21/10/14

El hombre que llamaba a Teresa, de Italo Calvino























El hombre que llamaba a Teresa, de Italo Calvino

Bajé de la acera, di unos pasos hacia atrás mirando para arriba y, al llegar a la mitad de la calzada, me llevé las manos a la boca, como un megáfono, y grité hacia los últimos pisos del edificio:
-¡Teresa!
Mi sombra se espantó de la luna y se acurrucó entre mis pies.
Pasó alguien. Yo llamé otra vez:
-¡Teresa!
El hombre se acercó, dijo:
-Si no grita más fuerte no le oirá. Probemos los dos. Cuento hasta tres, a la de tres atacamos juntos. -Y dijo-: Uno, dos, tres. -Y juntos gritamos-: ¡Tereeesaaa!
Pasó un grupo de amigos, que volvían del teatro o del café, y nos vieron llamando. Dijeron:
-Bueno, también nosotros ayudamos.
Y también ellos se plantaron en mitad de la calle y el de antes decía uno, dos, tres y entonces todos en coro gritábamos:
-¡Tereeesaaa!
Pasó alguien más y se nos unió, al cabo de un cuarto de hora nos habíamos reunido unos cuantos, casi unos veinte. Y de vez en cuando llegaba alguien nuevo.
Ponernos de acuerdo para gritar bien, todos juntos, no fue fácil. Había siempre alguien que empezaba antes del tres o que tardaba demasiado, pero al final conseguíamos algo bien hecho. Convinimos en que "Te" debía decirse baaaajo y laaaargo, "reee" agudo y largo, "sa" bajo y breve. Salía muy bien. Y de vez en cuando alguna discusión porque alguien desentonaba.
Ya empezábamos a estar bien coordinados cuando uno que, a juzgar por la voz, debía de tener la cara llena de pecas, preguntó:
-Pero ¿está seguro de que Teresa está en casa?
-Yo no -respondí.
-Mal asunto -dijo otro-. ¿Se había olvidado la llave, verdad?
-No es ese el caso -dije-, la llave la tengo.
-Entonces -me preguntaron-, ¿por qué no sube?
-Pero si yo no vivo aquí -contesté-. Vivo al otro lado de la ciudad.
-Entonces, disculpe la curiosidad -dijo circunspecto el de la voz llena de pecas-, ¿quién vive aquí?
-No sabría decirlo -dije.
Alrededor hubo un rumor de descontento.
-¿Se puede saber entonces -preguntó uno con la voz llena de dientes- Por qué llama a Teresa desde aquí abajo?
-Si es por mí -respondí-, podemos gritar también con otro nombre, o en otro lugar. Para lo que cuesta.
Los otros se quedaron un poco mortificados.
¿Por casualidad no habrá querido gastarnos una broma? -preguntó el de las pecas, suspicaz.
¿Y qué? -dije resentido y me volví hacia los otros buscando una garantía de mis intenciones.
Los otros guardaron silencio, mostrando que no habían recogido la insinuación.
Hubo un momento de malestar.
-Veamos -dijo uno, conciliador-. Podemos llamar a Teresa una vez más y nos vamos a casa.
Y una vez más fue el "uno dos tres ¡Teresa!", pero no salió tan bien. Después nos separamos, unos se fueron por un lado, otros por el otro.

Ya había doblado las esquina de la plaza, cuando ,le pareció escuchar una vez más una voz que gritaba:

-¡Tee-reee-sa!

Alguien seguía llamando, obstinado.


Italo Calvino.

"El hombre que llamaba a Teresa" es primer relato de la colección que da título al libro publicado por la Ed. Tusquets "La gran bonanza de las Antillas"

19/10/14

MEDEA, DE SÉNECA










MEDEA, DE SÉNECA


ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

MEDEA
¡Oh Himeneo, alto dios, y tú Lucina,
Del lecho conyugal discreta guarda;
Minerva, tú que a Tisifo enseñaste
El arte de llevar sobre las aguas
Sumisas, a la nave recién hecha;
De los profundos mares, oh el monarca;
Oh sol que extiendes sobre el mundo el día
Cuando tus rayos fúlgidos derramas;
Triple Hécate, que luz tan esplendente
Al misterioso sacrificio mandas,
Y cuantos dioses de la fe debida
Me respondéis por mí Jasón jurada;
Y vosotras, deidades que Medea
Implora con derecho a vuestra gracia;
Oh caos de eterna noche, del infierno
Regiones del espanto subterráneas,
Espíritus del mal, sombras impías,
Soberano que al Tártaro avasallas,
Y tú su esposa que del negro imperio
Por seductor más fiel fue arrebatada;
Con voz siniestra a todos os invoco.
Venid, deidades que con ira tanta
Dais castigo a los crímenes; veníos
Con esa de serpientes enroscadas,
Horrenda cabellera; en vuestras manos
En sangre tintas, las antorchas ardan
De siniestro fulgor; venid terribles;
Tan terribles venid como os hablaba
Cuando acudisteis a mis bodas. Presto
Traed aquí la muerte mas infausta
Para esa nueva esposa para ese,
Su padre y cuantos vivan de su raza,
Y permitid para el esposo os pida
El suplicio más hórrido que haya.
Que viva sí, mas para verse errante
En ignorados pueblos y comarcas,
En mísero destierro, pobre, odiado,
Sin hogar, reducido a que en su alma
Mi amor eché de menos, y en su senda
Obligado a llamar en puerta extraña
Como huésped funesto, y sobre todo,
Y anhelo más cruel no formulara,
Que los hijos que tiene, con él mismo
Y con su madre muestren semejanza.
¡Tengo hijos: vengada ya me juzgo!
¡Sí; de este modo me veré vengada!
Pero son excesivos mis lamentos,
Como Inútiles son ya mis palabras.
¿Por qué no he de buscar mis enemigos?
¿Y por qué no extinguir la viva llama
De la antorcha nupcial, la luz del día?

¡Oh Sol, oh padre de mi ilustre raza,

Semejante espectáculo contempla!
¡Muéstrase, y sigue su carrera rápida:
Por el azul de los tranquilos cielos
En su carro prosigue! Y en su marcha
No retrocede, ni hacia atrás el día
Procura hacer que vuelva a su mirada!
Déjame, oh padre, que el espacio cruce
En tu carro flamígero, y la gracia
Concédeme de ser la que lo guíe
Por la región del éter dilatada:
Cede a mi mano las brillantes riendas
De los corceles que en su ardor se abrasan.
El incendio voraz que hunda a Corinto,
Juntara los dos mares que él separa.
Tal recurso es el solo que me queda.
Cual mi rival, agitaré irritada,
En mi diestra una antorcha de Himeneo;
Elevaré mis ruegos, y en las aras
Que en tan solemne día han de erigirse,
Inmolaré las victimas sagradas.
En sus entrañas mismas, alma mía,
Busca el camino de la atroz venganza,
Si aún te atreves a hacerlo y si es que aún vive
El vigor primitivo que en ti hallabas,
Ahuyenta, pues, los frívolos temores,
E indomable, revístete en tu saña,
Del Cáucaso con todos los enojos,
Y con su viva cólera que espanta.
Cuantos crímenes vieron, increíbles,
El Ponto y Phasis, a mi inmensa rabia,
Corinto pues vera. ¡Qué de proyectos
Inauditos y horribles en mi alma
Se agitan! ¡Cuánto anhelo abominable
Que a cielo y tierra espantara, le asalta!
Heridas, muertes y esparcidos miembros,
Insepultos después de la matanza.....
¿Todo esto qué es? Pruebas primeras
De mi edad juvenil. Aún más nefanda
Mi cólera hoy será. Mujer y madre,
Aun mayores crueldades necesarias
Me han de ser. De tus iras te reviste,
Y cuanta sed de destrucción insana
En tu pecho se abrigue, se despierte,
Y a la cruenta lucha te prepara.
De tu repudio quede la memoria
Cuál es la de tu boda, sanguinaria.
¿Cómo a tu esposo dejaras? Lo mismo

Que le seguiste. Abrevia, al punto allana
Tan fútiles demoras. Por un crimen
Llegaste a penetrar en este alcázar;
Por un crimen también es necesario
Que de sus muros para siempre salgas.


ESCENA II

EL CORO
Dioses del cielo y de la mar, propicios
A este egregio himeneo concededle
Vuestros altos favores; y tu pueblo,
Por él tus votos a la par se eleven.
Desde luego de Jove en los altares
Un blanco toro su cerviz presente,
Y de Juno en las aras; en su mano
Cetro y rayo flamígero ambos tienen.
A Lucina a la vez también se ofrezca
La ternerilla blanca cual la nieve,
Que no ha sentido el yugo, y en seguida
A la deidad aquella que detiene
Y hasta encadena las sangrientas manos
Del implacable Marte y que las leyes
De alianza a las bélicas naciones
Dicta, y derrama de su cuerno fértil
La abundancia, inmolemos una víctima
Más tierna, cual de todos se merece.
De antorchas tan legítimas llegando
Precedido, y haciendo que ya cesen
Las sombras de la noche, oh tú,
Himeneo,
Veloz acude y nuestros ojos véante
Por el licor andando entorpecido;
Con diadema de rosas en tu frente.
Y tú, estrella de Venus, que así al día
Como a la noche lúgubre precedes,
Y aunque no dando gusto a los que aman
Con lenta marcha, perezosa siempre,
Levántate. ¡Cuán ávidas las madres
Y las vírgenes todas impacientes,
Por tu dulce esplendor ya suspirando,
En la bóveda azul esperan verte!
En belleza a las jóvenes de Atenas
Esa princesa de Corinto excede,
Y a aquellas que en el pueblo sin murallas
Sobre las altas cimas del Taigete,
A ejército varonil se entregan,
Ya aquellas que se bañan en la fuente
De Aonia o donde corre el sacro Alfeo.
De Eson el hijo su semblante ofrece
En gracias superior a aquel del hijo
De Semele, el que unce por corceles
Los tigres a su carro; al dios que anima,
Los trípodes, Apolo, hermano imberbe
De la casta Diana; a aquel que encuentra
En las lides del cesto sus deleites,
Resuelto Pólux, y a su hermano Castor.
Puedan, oh dioses, la mansión terrestre,
Creusa, la mujer que es más hermosa,
Con el bello Jasón vivir ya siempre,
Cuantas beldades a su lado acuden,
Si en medio de los coros aparece,
Eclipsa esta hermosura con su encanto.
La luz de las estrellas palidece
De igual modo ante el sol; ante su vista
El conjunto se oculta de las Pléyades,
Cuando la luna un círculo presenta
De prestado fulgor en su creciente.
El brillo de la púrpura mezclado
A la misma blancura de la nieve,
Compone el tinte de su fino cutis,
Y es el color de sus mejillas tenue;
El mismo de la Aurora que cubierta
Del húmedo roció va extendiéndose
Por la inmensa extensión del horizonte
Que con sus bellas luces enrojece.
Del tálamo terrible de la hija
De Phasis, fugitivo, joven héroe,
De esa esposa colérica a quien sólo
Con temerosa indecisión te atreves
Apenas a otorgarle tus caricias,
Ven la ventura a disfrutar que obtienes;
Y con amor recibe y sin cuidados
La nueva esposa que a tu lado viene
Y que a su vez con tanta complacencia
Sus cariñosos deudos te conceden.
A los lícitos juegos que autoriza
Himeneo, los jóvenes se entreguen,
Lanzad por donde quier versos malignos
Que las sonrisas excitando, alegren.
Con sus príncipes altos tal licencia
Los súbditos se toman pocas veces.
Noble hijo del dios que el Tirso empuña
Las antorchas de pino arder ya deben:

Agita ya las encendidas teas;
Tus torpes dedos sin tardanza mueve.
El epigrama fescenino, el númen
Satírico propague. En tan solemne
Y venturoso día que a la fiesta
Se consagra, alegraos, y sólo quede
El silencio y la noche con sus sombras,
Su triste soledad a las mujeres
Que furtivas se apartan de un esposo
Que es extraño país su patria tiene.


ACTO SEGUNDO

ESCENA PRIMERA

MEDEA, LA NODRIZA

Ya todo sucedió como esperaba.
Resonaron los himnos de Himeneo
En mi oído. A mi súbita desdicha
¿Cómo aun es posible que dé crédito?
¿Atreverse Jasón a tanto pudo?
¿Llegó su deslealtad a tanto estreno?
Después de haberme arrebatado un día
De mi padre, mi patria y de mi reino,
¿En extranjera tierra de este modo
Me deja sola, abandonada? ¿El fiero,
El cruel olvidó mis beneficios?
¿Se olvidó de mis crímenes horrendos
Que han triunfado por él del mar airado,
Y de las llamas del terrible incendio?
¿Acaso piensa se agotaron todas
Las maldades que caben en mi pecho?
Inquieta, extraviada, en los arranques
De mis iras, do quier los ojos vuelvo,
Y busco una venganza, y de ejercerla
Del modo más cruel busco los medios.
¡Si un hermano tuviera! Pero tiene
Una esposa! Una esposa que el objeto
De mi saña ha de ser: fuerza es herirla.....
¿Y esto puede bastar a mi tormento?
Si hay un crimen en Grecia, si aún existe
En las naciones bárbaras un nuevo
Delito que tus manos no conozcan,

Apresúrate al punto a conocerlo.
Los que ya concebiste te estimulan.
Aquel robo fue el uno, sí, recuérdalo,
Del áureo vellocino, y fue la muerte,
El otro, de tu hermano, compañero
De una virgen culpable, sus despojos
A su padre mostrados, y dispersos
Por las olas del mar, y del anciano
Pelias, sin piedad los rotos miembros
En la caldera hervidos.
¡Qué de muertes Cometidas!
¡Y cuánta, al mismo tiempo,
La sangre derramada! Y sin embargo,
Ninguno de estos crímenes fue efecto
De mi cólera. El odio y el encono
De un amor desdeñado es el que hoy siento.
Mas por extraña voluntad y fuerza
Dominado Jasón, en tal extremo ¿Qué pudiera?
¿A las armas homicidas
Debería ofrecer acaso el pecho?
Tu arrebato modera, dolor mío,
Y discurre más justo y más discreto.
Jasón no deje de vivir, y viva
Para mí nada más, y a no ser esto,
También conserve la existencia, y guarde
De cuanto bien le hice los recuerdos;
Y la vida no pierda que me debe.
La culpa es de Creonte, ese soberbio
Que abusa del poder que ejerce injusto
Para romper así nuestro himeneo;
Para arrancar del lado de una madre
A sus hijos, y a dos esposos tiernos
Separar de este modo.
Mi venganza
Ejérzase en el acto. A él solo debo
Castigar. A cenizas su palacio
Reducido ha de verse. En tal incendio,
El promontorio altivo de Molea
Que a las naves obliga a gran rodeo,
Torbellino humeante y rojas llamas
Verá elevarse hasta el azul del cielo.

LA NODRIZA
Ten calma por favor: tus tristes quejas
Enciérrense en el fondo de tu pecho.
Las más graves ofensas es preciso
Devorar con paciencia y en silencio,
Para poder vengarlas. Concentrada,
Es temible la cólera, y a un tiempo
El odio declarado, de vengarse
Se quita a él mismo los seguros medios.

MEDEA
De tal prudencia y disimulo, sólo
Puede usar un dolor que no es tan fiero.
Estas grandes congojas no se ocultan:
Es preciso que estallen desde luego.

LA NODRIZA
Tales ímpetus cesen, hija mía,
Ni aun seguro nos es nuestro silencio.

MEDEA
La fortuna que aterra a los cobardes,
Ante las almas fuertes huye presto.

LA NODRIZA
Cuando está en su lugar, esa energía
Que demuestras así, también la apruebo.

MEDEA
El desplegarla siempre es oportuno.

LA NODRIZA
No te ha quedado de esperanza un resto
En tu infortunio.

MEDEA
Cuando no se espera,
Entonces es cuando se debe menos
Desesperar.

LA NODRIZA
Su odio te da Yolcos,
Y tu esposo traición hace a tu afecto.
De todo tu poder nada te queda.

MEDEA
Quedo yo. Con Medea esta su aliento.
En ella ves la tierra, el mar adviertes,
Y los dioses, el rayo, el mismo fuego,

LA NODRIZA
Teme al rey.

MEDEA
Era rey también mi padre

LA NODRIZA
¿ Y temor no te infunden sus guerreros?

MEDEA
No, si son hijos de la tierra.

LA NODRIZA
Al cabo
Morirás

MEDEA
El morir es mi deseo.

LA NODRIZA
Huye, pues

MEDEA
Sólo sí, de haber huido
Una vez, tan cobarde, me arrepiento.
¡Medea haber huido! ¡Yo!..... ¡Medea!

LA NODRIZA
Eres madre.

MEDEA
Y audacia me da el serlo.

LA NODRIZA
¿Vacilas en huir?

MEDEA
Huiré, mas antes
Vengada he de quedar.

LA NODRIZA
Mas sin sosiego
Perseguida serás de tu enemigo.

MEDEA
Tendré quizá de detenerle medio.

LA NODRIZA
En esas locas amenazas cesa;
Oh calla por piedad; yo te lo ruego.
Aplaca, pues, tu cólera ya inútil,
Y resígnate a la fuerza de los hechos.

MEDEA
Arrebatarme mi poder le es dado
A la cruel Fortuna, mas mi aliento
Y mi valor jamás. ¿Pero qué hace
Girar sobre sus goznes con estruendo
Las puertas del palacio? Es ese mismo
Creonte, el soberano de este reino.




ESCENA II

CREONTE, MEDEA

CREONTE

¡Qué! ¿No piensa dejar aun mis Estados
Esta hija de un rey, mujer culpable?
Medita un nuevo crimen. Su perfidia
Conozco, y sé sus ánimos audaces.

¿A quién perdona ella? Paz y calma
Quién puede hallar, no lejos encontrándose
Del lado suyo. El hierro usar quisiera
Para librar mi reino de tan grande
Como espantoso azote, pero cedo
De mi yerno a las súplicas. Que marche
En paz de mis dominios. Mas avanza
Hacia mí con furor amenazante.
¡Guardias! Venid y rechazadla presto.
No llegue ni a estar cerca, ni a tocarme.
Imponedle silencio; que al fin sepa
Al poder de los reyes doblegarse.
¡Vete pronto! Apresúrate a librarnos
De un monstruo tan cruel y abominable.

MEDEA

¿Por qué crimen, qué falta me condenas
Al destierro?

CREONTE

¡Y pregunta, así extrañándose,
Mujer tan inocente, por qué causa
Se la arroja de aquí!

MEDEA

Si en este instante
Como juez hablas tú, fuerza es me oigas,
Que en el juez es la calma indispensable,
Mas si es como tirano, tú no tienes
Poder para mandármelo, bastante.

CREONTE

Las órdenes de un rey justas o injustas,
Obedecer te toca.

MEDEA

No es durable
El poder que es tiránico.

CREONTE

Ve a Yolcos
Con tus quejas, enojos y tus ayes.

MEDEA

Quien me obligó a salir de esa mi patria,
A ella me vuelva a conducir.

CREONTE

Ya sabes
Tu sentencia dictada por mi labio.
De reclamar no es tiempo: ya es en balde.

MEDEA

El juez que una sentencia da arbitraria,
Sin haber escuchado a entrambas partes,
Comete una injusticia.

CREONTE

¿Has escuchado
A Pelias al ir a asesinarle?
Está bien: hablar puedes. Te concedo
Que defiendas tu causa.

MEDEA

Sé bastante
Por mí misma cuan vano o cuán difícil
Es calmar un espíritu indomable
Poseído de cólera; aun aquellos
Que el cetro empuñan, en su orgullo hacen
Prerrogativa regía el no volverse
Atrás de sus sentencias y dictámenes.
Es verdad que he aprendido muy de cerca
En el regio palacio de mi padre,
Porque a pesar de verme así abrumada
Bajo el peso fatal de tantos males,
Sola, en triste abandono, en el destierro,
Combatida por todos, suplicante,
He tenido por padre, allá en mi patria,
A un monarca potente, y da realce
A mi cuna la gloria mas espléndida,
Porque nieta del Sol puedo llamarme.
Las comarcas que baña en sus contornos
El Phasis con sus ondas fecundantes,
Las que el Euxino rápido limita

Al terminar su curso en los parajes
Donde los ríos forman los pantanos
Que endulzan la amargura de los mares;
Cuantas llanuras sienten de las vírgenes
De Thermodon los pasos incesantes;
De las que embrazan el sesgado escudo,
Todo forma el dominio de mi padre.
Allí he gozado mis hermosos días
De gloria, y de venturas inefables,
De real poderlo. En esos años,
En tiempo tan feliz, he visto amantes
Cuya alianza reyes poderosos
Buscaban, con su amor solicitarme.
Más ligera y voluble la Fortuna,
A un infausto destino condenándome,
Me ha arrancado del trono. Así, ¡confía
En el poder que tienes! Un instante,
Uno solo, la gloria y la ventura
Destruye. El más magnífico y más grande
El mayor privilegio de los reyes,
Aquel que arrebatarle puede nadie,
El de asistir al desgraciado, y luego
Seguro asilo al que lo pide, darle,
Este es, pues, desde Yolcos patria mía,
El único tesoro que aquí traje.
Mi más hermoso título de gloria
Es haber conseguido se salvasen
Por mí misma la flor de los guerreros
De la Grecia, los héroes indomables,
Esos hijos ilustres de los dioses
Y sostén de su patria. Por mí alzase
La gloria de un Orfeo, cuyos cantos
Encantaban las piedras y los arboles;
La de Castor y Pólux, esos hijos
Del Boreas; la de aquel de penetrante
Mirada, de Linceo que iba cierta
Mas allá del Euxino y de sus márgenes;
La de todos los rudos Argonautas,
Sin recordar a aquel de estos audaces
Conquistadores el caudillo insigne,
Por lo que tú, si ya no lo olvidaste,
Gratitud, que no quiero, no me debes,
Ni te la pido yo. Por ti salvarles
He logrado, mas uno, uno tan solo
Salvé por mí. Mi acusación se entable;
Y recuerda mis crímenes. Yo misma
Los he de confesar. Sólo inculparme
Pudieran de los bravos Argonautas
Por el regreso, mas en ese trance
Si a la voz escuchara del afecto
Filial y el pudor; a no arriesgarme
A tal empeño, con la Grecia entera,
En un peligro tan fatal y grande,
Sus príncipes, hubieran perecido,
Y víctima primera inevitable
Del fiero toro de encendidas llamas
Tu yerno hubiera sido en el instante.
Cualquier pesar o desventura horrenda
Que el destino disponga reservarme,
La vida de esos vástagos de reyes,
Por mí no me arrepiento se salvase.
El premio que merezco por mis crímenes
En tu poder esta. Como culpable
Condéname si quieres, pero vuélveme
Al que al crimen me hizo así entregarme.
Soy en efecto criminal, Creonte:
Lo confieso, a pesar que ya lo sabes,
Cuando al fin protección te he demandado
Y abracé tus rodillas suplicante.
No te pido un asilo en este reino;
Un oscuro retiro en que ocultarme;
Un pedazo de tierra sólo otórgame.
En él mi vida solitaria pase.
Si de aquí me destierras, no me niegues
Un refugio no más, el más distante
En toda la extensión de tus Estados.
Esta corta merced no has de rehusarme.

CREONTE

No soy monarca tan cruel, ni soy
Capaz de rechazar inexorable
La súplica de un ser que es desgraciado.
Que tal es mi piedad, ya está bastante
Probado, el acoger por yerno mío
A un triste fugitivo, a mil azares
Expuesto, y a merced de sus contrarios
Sin poder y recursos, porque Acastes,
Monarca de Thesalia, el medio busca
De hacerle sucumbir, castigo dándole
A tus crímenes todos. La venganza
Prosigue en contra tuya, de su padre,
Ese anciano ya trémulo y caduco,
Cuyos miembros sus hijas quebrantaron le

En su amor filial extraviadas,
E impelidas a acción tan execrable
Por tu mágico ardid. Mas separando
Su causa de la tuya, sincerarse
Jasón puede muy bien. No están manchadas
De Pelias sus manos en la sangre,
Ni se armaron del hierro, y puro siempre
Ante tus hechos supo conservarse.
Artífice de crímenes no oídos,
Los mas odiosos y los mas infames,
De la mujer te sobra la malicia
Para en ti concebirlos, sin faltarte
Esa audacia del hombre para verlos
Cumplidos con placer abominable.
Tú que no temes al horror y mengua
Que del crimen no pueden desligarse,
De tu presencia libra mis Estados:
Lejos, muy lejos de mis tierras parte;
Vayan contigo tus pasiones fieras;
Contigo al fin nuestros temores váyanse.
A atormentar los dioses ve a otros sitios,
Con tus ocultas, misteriosas artes.

MEDEA

¿Me obligas a partir? Sea en buen hora.
Devuélveme en seguida aquella nave
Que me trajo o al mismo compañero
De mi fuga, en su vez tienes que darme.
¿Por qué me obligas a partir hoy sola?
¿Sola vine yo acaso? No rechaces
El fundado temor de que una guerra
Pudiera ser que llegue a suscitarse,
Y a entrambos nos arroja. ¿Por qué marcas
Tal diferencia entre los dos culpables?
A Pelias por él dile la muerte.
Así, mi fuga, mi vendido padre,
Mi hurto audaz, mi destrozado hermano,
Todas estas acciones y maldades
Que un esposo a su amante desposada
Inspira, no son obras que achacarme
Debes nunca. Sí, ¡todas cometílas,
Mas ninguna por mí!

CREONTE

Si has de marcharte,

¿A qué vienen inútiles discursos?
¿A qué esta dilación?

MEDEA

Voy a alejadme,
Mas mi postrera súplica de hinojos
He de hacerte; tus odios no se ensañen
Castigando en mis hijos inocentes,
El crimen que tan sólo es de su madre.

CREONTE

Vete tranquila; cual a propios hijos
Los trataré, mi amparo siempre dándoles.

MEDEA

Por el regio himeneo que has dispuesto
Y bajo auspicios tan felices haces;
Por la esperanza que en el mismo fundas;
Por el destino de los reinos grandes
Con que juega, impulsada del capricho,
La Fortuna en sus prontas veleidades;
Que me otorgues, te ruego, un corto plazo
A mi partida, sólo, porque abrace
Y prodigue mis últimas ternezas
A mis hijos que pierden a una madre;
La que a morir tal vez ¡ay! muy cercana
Se encuentra ya.

CREONTE

Tener así te place
Algún tiempo, sin duda, en el que logres
Un nuevo crimen cometer.

MEDEA

No es fácil
En tiempo tan escaso. ¿Y qué mal puedes
Temer ahora de mí?

CREONTE

Tiempo no fáltale
Al malvado jamás para cansarlo.

MEDEA

¿Negaras a una mísera un instante
En que verter sus lágrimas?

CREONTE

Me causa
Instintivo terror el otorgarte
Esa gracia. Te dejo un solo día,
Para que en él tu marcha aquí prepares

MEDEA

Eso es mucho: abreviar puedes el plazo.
Obligada yo misma ya a alejarme
De estos sitios me siento.

CREONTE

Si en mis reinos
El sol llega mañana a levantarse
Y no has pasado el istmo, ¡ay de tu vida!
Pero ya me reclama el fausto enlace.
A los dioses tribute en un momento
Tan solemne, mis votos y homenajes.

ESCENA III

EL CORO

¡Cuán temerario el decidido nauta
Que osó primero en frágil navecilla
Hendir las olas pérfidas, dejando
Tras sí la tierra en que nació, y su vida
Confiando al capricho de los vientos,
Al lanzarse en las olas extendidas,
En senda de aventuras, siendo solo
Leve tabla de un tronco recogida,
La que allí su existencia de la muerte
Le separaba entonces! Aun la vista
No se fijaba en el espacio: el curso
De los astros ninguno conocía,
Ni a las claras estrellas sujetábase,

Que esplenden en la bóveda infinita.
Ni las pluviosas Híadas, entonces
Las naves evitar aun no podían,
Ni la influencia de la Cabra; aquella
Del carro que siguiendo ya sin prisa
El no joven Boyero: Entonces Bóreas
Y Céfiro, estos nombres no tenían.
Sobre la inmensa mar osa el primero
Sus velas desplegar Tifiso, y dicta
A los vientos entonces nuevas leyes,
Y tanto sabe aprovechar sus iras,
Cual recibirlos a su vez si llegan
De costado, abatiendo, si precisa,
A medio mástil las entenas altas,
O elevarlas aun mas cuando en su misma
Impaciencia, los vientos todos juntos
E1 tripulante evoca, y cuando erguida
La bandera de púrpura tremola
Sobre la nave rauda y fugitiva.
Nuestros padres lograron esos siglos
De inocencia y virtud. En las orillas
Que les vieron nacer, en paz entonces,
Habitaban, y al cabo envejecían
En la tierra que fue de sus abuelos,
Satisfechos con poco, y por su dicha,
De su nativo suelo los tesoros
Nada más conociendo. Se aproximan,
Las separadas tierras por la naves
De Thesalia, y la mar es sometida
Al golpe de los remos, y se une
A todos nuestros males y fatigas,
Los peligros sin número que ofrece
Un extraño elemento. Allí se mira
Correrlos a una nave desdichada
Y provocarlos tanto en su osadía,
Que costosa le es cuando se arroja
Entre los montes célebres que fijan
Del Euxino la entrada, y se estremecen
Con el fragor del rayo, en tanto altiva
La mar presa entre ellos, a las nubes
Lanza la espuma que en sus olas brilla.
A tal siniestro, Tífiso ya tiembla,
Y abandona el timón su mano fría;
Sus canticos suspende el dulce Orfeo,
Y queda muda su encantada lira;
Argos mismo su voz pierde al instante.
¿Mas qué? Cuando la virgen de Sicilia
Que en el cabo reside de Pelora,
De sus funestos canes circuida,
Les hace aullar a un tiempo ¿quién no
(tiembla
Creyendo que esta horrible gritería
La produce no más un monstruo fiero
Que en las rocas oculta su guarida?
¿Qué terror no sintieran en los mares
De Ansonia, en la región azul y limpia
De las Sirenas pérfidas que suelen
Detener con la dulce melodía
Y los encantos de su voz las naves,
Que por las verdes olas se deslizan,
Y arrastradas se sienten del dios Tracio,
Por los acordes que armoniosos vibran?
¿Qué premio obtuvo tan audaz viaje?
Del áureo vellocino la conquista,
Y Medea, mujer aún más temible
Que temibles nos son las olas mismas,
De los primeros que la mar surcaron
Con tanto arrojo, recompensa digna.
Acatando la mar hoy nuestras leyes,
Doblega su cerviz ya mas sumisa.
No hace falta aquel Argos, bella nave
Por la sabia Minerva construida,
Tripulada por reyes. Por las olas
Se aventura la frágil navecilla.
Se cambiaron los límites antiguos,
Y las gentes ciudades edifican
En nuevas tierras. Dondequier el mundo
Se cubre de naciones muy distintas,
Y en su anterior lugar nada se encuentra:
Todo en trastorno general se mira.
El agua fresca del Araxe bebe
El indio: el persa allí su sed mitiga,
En el Elba y el Rhin. Llegara un tiempo
En el camino que los siglos sigan.
Que el Océano extenderá del globo
El circulo, ofreciendo a la osadía
De los hombres, ignota, inmensa tierra.
Nuevos mundos la mar dilatadísima
Llegará a revelarnos, y cual linde
Del inundo no será Thule ya vista.

ACTO TERCERO

ESCENA PRIMERA
LA NODRIZA, MEDEA
LA NODRIZA
¿Adónde vas tan rápida, hija mía?
Detente ya; la cólera modera;
Mitiga ese frenético arrebato.
Cual furiosa bacante que va llena
Del dios que así la agita, a la ventura
Va cruzando del Pindo las laderas
Que recubre la nieve, a la alta cumbre
Del Nysa, allí la mísera Medea
Iracunda agitándose, en su rostro
Con la expresión del vértigo que ciega.
Sus facciones se abultan al esfuerzo
Que en su difícil respirar, la altera.
Prorrumpe en gritos, con placer sonríe
Y de llanto sus parpados se llenan:
En su semblante las pasiones todas
A su vez van pintándose funestas.
Amenaza, vacila, llora, gime,
Se encoleriza. ¿En quién de tan inmensa
Y tremebunda ira en su venganza,
Ira el peso a caer? ¿Dónde la horrenda
Tempestad va a estallar? Su rabia impía
Que el ánimo suspende y amedrenta,
Ya limites no tiene. No es un crimen
El que a sus solas mísera proyecta,
Común y fácil, ni delito usado
El que medita en su rencor: a ella,
A ella misma a excederse va sin duda,
Va a avergonzar a la salvaje hiena.
Yo la he visto otra vez con las facciones,
A la cólera horrible descompuestas.
Propínese esta vez algo espantoso,
Cruel, impío, abominable: es fuerza
Que algo ocurra, porque es la rabia suya,
La que respira hoy. ¡Que falso sea
Lo que presiento así! ¡Que yo me engañe
Los altos dioses del Olimpo quieran!

MEDEA

Si pretendes saber, en tu desdicha,

Cuanto debes odiar, también recuerda
Cuanto amaste..... Sin horrida venganza
Este enlace real, ¿cómo Medea, Yo,
Medea, sufrir? ¿Y sin provecho
Este día pedido con bajeza
Y con viles desprecios alcanzada, veré perdido?
En tanto que mantenga
Su equilibrio en los aires nuestro mundo;
En tanto que los astros den sus reglas
Y su curso a las varias estaciones,
Y contarse no puedan las arenas,
Y el sol produzca el día, y que la noche
Esmalte el cielo azul todo de estrellas,
Y encima de las ondas intranquilas
En el cielo la Osa se suspenda,
Y que caminen a la mar los ríos,
La sed de la venganza que me quema,
Y devora, muy lejos de extinguirse,
Crecerá con más hórrida violencia.
Ni la rabia, el furor que anima ardiente
El crudo instinto de salvaje fiera;
Ni Scila ni Caribdis cuyas simas
De Sicilia y de Ausonia la ola inquieta
Absorben, ni aquel monte cuyo peso
A Encelado así aplasta, el rojo Etna,
Aun podrán igualar al odio mío,
Al violento furor de mi inclemencia.
Ni el torrente mas raudo, ni los mares
Mas turbados, que braman y se encrespan,
Ni del Euxino el curso apresurado
Que furibundo el aquilon subleva,
Ni la llama agitada por el viento
Que ruge más feroz; nada pudiera
Detener de mi cólera el impulso.
¡Que todo se destruya y desparezca!
¿Dirá Jasón acaso que a Creonte
Y que al poder del que en Thesalia reina,
Ha temido? En verdad que nada teme
El verdadero amor. Cedió a la fuerza;
Fue débil, pero al menos a su esposa
Pudo ver, procurándose con ella
Una corta entrevista. ¡ Hombre tan fiero
No pudo ser audaz! Fácil le era
Obtener de Creonte, el retrasarme
Mi partida cruel. !Y se me deja
Para abrazar mis hijos solo un día!
No es mucho, no; mas me conformo: sea,
Porque sabré emplear con buen acierto,
El tiempo tan escaso que me resta.
En éste día, en este, uno tan sólo,
Extrañas cosas se verán; de ellas
En los futuros días ha de hablarse.
Provocara a los dioses mi soberbia.
Alzaréme en su contra, y yo en mí saña
He de agitar a la natura entera.

LA NODRIZA

Tu razón se turbó con la desdicha.
Apacigua tu espíritu, princesa.

MEDEA

No tendré calma alguna hasta que todo,
Conmigo en el abismo se sumerja.
¡Conmigo ya sucumba el universo!
Todo conmigo sin piedad perezca.
Dulce es morir, si tras de sí se arrastra
A su ruina súbita y completa.

LA NODRIZA

Si en tu empeño persistes, no te burles
Del peligro que corres; en él piensa.
Imposible es sin riesgo, de los reyes
Provocar el enojo y la soberbia.

ESCENA II

JASON MEDEA

JASON

¡Oh bárbaro destino! ¡Suerte impía,
Cruel de igual manera, ya contraria
O favorable ya! Los dioses altos
No saben encontrar a mis desgracias
Sino remedios ¡ay! que son peores,
A los mismos pesares que me matan.
Si la fe conyugal guardar deseo
Que a mi esposa juré, la muerte infausta
Me es preciso afrontar, y si la muerte
De mi he de rechazar, tiene mi alma
Que ser perjura entonces. No es el miedo
El que olvidar me hace las sagradas
Promesas del esposo; el temor solo
De mí ternura inquieta y alarmada,
Porque la muerte de mis hijos fuera
Seguida de mi muerte sin tardanza.
Si tú, Justicia incorruptible, habitas
En el cielo, te invoco de mis ansias
Por testigo. En el trance tan terrible
En que mi triste espíritu se halla,
Tal sacrificio por mis hijos cumplo.
Su madre a no dudarlo, así enojada,
Es violenta, y su genio, es irascible;
Mas a sus hijos que a su esposo ama.
Probaré con mis súplicas a ella.....
Ya a mi vista, su cólera y su saña
Se despiertan. Retratase en su rostro
El odio concentrado: en él se hallan
Las iras que se agolpan tremebundas,
En el oscuro fondo de su alma.

MEDEA

He de huir, oh Jasón: huiré; el destierro
No es nuevo para mí; mas sí la causa
Que me conduce a él. Por ti es preciso
Que haya al fin...Ya abandono esta comarca.
Partiré, mas al ser de tu palacio
De este modo tan pérfido arrojada,
¿Adónde quieres tú que me encamine?
¿A Phasis, Yolcos, la que fue mi patria
Y de mi padre el reino? ¿A las llanuras
Con sangre de mi hermano ya regadas?
¿Qué mares debo atravesar? ¿Adónde
Mi errante paso dirigir me mandas?
¿De Euxino he de cruzar por el estrecho
Donde conduje las gloriosas armas
De un ejército audaz todo de héroes,
Y siguiendo a través las Simplégadas
A un adúltero amante? ¿Por asilo
Me quieres dar los valles de Thesalia
O bien Yolcos humilde? Cuantas sendas
Te dije, para mí tengo cerradas.
¿Adónde, pues, me envías? El destierro
Me impones, pero no me dices nada
Del lugar donde debo al fin sufrirlo.
Es preciso partir, pues me lo manda
El altivo Creonte: le obedezco.
De sus desprecios siéntome abrumada:
Los tengo merecidos. De su cólera
Apure la crueldad ese monarca
En la triste rival de la hija suya;
Encadene sus manos; en la infausta
Prisión la abisme y en eterna noche
De horrible sufrimiento. Resignada
Considero que es menos tal castigo,
Que el que sufrir merezco por mis faltas,
Ser ingrato, recuerda aquellos toros
Que vomitaban abrasantes llamas,
Y a los tuyos y a ti de inmenso espanto
En las venas la sangre les helaba;
En la llanura aquella donde viste
De súbito salir la mies extraña
De guerreros armados, hijos todos
De la tierra, los cuales en su audacia
Al mandato no más de la voz mía,
Hicieron entre sí fiera matanza.
El escudo recuerda de aquel Frigio
A quien rico despojo conquistaran,
Y el dragón que el espanto era de todos,
Y despierto, en continua vigilancia,
Obligado a ceder por vez primera
De irresistible sueño a la asechanza;
Mi hermano muerto y los delitos tantos
Que en un crimen ya único se hallan
Para mí resumidos, y los hijos
De Pelias que osaron engañadas
Por mis artes, en míseros fragmentos
Destrozar a su padre, en la esperanza
De que con nuevo ser reviviría,
Porque así lo anunciaron mis palabras.
No olvides, no, que por seguir tus pasos
A otro reino, yo el mío abandonaba,
Por los hijos que esperas de tu esposa,
Por la paz que te ofrece el regio alcázar
De Creonte; por esos indomables
Y fieros monstruos que vencí en batalla;
Por mis manos dispuestos a servirte
Y a tu sola defensa consagradas;
Por el cielo y la mar, fieles testigos
De promesas que hicieren nuestras almas;
Ten piedad de esta mísera; mi labio
Te lo mega; concédeme por gracia,
En medio de tu próspero destino,
El premio de esos bienes que te daba.
De las riquezas todas que el Scita
Se apoderó tan lejos, y a mi patria
De los índicos campos florecientes
Ha traído, de aquellas que eran gala
Allí en nuestros palacios; los montones
De oro que en los mismos rebosaban,
Siendo entonces espléndido ornamento
De nuestras verdes selvas dilatadas;
Nada traje en mi fuga: solamente
Los miembros de mi hermano, y tú la causa
De todo, porque a ti he sacrificado
Padre y hermano, mi pudor, mi patria.
Tal es el dote que me diste. Dame
Estos bienes que al fin hoy me arrebatas.


JASON
La existencia quitarte pretendía
Creonte en su furor, pero a mis lágrimas
Conmovido, decreta ya tan sólo
Tu destierro. Concédeme esa gracia.


MEDEA
¡Mi destierro! ¿Y lo mira cual castigo?
Un favor es más bien.

JASON
Pues sin tardanza Huye, sí; tienes tiempo.
De los reyes La cólera es terrible y anonada.

MEDEA
¿Y tu consejo es ese? Y por tu esposa
Mi fuga así pretendes? ¿Y librarla
De una odiosa rival así procuras?

JASON
¡Y por tales amores tan airada!
¡Culparme en su rencor así Medea,
Cual si yo sus desdichas provocara!

MEDEA
Te reconvengo, sí; por tus perfidias,
Tus negros homicidios y venganzas.

JASON
¿De qué crímenes puedes acusarme?

MEDEA
De todos los que hice.

JASON
¡Eso faltaba!
Que de todos tus crímenes infaustos,
Como su autor, cual dices, me tomaran.

MEDEA
Los tuyos son sin duda, mis delitos.
El crimen es de aquel que al fin alcanza
El fruto que produce. Aun cuando fuese
Por las gentes, por todos infamada,
Tú solo en mi defensa deberías
Sostener mi inocencia. Quien se halla
Culpable por ti solo, ser debiera
Pura a tus ojos y en su honor sin mancha.
JASON
La vida es un suplicio, si se siente
Vergüenza de tenerla y de alentarla.

MEDEA
Cuando tal beneficio así avergüenza,
Conservarse no debe.

JASON
Digna calma
Templar debiera tu furor cruento.
De tus hijos acuérdate.

MEDEA
¡No! ¡Calla!
Yo reniego de ellos: los rechazo,
Si ha de darles hermanos la que llamas Tu esposa.

JASON
Como reina prestar puede
A los hijos de madre destronada
Un asilo, y es harto poderosa
Para darles su amparo en su desgracia.

MEDEA
¡ Ay, los dioses perdónenme la afrenta
De ver mi sangre ilustre así mezclada
Con la sangre de estirpe tan inicua!
¡Que aquellos que del Sol hijos se llaman,
A los hijos de Sísifo se vean
Unidos cual si fuesen de su raza!

JASON
¿Por qué ese afán cruel de que así entrambos
Nos perdemos a un tiempo? Al punto marcha:
Te lo ruego.

MEDEA
Mis súplicas ha oído
Hasta el mismo Creonte.

JASON
¿Acaso alcanza
Mi poder a salvarte? ¿Qué hacer puedo?

MEDEA
Por mí, hasta el crimen.

JASON
En sus férreas garras
Dos monarcas me tienen.

MEDEA
A Medea,
En ese mismo extremo que te hallas,
Tienes tú, que es más fuerte y más temible.
La prueba hagamos: esgrimir mis armas
Combatiéndolos déjame, y sea el premio
Del triunfo Jasón, en la batalla.

JASON
Mis fuerzas ha agotado el infortunio:
Tú misma teme ser atormentada
De nuevo por los males que sufrimos,

MEDEA
La Fortuna de mí siempre fue esclava.

JASON
Acastes se aproxima; aquí más cerca,
Es temible Creonte.

MEDEA
Huya tu planta
De entrambos: yo no exijo que levantes
Contra tu nuevo príncipe tus armas.
No te exige Medea que tus manos
Se manchen con la sangre derramada
En la regia familia que te encuentras.
Sígueme luego, y tus virtudes guarda.

JASON
¿Y quién ha de acudir a defendernos,
Si Creonte y Acastes se aliaran?
¿En tan doble contienda, quién nos sigue?
Es empresa imposible y temeraria.

MEDEA
A sus huestes añade la de Yolcos
Bajo el mando de Eetes, su alianza
Con los Scitas y los griegos fuertes,
Y a todos los veras bajo las aguas
De la mar perecer.

JASON
El áureo cetro Un terror inmensísimo me causa.

MEDEA
Codícialo más bien.

JASON
Pudiera acaso
Sospechosos hacemos nuestra platica,
Y seguirla es expuesto.

MEDEA
Pues te muestras
De tal modo, oh tú Júpiter que mandas
En los dioses; resuene en los espacios
Del trueno el ronco son; la diestra arma,
Y el universo quebrantado estalle
Al rayo aterrador de las venganzas.
Al ser que debe aniquilar no elija:
El ó yo, que el que sufra al fin su saña,
Un culpable será: no se equivoca
Cayendo sobre entrambos.

JASON
Con más calma
Discurre, y más discretos pensamientos
Te dominen, pues, ya. Si en el alcázar
De Creonte, existiera algo que temple
De tu destierro la amargura tanta,
Pedirlo puedes.

MEDEA
Mi desprecio tengan
Los tesoros que guardan los monarcas.
Que siempre así los desprecié no ignoras.
Deja que solo con mis hijos vaya
A mi destierro; en él que me acompañen,
Y en su seno verter pueda mis lágrimas.
Tú tendrás nuevos hijos.

JASON
Bien quisiera
Acceder complaciente a tu demanda.
Quisiera, sí; pero el amor paterno
Me lo impide, y Creonte no alcanzara
De mí nunca, jamás tal sacrificio
Aunque es rey. Son los lazos que me atan
A la vida, y el único consuelo
En los rudos tormentos que me asaltan.
Antes más bien, renunciaré hasta al aire
Que respiro, a mis miembros, a la clara
Luz que aparece con el nuevo día;
A la luz, que es la vida y la esperanza.

MEDEA
¡Cuánto quiere a sus hijos!; Cuanto
(sufre!
¡En mi poder esta! ya donde alcanza
Mi mano a herirle, sé. Deja que al menos
Con mis últimos besos les dé el alma.
Tan supremo favor que así te pido,
No me puedes rehusar. Cuanto en mi rabia,
Mis arrebatos dije, olvida al punto.
Un recuerdo más grato de mí guarda,
Y bórrense esta, vez de tu memoria,
Cual hijas del despecho, mis palabras.

JASON
Al olvido las dí. Sólo te ruego
El exceso moderes que te causan
Tus infortunios tantos; que procures
Que el reposo en tu pecho al fin renazca.
Con la mayor resignación se endulza
La amargura que aflige en la desgracia.

MEDEA
¡Se va!..... ¡Y así me deja! ¡Así se olvida
De mí, de mis tormentos, y de tantas
Pruebas de amor y beneficios tantos!
¡A qué funestos crímenes me lanza!
¿Ya de mí no se acuerda? ¡Oh, ya nunca
Te podrás acordar! Vamos, prepara
Tus recursos, Medea, tus malicias

Y todo tu poder. Al fin alcanzas
Conocer bien el crimen, como fruto
De tantos como has hecho siempre impávida.
Disponte ya al castigo no esperado;
Hiere en el sitio en donde no se aguarda
Ni la defensa se previene. Ahora
La astucia no me sirve; es recelada.
¡Adelante! Es preciso que ejecutes
Lo que está en tu poder. ¡Valor y audacia!
Y tú, débil nodriza, de mis penas
La confidente sólo, y mi compaña
En mi inquieta existencia, ven; secunda
Mis propósitos tristes. Aun se halla
En mi poder un manto que es prodigio,
Celeste don que mi familia guarda
Y del trono magnífico de Yolcos,
La más hermosa y deslumbrante gala,
Por el Sol a mi padre concedida
Como señal de su progenie alta.
Tengo aún una espléndida diadema
Y un collar que es de oro en que se esmaltan
Brillantes piedras, que en mi adorno uso.
A la feliz esposa estas alhajas
De mi parte ofrecidas por mis hijos
Quiero, pues, que le sean: impregnadas
Serán antes por mí de un filtro mágico
Que conoce mi ciencia y mi venganza.
Invoquemos a Hécate y vamos luego
Al fúnebre holocausto, y ante el ara
Acudiendo en seguida, se levante
Del sacro fuego la esplendente llama


ESCENA III

EL CORO
Ni la violencia de voraz incendio,
Ni el impulso del viento, ni del dardo
La rapidez, se igualan en temibles
Al furor y la cólera asociados,
De la mujer que repudiada, a un tiempo
El odio abriga y el amor infausto.
Cuando la brusca tempestad de súbito
Se desata, en sus soplos es el ábrego
Menos fiero, y aun es menos furioso
El Danubio al lanzarse en curso rápido
Destruyendo los puentes, de sus márgenes
Saliéndose indomable y desbordado.
Aun el Ródano es menos temible
Cuando rechaza el poderoso amago
De las olas riel mar; menos temidos
Son los roncos torrentes engrosados
Con las nieves del fiemo derretidas
Del sol ardiente a los hermosos rayos.
El amor que se agita por el odio,
Ciego es: nada puede moderarlo
Y detenerle nada: arrostra al punto
Hasta la muerte misma, y vuela impávido
Ante la punta de la espada. ¡Oh dioses, Piedad!
Vuestra clemencia os imploramos.
Las horas proteged del héroe invicto
Que las olas del mar ha doblegado.
Mas el rey de las olas, la venganza
Del ultraje a su imperio, está anhelando.
El vanidoso joven que atrevido
Del Sol eterno dirigiera el carro,
Y olvidó de su padre las lecciones,
Sufrió el castigo a su imprudencia, infausto,
Y envuelto entre las llamas con que al
(mundo Dio catástrofe tal, se vio abrasado.
No sin peligro por iguales sendas
Se aventura el audaz. Seguid el paso
Y el seguro camino que de ha tiempo
Vuestros dignos mayores os trazaron,
Y en vuestro ardor febril nunca intentéis
Romper aquellos límites sagrados
Que los mundos separan. Todos esos
Los que célebres remos han usado
De atrevidos bajeles, y su sombra
A las sagradas selvas les quitaron
Allá en el Pelión; todos aquellos
Que entre escollos movibles y entre bajos
Lanzáronse después; los que peligros
Sin número, en los mares afrontando,
En las distantes costas al fin viéronse
De un país agresivo, adusto y bárbaro,
Para buscar el oro que llenaba
En su avidez sus codiciosas manos;
Su sacrílega audacia con la horrenda
Y provocada muerte han expiado.
Por vengar sus derechos, desafía
El abismo a los nautas mas impávidos.
De entre todos es Tífiso el primero:
Deja el timón en inexpertas manos;
Sufre la pena del fatal descuido;
Muere lejos al fin de tus Estados,
Y en la tumba común yace hasta el día.
En la sombra, sin gloria y olvidado.
Aulis detiene en el seguro puerto
Las impacientes naves de su mando,
En la contraria calma, noticioso
De la muerte que halló su soberano.
El hijo de Calíope, el que hacia
Con su armoniosa lira el curso rápido
Suspender de los ríos, y a los vientos
Imponía el silencio, y que lanzando
A torrentes armónicos sonidos,
Al ave hizo olvidar sus dulces cantos,
Y obligaba a los bosques a seguirle;
De Tracia en las llanuras destrozado,
Su cabeza del Hebro dio a las olas
Que tristes la acogieron murmurando.
Para siempre revive, desde entonces
De la Stigia en las márgenes y el Tártaro.
De los hijos del Bóreas se vio Alcides
Vencedor. Casi muerto por su brazo,
De Neptuno fue el hijo tan famoso
Por tanta metamorfosis. Tan bravo
Adalid a su vez cuando la tierra
Y la mar hubo al fin pacificado.
Después de haber las puertas del imperio
De la sombra eternal hecho pedazos,
Encontróse tendido y aun con vida
En la hoguera del Eta, y ya entregando
A la llama voraz todo su cuerpo,
Consumido perece ante el engaño
Como aleve funesto, por el traje
Sangriento de aquel Neso, regalado
Por su postrera esposa enamorada,
Anceo halló su muerte a los estragos
Del cruel jabalí, y en sus colmillos;
Y tú a tu vez, temible Meleagro,
Con tus impías manos degollaste
De tu madre a los míseros hermanos,
Cuya muerte vengada con la tuya
Fue por ella. ¡Oh que crímenes nefandos!
Tales héroes la muerte merecieron.
¿Mas qué crimen pudiera haber culpado
A aquel tierno mancebo que no pudo

Encontrar el gran Hércules, y al cabo
Pereció en la corriente, en una ola
Apacible y ligera? ¡Héroes magnánimos,
Afrontad de la mar esos azares,
Sufrid sus iras y sus riesgos tantos,
Cuando un simple riachuelo así os ofrece
Tales peligros en su curso manso!
Idmon no obstante de su oculta ciencia
De lo que está por ser, fue devorado
Por una sierpe en la arenosa Libia,
Y Mopsas que en su acierto confiando,
A su vez anunció a sus compañeros
Su muerte infausta, desmintió su oráculo:
Él solo sucumbió lejos de Tebas.
A creer sus proféticos relatos.
A errante vida vióse en el desierto
El esposo de Tétis condenado.
Aquel que las hogueras engañosas
Pretendía encender, el fuerte Maullido,
Por vengarse del Griego, vino entonces
A encontrar en su vez un fin infausto;
A lanzarse en el fondo de los mares.
Aquel hijo de Oleo, así expiando
De su padre los crímenes, hundido
En las olas se vio por fiero rayo.
Generosa y magnánima Alcestea
Por salvar de Thesalia al soberano,
Su esposo, sucumbió; y aquel, por último,
Que mandó trasportar el asiático
Despojo, y en su nave, la primera,
El áureo vellocino, aquel tan bravo
Pelias, cuando el mundo cruzó todo,
En hirviente caldera fue arrojado;
Y quien así brilló sobre la tierra.
Fue consumido en tan estrecho espacio.
¡Oh deidades potentes! ya a los mares
Vengasteis con exceso. Sed mas blandos,
Y a Jasón perdonad: a su despecho
A esa empresa atrevida fue lanzado,

ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA

LA NODRIZA

¡Oh qué espanto, qué horror del alma mía
Se apodera! Las iras que destrozan
De Medea el espíritu, recrecen,
Se inflaman y renúevanse espantosas.
Y su delirio con furor renace.
En tales arrebatos que acongojan,
Ya la oí muchas veces, a los dioses
Osada apostrofar, ardiendo en cólera,
Y al mismo cielo hacer que a su obediencia
Se mostrase sumiso. Mas ahora
Debe ser más terrible y más extraño
Lo que está meditando allá a sus solas;
Porque apenas veloz de aquí marchóse
Para encerrarse en la mansión umbrosa,
Su cruel santuario, en él despliega
Su poder que es tan grande, y confecciona
Esos filtros que siempre vio con miedo,
Y todo cuanto sabe que provoca
Los males, los ocultos maleficios,
Y que nadie es posible que conozca.
Sobre el ara fatal su diestra mano
Extendiendo iracunda y misteriosa,
A cuantas rudas fieras de la Libia
Producen las arenas ardorosas;
Cuantas oculta la guarida helada
Bajo la eterna nieve que está en toda
La comarca de Tauro; a cuantos monstruos
Pudieran haber, a su presencia evoca.
A sus mágicas voces atraídos,
Innúmeros reptiles abandonan
Sus inmundos refugios. Una sierpe
Ya vetusta, adelantase y se enrosca,
Y deshace después no sin esfuerzos,
Los dilatados círculos que forma.
Agita sus tres dardos; con sus ojos
Busca su presa, amenazante y torva,
Mas los mágicos gritos la detienen;
Repliega sus anillos recelosa.
Y en espiral su cuerpo deja erguido.
«Los monstruos que nacieron en las hondas
Guaridas de loa troncos, no me ofrecen,
Medea así murmura misteriosa.
Sino vulgares, míseros recursos.
Al cielo es al que debo esa ponzoña.
Que mata demandar. Tiempo es que olvide

Los comunes encantos. Baje ahora
A mis conjuros la serpiente enorme
Que en el cielo se extiende pavorosa
Como si fuera dilatado rio,
Y la cual con sus nudos aprisiona
A dos monstruos, que siempre favorecen,
El mayor a los griegos en sus glorias,
Y el menor a los tirios. Serpentario
Los brazos abrirá con que sofoca
Al reptil gigantesco, y su veneno
Le obligara a que arroje sin demora.
También anhelo que a su vez sumiso,
Al eco de mi voz Pitón responda;
El que con dos deidades sin espanto,
En su ira maléfica y sañosa,
Se atreve a combatir. Quiero que pronto
De Lerna aquella hidra aterradora
Venga a mí con sus múltiples cabezas
Que renacer se vieron asquerosas
Bajo el brazo de Hércules; y a un tiempo,
Oh tu el dragón de Yolcos, llega ahora;
Acude, tú el custodio vigilante
Que fue el espanto de las gentes todas,
Y el que por vez primera adormecido
A mi mágica voz, cedió en su cólera.»
Cuando siniestra convocó a los monstruos,
Confundió aquellas plantas venenosas
Que nacen en las cúspides inhiestas
Del Eríx. y en las nieves que rebosan
Eternas en el Cáucaso, regadas
Con negra sangre que del pecho brota
Del triste Prometeo, y la que sirve
Para dar su maléfica ponzoña
A las flechas de indómitos guerreros
De la Arabia Feliz, de Medas tropas
Al arquero, y al Parto belicoso
Y aquellas recogidas en las sombras
De la selva Herciniana, en clima helado,
Por los fuertes Suevos. Cuantas hojas
De veneno infiltradas reproduce
La tierra en esta época en que forman
Los pájaros sus nidos; las que engendra
Cuando la selva el aquilón azota
Y con sus soplos bruscos y temibles
De sus floridas galas la despoja,
Cuando el rigor del frio ha encadenarlo
A la región terrestre; cuantas otras
Yerbas extrañas de virtud diversa,
Mortal veneno esconden, se ven todas
Retorcidas y así por sus raíces
Los maléficos jugos que atesoran,
Extraídos a un tiempo. Entre sus manos
Estrújalas Medea. De las lomas
De Athos en Thesalia, la una vino,
De las cumbres del Pindo aquella.
Adorna La levantada cima del Pangeo,
La que su tierna frente débil dobla
A la cortante hoz. De tales plantas
Unas fueron cogidas en remotas
Comarcas y del Tigris en las márgenes
El de profundas aguas; fueron otras
Del Danubio en la orilla; y en las áridas
Llanuras donde corren y se agolpan
Las aguas del Hidaspe que en su curso
Arrastran sin cesar piedras preciosas,
Y en las riberas del undoso Betis
Que da su nombre a las comarcas todas
Que baña cuando corre ya a extinguirse
Del mar de Hesperia en las tranquilas olas.
Las unas con el hierro se cortaron
Cuando el sol ya no guía su carroza,
Las otras en la noche más profunda,
Entre las tristes y siniestras sombras;
Y por último, aquellas se arrancaron
Por la encantada uña poderosa,
De la maga fatídica. Medea
El vegetal mortífero reboza
Y riega con veneno de serpientes
Y de siniestras aves la ponzoña,
Con la sangre humeante y el negruzco
Corazón de algún búho, y las ya rotas
Entrañas vivas del fatal mochuelo
Cuyo quejido es lúgubre y asorda.
La malévola maga así reúne
Tan varios elementos; los que logra
Ver penetrados del activo fuego
Que es mas abrasador y mas sofoca,
Y del frío extremado. A todo entonces
Añade sus no menos tenebrosas
Y terribles palabras. Pero escucho
El rumor de sus pasos. Ya las fórmulas
Sagradas en sus labios se pronuncian,
Y el mundo se estremece a su voz sola.

ESCENA II

MEDEA
Oh fúnebres deidades, ciego caos,
Alcázar del monarca del Averno,
Negras sombras, cavernas de la muerte
Defendidas del curso soñoliento
De los tartáreos ríos, yo os invoco
Y vuestro auxilio en mi venganza quiero.
Almas culpables, suspended ahora
Vuestros suplicios hórridos, y luego
Presurosas venid: vuestro concurso
Dé esplendor y grandeza a este himeneo.
La piedra singular que despedaza
Del rendido Ixion los tristes miembros,
Deténgase y tocar le haga la tierra,
Y Tántalo beber pueda sereno
Las aguas del Pirene. Necesito
Del que mi esposo ha sido, para el suegro,
El más desconocido, el más insólito
De todos los suplicios y tormentos; Q
ue la roca de Sísifo movible,
Sus brazos deje descansar, y presto,
Oh Danaides. vosotras que así en vano
Gastáis con tal constancia inútil tiempo
Sin tregua, con ardor y con fatiga,
En desear vuestros toneles llenos;
Venid todos, venid: digna es la empresa
Que hoy yo debo cumplir, de vuestro esfuerzo.
Y tú a quien llaman mis conjuros todos,
Tú el astro de las noches, al momento
A la tierra desciende con la forma
Más siniestra y temible, y los horrendos
Terrores tan vivísimos que infunde
Tu triple rostro de tan vario aspecto.
Por ti, según costumbre de mi patria,
En mis hombros soltando los cabellos,
Vagué en el bosque solitario errante
Y con desnudos pies; hice del cielo
Sin nubes, descender copiosa lluvia;
Bajar hice los mares; hice luego
Retroceder al fondo de su abismo
A las olas que agitan el inmenso
Océano. Turbé de la natura
Las leyes, mi poder así ejerciendo,
Y a la vez ofrecí la luz del día
Y los nocturnos astros de los cielos,
Y a la Osa obligué que a hundirse fuera
En las olas que nunca la admitieron.
Troqué las estaciones; del estío
Hice brotar bajo el ardiente fuego,
A las lozanas flores, y las mieses
Maduraron al frio del invierno.
Hice de Phasis el potente curso
A su origen volver; tuve sujeto
El del Danubio; encadené sus ondas
En sus cauces distintos. A mi anhelo
Engruesase la mar sin el auxilio
De los terribles y encontrados vientos;
Las selvas a mi voz sus densas sombras
En luz trocaron; de alumbrar el cielo
El mismo sol en su carrera ardiente,
Cesó al mandato de mi altivo acento.
Temblar hice a las Híadas. Oh Hécate,
A tu solemne sacrificio es tiempo
Que al fin asistas. Con sangrienta mano
La corona formé, sólo en mi afecto
Hacia ti. que circunda nueve veces
La serpiente que fue parte del cuerpo
De Tifoe, que indómito y osado,
Del alto Jove conmovió el asiento.
Del pérfido reptil tiene la sangre
Que a Deyanira al sucumbir dio Neso;
De la hoguera de Etha las cenizas,
E impregnada se encuentra del veneno
Que consumió de un Hércules las carnes.
De Althea aquí la llama estas ya viendo,
De aquella tierna hermana y madre fiera
En su venganza horrífica, y a un tiempo,
Las plumas que ostentaron las Arpías
Y en un antro dejáronlas, huyendo
Del aligero Zetes, y las otras
Que tan famosas a su vez se hicieron,
A las aves de Sínfalo arrancadas,
Por los agudos dardos tan certeros,
Los que templados fueron en la sangre
De la Hidra de Lerna, el monstruo horrendo
Mas el ara estremécese: conozco
Qué deidad favorable, en tal momento
Mis trípodes agita: ya de Hécate
El carro rapidísimo contemplo,
No el que conduce en las umbrosas noches
Cuando refulge en el oscuro cielo
Con vivas luces su argentino disco,
Sino aquel en que sube cuando siendo
Vencida por los pérfidos encantos
De las mujeres que habitan en el suelo
De Thesalia, la lúgubre apariencia
Toma, y reduce a su ademan siniestro,
La curva que describe en el espacio
Sin límites del ancho firmamento.
Esa pálida luz triste y sin brillo
Que en los sutiles aires va vertiendo,
¡Cuán me place! ¡Oh deidad, a las naciones
Infundes tú desconocido miedo!
Llama, pues, porque vengan en tu auxilio,
A los corintios címbalos. Te ofrezco
Un solemne holocausto sobre un césped
Que empapado está en sangre. Por ti enciendo
Con antorchas sacadas de las tumbas,
Esos errantes y nocturnos fuegos;
Por ti pronuncio las sagradas frases,
Mi vista a un lado y otro dirigiendo;
Por ti a merced del aire y esparcidos,
A mi espalda, abandono mis cabello
Por una cinta apenas sujetados,
Cual si asistieran a fúnebre cortejo;
Con ti este ramo de ciprés sacudo,
En las aguas que corren entre el cieno
De la Estigia mojado, y tan desnuda
La parte superior ves de mi cuerpo,
Cual lúbrica bacante; y ya mi brazo
Con el puñal sagrado en el momento
Voy a herir y a verter mi sangre misma
Sobre el altar que en mi presencia tengo
Acostúmbrate, pues, oh diestra firme,
A manejar el sanguinoso acero
Y a hacer correr la sangre que me es cara.
Ya me he herido, y saltar súbito veo
El sagrado licor. Si así te invoco
Tantas veces, perdóname mis ruegos
Importunos. Ahora cual fue siempre,
Es Jasón quien me obliga a que de nuevo
Implore tu asistencia. Haz se introduzca
En este traje de tan rico aspecto
Que destino a Creusa, el más activo,
Poderoso, eficaz de los venenos;
Y al vestirlo devórele la llama
Sutil, hasta abrasar sus mismos huesos.
Pondré en este collar fuego invisible,
El que dado me fue por Prometeo,
Tan crudamente castigado un día
Por aquel hurto audaz que hizo en el cielo,
Y que el arte enseñóme de servirme
Del mismo, con feliz y pronto éxito.
Otro fuego Vulcano también dióme,
En leve capa sulfurosa envuelto.
Otros activos que produce el rayo,
Cual el sacado de Facton, poseo,
De aquel hijo, cual yo, del Sol ardiente.
También las llamas de Chimera tengo,
Y aquellas otras que los bravos toros
De Yolcos inflamaban en sus pechos.
Con la hiel de Medusa están mezcladas
Porque conserven su virtud. Mi ruego
Atiende por favor, divina Hécate;
Acrecienta el vigor de estos venenos,
Su horrorosa virtud, y con la tuya
Alienta la semilla de este fuego
Que encubren mis presentes. Haz que al
punto
A su contacto y vista, los recelos
No puedan suscitarse, y que penetre
De improviso en las venas, en el seno
De mi odiada rival; que sin tardanza
Su ser se descomponga, y que sus huesos
Se disipen cual humo, y que abrasados
De tan gentil esposa los cabellos,
Más fúlgido esplendor de sí despidan
Que la antorcha encendida en su himeneo,
Mis votos son cumplidos. La alta Hécate
Triple aullido hace oír ronco y tremendo,
Y la luz de su antorcha funeraria
Ha dado la señal en el momento.
El encanto cumplióse,
A mi presencia
Haré vengan mis hijos que muy luego
Llevaran estos dones tan preciosos
A mi feliz rival. Adiós, os dejo,
Hijos ¡ay! de una madre infortunada.
Por las dadivas estas que os entrego,
Ganad el corazón de una querida
Y el de una madrastra. Partid presto
Para que pueda aun entre mis brazos
Gozar vuestras caricias que ya pierdo.




ESCENA III
EL CORO
¿A dónde descompuesta, extraviada
En su cruel amor, parte corriendo
Esa loca bacante? En el delirio que la devora así,
¿qué crimen nuevo
Medita aún? Su rostro esta inflamado
Por la violenta cólera, y con gestos
Feroces y temibles, con soberbia
Su frente eleva; su ademan siniestro
De amenaza es al rey. ¿Quién se pensara
Que sentenciada encuéntrase al destierro?
Al ardiente calor de sus mejillas,
La palidez sucédese; el reflejo
De todos los colores va mostrándose
En su mudable faz. Lanzase luego
Por donde quier al modo que la hembra
Del tigre, a quien quitaron sus hijuelos,
En la veloz carrera va husmeando
De las selvas del Ganges los senderos.
Así no sabe dominar Medea
Ni su amor ni sus odios tan funestos.
¿Qué podrá acontecer? ¿Cuándo esta furia
Nacida en Yolcos, dejara en sosiego
Esta hermosa comarca? Cuando, al cabo,
De su presencia librara a este reino
Y a nuestros reyes, del terror que inspira,
Por su espíritu audaz, torpe y maléfico?
Oh Sol, las riendas de tu ardiente carro
No aflojes; antes bien, deja que el velo
De la noche, suceda de tus luces
Al siempre grato resplandor benéfico,
Y que el astro aparezca que a este día
De inquietud y de azares, ponga término.

ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA UN MENSAJERO, EL CORO, LA NODRIZA, MEDEA, JASON

EL MENSAJERO
Ya todo ha perecido: ya no existe
Esa egregia familia: sólo quedan
De la hija y del padre, ya mezcladas
Las calientes cenizas.

EL CORO
¿Cual pudiera
Ser la causa de un fin tan tremebundo?

EL MENSAJERO
El que pierde a los reyes de la tierra,
Los presentes y dadivas.

EL CORO
¿Qué lazo
Podían ocultar?

EL MENSAJERO
No sé; no acierta
A explicarlo mi asombro. La catástrofe
Ha ocurrido, y vacilo aun en creerla.

EL CORO
¿Mas como sucedió?

EL MENSAJERO Fuego inclemente
De súbito estalló, cual si estuviera
Sumiso a una señal, y repentino
Por el alcázar todo con tal fuerza,
Que un montón de cenizas es tan sólo,
Y ya peligra la ciudad entera,

EL CORO Es preciso extinguir tan brusco incendio.

EL MENSAJERO
Lo que nadie es posible que comprenda
En tan fatal siniestro, es que a la llama
Irrita mas el agua y más la aumenta,
Y cuanto más ahogarla se procura
Mas extiende su estrago y se renueva,
Y en los mismos obstáculos que mira
Oponérsele al paso, mas se alienta,

LA NODRIZA
Idos pronto; dejad de los Pelópidas
Esta odiada mansión. Partid, princesa,
Y buscad un refugio más seguro
Donde podáis, distante de estas tierras.

MEDEA
¿Huir dices? Si hubiera antes marchado,
A ver este espectáculo volviera.
De ese nuevo himeneo me complace
Presenciar, como ves, las dignas fiestas.
¿Por qué ya detenerte? Sigue, sigue
Tras de comienzo tan feliz, Medea.
Leve parte no más de la venganza,
Es el gozo que así ya experimentas.
¡De una esposa a Jasón haber privado,
Crees, insensata, que bastante sea!
Un castigo no visto que a ti misma
Tu poder te atestigüe, al punto inventa.
Los más sagrados lazos rompe luego;
Remordimientos vanos vayan fuera.
La venganza es aun débil, si en las manos
Un átomo han dejado de pureza.
Reanima tus rencores; de tu cólera
Los encontrados ímpetus despierta;
Busca en el fondo de tu ardiente alma
Cuanto excite el furor y la violencia.
Justas y dignas tus acciones todas
De tu vida anterior hoy aparezcan;
Cuan ligeros, y parcos y vulgares
Son mis delitos cometidos, vean,
El preludio se vio de mis venganzas;

Fáltales algo para estar completas.
¿Qué maldades enormes por mi mano
Podría cometer como inexperta?
¿A cuales conducir pudo el delirio
De una tímida virgen? Eso era
En tiempos ya pasados, pero ahora
Ya soy otra distinta: soy Medea,
Y en las alas del crimen ya crecido,
Mi genio libre y sin temores vuela.
Mi gozo sí, mi gozo es que a mi hermano
Del cuerpo separasen la cabeza,
Y que por mí sus miembros de tal modo
Con saña horrible separados fueran.
Me complazco en haber desposeído
De un tesoro a mi padre, y que quisieran
Para el suyo decrépito, las hijas
De Pelias, la muerte, a mi influencia.
Busca el objeto en que cebarte quieres,
¡Oh venganza! no hay crimen que mi diestra
No pueda ejecutar. ¿Dónde tus golpes
Que son tan fuertes, dirigir intentas?
¿Con qué dardos pretendes que sucumba
Tu pérfido enemigo? Una secreta
Resolución, un bárbaro deseo
Que aun dudo si a decírmelo me atreva,
Formé en mi corazón ¡ Ay imprudente,
No tanto te apresures! ¡Oh, pluguiera
A los cielos que esposo tan perjuro,
De mi rival tuviese descendencia!
Mas supón que los tuyos han nacido
De esa misma Creusa. ¡Si así fuera!
¡Oh catástrofe horrible! Esta venganza
Todo mi ser, mi pensamiento llena,
Es magnífica, sí, porque este crimen
A mis crímenes todos los supera
¡Disponte a esa maldad! Hijos que fuisteis
Los míos, sufriréis vuestra sentencia:
Los delitos que son de vuestro padre,
A expiar vais a manos de Medea.
¡Pero cuan me estremezco! ¡Cuán helada
La sangre ya discurre por mis venas!
¡Cuán mi perverso corazón se turba!
¡Ay, mis iras de súbito se amenguan,
Y la venganza de la esposa, el puesto
A los afectos de la madre deja!
¿Y qué, la sangre de mis propios hijos,
De los seres que traje yo a la tierra,

Pudiera yo verter? ¡Delirio infausto!
¡Oh vértigo fatal! ¡Locura horrenda!
¡Cuán lejos fui! Tan criminal intento
Imposible es que nadie concibiera;
Imposible es que yo tan inaudito
Y abominable asesinato crea.
¿Mis infelices hijos, qué me han hecho?
¿Y cuál su crimen es? ¡Es que tuvieran
Por padre a ese Jasón, y sobre todo,
Por su insensata madre a esta Medea!
Sucumban por ser suyos esos hijos,
Y por ser yo su madre al fin no mueran.
Inocentes, pues, son; no son culpables
De un delito, la falta más pequeña,
Lo confieso...También mi triste hermano
De todo crimen inocente era.
¿Mas por qué vacilar? ¿Por qué estas lágrimas
De que tus rojos parpados se llenan?
¿Por qué entre el odio y el amor la lucha
Que el corazón te rasga en su inclemencia,
Y en un flujo y reflujo de contrarios
Sentimientos divídelo y altera?
Cuando airados los vientos se declaran
En los altos espacios cruda guerra,
Las olas entre sí chocan con ira
Y hierve el mar a impulsos de su fuerza.
Mi irresoluto corazón fluctúa
Con indeciso afán, de igual manera:
El amor a la cólera rechaza;
La cólera al amor. Ya se doblega
A la ternura maternal; ya cede
A mi venganza inexorable y fiera.
Venid, hijos queridos: de una infausta
Familia, en vuestra mísera existencia,
Los únicos apoyos; vuestros brazos
Abrid y rodeadme, y con terneza
Estrechaos en mi seno. Vuestra vida
A vuestro padre conservada sea,
Con tal de que también a vuestra madre,
También le deis que conservarla pueda.
Pero la fuga y el fatal destierro
Sólo a esta esposa abandonada resta.
De mis brazos, llorosos y gimientes,
A arrancarlos vendrán con diligencia.
Suspendidos del cuello de su madre
Sus caricias le dan. Que pronto venga

La muerte sin piedad a arrebatarlos
También del mismo modo con fiereza
Del paternal abrazo. Se reaniman
Mis iras, mi furor, mi saña inmensa,
Y el odio más cruel y más insano,
De mi ser nuevamente se apodera.
Para un crimen feroz, siempre mi guía,
Me demanda el concurso de mi diestra
La inexorable Erinnis. La venganza
Me llama, y ya es preciso la obedezca
¡Que fecundo mi seno hubiera sido
Cual la hija de Tántalo, pluguiera,
Y de catorce vástagos la madre,
Pudiese presentarme como ella!
Para mi audaz venganza soy estéril.
Sólo he dado dos hijos a la tierra.
¡No me bastan un padre y un hermano!....
¿Mas qué espantoso grupo así se muestra,
De delirantes furias? ¿A qué vienen?
¡Dónde dirigen sus ardientes flechas?
¿Por qué las hijas del profundo infierno
Mueven así sus sanguinarias teas?
Serpiente enorme con silbido horrible
Sus anillos terrífica despliega.
¡Qué víctimas va a herir entre sus manos
Ese madero, al esgrimir, Meguera?
¿Esa sombra fatídica que arrastra
Sus dislocados miembros, a qué llega?
¿Quiénes? ¡Mi hermano! La venganza pide,
Y vengado será. Desgarra, quema;
Esas antorchas en mis ojos hunde.
Por esas furias destrozada sea;
Yo les abro mi pecho. Pero diles
Que vuelvan sin temor a las esferas
Del abismo infernal; dí a esas insanas
Deidades vengativas, que ligeras
Huyan lejos, y déjenme a mí misma
Conmigo a solas: a tu vez la diestra
Descansa en esta mano que la espada
Desnuda esgrime ya. Tus ojos vean
La víctima que debe ya el reposo
Devolver a tus manes. ¿Mas resuena
Un súbito rumor? ¿Es que se arman
En mi contra? ¿Es que quieren mi existencia?
En ruinas se ofrece este palacio.
Mi venganza cumplióse sólo a medias.
Ven; nodriza, conmigo he de llevarte.

Ahora, pues, tea valor; ¡valor Medea!
Entre las negras sombras del olvido
Tu poder por tu culpa no se pierda.
De todo lo que tú capaz te sientes,
A todo un pueblo con audacia muestra.

JASON
Súbditos fieles que en acerbo duelo
De vuestros reyes lamentáis la pérdida,
Corred, y al punto en vuestras manos caiga
El autor de ese crimen que os aterra.
¡Aquí, bravos guerreros! Sin demora,
De ese palacio removed las piedras.

MEDEA
Oh padre, ya por fin, hermano mío,
Mi cetro he vuelto a hallar; ya recupera
Aquel dorado vellocino Yolcos.
En mis sienes coloco la diadema
Que joya fue de mi gloriosa estirpe,
Reconquistada al par que mi pureza.
Altos dioses, volvedme a ser propicios.
Hoy es día de gloria; hoy se celebra
El plácido himeneo.....Ve tu crimen
Coronado, mas no ve satisfecha
Tu venganza, Concluye: sea espantosa,
Para su logro nada te detenga.
¿Por qué tanto dudar, tanto, alma mía?
Puedes ir al objeto que deseas.
Mi cólera decrece: me arrepiento.
Cuanto acabo de hacer ya me avergüenza.
¿Qué es lo que dices, desgraciada? Inútil
Ya en este instante arrepentirte fuera.
Consumado está el hecho. A pesar mío
De gozo, sí, mi corazón se llena;
Es más viva este júbilo; y no falta
Para al fin mi venganza ser completa,
Que testigo Jasón de sus estragos
Y del placer que me ocasionan, sea.
Paréceme sin esto, que yo nada
Hice aún; que son vanas las horrendas
Maldades por mi mano así cumplidas,
Porque él no pudo ante sus ojos verlas.

JASON
En el borde ahí está de la techumbre,
¡Avivad esas llamas contra ella,
Y por los mismos medios que ha empleado
En sus enormes crímenes, perezca!

MEDEA
Conságrate, Jasón, a que tus hijos
Hoy sus dolientes funerales tengan;
Haz que un sepulcro los encierre luego
En donde el sueño de la muerte duerman.
Tu nuevo padre con tu esposa amada
Recibieron de mí, cual justo era,
Los últimos honores que a los muertos
Son debidos. Ya falta la existencia
A este hijo que ves, y ante tus ojos
La misma suerte sufrirá el que queda.

JASON
En nombre de los dioses, ¡ay! en nombre
De aquel destino que común nos sea,
De una unión cuyos lazos yo no he roto.
Perdona a ese inocente. Si pudiera
Haber algún culpable, lo seria
Tan solo yo, y en mí tus iras ceba.
Hiere mi frente criminal.

MEDEA
El hierro
He de hundir donde más la herida sientas;
Allí donde no quieres que mis golpes
Alcancen. Vete ahora, en tu soberbia;
Hombre ingrato, a buscar de puras vírgenes
Cuyos nuevos amores apetezcas,
El tálamo, después que abandonaste
Aquel de las mujeres que debieran
El ser madres, a ti.

JASON
¡Qué! ¿No te basta
Una víctima sola?

MEDEA
Si me hubiera
Satisfecho una víctima tan sólo,
Ninguna así inmolase en mi fiereza.
Son muy poco las dos para que al cabo
Saciar mi encono y mi furor se puedan.
Si otro fruto en mi seno aun existiese
De nuestro infausto enlace, alguna prenda
De tan triste himeneo, en mis entrañas
Este acero que ves, también hundiera.

JASON
De tus crímenes colma la medida:
Acaba de una vez; no mas se muevan
Mis labios con la súplica. Tan sólo
No alargues mi suplicio.

MEDEA
¡Ya en tu inmensa
Inaudita crueldad, venganza mía,
En tu crimen te goza y te recrea!
No te apresures, y tu horrendo crimen
Con toda calma a tu placer contempla.
Este día a ti, pues, te pertenece,
Y este tiempo que es tuyo, así aprovecha.

JASON
¡Arráncame la vida, oh vil verdugo!

MEDEA
¿Ya conmover mi corazón deseas?
¿Ya imploras mi piedad? Sean buen hora.
Mi victoria por fin es ya completa.
Oh venganza, en tus aras sanguinarias
Nada que darte en sacrificio queda.
¡Inundados de lágrimas tus parpados
Alza, ingrato Jasón! ¿A tu Medea
Reconoces aún? Mira ya el modo
Como acostumbro huir: a la alta esfera
De los cielos me lanzo: mi carroza
Dos alados dragones raudos llevan.
Toma: a tus hijos recoger ya puedes.
Yo me disipo en la región etérea.

JASON
Esas altas regiones del espacio
Recorre, y en tu rápida carrera,
A tu paso atestigua que no hay dioses,
Al que llegue a mirarte en su presencia.









FIN


15/10/14

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO. OSCAR WILDE.

.


























LA IMPORTANCIA DE
LLAMARSE ERNESTO

OSCAR WILDE


PERSONAJES

JUAN GRESFORD.
ARCHIBALDO MONCRIEFF.
EL REVERENDO CANÓNIGO ASCOT.
ANSELMO, mayordomo.
ESTEBAN, criado.
LADY BRACKNELL.
SUSANA.
CECILIA.
MISS PRISM, institutriz.
ACTO PRIMERO.- Un saloncito en casa de Archibaldo Moncrieff,
Half- Moon Street, Londres.
ACTO SEGUNDO- Jardín de la quinta de Juan Gresford, Woolton.
ACTO TERCERO. - Saloncito en casa de Juan Gresford.
ÉPOCA ACTUAL

A C T O P R I M E R O
Un saloncito en casa de Archibaldo, amueblado lujosa y artísticamente.
Óyese un piano dentro. Esteban, arreglando todo para el té en una
mesita y, después que cesa la música, Archibaldo.
ARCHIBALDO.- ¿Oíste lo que estaba tocando. Esteban?
ESTEBAN.- No me pareció correcto escuchar, señorito.
ARCHIBALDO.- Lo siento por ti. No es que yo tenga mucha ejecución,
no - esto está al alcance de todo el mundo-; pero, en cambio, toco
con una expresión... Sí, mi fuerte en el piano es el sentimiento. La
ciencia la guardo para la vida.
ESTEBAN.- Sí, señorito.
ARCHIBALDO.- Y ya que hablamos de la ciencia y de la vida, ¿te
has acordado de preparar los sándwichs de pepino para lady Bracknell?
ESTEBAN.- (Presentándole una fuente.) Sí, señorito.
ARCHIBALDO.- (Inspeccionándola, coge dos y se sienta en el sofá.)
¡Ah!... A propósito, Esteban: he visto en tu agenda que el jueves por la
noche, cuando vinieron a cenar lord Shoreman y míster Gresford, se
consumieron ocho botellas de champagne.
ESTEBAN.- Sí, señorito; ocho botellas y media.
ARCHIBALDO.- ¿Por qué será que en todas las casas de solteros son
tan aficionados al champagne los criados? Lo pregunto solamente a
título de curiosidad.
ESTEBAN.- Yo lo atribuyo a la buena calidad del vino, señorito. He
observado una porción de veces que en casa de los hombres casados
raramente es de primera el champagne.
ARCHIBALDO. - ¡Caramba! ¿Tan desmoralizador es el matrimonio?
ESTEBAN.- A mí me parece un estado muy agradable, señorito. Claro
que yo, hasta el presente, apenas lo he experimentado. No he estado
casado más que una vez. Fue de resultas de una equivocación que
tuvimos una joven y yo...
ARCHIBALDO.- (Displicentemente.) No creo que me interese gran
cosa tu vida doméstica, Esteban.
ESTEBAN.- Verdad, señorito. No tiene nada de interesante. Yo nunca
pienso en ella.
ARCHIBALDO.- Es natural. Bueno, Esteban; puedes retirarte.
(ESTEBAN saluda y sale.) Las ideas de Esteban sobre el matrimonio
me parecen un tanto relajadas. Y, realmente, si las clases inferiores no
nos dan un buen ejemplo, ¿para qué demonios sirven? Lo que es como
clase, me parece que no tiene el menor sentido de responsabilidad
moral.
(Entra ESTEBAN.)
ESTEBAN. - ¡Míster Ernesto Gresford!
(Entra GRESFORD. Sale ESTEBAN.)
ARCHIBALDO.- ¿Cómo te va, querido Ernesto? ¿Qué te trae a Londres?
GRESFORD. - ¡Oh, nada; el divertirme un poco! Lo que trae a todo el
mundo. Siempre comiendo, ¿eh?
ARCHIBALDO.- (Con cierta sequedad.) Me parece que es costumbre
en la buena sociedad comer algo a las cinco. ¿Dónde has estado desde
el jueves?
GRESFORD.- (Sentándose en el sofá.) En el campo.
ARCHIBALDO.- ¿Y qué diablos haces allí?
GRESFORD. - (Quitándose los guantes.) Cuando uno está en Londres,
se divierte. Cuando está en el campo, divierte a los demás. Una
cosa bastante aburrida, te lo aseguro.
ARCHIBALDO.- ¿Y qué gente es ésa a quien diviertes?
GRESFORD. - (Con un gesto de indiferencia.) ¡Oh, vecinos, vecinos!
ARCHIBALDO.- ¿Y has encontrado vecinos agradables?
GRESFORD.- ¡Lamentable! No me trato con ninguno.
ARCHIBALDO.- ¡Pues sí que debes divertirles! (Levantándose y
cogiendo otro sandwich.) A propósito: ¿tu finca está en Shropshire,
verdad?
GRESFORD.- ¿Cómo en Shropshire? ¡Ah, sí, sí! ¡Naturalmente! Pero,
oye, ¿por qué todas esas tazas? ¿Y esos sandwichs de pepino? ¿A qué
tanto derroche? ¡Qué barbaridad! ¿A quién esperas para el té?
ARCHIBALDO.- Pues, simplemente, a mi tía Augusta y a Susana.
GRESFORD. - ¡Hombre, magnífico!
ARCHIBALDO.- Sí, todo lo magnífico que quieras; pero me temo que
a tía Augusta no le agrade demasiado tu presencia.
GRESFORD.- ¿Y por qué no le va agradar?
ARCHIBALDO. - Hijo, tu manera de hacer el amor a Susana es calamitosa.
Casi tan calamitosa como la manera que tiene Susana de hacerte
el amor a ti.
GRESFORD. - Estoy enamorado de Susana. He venido a Londres
expresamente para declararme a ella.
ARCHIBALDO.- ¿No me dijiste que habías venido a divertirte? ¡Eso
es venir a negocios!
GRESFORD. - ¡Cuidado que eres prosaico!
ARCHIBALDO. - No veo que el declararse tenga nada romántico. El
estar enamorado sí que es romántico; extraordinariamente romántico.
¡Pero el declararse! ¿No has pensado en que pueden decirle a uno que
sí? Y casi siempre se lo dicen. Y entonces, ¡adiós interés! La esencia
misma del romanticismo es la incertidumbre. Lo que es si alguna vez
me caso, haré todo lo posible por olvidarlo.
GRESFORD.- No lo dudo. El divorcio se inventó precisamente para
las personas de memoria tan flaca.
ARCHIBALDO. - Bueno; ¿a qué discutirlo? Los divorcios se hacen
en el cielo... (GRESFORD alarga la mano para coger un sándwich.
ARCHIBALDO interviene enseguida.) No, no; ten la bondad de no
tocar los sandwichs de pepino. Los han preparado especialmente para
la tía Augusta. (Coge uno y se lo come.)
GRESFORD. - ¡Pero tú bien te lo comes!
ARCHIDALDO.- ¡Ah, es muy distinto! Es mi tía. (Ofreciéndole otra
fuente.) Toma, aquí tienes pan con mantequilla. El pan con mantequilla
es para Susana. Susana es aficionadísima al pan con mantequilla.
GRESFORD.- (Acercándose a la mesa y sirviéndose él mismo.) Y le
alabo el gusto.
ARCHIBALDO.- Sí, pero no vayas a comértelo todo. ¿Sabes que
parece como si ya estuvierais casados? Y todavía no lo estáis; ni lo
estaréis nunca, probablemente.
GRESFORD.- ¿Por qué lo dices?
ARCHIBALDO. - ¡Caramba! En primer lugar, las muchachas no se
casan nunca con el hombre con quien flirtean. No lo encuentran decoroso.
GRESFORD.- ¡Valiente tontería!
ARCHIBALDO.- No hay tal. Es una verdad de a folio. Esto explica la
abundancia de solteros que se ven en todas partes. En segundo lugar,
yo no doy mi consentimiento.
GRESFORD.- ¿Tu, consentimiento?
ARCHIBALDO. - Querido Ernesto, Susana es prima hermana mía. Y
antes de consentir en tu casamiento con ella tienes que ponerme en
claro la cuestión de Cecilia. (Llama al timbre.)
GRESFORD. - ¿De Cecilia? ¿Qué quieres decir? ¿Qué significa eso
de Cecilia, Archibaldo? No conozco a nadie que se llame Cecilia.
(Entra ESTEBAN.)
ARCHIBALDO. - Trae la pitillera que míster Gresford se dejó olvidada
la otra noche en el fumoir.
ESTEBAN.- Enseguida, señorito. (Sale.)
GRESFORD.- ¿Eso quiere decir que has tenido mi pitillera todo ese
tiempo sin decirme una palabra? Bien podías haberme avisado. Me
habrías ahorrado unas cuantas cartas furibundas a la Dirección de Seguridad.
Como que ya estaba a punto de ofrecer una crecida gratificación.
ARCHIBALDO.- ¡Hombre, haberlo dicho! Precisamente me encuentro
casi seco.
GRESFORD.- Sí; pero una vez encontrada, ya no tiene objeto. (Entra
ESTEBAN con la pitillera sobre una bandeja. ARCHIBALDO se
apodera de ella inmediatamente. Sale ESTEBAN.)
ARCHIBALDO.- No te ocultaré, querido Ernesto, que es una roñosería
indigna de ti. (Abriendo la pitillera y examinándola.) Por otra parte,
lo mismo da, pues ahora que veo la inscripción que hay aquí dentro
caigo en la cuenta de que este objeto no te pertenece.
GRESFORD.- ¿Cómo que no me pertenece? (Dirigiéndose hacia él.)
Tú me lo has visto en las manos un sinfín de veces, y no tienes el menor
derecho a leer lo que hay escrito dentro. Es indigno de un caballero
leer una pitillera privada.
ARCHIBALDO. - ¡Bah, bah! Lo absurdo es tener una regla fija sobre
lo que debe y no debe leerse. Más de la mitad de la cultura moderna
depende de lo que no debería leerse.
GRESFORD.- Ya lo sé, y no entra en mis intenciones discutir sobre la
cultura moderna. No es un tema para hablar en la intimidad. Lo único
que necesito es mi pitillera.
ARCHIBALDO.- Sí; pero esta pitillera no es tuya. Esta pitillera es de
alguien que se llama Cecilia, y tú me has dicho que no conoces a nadie
de ese nombre.
GRESFORD. - Bueno; pues ya que te empeñas, te diré que esa Cecilia
es una tía mía.
ARCHIBALDO.- ¡Una tía tuya!
GRESFORD. - Sí... Y una señora encantadora... Vive en Tunbridge
Wells... Ahora, ten la bondad de devolverme esa pitillera.
ARCHIBALDO.- (Batiéndose en retirada hasta parapetarse detrás
del sofá.) Pero, ¿por qué se llama a sí misma la pequeña Cecilia, si es
tía tuya y vive en Tunbridge Wells? (Leyendo.) “Recuerdo de la pequeña
Cecilia, con todo su cariño.”
GRESFORD.- (Dirigiéndose hacia el sofá y arrodillándose en él.)
Bueno; ¿y qué encuentras en ello de particular? ¿Es que todas las tías
van a ser grandes? También las hay pequeñas... Tú te figuras que todas
las tías tienen que ser como la tuya. ¡Es absurdo! ¡Anda, ten la bondad
de devolverme la pitillera! (Persiguiendo a ARCHIBALDO por la
habitación.)
ARCHIBALDO.- Sí. Pero ¿por qué tu tía te llama aquí tío suyo? “Recuerdo
de la pequeña Cecilia, con todo su cariño, a su querido tío
Juan.” Comprendo que no hay nada que impida a una tía ser pequeña;
pero que una tía, sea del tamaño que sea, llame tío a su propio sobrino,
es cosa para mí ininteligible. Además, tú no te llamas Juan, sino Ernesto.
GRESFORD.- No, señor; yo no me llamo Ernesto; me llamo Juan.
ARCHIBALDO.- Tú siempre me has dicho que te llamabas Ernesto.
Yo te he presentado a todo el mundo como Ernesto. Tú respondes al
nombre de Ernesto. Es completamente absurdo que niegues llamarte
Ernesto. En tus tarjetas está. (Sacando una de su cartera.) “ERNESTO
GRESFORD, Albany, ”. La conservaré como prueba de que tu nombre
es Ernesto, si alguna vez tratas de negármelo, a mí, o a Susana, o a
quien sea. (Se guarda la tarjeta en el bolsillo.)
GRESFORD. - Bueno, sea; me llamo Ernesto en Londres y Juan en el
campo; y esa pitillera me la regalaron en el campo. ¿Estás ya satisfecho?
ARCHIBALDO.- Sí; pero eso no explica lo más mínimo que tu pequeña
Cecilia, que vive en Tunbridge Wells, te llame querido tío.
Créeme: harías mejor en desembucharlo todo de una vez.
GRESFORD. - ¡Querido, estás hablando como un sacamuelas, cosa
vulgarísima cuando no se es un sacamuelas! Te aseguro que causa
mala impresión.
ARCHIBALDO. - Como la causan siempre los sacamuelas. Pero, te lo
repito: harías bien en confesarme la verdad. Te advierto que hace ya
tiempo que abrigaba la sospecha de que eras un consumado bunburysta
en secreto; y ahora no me cabe la menor duda.
GRESFORD. - ¿Un bunburysta? ¿Qué demonios quieres decir con eso
de bunburysta?
ARCHIBALDO.- Te revelaré el sentido de esa incomparable expresión,
en cuanto tengas la bondad de explicarme por qué te llamas Ernesto
en Londres y Juan en el campo.
GRESFORD. - Bueno; pero dame antes la pitillera.
ARCHIBALDO. - Aquí la tienes. (Entregándosela.) Ahora, venga la
explicación, y procura que no sea inverosímil. (Se sienta en el sofá.)
GRESFORD.- Hijo mío, mi explicación no tiene nada de inverosímil.
No puede ser más sencilla. El difunto míster Thomas Morris me adoptó
cuando yo era un niño, y me nombró en su testamento tutor de su nieta
Cecilia. Ésta, que por motivos de respeto que tú eres incapaz de comprender,
me llama tío vive en el campo, con su admirable institutriz
miss Prism.
ARCHIBALDO.- ¿Sí?... ¿Y en qué sitio viven, puede saberse?
GRESFORD.- Te advierto que no pienso incita a que nos hagas una
visita... Lo que sí puedo decir con toda franqueza es que no viven por
Shropshire
ARCHIBALDO. - ¡Lo sospechaba! En dos ocasiones distintas he
bunburyzado todo Shropshire... Per continúa: ¿Por qué te llamas Ernesto
en Londres y Juan en el campo?
GRESFORD.- No sé si tú eres capaz de comprender mis verdaderos
motivos. No eres persona bastante seria. Cuando se es tutor no hay más
remedio que adoptar una actitud moral severísima. Es un deber imprescindible.
Pero como una actitud moral tan estricta no deja de ser un
tanto nociva al humor y la salud, con el fin de poder venir a Londres
sin dar lugar a hablillas, he inventado un hermano menor llamado Ernesto,
que vive aquí, y cuyas continuas calaveradas me obligan a intervenir
con frecuencia. Ésta es la verdad, pura y simple.
ARCHIBALDO.- La verdad rara vez es pura y nunca simple. Afortunadamente.
La vida moderna ser aburridísima, y la literatura moderna
completamente imposible.
GRESFORD. - ¡Eso iríamos ganando!
ARCHIBALDO.- La crítica literaria no es tu fuerte querido. No te
dediques a ella. Hay que dejarlo a los analfabetos. ¡Lo hacen tan bien
en los periódico! Tú lo que eres es un bunburysta. Tenía absoluta razón
al calificarte de bunburysta. Eres uno de los bunburystas más aprovechados
que conozco.
GRESFORD.- Pero ¿qué demonios quieres decir con eso de bunburysta?
ARCHIBALDO.- Tú has inventado un hermano menor utilísimo,
llamado Ernesto, a fin de poder venir a Londres cuando se te antoje,
¿verdad? Pues yo, a fin de poder ausentarme de Londres, cuando me
venga la gana, he inventado un amigo llamado Bunbury, que vive en el
campo y está enfermísimo. ¡Ah! Bunbury es un hombre inapreciable.
Si no fuese por los continuos achaques de Bunbury, no me sería posible,
por ejemplo, cenar contigo esta noche, pues hace más de una
semana que le había prometido a tía Augusta cenar hoy con ellos.
GRESFORD.- Sí, pero yo no te he invitado a cenar esta noche, que yo
sepa.
ARCHIBALDO.- Ya lo sé. A ti no se te ocurren nunca esas delicadezas.
Y haces mal. No hay nada que moleste tanto a las gentes como el
que no se las invite.
GRESFORD. - Harías mucho mejor en cenar con tu tía Augusta.
ARCHIBALDO.- De ningún modo. En primer lugar, ya cené con ella
el lunes, y una vez por semana es más que de sobra para cenar con los
parientes. En segundo, siempre que como allí, me tratan realmente
como de la familia, y me colocan en el peor sitio de la mesa, sin ninguna
señora al lado, o entre dos, que es casi peor. En tercer lugar, ya sé
quién me tocarla de vecina esta noche. Seguramente, Mary Farquhar,
que se pasa la comida coqueteando con su marido de un extremo a otro
de la mesa. Cosa, como supondrás, nada agradable. Y casi me atrevería
a decir que poco decente. Sin embargo, parece que la plaga va en aumento.
Es escandaloso el número de señoras casadas que coquetean
con su marido. No está bien. Eso es como lavar en público la ropa
limpia... Además, ahora sé que eres un bunburysta declarado, deseo
hablar contigo de bunburysmo. Quiero enseñarte las reglas.
GRESFORD.- Perdona; pero yo no tengo nada de bunburysta. Si Susana
me dice que sí, estoy resuelto a matar a mi hermano. Y aunque me
diga que no. Cecilia empieza a interesarse demasiado por él. Y ya
empiezo a cansarme del tal Ernesto. Te aconsejo que hagas lo propio
con ese.... con ese amigo achacoso de nombre tan absurdo.
ARCHIBALDO.- Por nada del mundo romperá yo con Bunbury; y tú
mismo, algún día, si llegas a casarte, cosa que me parece sumamente
problemática, te alegrarás de conocer a Bunbury. Un hombre que se
casa sin conocer a Bunbury está perdido.
GRESFORD. - ¡Majaderías! Si me caso con una muchacha tan encantadora
como Susana - y hasta ahora es la única muchacha que he
conocido con quien me casaría-, te aseguro que no necesitaré lo más
mínimo conocer a Bunbury.
ARCHIBALDO. - Entonces lo necesitará tu mujer. Parece que no
comprendes que en la vida conyugal tres es compañía, y dos no.
GRESFORD.- (Sentenciosamente.) Ésa es la teoría corruptora que el
moderno teatro francés ha venido propalando en los últimos cincuenta
años.
ARCHIBALDO.- Sí; y cuya verdad han demostrado las buenas familias
inglesas en la mitad de ese tiempo.
GRESFORD. - ¡Por amor de Dios, no quieras ser cínico! Es muy fácil.
ARCHIBALDO.- Hoy, hijo mío, no hay nada más fácil. Para todo hay
competencia, una competencia estúpida. (Se oye sonar un timbre.) Ésa
debe de ser tía Augusta. Únicamente los parientes o las acreedores
llaman de ese modo wagneriano. Oye, si consigo llevármela de aquí
diez minutos, para que puedas declararte a Susana, ¿me convidarás a
cenar esta noche?
GRESFORD. - Hombre, si te empeñas...
ARCHIBALDO.- Sí; pero no vayas luego a faltar a tu palabra. Mira
que estas cosas de comida son muy serias.
(Entra ESTEBAN.)
ESTEBAN, LADY BRACKNELL Y MISS SUSANA
(ARCHIBALDO se adelanta al encuentro de ellas. Entran LADY
BRACKNELL Y SUSANA.)
LADY BRACKNELL. - Buenas tardes, Archibaldo, espero que continuarás
portándote bien.
ARCHIBALDO.- Sí, me siento perfectamente, tía Augusta.
LADY BRACKNELL.- Que no es lo mismo. Claro es que casi nunca
van juntas ambas cosas. (Advirtiendo la presencia de GRESFORD, le
hace una inclinación de cabeza glacial.)
ARCHIBALDO.- (A SUSANA.) ¡Estás elegantísima, prima!
SUSANA.- Como siempre, ¿verdad, míster Gresford?
GRESFORD. - Verdad. Es usted perfecta.
SUSANA. - ¡Ay, no! No me quite usted las esperanzas. Espero todavía
progresar en muchos sentidos. (SUSANA y GRESFORD van a
sentarse juntos en un rincón.)
LADY BRACKNELL. - Siento el retraso, Archibaldo; pero no tuve
más remedio que ir a casa de la pobre lady Harbury. Desde que se
murió su marido no había ido por allí. En mi vida he visto una mujer
tan cambiada; parece veinte años más joven. Ahora ten la bondad de
darme una taza de té y uno de esos deliciosos sándwichs de pepino que
me prometiste.
ARCHIBALDO.- Enseguida, tía Augusta. (Se dirige a la mesa del té.)
LADY BRACKNELL.- ¿Quieres venir a sentarte aquí ,Susana?
SUSANA. - Gracias, mamá. Estoy aquí perfectamente.
ARCHIBALDO.- (Alzando con ademán de espanto la fuente vacía.)
¡Cielos!... ¡Esteban! ¿Dónde están los sandwichs de pepino? ¿No te los
encargué especialmente?
ESTEBAN. - (Con gran aplomo.) No he encontrado pepinos en el
mercado esta mañana, señorito. Y eso que fui dos veces.
ARCHIBALDO.- ¿Qué no encontraste pepinos?
ESTEBAN.- No, señorito. Ni siquiera pagando contado.
ARCHIBALDO. - Bien, bien, Esteban. Puedes retirarte. (ESTEBAN
saluda y sale.) Siento infinito, tía Augusta, que no hubiera pepinos, ni
siquiera pagando al contado.
LADY BRACKNELL.- No importa. Tomé algunos pastelillos en casa
de lady Harbury, y me parece no pensar ya más que en pasarlo lo mejor
posible.
ARCHIBALDO.- Me han dicho que se le ha pues el pelo completamente
rubio de dolor. (Alargándole una taza de té.)
LADY BRACKNELL. - Gracias; te he preparado una sorpresa agradable
para esta noche, Archibaldo. Pienso colocarte junto a Mary Farquhar.
Es mujer preciosa, ¡y tan enamorada de su marido! Da gusto
observarlos.
ARCHIBALDO. - Temo, tía Augusta, verme obliga a renunciar al
placer de cenar con ustedes es noche.
LADY BRACKNELL. - (Frunciendo el ceño.) Espero que no, Archibaldo.
Me estropearías la cena. Tu tío tendría que irse a comer a sus
habitaciones. Claro que, afortunadamente, ya está acostumbrado.
ARCHIBALDO.- Lo siento infinito, tía; puede usted estar segura;
pero el caso es que acabo de recibir un telegrama diciéndome que mi
pobre amigo Bunbury a vuelto a recaer y se encuentra gravísimo.
(Cambiando una mirada con GRESFORD.) No voy a tener más remedio
que ir. ¡Qué se le va hacer!
LADY BRACKNELL.- La verdad es que ese míster Bunbury tiene
una salud imposible.
ARCHIBALDO.- Sí; el pobre Bunbury es el rigor de las desdichas.
LADY BRACKNELL. - Pero me parece que ya es hora de que se
decida a ponerse bueno o morirse de una vez. Esa irresolución es absurda.
Ni se debe abusar tanto del prójimo. Te agradecería le suplicases
a míster Bunbury de mi parte que tenga la bondad de no ponerse peor
el sábado próximo, pues cuento contigo para organizar mi concierto.
Es mi última recepción, y necesito algo que anime la conversación,
sobre todo ahora que estamos al final de la temporada y ya la gente ha
dicho todo lo que tenía que decir, que en la mayor parte de los casos no
debía ser mucho.
ARCHIBALDO.- Se lo diré a Bunbury, tía Augusta, si es que aún no
ha perdido el conocimiento, y creo poder ofrecerle a usted que no tendrá
ninguna recaída el sábado. Claro que eso de la música no deja de
presentar sus dificultades. Mire usted, si se toca buena música, la gente
no escucha, y si se toca música mala, la gente no habla. Pero si quiere
usted acompañarme un momento a la habitación de al lado, le enseñaré
el programa que se me ha ocurrido, y acabaremos de confeccionarlo.
LADY BRACKNELL. - Gracias, Archibaldo, gracias. (Levantándose
y siguiendo a ARCHIBALDO.) Estoy segura de que, en cuanto lo
expurguemos un poco, quedará un programa delicioso. Desde luego,
nada de canciones francesas. La gente se figura siempre que son inconvenientes,
y se da por ofendida, lo que es bastante vulgar, o no para
de reírse, que es todavía peor. En cambio, el alemán suena a idioma
respetable; y debe de serlo. Susana, ten la bondad de seguirme.
SUSANA.- Enseguida, mamá.
(LADY BRACKNELL y ARCHIBALDO pasan al saloncito de música.
SUSANA se queda rezagada.)
GRESFORD.- Qué día tan hermoso, ¿verdad?
SUSANA. - ¡No irá usted a hablarme del tiempo míster Gresford! En
cuanto una persona me habla del tiempo que hace, estoy segura de que
lleva otra intención. Y me pongo nerviosísima.
GRESFORD.- Y yo llevo otra intención.
SUSANA.- Ya me lo figuraba. Yo nunca me equivoco.
GRESFORD.- Y pienso aprovechar la ausencia temporal de lady
Bracknell...
SUSANA.- Hará usted bien. Mamá tiene un modo de volver a entrar
súbitamente que más de una ve he tenido que llamarle la atención.
GRESFORD. - Susana, desde que la vi a usted la admiré más que a
ninguna de las mujeres que he conocido desde... que la conocí a usted.
SUSANA.- Sí, lo Sé. Y ojalá que hubiese estado usted un poco más
expresivo; en público, por lo menos. Siempre tuvo usted para mí un
atractivo irresistible. Aun sin conocerle estaba usted lejos de serme
indiferente. (GRESFORD la mira estupefacto.) Vivimos, como supongo
sabrá usted, míster Gresford, en un siglo de ideales. Al menos, así
nos lo repiten de continuo los poetas. Pues bien; mi idea ha sido siem
pre querer a un hombre que se llamas Ernesto. ¡Ernesto! No sé qué
tiene este nombre, que me fascina. Desde el momento en que Archibaldo
m dijo que tenía un amigo que se llamaba Ernesto comprendí
que estaba destinada a quererle a usted.
GRESFORD.- ¿Pero realmente me quiere usted?
SUSANA. ¡Con pasión!
GRESFORD.- ¡Amor mío! No sabe usted lo feliz que me hace.
SUSANA. - ¡Mi Ernesto!
GRESFORD.- Pero no querrá usted decir que si mi nombre no fuese
Ernesto no podrá usted quererme, ¿verdad?
SUSANA.- Pero usted se llama Ernesto.
GRESFORD.- Sí, lo sé. Pero, suponiendo que no me llamase, ¿iría
usted a dejarme de querer por eso?
SUSANA. - ¡Ah!, eso es ya una especulación metafísica y, como la
mayoría de las especulaciones metafísicas, no tiene nada que ver con
los hechos de la vida real, tal como los conocemos.
GRESFORD.- Pues a mí, querida Susana, a decir verdad, confieso que
me tiene sin cuidado llamarme Ernesto... Es más: no creo que el nombre
acaba de sentarme.
SUSANA.- ¿Cómo que no? Le sienta a usted perfectamente. Es un
nombre divino. ¡Tiene una música!...
GRESFORD.- Pues yo encuentro que hay una porción de nombres
muchos más bonitos. Juan, por ejemplo, es un nombre precioso.
SUSANA.- ¿Juan?... ¡Oh, no! No tiene la menor música. He conocido
varios Juanes, y todos, sin excepción, eran vulgarísimos. No; el único
nombre posible es Ernesto. ¡Ernesto!
GRESFORD. - Susana, es preciso que vaya a bautizarme inmediatamente...,
quiero decir, es preciso que nos casemos inmediatamente.
SUSANA. - ¿Casarnos, míster Gresford?
GRESFOR.D.- (Desconcertado.) ¡Pues naturalmente!... Usted sabe
que la quiero, y también usted me ha dado a entender que no le soy
completamente indiferente...
SUSANA.- ¿Cómo indiferente? ¡Le adoro a usted! Pero usted todavía
no se me ha declarado, no me ha dicho una palabra de casamiento.
GRESFORD.- Bueno... ¿Le parece a usted entonces que me declare
ahora?
SUSANA. - Me parece una ocasión excelente. Y para evitarle toda
posible desilusión, míster Gresford, me creo en el deber de confesarle
francamente, de antemano, que estoy resuelta a decirle que sí.
GRESFORD. - ¡Susana!
SUSANA.- Ahora puede usted empezar, míster Gresford. (Un momento
de silencio.) Vamos, ¿no tiene usted nada que decirme?
GRESFORD.- Lo que tengo que decirle, usted lo sabe.
SUSANA.- Sí; pero usted no lo dice.
GRESFORD. - (Arrodillándose.) Susana, ¿quiere usted ser mi mujer?
SUSANA. - ¡Naturalmente que quiero, Ernesto! ¡Cuidado que ha
tardado usted tiempo en decirlo! Me parece que, en cuestión de declaraciones,
debe usted de tener muy poca experiencia.
GRESFORD.- Usted es la única mujer a quien he querido en el mundo,
Susana.
SUSANA. - Sí; pero los hombres se declaran muchas veces para practicar.
Yo sé que mi hermano Gerardo lo hace. Todas mis amigas me lo
han dicho... ¡Qué ojos azules tan maravillosos tiene usted, Ernesto!
Son completamente, completamente azules. Espero que siempre me
mirará usted así, ¿eh? Sobre todo cuando haya gente delante.
(Entra LADY BRACKNELL.)
LADY BRACKNELL.- ¡Míster Gresford! ¡Levántese usted, caballero,
de esa postura que me atreveré a calificar de indecorosa!
SUSANA. - ¡Mamá! (GRESFORD trata de levantarse; ella se lo
impide.) Te agradeceré que te retires. Éste no es tu sitio. Además, míster
Gresford no ha terminado.
LADY BRACKNELL.- ¿Terminado el qué?
SUSANA.- Mamá, míster Gresford y yo tenemos relaciones. (Ambos
se levantan.)
LADY BRACKNELL.- Perdón; tú no tienes relaciones con nadie.
Cuando llegue el caso yo, o tu padre, si su salud se lo permite, nos
encargaremos de comunicártelo. Ésas son cosas que no se pueden dejar
al capricho de las muchachas. El noviazgo debe ser siempre una especie
de sorpresa, agradable o desagradable, según las circunstancias...
Ahora tengo que hacer unas cuantas preguntas a míster Gresford; de
modo que ve a esperarme abajo, en el coche.
SUSANA. - (En tono de reproche.) ¡Mamá!
LADY BRACKNELL.- ¡Al coche he dicho! (SUSANA se dirige
hacia la puerta. GRESFORD y ella se tiran besos con la punta de los
dedos a espaldas de LADY BRACKNELL. Esta mira vagamente en
torno suyo, como si no pudiera darse cuenta de qué ruido es aquél. Al
fin se vuelve hacia ellos.) ¡Al coche, Susana!
SÚSANA.- Sí, mamá, sí. (Sale volviendo la cabeza para mirar a
GRESFORD.)
LADY BRACKNELL. - (Sentándose.) Puede usted sentarse, míster
Gresford. (Saca del bolsillo un cuadernito y un lápiz.)
GRESFORD. - Gracias, lady Bracknell; prefiero estar de pie.
LADY BRACKNELL. - (Cuadernito y lápiz en mano.) Debo decirle
que no figura usted en mi lista de pretendientes elegibles, y eso que
tengo la misma lista que la duquesa de Bolton. Como que puede decirse
que trabajamos juntas. Sin embargo, no tengo inconveniente en
apuntarle a usted, si sus respuestas son las que una madre que se preocupa
de la felicidad de su hija tiene derecho a exigir. Vamos a ver:
¿fuma usted?
GRESFORD.- Sí, debo confesar que fumo.
LADY BRACKNELL.- Lo celebro. Todos los hombre deben tener
alguna ocupación, sea cual sea. Hay demasiada gente ociosa en Londres.
¿Qué edad tiene usted?
GRESFORD. - Veintinueve años.
LADY BRACKNELL.- Una edad excelente para contraer matrimonio.
Yo siempre he sido, de opinión de que un hombre que piensa en casarse
debería conocerlo todo, o nada. ¿En qué caso está usted?
GRESFORD.- (Después de un momento de vacilación.) Yo..., no
conozco nada, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.- Lo celebro también. ¡No hay nada como la
ignorancia natural! Esas teorías modernas sobre la educación son de lo
más pernicioso. Claro que la educación no hace muchos estragos que
digamos, en Inglaterra. Felizmente para la clases altas. Bueno, ¿qué
renta tiene usted?
GRESFORD.- De siete a ocho mil libras al año.
LADY BRACKNELL.- (Tomando nota en su cuadernito.) ¿En tierras
o en títulos?
GRESFORD.- Tengo una casa de campo, con una tierras anexas a
ella; unas novecientas fanegas, creo pero mi verdadera renta no depende
para nada de ellas.
LADY BRACKNELL.- ¿Una casa de campo? ¿Cuántas alcobas?
Bueno; ya pondremos en claro este punto más adelante. Me figuro que
también tendrá usted alguna casa propia en Londres, ¿verdad? Y puede
usted suponer que una muchacha modesta de gustos sencillos, como
Susana, no va a vivir en el campo.
GRESFORD.- Sí; también tengo una casa en plaza de Belgrave; pero
la tengo alquilada a lady Bloxham. Claro que puedo disponer de ella,
avisándola con seis meses de anticipación.
LADY BRACKNELL.- ¿Lady Bloxham? No la conozco.
GRESFORD. - ¡Oh!, sale muy poco. Es una señora muy entrada en
años.
LADY BRACKNELL.- ¡Ah! Hoy día eso no es una garantía de respetabilidad.
¿Qué número de la plaza de Belgrave?
GRESFORD.- El .
LADY BRACKNELL.- (Con un movimiento de cabeza.) La acera que
no está de moda. Me figuré que era algo. Sin embargo, esto podría
remediarse fácilmente.
GRESFORD.- ¿El qué? ¿La moda o la acera?
LADY BRACKNELL.- (Secamente.) Ambas, si es preciso. ¿Qué es
usted en la política?
GRESFORD.- La verdad, no lo sé a punto fijo. Pero supongamos que
liberal- demócrata.
LADY BRACKNELL. - Bueno; pondremos conservador. Al fin y al
cabo, viene a ser lo mismo. Pasemos ahora a detalles de menos importancia.
Los padres de usted, ¿viven?
GRESFORD.- He perdido a ambos, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL. - Perder a uno de ellos, míster Gresford, puede
pasar por una desgracia, pero perder a los dos, parece realmente una
falta de cariño. ¿Qué era su padre de usted? Evidentemente, un hombre
de cierta posición. Pero, ¿habría nacido en lo que los periódicos radicales
llaman la púrpura del comercio, o provenía de la aristocracia?
GRESFORD.- La verdad es que no lo sé. Dije que había perdido a mis
padres y, realmente, más exacto hubiera sido decir que mis padres me
perdieron a mí... A estas fechas, no sé quién soy todavía... En una palabra:
fui... sí, fui encontrado...
LADY BRACKNELL.- ¿Encontrado?
GRESFORD.- El difunto míster Thomas Morris, que era muy caritativo
y de corazón bondadosísimo, me encontró y me dio el nombre de
Gresford, simplemente porque en aquel momento tenía en el bolsillo
un billete de primera clase para Gresford.
LADY BRACKNELL.- ¿Y dónde ese señor tan caritativo, que llevaba
en el bolsillo un billete de primera clase para Gresford, le encontró a
usted?
GRIESFORD.- (Gravemente.) ¡En una maleta!
LADY BRACKNELL.- ¿En una maleta?
GRESFORD.- (Con la misma seriedad.) Sí, lady Bracknell. En una
maleta de cuero negro, bastante grande, con asas... En fin, una maleta
corriente.
LADY BRACKNELL.- ¿Y en qué sitio se encontró míster Morris esa
maleta corriente?
GRESFORD.- En el guardarropa de la estación Victoria. Se la dieron
equivocadamente por la suya.
LADY BRACKNELL.- ¿En el guardarropa de la estación Victoria?
GRESFORD.- Sí, línea de Brighton.
LADY BRACKNELL.- La línea es lo de menos, míster Gresford. Le
confieso que eso que me dice usted me desconcierta bastante. Nacer, o
por lo menos, ser criado en una maleta con asas o sin ellas, me parece
demostrar un tal desprecio de todas las conveniencias de la vida de
familia, que hace pensar en los peores excesos de la Revolución francesa.
En cuanto al sitio en que fue encontrada la maleta, es muy posible
que el guardarropa de una estación ferroviaria sirva para ocultar una....
indiscreción social y, probablemente, ya antes de ahora ha servido;
pero en modo alguno podría considerarse como una base estable para
vivir en la buena sociedad.
GRESFORD. - Entonces, ¿qué me aconseja usted? No necesito decirle
que estoy dispuesto a todo con tal de hacer la felicidad de Susana.
LADY BRACKNELL.- Pues le aconsejo, míster Gresford, que trate
de adquirir lo antes posible algunos parientes presentables, y que haga
un último esfuerzo para descubrir a su padre o a su madre - con uno
basta- antes de que termine la estación.
GRESFORD.- Pues no sé cómo me las voy a arreglar. Yo. lo que
puedo presentar en todo momento es la maleta. Encima de un ropero la
tengo. Y me parece que podría usted muy bien darse por satisfecha,
lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.- ¿Darme por satisfecha? ¿Qué está usted diciendo?
¡Supongo que no tendrá usted la pretensión de que vayamos a
consentir en que nuestra hija única, educada con el mayor esmero,
contraiga matrimonio con un equipaje! ¡Usted lo pase bien, míster
Gresford! (Sale con una majestuosa indignación.)
GRESFORD.- ¡A los pies de usted! (ARCHIBALDO, desde la habitación
contigua, empieza a tocar la marcha nupcial.) ¡Por amor de
Dios, ten la bondad de no tocar ese aire fúnebre! ¡Cuidado que eres
estúpido! (Cesa la música y aparece ARCHIBALDO, muy regocijado.)
ARCHIBALDO.- Qué, ¿no salió todo a gusto tuyo, eh? ¿Te dijo que
no Susana? ¡Me lo figuraba!
GRESFORD.- ¡Oh, con Susana va como una seda! Su madre es la que
es absolutamente insoportable. En mi vida he encontrado una gorgona
semejante. No estoy seguro de cómo son las gorgonas; pero no me
cabe duda de que lady Bracknell es una. Por lo menos es un monstruo,
sin ser un mito; lo que no está nada bien... ¡Dispensa, chico, no recordaba
que era tu tía!...
ARCHIBALDO.- No, no. Si a mí me encanta oír hablar mal de mis
parientes. Es lo único que me ayuda a soportarlos. Los parientes son un
hatajo de gente absurda, que no tiene la más remota idea de cómo se
debe vivir, ni el más leve instinto de cuándo deben morirse.
GRESFORD.- ¡Eso es una tontería!
ARCHIBALDO.- ¡No lo es!
GRESFORD. - Bueno; no vale la pena de discutirlo. (Pausa corta.)
Oye, Archibaldo, ¿crees que dentro de unos años.... pongamos ciento
cincuenta.... Susana se volverá como su madre?
ARCHIBALDO.- Todas las mujeres llegan a parecerse a sus madres.
Esa es su tragedia.
GRESFORD.- Eso debe de ser muy agudo, ¿verdad?
ARCHIBALDO.- ¡Pues sí que lo es! Una frase muy bonita, y una
observación muy inteligente.
GRESFORD.- Estoy harto de inteligencia. Hoy todo el mundo es
inteligente. No puedes ir a ninguna parte sin encontrarte con personas
inteligentes. La cosa ha llegado a convertirse en una verdadera calamidad
pública. ¡Ojalá tuviésemos aún algunos tontos!
ARCHIBALDO.- ¡Y los tenemos!
GRESFORD.- Me gustaría conocerlos. ¿De qué hablan?
ARCHIBALDO. - ¿Pues de qué van a hablar? De las personas inteligentes.
GRESFORD.- ¡Tontos de remate!
ARCHIBALDO.- Oye, entre paréntesis, ¿le has dicho a Susana la
verdad, que te llamas Ernesto en Londres y Juan en el campo?
GRESPORD.- (Con aire protector.) Hijo mío, la verdad no es cosa
para dicha a una muchacha bonita, dulce, bien educada. ¡No tienes la
menor idea de cómo hay que tratar a las mujeres!
ARCHIBALDO. - ¡Bah!, la única manera de tratar a una mujer es
hacerle el amor, si es bonita; o hacérselo a otra mujer, si es fea.
GRESFORD. - ¡Otra tontería!
ARCHIBALDO. - Bueno; tampoco lo vamos a discutir. ¿Y de tu hermano?
¿Qué le has dicho de ese calaverón de Ernesto?
GRESFORD.- ¡Oh!, antes de fin de semana pienso acabar con él. Diré
que ha fallecido en París de una apoplejía. Todos los días se está muriendo
gente de apoplejía, ¿verdad?
ARCHEBALDO.- Sí; pero la apoplejía es hereditaria. Harías mejor en
decir de una pulmonía fulminante.
GRESFORD.- ¿Estás seguro de que las pulmonías fulminantes no son
hereditarias?
ARCHIBALDO.- ¡Segurísimo!
GRESFORD. - Bueno; pues mi pobre hermano Ernesto ha fallecido de
repente en París a consecuencia de una pulmonía fulminante. ¡Ya estoy
libre de él!
ARCHIBALDO. - Pero... ¿no dijiste que miss Morris empezaba a
interesarse demasiado por tu hermano Ernesto? Va a tener un disgusto.
GRESFORD.- ¡Bah!, eso no tiene importancia. Cecilia no es una niña
romántica. Afortunadamente. Tiene un apetito magnífico, se da unos
paseos tremendos y no presta la menor atención a sus estudios.
ARCHIBALDO.- ¡Me gustaría conocer a Cecilia!
GRESFORD.- Ya tendré yo buen cuidado de que no la conozcas. Es
preciosa y acaba de cumplir los dieciocho años.
ARCHIBALDO.- ¿Le dijiste a Susana que tenías una pupila preciosa,
que acababa de cumplir los dieciocho?
GRESFORD.- ¿Y a qué santo iba a decírselo? Cecilia y Susana serán
seguramente grandes amigas. Te apuesto lo que quieras a que a la
media hora de conocerse se llaman hermanas.
ARCHIBALDO.- Sí, eso es lo que hacen siempre las mujeres después
que se han llamado otra porción de cosas. Ahora, hijo mío, si quieres
que cojamos mesa en Willis, hay que ir a vestirse. Son cerca de las
siete, y empiezo a tener apetito.
GRESFORD.- ¡Cuándo no tendrás tú apetito!
ARCHIBALDO.- ¿Qué te parece que hagamos después de cenar? ¿Ir
al teatro?
GRESFORD. - ¡Oh, no! ¡No estoy con humor de oír nada!
ARCHIBALDO.- Al club, entonces.
GRESFORD. - Tampoco; no estoy con humor de hablar.
ARCHIBALDO. - ¡Pues tú dirás qué hacemos!
GRESFORD. - ¡Nada!
ARCHIBALDO.- Eso es demasiado difícil. Yo no me siento con fuerzas.
(Entra ESTEBAN.)
ESTEBAN. - ¡Miss Susana!
(Entra SUSANA. Sale ESTEBAN.)
SUSANA. - ¡Archi, ten la bondad de volverte de espaldas! Tengo que
decir algo en particular a míster Gresford.
ARCHIBALDO. - La verdad, Susana.... no sé si debo...
SUSANA. - ¡Tú siempre echándotelas de inmoral! No eres bastante
viejo para ello. (ARCHIBALDO se retira hacia la chimenea.)
GRESFORD.- ¡Mi querida Susana!
SUSANA. - ¡Ernesto, es posible que nunca seamos marido y mujer!
La cara que sacaba mamá me lo hace temer. Son muy pocos los padres
que hoy hacen caso de la opinión de sus hijos. El respeto que antiguamente
se tenía a los jóvenes, casi ha desaparecido. Yo, si alguna influencia
tuve sobre mamá, la perdí desde los tres años. Pero, aunque
ella pueda impedirnos que lleguemos a ser marido y mujer y obligarme
a que me case con otro, nada, nada podrá alterar el amor que siento por
usted.
GRESFORD.- ¡Querida Susana!
SUSANA.- La historia tan romántica de su nacimiento, tal como me la
ha contado mamá, con una porción de comentarios desagradables, me
ha conmovido hasta lo más íntimo. Su nombre de pila tiene para mi un
hechizo irresistible. La sencillez del carácter de usted me lo hace deliciosamente
incomprensible. Tengo la dirección de usted en Londres.
¿Cuál es la del campo?
GRESFORD.- Manor House, Woolton Hertfordshire.
(ARCHIBALDO, que ha estado escuchando atentamente, toma nota
de la dirección en un puño de la camisa. Luego, coge de una mesita
una guía de ferrocarriles.)
SUSANA.- Supongo que el servicio de correos será bueno, ¿verdad?
No hay más remedio que hacer algún disparate. Claro que hay que
pensarlo bien. Le escribiré a usted todos los días.
GRESFORD. - ¡Amor mío!
SUSANA. - ¿Hasta cuándo estará usted en Londres?
GRESFORD.- Hasta el lunes.
SUSANA. - Perfectamente. Archi, ya puedes volverte.
ARCHIBALDO. - Gracias; ya me he vuelto.
SUSANA.- Haz el favor de llamar al timbre.
GRESFORD.- ¿Me permite usted que la acompañe hasta el coche?
SUSANA. - Naturalmente.
GRESFORD.- (A ESTEBAN que acaba de entrar.) Yo acompañaré a
la señorita.
(Salen GRESFORD y SUSANA. ESTEBAN presenta a ARCHIBALDO
varias cartas en una bandeja. Puede suponerse que son
facturas, pues ARCHIBALDO, en cuanto lee los sobres las rompe)
ARCHIBALDO. - Mañana, Esteban, voy a bunburyzar.
ESTEBAN.- Bien, señorito.
ARCHIBALDO. - Probablemente no estaré de vuelta hasta el lunes.
Prepara el maletín de siempre, mete el smoking, un traje de sport.. En
fin, lo de costumbre.
ESTEBAN. - Bien, señorito.
(Entra GRESFORD. Sale ESTEBAN.)
GRESFORD.- ¡Qué muchacha tan sensible, tan inteligente! La única
muchacha que ha conseguido interesarme de veras. (ARCHIBALDO
empieza a reírse inmoderadamente.) ¿Puede saberse qué es lo que te
hace tanta gracia?
ARCHIBALDO.- ¡Oh, nada! Que estoy un poco inquieto a causa de
ese pobre Bunbury.
GRESFORD.- Si no tienes cuidado, ya verás cómo el tal Bunbury
acaba por meterte en algún mal paso.
ARCHIBALDO.- Me encantan los malos pasos. Son los únicos de que
se sale bien.
GRESFORD.- Una tontería más. Te pasas la vida diciendo tonterías.
ARCHIBALDO. Como todo el mundo, hijo mío, como todo el mundo.
(GRESFORD le lanza una mirada de indignación y sale.
ARCHIBALDO enciende un pitillo, se mira el puño de la camisa y
sonríe.)



A C T O S E G U N D O

Jardín de la quinta de míster Gresford. Una escalinata de piedra gris
conduce a la casa. El jardín, un jardín a la antigua, aparece lleno de
rosas. Mes de julio. Sillones de mimbre y una mesa atestada de libros,
a la sombra de un tejo frondosísimo. Miss Prism, sentada delante de la
mesa. Al fondo, Cecilia, regando las flores.

MISS PRISM. - (Llamándola.) ¡Cecilia! ¡Cecilia! ¿No le parece que
esa ocupación tan utilitaria de regar las flores es más bien de incumbencia
del jardinero? Sobre todo teniendo en cuenta los placeres intelectuales
que están aguardándola a usted. Su gramática alemana está
sobre la mesa. Tenga usted la bondad de abrirla por la página . Vamos
a repetir la lección de ayer.
CECILIA. - (Acercándose muy despacio.) ¡Pero si a mí no me gusta el
alemán! Es una lengua que no sienta bien a nadie. Estoy segura de que
después de la lección de alemán parezco feísima.
MISS PRISM.- Hija mía, ya sabe usted el interés que tiene su tutor en
que usted reciba una educación esmeradísima. Ayer, antes de marchar
a Londres, me recomendó muy especialmente el alemán. Sí, cada vez
que se marcha a Londres me recomienda con mucha insistencia la
lección de alemán.
CECILIA. - ¡El querido tío Juan es tan serio! A veces está tan serio,
que me parece que no debe de sentirse bien...
MISS PRISM.- Su tutor disfruta de una salud inmejorable, y su gravedad
es tanto más digna de admiración si se tiene en cuenta su relativa
juventud. No conozco a nadie con sentido más alto de la responsabilidad
y del deber.
CECILIA. - ¡Ah! Esa debe de ser la causa de que muchas veces, cuando
estamos juntos los tres, tenga esa cara de aburrimiento.
MISS PRISM. - ¡Cecilia! Me sorprende oírla hablar así. Míster Gresford
tiene muchas cosas en qué pensar, y no puede entregarse a frivolidades
ociosas. Piense usted en la constante preocupación de que es
causa su hermano, ese desgraciado joven...
CECILIA.- El tío Juan debería permitir a ese desgraciado joven que
viniese por aquí de cuando en cuando. Podríamos ejercer sobre él una
benéfica influencia. Sí, estoy segura de que usted la ejercería, Miss
Prism. Usted sabe alemán y geología, y esas cosas deben influir mucho
sobre un hombre. (Abre su diario y se pone a escribir en él.)
MISS PRISM. - (Meneando dubitativamente la cabeza.) No creo que
pudiera influir lo más mínimo en un carácter que, según dice su mismo
hermano, es de una debilidad y de una inestabilidad irremediables. Ni
me parece que, aun pudiendo, quisiera influir. Yo no apruebo esa manía
moderna de convertir en buenas a las malas personas, en un abrir y
cerrar de ojos. No; que cada cual coseche lo que sembró... Debería
usted dejar ahora ese diario, Cecilia. Realmente, no veo la necesidad de
que lleve usted un diario.
CECILIA.- Lo llevo para anotar los secretos maravillosos de mi vida.
Si no los apuntara, es casi seguro que los olvidaría por completo.
MISS PRISM.- La memoria, mi querida Cecilia, es el diario que todos
llevamos con nosotros.
CECILIA.- Sí; pero generalmente, no registra más que las cosas que
no han sucedido nunca, ni podían suceder. Me parece que la memoria
debe de ser la responsable de todas esas novelas que se escriben hoy
día.
MISS PRISM.- No hable usted a la ligera de las novelas, Cecilia. ¡Ay!
Yo también escribí una en mi juventud.
CECILIA.- ¿De verdad, miss Prism? ¡Cuidado que tiene usted talento!
Supongo que no acabaría bien, ¿eh? Detesto las novelas que acaban
bien. Me entristecen horriblemente.
MISS PRISM.- Los buenos acababan bien y los malos eran castigados.
Así lo requiere siempre la fábula.
CECILIA.- ¿Sí? Pues es una injusticia. ¿Y publicó usted su novela?
MISS PRISS.- ¡Ay, no! Desgraciadamente, el manuscrito fue abandonado.
(CECILIA se estremece.) Quiero decir que se extravió y no fue
posible recuperarlo. Bueno, hija mía; estas disquisiciones tienen muy
poco que ver con los estudios de usted.
CECILIA. - (Sonriendo.) Pero por allí veo venir al reverendo Ascot.
MISS PRISM.- (levantándose y avanzando.) ¿El reverendo Ascot?
¡Qué alegría verle por aquí!
(Entra el reverendo ASCOT.)
ASCOT.- ¿Qué tal, qué tal vamos? Supongo que todos bien, ¿verdad,
miss Prism?
CECILIA. - Precisamente miss Prism se quejaba, cuando llegó usted,
de un poco de jaqueca. ¿Verdad que le sentaría bien dar una vueltecita
con usted por el parque?
MISS PRISM.- ¡Pero, Cecilia, yo no he dicho una sola palabra de
jaqueca!
CECILIA.- Sí, mi querida miss Prism; pero yo sé que tiene usted un
poco de jaqueca. Como que antes de que llegara el reverendo no pensaba
en otra cosa. Eso era justamente lo que no me dejaba prestar atención
a la lección de alemán.
ASCOT.- Espero, Cecilia, que no será usted una niña desaplicada.
CECILIA. - ¡Ay, sí, señor, mucho lo temo!
ASCOT.- Es raro. Si yo tuviera la suerte de ser un discípulo de miss
Prism, estaría siempre pendiente de sus labios.
MISS PRISM.- (Ruborizándose y abriendo mucho los ojos.) ¿Eh?
ASCOT.- Hablo metafóricamente. Una metáfora tomada de las abejas.
¡Jem!... ¿Y míster Gresford, no ha regresado todavía?
MISS PRISM.- No lo esperamos hasta el lunes por la tarde.
ASCOT.- ¡Ah, sí! Es verdad; no me acordaba que suele pasar los
domingos en Londres. Míster Gresford no es uno de los hombres que
sólo piensan en divertirse, como, según parece, es ese infortunado
joven hermano suyo. Pero, en fin, no quiero distraer por más tiempo a
Egeria y su discípula.
MISS PRISM.- ¿Egeria? Mi nombre es Leticia, mi reverendo.
ASCOT.- (Haciendo una pequeña reverencia.) Es una simple alusión
clásica, tomada de los autores paganos. ¿Tendré el gusto de verla a
usted esta tarde en la oración?
MISS PRISM.- ¿Y si diéramos ahora una vueltecita? Me parece, en
efecto, que tengo un poco de jaqueca, y quizá un paseíto me sentase
bien.
ASCOT.- ¡Encantado, miss Prism, encantado! Podemos ir hasta la
escuela, y desde allí volver.
MISS PRISM.- Muy bien pensado. Usted, entretanto, Cecilia, me hará
el favor de estudiar su lección de economía política. El capítulo sobre
la baja de la rupia puede usted saltarlo. Es demasiado sensacional.
Hasta estos problemas financieros tienen su parte melodramática. (Se
aleja por el jardín en compañía del reverendo ASCOT.)
CECILIA. - (Cerrando los libros y tirándolos sobre la mesa.) ¡Al
diablo la economía política! ¡Al diablo la geografía! ¡Al diablo el alemán!
(Entra ANSELMO con una tarjeta sobre una bandeja.)
ANSELMO. - Míster Ernesto Gresford acaba de llegar de la estación.
Trae consigo el equipaje.
CECILIA. - (Cogiendo la tarjeta y leyéndola.) "Míster Ernesto Gresford,
Albany, " ¡El hermano de tío Juan! ¿Le ha dicho usted que el
señor estaba en Londres?
ANSELMO.- Sí, señorita. Y ha parecido muy contrariado. Le dije
entonces que usted y miss Prism estaban en el jardín, y ha contestado
que tenía mucho interés en hablar a solas con usted un momento.
CECILIA.- Dígale usted a míster Ernesto Gresford que pase aquí. Y
me parece que no estaría de más que encargase al ama de llaves que
fuesen preparando el cuarto.
ANSELMO. - Se hará lo que manda la señorita. (Sale.)
CECILIA. - ¡Ay! Todavía no he conocido a ningún mal sujeto de
veras. Casi me siento asustada. ¿Y si se parece a todos los demás hombres?
(Entra ARCHIBALDO muy resuelto y satisfecho.) ¡Y se parece!
ARCHIBALDO. - (Descubriéndose.) Usted es mi primita Cecilia, si
no me equivoco.
CECILIA.- No, señor, no se equivoca usted. Aunque estoy bastante
crecida para mi edad, soy su primita Cecilia. Usted, ya he visto por su
tarjeta, que es el hermano de mi tío Juan, mi primo Ernesto, el perdido
de mi primo Ernesto.
ARCHIBALDO. - ¿Perdido yo? No, no, prima Cecilia. No vaya usted
a pensar que yo soy un perdido.
CECILIA.- Pues si no lo es, nos ha estado usted engañando a todos del
modo más imperdonable. Supongo que no habrá usted llevado una
doble existencia, echándoselas de perdido y siendo luego una persona
decente, ¿eh? Eso sería una hipocresía.
ARCHIBALDO.- (Mirándola estupefacto.) ¡Caramba, caramba!... Sí,
la verdad es que he sido un poco aturdido.
CECILIA. - Celebro saberlo.
ARCHIBALDO.- Sí; ahora que me hace usted pensar en ello, comprendo
que he sido una pequeña calamidad.
CECILIA.- No creo que sea un motivo para envanecerse; aunque,
seguramente, debió de ser muy agradable para usted.
ARCHIBALDO. - Mucho más agradable es estar aquí con usted.
CECILIA.- Lo que no comprendo es por qué está usted aquí. El tío
Juan no estará de regreso hasta el lunes por la tarde.
ARCHIBALDO. - ¡Qué contrariedad! Precisamente tengo que irme en
el primer tren de la mañana del lunes. Tengo una cita de negocios que
sentiría muchísimo... no perder.
CECILIA.- ¿Y no podría usted perderla en otro sitio que en Londres?
ARCHIBALDO.- No; la cita es en Londres.
CECILIA.- Sí, ya sé lo importante que es no acudir a una cita de negocios
si se quiere conservar cierto sentido de la belleza de la vida;
pero, no obstante, creo que haría usted mejor en aguardar al regreso del
tío Juan. Sé que desea hablar con usted de su emigración.
ARCHIBALDO.- ¿De la emigración de quién?
CECILIA.- De quien va a ser; de usted. Ha ido a Londres a comprarle
el equipo.
ARCHIBALDO.- ¿El equipo? Por nada del mundo le dejaría yo a Juan
comprarme el equipo. Es de un gusto lamentable, sobre todo en cuestión
de corbatas.
CECILIA.- ¿Y qué falta le van a usted a hacer las corbatas en Australia?
ARCHIBALDO. - ¿Australia? ¡Antes la muerte!
CECILIA.- Pues el otro día, el miércoles por la noche, dijo en la mesa
que tendría usted que elegir entre el otro mundo y Australia.
ARCHIBALDO.- ¡Ah, no, no! Las noticias que he recibido de Australia
y del otro mundo no son para animar a nadie. Me contento con
este mundo, prima Cecilia; es bastante bueno para mí.
CECILIA.- Sí; pero y usted, ¿es bastante bueno para él?
ARCHIBALDO.- ¡Ay! Temo que no. Por eso quiero que usted me
ayude a mejorar. Usted podría hacer de esto su misión en la tierra,
prima Cecilia.
CECILIA. - Me parece que no me queda tiempo esta tarde.
ARCHIBALDO. - Bueno; ¿prefiere usted entonces que me mejore yo
mismo?
CECILIA.- Un poco quijotesco sería; pero debía usted probar.
ARCHIBALDO. - Probaré. Ya me siento mejor.
CECILIA.- Pues tiene usted peor cara.
ARCHIBALDO. - Es que tengo hambre.
CECILIA. - ¡Qué cabeza la mía! ¡No haber pensado que cuando uno
se dispone a emprender una vida completamente nueva se necesita una
alimentación abundante y sana! ¿Quiere usted que entremos?
ARCHIBALDO. - Gracias. ¿Podría usted darme antes una flor para el
ojal? Es condición indispensable de mi apetito la flor en el ojal.
CECILIA.- (Cogiendo unas tijeras.) ¿Una mariscal Niel?
ARCHIBALDO.- No; preferiría una rosada.
CECILIA. - (Cortando una rosada.) ¿Por qué?
ARCHIBALDO.- Porque parece usted una rosa rosada, prima Cecilia.
CECILIA.- No creo que esté bien que me hable usted así. Miss Prism
jamás me dice esas cosas.
ARCHIBALDO. - Porque será vieja y miope. (CECILIA le coloca la
rosa en el ojal.) Es usted la muchacha más bonita que he visto en mi
vida.
CECILIA.- Miss Prism dice que la belleza es una celada.
ARCHIBALDO.- Una celada en que todo hombre sensato desearía
caer.
CECILIA. - ¡Oh! A mí no me gustaría que cayese en la mía un hombre
sensato. No sabría de qué hablar con él. (Entran en la casa. Aparecen
por un lado MISS PRISM y el reverendo ASCOT.)
MISS PRISM.- Está usted demasiado solo, mi reverendo. Debería
usted casarse. Pase que haya misántropos, ¡pero un mujerántropo!
ASCOT. - (Con un estremecimiento de humanista.) Crea, usted, miss
Prism, que no merezco un neologismo semejante. Lo mismo el precepto
que la práctica de la iglesia primitiva eran contrarios al matrimonio.
MISS PRISM.- (Sentenciosamente.) Esa es evidentemente la razón de
que la iglesia primitiva no haya llegado hasta nuestros días. Y usted,
amigo mío, parece no darse cuenta de que un hombre que se empeña
en permanecer soltero acaba por convertirse en una verdadera tentación
pública.
ASCOT.- ¿Pero es que un hombre casado no resulta tan tentador como
un soltero?
MISS PRISM.- Ningún hombre casado resulta tentador, como no sea
para su mujer.
ASCOT.- Y muchas veces, según me han dicho, ni siquiera para su
mujer.
MISS PRISM. - Eso depende de la capacidad de simpatía intelectual
que tenga la mujer. Por eso se debe escoger una mujer de edad madura
en la que poder confiar, capaz de entenderle a uno. Las jóvenes siempre
resultan verdes.
ASCOT. - (Con un estremecimiento.) ¿ Cómo?
MISS PRISM.- Hablo metafóricamente. Una metáfora tomada de la
horticultura. Pero ¿dónde estará Cecilia? (Entra GRESFORD lentamente
por el foro. Viene vestido de luto riguroso, con una gasa en el
sombrero, y guantes negros.) ¡Míster Gresford!
ASCOT.- ¿Míster Gresford?
MISS PRISM.- Esto es realmente una sorpresa. No le esperábamos a
usted hasta el lunes por la tarde.
GRESFORD.- (Estrechando la mano a Miss Prism con un ademán
trágico.) He vuelto antes de lo que esperaba. ¿Qué tal, mi reverendo,
sigue usted bien?
ASCOT.- Espero, míster Gresford, que ese aire sombrío no significará
ninguna desgracia...
GRESFORD.- ¡Mi hermano!
MISS PRISM.- ¿Alguna extravagancia? ¿Deudas?...
ASCOT.- ¿Siempre en su vida de disipación?
GRESFORD. - (Sacudiendo la cabeza.) ¡Ha muerto!
ASCOT.- ¿Que su hermano Ernesto ha muerto?
GRESFORD. - ¡Por completo!
MISS PRISM.- ¿Qué lección para él? Espero que le aprovechará.
ASCOT.- ¡Mi Más sincero pésame, míster Gresford! Le queda a usted
por lo menos el consuelo de saber que fue usted el más generoso y
solícito de los hermanos.
GRESFORD. - ¡Pobre Ernesto! Tenía muchos defectos, pero es un
golpe tremendo.
ASCOT. - Realmente tremendo. ¿Asistió a sus últimos momentos?
GRESFORD.- No. Murió en el extranjero; en París. Lo supe anoche
por un telegrama que me puso el director del Grand Hotel.
ASCOT.- ¿Decía la causa de la muerte?
GRESFORD.- Una pulmonía fulminante, según parece.
MISS PRISM.- Cada cual cosecha lo que siembra
ASCOT. - (Levantando la mano.) ¡Caridad, querida miss Prism, caridad!
No hay nadie perfecto. Y mismo, por ejemplo, tengo una debilidad
por el ajedrez. ¿Y el entierro, se verificará aquí?
GRESFORD.- No. Parece ser que manifestó expresamente su voluntad
de ser enterrado en París.
ASCOT.- ¿En París? (Meneando la cabeza.) ¡A temo que esa disposición
no sea buen indicio de su estado de ánimo en los últimos momentos!
Sin duda usted querrá que en mi plática del domingo haga
alguna ligera alusión a esta desgracia doméstica ¿verdad, míster Gresford?
Cuente usted conmigo (GRESFORD le estrecha la mano convulsivamente.).
Mi sermón sobre el sentido del maná en el desierto puede
adaptarse a casi todas las situaciones, gozosas o, como en el caso actual,
aflictivas. (Suspiro general.) Lo he pronunciado ya un sinnúmero
de veces, en bautizos, confirmaciones, días de penitencia, días festivos...
La última vez fue en la catedral como sermón de caridad, en
favor de la Junta preventiva del descontento entre las clases altas. Al
obispo, que estaba presente, le causaron gran impresión algunas de mis
comparaciones.
GRESFORD. - ¡Ah, a propósito, ahora que recuerdo. Usted sabrá
bautizar, ¿verdad, mi reverendo? ( reverendo ASCOT le mira con estupefacción.)
Quiero decir que usted bautiza muy a menudo, ¿no es eso?
MISS PRISM.- Siento decir que es uno de los más constantes deberes
del reverendo en esta parroquia. Yo he intentado varias veces hablar de
la cuestión a las clases necesitadas; pero todo ha sido inútil. No tienen
la menor noción de lo que es la economía.
ASCOT.- Pero ¿se trata de algún niño que le interesa a usted particularmente,
míster Gresford? Su hermano, si no me engaño, era soltero,
¿verdad?
GRESFORD. - ¡Sí, sí, soltero!
MISS PRISM. - (Amargamente.) Los hombres que no viven más que
para divertirse suelen permanecer solteros.
GRESFORD.- Pero no se trata de ningún niño, mi reverendo. No; el
caso es que esta misma tarde, si no tiene nada que hacer, desearía que
me bautizase a mí.
ASCOT.- ¿Pero seguramente, míster Gresford, estará usted ya bautizado?
GRESFORD. - ¡La verdad, no recuerdo!
ASCOT.- Pero ¿es que tiene usted alguna duda respecto a ello?
GRESFORD.- Me parece que sí. Por lo menos no tengo la seguridad.
Ahora usted me dirá si hay algo que me impida hacerlo. Acaso la
edad...
ASCOT. - No, no, en absoluto. La aspersión y hasta la inmersión de
los adultos es perfectamente canónica.
GRESFORD. - ¡La inmersión!
ASCOT. - ¡Oh, no se inquiete usted! Con la aspersión bastará. ¡El
tiempo está tan inseguro! ¿A qué hora desea usted que tenga lugar la
ceremonia?
GRESFORD.- A las cinco, si a usted le parece.
ASCOT.- ¡Perfectamente, perfectamente! (Sacando el reloj.) Ahora,
mi querido míster Gresford, voy a dejarle a usted que llore su desgracia
a solas. Sin embargo, no se deje abatir demasiado por el dolor. Lo
que a veces se nos antojan pruebas durísimas son bendiciones disfrazadas.
MISS PRISM.- Ésta me parece a mí una bendición sin el menor disfraz.
(Entra CECILIA, que viene de la casa.)
CECILIA.- ¡Tío Juan! ¡Tío Juan! ¡Cuánto me alegro de que esté usted
de vuelta! Pero ¡qué traje tan lúgubre se ha puesto usted! ¡Vaya usted a
mudarse!
MISS PRISM.- ¡Cecilia!
ASCOT.- ¡Hija mía! ¡Hija mía! (CECILIA se dirige hacia
GRESFORD. Éste la besa melancólicamente en frente.)
CECILIA.- ¿Qué ocurre, tío Juan? Vamos, ponga usted una cara más
alegre. Parece como si tuviera usted dolor de muelas. ¡Si supiera usted
la sorpresa que le aguarda! ¿Quién cree usted que está en el comedor?
¡Su hermano!
GRESFORD. - ¿Quién?
CECILIA.- Su hermano Ernesto. Hará media hora que llegó.
GRESFORD. - ¡Qué disparate! Yo no tengo ningún hermano.
CECILIA. - ¡Oh, no diga usted que no! Por mal que se haya portado
con usted en el pasado, no por eso deja de ser su hermano. No es posible
que tenga usted tan poco corazón que vaya a renegar de él. Voy a
decirle que venga, y se reconciliarán ustedes verdad, tío Juan? (Echa a
correr hacia la casa.)
ASCOT. - ¿Agradable sorpresa, eh?
MISS PRISM.- Después de habernos todos resignado a su pérdida, esa
reaparición me parece desoladora.
GRESFORD.- ¿Que mi hermano está en el comedor? ¿Qué querrá
decir todo esto? ¡Absurdo, absurdo! (Entran ARCHIBALDO y
CECILIA, cogidos de la mano, y avanzan muy despacio hacia
GRESFORD.) ¡Santo cielo! (Se apresura a separar a ARCHIBALDO
de CECILIA.)
ARCHIBALDO. - Hermano Juan, he venido de Londres exclusivamente
para decirte que estoy arrepentido de todas las molestias y disgustos
que te he proporcionado y la decisión que he tomado de cambiar
de género de vida en lo sucesivo. (GRESFORD le mira con ojos furibundos,
sin tomar la mano que ARCHIBALDO le tiende.)
CECILIA.- ¡Tío Juan! No irá usted a rehusar la mano de su propio
hermano.
GRESFORD. - ¡Por nada del mundo estrecharé esa mano! Su venida
aquí me parece un insulto. ¡Él sabe de sobra por qué!
CECILIA. - ¡No sea usted rencoroso, tío Juan! Todo el mundo tiene
alguna buena cualidad. Precisamente, Ernesto acaba de hablarme de un
amigo suyo muy achacoso, el pobre Bunbury, a quien va a ver muy a
menudo. Y no cabe duda de que algo bueno debe de haber en un hombre
capaz de abandonar las diversiones de Londres para sentarse junto
al lecho de un amigo enfermo.
GRESFORD. - ¡Ah! ¿Conque te ha estado hablando de Bunbury?
CECILIA.- Sí, me ha estado contando lo mal que está ese pobre señor.
GRESFORD.- ¡Bunbury! Bueno; pues de aquí en adelante te aseguro
que no te hablará más de Bunbury ¡ni de nada!... ¡Es para volverse
loco!
ARCHIBALDO. - (Con acento grave y emocionado.) Reconozco que
todas las culpas son mías; pero debo confesar también que este desvío
de mi querido hermano Juan me es particularmente penoso. Yo esperaba
un recibimiento más efusivo, más cordial... Sobre todo, teniendo
en cuenta que es la primera vez que yo vengo aquí.
CECILIA. - (Con tono de autoridad.) ¡Tío Juan, si no le da usted la
mano inmediatamente a su hermano Ernesto, no se lo perdonaré en mi
vida!
GRESFORD.- ¿Que no me perdonarás?
CECILIA. - ¡En la vida!
GRESFORD. - Bueno; es la última vez que lo hago. (Le da la mano a
ARCHIBALDO, mirándole con ojos centelleantes.)
ASCOT. - ¡Qué agradable es ver una reconciliación tan perfecta!,
¿verdad? Creo que haríamos bien en dejar solos a los dos hermanos.
MISS PRISM. - Cecilia, tenga la bondad de acompañarnos.
CECILIA.- Con mucho gusto, miss Prism. Mi trabajo de reconciliación
ha terminado.
ASCOT.- Ha llevado usted a cabo una acción muy hermosa, hija mía.
MISS PRISM.- No seamos prematuros en nuestro juicios. (Salen todos,
excepto GRESFORD y ARCHI BALDO.)
GRESFORD. - (Acercándose a ARCHIBALDO con aire amenazador.)
Oye, grandísimo fresco, vas a hacerme el favor de irte inmediatamente.
¡A bunburyzar a otra parte!
(Entra ANSELMO.)
ANSELMO.- He puesto las cosas del señorito Ernesto en la alcoba
contigua a la del señor. ¿Está bien así?
GRESFORD.- ¿Qué?
ANSELMO.- Me refiero al equipaje del señorito Ernesto. Lo he desempaquetado
todo y lo he puesto en la alcoba contigua a la del señor.
GRESFORD.- ¿Su equipaje?
ANSELMO.- Sí, señor. Tres maletas, un estuche tocador, dos sombreros
y una cesta grande de merienda.
ARCHIBALDO.- Sí, creo que no podré estar con vosotros más de una
semana.
GRESFORD.- Anselmo, que enganchen el coche inmediatamente. El
señorito Ernesto ha recibido un aviso que le obliga a regresar esta
misma tarde a Londres.
(ANSELMO saluda y vase.)
ARCHIBALDO. - ¡Cuidado que eres embustero, Juan Yo no he recibido
ningún aviso.
GRESFORD.- Sí has recibido.
ARCHIBALDO. - Pues no me he enterado.
GRESFORD.- Tu deber de caballero te llama a Londres con urgencia.
ARCHIBALDO.- Mi deber de caballero nunca ha tenido nada que ver
con mis diversiones.
GRESFORD.- Ya lo veo. No necesitas jurármelo.
ARCHIBALDO. - Además, Cecilia es preciosa.
GRESFORD.- ¡Te prohibo que hables así de miss Morris! No me hace
la menor gracia.
ARCHIBALDO. - Bueno; tampoco me hace gracia a mí ese traje
absurdo que te has puesto. Te aseguro que estás de lo más ridículo.
¿Por qué no vas a mudarte? Resulta pueril estar de luto por un hombre
que se va a pasar una semana en tu casa en calidad de huésped. Hasta
grotesco resulta.
GRESFORD. - Puedes tener la seguridad de que no pasarás aquí una
semana, ni mucho menos. En el tren de las cuatro y cinco sales para
Londres.
ARCHIBALDO.- En manera alguna puedo irme dejándote de luto.
Sería una falta de cariño. Me parece que si yo estuviera en tu lugar,
tampoco tú te irías dejándome tan afligido, ¿verdad? Te aseguro que no
estaría nada bien.
GRESFORD. - Bueno; ¿te irás si me cambio de traje?
ARCHIBALDO.- Sí, con tal de que no tardes demasiado. No conozco
a nadie que tarde tanto en vestirse, y con tan escaso resultado.
GRESFORD.- Hijo mío, eres de una presunción ridícula. Y tu conducta
conmigo es un insulto, y tu presencia en mi jardín, el colmo de lo
absurdo. Vuelvo a repetirte que en el tren de las cuatro y cinco saldrás
para Londres. ¡Buen viaje! Este bunburysmo, como tú dices, no ha sido
un gran éxito que digamos. (Entra en la casa.)
ARCHIBALDO.- ¡Pues no sé qué más éxito iba a ser! ¡Me he enamorado
de Cecilia, que era lo esencial! (Entra CECILIA por el fondo del
jardín. Coge la regadera y se pone a regar las flores.) Pero es preciso
que la vea antes de irme y que nos pongamos de acuerdo para otra
excursión bunburysta. ¡Ah, aquí está!
CECILIA. - ¡Oh! No he venido más que a regar estas rosas. Creía que
estaba usted con el tío Juan.
ARCHIBALDO.- Se ha ido a decir que enganchen el coche.
CECILIA.- ¡Ah! ¿Va a llevarle a usted a dar un vuelta?
ARCHIBALDO.- ¡Va a llevarme a la estación!
CECILIA.- ¿A la estación? Entonces, ¿vamos a tener que separarnos?
ARCHIBALDO.- Así parece. ¡Qué horrible separación!
CECILIA. - Siempre es penoso separarse de los amigos recientes. La
ausencia de los antiguos puede sobrellevarse con cierta ecuanimidad;
pero la separación, por momentánea que sea, de una persona que se
acaba de conocer, resulta casi insoportable.
ARCHIBALDO. - Gracias, prima Cecilia, gracias.
(Entra ANSELMO.)
ANSELMO.- El coche espera a la puerta, señorito.(ARCHIBALDO
lanza a CECILIA una mirada de súplica.)
CECILIA.- Que espere, Anselmo..., cinco minuto (ANSELMO saluda
y vase.)
ARCHIBALDO. - Espero, Cecilia, que no se ofender usted si le digo
con toda franqueza y sin rodeos que me parece usted, por todos conceptos,
la perfección absoluta en persona.
CECILIA.- Esa franqueza le honra a usted, Ernesto. Si no tiene usted
inconveniente, voy a anotar en mi diario esa observación. (Se dirige a
la mesa pónese a escribir en el diario.)
ARCHIBALDO.- ¿Cómo? ¿Lleva usted realmente un diario? Daría
cualquier cosa por echarle una ojeada ¿Me lo permite usted?
CECILIA. - ¡Oh, no, de ningún modo! (Tapando el cuaderno con la
mano.) Usted comprenderá que esto no es más que una relación de los
pensamientos e impresiones de una muchacha y, como tal, destinado a
la publicación. Espero que, cuando aparezca en volumen, comprará
usted un ejemplar, ¿verdad? Pero tenga usted la bondad de proseguir,
Ernesto. Me encanta escribir al dictado. Estábamos en lo de “perfección
absoluta”. Puede usted continuar.
ARCHIBALDO. - ¡Jem! ¡Jem!
CECILIA. - ¡Oh, nada de toser, Ernesto! Cuando se dicta debe uno
hablar de corrido y sin toser. Además, no sé cómo se escribe la tos. (Va
escribiendo a medida que habla ARCHIBALDO.)
ARCHIBALDO. - (Hablando muy de prisa.) Cecilia, desde que vi por
primera vez su maravillosa e incomparable belleza, me he atrevido a
amarla a usted locamente, apasionadamente, desesperadamente.
CECILIA.- No creo que deba usted decirme que me ama locamente,
apasionadamente, desesperadamente. ¿No le parece a usted que ese
desesperadamente carece, por decirlo así, de sentido?
ARCHIBALDO. - ¡Cecilia!
(Entra ANSELMO.)
ANSELMO. - Señorito, el coche está preparado.
ARCHIBALDO. - Dígale usted que vuelva la semana próxima, a la
misma hora.
ANSELMO. - (Después de mirar a CECILIA, que permanece impasible.)
Muy bien, señorito.
CECILIA.- Me parece que al tío Juan no le hará mucha gracia saber
que piensa usted quedarse hasta la semana próxima, a la misma hora.
ARCHIBALDO.- ¡Bah, me tiene sin cuidado Juan! Ya no me importa
más ser en el mundo que usted. La adoro a usted, Cecilia. ¿Quiere
usted ser mi mujer?
CECILIA. - ¡Tonto! ¡Pues claro que sí! ¡Como que hace tres meses
que tenemos relaciones!
ARCHIBALDO. - ¿Tres meses?
CECILIA.- Sí, el jueves hará los tres meses justos.
ARCHIBALDO. - Pero... ¿y cómo es que hemos tenido relaciones?
CECILIA.- Pues muy sencillo. Desde que el tío Juan nos dijo que
tenía un hermano que era un perdido, usted, como es natural, se convirtió
en el tema de mis conversaciones con miss Prism. No hace falta
decir que un hombre del que se habla tanto, acaba siempre por resultar
atractivo. El caso es que, locura o no, me enamoré de usted, Ernesto.
ARCHIBALDO. - ¡Amor mío! ¿Y qué día empezaron nuestras relaciones?
CECILIA.- El de febrero pasado fue cuando se declaró usted. Desesperada
por la absoluta ignorancia en que estaba usted de mi existencia,
decidí concluir de un modo o de otro, y después de una larga lucha
conmigo misma, le dije a usted que sí debajo de este árbol. Al día siguiente
compré este anillo en nombre de usted, y ésta es la pulsera que
le prometí no quitarme nunca.
ARCHIBALDO.- ¿Y fui yo quien se la dio a usted?. Es muy bonita,
¿verdad?
CECILIA. - ¡Ah, si usted tiene muy buen gusto Ernesto! Yo, es la
excusa que siempre he dado a la mala vida que llevaba usted. Y aquí
está la caja en que conservo todas sus cartas. (Se arrodilla en la silla,
abre la caja y enseña las cartas, atadas con un cinta azul.)
ARCHIBALDO.- ¿Mis cartas? ¡Pero mi adorada Cecilia, si yo no le
he escrito a usted ninguna carta.
CECILIA.- No necesita usted recordármelo, Ernesto. De sobra sé que
me las he tenido que escribir yo misma. Tres veces por semana; sin
contar las extraordinarias.
ARCHIBALDO.- ¿Me deja usted que las lea, Cecilia?
CECILIA. - ¡Imposible! Se volvería usted demasiado vanidoso. (Volviendo
a guardarlas en la caja.) Las tres que me escribió usted después
que reñimos son tan hermosas, y con tal mala ortografía, que hoy mismo
no puedo leerlas sin llorar un poco.
ARCHIBALDO. - ¿Pero es que reñimos alguna vez?
CECILIA. - Naturalmente. El de marzo. Aquí puede usted verlo, si
quiere. (Enseñándole el diario.) “Hoy, ruptura de relaciones con Ernesto.
Comprendo que es necesaria. El tiempo continúa hermosísimo.”
ARCHIBALDO. - Pero ¿por qué fue esa riña? ¿Qué había hecho yo?
¡Si yo no había dado el menor motivo! La verdad, Cecilia, me disgusta
en extremo saber que reñimos. Sobre todo haciendo un tiempo tan
hermoso.
CECILIA.- ¿Usted no sabe que no puede haber relaciones formales sin
una riña, por lo menos? Pero yo le perdoné a usted antes de acabar la
semana.
ARCHIBALDO.- (Arrodillándose delante de CECILIA.) ¡Es usted un
ángel, Cecilia!
CECILIA. - ¡Y usted, qué romántico, Ernesto! (ARCHIBALDO le
besa una mano. Ella le acaricia los cabellos.) Supongo que este ondulado
será natural, ¿verdad?
ARCHIBALDO.- Sí, amor mío; con una pequeña ayuda ajena.
CECILIA. - ¡Cuánto me alegro!
ARCHIBALDO. - ¿Verdad que no volverá usted a romper nuestras
relaciones, Cecilia?
CECILIA.- ¿A qué santo, ahora que nos hemos conocido?... Además,
hay que tener en cuenta el nombre...
ARCHIBALDO.- ¿El nombre?
CECILIA.- No se ría usted de mí; pero el caso es que siempre fue mi
sueño dorado tener un novio que se llamase Ernesto. (ARCHIBALDO
se pone de pie.) No sé qué tiene este nombre, que me fascina. Todos
los demás, a su lado, me parecen feos. Compadezco a las infelices
cuyos maridos no se llaman Ernesto.
ARCHIBALDO. - Pero, querida Cecilia, ¿no querrá usted decir que no
podría quererme si me llamas de otro modo?
CECILIA.- ¿Cómo? ¡A ver!
ARCHIBALDO. - ¡Qué sé yo!... Archibaldo, por ejemplo...
CECILIA. - ¿Archibaldo? ¡Qué horror!
Archibaldo. - Pues no sé, amor mío, qué tiene usted que objetar al
nombre de Archibaldo. Es un nombre precioso, aristocrático, nada
común. Sí, nada común. Y suena un poco a tiempos pasados. ¡Archibaldo!...
Pero, en serio, Cecilia; si mi nombre fuera Archibaldo, ¿no
podría usted seguir queriéndome?
CECILIA.- Podría respetarle a usted, Ernesto; podría admirar su carácter;
pero quererle..., la verdad, creo que no me sería posible...
ARCHIBALDO. - ¡Jem! Cecilia (Cogiendo su sombrero), el párroco
de aquí, supongo que estará al corriente de todas las prácticas y ceremonias
de la iglesia, ¿verdad?...
CECILIA.- ¡Oh, el reverendo Ascot es un verdadero sabio! Figúrese
que todavía no ha escrito ningún libro.
ARCHIBALDO. - Necesito verle enseguida. Se trata de un asunto
importantísimo.
CECILIA.- ¿Sí?
ARCHIBALDO. - Dentro de media hora estoy de vuelta.
CECILIA. - Teniendo en cuenta que somos novio desde el de febrero,
y que acabo de conocerle no me parece demasiado tiempo media
hora. ¿No podría usted reducirlo a veinte minutos?
ARCHIBALDO.- ¡Qué veinte minutos! ¡Vuelvo al instante! (Da un
beso a CECILIA Y se aleja corriendo por el jardín.)
CECILIA. - ¡Qué impetuosidad! ¡Y qué pelo tan bonito tiene! Voy a
apuntar su declaración en mi diario.
(Entra ANSELMO.)
ANSELMO.- Miss Bracknell pregunta por míster Gresford. Se trata de
una cuestión de suma importancia, según parece.
CECILIA.- ¿No está míster Gresford en la biblioteca?
ANSELMO.- El señor salió hace un rato en dirección a la parroquia.
CECILIA. - Diga usted a esa señorita que pase aquí. Seguramente el
señor no tardará en volver. Y sirva usted el té. (ANSELMO saluda y
vase.) ¡Miss Bracknell! Sin duda una de esas señoras ancianas de Londres
que se ocupan con el tío Juan en obras filantrópicas.
(Entra ANSELMO.)
ANSELMO. - ¡Miss Bracknell!
(Entra SUSANA. Sale ANSELMO.)
CECILIA.- (Adelantándose hacia ella.) Permítame usted que me presente
yo misma: Cecilia Morris.
SUSANA. - ¿Cecilia Morris? (Ambas se dan un apretón de manos.)
¡Un nombre precioso! Presiento que vamos a ser grandes amigas. Me
es usted extraordinariamente simpática. Yo nunca me engaño en mis
primeras impresiones.
CECILIA.- Es usted muy amable en tenerme esa simpatía que dice,
dado el poco tiempo, relativamente, que nos conocemos. Tenga usted
la bondad de sentarse.
SUSANA.- (Aún en pie.) ¿No tiene usted inconveniente en que la
llame Cecilia, verdad?
CECILIA. ¡Encantada!
SUSANA.- ¿Y usted me llamará siempre Susana no es cierto?
CECILIA.- Si usted quiere...
SUSANA. - Entonces, todo está ya arreglado, ¿no es eso?
CECILIA.- Así parece. (Una pausa. Siéntanse a ambas, una junto a la
otra.)
SUSANA.- Quizá sea éste el momento de explicarle quién soy. Mi
padre es lord Bracknell. Supongo que usted no habrá oído hablar nunca
de él, ¿verdad?
CECILIA.- No creo...
SUSANA.- Fuera de la familia, papá es poco conocido. ¡Afortunadamente!
El hogar es la verdadera esfera del hombre, ¿no le parece a
usted?... Cecilia, mamá, que tiene respecto a educación ideas muy
severas, me ha enseñado a ser sumamente corta de vista. Esto forma
parte de su sistema. ¿Le molestaría a usted que la mirase con mis impertinentes?
CECILIA.- ¡Oh, en absoluto, Susana! A mí me agrada mucho que me
miren.
SUSANA. - (Después de examinar atentamente a CECILIA con sus
impertinentes.) Y qué, ¿ha venido usted aquí de visita, no es eso?
CECILIA.- No. Vivo aquí.
SUSANA. - (Con cierta severidad.) ¿De veras? Sin duda a su madre,
o alguna parienta de edad, reside también aquí...
CECILIA. - ¡Oh, no! No tengo padre; ni, en realidad, ningún pariente.
SUSANA.- ¿Es posible?
CECILIA.- Mi querido tutor, con ayuda de mis Prism, es quien se
ocupa de mí.
SUSANA. - ¿Su tutor?
CECILIA.- Sí, Mi tutor: míster Gresford.
SUSANA.- ¡Ah!, es raro que no haya dicho nunca que tenía una pupila.
¡Qué reservado! Por momentos se hace más interesante. Sin embargo,
no creo que la noticia me regocije demasiado. (Poniéndose en
pie y acercándose más a ella.) Mi querida Cecilia: me es usted extraordinariamente
simpática; me lo fue usted desde el primer momento;
pero debo confesar que ahora que sé que es usted pupila de míster
Gresford, no me desagradaría que fuese usted un poco menos joven... y
de apariencia menos atractiva. Realmente, si puedo expresarme con
franqueza...
CECILIA.- ¡No faltaba más! Siempre que se tiene algo desagradable
que decir, debe uno hablar con franqueza.
SUSANA.- Bueno; pues para hablar con toda franqueza, Cecilia, no
me desagradaría que tuviese usted cuarenta y dos cumplidos, y fuera
más fea de lo que se suele ser a esa edad. Ernesto tiene un espíritu muy
recto. Es la verdad y el honor personificados. La infidelidad le sería tan
imposible como la desilusión. Pero hasta los caracteres más nobles y
honrados son sensibles a los encantos físicos. La historia moderna, lo
mismo que la antigua, nos ofrece una porción de lamentables ejemplos
de lo que digo. Como que si no fuera así, la Historia resultaría completamente
ilegible.
CECILIA.- Usted perdone, Susana. ¿Dijo usted Ernesto?
SUSANA. Sí.
CECILIA. ¡Ah!; pero mi tutor no es míster Ernesto Gresford, sino su
hermano..., su hermano mayor.
SUSANA. - (Sentándose de nuevo.) ¡Ernesto nunca me ha dicho que
tuviera hermano!
CECILIA.- Siento decir que durante mucho tiempo no han estado en
buenas relaciones.
SUSANA. - ¡Ah, eso lo explica todo! Me ha quitado usted un peso de
encima, Cecilia. Estaba ya preocupada. Hubiera sido terrible que una
amistad como la nuestra se empañase, ¿verdad?... Entonces.... ¿está
usted segura, completamente segura, de que su tutor no es míster Ernesto
Gresford?
CECILIA. ¡Segurísima! (Una pausa.) Como que más bien me parece
que voy a ser yo su tutora.
SUSANA.- ¿Cómo ha dicho usted?
CECILIA. - (Un tanto tímida y confidencialmente) Mi querida Susana:
yo no quiero tener secretos para usted. Seguramente el periódico de la
localidad dé la noticia uno de estos días. Míster Ernesto Gresford y yo
somos novios y nos casaremos muy en breve.
SUSANA. - (Muy cortésmente, levantándose.) querida Cecilia: aquí
debe de haber algún pequeño error. Míster Gresford ha pedido mi mano.
La noticia aparecerá en el Morning Post del sábado, a más tardar.
CECILIA. – (Levantándose también, y también con gran cortesía.)
Temo que esté usted equivocada, Susana. Ernesto se me ha declarado
hace diez minutos justos. (Enseña el diario.)
SUSANA.- (Examina con atención el diario a través de sus impertinentes.)
No cabe duda que es curioso. Ayer tarde, a las cinco y media
en punto, me preguntó a mí si quería ser su mujer. Si quiere usted asegurarse
del hecho, puede examinar mi diario (Sacándolo de su bolso de
mano.) Siempre viajo con él. Para leer en el tren hacen falta cosas muy
emocionantes. Lo siento mucho, querida Cecilia, si es que supone para
usted algún disgusto; pero como usted ve, mi derecho es anterior.
CECILIA. - También a mí me apenaría infinito querida Susana, causarle
algún trastorno físico o moral; pero me veo obligada a observar
que desde que Ernesto se declaró a usted, pudo muy bien haber cambiado
de idea.
SUSANA.- (Con aire reflexivo.) Si el pobre se dejado coger en la
trampa de una promesa, hecha inconsideradamente, mi deber es sacarle
de ella con mano firme.
CECILIA.- (Pensativa y melancólicamente.) Sea cuales sean los disparates
que el desdichado haya podido cometer antes, yo nunca se los
echaré en cara después de casados.
SUSANA.- ¿Se refiere a mí en eso de disparates, miss Morris? La
encuentro a usted muy atrevida. En una ocasión como ésta es más que
un deber decir lo que se piensa; es un gusto.
CECILIA. - ¿Quiere usted decir que yo he cogido en una trampa a
Ernesto, miss Bracknell? ¿Cómo es posible que se atreva usted?... Sí;
no es éste el momento de andarse con miramientos. Yo acostumbro a
llamar a las cosas por su nombre.
SUSANA. - (Sarcásticamente.) ¿Ah, sí? No cabe duda que pertenecemos
a esferas sociales muy distintas. (Entra ANSELMO, seguido de
otro criado, con una bandeja, un mantel y velador. CECILIA está a
punto de contestar a SUSANA; pero la presencia de los domésticos
ejerce una influencia moderadora, que hace palidecer de rabia a ambas
muchachas.)
ANSELMO.- ¿Se sirve el té como de costumbre, señorita?
CECILIA.- (Secamente, con voz reposada.) Sí, como de costumbre.
(ANSELMO empieza a desembarazar la mesa para poner el mantel.
Pausa larga. CECILIA y SUSANA se dirigen una a otra miradas iracundas.)
SUSANA.- ¿Hay muchas excursiones bonitas por estos alrededores,
miss Morris?
CECILIA.- ¡Muchísimas! Desde arriba de uno de los montes se pueden
ver cinco provincias.



SUSANA. - ¿Cinco provincias? ¡Qué horror! Detesto las multitudes.
CECILIA. - (Dulcemente.) Por eso, sin duda, vive usted en Londres.
(SUSANA Se muerde los labios y se da unos golpecitos en el pie con
la sombrilla.)
SUSANA. - (Mirando en torno suyo.) ¡Qué jardín tan bien cuidado,
miss Morris!
CECILIA.- ¿Usted encuentra?...
SUSANA.- No tenía idea de que hubiese flores en el campo.
CECILIA. - ¡Oh! Las flores son aquí tan corriente como la gente en
Londres... ¿Quiere usted una taza de té, miss Bracknell?
SUSANA. - (Con una finura exagerada.) ¡Mucha gracias! (Aparte.)
¡Odiosa muchacha! ¡Pero me muero de debilidad!
CECILIA. - (Con mucha dulzura.) ¿Azúcar?
SUSANA. - (Con cierta superioridad.) No, gracias el azúcar no está
ya de moda. (CECILIA le dirige una mirada de ira, coge las pinzas y
pone cuatro terrones de azúcar en la taza.)
CECILIA.- (Secamente.) ¿Cake, o pan con mantequilla?
SUSANA. - (Como asombrada de la pregunta.) Pan con mantequilla,
si usted gusta. El cake no se ve ya en ninguna casa elegante.
CECILIA.- (Cortando una rebanada de cake y poniéndola en el plato
de SUSANA. A ANSELMO.) Pase usted esto a miss Bracknell.
(ANSELMO lo hace y se retira, seguido del otro criado. SUSANA
prueba el té y hace una mueca. Deja inmediatamente la taza sobre la
mesa y extiende la mano en busca del pan con mantequilla; pero se
encuentra con que es cake. Levántase toda indignada.)
SUSANA.- Me ha llenado usted la taza de terrones de azúcar y, a
pesar de haber pedido, sin que hubiera lugar a dudas, pan con mantequilla,
me ha servido usted cake. Todo el mundo conoce mi buen carácter
y mi paciencia; pero le advierto, miss Morris, que va usted
demasiado lejos.
CECILIA. - (Levantándose.) Por salvar a mi pobre Ernesto, tan confiado
y tan inocente, de las maquinaciones de otra muchacha, me siento
capaz de ir todo lo lejos que sea preciso.
SUSANA.- Desde el primer momento desconfié de usted. Presentí lo
enredadora y lo intrigante que es usted. ¡Ah, yo nunca me engaño en
mis primeras impresiones!
CECILIA.- Me parece, miss Bracknell, que le estoy robando un tiempo
precioso. Sin duda tiene usted otras muchas visitas del mismo género
que hacer en la vecindad. (Entra GRESFORD.)
SUSANA.- (Al verle.) ¡Ernesto! ¡Mi Ernesto!
GRESFORD.- ¡Susana! ¡Amor mío! (Se dispone a besarla.)
SUSANA.- (Dando un paso atrás.) ¡Un momento! ¿Puedo preguntarle
a usted si es verdad que tiene relaciones con esta señorita? (Señalando
a CECILIA.)
GRESFORD.- (Echándose a reír.) ¿Con Cecilia? ¡Qué he de tener!
¿Quién puede haberle metido a usted esa idea en su preciosa cabecita?
SUSANA.- ¡Gracias! Ya puede usted besar. (Ofreciéndole la mejilla.)
CECILIA.- Ya suponía yo que estaba usted equivocada, miss
Bracknell. El caballero que en este momento la tiene a usted cogida del
talle es mi querido tutor, míster Juan Gresford.
SUSANA.- ¿Cómo ha dicho usted?
CECILIA.- Que es el tío Juan.
SUSANA. - (Retrocediendo.) ¡Juan! ¡Oh!
(Entra ARCHIBALDO.)
ARCHIBALDO. - (Yendo derecho hacia CECILIA, Sin reparar en los
demás.) ¡Amor mío! (Pretende darte un beso.)
CECILIA.- (Dando un paso atrás.) ¡Un momento, Ernesto! ¿Puedo
preguntarle a usted si es verdad que tiene relaciones con esta señorita?
ARCHIBALDO.- (Mirando a su alrededor.) ¿Qué señorita? ¡Santo
cielo! ¡Susana!
CECILIA.- Sí. sí; a Susana me refiero.
ARCHIBALDO.- (Echándose a reír.) ¡Qué he tener! ¿Quién puede
haberle metido a usted esa idea en su preciosa cabecita?
CECILIA.- (Presentándole la mejilla.) Ya puede usted besar.
(ARCHIBALDO la besa.)
SUSANA.- Ya sabía yo que debía haber algún error. Miss Morris, el
caballero que en este momento la besa a usted es mi primo Archibaldo
Moncrieff.
CECILIA. - (Separándose bruscamente de ARCHIBALDO.) ¡Archibaldo!
¡Oh! (Ambas muchachas se dirigen una hacia la otra, y cógense
del talle como buscando protección.) ¿Se llama Archibaldo?
ARCHIBALDO.- No puedo negarlo.
CECILIA. - ¡Oh!
SUSANA.- Y usted, ¿se llama Juan de verdad?
GRESFORD.- (Irguiéndose con cierta altivez.) podría negarlo si quisiera.
Yo me siento capaz de negarlo todo. Pero reconozco que me
llamo Juan, que Juan me he llamado durante una porción años.
CECILIA.- (A SUSANA.) ¡A ambas nos han engañado miserablemente!
SUSANA. - ¡Mi pobre Cecilia!
CECILIA. - ¡Mi desventurada Susana!
SUSANA.- (Despacio y con mucha gravedad) ¿Me considerará usted
como una hermana, verdad (Abrázanse ambas. GRESFORD y
ARCHIBALDO pasean de arriba abajo, murmurando entre dientes.)
CECILIA. - (Como si acabara de ocurrírsele una idea.) Pero se me
ocurre una pregunta, que desearía hacer a mi tutor si éste me lo permite.
SUSANA. - La adivino. ¡Excelente idea! Míster Gresford, le agradeceríamos
a usted se sirviera contestar a una pregunta. ¿Dónde está su
hermano Ernesto? Ambas hemos dado palabra de casamiento a su
hermano; así que nos interesa saber dónde se encuentra actualmente su
hermano Ernesto.
GRESFORD. - (Lentamente y con tono inseguro.) Susana... Cecilia...
Es muy duro verme obligado a decir la verdad. Es la primera vez en mi
vida que me he visto en un trance tan penoso y, realmente, me falta
práctica. No obstante, les diré a ustedes con toda sinceridad que no
tengo ningún hermano Ernesto, que no tengo ningún hermano, y que
no tengo la menor intención de tenerlo en lo futuro.
CECILIA.- (Asombrada.) ¿Ningún hermano?
GRESFORD. - (Alegremente.) Ninguno.
SUSANA.- Veo, Cecilia, que ni usted ni yo hemos dado palabra de
casamiento a nadie.
CECILIA.- ¡Qué situación tan poco agradable para una muchacha,
Susana!
SUSANA.- Vamos adentro. No creo que tengan la audacia de seguirnos.
CECILIA. - ¡Qué han de tener! Los hombres son todos unos cobardes,
¿no? (Entran ambas en la casa con aire desdeñoso.)
GRESFORD.- ¿Y esto es, sin duda, lo que tú llamas bunburyzar?
ARCHIBALDO.- Sí, señor. Y bunburyzar por todo lo alto. Como que
estoy por decirte que ha sido la más brillante de mis excursiones bunburystas.
GRESFORD.- ¡Pero aquí me parece que no tienes el menor derecho a
bunburyzar!
ARCHIBALDO.- Eso es un absurdo. Uno tiene derecho a bunburyzar
donde le da la gana. Todo verdadero bunburysta lo sabe.
GRESFORD. - Bueno; la única pequeña satisfacción que me queda de
todo este lío en que nos has metido es que tu amigo Bunbury ha quebrado.
¡Ya no podrás hacer más escapatorias al campo, hijo mío!
ARCHIBALDO. - Pues me parece que tu hermano tampoco está muy
lucido, ¿eh? ¡Ya no podrás marcharte a Londres de bureo con tanta
frecuencia!
GRESFORD.- Por lo que respecta a tu conducta con miss Morris,
debo decirte que me parece indigno abusar de ese modo de una muchacha
inocente, sencilla y candorosa. Eso, sin contar que es mí pupila.
ARCHIBALDO.- Yo tampoco veo excusa que justifique el que hayas
engañado a una muchacha tan inteligente, tan instruida y con tanta
experiencia de la vida como miss Bracknell. Eso, sin contar que es mi
prima.
GRESFORD.- Yo quería casarme con Susana. ¡La amo!
ARCHIBALDO. – Como yo me quería casar con Cecilia. ¡La adoro!
GRESFORD.- No creo que haya la menor probabilidad de que te cases
con miss Morris.
ARCHIBALDO. – Como yo veo sumamente problemático tu casamiento
con miss Bracknell.
GRESFORD.- ¡Bueno; eso a ti no te importa!
ARCHIBALDO.- Si me importara no hablaría de ello. (Empieza a
comer pastelitos de crema de un plato que hay sobre la mesa.)
GRESIPORD.- No comprendo cómo, después de lo ocurrido, puedes
estar ahí, tan satisfecho, comiendo tranquilamente pasteles. ¡Cuando te
digo que eres un pedrusco!
ARCHIBALDO. - Hijo mío, los pastelitos de crema no pueden comerse
con agitación. Correría el riesgo de mancharme de crema los puños.
Los pasteles se deben comer siempre con tranquilidad. Te aseguro que
no hay otro modo de comerlos.
GRESFORD. - Quiero decir que se necesita no tener corazón para
ponerse a comer pasteles en estas circunstancias.
ARCHIBALDO. - Cuando estoy afligido, lo único que me consuela
es comer. Sí; todo el mundo que me conozca íntimamente podrá decirte
que cuando tengo algún disgusto grande, me niego a todo, menos
a comer y beber. Ahora me he puesto a comer estos pastelillos de crema
porque me siento triste. Además, estos pastelillos están riquísimos.
(Pónese en pie.)
GRESFORD. - (Poniéndose también en pie.) Pero eso no es una razón
para que te los comas todos.
(Quitándole a ARCHIBALDO el plato de pastelillos.)
ARCHIBALDO.- (Ofreciéndole el plato de plumcake.) Aquí tienes tú
el cake. A mí no me gusta el cake.
GRESFORD. - ¿Pero es que no va uno a poder comer pasteles en su
propia casa?
ARCHIBALDO.- ¿Pero no decías tú que se necesitaba no tener corazón
para ponerse a comer pasteles en estas circunstancias? (Vuelve a
apoderarse del plato de pastelillos.)
GRESFORD.- Pero ¿cuándo demonios acabarás de irte ?
ARCHIBALDO.- No tendrás la pretensión de que me vaya sin cenar.
Sería absurdo. Yo nunca me voy sin cenar. Ni nadie; como no sea un
vegetariano. Además, que a las cinco y media tengo que ir a la parroquia
a que me bauticen con el nombre de Ernesto. Ya he hablado con el
reverendo Ascot.
GRESFORD.- Hijo mío, cuanto antes desistas de ese disparate, mejor.
Esta mañana he quedado con el reverendo Ascot en ir a bautizarme a
las cinco, y como es natural, me impondrán el nombre de Ernesto.
¡Susana se empeña! Y ya comprenderás que no nos van a poner a los
dos el nombre de Ernesto. Sería absurdo. Sin contar con que yo estoy
en mi perfecto derecho al bautizarme. No hay la menor seguridad de
que me haya bautizado nunca. Es más: yo casi tengo la certidumbre de
lo contrario; y el reverendo Ascot opina como yo. Tu caso es muy
distinto. A ti te han bautizado.
ARCHIBALDO.- Sí, pero hace muchos años que no me bautizo.
GRESFORD.- ¿Y qué tiene que ver? El caso es que tú ya estás bautizado;
y eso es lo esencial.
ARCHIBALDO.- De acuerdo. Por eso sé que mi naturaleza puede
soportarlo. Tú, si no estás completamente seguro de haber sido bautizado
alguna vez harías bien en no aventurarte a hacerlo ahora. Sería
casi una imprudencia, y podría sentarte mal. No debes olvidar que esta
misma semana un pariente tuyo muy cercano ha estado a punto de
morirse de una pulmonía fulminante en París.
GRESFORD.- Sí; pero tú mismo me dijiste que la pulmonías fulminantes
no son hereditarias.
ARCHIBALDO.- No lo eran antes. Pero ahora me atrevo a asegurar
que lo son. La ciencia progresa de un modo maravilloso.
GRESFORD. - (Cogiendo el plato de los pastelillos.) ¡Otro disparate!
¡No dices más que disparates!
ARCHIBALDO. - ¿Otra vez los pastelillos? Tenga la bondad de dejarlos
en paz. No quedan más que dos (Se apodera de ellos.) Ya te dije
que estaban riquísimos y que los pastelillos de crema son mi flaco.
GRESFORD. - ¡Sí, pero a mí no me gusta el cake!
ARCHIBALDO. - Pues entonces, ¿por qué demonio permites que
sirvan cake a tus invitados? ¡Qué idea tan singular de la hospitalidad!
GRESFORD.- ¡Archibaldo! Ya te he dicho que te vayas. No quiero
que estés aquí un minuto más ¿Cuándo acabarás por irte?
ARCHIBALDO.- ¡Pero si aún no he acabado d tomar el té! Además,
todavía quedan dos pastelillos (JUAN se deja caer, gimiendo, en un
sillón. ARCHIBALDO continúa comiendo.)



A C T O T E R C E R O
Gabinete en la casa de campo de Gresford. Susana y Cecilia junto a la
ventana, mirando el jardín.
SUSANA.- El hecho de no habernos seguido inmediatamente, como
hubiese hecho cualquiera, prueba que todavía les queda cierto sentido
del pudor.
CECILIA.- Han estado tomando el té. Eso ya parece un síntoma de
arrepentimiento.
SUSANA. – (Después de un momento de silencio.) Parece como si no
se acordasen ya de nosotras. ¿No podría usted toser un poco?
CECILIA. - ¡Pero si no estoy acatarrada!
SUSANA. - ¡Nos miran! ¡Habráse visto desvergüenza!
CECILIA.- Vienen hacia aquí. ¡Qué atrevimiento!
SUSANA. - Guardemos un silencio lleno de dignidad.
CECILIA. - Naturalmente. Es lo mejor que podemos hacer.
(Entra GRESFORD, seguido de ARCHIBALDO. - Ambos vienen
tarareando un aire de opereta.)
SUSANA.- Este silencio lleno de dignidad no parece surtir un buen
efecto.
CECILIA. - Pésimo.
SUSANA. - Pero no seremos las primeras en hablar.
CECILIA. - Claro que no.
SUSANA.- Míster Gresford, tengo algo que preguntarle a usted. De lo
que usted me conteste depende muchas cosas.
CECILIA. - ¡Qué inteligente es usted, Susana! Míster Moncrieff,
tenga usted la bondad de contestarme a una pregunta. ¿Por qué causa
quiso usted hacerse pasar por hermano de mi tutor?
ARCHIBALDO. - Pues por tener ocasión de conocerla a usted.
CECILIA.- (A SUSANA.) La explicación parece satisfactoria, ¿verdad?
SUSANA. - Sí, querida; si puede usted darle crédito.
CECILIA.- ¡Qué he de darle! Pero eso no disminuye lo admirable de
su respuesta.
SUSANA.- Cierto. En cuestiones de esta importancia, el estilo y no la
sinceridad es lo esencial. Míster Gresford, ¿qué explicación puede
usted darme de la existencia de ese supuesto hermano? ¿Lo inventó
usted por tener ocasión de venir a verme a Londres con más frecuencia?
GRESFORD. - ¿Puede usted dudarlo, Susana?
SUSANA. - ¡Hum! Tengo mis dudas. Pero espero disiparlas. No es
éste momento para escepticismo (Dirigiéndose hacia CECILIA.) Sus
explicaciones parecen realmente satisfactorias, sobre todo la de míster
Gresford, ¿verdad, Cecilia?
CECILIA.- Yo me siento más satisfecha con lo que me dijo míster
Moncrieff. ¡Sólo su voz inspira ya una confianza absoluta!
SUSANA. - Entonces, ¿cree usted que debemos perdonarles?
CECILIA.- Sí, no veo inconveniente.
SUSANA.- ¿De veras? Yo ya he perdonado. Claro que hay que participárselo
con mucho tacto. ¿Cuál de las dos le parece a usted que lleve
la voz cantante? La comisión tiene poco de agradable.
CECILIA.- ¿No podríamos hablar las dos a la vez?.
SUSANA. - ¡Excelente idea! Yo casi siempre hablo al mismo tiempo
que los demás. Bueno; yo daré la entrada.
CECILIA. - ¡Muy bien! (SUSANA lleva el compás con el dedo.)
SUSANA Y CECILIA. - (Hablando a una.) Los nombres de pila de
ustedes continúan siendo una barrera infranqueable. ¡Eso es todo!
GRESFORD Y ARCHIBALDO. - (Hablando a una.) ¿Nuestros nombres
de pila? ¡Pero si nos van a bautizar esta tarde!
SUSANA.- (A GRESFORD.) ¿Y va usted a hacer por mí esa cosa
terrible?
GRESFORD.- Voy.
CECILIA.- (A ARCHIBALDO.) Para complacerme, ¿está usted decidido
a sufrir tan tremenda prueba?
ARCHIBALDO.- Estoy.
SUSANA.- Ahora comprendo lo absurdo que es hablar de la igualdad
de los sexos. Tratándose de sacrificios, los hombres nos son infinitamente
superiores.
GRESFORD.- Lo somos. (ARCHIBALDO y él se dan un apretón de
manos.)
CECILIA.- Tienen momentos de valor físico que nosotras, las mujeres,
desconocemos.
SUSANA. - (A GRESFORD.) ¡Amor mío!
ARCHIBALDO.- (A CECILIA.) ¡Amor mío! (Caen unos en brazos de
otros. Entra ANSELMO. Al entrar y ver la situación, tose fuerte.)
ANSELMO. - ¡Jem! ¡Jem! ¡Lady Bracknell!
GRESFORD. - ¡Santo cielo!
(Entra LADY BRACICNELL, separándose asustadas las parejas.
Sale ANSELMO.)
LADY BRACKNELL.- ¡Susana! ¿Qué significa esto?
SUSANA.- Pues, simplemente, que míster Gresford y yo nos hemos
dado palabra de casamiento, mamá.
LADY BRACRNELL.- Ven aquí. Siéntate. ¡Siéntate Inmediatamente!
(Volviéndose hacia GRESFORD.) Caballero: en cuanto supe la fuga
súbita de mi hija por su doncella de confianza, cuya confianza compré
con un puñado de calderilla, me lancé en su persecución, y no vacilé en
tomar un tren de mercancías. Su pobre padre no sabe nada, afortunadamente;
me propongo no sacarle de su ignorancia. Realmente yo
nunca le he sacado de ninguna de sus ignorancias; y no hay motivo
ahora para hacer una excepción. Pero no creo necesario decirle a usted
que estoy decidida, absolutamente decidida, a que desde este momento
quede cortada toda relación entre usted y mi hija.
GRESFORD. - ¡He dado palabra de casamiento a Susana, lady
Bracknell!
LADY BRACKNELL. - ¡COMO si no la hubiera dado!. Ahora, por lo
que respecta a Archibaldo. ¡Archibaldo!
ARCHIBALDO.- ¿Qué, tía Augusta?
LADY BRACKNELL. - ¿Puedo preguntarte si es aquí donde vive tu
desdichado amigo míster Bunbury?
ARCHIBALDO.- (Tartamudeando.) ¡Oh ¡Oh! Bunbury no vive aquí.
¡Qué ha de vivir! En realidad Bunbury ha muerto.
LADY BRACKNELL. - ¿Muerto? ¿Y cuándo murió míster Bunbury?
Su muerte debió de ser extraordinariamente repentina.
ARCHIBALDO. - (Distraídamente.) ¡Oh, le maté esta misma tarde!
Es decir, se murió esta misma tarde. ¡Pobre Bunbury!
LADY BRACKNELL.- ¿Y de qué murió?
ARCHIBALDO.- ¿Bunbury? ¡Oh, reventó!
LADY BRACKNELL. - ¿Reventó? ¿Es que ha sido víctima de algún
atentado revolucionario? No sabía que míster Bunbury se ocupase de
cuestiones sociales. En ese caso, bien castigado está.
ARCHIBALDO. - Querida tía Augusta, lo que quise decir es que le
desenmascararon. Los médicos dictaminaron que Bunbury no podía
vivir.... Bunbury se murió.
LADY BRACKNELL.- Me parece que ha pecado de exceso de confianza
en la opinión de los médicos. Pero, en fin, menos mal que tuvo
un rasgo de firmeza y se decidió a acabar con todas aquellas indecisiones,
siguiendo una orden facultativa. Bueno; y ahora que ya estamos
libres de ese míster Bunbury, ¿quiere usted decirme, míster Gresford,
quién es esa personita cuya mano conserva entre las suyas mi sobrino
Archibaldo, a mi juicio innecesariamente?
GRESFORD.- Esta señorita es miss Cecilia Morris, mi pupila. (LADY
BRACKNELL le hace una inclinación de cabeza bastante fría.)
ARCHIBALDO.- He dado la palabra de casamiento a Cecilia, tía
Augusta.
LADY BRACKNELL. - (Se estremece, y dirigiéndose hacia el sofá,
se sienta en él.) No sé qué tiene el aire de esta comarca; pero me parece
que el número de las palabras de casamiento excede del que señalan
las estadísticas. Sin embargo, no estará de más un pequeño interrogatorio.
¿Quiere usted suministrarme algunos datos sobre esta señorita,
míster Gresford ?
GRESFORD.- (Con voz clara y fría.) Miss Morris es nieta del difunto
míster Thomas Morris, domiciliado en Londres, plaza del Belgrave,
, propietario y rentista.
LADY BRACKNELL.- ¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué más?
GRESFORD.- (Ya con cierta irritación.) Y tengo en mi poder, a la
disposición de usted, sus certificados de nacimiento, bautizo, tos ferina,
inscripción lo en el Registro Civil, vacuna, confirmación y escarlatina.
LADY BRACKNELL.- ¡Ah! Una vida muy accidentada, según veo.
Demasiado para una muchacha tan joven. Yo no soy partidaria de las
experiencias prematuras. (Se levanta y mira la hora de su reloj.) Susana,
se acerca la hora del tren. No podemos perder un minuto. Y aunque
sea pura fórmula, míster Gresford, ¿puede usted decirme si miss Morris
tiene alguna fortuna?
GRESFORD.- ¡Oh, unas ciento treinta mil libra esterlinas en papel del
Estado! Nada más. Buena tardes, lady Bracknell. Encantado de haberla
visto.
LADY BRACKNELL.- (Sentándose de nuevo.) U momento, míster
Gresford. ¡Ciento treinta mi libras! ¡Y en papel del Estado! Ahora que
la veo mejor, miss Morris me parece una muchacha muy interesante.
Pocas son hoy las muchachas que tiene cualidades realmente sólidas,
de esas cualidades que duran y hasta se mejoran con el tiempo. ¡Ay!,
vivimos en una época en que todo es superficial. (A CECILIA.)
¡Acérquese usted, querida! (CECILIA se acerca.) ¡Preciosa! Pero se
viste usted con una sencillez deplorable, y su pelo parece tal como lo
dejó la naturaleza. Claro que esto es “peccata minuta”, y puede arreglarse
pronto. Una buena doncella hace milagros en poquísimo tiempo.
Me acuerdo de haber recomendado una a lady Lancing, tan extraordinaria,
que a cabo de tres meses ni su mismo marido la conocía.
GRESFORD. - Y a los seis no la conocía nadie.
LADY BRACKNELL.- (Lanza una mirada colérica GRESFORD.
Luego se inclina, con una sonrisa bien estudiada, hacia CECILIA.)
Tenga usted la bondad de volverse, hija mía. (CECILIA da una vuelta
completa hasta quedar de espaldas a ella.) No, no, de lado nada más.
(CECILIA da media vuelta.) Perfectamente; es lo que yo esperaba.
Hay muchas posibilidades mundanas en el perfil de usted. Los dos
puntos flacos de nuestra época son su falta de principios y su falta de
perfil. La barbilla un poco más alta, querida. La distinción depende en
gran parte de la manera de llevar la barbilla. Hoy día se llevan muy
altas. ¡Archibaldo!
ARCHIBALDO.- ¿Qué, tía Augusta?
LADY BRACKNIELL. - Hay muchas posibilidades mundanas en el
perfil de miss Morris.
ARCHIBALDO. - Cecilia es la muchacha más buena y más bonita del
mundo entero, y esas posibilidades mundanas me importan un bledo,
tía Augusta.
LADY BRACKNELL. - ¡Ay!, no vayas a hablar mal ahora de la sociedad,
Archibaldo. Eso no lo hace más que la gente que no tiene acceso
a ella. (A CECILIA.) Supongo, hija mía, que sabrá que Archibaldo
no cuenta más que con sus deudas. Pero yo no apruebo los matrimonios
por interés. Cuando me casé con lord Bracknell, yo no llevaba un
céntimo. Pero ni por un instante se me ocurrió que esto pudiera ser un
obstáculo. Bueno; en vista de todo ello me parece que debo dar mi
consentimiento.
ARCHIBALDO. - Gracias, tía Augusta.
LADY BRACKNELL. - Cecilia, puede usted darme un beso.
CECILIA.- (Besando a LADY BRACKNELL.) Gracias, lady
Bracknell.
LADY BRACKNELL. - Puede usted también llamarme tía Augusta
de aquí en adelante.
CECILIA. - Gracias, tía Augusta.
LADY BRACKNELL.- La boda, opino que cuanto antes se celebre,
mejor.
ARCHIBALDO. - Gracias, tía Augusta.
CECILIA. - Gracias, tía Augusta.
LADY BRACKNELL. - Hablando con franqueza: yo no soy partidaria
de las relaciones largas. Dan ocasión a que los novios se conozcan
demasiado bien antes de casarse, cosa que nunca es prudente.
GRESFORD. - Usted dispense que la interrumpa, lady Bracknell; pero
no hay por qué hablar de casamiento. Yo soy el tutor de miss Morris, y
ésta no puede casarse sin mi consentimiento hasta su mayor edad. Y
ese consentimiento me niego terminantemente a darlo.
LADY BRACKNELL.- ¿Y por qué causa, si puede saberse? Archibaldo
es un partido extremadamente aceptable. No tiene nada, pero
aparenta mucho. ¿Qué más puede desearse?
GRESFORD. - Siento mucho tener que hablarle a usted francamente
de su sobrino, lady Bracknell; pero el caso es que no me agrada lo más
mínimo su manera de ser. Tengo sospechas muy fundadas de que es un
impostor. (ARCHIBALDO Y CECILIA le miran con indignación y
asombro.)
LADY BRACKNELL. - ¿Impostor? ¿Mi sobrino Archibaldo? ¡Imposible!
¡Si es un alumno de Oxford!
GRESFORD.- Temo que no haya lugar a dudas respecto a ello. Esta
tarde, aprovechando mi estancia temporal en Londres, donde me reclamaba
un importante asunto sentimental, logró introducirse en esta
casa fingiendo ser mi hermano. Usando un nombre supuesto, se bebió
como acaba de comunicarme mi mayordomo, una botella de mi “Chateu-
Laffite”, del ; un vino que yo reservaba especialmente para mí.
Luego, por si fuera poco, consiguió en su raid de esta tarde enajenarme
el afecto de mi única pupila. Y no contento con esto, se quedó a tomar
el té, y devoró todos los pastelillos de crema. Y lo que hace su conducta
más odiosa es que él sabía perfectamente, desde un comienzo
que yo no tengo ningún hermano, ni lo he tenido nunca, ni pienso tenerlo.
Ayer mismo, por la tarde, tuve el gusto de declarárselo así.
LADY BRACKNELL.- ¡Jem!... Bueno, míster Gresford; pensándolo
bien, he decidido no tomar en cuenta la conducta de mi sobrino con
usted.
GRESFORD.- Es usted muy generosa, lady Bracknell; pero mi decisión
también es irrevocable. Me niego a dar el consentimiento.
LADY BRACKNELL. - (A CECILIA.) Venga usted aquí, hija mía.
(CECILIA se aproxima.) ¿Qué edad tiene usted?
CECILIA.- En realidad, tengo dieciocho años; pero cuando voy a
alguna reunión declaro veinte.
LADY BRACKNELL.- Hace usted muy bien en hacer esa pequeña
alteración. Por otra parte, una mujer no debe decir nunca exactamente
su edad. Eso da siempre un aire de mujer calculadora... (Como reflexionando
para sí.) Dieciocho.... pero declarando veinte en las reuniones...
Bueno; no falta mucho para que llegue a la mayor edad y se vea
libre de las trabas de la tutela. De manera que, al fin y al cabo, el consentimiento
de su tutor no es de importancia capital.
GRESFORD.- Usted me dispensará, lady Bracknell, si la interrumpo
otra vez; pero me creo en la obligación de prevenirle que, con arreglo
al testamento de su abuelo, miss Morris no será mayor de edad, legalmente,
hasta los treinta y cinco.
LADY BRACKNELL. - Tampoco me parece una grave objeción.
Treinta y cinco años es una edad muy atractiva. La buena sociedad
londinense está llena de señoras distinguidísimas que, por su propia
voluntad, se han quedado en los treinta y cinco. Lady Lumbleton, por
ejemplo, que yo sepa, tiene treinta y cinco desde que llegó a los cuarenta,
hace ya bastantes años. No veo razón alguna para que Cecilia no
esté todavía más atractiva que ahora, si cabe, a la edad que usted dice.
Y las rentas, mientras tanto, habrán ido capitalizándose.
CECILIA. - Archibaldo, ¿podría usted esperarme hasta que cumpliese
los treinta y cinco?
CHIBALDO. - ¡Claro que sí, Cecilia! Bien lo sabe usted.
CECILIA.- Sí, lo presentía. Pero a mí no me sería posible esperar
tanto tiempo. Me molesta muchísimo esperar, aunque sólo sea cinco
minutos. No sabe usted del humor que me pongo; no es que yo sea
muy puntual muy puntual; pero me gusta la puntualidad en los demás.
Con que, tratándose de casamiento, figúrese usted.
ARCHIBALDO.- ¿Qué hacemos entonces, Cecilia?
CECILIA.- No sé. Usted verá, míster Moncrieff.
LADY BRACKNELL.- Mí querido míster Gresford: como miss Morris
declara que no le sería posible esperar hasta los treinta y cinco
años, declaración que, entre paréntesis, diré que me parece mostrar un
carácter bastante impaciente, le ruego a usted que vuelva sobre su
decisión y la revoque.
GRESFORD.- Mi querida lady Bracknell: de usted depende todo. En
el momento en que usted consienta en mi boda con Susana, Yo tendré
mucho gusto en que su sobrino contraiga alianza con mi pupila.
LADY BRACKNIELL. - (Levantándose y disponiéndose a partir.) Ya
comprenderá usted que su proposición es completamente inadmisible.
GRESFORD. - ¡Entonces, un celibato apasionado es a lo más que
podemos aspirar los cuatro!
LADY BRACKNELL.- No es ése el destino que yo espero para Susana.
En cuanto a Archibaldo, allá él. Que haga lo que mejor le parezca.
(Saca el reloj.) Vamos, querida. Ya hemos perdido lo menos cinco
trenes.
(Entra el reverendo ASCOT.)
ASCOT.- Todo está ya dispuesto para los bautizos.
LADY BRACKNELL. - ¿Para los bautizos? ¿No será algo prematuro?
ASCOT.- Estos caballeros han expresado su deseo de ser bautizados
inmediatamente.
LADY BRACICNELL.- ¿A su edad? La ocurrencia no puede ser más
grotesca ni más impía. ¡Archibaldo, te prohibo terminantemente que te
bautices! ¡Que no vuelva yo a oír hablar de semejantes excesos! Lord
Bracknell tendría un disgusto si llegase a enterarse de cómo pierdes el
tiempo y el dinero.
ASCOT.- ¿Eso quiere decir que no hay bautizos esta tarde?
GRESFORD.- No creo que, tal como están las cosas, nos sirvan de
mucho, mi reverendo.
ASCOT.- Me sorprende oírle decir a usted eso, míster Gresford. ¿Irá
usted a caer ahora en el error de los anabaptistas? ¡Tenga usted mucho
cuidado con esos heréticos! Si usted quiere, le prestaré cuatro de mis
sermones inéditos en que refuto sus doctrinas y las reduzco a la nada.
Por lo pronto, y en vista de que el espíritu de ustedes parece poco
atento, a la salud del alma, me volveré a la iglesia. Precisamente acaba
de decirme un acólito que hace hora y media que está aguardándome
miss Prism en la sacristía.
LADY BRACKNELL.- ¿Miss Prism? ¿Ha dicho usted miss Prism?
ASCOT.- Sí, señora. En su busca voy.
LADY BRACKNELL. - Permítame usted que le detenga un instante.
Se trata de una cuestión que puede ser de la mayor importancia para mí
y para lord Bracknell. Esa miss Prism, ¿no es una mujer de aspecto
repelente, vagamente relacionada con la enseñanza?
ASCOT. - (Con indignación contenida.) Miss Prism es una dama cultísima
y la imagen misma de la respetabilidad.
LADY BRACKNELL.- ¡Sí, sí, la misma, no me cabe duda! ¿Y podría
usted decirme qué... situación ocupa en casa de usted?
ASCOT. - (Severamente.) ¡Señora, soy soltero!
GRESFORD. - (Interviniendo.) Miss Prism, lady Bracknell, es, desde
hace tres años, la institutriz y compañera de miss Morris.
LADY BRACKNELL.- Bueno; a pesar de todo, es preciso que yo la
vea. Envíela usted a buscar enseguida.
ASCOT.- (Mirando por la ventana.) Justamente, aquí viene.
(Entra MISS PRISM apresuradamente.)
MISS PRISM.- Me dijeron que me esperaba usted en la sacristía, mi
querido reverendo, y allí he estado aguardándole una hora y tres cuartos.
(En este momento echa de ver a LADY BRACKNELL, clava en
ella una mirada fría como el mármol. MISS PRISM palidece y está a
punto de desmayarse. Mira en torno suyo anhelosamente, como buscando
salida.)
LADY BRACKNELL. - (Con voz severa y judicial.) ¡Prism! (MISS
PRISM baja la cabeza anonadada.) ¡Venga usted aquí, Prism! (MISS
PRISM se acerca humildemente.) ¡Prism! ¿Dónde está el niño? (Consternación
general. El reverendo ASCOT da un paso atrás, estremecido
de horror. ARCHIBALDO y GRESFORD aparentan querer impedir
que CECILIA y SUSANA oigan los detalles de algún terrible y escandaloso
suceso.), Hace veintiocho años, Prism, que salió usted de casa
de lord Bracknell, calle Grosvenor, número , al cuidado de un cochecito
de mano que contenía un niño. ¡Salió usted, y no volvió a aparecer!
Pocas semanas más tarde, después de muchas indagaciones y
pesquisas de la policía, se descubrió el cochecito abandonado en un
rincón desierto de los alrededores, y conteniendo el manuscrito de una
novela en tres tomos, de un sentimentalismo más que repugnante.
(MISS PRISM se estremece con una voluntaria indignación.) Pero del
niño, ¡ni rastro! (Todos fijan la vista en MISS PRISM.) ¡Prism! ¿Dónde
está el niño? (Pausa.)
MISS PRISM.- ¡Lady Bracknell, tengo que confesar que no lo sé!
¡Ojalá lo supiera! He aquí los hechos, tal como ocurrieron: la mañana
del día que usted dice, día aciago, inscrito con letras de fuego en mi
memoria, me dispuse, como de costumbre, a sacar al niño en su cochecito.
Llevaba también conmigo un maletín un poco usado, pero bastante
capaz y todavía en buen estado, en el que pensaba guardar el
manuscrito de una obra literaria del género novelesco, que había escrito
en mis escasas horas de ocio. Pues bien; en un momento de distracción
mental, que nunca podré perdonarme, puse el manuscrito en el
coche y guardé al niño en el maletín.
GRESFORD. - (Que la ha escuchado con mucha atención.) Pero
¿dónde dejó usted la maleta?
MISS PRISM.- ¡Ay, no me lo pregunte usted, míster Gresford!
GRESFORD.- Miss Prism, se trata de una cuestión de suma importancia
para mí. Insisto en saber dónde dejó usted la maleta que contenía al
niño.
MISS PRISM.- La dejé en el guardarropa de una de las estaciones en
Londres.
GRESFORD.- ¿Qué estación? ¡Pronto!
MISS PRISM. - (Aniquilada.) En la estación Victoria, línea de Brighton.
(Cae desplomada en una silla.)
GRESFORD. - Ustedes me permitirán que me ausente un momento.
Tengo que subir a mi cuarto. Espéreme usted aquí, Susana.
SUSANA.- Si no tarda usted mucho, le esperaré aquí toda la vida.
(Sale GRESFORD muy agitado.)
ASCOT.- ¿Que piensa usted de todo esto, lady Bracknell?
LADY BRACKNELL.- No me atrevo a sospecharlo, mi reverendo.
Creo inútil decir a usted que en las grandes familias no se admite la
posibilidad de coincidencias extrañas. (Se oyen ruidos encima, como de
baúles removidos violentamente. Todos miran hacia el techo.)
CECILIA. - ¡Qué agitado parece el tío Juan!
ASCOT. - Su tutor tiene un temperamento muy impresionable.
LADY BRACKNELL.- ¡Qué ruido tan desagradable ¡Si irá a encontrar
algún argumento! ¡Detesto todos los argumentos! Son siempre
vulgares, y a menudo convincentes.
ASCOT.- (Mirando hacia arriba.) Ya ha cesado.(Renuévase, más
fuerte, el ruido.)
LADY BRACKNELL.- Si es que ha de llegar a alguna conclusión,
cuanto antes mejor.
SUSANA.- ¡Esta incertidumbre es espantosa! ¡Espero que se prolongará!
(Entra GRESFORD con un maletín de cuero negro en la mano.)
GRESFORD.- (Precipitándose hacia MISS PRISM.)
¿Es éste el maletín, miss Prism? Examínelo usted cuidadosamente
antes de hablar. La felicidad de más de una vida depende de su respuesta.
MISS PRISM. - (Sosegadamente.) Sí, parece el mío. Sí, aquí está el
arañazo que sufrió en uno de mis viajes. Y aquí la quemadura que le
produjo la explosión de un termo. Y aquí, en la cerradura, mis iniciales.
Sí, no cabe duda que es mi maletín. Y me alegro mucho de recuperarlo
de un modo tan inesperado. Lo he echado de menos todos estos
años.
GRESFORD. - (En tono patético.) ¡Miss Prism, algo más que el maletín
recupera usted! ¡Yo soy el niño que guardó usted dentro!
MISS PRISM. - (Estupefacta.) ¿Usted?
GRESFORD. - (Abrazándola) ¡Sí..., madre!
MISS PRISM. - (Retrocediendo indignada y sorprendida.) ¡Míster
Gresford, soy soltera!
GRESFORD.- ¿Soltera?... Sí; es un golpe un poco rudo, lo confieso.
Pero, después de todo, ¿quién tiene derecho a tirar la piedra al que ha
sufrido? ¿No puede acaso el arrepentimiento rescatar un momento de
locura? ¿Por qué va a haber una ley para los hombres y otra para las
mujeres? ¡Madre, yo la perdono a usted! (Trata de abrazarla de nuevo.)
MISS PRISM.- (Todavía más indignada.) ¡Míster Gresford, padece
usted un error! (Señalando a LADY BRACKNELL.) Esta señora podrá
decirle quién es usted realmente.
GRESFORD. - (Después de una pequeña pausa.) Lady Bracknell, no
quisiera parecer curioso; pero ¿querría usted tener la amabilidad de
decirme quién soy?
LADY BRACKNELL. - No creo que la noticia que voy a darle sea
completamente de su agrado. Usted es el hijo de mi pobre hermana
Carolina, casada con míster Moncrieff y, por tanto, el hermano mayor
de Archibaldo.
GRESFORD.- ¿El hermano mayor de Archibaldo? Entonces resulta
que, después de todo, es verdad que tengo un hermano. ¡Ya sabía yo
que tenía un hermano! ¡Siempre lo dije! ¿Cómo pudiste tú nunca dudar,
Cecilia, de que tuviera un hermano? (Cogiendo de la mano a
ARCHIBALDO.) Reverendo Ascot, miss Prism, Susana, aquí tienen
ustedes a mi desdichado hermano. (A ARCHIBALDO.) ¡Y tú, bandido,
a ver si me respetas más en lo sucesivo! ¡Nunca te has portado conmigo
como un hermano!
ARCHIBALDO.- Es verdad, lo confieso. ¡Qué quieres! Yo lo hacía lo
mejor que podía; pero me faltaba práctica. (Le da un abrazo.)
SUSANA.- (A GRESFORD.) ¡Amor mío! Pero ¿cómo se llama usted?
¿Cuál es su nombre de pila, ahora que no es usted quien era?
GRESFORD. - ¡Es verdad!... Lo había olvidado. La decisión de usted
respecto a mi nombre, ¿continúa siendo irrevocable?
SUSANA.- Yo no cambio nunca, como no sea mis afectos.
CECILIA.- ¡Qué naturaleza tan noble la de usted Susana!
GRESFORD. - Entonces, hay que poner en claro la cuestión inmediatamente.
Un instante, tía Augusta ¿Recuerda usted el nombre que me
pusieron? Diga usted la verdad, sin compasión; estoy dispuesto a todo.
LADY BRACKNELL. - Siendo, corno era usted, primer hijo, es de
suponer que le pusieran el nombre del padre.
GRESFORD.- (Impaciente.) Sí; pero ¿cuál era el nombre de mi padre?
LADY BRACKNELL. - (Reflexionando.) En este momento, por más
que hago, no puedo acordarme cómo se llamaba el general. Pero no
cabe duda que se llamaba de algún modo. Aunque era basta excéntrico.
Sí; pero esto fue sólo en los últimos años a consecuencia, según parece,
del clima de la India, del matrimonio, del estómago y de otras causas
por el estilo.
GRESFORD.- Archi, ¿recordarías tú cómo se llamaba nuestro padre?
ARCHIBALDO. - Hijo, no nos dirigimos nunca la palabra. Se murió
antes de cumplir yo un año.
GRESFORD.- (Después de reflexionar un momento.) ¡Ah, se me
ocurre una idea! Consultar un anuario militar de la época. ¿No le parece
a usted, Augusta?
LADY BRACKNELL.- El general era un hombre esencialmente de
paz, excepto en su vida doméstica pero sí, seguramente se encontrará
su nombre algún en anuario militar.
GRESFORD.- Ahí están los de los últimos cuarenta años. ¡Ah, esos
interesantes registros deberían haber sido mi lectura continua! (Se
precipita hacia la estantería y saca de ella febrilmente unos cuantos
volúmenes. Hojeando uno de ellos.) M... General... Mallam, Maxbohin,
Magley... ¡Qué nombrecitos! ... Markby, Migsby, Mobbs, ¡Moncrieff!
Teniente en , capitán, teniente coronel, coronel, general en ;
nombre de pila: ¡Ernesto Juan! (Vuelve a poner el libro en su sitio y
habla muy reposadamente.) ¿No le dije yo a usted que me llamaba
Ernesto, Susana? ¡Pues Ernesto me llamo! Ya lo ven ustedes.
LADY BRACKNELL.- Sí, ahora recuerdo que el general se llamaba
Ernesto. Ya sabía yo que por algo me gustaba ese nombre.
SUSANA. - ¡Ernesto! ¡Mi Ernesto! ¡Desde el primer momento comprendí
que no podía llamarse de otro modo!
GRESFORD.- ¡Ay, Susana, es terrible para un hombre ver de pronto
que se ha pasado toda la vida no diciendo más que la pura verdad! ¿Me
perdonas?
SUSANA.- Te perdono, porque sé que te corregirás.
GRESFORD. - ¡Amor mío!
ASCOT.- (A MISS PRISM.) ¡Leticia! (La abraza.)
MISS PRISM. - (Con entusiasmo.), ¡Federico! ¡Al fin!
ARCHIBALDO.- ¡Cecilia! (La abraza.) ¡Al fin!
GRESFORD. - ¡Susana! (La abraza) ¡Al fin!
LADY BRACKNELL. - Sobrino, me parece que empiezas a dar
muestra de poca formalidad.
GRESFORD.- Al contrario, tía Augusta; por primera vez en mi vida
he comprendido la importancia de ser formal... y de llamarse Ernesto.
*