12/12/10

Espejo roto, de Jorge Dávila, dramaturgo de Cuenca, Ecuador

Jorge Dávila Vázquez, dramaturgo de Cuenca, Ecuador




















El 12 de diciembre de 2010 18:44, Jorge Dávila V <jorgedavila@etapanet.net> escribió:
Benjamín:

He entrado en tu sitio web, en busca de datos de Salomón Reyes, cuya bella obra Río de los cielos se ha estrenado anteayer en Cuenca del Ecuador.
Este debe ser el mejor lugar de internet para hallar teatro, me gusta mucho, en verdad.
Te mando unos textos, y si quieres subirlos, hazlo, que yo estaré encantado de ser parte de repertorio. Te incluyo también un pequeño currículum por si acaso te sea útil.

Abrazos,

Jorge Dávila Vázquez


Un homenaje al poeta
Jorge Dávila Vázquez


La obra es un explícito homenaje a César Dávila Andrade y quizá sean las palabras del autor, puestas en boca de su protagonista, las que nos den la pauta para entender la imposibilidad de captar con precisión la esencia del poeta, su vida, su voluntad de abandonarla, y, sobre todo, imaginarlo en el ámbito misterioso y desconocido de la muerte: “La vida es quizá solo como un reflejo imperfecto en un espejo, que dura lo que la imagen fugaz que cruza un cristal azogado, pero es: ¡Es! La muerte rompe el espejo, Diógenes; lo hace añicos, y ya no alcanzas a entrar en él, por más que te esfuerces. Quedas, disgregado, disperso, como un puñado de semillas estériles, que ya no van a nacer jamás”

El drama en su construcción misma hace hincapié en la imprecisión, no hay actos expresamente marcados, solamente un aviso de oscuridad para que cambie la escena y avance la historia. Se da un insistente juego con la luz y la sombra para evocar lugares y personajes; alejarlos o traerlos al espacio escénico, donde se convierten en una suerte de seres etéreos e irreales, que sin embargo, encarnan referentes absolutamente identificables.

La obra presenta dos mundos paralelos. El de Dávila en el más allá, un espacio en el que vuelve a enfrentarse con su padre, pero con la liviandad de la intemporalidad, sin violencia ni rencor, tan solo como una manera de saldar la cuenta que en vida les quedó pendiente. El encuentro con su madre es la reafirmación de su mutuo amor. Con María Luisa, es la oportunidad para decir aquello que su juventud no le permitió. El amor platónico de los tempranos años se transforma, en la muerte, en un romántico adiós.

Dibuja asimismo el mundo real en el que los personajes evocan al poeta muerto y estos diálogos recrean momentos anecdóticos que dan cuenta de las relaciones que caracterizaron el universo de Dávila Andrade.

Se toman como sustento los mismos versos del poeta para dar consistencia al texto. No plantea un conflicto, la obra se vuelve más bien una evocación de las contrariedades que marcaron el vivir de César Dávila, complejidades que él intentó resolverlas a través de la palabra y no encontró respuesta, quizá por eso prefirió traspasar el espejo en busca de las respuestas que el mundo le negaba.

Este drama lírico se cierra, sin embargo, con algunas impresiones enunciadas por el poeta y el pintor, una tenue afirmación de que no todo ha sido en vano, que quizás la verdadera vida está en el arte; que los personajes de papel, una vez que cobraron vida ya no morirán.



ESPEJO ROTO
Drama lírico en cuatro momentos
De Jorge Dávila Vázquez

In memoriam César Dávila Andrade,
Rafael Dávila Córdova, Isabel Córdova y Elisa Andrade.
A mi padre.
Y que el inmenso poeta me perdone el libre uso que he dado a su extraordinaria poesía.


PERSONAJES

El poeta César Dávila Andrade, (Cuenca, 1918-Caracas, 1967)
Su padre, Rafael Dávila Córdova.
Su madre, Elisa Andrade.
Su esposa, Isabel Córdova.
El Comisario.

Pierre de Place, poeta, amigo de Dávila y su esposa.
Cuatro amigos del poeta.
María Luisa Machado.
El pintor Diógenes Paredes.
Voces, coro.


EL PADRE

Dávila.- (Gagueando un poco) Créame, no acabo de reponerme de la sorpresa. Esperaba todo, menos encontrarle aquí a Ud.

El padre.- (Sonríe con socarronería) Creí que tartamudeabas solo cuando estabas ebrio.

Dávila.- Es… la emoción.

El padre.- ¿Te emociona verme?

Dávila.- (Dudando) Sí… sí.

El padre.- ¿Encontrarte con ese hombre viejo que dormitaba en la litera de los santos? ¿Con el cisne que poseía el blanco cuerpo de Leda, la madre?

Dávila.- (Asombrado) ¡Pensé que nunca leía mis poemas!

El padre.- Leí Algunos… Unos pocos.

Dávila.- ¿Y?

El padre.- (Encogiéndose de hombros) Había cosas que no logré entender, oscuras. Cuando joven, leíamos mucho… (Vacila) Con mis primos… Poesía romántica. Cosas muy bellas, muy claras.

Dávila.- (Con una leve sonrisa) Muy tristes.

El padre.- Sí… mucho. Piensa en la desesperación del Presidente Cordero por la muerte de mi tía Jesús: “Versos de fuego con mi sangre escritos…”

Dávila.- (Estremeciéndose) No hablemos de sangre, si le parece.

El padre.- (Condescendiente) Sí, tienes razón. Es únicamente que me vino a la memoria el “Adiós”

Dávila.- Nunca me gustó. ¡Demasiada retórica! Además, ¿cómo se le puede llamar a un poeta “el presidente”? Son chabacanerías de provincia. Ridiculeces.

El padre.- (Sin inmutarse mayormente) Los gustos cambian, César. Pasan las gentes, pasan los tiempos y las modas. ¡Quién sabe cuánto va a durar tu poesía! A lo mejor en este momento mismo ya hay muchos que piensan que se trata de algo pasado.

Dávila.- Tiene razón; pero, ¿y lo otro?

El padre.- ¿Y qué quieres? ¿No fue acaso presidente? No tuvimos muchos de por allá que lo fueran ¿no?

Dávila.- ¡Claro! (Pausa) ¿Sabe qué pienso?

El padre.- No, la muerte no nos hace clarividentes.

Dávila.- ¡Qué extraño! Yo siempre creí que las cosas serían distintas. Pero, dejémoslo, por ahora. Pensaba hace un instante que nunca habíamos hablado así. ¿Por qué? ¿Por qué?

El padre.- (Volviendo a encogerse de hombros) ¡Qué se yo! No soy más que un hombre común y corriente. Tú que eres el excepcional, tal vez deberías saberlo.

Dávila.- Solo intuyo que entre los padres y los hijos se abre como una grieta… Y a veces se vuelve abismo. Yo era joven en esa época, pero Ud. no fue nunca tan viejo como para que no pudiésemos entendernos, dialogar. Siempre acabábamos gritando, amenazando. Pobre mamá, ella sufría enormemente.

(Aparece en la esquina opuesta del escenario, Elisa Andrade, todavía joven)

La madre.- Deberías tener un poco de paciencia con él, Rafael.

El padre.- (Desplazándose mientras se hace la oscuridad sobre Dávila) ¿Por qué, Elisita?

La madre.- Ha sacado la sensibilidad de tu familia. Esa predisposición extraña, cómo te diría… No encuentro las palabras.

El padre.- ¿Esa locura?

La madre.- No empecemos otra vez. Nunca he dicho que estuvieran locos. Pero en Cuenca todo el mundo sabe que tu familia ha sido especial. (Cortando la reacción del padre con un gesto) Gente delicadísima, poetas, artistas.

El padre.- ¡Tonterías, Elisita! ¿De dónde sacas esas ideas? Mis hermanos combatieron por el liberalismo con armas y no con palabras. No comparto sus ideas radicales, pero hay que reconocer que fueron en su momento gente de acción, y algunos lo siguen siendo… Salvo yo, claro está.

La madre.- Rafael, no te amargues. Hay épocas duras; pero ningún mal dura cien años.

El padre.- ¡Y ningún Dávila vive tanto tiempo!

La madre.- Con lo que yo trabajo nos alcanza para el pan de cada día. Nunca hemos tenido grandes aspiraciones, lujos, riquezas. Nunca.

El padre.- Es verdad; pero, ¿por qué me tocó a mí la peor parte? ¿Por qué?

La madre.- Volvemos a lo mismo. Fue una mala decisión de juventud. Refundirte en las haciendas de tus primos, renunciar al estudio…

El padre.- Quedarme como un don nadie.

La madre.- ¡Rafael! No todo el mundo tiene que ser doctor.

El padre.- Mi madre nunca ha terminado de perdonarme eso… Y el hecho vergonzoso, para ella, de que me haya alineado con los conservadores.

La madre.- Todo eso pertenece al pasado.

El padre.- Ah, ¿sí? ¿Y, entonces, por qué no puedo conseguir un puesto aunque sea de inspector municipal? Los conservadores de turno ven el pecado del liberalismo de mi familia y los liberales mi conservadurismo. Este mundo es un infierno en el que nunca se acaba de perdonar. Todo el mundo vive esperando el perdón de los otros y viceversa. Yo, por ejemplo, cuando haya alcanzado el perdón de mi madre y de los que estén en el poder, me tocará esperar el de mi propio hijo. Pero a él, Elisita, ¿qué demonios le hice?

La madre.- No hables así. No le has hecho nada.

El padre.- Entonces, ¿a qué viene tanto rencor, tanta majadería? Créeme, no soy un hombre violento, pero él tiene la virtud o el defecto, de trastornarme. No soporto sus poses de intelectual, sus amistades, sus ideas, su atrevimiento. Su desprecio por todo aquello que amo, que respeto. Su mirada burlona sobre mis fotos, sobre mis libros. Su tonito zumbón cuando habla de mis ideas, de mis recuerdos, de mi pasado…

(La luz empieza a encenderse sobre Dávila, lentamente)

¿Sabes qué me ha dicho, cuando le llamé la atención por haber llegado anoche tan tarde y borracho? (Elisa mueve la cabeza) Que es el resultado del ejemplo. (Ella se lleva las manos al rostro) Elisa, Elisa, ¿por qué no fui como mis hermanos, por qué no iría a hacerme matar por allí, peleando por una causa estúpida, pero que a ellos les pareció grande? ¿Por qué no me hice perseguir de la justicia como un criminal, como mi hermano Napoleón, que luchaba por la resurrección del liberalismo de Alfaro y tenía que llegar a su casa disfrazado o por los techos, porque lo desterraron, le convirtieron en proscrito? ¿Por qué no soy un hombre combativo como mi hermano Leopoldo, que, pese a su pequeña estatura, es el peor enemigo de los conservadores, con los que yo me he criado y vivo?

La madre.- Cálmate Rafael. Cálmate. Es tarde. Trata de dormir un poco. Yo tengo que bordar unas sábanas para el doctor Borrero.

El padre.- (Sin escucharle) Si hubiese sido como ellos, tú me habrías admirado, César, ¿verdad que sí? ¡Dime, dime!

La madre.- Rafael, los niños duermen; mañana tienen que ir a la escuela. César tiene trabajo, descansa. (Dávila la mira con ternura infinita) Acuéstate, y no pienses más. Anda, anda acuéstate, déjame trabajar.

El padre.- (Violento) ¡Claro que sí, Elisa, claro que sí! Ya me voy, ya te dejo para que sigas sacrificándote, para que sigas esclavizada ante tu costura, y él pueda seguir echándome en cara el que no trabajo y tú nos mantienes. ¡Hasta mañana, Elisa, hasta mañana! ¿Por qué Dios no es bondadoso y me envía esta noche un paro cardíaco y así mañana ya no tengo que volver a ver todo este horror en el que vivimos, toda esta miseria a la que les he condenado yo? ¿Por qué? (Elisa se pone de pie y conduce suavemente al padre hasta lo oscuro. Dávila se acerca hacia donde ella volverá en unos instantes y toma en sus manos la sábana que Elisa borda, a lo lejos una voz dice en un fragmento de “Carta a la madre”)

Una voz.- No madrugues a misa ni cojas el sereno.
Yo sé muy bien que amas con el dolor de Cristo.
Mil noches de costura te han llagado los ojos
y la malva morena de tus sagradas manos
tiembla ya con el viento que gira en la ventana.

(Elisa no ve a Dávila. Continúa bordando. El admira la labor por unos momentos. Entra Rafael, con la misma actitud calmada de antes. Penumbra sobre Elisa)

Dávila.- ¿Sigue bordando?

El padre.- No, está casi ciega. Hace una que otra pequeña labor.

Dávila.- No la veo tantos años. Alguna vez me mandaron una foto, parece que no ha cambiado.

El padre.- No, no ha cambiado. (Elisa desaparece en lo oscuro) César.

Dávila.- Sí.

El padre.- Dijiste que no te imaginabas esto así.

Dávila.- No. Escribí cuentos en los que hablaba de ello. Pensé que se daba una clarividencia y algo como una recuperación del pasado.

El padre.- No somos capaces de ver nada más allá de los que veíamos en vida, pero podemos recuperar el tiempo pasado, aunque sea a trocitos. Es casi como cuando estando vivo recuerdas, pero todo es más… ¿cómo te diría? Más real, más tangible. Yo, por ejemplo, he vuelto a ver a mi padre y a mis hermanos que murieron cuando yo era niño, con una precisión absoluta. Pero lo que no sabes es en qué momento ocurre. La muerte es un tiempo impreciso, extraño, en el que se funde todo, ya verás.

Dávila.- (Sonriendo) Yo pensaba siempre como un introducirse en las arborescencias del cristal, como pasarse al otro lado del espejo.

El padre.- ¡Ah, los poetas!

Dávila.- Bueno, también pensé que era el gran enigma.

El padre.- Y lo es. No puedes ver el futuro o no detectas en qué momento se da; no sabes qué se oculta más allá o más acá de ese tiempo confuso en que se mezclan la niñez, la juventud, la vida entera; pero, en cambio, alcanzas a comprender todas las cosas, todos los dolores humanos, toda la soledad del mundo.

Dávila.- Ud. nunca habló así. Bueno… después de los roces de la juventud, no hablaba de ninguna manera. ¡Qué silencio, papá! ¡Qué silencio, salvo uno que otro grito!

El padre.- ¿Cómo la vez en que hipnotizaste a tu hermana y yo salí de mi cuarto y me encontré con esa muchachita pálida, como muerta?

Dávila.- Sí.

El padre.- Pero es que yo…

Dávila.- Entiendo, y no porque esté muerto. Lo entendí casi enseguida. Lo que pasa es que no fui capaz de decirle eso luego, cuando todo había pasado.

El padre.- Es terrible el silencio, ¿no?

Dávila.- Espantoso. Se puede escuchar cómo pasa el Universo por encima de nosotros.

El padre.- Así es. ¿Sabes? Ahora tengo que irme.

Dávila.- ¿Cómo? ¿Me deja solo? ¿No habrá alguien que venga a hacerme compañía?

El padre.- No sé. Aquí todo es tan irremediable. Quisiera quedarme. Fue tan bueno que habláramos, tan… (Duda) hermoso; pero ahora debo dejarte a solas con tu propia muerte.

Dávila.- ¡Padre! (Extiende la mano hacia él, mientras la luz va descendiendo lentamente)

El padre.- Adiós, César; tal vez nos volveremos a ver. Adiós.

Dávila.- Adiós, buen hombre. (Queda solo) Quizá debí preguntarle si no me guardaba rencor, quizá…

(OSCURO)


ISABEL

Una voz.- (Todavía en penumbra, Isabel Córdova está de espaldas al público. Viste de negro. Usa gafas oscuras. Es muy parecida a Elisa Andrade)

Ninguna hora. Caminantes y confines
del espacio, marchan sin ser,
unidos en lo blanco,
tocados por el tic-tac de las cosas totales.
…………………………………………

Y, en una expansión de blancura,
caen del tiempo y el vuelo queda en vilo,
deshecho de pretérito y futuro.
¡Deshecho de pretérito y futuro!

(Luz, silencio. Aparece el comisario)

Comisario.- Siéntese, por favor.

Isabel.- Gracias. (Se derrumba. Tiene un pañuelo en la mano y se lo lleva al rostro)

El Comisario.- Sé que esto es muy penoso  para Ud., pero debo hacerle unas pocas preguntas… Formalidades, ya sabe.

Isabel.- (Queriendo tranquilizarse y sin poder hacerlo) Entiendo.

El Comisario.- Dígame señora, ¿usted y el occiso estaban separados?

Isabel.- No.

El Comisario.- ¿Hubo algún disgusto?  ¿Algo que determinara su salida del hogar en un momento tan crítico?

Isabel.- (De rato en rato ella ahoga un sollozo y se lleva el pañuelo a los ojos, a la nariz, a los labios) Creo que Ud. debe saber, señor, que mi esposo era un alcohólico. Cuando dejaba la bebida se ponía muy nervioso, tenso, y, frecuentemente volvía a beber enseguida.

El Comisario.- Comprendo. Pero la autopsia…

Isabel.- Había dejado la bebida un tiempo bastante largo. Volvió. Tuvo una crisis alcohólica tremenda. Logró salir de ella. Fuimos a dar un paseo, pero le noté más nervioso que nunca. De pronto desapareció. Habíamos detenido el auto y bajamos a tomar un helado. No le volví a ver.

El Comisario.- ¿Había amenazado con matarse antes?

Isabel.- (Queda un momento en silencio, duda) No… Sí. Sí, sí. Creo que tenía una fijación suicida. Espero que entienda mi confusión. Hablar sobre algo como esto en mi situación…

(Llora, sin aspavientos. Es un llanto silencioso, de una amargura terrible)

El Comisario.- ¿Puedo ofrecerle una taza de algo… (inseguro) o una copa?

Isabel.- (Sobreponiéndose) No, no. Gracias.

El Comisario.- ¿Alguien podría atestiguar lo que afirmó Ud. antes, sobre las tendencias suicidas del señor Dávila?

Isabel.- (Queda en suspenso unos instantes) Tal vez algunos amigos, tal vez…

(La luz desciende. Una voz en off)

Una voz.- El hombre sufre los días que conquista,
padece… llora, temiendo su lágrima final.
Reparte con la carne y la ternura
la verde y fiel espina del futuro.
………………………………………………….
Decide ya el suicidio con vegetales pálidos
y crucifijos de diferentes manos.
Y está marchando siempre con millares de pasos,
con millares de espaldas que se quedan
a oscuras de Dios…

(Vuelve la luz. En escena Isabel y Pierre de Place, poeta y amigo suyo y de Dávila)

Isabel.- Dios... ¿Qué sabemos de Dios? ¿Qué sabemos de la muerte? Nada. Somos unos pobres ignorantes, echados al mundo como huérfanos, y cuando parece que empezamos a asirnos a una tabla de salvación cualquiera, nos soltamos… ¡Y a pique!

Pierre.- Isabel… Usted se tortura demasiado. Creo que debe descansar.

Isabel.- No puedo, Pierre. Desde que él murió no he pegado los ojos. Tengo miedo de dormirme y encontrarle nadando en un río de sangre… en el río de su propia sangre. (Sollozos)

(Dávila aparece por el fondo de la escena, de un modo un tanto irreal, avanza hasta la pareja, pero ellos no lo perciben)

Pierre.- Isabel, eso es accesorio. Lo importante es que él ha entrado ya en el misterio, ha desgarrado el velo, ha llegado a la espina emplumada.

Dávila.- ¡Pobre Pierre! ¡Tanta palabrería! Este enigma no se deja entender. No se deja atrapar.

Isabel.- ¡Pobre César! Usted no sabe cómo era, Pierre. En la intimidad… tan solo un niñito desvalido; incapaz de hacerse el nudo de la corbata. ¿Cómo pudo hacerlo, cómo pudo llegar semejante extremo?

Pierre.- Paulatinamente. Su poesía era un caminar hacia ese encuentro, Isabel; desde la época en que se sentía vencido por el espacio y rezaba su pequeña oración en la que pedía: “¡Y que cualquier tarde, pueda irme de mí mismo, a través de mis poros, en mi aliento, con la huida de música descalza del deshielo!” (Dávila escucha a de Place con cierta admiración); hasta el momento en que quería encontrar la llave del secreto “más allá de la fe y de la Matemática” Era un buscador, Isabel, alguien que no descansaba ni dormido. Quizá halló ya ese don matutino que tanto añoraba. ¡Y quién sabe si también a Dios!

Dávila.- No es tan fácil, Pierre, no, ni creas. Muérete y verás, como decía alguien. Estoy como en un limbo en el que solo hallo recuerdos, imágenes, conversaciones, palabras. ¡Cuántas palabras, Pierre!, propias y ajenas, pero, ¡cuántas! Y tienen una naturaleza especial, brillan algunas, chisporrotean otras, pero las más están vacías, son como aves de ceniza.

Isabel.- Pero no crea que fuera siempre una débil criatura. Era tan sorprendente… ¡Cómo resistía el dolor! No se parecía a otros hombres, que apenas se pinchan con una aguja chillan como parturientas. Era fuerte, Pierre, pese a su aparente fragilidad, muy fuerte. Pero no puedo aceptar la idea de que fuese capaz de desangrarse así hasta morir… Y solo, solo, abandonado a sí mismo, en un hotelucho caraqueño, lejos de todos los que le amaron… Lejos de mí. (Penumbra sobre los dos)

Dávila.- Isabelita, es verdad. Eso que ha dicho es cierto, muy cierto. ¡No hay nada peor que morir solos! Es tan duro. Bueno, morir es terrible. Sentir que se te va escapando la vida a torrentes, que el mundo da vueltas hasta la náusea solo para ti, en un vértigo del que ya no podrás salir, en un Maelstrom que te engulle implacablemente. ¡Espantoso!

Verdad es que hice un prolongado ejercicio sobre la muerte a lo largo de mi vida. Pierre tiene razón. Usted me reprochaba a menudo, me decía que cómo era posible que tuviese una fijación tan grande por la muerte. Le disgustaban mis cuentos “La extremaunción”, “El último remedio”, y tantos otros en que el tema de la muerte me hizo escribir cosas inmensamente desoladas. Pero, sobre todo, no soportaba “La sierra circular”. ¿Por qué? ¿Sentía que en él la muerte era algo más próximo, más cercano, más racionalmente entendible, como si me hubiera de algún modo acercado al misterio? ¡Quién sabe!

Le confieso, cuando escribí “La sierra circular” fue cual si “viviese” la muerte de la protagonista, una alcohólica como yo. Me enfermó al terminar. Me sentí como Flaubert, muriendo de envenenamiento igual que la pobre Emma Bovary. Ah, y recuerdo también la vez que usted lloró amargamente, leyendo “Un cuento sin nadie”, en el que un suicida muere en el perfecto anonimato, y ninguna persona se acuerda ni de su cara. ¡Usted estaba segura de que me suicidaría, Isabel! Nunca lo dijo, pero estoy convencido de que era así.

(Luz sobre la pareja viva)

Isabel.- Y hay una cosa todavía peor, Pierre.

Pierre.- ¿Cuál?

Isabel.- Cada vez que entraba en esas crisis, yo temía por su vida. Era un temor un poco irracional, pero quizás con alguna remota base. Años atrás, escribió una carta a un amigo, anunciándole que se suicidaba y pidiéndole que enviara sus lentes, sus únicos bienes, creo que decía, a su madre… Y luego, todos esos cuentos aterradores… ¿No eran como anuncios que no quisimos entender ninguno de nosotros?

Pierre.- Isabel, la literatura es una cosa, la vida otra.

Dávila.- ¡Mentira, Pierre! La literatura y la vida son una sola cosa, “como ese grillo: canta con todo lo que le ha sido dado una sola noche y estalla al amanecer” Pero tú no lo entenderías, amigo, ni tú ni nadie.

Isabel.- Había algunos cuentos sobre el tema de la muerte que yo detestaba. Y él lo sabía. Pero, ahora, recuerdo con afecto el de un monjecito que retorna de la muerte, a husmear en el mundo de los vivos. (Se vuelve hacia donde se halla Dávila y le mira, sin verle) ¿Estarás aquí, César Dávila Andrade, como si fueras un Silvestre Aumotz, el fraile que murió desnucándose?

Dávila.- Aquí estoy, “Madre de la primavera desconocida, autora de estaciones sin sol, en las que florecieron prados de terciopelo, de raso y tafetán” ¡Aquí me tienes!

(Ella extiende los brazos en dirección a él. Pierre se acerca por detrás)

Pierre.- Isabel, por favor… Beba algo caliente y métase a la cama. Está cansada, destrozada. Tiene que reponer sus fuerzas. “Il faut tenter de vivre”, como dice Valery.

Isabel.- (Tenaz) ¿Y si él estuviera aquí, Pierre de Place?

(OSCURO)


MARIA LUISA

Los amigos de Dávila conversan, pocos días después de su muerte.

Amigo Uno.- Y se casó con ella.

Amigo Dos.- ¡Increíble, pero cierto!

Amigo Tres.- ¡Una mujer que podía ser su madre!

Amigo Cuatro.- ¡No exageres, Enrique!

Amigo Tres.- ¿Cómo, no exageres? Isabel se casó por primera vez en 1919, cuando el pobre César no tenía más que un año.

Amigo Cuatro.- ¡Qué bestia!

Amigos.- Era, verdaderamente vieja.

(Dávila aparece en un ángulo de la habitación. Nadie lo ve)

Amigo Cuatro.- ¿Qué le veía?

Amigo Uno.- Nada. ¿Qué vas a verle a una mujer que puede ser tu madre, cuando tú mismo pasas de los treinta? Nada.

Dávila.- Y sin embargo, era “un amor que no deja residuo ni produce cansancio ni fatiga. Que no dice ‘tuyo’ ni ‘mío’”

Amigo Cuatro.- Pero él la quería, ¿no?

Amigo Tres.- ¡Qué va! Lo que ocurre es que César estuvo siempre muy apegado a su madre, y al meterse con una mujer tan mayor a él, lo que hizo fue reencontrar esa imagen, obsesiva de tan amada.

Amigo Cuatro.- ¿Complejo de Edipo?

Amigo Tres.- ¡Tonterías! No vengas aquí a demostrar que has leído solapas de Freud. ¡Amor, amor de un muchacho provinciano por la única persona que le entiende; por la amiga, por la confidente! Sabes que él era brillante en el colegio, pero, como el padre no lograba conseguir un trabajo decente, y la madre se mataba bordando para la gente bien de Cuenca; César dejó los estudios y se puso a trabajar en cualquier cosa, en tareas humildísimas, para ayudarla a mantener a sus cinco hermanos. ¡Qué amor, carajo! ¡Qué bello amor de hijo! ¿Qué tiene que ver el viejo zorro de Freud en todo esto?

(PENUMBRA)


Voz en off.- Y, si pasaran siglos, muchos siglos,
y nosotros no fuéramos los mismos
después de tanto sueño en otras vidas;
si, entonces, te encontrara de repente
en una ciudad que todavía existe
y lograra acercarme y estrecharte
con ese amor que ahora no es posible…

Amigo Cuatro.- (Todavía en penumbra) Pero Isabel Córdova fue importante en su vida, digan lo que digan ustedes.

Amigo Tres.- ¿Cómo así?

Amigo Cuatro.- El llevaba una vida demasiado desordenada cuando estuvo aquí en Quito. Al casarse, cambiaron las cosas.

Amigo Dos.- ¡Hablas pendejadas, hijo! Eres muy joven para saber la verdad.

Dávila.- (La luz se enciende sobre él) ¿Y qué es la verdad?

Amigo Dos.- El era un bohemio como cualquiera de nosotros. Ella le apartó de todos sus amigos. Decía que le explotaban. Justamente a él, que era el más pobre de todos. Arruinó su bella y dorada bohemia. Le jodió.

Dávila.- (Desde su rincón, dice hacia el grupo en penumbra el poema “El ebrio”)

“Ir a pasos rotos sobre ese paso roto que camina solo
bajo el Ebrio.
Salir en la noche, pálida ya de aurora,
y elegirse entre los ahogados más humildes del Señor.
……………………………………………………
Caer en el caos de la mujer dibujada ya por cien manos.
Y, caer en la garganta del Beodo Universal”

Amigo Uno.- Claro que bebía, como todo el mundo.

Amigo Dos.- Pero ella le encerraba, le impedía salir, era una furia con quienes habíamos sido sus amigos de toda la vida, con los que aguantábamos sus violencias, sus deseos de romper cosas, de insultar a la gente, de matarse…

Amigo Uno.- (Restándole importancia a lo dicho por el otro) ¡Pendejadas! Pendejadas iguales a las de cualquier borracho, aquí y en donde quiera.

Amigos.- (En coro) ¡Pendejadas! ¡Insignificancias!

Amigo Tres.- Y pensar que él pudo ser feliz con otras mujeres…

Dávila.- ¡Caer en el caos de la mujer dibujada ya por cien manos!

Amigo Cuatro.- Pero Isabel Córdova le admiraba, le ayudó a que escribiera algunas de sus obras importantes, le protegió un poco del medio, a él, que todos dicen que no había nacido para nada práctico.

Amigo Tres.- ¡Pobre Fakir! “Poeta sin parroquia ni ocupaciones respectivas”, como se decía él mismo; en realidad no era un hombre hecho para las vulgaridades de la vida cotidiana. Era un ser superior. ¿Cómo crees que una mujer de su condición le iba a entender, a admirar? ¡Por Dios que nunca leyó ni una línea de sus cosas! Y si llegó a leer, no entendería, seguro.

Amigo Cuatro.- Creo que ustedes hablan con demasiada pasión. Si una mujer, joven o vieja, no importa, se sacrifica como lo hizo ella; deja su ciudad, su mundo, y se va detrás del hombre que quiere; a una ciudad desconocida como Caracas, y allí le ayuda a triunfar, merece mi admiración. (Durante todo el tiempo que él habla, los otros interrumpen, niegan, gesticulan con disgusto)

Dávila.- Yo te doy gracias, Padre, porque estas cosas no les han sido reveladas a los sabios ni a los grandes, sino a los pequeños. (Esboza una sonrisa hacia el amigo cuatro) Ustedes me amaban, es verdad. (Tiene un tono evangélico, pero sin el menor matiz caricatural) Yo también les amé. Les amo, compañeros de destierro. Pero, también la amo a ella, a la incomprendida. ¿Saben? Era dura a veces, como una roca de la luna, pero también muy dulce, como una niña que tuviera una casa en las praderas de esa misma luna, y que entre la seda del plenilunio dejara caer la sonrisa de su alma.

Amigo Cuatro.- ¿Y quiénes eran las otras mujeres de las que hablaste, Enrique?

Amigo Tres.- Bueno, hubo varias. Algunas le cuidaban cuando bebía, otras, cuando estaba sobrio, le administraban sus pequeños ingresos, se ocupaban de su comida, de su apariencia, de lo práctico…

Amigo Cuatro.- (Dulcemente, como en un sueño) ¿Y eran así de hermosas, como en sus poemas, con un mechón dorado que se pierde en el cielo, con un hoyo de nardo en la sonrisa?

(Los amigos ríen suavemente)

Amigo Uno.- Eres un romántico perdido.

Amigo Tres.- Había de todo, hijo. De todo. Ramón, tú que eres cuencano, cuéntale a éste algo sobre esas criaturas de la juventud del Fakir, la colegiala, la de ojos verdes, la de la ternura distante, la pálida Teresita…

Amigo Dos.- (Casi en un susurro) El Fakir era muy tímido. Parece que se enamoraba en silencio de alguna muchacha, pero no le decía nada, o tal vez solo se comunicaba con ella medainte alguna de sus maravillosas cartas poéticas.

Amigo Cuatro.- (Con sumo interés) ¿Pero no hubo una más concreta, más… ¿cómo diría? ¿Más corpórea?

Amigo Tres.- Romántico, pero le interesa la carne. (Todos ríen)

Amigo Dos.- Sí, tal vez un poquitín más que el resto. ¿Te acuerdas de “Carta a la madre”?

Amigo Tres.- ¡Por supuesto!

Amigo Dos.- (A medida que habla, se va haciendo la luz sobre María Luisa Machado, una joven rubia, vestida de forma un tanto anticuada, digamos a la moda de los cuarenta, que lleva un cuaderno o un libro en la mano, y sobre Dávila; los tonos predominantes deben ser azules)

“Me cuentas que se ha muerto mi prima María Augusta.
Ahora que estoy lejos, te diré: Yo la amaba.
Mi timidez de entonces me quebró las palabras”

En realidad, era su prima hermana, pero no se llamaba María Augusta, sino María Luisa Machado. Murió, de alguna misteriosa enfermedad, un seis de enero de 1946. ¿Te imaginas algo más digno de una novela romántica? Esa jovencita rubia y delicada a la que dedicó espiritualmente uno de sus más bellos poemas, la “Canción a Teresita”, agonizando mientras afuera desfilaba la gran mojiganga de los disfraces del seis de enero, en una época en que todo el mundo buscaba una máscara para salir a hacer sus travesuras sin que nadie le reconociera. (Apagón sobre el grupo de amigos)

Dávila.- María Luisa… ¿es… usted?

María Luisa.- Sí, primo, soy yo.

Dávila.- Había dejado de verla mucho tiempo. Usted sabe (es como si estuviese hablando para sí mismo), las relaciones entre su familia y la mía no eran muy cordiales.

María Luisa.- Sí. Lo recuerdo, de niño, alguna vez. Mi abuela… (Se corrige) nuestra abuela Guadalupe, sentada en el centro de la sala, como un ídolo, blanco, rubio, de fríos ojos azules, que miraban el mundo con un secreto desprecio; a su lado mi madre, menudita, también un poco distante; muchas personas, y usted, un niño casi extraño. ¿Por qué?

Dávila.- A esa edad se ignora todo.

María Luisa.- Pero no la indiferencia.

Dávila.- No, eso no. Solo sus ojos me miraban de otro modo. No lo pude olvidar. ¡Es increíble que lo político pueda dividir a una familia como si fuese un pan!

María Luisa.- Sí, es increíble, César (con una leve vacilación)… pero parece que había algo más.

Dávila.- No la entiendo.

María Luisa.- Su madre, Elisa, fue siempre mujer muy virtuosa.

Dávila.- (Con fervor) ¡Una santa!

María Luisa.- (Tímidamente) No así su abuela materna, la célebre doña Francisca.

Dávila.- ¡Prima!

María Luisa.- ¿Le estoy haciendo daño?

Dávila.- (Ríe bajito) ¡Ya nada puede hacernos daño, criatura!

María Luisa.- ¡Es cierto!

Dávila.- Solo estoy un tanto sorprendido de oírle decir esas cosas. ¿No anda por aquí mama Pancha, con su corte de galanes y su guardarropa de cien vestidos de encaje, cien pares de zapatos y cien sombrillas del mismo tono de los trajes?

María Luisa.- (Riendo) ¡Qué exagerado! No, no sé, nunca la he visto. En general solo vemos a los seres amados. (Ante el gesto de asombro de Dávila) Sí, usted y los suyos me fueron muy, pero muy amados. Yo era… soy una persona muy sensible. Admiraba a Elisita, manteniendo sola a su larga familia. Compadecía a Rafael, apartado por mil oscuras razones del núcleo familiar. Simpatizaba con usted, tan joven y ya lanzado a la aventura de la vida, del trabajo, de la poesía.

Dávila.- Gracias.

María Luisa.- (Se encoje de hombros) No se agradece el amor. Usted me ha amado como nadie en el mundo y yo no siento gratitud por ello, solo un amor que ya no tiene medida.

Dávila.- Quiere decir eso que… ¿estaremos juntos… siempre? (Silencio)

María Luisa.- (Pensativa) ¿Qué significa siempre en el dominio de la muerte? Hace muy poquito le miraba escribir algo tan dulce como “Niña, nupcial, nerviosa, nívea, naciente, núbil”, y supe que estaba pensando en mí, no en Teresita de Lisieux…, pero eso fue hace veinte años, ¿no?

Dávila.- (Lejano) ¡Y papá me dijo que no había clarividencia en la muerte!

María Luisa.- Y no la hay. Mas el amor es una fuerza que no conoce barreras.

Dávila.- ¿No ha pensado que pudimos ser felices… allá? ¿Vivir juntos… tener hijos…?

María Luisa.- Sí. Lo he pensado tantas veces como usted… pero, ¿no escribió cientos de páginas bellas en las que meditaba sobre la vida y la muerte, como fuerzas inaprensibles, indomeñables?

Dávila.- Claro… solo preguntaba.

María Luisa.- Sí, entiendo. No hubo matrimonio, ni nada semejante, pero estuvimos muy unidos, ¿no?

Dávila.- ¡Por supuesto! Y eso que casi no llegamos a hablar. Después de ese encuentro infantil, la volví a ver hacha ya una mujer, como la veo ahora, en un parque. ¿A los cuántos años? No lo sé. Usted leía algo. No me vio. En ese instante supe que la amaría toda la vida.

María Luisa.- Y lo ha hecho. Nunca dejé de sentir la fuerza de ese amor, aumentada cada vez que alguien repetía los versos que escribió pensando en mí.

Dávila.- ¡Es maravilloso oírle decir esto!

María Luisa.- Esos fueron nuestros hijos, César. Esos versos suyos, nacidos de su pasión y de mi muerte.

(El se acerca, y cuando está a punto de tocar las manos de ella, la penumbra la envuelve. Se oye una voz, que dice unas líneas de “Canción a Teresita”)

Voz en off.- ¿Quién te ungió las manos de divina tardanza
para que no pudieras
jamás herir las cosas?
…………………………………………………………
Por tu amor, en el éter se conservan los trinos,
las plegarias se tornan cascabeles azules
y la espiga, una trenza del color de los cálices.

Coro.- Tenue, tímida, tibia
translúcida, turgente.

María Luisa.- (Ya desde la sombra) ¡Adiós, primo!

Dávila.- No… no. (Queda con las manos extendidas)

Coro.- Delgada, dulce, débil
divina, delicada.

Dávila.- Adiós.

(OSCURO)


DIÓGENES

Dávila.- (Viendo aparecer en un ángulo de la escena al pintor) al pintor Diógenes Paredes) ¡Monstruo! ¡Diógenes Paredes!

Paredes.- ¡Fakir!

Dávila.- (Inseguro) ¿Estás… aquí?

Paredes.- ¿Quieres decir, muerto? Sí, hombre, sí. Pero lo último que esperaba es encontrarme aquí contigo.

Dávila.- La muerte está llena de sorpresas. ¿Ha pasado mucho tiempo desde…?

Paredes.- (Un poco bronco) ¿Desde que te suicidaste?

Dávila.- (Con un estremecimiento) Sí… desde aquello.

Paredes.- No creo, un año, tal vez.

Dávila.- Ah… (Pausa) ¿Por qué nos habremos encontrado?

Paredes.- ¿Qué quieres decir? ¿No te agrada?

Dávila.- (Ensimismado) No, no, no se trata de eso. Es que…

Paredes.- ¿No será para que hablemos, simplemente? ¿Para que nos acompañemos? Esto parece muy solo.

Dávila.- Sí, sí. La muerte es muy solitaria, Monstruo.

Paredes.- ¡Qué pena, hombre! ¡Cuando hubiera sido tan bueno estar bien acompañados!

Dávila.- Creo que sí. Sabes, a ratos veo pasar grupos de gente, pero son desconocidos. No se detienen. Escucho un murmullo, pesco alguna frase suelta, y ya han pasado. ¿Qué crees que sea?

Paredes.- ¿Cómo quieres que sepa, Fakir? A lo mejor las almas en pena de que nos hablaban las viejas. (Se ríe sonoramente)

Dávila.- En pena, en pena… tal vez tengas razón. Hay algo que no logro apresar, que se me escapa… que deja como un vacío…

Paredes.- Siempre fuiste así, César. Toda la vida con ese hueco existencial, como te decía yo. Tratando de llenarlo con lecturas raras y con interminables bebidas; con tormentosos amores difíciles, en los que los maridos eran solo fantoches o estímulos, y con gloriosos romances platónicos en que las niñas no conocían ni el sonido de tu voz.

Dávila.- (Sonríe lejano) Quizá sea así…Pero, ahora hay algo más. Me estoy preguntando por la vida, sí…

Paredes.- Fakir, me parece una pendejada empezar a preguntarse por la vida en plena muerte, hombre.

Dávila.- (Como si no le hubiese escuchado) Pensaba que más allá de la sangre, más allá del dolor, estaba lo definitivo, ese misterio que intuí, y en el que creía entrar “con mi delgada piel de hombre resucitado”; ese otro lado del espejo, con su “infinita soledad planetaria”

(Los personajes quedan momentáneamente estáticos. Voz en off, diciendo unos versos de PENETRACION EN EL ESPEJO)

Voz en off.- Deambulo en tu infinita soledad planetaria
en la que aún no ingresa ni el ángel ni la brisa.
Penetro en tu llanura de congelada lumbre
y tu fuego me quema en tornasol de hielo.
………………………………………………………
Siento cómo tus muros se abren como la lluvia
al paso de mi débil fantasma reflejado
hecho de la porosa sustancia del rocío.
……………………………………………………….
Tus glaciares resbalan a través de mi espectro
abriendo con su música nevada la cristalina
(rosa de mi alma.

Dávila.- (Como continuando una frase interrumpida) Pero me equivoqué. La vida es quizá solo un reflejo imperfecto en un espejo, que dura lo que la imagen fugaz que cruza un cristal azogado, pero es. ¡Es! La muerte rompe el espejo, Diógenes; lo hace añicos, y ya no alcanzas a entrar en él, por más que te esfuerces. Quedas, disgregado, disperso, como un puñado de semillas estériles, que ya no van a nacer jamás.

Paredes.- Bueno, ¿y qué, hombre? Estuvimos, pasamos, fuimos. ¡Es todo!

Dávila.- ¿Crees que es todo?

Paredes.- ¿Por qué no?

Dávila.- ¿Y la pasión de crear? Hace un momento, hablando con una amiga, hasta llegué a creer que hay cosas que perduran.

Paredes.- (Dudando por primera vez) Yo puse mucha pasión en todo lo que hice, mucha vida… Pero… ¿y si no quedara nada…? Realmente… ¿y si nada queda de todo ese fuego, de toda esa energía, carajo? Sería como para volver a morirse de las iras.

Dávila.- No, no puede ser. Algo tiene que quedar. Algunas cosas envejecen, como dijo mi padre, es cierto; pero otras quedarán.

Paredes.- (Volviendo a su tono anterior) ¿Tu padre te dijo que las cosas envejecían? ¡Vaya descubrimiento!

Dávila.- Hablaba de mi poesía.

Paredes.- ¡Está loco el viejo! ¡Cómo va a envejecer una poesía como la tuya!

Dávila.- No, no está loco. Nunca estuvo más lúcido que ahora… En este ahora tan confuso en que se mezclan los tiempos aquí. Hace veinte años, yo mismo empecé a sentir que envejecía lo que estaba haciendo… En 1947 escribí un poemita, que era casi una forma de quemar los barcos de toda esa música de palabras que fue mi primera poesía… ¿Cómo era…? (Trata de recordar)

Voz en off.- (Mientras los dos personajes quedan estáticos, dice unos fragmentos del Poema No. 1)

Ahora sí, Tú puedes ya mirarme.
Soy compañero de los ofendidos;
de las almas oscuras que transitan
la profunda llanura de la noche…
………………………………….
Padezco el peso puro de la tierra
sobre mi corazón buscador de ángeles.
………………………………………
Amo la soledad, la sed, el frío,
la carne vestidora de incurables,
el pecado y su fina risa de ámbar.
Coro.- Sí: ya puedes mirarme.
Voz en off.- Enterré ya los mármoles que amaba.
Duermen en él los ángeles helados
en ocultos tropeles ateridos.
Ya sé odiar berilos y zafiros
-parásitos brillantes de la roca-
Coro.- Sí: ya puedes mirarme.

Paredes.- Pero, ¿y el Antiguo Arquitecto de las perfectas manos? ¿Y la tierra callada de azafrán de los muertos? ¿Y la abeja que buscaba con su brújula de rosas el néctar entre los árboles? ¿Y la secreta nube de la melancolía, en la que El viajaba como nosotros, vigilante y profundo? ¿Y ese respirarnos nuestro gozo, nuestro dolor, nuestro aire, y hasta el alma misma?

Dávila.- ¡Monstruo! Ni yo mismo sabía tantas cosas sobre mi Oda al Arquitecto.

Paredes.- No me has contestado. ¿Tanta maravilla también envejecía, tanta hermosura era también parte de los “parásitos brillantes de la roca”?

Dávila.- (Vuelve a gaguear un poco) No sé, no sé qué decirte. Quizás no. Quizás la Oda, la “Canción a Teresita” y algunos poemas más no envejecieron, tal vez siguen vivos, frescos; pero en otros vi cómo caía el orín del tiempo, cómo se llenaban de polvo. Necesitaba otra cosa, algo más enérgico, más de la tierra y del hombre.

Paredes.- Digamos, Catedral Salvaje

Dávila.- Sí, aunque fue demasiado. Se me escapó. Era como querer subir al Chimborazo con zapatos de calle.

Paredes.- Fakir, me asombras cada vez más. ¿Los poetas no son como los pintores? ¿No tienen un poquito de vanidad?

Dávila.- De muertos ya no, Monstruo. De muertos, ya no.

Paredes.- ¿Y Boletín y Elegía de las mitas?

Dávila.- Eso es, Monstruo. Eso es. Cuando renuncié a los “berilos y zafiros", a las hermosas palabras, buscaba al hombre. No pude hallarlo hasta que escribí mi Boletín. Cómo amaba a mis hermanos indios en cada línea de ese poema, Monstruo; tanto como tú al pintar tus indios, tan desgarrados y maravillosos.

Paredes.- (Queda pensativo) Tienes razón, Fakir, tienes toda la razón del mundo. Mestizos fuimos y somos; pero quisimos tan de verdad al indio, como si hubiésemos nacido indios. (Entusiasmándose) ¡Sin falsas modestias, Fakir, tú y yo sentimos como pocos al hombre de nuestra tierra, y lo supimos ver desde adentro, desde el alma!

Dávila.- (Entristecido) Lo grave es que después yo lo perdí. Me arrastraron ríos de ideas profundas, y ya nunca pude encontrar al hombre que había hallado con tanta intensidad en ese poema.

Paredes.- Pero eso queda, Fakir. Queda, y nadie, ni tu señor padre, ni nadie me va a venir con el cuento de que ha envejecido. Eso es eterno.

Dávila.- ¿Eterno? Esa palabra suena tan extraña aquí, Monstruo, como un cascabel azul en el abismo.

Paredes.- ¡Ay, poeta, poeta! Ni la muerte te impedirá seguir siendo poeta. Estoy seguro de ello.

Dávila.- (Abstraído) ¿Escuchas?

Paredes.- ¿Qué? (Presta atención. Se escucha el coro, que dice fragmentos de Boletín)

Coro.- Y a un Cristo tam trujeron,
entre lanzas, banderas y caballos.
Y a su nombre, hiciéronme agradecer el hambre,
la sed, los azotes diarios, los servicios de Iglesia,
la muerte y la desraza de mi raza.

Dávila.- Parece como si viniera mucha gente. Debe ser uno de esos grupos de que te hablé.

Paredes.- Seguramente.

Coro.- Porque no hemos venido
a vivir en la tierra.
Sólo venimos a soñar.
Sólo venimos a amar,
aquí en la Tierra.

(Continúan los dos solos, pero Dávila inicia un diálogo final con el coro, y a sus preguntas responden voces aisladas o en grupo)

Dávila.- ¡Esperen! ¿Quiénes son?

Voz 1.- Yo soy Juan Atampam

Voz 2.- Yo, Blas Llaguarcos

Voz 3.- Yo, Bernabé Ladña (Y así siguen: Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri, etc.)

Dávila.- Pero, ¡Ustedes son mis hermanos, mis hijos, son yo, y mismo!

Coro.- Regreso. Regresamos. Vuelvo. ¡Álzome! ¡Levántome después del Tercer Siglo, de entre los muertos! ¡Con los muertos vengo!

Paredes.- Se pierden de vista, Fakir. Son tus indios.

Dávila.- Nuestros indios, Monstruo.

Paredes.- ¿Ves que nuestra vida y nuestro arte no fueron inútiles? ¿Ves que, después de todo, algo iba a quedar?

Dávila.- Sí, sí. Algo queda. ¡Ellos!

Coro.- ¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!

Dávila.- “¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!”… ¿Será eso la eternidad, Diógenes?

Paredes.- (Indeciso) No sé, Fakir, no sé. Mira, se van. Se van. ¡Detengámosles!

Dávila.- No, Diógenes. Aquí todo es irreversible. Pero déjales. Ya han contestado a mis preguntas más secretas; ya sé para qué tanto esfuerzo, tantas lágrimas, tanto dolor, “el dolor más antiguo de la tierra”, como me costaron mis poemas. Ya no hay ningún hueco existencial, Monstruo. Estoy en paz.

Paredes.- (Pensativo) Sí, Fakir, sí… a lo mejor esto es la eternidad…

Coro.- (Lejano) ¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!

(OSCURO)




Notas.- No se trata de una obra realista; por tanto, los dispositivos escénicos deben ser más bien muy esquemáticos, estilizados. Los tonos grises, salvo indicación expresa, son los que más convienen.

La luz es elemento indispensable para crear un ambiente como de sueño, de irrealidad.

El tono general es poético, pero hay que evitar en todo momento lo discursivo, la recitación. El director procurará que “se diga” la poesía, sin engolamientos ni exceso de énfasis.

Los textos de Dávila Andrade están casi siempre señalados con precisión, pero, además, se han usado fragmentos de Atemporal, Canto del hombre a su ignorado ser, algunos de los Poemas de amor, Después de nosotros y Profesión de fe.

Sugerencias para la música: Dávila sentía mucha admiración en su juventud por la de Beethoven y Franz Schubert; ésta convendría para las escenas con María Luisa Machado, por ejemplo, pero para el resto, si se requiriese de algo, lo recomendable sería composiciones modernas, sin connotaciones muy precisas, llegando casi a lo concreto.

Los datos biográficos se emplearon con entera libertad, porque ésta es una ficción de carácter literario, pero casi todos tienen una base en lo real, que puede cotejarse en documentos.





JORGE DÁVILA VÁZQUEZ
Cuenca, Ecuador, 1947

Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca. Narrador, poeta, dramaturgo, catedrático universitario, crítico literario y de arte. Colabora con importantes revistas nacionales y extranjeras; de manera permanente, con Diario El Mercurio de Cuenca, Diario Hoy de Quito y la Revista Mundo Diners.

Consta en antologías nacionales y extranjeras, con textos traducidos al francés, inglés, alemán, portugués, hebreo e italiano, por ejemplo: Nuevos cuentistas del Ecuador, Guayaquil, 1975; Selección del nuevo cuento cuencano, Cuenca, 1979; Lírica ecuatoriana contemporánea, Bogotá, 1979; Narrativa hispanoamericana: 1816-1981, 1983; Antología de autores ecuatorianos, (s.f.); Antología del cuento andino, 1984; Así en la tierra como en los sueños, Quito, 1991; Cuentos hispanoamericanos/Ecuador, 1992; Cuento contigo, Guayaquil, 1993; Diez cuentistas ecuatorianos, Quito, 1993; Doce cuentistas ecuatorianos, Quito, 1995; Veintiún cuentistas ecuatorianos, Quito, 1996; Antología básica del cuento ecuatoriano, Quito, 1998; Cuento ecuatoriano de finales del siglo XX, Quito, 1999; Cuento ecuatoriano contemporáneo, México, 2001.


Novela: María Joaquina en la vida y en la muerte, Premio Nacional "Aurelio Espinosa Pólit", Quito, 1976; De rumores y sombras, Quito, 1991; La vida secreta, Cuenca, 1999.

Cuento: El círculo vicioso, Cuenca, 1977; Los tiempos del olvido, Cuenca, 1977; Narraciones, con Eliécer Cárdenas, Guayaquil, 1979; Relatos imperfectos, Quito, 1980; Este mundo es el camino, Premio Nacional "Aurelio Espinosa Pólit", Quito, 1980; Cuentos de cualquier día: antología personal, Cuenca, 1983; Las criaturas de la noche, Quito, 1985; El dominio escondido: antología personal, Quito, 1992; Cuentos breves y fantásticos, Quito, 1994; Acerca de los ángeles, Cuenca, 1995; Arte de la brevedad, Quito, 2001; Entrañables, Quito, 2001; Historias para volar, Quito, 2001; Libro de los sueños, Cuenca, 2001; La luz en el abismo, antología, Quito, 2004;  La noche maravillosa, antología, Quito, 2005; Minimalia, Quito, 2006; La oveja distinta y otros cuentos, Quito, 2010. Premio "César Dávila Andrade" del Ministerio de Cultura.

Poesía: Nueva canción de Eurídice y Orfeo, Cuenca, 1975; Memoria de la poesía y otros textos, Cuenca, 1999; Río de la memoria, Mérida, Venezuela, 2004; Árbol Aéreo, Cuenca, 2008; Temblor de la palabra, antología, Quito, 2009.

Ensayo: Ecuador: hombre y cultura, Quito, 1990; César Dávila Andrade: combate poético y suicidio, Cuenca, 1998.

Teatro: El caudillo anochece, 1968; Donde comienza el mañana, 1970; Con gusto a muerte, Cuenca, 1981; Espejo roto, Premio Nacional Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1990.

El viaje interminable, monólogo de Jorge Dávila Vázquez, escritor de Cuenca, Ecuador


Jorge Dávila Vázquez











 


Jorge Dávila Vázquez

EL VIAJE INTERMINABLE
Monólogo

(El personaje es un hombre mayor, una persona común y corriente. Viste un traje raído, sin llegar a los extremos de la miseria, y su apariencia es más o menos cuidada. Únicos elementos escénicos son una pequeña mesa, encima de la cual hay una caja de lata llena de viejas fotos, una botella con cierto carácter y una copa diminuta. Las transiciones y pausas que se señalan en el texto marcan cambios de tono y de tema, pero, a veces, solamente simples variaciones de matiz.
Como sugerencias para el montaje: adecuados cambios de luz, sobre todo al fin, cuando la mente del protagonista se va oscureciendo; y en ciertos momentos de evocación concreta, como los que tratan sobre París o Venecia, una música suave de fondo. También  puede resultar interesante proyectar fotos antiguas, no necesariamente de los lugares que se mencionan, sobre todo para ambientar la pieza y crear la atmósfera de un viaje un tanto irreal.)

-Guardo, como si fuese un tesoro, esta hermosa botella de un ron haitiano de ciento cincuenta años, que me obsequió un joyero de Marsella, en uno de mis viajes. Ese licor delicioso, fino, perfumado, le había llegado a su abuelo, bisabuelo, o qué sé yo, en un tiempo en que esa media isla atormentada era colonia francesa… Soy un hombre ordinario, tranquilo, pero tengo mis manías como todo el mundo (pregunta al público) ¿Ustedes no tienen manías? Me han dicho que usted, señorita, duerme con su gato, con el que mantiene largos diálogos; me cuentan que tú, joven estudiante, recoges los pasos de una muchacha a la que amas y no te atreves a declararle tu amor, que vas tras ella y que cuando alguien te pregunta qué haces le respondes: “aquí, recogiendo pasos”; y usted, doctor, ¿no es verdad que guarda celosamente en una cajita el único beso que le diera una hermosa mujer, con la que no pudo casarse, por la oposición de las familias? Y tú…
(Transición)
Todos, todos guardamos alguna de esas pequeñas locuras oculta en el fondo más oscuro de nuestros corazones. Claro que, luego, decimos que no, que no tenemos manías. En mi caso, más allá de esa insignificante manía de guardar por más de cuarenta años una botella con cinco dedos de licor añejísimo, y solo ofrecerlo a mis visitantes, en una copa pequeña como un dedal (muestra la copa diminuta) y atesorar mi colección de viejas, viejas fotos de viajes, en esta caja de lata que alguna vez contuvo galletas de ésas que solo se pueden conseguir en Europa, ay (largo suspiro)… Europa… Bueno, decía que más allá de mis manías mínimas, soy un ser sencillo, ordinario, y alguien que guarda un gran culto por la amistad; tomemos por ejemplo ese frasquito, que me acompaña casi medio siglo, como testimonio de un encuentro amistoso con un hombre culto, viajero incansable, magnífico conservador, perdón, conversador, y un grande y cordial anfitrión. Recuerdo siempre con afecto al señor Perrin, en su joyería de la Canebière, la calle más importante de Marsella, que iba desde el Viejo Puerto hasta el Palacio de Longchamps. ¿Conoce usted Marsella? ¿No? Y usted? (Hace la pregunta a varias personas del público). Pues mire, yo tengo aquí (abre la caja que reposa sobre la mesa) unas fotos muy lindas de la ciudad. Venga (invita a una persona imaginaria, con la que va a dialogar a lo largo de casi toda la pieza). Éste es el Viejo Puerto, fíjese como forma una media luna que entra en la ciudad, mire como las casas se edifican en torno de esta especie de herraje. Bello, ¿no? Y acá, en lo alto de la pequeña colina, la iglesia de Nôtre Dame du Port…. No, no, no era du Port, del puerto, aunque Marsella sea uno. ¿Cómo era su nombre? (queda pensativo un momento) Vaya, lo olvidé. Recuerdo, en cambio, una película que se llamaba Fanny, en ella, la protagonista, una muchacha marsellesa, subía hasta el templo y la alta torre coronada por una estatua de la Virgen, que custodia la ciudad y su entrada marítima. Guardé en mi memoria esa escena – ¡eso es, guardar, Nôtre Dame de la Garde, eso es, eso es: nuestra Señora de la Guarda, ése es su nombre!-; decía que guardé esa escena entre mis recuerdos, sin pensar que años después yo haría lo mismo que Fanny ¿Puedo ofrecerle una copita de ron? Es un viejo licor que me diera hace muchos años un joyero de Marsella, el señor Perrin (sirve el licor), no, no lo tome sin antes sentir el aroma del ron haitiano de ciento cincuenta años. Sienta, sienta, ese perfume, que evoca los perfumes que solo se hacen en Europa… ah, Europa.
(Bebe a pequeños sorbos. Transición)
-Sabe, el Mediterráneo es azul. Usted lo toma en la palma de su mano, ahuecándola así (se inclina al borde del escenario). Mire, es azul. Por eso lo franceses tienen una Costa Azul, y créame que no mienten.
Recuerdo que desde Marsella, por la Costa Azul, fui en tren a Italia. Fuimos… (Vuelve a preguntar a personas del público) ¿Conoce usted Italia? ¿Pero cómo es posible que no conozca Italia? Es un país maravilloso. (Se vuelve al interlocutor imaginario). Supongo que usted tampoco conoce Italia. Sabe, toda la cultura del mundo occidental está concentrada en Italia. Piense un poco: los mayores poetas nacieron allí, desde Virgilio, Horacio, Ovidio, Catulo hasta Salvatore Cuasimodo y… ¿cómo se llama el otro?, ése que escribió un poema pequeñito: “De otros diluvios, una paloma escucho”. ¿Se imagina? Qué belleza de texto: escuchar el vuelo, el paso, la llegada de una paloma de otros diluvios… ¿De cuáles?, se pregunta uno, absorto, ¿de los de la antigüedad?, ¿de aquellos que están en las leyendas de muchos pueblos, o de una de esas inundaciones de dolor que no dejan nada en pie, y para las que no hay un arca que te salve?
(Transición)
Sabe? Yo le tengo una simpatía muy grande al buen viejo Noé, incluso una vez escribí un pequeño poema. ¿Cómo era? Ah, ya…

Todos te miran
con desprecio.
“Está loco”, murmuran.

Pero tú sigues
construyendo
tu mundo:
esa arca
en la que encierras
los animales
de la tierra
y el cielo
y los pocos humanos
que aún tienen
una pizca de fe
en tus sueños
proféticos,
en tus delirios
de agua.

Y por qué simpatizó con el viejo Noé? Quizás porque es el ejemplo más noble del ser humano que tiene un ideal y lucha por él, aunque todos le digan que está chiflado (Pausa). ¿Cree que estoy loco? Alguna gente en esta ciudad piensa que he perdido la cabeza. Tal vez por eso me siento cerca de Noé, pues todo el mundo creía que era un orate. Dicen que no estoy en mis cabales, porque tengo una especie de tema fijo: mis viajes, y el deseo de compartir los recuerdos que atesoro de ellos, con la gente. (Empieza a exaltarse, gradualmente, hasta que hacia el fin de esta escena, termina en un verdadero delirio) ¿Será eso una locura? ¿Qué dice usted? Hábleme, diga algo, por favor. Me parece que ya le comenté antes, que me gusta que la gente me visite, que me hace falta conversar con alguien, porque estoy muy solo, y uno cuando está solo, cuando no tiene a nadie, empieza a hablar consigo mismo, a decirse cosas. Yo, por ejemplo, me digo: Nicolás Perdomo, con toda esa plata que gastaste en viajar, pudiste haber vivido muy bien… como un rey. Bueno, no como un rey, pero, al menos como un príncipe, como un señor. Sí, claro, me respondo, claro; pero recuerdo que mi madre, que nunca se había movido de esta ciudad, que entonces no era más que un pueblo, repetía aquello de que “viajar es vivir dos veces”. Así, pues, si muero, no es tan importante, no te parece, Nicolás? Total, ya he vivido dos veces, dos veces, dos veces…
(Transición)
 Pero tengo necesidad de compartir con alguien todo eso que llevo adentro. Antes, mis vecinos, mis amigos, mis parientes, venían a visitarme y a ver las fotos de Europa, y se quedaban un rato, y charlábamos, pero, poco a poco, dejaron de venir, me abandonaron, y me fui quedando solo, solo, y créame, la soledad es terrible, es el peor mal que puede padecer un hombre. No, no, no se vaya, quédese, le serviré una copa más de mi precioso ron de ciento cincuenta años, recuerdo del señor Perrin de Marsella. ¿Le he hablado de él? Un buen hombre, gentil, generoso, un poco apegado a la tradición, a la memoria de su antepasado, el colono de Haití, a su negocio de la calle… (Queda como en blanco, unos instantes).  No se vaya, por favor, quédese, quédese, tengo tantas cosas que contarle, tantas, tantas, tantas….
 (Tansición)
-Sabe? La gente, bueno, cierta gente de los pueblos, de las ciudades pequeñas, es media especial. Yo diría que hasta un poco perversa. ¿Por qué cree usted que han dejando de venir mis conciudadanos, como se dice en los discursos? Pues, he llegado a saber que decían que les cansaba con mi discurso en torno a mis viajes, y con mi nostalgia de Europa. Ahora soy una persona de pocos recursos, y, realmente, no tengo mucho que ofrecer, por eso solo brindo una pequeña copa de ron, pero lo hago muy cordialmente. También eso llego a ser motivo de crítica: sé que murmuran que el ron haitiano de ciento cincuenta años se terminó hace mcuho, y que lo que les ofrezco son unas gotas miserables de alguna bebida barata y demasiado aromática. Yo jamás sería capaz de una impostura así. ¿Se imagina? Profanar el recuerdo del señor Perrin, el joyero de Marsella que... En fin… Cada uno da lo que tiene, y, ciertamente no era mucho lo que yo podía darles ni en otra época, peor ahora. Pero lo que más me ha dolido fue un comentario que hicieron algunos vecinos malintencionados… Más adelante le contaré. Gracias por quedarse. En dónde estábamos, ah, sí en el viaje por la Costa Azul hacia Italia. A usted no le convence lo que le he dicho sobre Italia como centro de la cultura de Occidente; pero piense, por favor, ¿qué país puede decir que tuvo unos artistas geniales en el Renacimiento, como Miguel Ángel, Leonardo, Rafael? Solo quien ha sentido una especie de éxtasis en la Capilla Sextina, en la basílica de San Pedro, en los museos, ante la obra de estos seres privilegiados puede decirle algo sobre su grandeza que es la grandeza de Italia y Occidente. Y aunque yo no soy particularmente religioso, le pido que me diga, en dónde nació el santo más atractivo de la cristiandad, Francisco de Asís, el poeta de la naturaleza y de todos los pequeños seres? En Italia, por supuesto.  Italia… Él escribió El cántico de las criaturas, ¿lo conoce:
“Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas… nos iluminas… nos iluminas”
¡Qué lástima! He olvidado lo demás, pero estoy seguro que todo es muy conmovedor, muy bello. Lo que pasa es que mi memoria, a ratos, me traiciona. (Pausa)
Recuerdo que llegamos a Venecia en la mañana, muy temprano, y decidimos caminar. Nada de góndolas, nada de barquitos, caminar, aunque estábamos cargados de maletas. Nos perdimos, en ese laberinto de viejos palacios putrefactos, con mi compañera de viaje –una mujer encantadora. Quizás debí casarme con ella, aunque mi madre decía que era una vividora, que no le interesaba más que la pequeña fortuna que heredé de mi padre, y que, como decían los vecinos, la “hice cantar”. Era una mujer hermosa, inteligente, llena del don de la observación; solo que, en verdad, no me amaba. No. Y es una pena, pues era alguien excepcional. Estaba atenta a los menores detalles, sabía tantas cosas. Era grato viajar con ella. Quizás si no hubiera ocurrido lo de París, habríamos continuado viajando mucho tiempo, pero talvez mamá tenía razón, y era una vividora. Querida Nancy, nunca volví a saber nada de usted. Cuando volví a Paris, después de la muerte de mamá, nadie me dio razón de usted, nadie. Pregunté en el pequeño bar de la esquina del parque Monceau, en el Hotel de Artois, en el barrio del Marais, en la antigua casa de madame Couteau ( Pausa)
Debí pensar, en el momento en que me habló usted de ella, que no era un buen augurio que se llamase Couteau, que como bien sabe, significa cuchillo, la señora Cuchillo, pero no le dije nada. Estaba tan dolido.
Ninguna persona se acordaba de la anciana señora. Y la busqué a usted, Nancy querida, por todo lado, pero no hubo un ser humano que supiese algo de algo... Los europeos tienen tan poca memoria para lo que no sea su propia vida. Nancy, ¡y usted que quiso quedarse en Paris! Recuerdo que me decía con ese tono de voz que se me ha grabado: “Yo, en París, Nicolás, aunque sea… (Mima la imagen de una mujer que fuma, que mira ambiguamente, que hace la calle), pero en París”. No tuvo necesidad de llegar a tanto. Un día, en el Teatro Odeón, una vieja madame le propuso que fuese su dama de compañía y usted aceptó la propuesta, y cumplió su sueño de quedarse en París. A veces pienso que la señora Couteau-Cuchillo murió, dejándole sus bienes en herencia, y que con ese dinero usted vive tranquila y feliz en esa antigua y fea urbe a la que llaman “La Ciudad Luz”, no sé por qué, seguramente porque quienes así la bautizaron nunca la han visto en las tardes grises y oscuras del invierno. ¡Felicidades, Nancy!
(Transición)
Pero hay ocasiones en que me pongo triste, Nancy, y creo que muerta madame Couteau, usted quedó desprotegida, y, a lo peor terminó en la calle, sola, enferma, como esas heroínas de las novelas del XIX, que a usted le gustaban tanto. Créame, si hasta la escucho toser, en medio del frío de la medianoche, mientras, avejentada, pobre y sola, espera inútilmente a sus clientes que nunca llegan. En mis viajes la recordaba con más intensidad, porque fue la compañera ideal de ese primer maravilloso encuentro con Europa, esa otra anciana dama que tiene alguna que otra cicatriz, pero que sigue siendo tan atractiva. Europa… (Suspiro, pausa), Europa, que recorrimos juntos, aunque mis malvados vecinos dicen que nunca estuve allá, que me tomé unas cuantos fotos de estudio, con el fondo de esos telones pintados con góndolas, iglesias, palacios; que tiré la herencia de mi padre en sitios de mala muerte y peor fama, por ahí en las ciudades de la costa, y luego volví con las historias de viajes, habiendo, simplemente, leído en algún libro cosas sobre los sitios de los que hablaba. ¡Gentes perversas, calumniadoras, infames! Pero acá todo el mundo la conocía a usted Nancy. ¿Verdad? (Pregunta al público, sin obtener respuesta alguna). No es posible que ninguno de ustedes recuerde a la bella Nancy, con quien paseábamos largamente por la orilla del río, por el parque central, y por los sitios más bonitos de esta pequeña ciudad, que puede ser muy atractiva cuando se la mira con atención, aunque guarde en su seno unos pocos sujetos amargados, calumniadores, capaces de hacer mucho daño. Sí, Nancy, han llegado al extremo de decir que usted es una más de mis invenciones, que no existió jamás… que no existió más que en mi mente…, que no existió… ¡qué dolor!
(Transición)
Nancy, ¿fue bello ese viaje, verdad? En donde esté, seguro que lo recordará con ternura, con emoción. Todo fue encantador, hasta que llegamos a esa horrible Paris de sus sueños y de mis pesadillas. ¿Qué tenía esa ciudad tan vieja, como la misma señora Couteau, y tan maquillada como ella, para parecer joven y hermosa, que la atrajera tanto, mi querida Nancy? Todo es viejo en París. De acuerdo, todo es viejo en Europa, y quizás esa vejez es su mayor atractivo: viejas calles, viejas edificaciones, viejos parques con estatuas verdosas por la humedad y la herrumbre, viejas iglesias que parecen al borde del hundimiento. Todo es así allá, pero en París se siente más esa atmósfera de caída, de hundimiento, de decadencia.
(Transición)
-Sí, Nancy, ¿recuerda que yo le había dicho eso, en el amanecer de Venecia, durante nuestro paseo por los laberintos de una ciudad poco turística, sucia, maloliente? “Es la decadencia”. Quizás el recuerdo de una novela que habíamos leído en el viaje, “Muerte en Venecia”, contribuyó a esa mala imagen del lugar.
(Transición)
Cuando ya estuvimos un poco descansados salimos de nuevo en busca de la otra Venecia, la turística, la de calendario. Mi compañera de viaje tenía algo que llaman el mareo de tierra, pues se bajaba de las embarcaciones y seguía con la sensación de que estuviera oscilando, como si continuase en las sucias aguas de los canales. El Mediterráneo es azul. Usted lo toma en su mano, y lo mira, azul, pero el Adriático tiene un color terroso, oscuro, enfermizo. Italia es el país más bello del mundo, y Venecia es una joya construida sobre las aguas, pero, a ratos, Venecia es el sitio más horrible de la tierra, igual que en esa novela de Thomas Mann. Sí, igual, igual. Un lugar al borde del hundimiento, podrido, terrible, y que puede ser asolado por la peste. Una peste que aterra al protagonista de ese tremendo pequeño libro, hasta que lo infecta y termina con él.  (Pausa)
-Desde una callecita, entramos en la plaza, y oímos el rumor, como una marea viva. ¡Eran las palomas! Sí, ellas producían ese ruido. Todas ellas, juntas, simultáneamente. ¿Cómo se llama eso que hace una paloma (imita el sonido del zureo, y pregunta al público)
Una voz.- Zurear.
-Sí, eso, eso. Imagínese usted, miles de palomas zureando al mismo tiempo. Es algo tremendo, imposible de describir. Zureando, y nosotros sin lograr entender el origen de ese rumor de mar vivo, sin llegar a convencernos que se estaba originando allí mismo, a nuestros pies. Y Nancy sonriendo, “ahora sí soy un barco en tierra, en medio de este mar de palomas, Nicolás”. (Transiciones)
Escucho, de otros diluvios… Ya, ya recuerdo, Giuseppe Ungaretti, así se llamaba el poeta de esos versitos mínimos sobre la paloma y el otro diluvio. ¿Recuerda?
Y toda esa plaza sonando como un mínimo, pero intenso oleaje. Seguro que él estuvo allí, tal vez un momento a la deriva, como Nancy y yo, y vivió esa experiencia antes de escribir el poema. De otros diluvios, una paloma, cien palomas, mil palomas, miles de ellas… En esa plaza veneciana, frente a  la iglesia que tiene un reloj y unos caballos y unos adornos dorados. ¿Cómo se llamaba?
Una voz.- San Marcos.
-Sí… (pensativo) San Marcos. Sabe, empiezo a olvidar muchas cosas últimamente, ¡qué espanto! A lo mejor pronto no sabré siquiera quién soy. Pero, a propósito, no me he presentado: soy Nicolás Perdomo, solterón empedernido; en una época ya lejana, rico heredero y viajero impenitente. Mucho gusto (extiende la mano hacia su imaginaria visita). San Marcos, claro… Y los caballos que vinieron de Bizancio, no es así Nancy? Nancy, querida Nancy, en dónde está usted? Quiero que le explique a mi amigo la historia de esos caballos que vinieron de Bizancio y que eran muy antiguos, quizás del último período de la escultura griega, ¿verdad, Nancy?, usted que sabía tantas cosas sobre Europa y sobre todo, Nancy…
 (Transición)
-Italia, bella, cuna de la cultura de Occidente, yo le decía… Claro, usted puede objetar que no, que fue Grecia, pero es que allá no queda nada entero, todo está en ruinas. ¿Cree que a los antiguos dioses les gustaría vivir entre tantas piedras rotas, entre cientos de columnas caídas, en medio de vestigios irreconocibles de lo que le comentan - y quién sabe, le mienten- que fue el templo de Artemisa, el de Febo Apolo, el de Atenea Palas…? No, ningún inmortal gusta del destrozo, de unos fragmentos de frisos o estatuas, de unas rotas bases de monumentos… En cambio deben vivir a gusto en Italia, en donde todo, hasta la decadente Venecia, es hermoso. Grecia solo es el recuerdo, Italia es vida, vida…
(Transición)
-Pudimos quedarnos en Venecia, Nancy, o en Florencia... Con lo que me enviaba mi madre, y con alguna pequeña entrada por su trabajo y el mío… Digo. No, no he trabajado mucho en la vida, pero hubiera podido hacer algo, pienso. Y los hijos, sí, un lindo lugar para vivir. Claro, nunca hablamos de estas cosas, Nancy, nunca, pero, quién sabe, si lo hubiésemos hecho a tiempo, talvez usted…, yo…, nosotros. Usted era un alma muy sensible, quizás solo faltó una decisión de mi parte. Todavía recuerdo el viejo palacio florentino convertido en albergue. Una fuente en el centro del jardín, y usted, emocionada ante un lirio de agua, un nenúfar…La belleza le emocionaba tanto, quizás el descubrimiento del amor le habría colmado, digo… Pero todo eso, el viaje, las emociones, los descubrimientos, todo es como Grecia, Nancy, recuerdos de un pasado completamente muerto.
(Transición. El resto tiene cada vez más un tono delirante)
-Mire amigo, esto es Florencia, no, no, parece otro sitio. Quizás Pisa o Siena. ¿En dónde está esta torre? ¿Londres? No, no, solo estuvimos de paso, Nancy, ¿verdad? ¿Y ese reloj? Esto es Paris, Nancy, la ciudad de sus sueños, sí. Esta es la torre Eiffel. ¿Que la torre Eiffel no está inclinada? Entonces, ¿qué sitio es éste? Antes tenía atadas las fotos en grupitos, con cintas y una cartulina con el nombre del lugar, para que no se confundieran, para que los recuerdos no se mezclaran, Nancy, porque siempre hay el riesgo de que confundamos un sitio con otro, una persona con otra, que nos confundamos nosotros mismos… Nosotros.
¿Puedo ofrecerle una copa, señor? Gracias por visitarme. Seguramente le atrajo la fama de viajero incansable que tiene don Nicolás Perdomo –ése soy yo-. Sírvase. Es un ron de ciento cincuenta años, regalo de un joyero marsellés que tenía su negocio en… ¿Se va usted? No le interesa lo que tengo que contarle? Es mucho todavía, sobre Venecia y los caballos de Bizancio, venidos de Constantinopla en la época de las Cruzadas; sobre el bar del parque Monceau, y la torre inclinada de… ¿dónde?, ¿dónde está todo eso? Y tenía un reloj. Y al frente había una logia con estatuas. A lo mejor era Roma, mire los paquetes de fotos se han mezclado, como se va mezclando todo en mi memoria. La vejez es terrible… el olvido… la soledad. ¿Se va? No quiere tomarse una copita de mi ron de ciento cincuenta años, recuerdo de… ¿de quién, Nancy, usted sabe quién me lo dio y en dónde, verdad? Era un sitio que tenía una media luna de mar entre las casas. Claro. ¿Sería Milán? ¿Qué vimos en Milán que nos gustó tanto, Nancy? ¿Un jardín con una fuente en el centro, y un lirio de agua, Nancy? Esto está tan oscuro como París en invierno, e igual de frío, pero se hará la luz, verdad? Se hará la luz, y los recuerdos volverán a ordenarse, como pequeños montones de fotografías, atados con cintas, y los guardaré celosamente en esta caja de viejas galletas europeas.
Nancy, Nancy… El último visitante se ha ido, es hora de terminar la función.

(OSCURO)