, sino ser funesta, y si no se pierde la vida, se pierde el derecho a vivir en la patria. Y en esto veo yo la triste condición del noble, a quien no bastan toda la prudencia y honradez de su conducta, sino que está sujeto, por las leyes del honor, a los desórdenes de la vida ajena; de suerte que su vida, su sosiego y su hacienda se hallan a la merced de cualquier temerario, a quien se le antoje infligirle uno de esos ultrajes por los que ha de exponer su vida un hombre de bien.
DON JUAN. Sí, pero, por fortuna, podemos hacer correr igual riesgo y sufrir las mismas congojas a aquel a quien viene en gana ultrajarnos deliberadamente. Mas, ¿sería indiscreción el preguntaros qué suceso fue el vuestro?
DON CARLOS. Las cosas han llegado a un extremo tal que ya es excusado guardar el secreto. Conocida la ofensa, el honor ya no exige disimular la vergüenza, antes pide declarar la venganza y hasta pregonar el firme propósito de llevarla a cabo. Así, caballero, que no dudaré en deciros que la ofensa que queremos vengar es la de una hermana seducida y sacada de un convento, y que es autor de dicha ofensa un don Juan Tenorio, hijo de don Luis Tenorio. Hace días que andamos buscándole, y le estuvimos siguiendo esta mañana, tras oír la información de un mozo, que nos dijo que había salido a caballo, acompañado de cuatro o cinco criados, y que habían tirado por esta playa; pero todos nuestros esfuerzos han sido vanos y nada hemos averiguado de él.
DON JUAN. ¿Conocéis a ese don Juan de quien me habláis?
DON CARLOS. YO, no. Nunca le he visto; tan sólo se lo he oído describir a mi hermano; pero la fama que tiene dice poco en su favor.
DON JUAN. NO sigáis, caballero, por Dios os lo ruego. Tengo cierta amistad con don Juan, y sería como una cobardía por mi parte el oír hablar mal de él.
DON CARLOS. Por el amor que os tengo, no diré una palabra más. Y será cumplir con lo menos que os debo, después de que me salvasteis la vida, el no hablar en presencia vuestra de una persona a la que conocéis, cuando sólo podría hablar mal de ella. Pero, por muy amigo suyo que seáis, me atrevo a esperar que no aprobéis su acción, ni juzguéis extraño que queramos vengarnos.
DON JUAN. Antes por el contrario, quiero ayudaros, evitándoos cuidados inútiles. Soy amigo de don Juan, no puedo impedirlo. Pero no es justo que ofenda impunemente a unos caballeros, y os prometo obligarle a daros satisfacción.
DON CARLOS. ¿Qué satisfacción cabe dar, siendo la ofensa tan grande?
DON JUAN. Aquella que exija vuestro honor. Y no os molestéis más en buscar a don Juan, que yo os doy palabra de que le hallaréis en el lugar y hora que dispongáis.
DON CARLOS. ES ésta una grata esperanza para unos corazones ofendidos, caballero. Mas después de lo que os debo ya, sería demasiado triste que intervinierais en el duelo, al lado de don Juan.
DON JUAN. Tan unido estoy a él, que no podría batirse, sin batirme yo también; pero, en fin, os respondo de él como de mí mismo, de suerte que no tenéis sino decirme cuándo queréis verle para que os dé satisfacción.
DON CARLOS. ¡Cruel suerte la mía! ¡Deberos la vida y que tenga que ser don Juan amigo vuestro!



ESCENA IV
Don Alonso y tres criados Don Carlos, don Juan, Esganarel
DON ALONSO (hablando con su gente, sin ver a don Carlos ni a don Juan). Abrevad ahí a los caballos y traédmelos luego; quiero andar un rato. ¡Cielos! ¡Cómo, hermano! ¡Vos hablando con nuestro mortal enemigo!
DON CARLOS. ¿Nuestro mortal enemigo?
DON JUAN (dando tres pasos atrás y llevando altivamente la mano a la empuñadura de la espada) Sí. Soy don Juan. Vuestra superioridad numérica no me hará ocultar mi nombre.
DON ALONSO (echando mano a la espada). ¡Ah, traidor, morirás y...! (Esganarel corre a esconderse.)
DON CARLOS. ¡ Deteneos, hermano! Le debo la vida. Sin el auxilio de su brazo hubiera muerto asesinado por unos bandidos con los que me encontré.
DON ALONSO. ¿Y queréis que esta consideración impida nuestra venganza? Los favores prestados por manos enemigas carecen de todo valor para obligar al alma, y, si hemos de medir la obligación por la ofensa, resulta ridícula vuestra gratitud, hermano. Siendo infinitamente más precioso el honor que la vida, el deber ésta a quien nos arrebató aquél es no deber nada.
DON CARLOS. Hermano, sé la diferencia que cualquier alma bien nacida debe establecer entre una y otro, y el reconocer mi obligación no borra en modo alguno el resentimiento por la ofensa; pero permitid que le de vuelva lo mismo que me prestó y me desquite aquí de mi deuda aplazando nuestra venganza y dándole libertad para gozar unos días del fruto de su buena acción.
DON ALONSO. NO, no. Aplazar nuestra venganza es arriesgarla: puede no repetirse la ocasión de tomárnosla. El cielo nos la brinda ahora y es forzoso aprovecharla. Cuando se ha herido mortalmente el honor, no cabe consideración alguna. Y, si os ofende prestar vuestro brazo para esta acción, apartaos y confiad a mi mano la gloria de tan gran sacrificio.
DON CARLOS. Por Dios os lo suplico, hermano...
DON ALONSO. Sobran tantos discursos. Es preciso que muera.
DON CARLOS. OS digo que os detengáis, hermano. No sufriré que se ataque su vida, y juro a Dios que he de defenderle contra quien sea, convirtiendo en muralla esta vida que él salvó, de suerte que, para herirle, tendréis que atravesarme con vuestra espada.
DON ALONSO. ¡Cómo! ¿Defendéis contra mí a nuestro enemigo? ¿Cómo, lejos de sentir la cólera que me causa su presencia, podéis manifestarle unos sentimientos tan entrañables?
DON CARLOS. Hermano, tengamos moderación en una acción que es justa, y no venguemos nuestro honor impulsados por la ira que os mueve. Sepamos ser dueños de nuestro arrojo: no dejemos que se convierta en ferocidad; sometamos nuestra valentía a la luz de la razón y no al arrebato de una cólera ciega. Hermano, no quiero quedar en deuda con mi enemigo y tengo contraída con él una obligación, que he de cumplir por encima de todo. No por aplazada será menos gloriosa nuestra venganza, antes por el contrario, habrá de salir beneficiada, y esta ocasión de haberla podido tomar antes, la hará parecer más justa a los ojos de la gente.
DON ALONSO. Extraña flaqueza y terrible ceguera es arriesgar así los intereses del honor por la idea ridícula de una obligación quimérica.
DON CARLOS. Perded cuidado, hermano. Si cometo una equivocación sabré cómo repararla. Tomo nuestro honor bajo mi responsabilidad: sé a lo que nos obliga, y esta tregua de un día que le pide mi gratitud no hará sino aumentar mi afán de satisfacerle. Ya veis, don Juan, cuan escrupulosamente quiero devolveros el bien que de vos recibí. No lo olvidéis para juzgar lo demás: pensad que siempre pago cuanto debo con el mismo ardor, y que no seré menos exacto en pagaros la ofensa que la deuda. No quiero obligaros a declarar aquí vuestro propósito y os dejo libre para que reflexionéis con tiempo antes de decidiros. Harto conocéis la magnitud de la ofensa que nos habéis infligido, y os hago juez de la reparación que exige. Para darnos satisfacción, existen medios pacíficos; también los hay crueles y sangrientos. En cualquier caso, y sea cual fuere vuestra decisión, recordad que habéis empeñado vuestra palabra de que don Juan me dará satisfacción; no os olvidéis de dármela, os lo suplico, y recordad que, fuera de este lugar, sólo estoy obligado con mi honor.
DON JUAN. No os he exigido nada y cumpliré lo prometido.
DON CARLOS. Vamos, hermano. Un instante de sosiego no puede agraviar en nada al rigor, de nuestro deber.



ESCENA V
Don Juan, Esganarel
DON JUAN. ¡Esganarel! ¡Ven aquí!
ESGANAREL (saliendo de donde estaba escondido). ¿Qué deseáis, señor?
DON JUAN. ¡Cómo! ¡Bellaco! ¿Huyes cuando me atacan?
ESGANAREL. Perdonadme, señor, estaba ahí al lado. Me parece que este traje tiene virtud laxativa y el llevarlo es como tomar una purga.
DON JUAN. ¡Valga el diablo el insolente! Disimula al menos tú cobardía con un manto más digno. ¿Sabes a quién salvé la vida?
ESGANAREL. ¿YO? ¡Qué he de saber!
DON JUAN. A un hermano de Elvira.
ESGANAREL. A un...
DON JUAN. ES muy caballeroso: obró con nobleza y siento tener un pleito con él.
ESGANAREL. OS sería fácil arreglarlo todo.
DON JUAN. SÍ, pero está muerta mi pasión por doña Elvira y las ataduras van contra mi modo de ser. Amo la libertad en amor, ya lo sabes, y sería incapaz de encerrar mi corazón entre cuatro paredes. Te lo he dicho mil veces, me siento inclinado naturalmente a dejarme arrastrar por todo lo que me atrae. Mi corazón es de todas las mujeres, y lo han de coger ellas, cuando les toque, procurando conservarlo mientras puedan. Pero, ¿qué soberbio edificio es el que veo por entre aquellos árboles?
ESGANAREL. ¿NO lo sabéis?
DON JUAN. De veras que no lo sé.
ESGANAREL. Pues era la tumba que se estaba construyendo el comendador cuando le matasteis.
DON JUAN. ¡Áh, tienes razón! No sabía que estuviera por aquí. Me han contado maravillas de esta obra, así como de la estatua del comendador, y tengo ganas de ir a verlas.
ESGANAREL. ¡NO vayáis, señor!
DON JUAN. ¿Por qué?
ESGANAREL. NO está bien que visitéis a un hombre a quien matasteis.
DON JUAN. Al revés, quiero honrarle con esta visita, y ha de recibirla con agrado, si es hombre cortés. Anda,
entremos ya.
(Se abre la tumba descubriendo un soberbio mausoleo y la estatua del comendador.)
ESGANAREL. ¡Oh! ¡Qué hermosura! ¡Qué hermosas estatuas! ¡Qué hermoso mármol! ¡Qué hermosos pilares! ¡Oh, qué hermoso es todo! ¿Qué decís vos, señor?
DON JUAN. Que no puede llegar más lejos la ambición de un hombre muerto. Y lo que más me asombra es que un hombre, que, durante toda la vida, se contentó con una casa de lo más sencillo, quisiera tener otra tan magnífica para cuando ya no le haría falta alguna.
ESGANAREL. ¡Mirad la estatua del comendador!
DON JUAN. ¡A fe que está arrogante vestido de emperador romano!
ESGANAREL. ¡Por Dios que es extremada la obra! Parece que esté vivo y vaya a hablar. Y nos lanza unas miradas que me asustarían si no estuviera con vos. Creo que le disgusta vernos.
DON JUAN. Pues haría mal y no correspondería al honor que le hago. Pregúntale si quiere venir a cenar conmigo.
ESGANAREL. ¿OS burláis, señor? Habría que estar loco para ponerse a hablar con una estatua.
DON JUAN. Haz lo que te mando.
ESGANAREL. ¡Qué desatino!... (Aparte.) Me río de mi propia tontería, pero la culpa es de mi amo. (Al comendador.) Señor comendador, os pregunta mi amo, don Juan, si queréis hacerle el honor de ir a cenar con él. (La estatua mueve la cabeza de arriba a abajo.)
¡Oh!
DON JUAN. ¿Qué es eso? ¿Qué te pasa? ¡Contesta!
¡Hablarás al fin!
ESGANAREL. (bajando la cabeza como la estatua). La estatua...
DON JUAN. ¿Qué quieres decir, traidor?
ESGANAREL. Digo que la estatua...
DON JUAN. ¿Qué, la estatua? Habla o te descalabro.
ESGANAREL. La estatua me ha hecho una señal.
DON JUAN. ¡Maldito bribón!
ESGANAREL. Digo que me ha hecho una señal; es la pura verdad. Id vos a hablar con ella y lo veréis. Quizás...
DON JUAN. Ven aquí, pícaro. Quiero que veas claramente tu cobardía. Atiende. ¿Aceptaría venir a cenar conmigo el señor comendador? (La estatua baja otra vez la cabeza.) ESGANAREL. Ni por diez pistolas quisiera hacer yo este papel. ¿Qué decís ahora, señor?

DON JUAN. ¡Vamos! Salgamos de aquí.
ESGANAREL. (solo). ¡Estos son los libertinos que no quieren creer en nada!



ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
Don Juan, Esganarel
DON JUAN. En cualquier caso, no hablemos más de ello: no merece la pena. Nos habrá engañado la luz o nos habrá enturbiado la vista un momentáneo trastorno del cerebro.
ESGANAREL. NO, señor, no queráis desmentir lo que hemos visto con nuestros propios ojos. No hay cosa más verdadera que aquel bajar la cabeza, y estoy seguro de que el cielo, escandalizado por la vida que lleváis, ha hecho aquel milagro para convenceros y apartaros de...
DON JUAN. ¡Óyeme bien! Si vuelves a importunarme con tus fábulas necias o dices una sola palabra más sobre este asunto, llamo a un lacayo, hago traer un vergajo, mando que te sujeten entre tres o cuatro y te dejo la espalda en carne viva. ¿Me has entendido?
ESGANAREL. Perfectamente, señor; nunca entendí mejor. Os expresáis con claridad. Es lo bueno que tenéis, que no andáis con rodeos: decís las cosas con una precisión admirable.
DON JUAN. Bueno. Que me traigan la cena cuanto antes. Una silla, rapaz.


ESCENA II
Don Juan, La Violeta, Esganarel
LA VIOLETA. Señor, ahí está el señor Domingo, el mercader de telas que desea hablar con vos.
ESGANAREL. ¡Lo que nos falta: un sermón de acreedor! ¿Por qué ha de venir a pedirnos dinero, y cómo no se te ha ocurrido decirle que no estaba el señor?
LA VIOLETA. Hace tres cuartos de hora que se lo estoy diciendo, pero se niega a creerlo y se ha sentado ahí dentro a esperar.
ESGANAREL. Que espere lo que quiera.
DON JUAN. Al contrario, que pase. No hay peor política que mandar decir a los acreedores que no estamos en casa. Hay que pagarles con algo. Y yo sé cómo quitármelos de delante contentos y sin llevarse ni un maravedí.



ESCENA III
Don Juan, el señor Domingo, Esganarel, criados
DON JUAN (con demostraciones exageradas de cortesía). ¡Adelante, señor Domingo! ¡Cuánto me alegro de veros y cómo maldigo a mis criados por no haceros entrar en seguida! Había mandado que no dejasen pasar a nadie, pero esta orden no reza con vos, que tenéis derecho a entrar en mi casa siempre que gustéis.
SEÑOR DOMINGO. OS lo agradezco en el alma, señor.
DON JUAN (a sus criados). ¡ Voto a dios! ¡Tunantes! ¡ Hacer esperar al señor Domingo! ¡Ya os enseñaré yo a conocer a la gente!
SEÑOR DOMINGO. NO es nada, señor.
DON JUAN. ¡Cómo! ¡Deciros que no estaba, a vos, el señor Domingo, a mi mejor amigo! SEÑOR DOMINGO. Para serviros, señor. Venía...
DON JUAN. ¿Qué esperáis? ¡Un asiento para el señor Domingo!
SEÑOR DOMINGO. Así estoy bien, señor.
DON JUAN. ¡Ni una palabra más! ¡Quiero que os sentéis a mi lado!
SEÑOR DOMINGO. NO hace falta.
DON JUAN. ¡Fuera esa silla de tijeras! ¡Traed un sillón!
SEÑOR DOMINGO. OS burláis, señor, y...
DON JUAN. NO, no. Conozco mi deuda con vos y no quiero diferencias entre nosotros. SEÑOR DOMINGO. Señor...
DON JUAN. Sentaos ya.
SEÑOR DOMINGO. NO hace falta, señor. Sólo quiero deciros una palabra. Venía...
DON JUAN. OS digo que os sentéis aquí.
SEÑOR DOMINGO. No, señor. Ya estoy bien así. He venido a...
DON JUAN. Si no os sentáis, no os escucho.
SEÑOR DOMINGO, Obedezco, señor. Yo...
DON JUAN. ¡Pardiez! ¡Qué aspecto tan saludable tenéis, señor Domingo!
SEÑOR DOMINGO. SÍ, señor, para serviros. He venido...
DON JUAN. Esta salud vuestra es un tesoro inapreciable. Tenéis unos labios frescos, una tez sonrosada, un mirar vivo.
SEÑOR DOMINGO. Si me permitís...
DON JUAN. ¿Que tal sigue vuestra señora?
SEÑOR DOMINGO. Muy bien, señor, a Dios gracias.
DON JUAN. ES una mujer excelente.
SEÑOR DOMINGO. Para serviros, señor. Venía...
DON JUAN. ¿Y cómo está vuestra hijita Claudia?
SEÑOR DOMINGO. Perfectamente.
DON JUAN. ¡Qué preciosidad de criatura! ¡Me tiene robado el corazón!
SEÑOR DOMINGO. Le hacéis un gran honor, señor. Yo os...
DON JUAN. ¿Y Nicolasillo? ¿Sigue haciendo tanto ruido con su tambor?
SEÑOR DOMINGO. Igual, señor. YO...
DON JUAN. ¿Y vuestro perrito? ¿Todavía gruñe tanto? ¿Y aún muerde las piernas a los que van a veros?
SEÑOR DOMINGO. Más que nunca, señor, y no hay modo de impedirlo.
DON JUAN. NO extrañéis que os pregunte por toda la familia: me intereso mucho por ella.
SEÑOR DOMINGO. OS quedamos infinitamente agradecidos, señor. Yo...
DON JUAN (tendiéndole la mano). ¡ Venga esa mano, señor Domingo! ¿No sois acaso amigo mío?
SEÑOR DOMINGO. Soy vuestro servidor, señor.
DON JUAN. ¡Y yo! ¡Os quiero con toda el alma!
SEÑOR DOMINGO. Me hacéis demasiado honor, señor. Yo...
DON JUAN. Haría cualquier cosa por vos.
SEÑOR DOMINGO. Sois muy bueno conmigo, señor.
DON JUAN. Y no es por interés, os lo juro.
SEÑOR DOMINGO. NO merezco tal favor, señor.
DON JUAN. ¡Pardiez! ¿Queréis cenar conmigo, señor Domingo? ¡Sin cumplidos!
SEÑOR DOMINGO. NO, señor. Tengo que marcharme en seguida. Yo...
DON JUAN (levantándose). ¡Pronto, una antorcha para acompañar al señor Domingo! ¡Y que vayan con armas cuatro o cinco lacayos para darle escolta!
SEÑOR DOMINGO (levantándose también). No es menester, señor; puedo ir solo. Pero...
(Esganarel se apresura a retirar los sillones.)
DON JUAN. ¡De ningún modo! ¡Quiero que os acompañen! Me intereso mucho por vos. Soy vuestro servidor y también vuestro deudor.
SEÑOR DOMINGO. ¡Ah, señor...!
DON JUAN. NO se lo oculto a nadie y lo digo a voces donde sea.
SEÑOR DOMINGO. Si...
DON JUAN. ¿OS acompaño hasta la puerta?
SEÑOR DOMINGO. ¡Ah, señor! Os burláis de mí.
DON JUAN. Dadme vuestros brazos, os lo suplico. Y creed, como ya os he dicho, que os amo con toda el alma y que no hay en el mundo cosa que no hiciera por serviros. (Sale.)
ESGANAREL. NO se puede negar que os quiere mucho mi amo.
SEÑOR DOMINGO. ES cierto. Me trata con tanta cortesía y me hace tantos cumplidos, que nunca podré reclamarle ningún dinero.
ESGANAREL. OS aseguro que todos los de su casa expondríamos la vida por vos. Hasta me gustaría que os sucediera algo, que alguien empezara a daros con un palo. Ya veríais cómo...
SEÑOR DOMINGO. LO creo. Pero, por vida nuestra, Esganarel, decidme algo de mi dinero.
ESGANAREL. ¡Bah! No os preocupéis, que os pagará hasta el último ochavo.
SEÑOR DOMINGO. También vos, por vuestra parte, Esganarel, me debéis algún dinero.
ESGANAREL. ¡Calla! ¡No habléis de eso!
SEÑOR DOMINGO. ¡Cómo! YO...
ESGANAREL. ¿Por ventura no sé que os lo debo?
SEÑOR DOMINGO. Sí, pero...
ESGANAREL. Vamos, señor Domingo, dejad que os alumbre.
SEÑOR DOMINGO. Pero, mi dinero...
ESGANAREL (cogiéndole del brazo). ¿Bromeáis?
SEÑOR DOMINGO. Quiero...
ESGANAREL (tirando de él). ¡Eh!
SEÑOR DOMINGO. YO pretendo...
ESGANAREL (empujándole). ¡Nimiedades!
SEÑOR DOMINGO. Pero...
ESGANAREL. ¡Basta!
SEÑOR DOMINGO. YO...
ESGANAREL (echándole fuera de la escena). ¡Basta os digo!



ESCENA IV
Don Luis, don Juan, La Violeta, Esganarel

LA VIOLETA (a don Juan). ¡Vuestro padre, señor!
DON JUAN. ¡Ah! ¡Apañados estamos! ¡Faltábame está visita para hacerme rabiar más!
DON LUIS. Ya veo que os importuno y que hubierais excusado mi visita de buena gana. Lo cierto es que nos molestamos uno a otro de modo extraño. Y si os cansa a vos el verme, cánsanme a mi sobre manera vuestros extravíos. ¡Ay! ¡Cuán poco sabemos lo que hacemos cuando rehusamos al cielo el cuidado de aquello que más nos importa, y, queriendo ser más avisados que él, le importunamos con nuestros deseos ciegos y nuestras desatinadas solicitaciones! Yo deseé un hijo con un afán sin par; lo pedí sin descanso con inusitada vehemencia. Y este hijo, que obtuve cansando al cielo con mis súplicas, es la pesadumbre y el martirio de esta mi vida, de la que pensé que sería el gozo y el consuelo. ¿Con qué ojos queréis que contemple este cúmulo de acciones indignas, cuya imagen infame es difícil disimular a la faz del mundo, y esta sucesión ininterrumpida de lances criminales, que, a todas horas, me obligan a apurar la generosidad de nuestro soberano, después de agotar el valor de mis servicios y el crédito de mis amigos? ¡Ah! ¡Cuán bajo habéis caldo! ¿No os sonroja el veros tan indigno de vuestro estado? ¿Qué derecho tenéis a ufanaros de él? ¿Qué habéis hecho en vuestra vida para ser noble? ¿Creéis por ventura que bastan el nombre y el escudo, y que es un título de gloria el proceder de una sangre noble, cuando se vive como un infame? ¡No, no! Nada vale la sangre cuando falta la virtud. La gloria de nuestros antepasados sólo nos alcanza en la medida en que procuramos imitarles. Y el resplandor que sobre nosotros derraman sus hazañas nos obliga a honrarles de la misma manera, siguiendo el camino que nos trazan y no desmereciendo de sus virtudes, si queremos ser tenidos por sus legítimos descendientes. De nada os sirve tener los antepasados que tuvisteis: os repudia su sangre y nada os alcanza de sus hechos gloriosos, por el contrario, su brillo redunda en deshonor vuestro y su gloria es una antorcha que ilumina, ante los ojos del mundo, vuestras vergonzosas acciones. Sabed, en fin, que un noble que vive mal es como un monstruo en el seno de la naturaleza; que la virtud es la principal ejecutoria de nobleza; que, para mí, importa menos el nombre con que firmamos que las acciones que hacemos; y que tendría en más estima al hijo de un costalero, que fuera hombre honrado, que al de un monarca, que viviera como vos.
DON JUAN. Señor, si os sentarais, estaríais mejor para hablar.
DON LUIS. NO, insolente, no quiero sentarme, ni hablar más. Veo que mis palabras no hacen mella en tu alma. Pero piensa, hijo indigno, que tus acciones están agotando el amor de tu padre; que, antes de lo que imaginas, pondré fin a tus excesos, incitaré contra ti la cólera divina y lavaré, con tu castigo, la deshonra de haberte dado la vida. (Sale.)


ESCENA V
Don Juan, Esganarel
DON JUAN. ¡Pesiatal! Morid cuanto antes: es lo mejor que podéis hacer. Cada cual tiene fijada su hora, y me enfurece ver que hay padres que viven tanto como sus hijos. (Se sienta en su sillón.)
ESGANAREL. Hacéis mal, señor.
DON JUAN. ¡Que hago mal!
ESGANAREL (temblando). Señor...
DON JUAN (levantándose del sillón). ¡Conque hago mal!
ESGANAREL. Sí, señor. Habéis hecho mal en sufrir lo que os ha dicho. Debisteis cogerlo por los hombros y empujarlo hasta la calle. ¿Cuándo se vio tal impertinencia? ¡Venir un padre a sermonear a su hijo, diciéndole que se enmiende, que no olvide que es noble, que viva como hombre de bien y otros cien disparates por el estilo! ¡Que tenga que aguantar eso un hombre como vos, que sabe muy bien cómo hay que vivir! Me asombro de vuestra paciencia, y si hubiera estado en vuestro lugar, lo hubiera mandado a paseo. (Aparte.) ¡Maldito servilismo, a qué cosas me obligas!



ESCENA VI
Don Juan, doña Elvira, Ragotín, Esganarel

RAGOTIN. Señor, está una dama tapada que viene a hablar con vos.
DON JUAN. ¿Quién será?
ESGANAREL. Hay que verla.
DOÑA ELVIRA. Don Juan, no os sorprenda verme aquí a estas horas y vestida de este modo. Un motivo urgente me obliga a visitaros y lo que os he de decir no admite dilación. No vengo llena de aquella cólera que estalló en mi pecho esta mañana: he cambiado mucho en pocas horas. Ya no soy aquella Elvira que invocaba al cielo contra vos, aquella Elvira cuya alma enfurecida sólo profería amenazas y sólo anhelaba vengarse. El cielo ha desterrado de mi alma aquel fuego indigno en que me abrasaba por vos, aquellos impulsos tumultuosos, fruto de una pasión criminal, aquellos vergonzosos arrebatos de amor humano y vil, y sólo ha dejado en mi corazón una llama pura de todo contacto carnal, un afecto lleno de santidad y un amor desprendido de todo, que no se mueve por su propio interés y sólo piensa en el vuestro.
DON JUAN (aparte a Esganarel). ¿Estarás llorando, supongo?
ESGANAREL. Perdonadme, señor.
DOÑA ELVIRA. Este amor puro y perfecto es el que me trae aquí, por vuestro bien, para comunicaros un aviso del cielo y tratar de apartaros del abismo al que corréis. Si, don Juan, conozco todos los desórdenes de vuestra vida. Y este mismo cielo, que ha llamado a mi corazón, poniendo ante mis ojos los extravíos de mi conducta, me ha guiado a esta casa para deciros, en su nombre, que vuestras ofensas han agotado su misericordia, que está pronta a descargarse sobre vos su cólera terrible, que de vos depende el evitarla mediante un rápido arrepentimiento y que tal vez no os queda ya ni un día para salvaros de la mayor desventura. A mí ya no me une con vos ningún lazo terrenal; gracias al cielo, he renunciado a mis locos pensamientos. Voy a abandonar el mundo. Sólo pido vivir bastante tiempo para poder expiar la falta que cometí y merecer, gracias a una austera penitencia, el perdón de los pecados a que me arrastró el fuego de un amor culpable. Pero, desde mi clausura, sufriría un dolor extremo, si un hombre a quien amé con ternura hubiera de ser ejemplo funesto de la justicia divina, y tendré un gozo inefable si consigo induciros a apartar de vuestra cabeza la espantosa amenaza que pesa sobre ella. Os lo suplico, don Juan, como última merced, concededme este dulcísimo consuelo; no me neguéis vuestra salvación, que con lágrimas os pido, y, si no os mueve vuestro propio interés, escuchad al menos mis súplicas y evitadme el cruel dolor de veros condenado a las penas eternas.
ESGANAREL. Pobre mujer.
DOÑA ELVIRA. OS amé con la mayor ternura. Nada en el mundo me fue más querido que vos. Por vos olvidé mis obligaciones. Por vos lo hice todo. Y la única recompensa que os pido es que os enmendéis, evitando vuestra perdición. Salvaos, os los pido por vuestro amor o por el mío. Por última vez, don Juan, os lo suplico con lágrimas en los ojos. Y si no bastan las lágrimas de una mujer a la que amasteis, os lo ruego por lo que os sea más querido.
ESGANAREL (aparte, mirando a don Juan). ¡Corazón de hiena!
DOÑA ELVIRA. OS dejo, después de estas palabras, que eran cuanto tenía que deciros.
DON JUAN. ES tarde. Quedaos, señora. Os acomodaremos lo mejor que podamos.
DOÑA ELVIRA. NO, don Juan. No me retengáis más.
DON JUAN. Me complacería que os quedarais, señora, os lo juro.
DOÑA ELVIRA. OS repito que no. No perdamos más tiempo en discursos. Dejadme marchar en seguida y no insistáis en acompañarme. Pensad únicamente en aprovechar mi aviso.



ESCENA VII
Don Juan, Esganarel, criados

DON JUAN. ¿Sabes, Esganarel, que ha vuelto a causarme cierta emoción? Me ha gustado su extraña mudanza. Su languidez, su desaliño y sus lágrimas han avivado el rescoldo del fuego apagado.
ESGANAREL. ¿O sea que no os han hecho efecto alguno sus palabras?
DON JUAN. ¡Pronto! ¡La cena!
ESGANAREL. Muy bien.
DON JUAN (sentándose a la mesa). Y sin embargo, Esganarel, habrá que pensar en enmendarse.
ESGANAREL, ¡Vaya que sí!
DON JUAN. SÍ. Habrá que pensar en enmendarse. Veinte o treinta años más de esta vida y luego a pensar en el mañana.
ESGANAREL. ¡Oh!
DON JUAN. ¿TÚ qué opinas?
ESGANAREL. ¿YO? ¡Nada! Aquí está la cena.
(Coge un bocado de una de las fuentes que traen y se lo mete en la boca.)
DON JUAN. Diría que tienes hinchada la mejilla. ¿Qué es eso? Habla. ¿Qué tienes ahí? ESGANAREL. Nada.
DON JUAN. Déjamelo ver. ¡Pardiez! ¡Le ha salido un flemón en la mejilla! ¡Pronto, una lanceta para abrírselo! ¡No puede más el pobre muchacho y este abceso podría ahogarle! ¡Espera! ¡Pues sí que estaba maduro! ¡Ah, granuja!
ESGANAREL. OS juro, señor, que sólo quise ver si vuestro cocinero había echado demasiada sal o demasiada pimienta.
DON JUAN. ¡Basta! ¡Ponte ahí y come! Te necesitaré después de cenar. ¡Veo que tienes hambre!
ESGANAREL (sentándose a la mesa). ¡Sí tengo, señor! ¡Como que no había comido desde esta mañana! Probad esto: no hay cosa más rica en el mundo. (Un criado le va quitando los platos tan pronto como hay algo en ellos.) ¡Mi plato, mi plato! ¡No corráis tanto, vive Cristo! ¡Cuán ligero andáis en poner platos limpios, compadrillo! ¡Y vos, La Violeta, qué bien sabéis cuándo hay que servir de beber! (Mientras le sirve de beber un criado, vuelve otro a quitarle el plato.)
DON JUAN. ¿Quién llama de este modo?
ESGANAREL. ¿Quién diablos vendrá a estorbarnos a medio cenar?
DON JUAN. Al menos quiero cenar tranquilo. Que no dejen entrar a nadie.
ESGANAREL. NO tengáis miedo. Yo me encargo de ello.
DON JUAN (viendo volver a Esganarel asustadísimo). ¿Qué hay ¿Qué ocurre?
ESGANAREL (bajando la cabeza como la estatua). El..., que está ahí.
DON JUAN. Vamos allá y demostremos que nada puede asustarnos.
ESGANAREL. ¡Ay, pobre Esganarel! ¿Dónde vas a esconderte?



ESCENA VIII
Don Juan, la Estatua del comendador, que va a sentarse a la mesa, Esganarel, criados
DON JUAN (a sus criados). Una silla y un cubierto. ¡ Daos prisa! (A Esganarel.) Vamos, siéntate.
ESGANAREL. Se me pasó el hambre, señor.
DON JUAN. ¡Siéntate, te digo! ¡Traed vino! ¡A la salud del comendador! Brinda conmigo, Esganarel. Dadle vino.
ESGANAREL. No tengo sed, señor.
DON JUAN. Bebe y canta tu canción para agasajar al comendador.
ESGANAREL. Estoy acatarrado, señor.
DON JUAN. ¡Qué importa! ¡Ea, venid vosotros y cantad con él!
LA ESTATUA. ¡Basta, don Juan! Os invito a cenar mañana. ¿Tendréis valor para ir?
ESGANAREL. Gracias, señor, pero mañana es mi día de ayuno.
DON JUAN. SÍ. Iré acompañado de Esganarel únicamente.
DON JUAN (a Esganarel). Coge esta antorcha.
LA ESTATUA. NO hace falta luz, cuando nos guía el cielo.



ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
Don Luis, don Juan, Esganarel

DON LUIS. ¡Cómo! ¿Es posible, hijo mío, que el cielo, en su inmensa bondad, haya oído mis súplicas? ¿Es verdad lo que me decís? ¿No me estáis engañando con falsas promesas y puedo dar crédito al anuncio sorprendente de vuestra conversión?
DON JUAN (haciendo el hipócrita). Sí. Aquí me tenéis arrepentido de todos mis errores. No soy el mismo de anoche. El cielo ha producido en mí un cambio repentino que ha de asombrar al mundo: me ha tocado el corazón y me ha abierto los ojos. Ahora veo, horrorizado, todo el tiempo en que estuve ciego, así como los criminales excesos de mi vida pasada. Cuento mis abominaciones y me espanta que las haya sufrido el cielo tanto tiempo, sin descargar veinte veces sobre mi cabeza el peso de su tremenda justicia. Veo la gracia que me ha concedido su bondad no castigándome por mis crímenes y hago propósito de aprovecharla como es mi deber. Quiero mostrar a los ojos del mundo un cambio de vida repentino, quiero reparar el escándalo de mis acciones pasadas, y quiero esforzarme para alcanzar del cielo la total remisión de mis pecados. A esto voy a aplicar mi vida, señor, y os pido que contribuyáis a mi propósito ayudándome a elegir a una persona que me sirva de guía y bajo cuya dirección pueda avanzar seguro por el camino que voy a emprender.
DON LUIS. ¡ Ay, hijo! ¡Cuán fácil es despertar la ternura de un padre y cuan presto se desvanecen las ofensas de un hijo con sólo una palabra de arrepentimiento! Ya olvidé todos los pesares que me disteis: lo han borrado todo las palabras que acabáis de decir. Confieso que me embarga la emoción y lloro lágrimas de júbilo. Se han cumplido todos mis votos y nada me queda ya que pedir al cielo. Besadme, hijo, y, por lo que más queráis, persistid en tan encomiable propósito. Por mi parte corro a llevar a vuestra madre tan venturosa nueva. Quiero que participe del gozo que siento y deseo dar gracias al cielo por la santa resolución que se dignó inspiraros.



ESCENA II
Don Juan, Esganarel
ESGANAREL. ¡Cuánto me huelgo, señor, de veros convertido al fin! Tiempo ha que aguardaba este suceso. Gracias al cielo se han cumplido todos mis deseos.
DON JUAN. ¡Valga el diablo el simple!
ESGANAREL. ¿Simple?
DON JUAN. Pero, ¿has tomado por dinero contante y sonante todo eso que acabo de decir? ¿Creíste que hablaba con el corazón en la mano?
ESGANAREL. ¡Cómo! ¿Que no es...? ¿Que vos no...? ¿Que vuestro...? (Aparte.) ¡Qué hombre! ¡Qué hombre! ¡Qué hombre!
DON JUAN. ¡NO, no! No he cambiado y sigo pensando de la misma manera.
ESGANAREL. ¿Seguís sin querer rendiros después del prodigioso milagro de aquella estatua parlante y moviente?
.DON JUAN. Algo hay en ello que no acabo de entender; pero, sea lo que fuere, no basta para convencer mi entendimiento o para turbarme el ánimo. Si dije que quería enmendar mi conducta y emprender una vida ejemplar, fue en aplicación de un proyecto que tengo formado por pura conveniencia; una estratagema útil, un disfraz necesario que quiero imponerme, para no enojar a un padre a quien necesito y estar protegido contra cien lances importunos en que podría hallarme por culpa de los hombres. No me disgusta confiarte este secreto, Esganarel; antes me alegra tener un testigo de lo que acontece en el fondo de mi alma y de los verdaderos motivos que me impulsan a hacer lo que hago.
ESGANAREL. ¡Cómo! ¿No creéis en nada y aún así pretendéis erigiros en hombre de bien?
DON JUAN. ¿Y por qué no? ¡Cuántos hay, como yo, que profesan esta misma doctrina y usan el mismo disfraz para engañar a la gente!
ESGANAREL (aparte). ¡Qué hombre! ¡Qué hombre!
DON JUAN. Nadie se avergüenza ya de comportarse así: la hipocresía es una moda. Y un vicio que está de moda viene a ser como una virtud. El mejor papel que se puede desempeñar en estos tiempos es el de hombre de bien. Y el profesar la hipocresía ofrece ventajas admirables. Es sn arte cuya impostura se respeta siempre. Y, aunque se descubra, nadie se atreve a criticarla. Todos los otros vicios están expuestos a la censura, y cada cual es libre de atacarlos abiertamente. Pero la hipocresía es un vicio privilegiado que amordaza todas las bocas con su mano fuerte y goza en paz de una impunidad soberana. El hipócrita, a fuerza de mojigatería, llega a formar una unión estrecha con los hombres del partido devoto. Topar con uno es echárselos a todos encima. Hasta aquellos que obran de buena fe, según la opinión general; hasta aquellos, digo, de cuyos sentimientos religiosos nadie puede dudar se dejan engañar siempre por los otros, caen de lleno en los lazos que les tienden los santurrones y apoyan ciegamente, con sus actos, a aquellos falsarios. ¿A cuántos crees tú que conozco que, gracias a esta estratagema, lograron reparar hábilmente los desórdenes de su mocedad, se embozaron en la capa de la religión y, con un hábito tan respetado, han conservado el derecho a ser los hombres más perversos del mundo? Por más que se sepan sus intrigas y se les conozca a ellos como son, no dejan de disfrutar de la consideración general. Con humillar de vez en cuando la cabeza, lanzar algún que otro suspiro de mortificación o poner los ojos en blanco, tienen perdonados todos los desmanes que puedan cometer. Bajo techo tan favorable pretendo hallar mi salvación, poniendo mis negocios a buen recaudo. No abandonaré mis placenteras costumbres, pero tendré buen cuidado en ocultarme y me divertiré sin escándalo. Y por si acaso viniera a ser descubierto, verla cómo, sin dar yo un paso, se interesaban por mí todos los cofrades y salían a defenderme contra quien fuere. En resolución, éste es el verdadero modo de hacer impunemente lo que me apetezca. Me convertiré en censor de las acciones ajenas; a todos juzgaré mal y sólo tendré buena opinión de mí. Jamás perdonaré a quien me agravie una vez, aunque sea levemente; guardaré contra él un odio callado, pero irreconciliable. Seré el vengador de los intereses divinos y, con un pretexto tan cómodo, hostigaré a mis enemigos: les acusaré de impíos, sabré lanzar contra ellos a fanáticos indiscretos que, sin conocimiento de causa, gritarán públicamente, les cubrirán de improperios y les condenarán irremisiblemente con el peso de su autoridad privada. Así es como hay que aprovecharse de las flaquezas humanas; así es como un hombre juicioso se acomoda a los vicios de su época.
ESGANAREL. ¡Válgame el cielo! ¿Qué es lo que oigo? Sólo os faltaba ser hipócrita para acabar de completaros. Y ese colmo de la abominación se ha realizado. Señor, esta última infamia puede más que todas mis fuerzas y me obliga a hablar. Haced conmigo lo que os plazca: azotadme, moledme a palos, matadme si queréis. Pero es preciso que me desahogue y os diga lo que he de deciros como criado fiel. Sabed, señor, que tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe, y, como dice tan bien aquel autor, a quien no conozco, el hombre está en este mundo como el pájaro en la rama; la rama está pegada al árbol; quien se pega al árbol, sigue buenos preceptos; los buenos preceptos valen más que las buenas palabras; las buenas palabras se oyen en la corte; en la corte viven los cortesanos; los cortesanos siguen la moda; la moda sale de la fantasía; la fantasía es una facultad del alma; el alma nos da la vida; la vida acaba con la muerte; la muerte nos recuerda el cielo; el cielo está sobre la tierra; la tierra no es el mar; el mar está sujeto a las tormentas; las tormentas hostigan a las naves; las naves necesitan buenos pilotos; el buen piloto prudencia tiene; la prudencia no es virtud de gente moza; la mocedad debe obediencia a la vejez; la vejez es amante de la riqueza; la riqueza hace al rico; el rico no es pobre; el pobre padece necesidad; la necesidad no conoce ley; quien no conoce ley vive como bruto: de donde se desprende que habéis de condenaros con todos los diablos.
DON JUAN. ¡Extremado razonamiento!
ESGANAREL... Si después de eso no os rendís, peor para vos.




ESCENA III
Don Carlos, don Juan, Esganarel
DON CARLOS. Oportuno encuentro es éste, don Juan, y me alegro de hablar aquí con vos, antes que en vuestra casa, para preguntaros qué determinación habéis tomado. Ya sabéis que me corresponde hacerlo, y que me encargué de este negocio estando vos presente. Por mi parte, no quiero ocultaros que mi mayor deseo es que las cosas se resuelvan pacíficamente, y no ha de haber cosa que no intente para llevar vuestra voluntad por este derrotero y veros confirmar públicamente a mi hermana el nombre de esposa.
DON JUAN (con tono hipócrita). ¡ Ay de mí, desdichado! Quisiera poderos dar la satisfacción que deseáis con toda el alma, pero el cielo se opone manifiestamente a ello: él ha inspirado a mi voluntad el propósito de mudar de vida, y ya sólo pienso en romper completamente con todos los lazos mundanos, despojándome cuanto antes de todas las vanidades y corrigiendo, en adelante, mediante una conducta austera, los criminales desórdenes a que me arrastró el fuego de una juventud ciega.
DON CARLOS. NO está reñido este propósito con lo que digo yo; y la compañía de una esposa legítima se aviene perfectamente con las laudables intenciones que os ha inspirado el cielo.
DON JUAN. Desdichadamente no es así. Esta misma determinación ha tomado vuestra hermana, que ha hecho voto de retirarse del mundo: los dos a un tiempo hemos recibido la gracia divina.
DON CARLOS. A nosotros no nos satisface su determinación. Podría atribuirse al desprecio que hacíais de ella y de nuestra familia. Nuestro honor exige que viva con vos.
DON JUAN. YO OS aseguro que esto no puede ser, aun siendo lo que más desearía en la vida. Hoy mismo pedí consejo al cielo y, estando en ello, oí una voz que me dijo qué no debía pensar en vuestra hermana y que con ella jamás alcanzaría la salvación.
DON CARLOS. ¿Pensáis deslumbrarme con tales excusas?
DON JUAN. Obedezco a la voz del cielo.
DON CARLOS. ¡Cómo! ¿Pretendéis satisfacerme con semejantes razones?
DON JUAN. Tal es la voluntad del cielo.
DON CARLOS. ¿Y habréis sacado a mi hermana de un convento para dejarla luego?
DON JUAN. ASÍ lo ordena el cielo.
DON CARLOS. ¿Y tendremos que sufrir esta mancha en nuestra familia?
DON JUAN. Pedidle cuentas al cielo.
DON CARLOS. ¡El cielo! ¿No sabéis decir otra cosa?
DON JUAN. ASÍ lo desea el cielo.
DON CARLOS. ¡Basta! ¡Os entiendo, don Juan! No quiero batirme aquí con vos, ni lo permite el lugar, pero sabré hallaros antes de poco.
DON JUAN. Haced lo que gustéis. Sabéis que no me falta el valor y que sé manejar la espada, cuando es menester. Más tarde he de pasar por aquel callejón apartado que conduce al convento mayor; pero antes quiero declararos que no llevo intención de batirme con vos: el cielo me prohibe pensar en ello. Si me atacáis, ya se verá qué ocurre.
DON CARLOS. Ya se verá, si, ya se verá.



ESCENA IV
Don Juan, Esganarel
ESGANAREL. ¿Qué estilo diabólico acabáis de inventar, señor? Esto es muchísimo peor que todo lo demás, y os preferirla como erais antes. Siempre habla confiado en vuestra salvación. Ahora es cuando desespero de ella y creo que el cielo, que os ha sufrido hasta hoy, no querrá tolerar este último horror.
DON JUAN. ¡Vamos, vamos! El cielo no es tan riguroso como crees. Si cada vez que los hombres...
ESGANAREL. (viendo el espectro). ¡Ah, señor! ¡Que os está hablando el cielo! ¡Que os está avisando!
DON JUAN. Si quiere avisarme el cielo, tendrá que hablar más claro, si es que quiere que le entienda.



ESCENA V
Don Juan, un Espectro vestido de mujer tapada, Esganarel
EL ESPECTRO. Le queda a don Juan sólo un momento para aprovechar la misericordia del cielo. Si ahora no se arrepiente, es segura su perdición.
ESGANAREL. ¿Oísteis, señor?
DON JUAN. ¿Quién se atreve a hablar así? Me parece conocer esta voz.
ESGANAREL. ¡Que es un espectro, señor! ¡Se lo noto en el andar!
DON JUAN. Espectro, fantasma o diablo, quiero saber quién es.
(El Espectro cambia deforma, tomando la del Tiempo con su guadaña en la mano.) ESGANAREL. ¡Oh, cielos! ¿Visteis señor ese cambio de figura?
DON JUAN. ¡NO, no! Nada podrá infundirme pavor. Quiero probar con la espada si es cuerpo o espíritu.
(El Espectro levanta el vuelo en el momento en que don Juan intenta herirlo.)
ESGANAREL. ¡Ah, señor! ¡Rendíos a tantas pruebas y pedid pronto misericordia!
DON JUAN. ¡NO, no! Pase lo que pase, nadie podrá decir que soy capaz de arrepentirme. Vamos, sígueme.



ESCENA VI
La Estatua, don Juan, Esganarel
LA ESTATUA. Deteneos, don Juan. Ayer me disteis palabra de venir a cenar conmigo.
DON JUAN. SÍ. ¿Adónde hay que ir?
LA ESTATUA. Dadme la mano.
DON JUAN. Tomadla.
LA ESTATUA. Don Juan, el obstinarse en el pecado lleva a una muerte funesta y rechazar la gracia del cielo es abrirles camino a sus rayos.
DON JUAN. ¡Oh, cielos! ¿Qué siento? ¡Me abrasa un fuego invisible! ¡No puedo más! ¡Todo mi cuerpo es una hoguera encendida! ¡Ah!
(Hay gran ruido, de truenos y caen rayos sobre don Juan. Se abren la tierra y los abismos. Salen grandes llamaradas del lugar en que se hunde don Juan.)
ESGANAREL. ¡Ah, mi soldada! ¡Mi soldada! A todos alegra su muerte. Cielo ofendido, leyes violadas, doncellas seducidas, familias deshonradas, padres ultrajados, mujeres maltratadas, maridos coléricos: todos quedan contentos. ¡Yo soy el único desventurado! ¡Mi soldada! ¡Mi soldada!
fin