4/9/14

La escuela de los maridos MOLIERE









La escuela de los maridos
MOLIERE

PERSONAJES


DON GREGORIO
DON MANUEL
DOÑA ROSA
DOÑA LEONOR
JULIANA
DON ENRIQUE
COSME
UN COMISARIO
UN ESCRIBANO
UN LACAYO. No habla.
UN CRIADO. No habla.


La escena es en Madrid, en la plazuela de los Afligidos.


La primera casa a mano derecha, inmediata al proscenio, es la de DON GREGORIO, y la de enfrente, la de DON MANUEL. Al fin de la acera junto al foro está la de DON ENRIQUE, y al otro lado la del comisario. Habrá salidas de calle practicables, para salir y entrar los personajes de la comedia.


La acción empieza a las cinco de la tarde y acaba a las ocho de la noche.




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Acto I




Escena I


DON MANUEL, DON GREGORIO.


DON GREGORIO.- Y por último, señor Don Manuel, aunque usted es en efecto mi hermano mayor, yo no pienso seguir sus correcciones de usted ni sus ejemplos. Haré lo que guste, y nada más; y me va muy lindamente con hacerlo así.
DON MANUEL.- Ya; pero das lugar a que todos se burlen, y...
DON GREGORIO.- ¿Y quién se burla? Otros tan mentecatos como tú.
DON MANUEL.- Mil gracias por atención, señor Don Gregorio.
DON GREGORIO.- Y bien, ¿qué dicen esos graves censores?, ¿qué hallan en mí que merezca su desaprobación?
DON MANUEL.- Desaprueban la rusticidad de tu carácter; esa aspereza que te aparta del trato y los placeres honestos de la sociedad; esa extravagancia que te hace tan ridículo en cuanto piensas y dices y obras, y hasta en el modo de vestir te singulariza.
DON GREGORIO.- En eso tienen razón, y conozco lo mal que hago en no seguir puntualmente lo que manda la moda; en no proponerme por modelo a los mocitos evaporados, casquivanos y pisaverdes. Si así lo hiciera, estoy bien seguro de que mi hermano mayor me lo aplaudiría; porque gracias a Dios, le veo acomodarse puntualmente a cuantas locuras adoptan los otros.
DON MANUEL.- ¡Es raro empeño el que has tomado de recordarme tan a menudo que soy viejo! Tan viejo soy, que te llevo dos años de ventaja; yo he cumplido cuarenta y cinco y tú cuarenta y tres; pero aunque los míos fuesen muchos más, ¿sería ésta una razón para que me culparas el ser tratable con las gentes, el tener buen humor, el gustar de vestirme con decencia, andar limpio y...? ¿Pues, qué? ¿La vejez nos condena, por ventura, a aborrecerlo todo; a no pensar en otra cosa que en la muerte? ¿O deberemos añadir a la deformidad que traen los años consigo, un desaliño y voluntario, una sordidez que repugne a cuantos nos vean, y sobre todo, un mal humor y un ceño que nadie pueda sufrir? Yo te aseguro que si no mudas de sistema, la pobre Rosita será poco feliz con un marido tan impertinente como tú, y que el matrimonio que la previenes será, tal vez, un origen de disgustos y de recíproco aborrecimiento, que...
DON GREGORIO.- La pobre Rosita vivirá más dichosa conmigo que su hermanita, la pobre Leonor, destinada a ser esposa de un caballero de tus prendas y de tu mérito. Cada uno procede y discurre como le parece, señor hermano... Las dos son huérfanas; su padre, amigo nuestro, nos dejó encargada al tiempo de su muerte la educación de entrambas, y previno que si andando el tiempo queríamos casarnos con ellas, desde luego aprobaba y bendecía esta unión; y en caso de no verificarse, esperaba que las buscaríamos una colocación proporcionada, fiándolo todo a nuestra honradez y a la mucha amistad que con él tuvimos. En efecto, nos dio sobre ellas la autoridad de tutor, de padre y esposo. Tú te encargaste de cuidar de Leonor y yo de Rosita; tú has enseñado a la tuya como has querido, y yo a la mía como me ha dado la gana. ¿Estamos?
DON MANUEL.- Sí; pero me parece a mí...
DON GREGORIO.- Lo que a mí me parece es que usted no ha sabido educar la suya; pero repito que cada cual puede hacer en esto lo que más le agrade. Tú consientes que la tuya sea despejada y libre y pizpireta: séalo en buen hora. Permites que tenga criadas y se deje servir como una señorita: lindamente. La das ensanches para pasearse por el lugar, ir a visitas y oír las dulzuras de tanto enamorado zascandil: muy bien hecho. Pero yo pretendo que la mía viva a mi gusto y no al suyo; que se ponga un juboncito de estameña; que no me gaste zapaticos de color, si no los días en que repican recio; que se esté quietecita en casa, como conviene a una doncella virtuosa; que acuda a todo; que barra, que limpie, y cuando haya concluido estas ocupaciones, me remiende la ropa y haga calceta. Esto es lo que quiero, y que nunca oiga las tiernas quejas de los mozalbetes antojadizos; que no hable con nadie, ni con el gato, sin tener escucha; que no salga de casa jamas, sin llevar escolta... La carne es frágil, señor mío, yo veo los trabajos que pasan otros, y puesto que ha de ser mi mujer, quiero asegurarme de su conducta, y no exponerme a aumentar el número de los maridos zanguangos.




Escena II


DOÑA LEONOR, DOÑA ROSA, JULIANA; las tres salen con mantilla y basquiña de casa de DON GREGORIO, y hablan inmediatas a la puerta. DON GREGORIO, DON MANUEL.


DOÑA LEONOR.- No te dé cuidado. Si te riñe, yo me encargo de responderle.
JULIANA.- ¡Siempre metida en un cuarto, sin ver la calle, ni poder hablar con persona humana! ¡Qué fastidio!
DOÑA LEONOR.- Mucha lástima tengo de ti.
DOÑA ROSA.- Milagro es que no me haya dejado debajo de llave, o me haya llevado consigo, que aún es peor.
JULIANA.- Le echaría yo más alto que...
DON GREGORIO.- ¡Oiga! ¿Y adónde van ustedes, niñas?
DOÑA LEONOR.- La he dicho a Rosita que se venga conmigo, para que se esparza un poco. Saldremos por aquí por la puerta de San Bernardino, y entraremos por la de Foncarral. Don Manuel nos hará el gusto de acompañarnos...
DON MANUEL.- Sí, por cierto, vamos allá.
DOÑA LEONOR.- Y, mire usted; yo me quedo a merendar en casa de Doña Beatriz... Me ha dicho tantas veces que por qué no llevo a ésta por allá, que ya no sé qué decirla, conque, si usted quiere, irá conmigo esta tarde: merendaremos, nos divertiremos un rato por el jardín y al anochecer estamos de vuelta.
DON GREGORIO.- Usted (A DOÑA LEONOR, a JULIANA, a DON MANUEL y a DOÑA ROSA, según lo indica el diálogo.) puede irse adonde guste; usted puede ir con ella... Tal para cual. Usted puede acompañarlas, si lo tiene a bien; y usted a casa.
DON MANUEL.- Pero, hermano, déjalas que se diviertan y que...
DON GREGORIO.- A más ver. (Coge del brazo a DOÑA ROSA, haciendo ademán de entrarse con ella en su casa.)
DON MANUEL.- La juventud necesita...
DON GREGORIO.- La juventud es loca, y la vejez es loca también, muchas veces.
DON MANUEL.- ¿Pero, hay algún inconveniente en que se vaya con su hermana?
DON GREGORIO.- No, ninguno; pero conmigo está mucho mejor.
DON MANUEL.- Considera que...
DON GREGORIO.- Considero que debe hacer lo que yo la mande, y considero que me interesa mucho su conducta.
DON MANUEL.- Pero, ¿piensas tú que me será indiferente a mí la de su hermana?
JULIANA.- (Aparte.) ¡Tuerto maldito!
DOÑA ROSA.- No creo que tiene usted motivo ninguno para...
DON GREGORIO.- Usted calle, señorita, que ya la explicaré yo a usted si es bien hecho querer salir de casa, sin que yo se lo proponga; y la lleve, y la traiga, y la cuide.
DOÑA LEONOR.- Pero, ¿qué quiere usted decir con eso?
DON GREGORIO.- Señora Doña Leonor, con usted no va nada. Usted es una doncella muy prudente. No hablo con usted.
DOÑA LEONOR.- Pero, ¿piensa usted que mi hermana estará mal en mi compañía?
DON GREGORIO.- ¡Oh, qué apurar! (Suelta el brazo de DOÑA ROSA y se acerca adonde están los demás.) No estará muy bien, no señora; y hablando en plata, las visitas que usted la hace me agradan poco; y el mayor favor que usted puede hacerme es el de no volver por acá.
DOÑA LEONOR.- Mire usted, señor Don Gregorio, usando con usted de la misma franqueza, le digo que yo no sé cómo ella tomará semejantes procedimientos, pero bien adivino el efecto que haría en mí, una desconfianza tan injusta. Mi hermana es, pero dejaría de tener mi sangre, si fuesen capaces de inspirarla amor esos modales feroces y esa opresión en que usted la tiene.
JULIANA.- Y dice bien. Todos esos cuidados son cosa insufrible. ¡Encerrar de esa manera a las mujeres! Pues qué, ¿estamos entre turcos? Que dicen que las tienen allá como esclavas, y que por eso son malditos de Dios. ¡Vaya que nuestro honor debe ser cosa bien quebradiza, si tanto afán se necesita para conservarle! Y, ¿qué piensa usted, que todas esas precauciones pueden estorbarnos el hacer nuestra santísima voluntad? Pues no lo crea usted; y al hombre más ladino le volvemos tarumba cuando se nos pone en la cabeza burlarle y confundirle. Ese encerramiento y esas centinelas son ilusiones de locos, y lo más seguro es fiarse de nosotras. El que nos oprime a grandísimo peligro se expone; nuestro honor se guarda a sí mismo; y el que tanto se afana en cuidar de él, no hace otra cosa que despertarnos el apetito. Yo, de mí sé decir, que si me tocara en suerte un marido tan caviloso como usted y tan desconfiado, por el nombre que tengo, que me las había de pagar.
DON GREGORIO.- Mira la buena enseñanza que das a tu familia, ¡ves! ¡Y lo sufres con tanta paciencia!
DON MANUEL.- En lo que ha dicho no hallo motivos de enfadarme, sino de reír; y bien considerado no la falta razón. Su sexo necesita un poco de libertad, Gregorio, y el rigor excesivo no es a propósito para contenerle. La virtud de las esposas y de las doncellas no se debe ni a la vigilancia más suspicaz, ni a las celosías, ni a los cerrojos. Bien poco estimable sería una mujer, si solo fuese honesta por necesidad y no por elección. En vano queremos dirigir su conducta, si antes de todo no procuramos merecer su confianza y su cariño. Yo te aseguro que a pesar de todas las precauciones imaginables, siempre temería que peligrase mi honor en manos de una persona a quien sólo faltase la ocasión de ofenderme si por otra parte la sobraban los deseos.
DON GREGORIO.- Todo eso que dices no vale nada. (JULIANA se acerca a DOÑA ROSA que estará algo apartada. DON GREGORIO lo advierte, la mira con enojo y JULIANA vuelve a retirarse.)
DON MANUEL.- Será lo que tú quieras... Pero insisto en que es menester instruir a la juventud con la risa en los labios; reprehender sus defectos con grandísima dulzura, y hacerla que ame la virtud, no que a su nombre se atemorice. Estas máximas he seguido en la educación de Leonor. Nunca he mirado como delito sus desahogos inocentes; nunca me he negado a complacer aquellas inclinaciones, que son propias de la primera edad, y te aseguro que hasta ahora no me ha dado motivos de arrepentirme. La he permitido que vaya a concurrencias, a diversiones; que baile, que frecuente los teatros, porque en mi opinión (suponiendo siempre los buenos principios) no hay cosa que más contribuya a rectificar el juicio de los jóvenes. Y a la verdad, si hemos de vivir en el mundo, la escuela del mundo instruye mejor que los libros más doctos. Su padre dispuso que fuera mi mujer, pero estoy bien lejos de tiranizarla, para ninguna cosa la daré mayor libertad que para esta resolución porque no debo olvidarme de la diferencia que hay entre sus años y los míos. Más quiero verla ajena, que poseerla a costa de la menor repugnancia suya.
DON GREGORIO.- ¡Qué blandura! ¡Qué suavidad! Todo es miel y almíbar... Pero, permítame usted que le diga, señor hermano: que cuando se ha concedido en los primeros años demasiada holgura a una niña, es muy difícil o acaso imposible el sujetarla después, y que se verá usted sumamente embrollado, cuando su pupila sea ya su mujer, y por consecuencia tenga que mudar de vida y costumbres.
DON MANUEL.- Y, ¿por qué ha de hacerse esa mudanza?
DON GREGORIO.- ¿Por qué?
DON MANUEL.- Sí.
DON GREGORIO.- No sé. Si usted no lo alcanza, yo no lo sé tampoco.
DON MANUEL.- ¿Pues hay algo en eso contra la estimación?
DON GREGORIO.- ¡Calle! ¿Conque si usted se casa con ella, la dejará vivir en la misma santa libertad que ha tenido hasta ahora?
DON MANUEL.- ¿Y por qué no?
DON GREGORIO.- ¿Y consentirá que gaste blondas, y cintas, y flores, y abaniquitos de anteojo, y...
DON MANUEL.- Sin duda.
DON GREGORIO.- ¿Y que vaya al prado y a la comedia con otras cabecillas, y habrá simoníaco y merienda en el río y...?
DON MANUEL.- Cuando ella quiera.
DON GREGORIO.- ¿Y tendrá usted conversación en casa, chocolate, lotería, baile, fortepiano y coplitas italianas?
DON MANUEL.- Preciso.
DON GREGORIO.- ¿Y la señorita oirá las impertinencias de tanto galán amartelado?
DON MANUEL.- Si no es sorda.
DON GREGORIO.- ¿Y usted callará a todo, y lo verá con ánimo tranquilo?
DON MANUEL.- Pues ya se supone.
DON GREGORIO.- Quítate de ahí, que eres un loco... Vaya usted adentro, niña; usted no debe asistir a pláticas tan indecentes. (Hace entrar en su casa a DOÑA ROSA apresuradamente, cierra la puerta y se pasea colérico por el teatro.)




Escena III


DON MANUEL, DON GREGORIO, DOÑA LEONOR, JULIANA.


DON MANUEL.- Ya te lo he dicho. La que sea mi esposa vivirá conmigo en libertad honesta; la trataré bien, haré estimación de ella, y probablemente corresponderá como debe a este amor y a esta confianza.
DON GREGORIO.- ¡Oh! Qué gusto he de tener cuando la tal esposa le...
DON MANUEL.- ¿Qué?... Vamos, acaba de decirlo.
DON GREGORIO.- ¡Qué gusto ha de ser para mí!
DON MANUEL.- Yo ignoro cuál será mi suerte; pero creo que si no te sucede a ti el chasco pesado que me pronosticas, no será ciertamente por no haber hecho de tu parte cuantas diligencias son necesarias para que suceda.
DON GREGORIO.- Sí, ríe, búrlate. Ya llegará la mía, y veremos entonces cuál de los dos tiene más gana de reír.
DOÑA LEONOR.- Yo le aseguro del peligro con que usted le amenaza, señor Don Gregorio, y desprecio la infame sospecha que usted se atreve a suscitar delante de mí. Yo lo prometo, si llega el caso de que este matrimonio se verifique, que su honor no padezca, porque me estimo a mi propia en mucho; pero si usted hubiera de ser mi marido, en verdad que no me atrevería a decir otro tanto.
JULIANA.- Realmente es cargo de conciencia con los que nos tratan bien y hacen confianza de nosotras; pero con hombres como usted, pan bendito.
DON GREGORIO.- Vaya enhoramala, habladora, desvergonzada, insolente.
DON MANUEL.- Tú tienes la culpa de que ella hable así... Vamos Leonor. Allá te dejaré con tus amigas y yo me volveré a despachar el correo.
DOÑA LEONOR.- Pero, ¿no irá usted por mí?
DON MANUEL.- ¿Qué sé yo? Si no he ido al anochecer, el criado de Doña Beatriz puede acompañaros. Adiós, Gregorio. Conque, quedamos en que es menester mudar de humor, y en que esto de encerrar a las mujeres es mucho desatino. Soy criado de usted. (DON MANUEL y las dos mujeres se van por una de las calles.)
DON GREGORIO.- Yo no soy criado de usted. Vaya usted con Dios.




Escena IV


DON GREGORIO.- Dios los cría y ellos se juntan... ¡Qué familia! Un hombre maduro, empeñado en vivir como un mancebito de primera tijera, una solterita desenfadada, y mujer de mundo, unos criados sin vergüenza, ni... No, la prudencia misma no bastaría a corregir los desórdenes de semejante casa... Lo peor es que Rosita no aprenderá cosa buena con estos ejemplos, y tal vez pudieran malograrse las ideas de recogimiento y virtud que he sabido inspirarla... Pondremos remedio... Muy buena es la plazuela de Afligidos; pero en Griñon estará mejor. Sí, cuanto antes; y allí volverá a divertirse con sus lechugas y sus gallinitas.




Escena V
DON ENRIQUE, COSME, salen los dos de la casa de DON ENRIQUE y observan a DON GREGORIO, que estará distante.


COSME.- ¿Es él?
DON ENRIQUE.- Sí, él es; el cruel tutor de la hermosa prisionera que adoro.
DON GREGORIO.- Pero, ¡no es cosa de aturdirse al ver la corrupción actual de las costumbres!...
DON ENRIQUE.- Quisiera vencer mi repugnancia; hablar con él, y ver si logro de alguna manera introducirme.
DON GREGORIO.- En vez de aquella severidad que caracterizaba la honradez antigua, (Se acerca un poco DON ENRIQUE por el lado derecho de DON GREGORIO y le hace cortesía.) no vemos en nuestra juventud sino excesos de inobediencia, libertinaje y...
DON ENRIQUE.- Pero, ¿este hombre no ve?
COSME.- ¡Ay! Es verdad. Ya no me acordaba. Si éste es el lado del ojo huero. Vamos por el otro. (Hace que DON ENRIQUE pase por detrás de DON GREGORIO al lado opuesto.)
DON GREGORIO.- No, no, no... Es preciso salir de aquí. Mi permanencia en la corte no pudiera menos de... (Estornuda y se suena.)
DON ENRIQUE.- No hay remedio; yo quiero introducirme con él.
DON GREGORIO.- ¿Eh? (Se vuelve hacia el lado derecho, y no viendo a nadie prosigue su discurso.) Pensé que hablaban... A lo menos en un lugar, bendito Dios, no se ven estas locuras de por aquí.
COSME.- Acérquese usted.
DON GREGORIO.- ¿Quién va? (Vuelve por el lado derecho, se rasca la oreja, y al concluir una vuelta entera repara en DON ENRIQUE, que le hace cortesías con el sombrero. DON GREGORIO se aparta y DON ENRIQUE se le va acercando.) Las orejas me zumban... Allí todas las diversiones de las muchachas se reducen a... ¿Es a mí?
COSME.- Ánimo.
DON GREGORIO.- Allí ninguno de estos barbilindos viene con sus... ¡Qué diablos!... ¡Dale!... ¡Vaya que el hombre es atento!
DON ENRIQUE.- Mucho sentiría, caballero, haberle distraído a usted de sus meditaciones.
DON GREGORIO.- En efecto.
DON ENRIQUE.- Pero la oportunidad de conocer a usted que ahora se me presenta es para mí una fortuna, una satisfacción tan apetecible, que no he podido resistir al deseo de saludarle...
DON GREGORIO.- Bien.
DON ENRIQUE.- Y de manifestarle a usted con la mayor sinceridad, cuánto celebraría poderme ocupar en servicio suyo.
DON GREGORIO.- Lo estimo.
DON ENRIQUE.- Tengo la dicha de ser vecino de usted, en lo cual debo estar muy agradecido a mi suerte, que me proporciona...
DON GREGORIO.- Muy bien.
DON ENRIQUE.- Y, ¿sabe usted las noticias que hoy tenemos? En la corte aseguran, como cosa muy positiva...
DON GREGORIO.- ¿Qué me importa?
DON ENRIQUE.- Ya; pero a veces tiene uno curiosidad de saber novedades y...
DON GREGORIO.- ¡Eh!
DON ENRIQUE.- Realmente, (Después de una larga pausa prosigue DON ENRIQUE. Se para, deseando que DON GREGORIO le conteste, y viendo que no lo hace, sigue hablando.) Madrid es un pueblo en que se disfrutan más comodidades y diversiones que en otra parte... Las provincias en comparación de esto... Ya se ve, ¡aquella soledad, aquella monotonía!... ¿Y usted en qué pasa el tiempo?
DON GREGORIO.- En mis negocios.
DON ENRIQUE.- Sí; pero el ánimo necesita descanso, y a las veces se rinde por la demasiada aplicación a los asuntos graves... Y de noche, antes de recogerse, ¿qué hace usted?
DON GREGORIO.- Lo que me da la gana.
DON ENRIQUE.- Muy bien dicho. La respuesta es exactísima y desde luego se echa de ver su prudencia de usted en no querer hacer cosa que no sea muy de su agrado. Cierto que... Yo, si usted no estuviese muy ocupado, pasarla, así, algunas noches a su casa de usted y...
DON GREGORIO.- Agur. (Atraviesa por entre los dos, se entra en su casa y cierra.)




Escena VI


DON ENRIQUE, COSME.


DON ENRIQUE.- ¿Qué te parece, Cosme? ¿Ves, qué hombre éste?
COSME.- Asperillo es de condición y amargo de respuestas.
DON ENRIQUE.- ¡Ah!, ¡yo me desespero!
COSME.- Y, ¿por qué?
DON ENRIQUE.- ¿Eso me preguntas? Porque veo sin libertad a la prenda que más estimo; en poder de ese bárbaro, de ese dragón vigilante, que la guarda y la oprime.
COSME.- Auto en favor. Eso que a usted le apesadumbra, debiera hacerle concebir mayor esperanza. Sepa usted señor Don Enrique, para que se tranquilice y se consuele, que una mujer a quien celan y guardan mucho, está ya medio conquistada; y que el mal humor de los maridos y de los padres no hace otra cosa que adelantar las pretensiones del galán. Yo no soy enamoradizo, ni entiendo de esos filis; pero muchas veces oí decir a algunos de mis amos anteriores (corsarios de profesión) que no había para ellos mayor gusto que el de hallarse con uno de estos maridos fastidiosos, groseros, regañones, atisbadores, impertinentes, cavilosos, coléricos, que armados con la autoridad de maridos, a vista de los amantes de su mujer, la martirizan y la desesperan. ¿Y qué sucede? Lo que es natural, naturalísimo. Que el tímido caballero, animándose al ver el justo resentimiento de la señora por los ultrajes que ha padecido, se lastima de su situación, la consuela, la acaricia, la arrulla, y ella como es regular se lo agradece y... En fin, se adelanta camino. Créame usted, la aspereza del consabido tutor, le facilitará a usted los medios de enamorar a la pupila.
DON ENRIQUE.- ¿Qué facilidades me propones, cuando sabes que hace ya tres meses que suspiro en vano? Ganado el pleito, por el cual emprendí mi viaje de Córdoba a Madrid, entretengo con dilaciones a mi buen padre, impaciente de verme huyo del trato de mis amigos, de las muchas distracciones que ofrece la corte, me vengo a vivir a este barrio solitario, para estar cerca de Doña Rosita, y tener ocasiones de hablarla, y hasta ahora mi desdicha ha sido tan grande, que no lo he podido conseguir.
COSME.- Dicen que amor es invencionero y astuto; pero no me parece a mí que usted pone toda la diligencia que pide el caso, ni que discurre arbitrios para...
DON ENRIQUE.- ¿Y qué he de hacer yo, si la casa está cerrada siempre como un castillo? ¿Si no hay dentro de ella, criado ni criada alguna, de quien poder valerme? ¿Si nunca sale por esa puerta, sin ir acompañada de su feroz alcaide?
COSME.- ¿De suerte que ella todavía no sabe que usted la quiere?
DON ENRIQUE.- No sé qué decirte. Bien me ha visto que la sigo a todas partes y que me recato de que su tutor repare en mí. Cuando la lleva a misa, a San Marcos, allí estoy yo; si alguna vez se va a pasear con ella hacia la florida, al cementerio, o al camino de Maudes, siempre la he seguido a lo lejos. Cuando he podido acercarme, bien he procurado que lea en mis ojos lo que padece mi corazón; pero, ¿quién sabe si ella ha comprendido este idioma, y si agradece mi amor, o le desestima?
COSME.- A la fe que el tal lenguaje es un poco oscuro, si no te acompañan las palabras o las letras.
DON ENRIQUE.- No sé qué hacer para salir de esta inquietud, y averiguar si me ha entendido, y conoce lo que la quiero... Discurre tú algún arbitrio...
COSME.- Sí, discurramos.
DON ENRIQUE.- A ver si se puede...
COSME.- Ya lo entiendo; pero aquí no estamos bien. A casa.
DON ENRIQUE.- Pues, ¿qué importa que...?
COSME.- No ve usted que si el amigo estuviese ahí detrás de las persianas, avizorándonos con el ojo que le sobra... No, no, a casa... Y despacito, como que...
DON ENRIQUE.- Sí, dices bien. (Vanse los dos, encaminándose lentamente a casa de DON ENRIQUE.)




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Acto II




Escena I


Sale DON MANUEL por una de las calles, llega a su casa, tira de la campanilla; después de una breve pausa se abre la puerta, entra y queda cerrada como antes.


DON MANUEL.- Abre.




Escena II


DON GREGORIO, DOÑA ROSA. Salen los dos de casa de DON GREGORIO.


DON GREGORIO.- Bien; vete, que ya sé la casa; y aun por las señas que me das, también caigo en quien es el sujeto. (Se aparta un poco de DOÑA ROSA y vuelve después.)
DOÑA ROSA.- ¡Oh!, ¡favorezca la suerte los ardides que me inspira un inocente amor!
DON GREGORIO.- ¿No dices que has oído que se llama Don Enrique?
DOÑA ROSA.- Sí, Don Enrique.
DON GREGORIO.- Pues bien, tranquilízate. Vete adentro y déjame, que yo estaré con ese aturdido, y le diré lo que hace al caso. (Vuelve a apartarse, y se queda pensativo. Entretanto DOÑA ROSA se entra y cierra la puerta. DON GREGORIO llama a la de DON ENRIQUE.)
DOÑA ROSA.- Para una doncella, demasiado atrevimiento es éste... Pero, ¿qué persona de juicio se negará a disculparme, si considera el injusto rigor que padezco?
DON GREGORIO.- No perdamos tiempo... ¡Ah, de casa!... Gente de paz... Ya no me admiro de que el dichoso vecinito se me viniese haciendo tantas reverencias; pero yo le haré ver que su proyecto insensato no le...




Escena III


COSME, DON GREGORIO, DON ENRIQUE.


DON GREGORIO.- Qué bruto de... (Al salir COSME, da un gran tropezón con DON GREGORIO.) ¡No ve usted qué modo de salir!... ¡Por poco no me hace desnucar el bárbaro! (Mientras DON GREGORIO busca y limpia el sombrero que ha caído por el suelo, sale DON ENRIQUE, y durante la escena le trata con afectado cumplimiento, lo cual va impacientando progresivamente a DON GREGORIO.)
DON ENRIQUE.- Caballero, siento mucho que...
DON GREGORIO.- ¡Ah! Precisamente es usted el que busco.
DON ENRIQUE.- ¿A mí, señor?
DON GREGORIO.- Sí, por cierto... ¿No se llama usted Don Enrique?
DON ENRIQUE.- Para servir a usted.
DON GREGORIO.- Para servir a Dios... Pues, señor, si usted lo permite, yo tengo que hablarle.
DON ENRIQUE.- ¿Será tanta mi felicidad que pueda complacerle a usted en algo?
DON GREGORIO.- No, al contrario; yo soy el que trato de hacerle a usted un obsequio y por eso me he tomado la libertad de venir a buscarle.
DON ENRIQUE.- ¿Y usted venía a mi casa con ese intento?
DON GREGORIO.- Sí señor... ¿Y qué hay en eso de particular?
DON ENRIQUE.- ¿Pues no quiere usted que me admire? Y que envanecido con el honor de que...
DON GREGORIO.- Dejémonos ahora de honores y de envanecimientos... Vamos al caso.
DON ENRIQUE.- Pero, tómese usted la molestia de pasar adelante.
DON GREGORIO.- No hay para qué.
DON ENRIQUE.- Sí, sí, usted me hará este favor.
DON GREGORIO.- No, por cierto. Aquí estoy muy bien.
DON ENRIQUE.- ¡Oh! No es cortesía permitir que usted...
DON GREGORIO.- Pues yo le digo a usted que no quiero moverme.
DON ENRIQUE.- Será lo que usted guste. Cosme, volando, baja un taburete para el vecino. (COSME se encamina a la puerta de su casa para buscar el taburete, después se detiene dudando lo que ha de hacer.)
DON GREGORIO.- Pero si de pie le puedo a usted decir lo que...
DON ENRIQUE.- ¿De pie? ¡Oh! ¡No se trata de eso!
DON GREGORIO.- ¡Vaya, que el hombre me mortifica en forma!
COSME.- ¿Le traigo o le dejo? ¿Qué he de hacer?
DON GREGORIO.- No le traiga usted.
DON ENRIQUE.- Pero sería una desatención indisculpable...
DON GREGORIO.- Hombre, más desatención es no querer oír a quién tiene que hablar con usted.
DON ENRIQUE.- Ya oigo. (DON ENRIQUE hace ademán de ponerse el sombrero, pero al ver que DON GREGORIO le tiene aún en la mano, queda descubierto, le hace insinuaciones de que se le ponga primero. DON GREGORIO se impacienta y al fin se le ponen los dos.)
DON GREGORIO.- Así me gusta... Por Dios, dejémonos de ceremonias, que ya me... ¿Quiere usted oírme?
DON ENRIQUE.- Sí por cierto; con muchísimo gusto.
DON GREGORIO.- Dígame usted... ¿Sabe usted que yo soy tutor de una joven muy bien parecida, que vive en aquella casa de las persianas verdes y se llamó Doña Rosita?
DON ENRIQUE.- Sí, señor.
DON GREGORIO.- Pues bien; si usted lo sabe no hay para qué decírselo... ¿Y sabe usted que siendo muy de mi gusto esta niña, me interesa mucho su persona; aun más que por el pupilaje, por estar destinada al honor de ser mi mujer?
DON ENRIQUE.- No sabía eso. (Con sorpresa y sentimiento.)
DON GREGORIO.- Pues yo se lo digo a usted. Y además, le digo que si usted gusta, no trate de galanteármela y la deje en paz.
DON ENRIQUE.- ¿Quién?... ¡Yo, señor!
DON GREGORIO.- Sí, usted. No andemos ahora con disimulos.
DON ENRIQUE.- Pero, ¿quién le ha dicho a usted que yo esté enamorado de esa señorita?
DON GREGORIO.- Personas a quienes se puede dar entera fe y crédito.
DON ENRIQUE.- Pero, repito que...
DON GREGORIO.- ¡Dale!... Ella misma.
DON ENRIQUE.- ¿Ella? (Se admira y manifiesta particular interés en saber lo restante.)
DON GREGORIO.- Ella. ¿No le parece a usted que basta? Como es una muchacha muy honrada, y que me quiere bien desde su edad más tierna, acaba de hacerme relación de todo lo que pasa. Y me encarga además, que le advierta a usted que ha entendido muy bien lo que usted quiere decirla con sus miradas, desde que ha dado en la flor de seguirla los pasos; que no ignora sus deseos de usted, pero que esta conducta la ofende, y que es inútil que usted se obstine en manifestarla una pasión, tan repugnante al cariño que a mí me profesa.
DON ENRIQUE.- ¿Y dice usted que es ella misma la que le ha encargado...?
DON GREGORIO.- Sí señor, ella misma, la que me hace venir a darle a usted este consejo saludable. Y a decirle que habiendo penetrado desde luego sus intenciones de usted le hubiera dado este aviso mucho tiempo antes, si hubiese tenido alguna persona de quien fiar tan delicada comisión; pero que viéndose ya apurada y sin otro recurso, ha querido valerse de mí para que cuanto antes sepa usted que basta ya de guiñaduras; que su corazón todo es mío; y que si tiene usted un tantico de prudencia, es de esperar que dirigirá sus miras hacia otra parte. Adiós, hasta la vista. No tengo otra cosa que advertir a usted. (Se aparta de ellos, adelantándose hacia el proscenio.)
DON ENRIQUE.- Y bien, Cosme, ¿qué me dices de esto?
COSME.- Que no le debe dar a usted pesadumbre; que alguna maraña hay oculta; y sobre todo, que no desprecia su obsequio de usted la que le envía ese recado.
DON GREGORIO.- ¡Se ve que le ha hecho efecto!
DON ENRIQUE.- ¿Conque tú crees también que hay algún artificio?
COSME.- Sí... Pero vamos de aquí, porque está observándonos. (Los dos se entran en la casa de DON ENRIQUE; DON GREGORIO, después de haberlos observado, se pasea por el teatro.)




Escena IV


DON GREGORIO, DOÑA ROSA.


DON GREGORIO.- Anda, pobre hombre, anda, que no esperabas tu semejante visita... Ya se ve, ¡una niña virtuosa como ella es, con la educación que ha tenido!... Las miradas de un hombre la asustan, y se da por muy ofendida. (Mientras DON GREGORIO se pasea y hace ademanes de hablar solo, DOÑA ROSA abre su puerta y habla sin haberle visto; él por último se encamina a su casa y le sorprende hallar a DOÑA ROSA.)
DOÑA ROSA.- Yo me determino. Tal vez en la sorpresa que debe causarle no habrá entendido mi intención... ¡Oh!, es menester, si ha de acabarse esta esclavitud, no dejarle en dudas.
DON GREGORIO.- Vamos a verla y a contarla... ¡Calle! ¿Qué estabas aquí?... Ya despaché mi comisión.
DOÑA ROSA.- Bien impaciente estaba. ¿Y qué hubo?
DON GREGORIO.- Que ha surtido el efecto deseado, y el hombre queda que no sabe lo que le pasa. Al principio se me hacía el desentendido; pero luego que le aseguré que tú propia me enviabas, se confundió, no acertaba con las palabras, y no me parece que te vuelva a molestar.
DOÑA ROSA.- ¿Eso dice usted? Pues yo temo que ese bribón nos ha de dar alguna pesadumbre.
DON GREGORIO.- Pero, ¿en qué fundas ese temor, hija mía?
DOÑA ROSA.- Apenas había usted salido me fui a la pieza del jardín, a tornar un poco el fresco en la ventana, y oí que fuera de la tapia cantaba un chico, y se entretenía en tirar piedras al emparrado. Le reñí desde el balcón, diciéndole que se fuese de allí; pero él se reía y no dejaba de tirar. Como los cantos llegaban demasiado cerca, quise meterme adentro, temerosa de que no me rompiese la cabeza con alguno. Pues cuando iba a cerrar la ventana, viene uno por el aire que me pasó muy cerca de este hombro, y cayó dentro del cuarto. Pensaba yo que fuese un pedazo de yeso; acercome a cogerle, y... ¿Qué le parece a usted que era?
DON GREGORIO.- ¿Qué sé yo? Algún mendrugo seco, o algún troncho, o así...
DOÑA ROSA.- No, señor. Era este envoltorio de papel (Saca de la faltriquera un papel envuelto, y según lo indica el diálogo, le desenvuelve y va enseñándole a DON GREGORIO la caja y la carta.)
DON GREGORIO.- ¡Calle!
DOÑA ROSA.- Y dentro esta caja de oro.
DON GREGORIO.- ¡Oiga!
DOÑA ROSA.- Y dentro esta carta, dobladita como usted la ve, con su sobrescrito, y su sello de lacre verde, y...
DON GREGORIO.- ¡Picardía como ella!... ¿Y el muchacho?
DOÑA ROSA.- El muchacho desapareció al instante... Mire usted, el corazón le tengo tan oprimido que...
DON GREGORIO.- Bien te lo creo.
DOÑA ROSA.- Pero es obligación mía devolver inmediatamente la caja y la carta a ese diablo de ese hombre; bien que para esto era menester que alguno se encargase de... Porque atreverme yo a que usted mismo...
DON GREGORIO.- Al contrario, bobilla; de esa manera me darás una prueba de tu cariño. No sabes tú la fineza que en esto me haces. Yo, yo me encargo de muy buena gana de ser el portador.
DOÑA ROSA.- Pues tome usted. (Le da la caja, la carta y el papel en que estaba todo envuelto. DON GREGORIO lee el sobrescrito, y hace ademán de ir a abrir la carta; DOÑA ROSA pone las manos sobre las suyas y le detiene.)
DON GREGORIO.- «A mi señora, Doña Rosa Jiménez. -Enrique de Cárdenas». ¡Temerario, seductor! Veamos lo que te escribe y...
DOÑA ROSA.- ¡Ay! No por cierto; no la abra usted.
DON GREGORIO.- ¿Y qué importa?
DOÑA ROSA.- ¿Quiere usted que él se persuada a que yo he tenido la ligereza de abrirla? Una doncella debe guardarse de leer jamás los billetes que un hombre la envíe porque la curiosidad que en esto descubre, dará a sospechar que interiormente no la disgusta que la escriban amores. No señor, no. Yo creo que se le debe entregar la carta cerrada como está, y sin dilación ninguna para que vea el alto desprecio que hago de él, que pierda toda esperanza, y no vuelva nunca a intentar locura semejante.
DON GREGORIO.- ¡Tiene muchísima razón! (Se aparta hacia un lado y vuelve después a hablarla muy satisfecho. Mete la carta dentro de la caja, la envuelve curiosamente, y se la guarda.) Rosita, tu prudencia y tu virtud me maravillan. Veo que mis lecciones han producido en tu alma inocente sazonados frutos, y cada vez te considero más digna de ser mi esposa.
DOÑA ROSA.- Pero, si usted tiene gusto de leerla...
DON GREGORIO.- No, nada de eso.
DOÑA ROSA.- Léala usted si quiere, como no la oiga yo.
DON GREGORIO.- No, no señor. Si estoy muy persuadido de lo que me has dicho. Conviene llevarla así. Voy allá en un instante... Me llegaré después aquí a la botica, a encargar aquel ungüentillo para los callos... Volveré a hacerte compañía y leeremos un par de horas en Desiderio y Electo... ¡Eh! Adiós.
DOÑA ROSA.- Venga usted pronto. (Se entra DOÑA ROSA en su casa.)




Escena V


DON GREGORIO, COSME.


DON GREGORIO.- El corazón me rebosa de alegría al ver una muchacha de esta índole. Es un tesoro el que yo tengo en ella, de modestia y de juicio. ¡Ah! Quisiera yo saber si la pupila de mi docto hermano será capaz de proceder así. ¡No señor; las mujeres son, lo que se quiere que sean! (Va a casa de DON ENRIQUE y llama. Al salir COSME, desenvuelve el papel, le enseña la carta cerrada, se le pone todo en las manos y se va por una calle.) Deo gracias.
COSME.- ¿Quién es? ¡Oh! Señor Don...
DON GREGORIO.- Tome usted, dígale usted a su amo que no vuelva a escribir más cartas a aquella señorita, ni a enviarla cajitas de oro; porque está muy enfadada con él... Mire usted, cerrada viene. Dígale usted que por ahí podrá conocer el buen recibo que ha tenido, y lo que puede esperar en adelante.




Escena VI


DON ENRIQUE, COSME.


DON ENRIQUE.- ¿Qué es eso? ¿Qué te ha dado ese bárbaro?
COSME.- Esta caja, con esta carta, que dice que usted ha enviado a Doña Rosita... (DON ENRIQUE le oye con admiración, abre la carta y la lee cuando lo indica el diálogo.)
DON ENRIQUE.- ¡Yo!...
COSME.- La cual Doña Rosita se ha irritado tanto, según él asegura, de este atrevimiento, que se la vuelve a usted sin haberla querido abrir... Lea usted pronto y veremos si mi sospecha se verifica.
DON ENRIQUE.- «Esta carta le sorprenderá a usted sin duda. El designio de escribírsela, y el modo con que la pongo en sus manos, parecerán demasiado atrevidos; pero el estado en que me veo, no me da lugar a otras atenciones. La idea de que dentro de seis días he de casarme con el hombre que más aborrezco, me determina a todo; y no queriendo abandonarme a la desesperación, elijo el partido de implorar de usted el favor que necesito para romper estas cadenas. Pero no crea usted que la inclinación que le manifiesto sea únicamente procedida de mi suerte infeliz; nace de mi propio albedrío. Las prendas estimables que veo en usted, las noticias que he procurado adquirir de su estado, de su conducta y de su calidad, aceleran y disculpan esta determinación... En usted consiste que yo pueda cuanto antes llamarme suya; pues sólo espero que me indique los designios de su amor, para que yo le haga saber lo que tengo resuelto. Adiós, y considere usted que el tiempo vuela, y que dos corazones enamorados con media palabra deben entenderse.»
COSME.- ¿No le parece a usted que la astucia es de lo más sutil que puede imaginarse? ¿Sería creíble en una muchacha tan ingeniosa travesura de amor?
DON ENRIQUE.- ¡Esta mujer es adorable! Este rasgo de su talento y de su pasión, acrecen la que yo la tengo (DON GREGORIO sale por una de las calles y se detiene. Después se acerca.) y unido todo a la juventud, a las gracias y a la hermosura...
COSME.- Que viene el tuerto. Discurra usted lo que le ha de decir.




Escena VII


DON GREGORIO, DON ENRIQUE, COSME.


DON GREGORIO.- Allí se están amo y criado como dos peleles... Conque, dígame usted, caballerito. ¿Volverá usted a enviar billetes amorosos a quien no se los quiere leer? Usted pensaba encontrar una niña alegre, amiga de cuchicheos y citas, y quebraderos de cabeza. Pues ya ve usted el chasco que le ha sucedido... Créame, señor vecino, déjese de gastar la pólvora en salvas. Ella me quiere, tiene muchísimo juicio; a usted no le puede ver ni pintado, con que lo mejor es una buena retirada, y llamar a otra puerta, que por ésta no se puede entrar.
DON ENRIQUE.- Es verdad, su mérito de usted es un obstáculo invencible. Ya echo de ver que era una locura aspirar al cariño de Doña Rosita, teniéndole a usted por competidor.
DON GREGORIO.- ¡Ya se ve que era una locura!
DON ENRIQUE.- ¡Oh! Yo le aseguro a usted que, si hubiese llegado a presumir, que usted era ya dueño de aquel corazón, nunca hubiera tenido la temeridad de disputársele.
DON GREGORIO.- ¡Yo lo creo!
DON ENRIQUE.- Acabó mi esperanza, y renuncio a una felicidad, que estando usted de por medio, no es para mí.
DON GREGORIO.- En lo cual hace usted muy bien.
DON ENRIQUE.- Y aún es tal mi desdicha, que no me permite ni el triste consuelo de la queja porque, al considerar las prendas que le adornan a usted, ¿cómo he de atreverme a culpar la elección de Doña Rosa, que las conoce y las estima?
DON GREGORIO.- Usted dice bien.
DON ENRIQUE.- No haya más. Esta ventura no era para mí; desisto de un empeño tan imposible... Pero, si algo merece con usted un amante infeliz, (DON ENRIQUE dará particular expresión a estas razones, y a las que dice más adelante; deseoso de que DON GREGORIO las perciba bien y acierte a repetirlas.) de cuya aflicción es usted la causa, yo le suplico solamente que asegure en mi nombre a Doña Rosita, que el amor que de tres meses a esta parte la estoy manifestando es el más puro, el más honesto; y que nunca me ha pasado por la imaginación idea ninguna, de la cual su delicadeza y su pudor deban ofenderse.
DON GREGORIO.- Sí, bien está, se lo diré.
DON ENRIQUE.- Que como era tan voluntaria esta elección en mí, no tenía otro intento que el de ser su esposo; ni hubiera abandonado esta solicitud, si el cariño que a usted le tiene, no me opusiera un obstáculo tan insuperable.
DON GREGORIO.- Bien, se lo diré lo mismo que usted me lo dice.
DON ENRIQUE.- Sí, pero que no piense que yo pueda olvidarme jamás de su hermosura. Mi destino es amarla mientras me dure la vida; y si no fuese el justo respeto que me inspira su mérito de usted, no habría en el mundo ninguna otra consideración que fuese bastante a detenerme.
DON GREGORIO.- Usted habla y procede en eso como hombre de buena razón... Voy al instante a decirla cuanto usted me encarga... (Hace que se va y vuelve.) Pero, créame usted, Don Enrique, es menester distraerse, alegrarse y procurar que esa pasión se apague y se olvide. ¡Qué diantre! Usted es mozo y sujeto de circunstancias, con que es menester que... Vaya, vamos, ¿para qué es el talento?... Conque... ¡Eh! Adiós. (Se aparta de ellos encaminándose a su casa. DON ENRIQUE y COSME se van, y entran en la suya.)
DON ENRIQUE.- ¡Qué necio es!




Escena VIII


DON GREGORIO llama a su puerta y sale DOÑA ROSA.


DON GREGORIO.- Es increíble la turbación que ha manifestado el hombre, al ver su billete devuelto, y cerrado como él le envió... Asunto concluido. Pierde toda esperanza, y sólo me ha rogado con el mayor encarecimiento que te diga que su amor es honestísimo, que no pensó que te ofendieras de verte amada, que su elección es libre, que aspiraba a poseerte por medio del matrimonio, pero que sabiendo ya el amor que me tienes, sería un temerario en seguir adelante... ¿Qué sé yo cuánto me dijo?... Que nunca te olvidará, que su destino le obliga a morir amándote... Vamos, hipérboles de un hombre apasionado... Pero, que reconoce mi mérito y cede, y no volverá a darnos la menor molestia... No, es cierto que él me ha hablado con mucha cortesía y mucho juicio; eso sí... Compasión me daba el oírle... Conque, y tú, ¿qué dices a esto?
DOÑA ROSA.- Que no puedo sufrir que usted hable de esa manera de un hombre a quien aborrezco de todo corazón; y que si usted me quisiera tanto como dice, participaría del enojo que me causan sus procederes atrevidos.
DON GREGORIO.- Pero él, Rosita, no sabía que tú estuvieras tan apasionada de mí; y considerando las honestas intenciones de su amor, no merece que se le...
DOÑA ROSA.- Y le parece a usted honesta intención la de querer robar a las doncellas? ¿Es hombre de honor el que concibe tal proyecto y aspira a casarse conmigo por fuerza, sacándome de su casa de usted, como si fuera posible que yo sobreviviese a un atentado semejante?
DON GREGORIO.- ¡Oiga! Conque...
DOÑA ROSA.- Sí señor, ese pícaro trata de obtenerme por medio de un rapto... Yo no sé quién le da noticia de los secretos de esta casa, ni quién le ha dicho que usted pensaba casarse conmigo dentro de seis u ocho días a más tardar, lo cierto es que él quiere anticiparse, aprovechar una ocasión en que sepa que me he quedado sola y robarme... ¡Tiemblo de horror!
DON GREGORIO.- Vamos que todo eso no es más que hablar y...
DOÑA ROSA.- Sí, como hay tanto que fiar de su honradez y su moderación... ¡Válgame Dios! ¿Y usted le disculpa?
DON GREGORIO.- No por cierto, si él ha dicho eso, realmente procede mal, y el chasco sería muy pesado... Pero, ¿quién te ha venido a contar a ti esas...?
DOÑA ROSA.- Ahora mismo acabo de saberlo.
DON GREGORIO.- ¿Ahora?
DOÑA ROSA.- Sí señor, después que usted le volvió la carta.
DON GREGORIO.- Pero, chica, si no hice más que llegarme ahí a casa de Don Froilán el boticario, hablé dos palabras con el mancebo, me volví al instante y...
DOÑA ROSA.- Pues en ese tiempo ha sido. Luego que cerré, me puse a dar unas sopas a los gatitos, oigo llamar, y creyendo que fuese usted, bajé tan alegre... Mi fortuna estuvo en que no abrí. Pregunto quién es, y por la cerradura oigo una voz desconocida que me dijo: Señorita, mi amo sabe que vive usted cautiva en poder de ese bruto, que se quiere casar con usted en esta semana próxima. No tiene usted que desconsolarse, Don Enrique la adora a usted, y es imposible que usted desprecie un amor tan fino como el suyo. Viva usted prevenida, que de un instante a otro, cuando su tutor la deje sola, vendrá a sacarla de esta cárcel, la depositará a usted en una casa de satisfacción y... Yo no quise oír más, me subí muy queditito por la escalera arriba, me metí en mi cuarto... Yo pensé que me daba algún accidente.
DON GREGORIO.- Ése era el bribón del lacayo.
DOÑA ROSA.- A la cuenta.
DON GREGORIO.- Pero se ve que este hombre es loco.
DOÑA ROSA.- No tanto como a usted le parece. Mire usted si sabe disimular el traidor, y fingir delante de usted para engañarle con buenas palabras; mientras en su interior está meditando picardías... Harto desdichada soy por cierto, si a pesar del conato que pongo en conservar mi decoro y honestidad, he de verme expuesta a las tropelías de un hombre capaz de atreverse a las acciones más infames.
DON GREGORIO.- Vaya, vamos; no temas nada, que...
DOÑA ROSA.- No, esto pide una buena resolución. Es menester que usted le hable con mucha firmeza, que le confunda, que le haga temblar. No hay otro medio de librarme de él, ni de obligarle a que desista de una persecución tan obstinada.
DON GREGORIO.- Bien, pero no te desconsueles así, mujercita mía, no, que yo le buscaré, y le diré cuatro cosas bien dichas.
DOÑA ROSA.- Dígale usted si se empeña en negarlo, que yo he sido la que le he dado a usted esta noticia. Que son vanos sus propósitos. Que por más que lo intente, no me sorprenderá; y en fin, que no pierda el tiempo en suspiros inútiles, puesto que por su conducto de usted le hago saber mi determinación y que si no quiere ser causa de alguna desgracia irremediable, no espere a que se le diga una cosa dos veces.
DON GREGORIO.- ¡Oh! Sí..., yo le diré cuanto sea necesario.
DOÑA ROSA.- Pero de manera que comprenda bien, que soy yo la que se lo dice.
DON GREGORIO.- No, no le quedará duda, yo te lo aseguro.
DOÑA ROSA.- Pues bien. Mire usted que le aguardo con impaciencia, despáchese usted a venir. Cuando no le veo a usted, aunque sea por muy poco tiempo, me pongo triste.
DON GREGORIO.- Sí, éntrate, que al instante vuelvo, palomita, vida mía, ojillos negros... ¡Ay! ¡Qué ojos!... ¡Eh! Adiós... (DOÑA ROSA se entra en su casa y cierra.) ¡En el mundo no hay hombre más venturoso que yo! No puede haberle... (Da una vuelta por la escena lleno de inquietud y alegría, después llama a la puerta de DON ENRIQUE.) Digo, señor caballero galanteador, ¿podrá usted oírme dos palabras?




Escena IX


DON ENRIQUE, COSME, DON GREGORIO.


DON ENRIQUE.- ¡Oh! Señor vecino, ¿qué novedad le trae a usted a mis puertas?
DON GREGORIO.- Sus extravagancias de usted.
DON ENRIQUE.- ¿Cómo, así?
DON GREGORIO.- Bien sabe usted lo que quiero decirle, no se me haga el desentendido, como lo tiene de costumbre... Yo pensé que usted fuese persona de más formalidad, y en este concepto le he tratado, ya lo ha visto usted, con la mayor atención y blandura; pero hombre, ¿cómo ha de sufrir uno lo que usted hace, sin saltar de cólera? ¿No tiene usted vergüenza, siendo un sujeto decente y de obligaciones, de ocuparse en fabricar enredos; de querer sacar de su casa con engaño y violencia a una mujer honrada, de querer impedir un matrimonio en que ella cifra todas sus dichas? ¡Eh! Que eso es indigno.
DON ENRIQUE.- Y, ¿quién le ha dado a usted noticias tan ajenas de verdad, señor Don Gregorio?
DON GREGORIO.- Volvemos otra vez a la misma canción. Rosita me las ha dado. Ella me envía por última vez a decirle a usted que su elección es irrevocable, que sus planes de usted la ofenden, la horrorizan, que si no quiere usted dar ocasión a alguna desgracia, reconozca su desatino, y salgamos de tanto embrollo. (Empieza a oscurecerse lentamente el teatro y al acabarse el acto queda a media luz.)
DON ENRIQUE.- Cierto que si ella misma hubiese dicho esas expresiones, no sería cordura insistir en un obsequio tan mal pagado; pero...
DON GREGORIO.- ¿Conque usted duda que sea verdad?
DON ENRIQUE.- ¿Qué quiere usted, señor Don Gregorio? Es tan duro esto de persuadirse uno a que...
DON GREGORIO.- Venga usted conmigo. (Hasta el fin de la escena va y viene DON GREGORIO unas veces hacia su puerta, y otras a donde está DON ENRIQUE para que le siga.)
DON ENRIQUE.- Porque, al fin, como usted tiene tanto interés en que yo me desespere y...
DON GREGORIO.- Venga usted, venga usted... Rosa.
DON ENRIQUE.- No es decir esto que usted...
DON GREGORIO.- Nada. No hay que disputar. Si quiero que usted se desengañe... Rosita. Niña.
DON ENRIQUE.- ¡Pensar que una dama ha de responder con tal aspereza a quien no ha cometido otro delito que adorarla!
DON GREGORIO.- Usted lo verá. Ya sale.




Escena X


DOÑA ROSA, DON ENRIQUE, DON GREGORIO, COSME.


DOÑA ROSA.- ¿Qué es esto?... (Sorprendida al ver a DON ENRIQUE.) ¿Viene usted a interceder por él? ¿A recomendármele, para que sufra sus visitas, para que corresponda agradecida a su insolente amor?
DON GREGORIO.- No, hija mía. Te quiero yo mucho para hacer tales recomendaciones; pero este santo varón toma a juguete cuanto yo le digo, y piensa que le engaño, cuando le aseguro que tú no le puedes ver, y que a mí me quieres, que me adoras. No hay forma de persuadirle. Conque te le traigo aquí, para que tú misma se lo digas; ya que es tan presumido o tan cabezudo, que no quiere entenderlo.
DOÑA ROSA.- Pues, ¿no le he manifestado a usted ya cual es mi deseo, que todavía se atreve a dudar? ¿De qué manera debo decírselo?
DON ENRIQUE.- Bastante ha sido para sorprenderme, señorita, cuanto el vecino me ha dicho de parte de usted, y no puedo negar la dificultad que he tenido en creerlo. Un fallo tan inesperado, que decide la suerte de mi amor, es para mí de tal consecuencia, que no debe maravillar a nadie el deseo que tengo de que usted le pronuncie delante de mí.
DOÑA ROSA.- Cuanto el señor le ha dicho a usted ha sido por instancias mías, y no ha hecho en esto otra cosa que manifestarle a usted los íntimos afectos de mi corazón.
DON GREGORIO.- ¿Lo ve usted?
DOÑA ROSA.- Mi elección es tan honrada, tan justa, que no hallo motivo alguno que pueda obligarme a disimularla. De dos personas que miro presentes, la una es el objeto de todo mi cariño; la otra me inspira una repugnancia que no puedo vencer. Pero...
DON GREGORIO.- ¿Lo ve usted?
DOÑA ROSA.- Pero es tiempo ya de que se acaben las inquietudes que padezco. Es tiempo ya de que unida en matrimonio con el que es el único dueño de la vida mía, pierda el que aborrezco sus mal fundadas esperanzas; y sin dar lugar a nuevas dilaciones, me vea yo libre de un suplicio, más insoportable que la misma muerte.
DON GREGORIO.- ¿Lo ve usted?... Sí, monita, sí, yo cuidaré de cumplir tus deseos.
DOÑA ROSA.- No hay otro medio de que yo viva contenta. (Manifiesta en la expresión de sus palabras que las dirige a DON ENRIQUE, y en sus acciones que habla con DON GREGORIO.)
DON GREGORIO.- Dentro de muy poco lo estarás.
DOÑA ROSA.- Bien advierto que no pertenece a mi estado el hablar con tanta libertad...
DON GREGORIO.- No hay mal en eso.
DOÑA ROSA.- Pero, en mi situación, bien puede disimularse que use de alguna franqueza, con el que ya considero como esposo mío.
DON GREGORIO.- Sí, pobrecita mía... Sí, morenilla de mi alma.
DOÑA ROSA.- Y que le pida encarecidamente, si no desprecia un amor tan fino, que acelere las diligencias de nuestra unión.
DON GREGORIO.- Ven aquí, perlita, (Abraza a DOÑA ROSA, ella extiende la mano izquierda, y DON ENRIQUE que está detrás de DON GREGORIO, se la besa afectuosamente, y se retira al instante.) consuelo mío, ven aquí, que yo te prometo no dilatar tu dicha... Vamos, no te me angusties, calla que... Amigo, (Volviéndose muy satisfecho a hablar con DON ENRIQUE.) ya lo ve usted. Me quiere, ¿qué le hemos de hacer?
DON ENRIQUE.- Bien está, señora, usted se ha explicado bastante, y yo la juro por quien soy, que dentro de poco se verá libre de un hombre, que no ha tenido la fortuna de agradarla.
DOÑA ROSA.- No puede usted hacerme favor más grande, porque su vista es intolerable para mí. Tal es el horror, el tedio que me causa, que...
DON GREGORIO.- Vaya, vamos, que eso es ya demasiado.
DOÑA ROSA.- ¿Le ofendo a usted en decir esto?
DON GREGORIO.- No, por cierto... ¡Válgame Dios! No es eso, sino que también da lástima verle sopetear de esa manera... Una aversión tan excesiva...
DOÑA ROSA.- Por mucha que le manifieste, mayor se la tengo.
DON ENRIQUE.- Usted quedará servida, señora Doña Rosa. Dentro de dos o tres días, a más tardar, desaparecerá de sus ojos de usted una persona que tanto la ofende.
DOÑA ROSA.- Vaya usted con Dios, y cumpla su palabra.
DON GREGORIO.- Señor vecino, yo lo siento de veras, y no quisiera haberle dado a usted este mal rato, pero...
DON ENRIQUE.- No, no crea usted que yo lleve el menor resentimiento; al contrario, conozco que la señorita procede con mucha prudencia, atendido el mérito de entrambos. A mí me toca sólo callar, y cumplir cuanto antes me sea posible lo que acabo de prometerla. Señor Don Gregorio, me repito a la disposición de usted.
DON GREGORIO.- Vaya usted con Dios.
DON ENRIQUE.- Vamos pronto de aquí, Cosme, que reviento de risa. (Retirándose hacia su casa, entran en ella los dos, y se cierra la puerta.)




Escena XI


DON GREGORIO, DOÑA ROSA.


DON GREGORIO.- De veras te digo que este hombre me da compasión.
DOÑA ROSA.- Ande usted que no merece tanta como usted piensa.
DON GREGORIO.- Por lo demás, hija mía, es mucho lo que me lisonjea tu amor, y quiero darle toda la recompensa que merece... Seis u ocho días son demasiado término para tu impaciencia... Mañana mismo quedaremos casados y...
DOÑA ROSA.- ¿Mañana? (Turbada.)
DON GREGORIO.- Sin falta ninguna... Ya veo a lo que te obliga el pudor, pobrecilla. Y haces como que repugnas lo que estás deseando. ¿Te parece que no lo conozco?
DOÑA ROSA.- Pero...
DON GREGORIO.- Sí, amiguita, mañana serás mi mujer. Ahora mismo voy, antes que oscurezca, aquí a casa de Don Simplicio el escribano, para que esté avisado y no haya dilación. A Dios, hechicera. (DON GREGORIO se va por una calle. DOÑA ROSA entra en su casa y cierra.)
DOÑA ROSA.- ¡Infeliz de mí! ¿Qué haré para evitar este golpe?




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Acto III




Escena I


La escena es de noche. DOÑA ROSA sale de su casa, manifestando el estado de incertidumbre y agitación que denota el diálogo. DOÑA ROSA, DON GREGORIO.


DOÑA ROSA.- -No hay otro medio... Si me detengo un instante, vuelve, pierdo la ocasión de mi libertad, y mañana... No... Primero morir. Declarándoselo todo a mi hermana y a Don Manuel; pidiéndoles amparo, consejo... Es imposible que me abandonen. Desde su casa avisaré a mi amante; y él dispondrá cuanto fuere menester, sin que mi decoro padezca... (DON GREGORIO sale por una calle a tiempo que DOÑA ROSA se encamina a casa de su hermana; se detiene, y al conocerle duda lo que ha de hacer.) Vamos; pero... Gente viene... Y es él... ¡Desdichada! ¡Todo se ha perdido!
DON GREGORIO.- ¿Quién está ahí? ¿Eh? ¡Calle! ¡Rosita! ¿Pues cómo? ¿Qué novedad es ésta?
DOÑA ROSA.- ¿Qué le diré?
DON GREGORIO.- ¿Qué haces aquí, niña?
DOÑA ROSA.- Usted lo extrañará. (Indica en la expresión de sus palabras que va previniendo la ficción con que trata de disculparse.)
DON GREGORIO.- ¿Pues, no he de extrañarlo? ¿Qué ha sucedido? Habla.
DOÑA ROSA.- Estoy tan confusa y...
DON GREGORIO.- Vamos, no me tengas en esta inquietud. ¿Qué ha sido?
DOÑA ROSA.- Se enfadará usted si le digo...
DON GREGORIO.- No me enfadaré. Dilo presto... Vamos.
DOÑA ROSA.- Sí, precisamente se va usted a enojar; pero... Pues, tenemos una huéspeda.
DON GREGORIO.- ¿Quién?
DOÑA ROSA.- Mi hermana.
DON GREGORIO.- ¿Cómo?
DOÑA ROSA.- Sí señor, en mi cuarto la dejo encerrada con llave, para que no nos dé una pesadumbre. Yo iba a llamar a Doña Ceferina, la viuda del pintor, a fin de suplicarla que me hiciera el gusto de venirse a dormir esta noche a casa; porque al cabo, estando ella conmigo... Como es una mujer de tanto juicio, y...
DON GREGORIO.- ¿Pero, qué enredo es éste, Señor? Que hasta ahora, lléveme el diablo, si yo he podido entender cosa ninguna... ¿A qué ha venido tu hermana?
DOÑA ROSA.- Ha venido... Mire usted, le voy a revelar un secreto, que le va a dejar aturdido... Pero, no se ha de enfadar usted, ¿no?
DON GREGORIO.- ¡Dale!... ¿Lo quieres decir o tratas de que me desespere? ¿A qué ha venido tu hermana?
DOÑA ROSA.- Yo se lo diré a usted... Mi hermana está enamorada de Don Enrique.
DON GREGORIO.- ¿Ahora tenemos eso?
DOÑA ROSA.- Sí señor. Hace más de un año que se quieren, y casi el mismo tiempo que se han dado palabra de matrimonio. Por esto fue la mudanza desde la calle de Silva a la plazuela de Afligidos, pretextando Leonor que quería vivir cerca de mi casa; no siendo otro el motivo, que el de parecerla muy acomodado este barrio desierto, adonde también se mudó inmediatamente Don Enrique, para tener más ocasión de verle y hablarle; aprovechándose de la libertad que siempre la ha dado el bueno de Don Manuel.
DON GREGORIO.- ¿Pero, este Don Enrique o Don Demonio, a cuántas quiere? ¡Si yo estoy lelo!
DOÑA ROSA.- Yo le diré a usted. Continuaron estos amores hasta que Don Enrique, celoso de un Don Antonio de Escobar, oficial de la secretaría de guerra, con quien la vio una tarde en el jardín botánico, la envió un papel de despedida, lleno de expresiones amargas, y desde entonces no ha querido volverla a ver. Pareciole conveniente, además, pagar con celos que él la diese, los que le había causado el tal Don Antonio, y desde entonces dio en seguirme a donde quiera que fuese, y hacerme cortesías, y rondar la casa; todo sin duda para que mi hermana lo supiera y rabiase de envidia. Yo, que ignoraba esto, bien advertí las insinuaciones de Don Enrique; pero me propuse callar, y despreciarle, hasta que informada esta tarde de todo por lo que me dijo Leonor (la cual vino a hablarme, muy sentida, creyendo que yo fuese capaz de corresponder a ese trasto) resolví decirle a usted lo que a mí me pasaba; omitiendo todo lo demás, para que la estimación de mi hermana no padeciese... ¿Qué hubiera usted hecho en este apuro? ¿No hubiera usted hecho lo mismo?
DON GREGORIO.- Conque... Adelante.
DOÑA ROSA.- Pues como yo la dijese a Leonor que inmediatamente haría saber al dichoso Don Enrique, por medio de usted, cuánto me desagradaba su mal término, se desconsoló, lloró, me suplicó que no lo hiciese; pero yo la aseguré que no desistiría de mi propósito. Pensó llevarme a casa de Doña Beatriz para estorbármelo, usted no quiso que fuera con ella; y no parece sino que algún ángel le inspiró a usted aquella repugnancia. Lo que ha pasado esta tarde con el tal caballero bien lo sabe usted; pero falta decirle, que así que usted me dejó para ir a verse con el escribano, llegó mi hermana, la conté cuanto había ocurrido y... ¡Vaya! No es posible ponderarle a usted la aflicción que manifestó. Llamó a su criada, la habló en secreto, y quedándose conmigo sola me dijo, en un tono de desesperación que me hizo temblar; que la chica había ido a su casa a decir que esta noche no iría, porque Doña Beatriz se había puesto mala, y la había robado que se quedase con ella. Y que también iba encargada de avisar a Don Enrique en nombre mío, de que a las doce en punto le esperaba yo en el balcón de mi cuarto que da al jardín. Con este engaño se propone hablarle, y dar a sus celos cuantas satisfacciones quiera pedirla.
DON GREGORIO.- ¡Picarona!, ¡enredadora!, ¡desenvuelta!... Y bien, ¿tú qué la has dicho?
DOÑA ROSA.- Amenazarla de que usted y Don Manuel sabrán todo lo que pasa; y que yo seré quien se lo diga, para que pongan remedio en ello. Afearla su deshonesto proceder, instarla a que se fuera de mi casa inmediatamente.
DON GREGORIO.- ¿Y ella?
DOÑA ROSA.- Ella me respondió, que si no la sacan arrastrando de los cabellos, no se irá. Que en hablando con Don Enrique y desvaneciendo sus quejas, ni a usted, ni a Don Manuel, ni a todo el mundo teme.
DON GREGORIO.- Mi hermano merece esto y mucho más... Pero, ¿cómo he de sufrir yo en mi casa tales picardías? No señor. Yo la daré a entender a esa desvergonzada, que si ha contado contigo para seguir adelante en su desacuerdo, se ha equivocado mucho; y que yo no soy hombre de los que se dejan llevar al pilón, como el otro bárbaro. Yo la diré lo que... Vamos. (Quiere entrar en su casco y DOÑA ROSA le detiene.)
DOÑA ROSA.- No señor, por Dios, no entre usted. Al fin es mi hermana. Yo entraré sola, y la diré que es preciso que se vaya al instante, o a su casa, o a lo menos a la de Doña Beatriz, si teme que Don Manuel extrañe ahora su vuelta. (Hace que se va hacia su casa y vuelve.)
DON GREGORIO.- Muy bien, aquí espero a que salga.
DOÑA ROSA.- Pero no se descubra usted, no la hable, no se acerque, no la siga... Si le viese a usted sería tanta su confusión y sobresalto, que pudiera darla un accidente... Si ella quiere enmendar este desacierto aún hay remedio; y mucho más, si ese hombre se va como ha prometido... En fin, yo la haré salir de casa, que es lo que importa; pero por Dios, retírese usted y no trate de molestarla.
DON GREGORIO.- ¡Marta la piadosa!... ¡Cierto que merece ella toda esa caridad!
DOÑA ROSA.- Es mi hermana.
DON GREGORIO.- ¡Y qué poco se parece a ti la dichosa hermana!... Vamos, entra y veremos si logras lo que te propones.
DOÑA ROSA.- Yo creo que sí.
DON GREGORIO.- Mira que si se obstina en que ha de quedarse, subo allá arriba y la saco a patadas.
DOÑA ROSA.- No será menester. Voy allá... (Hace que se va y vuelve.) Pero repito que no se descubra usted, ni la hostigue, ni...
DON GREGORIO.- Bien, sí, la dejaré que se vaya adonde quiera.
DOÑA ROSA.- ¡Ah!, mire usted. (Se encamina hacia su casa y vuelve.) Así que ella salga, éntrese usted y cierre bien su puerta... Yo estoy tan desazonada que me voy al instante a acostar.
DON GREGORIO.- Pero, ¿qué sientes?
DOÑA ROSA.- ¿Qué sé yo? ¿Le parece a usted que estaré poco disgustada con todo lo que ha sucedido...? Nada me duele; pero deseo descansar y dormir... Conque... Buenas noches.
DON GREGORIO.- Adiós, Rosita... Pero, mira que si no sale...
DOÑA ROSA.- Yo le aseguro a usted que saldrá. (Éntrase, dejando entornada la puerta. DON GREGORIO se pasea por el teatro mirando con frecuencia hacia su casa, impaciente del éxito.)
DON GREGORIO.- Y, a todo esto, ¿en que se ocupará ahora mi erudito hermano? Estará poniendo escolios a algún tratado de educación... ¡La niña y su alma!... Bien, que, ¿cómo había de resultar otra cosa de la independencia y la holgura en que siempre ha vivido?... ¡Mujeres! ¡Qué mal os conoce el que no os encierra y os sujeta y os enfrena y os cela y os guarda!... Pero, no señor... Mañana a las diez desposorio, a las once comer, a las doce coche de colleras y a las cinco en Griñon... ¿Cómo he de sufrir yo que la bribona de la Leonorcica se nos venga cada lunes y cada martes con estos embudos? No por cierto... Allá mi hermano verá lo que... ¡Oiga! Parece que baja ya la niña bien criada. (Se acerca más a un lado de la puerta de su casa, colocándose hacia el proscenio y escucha atentamente lo que dice desde adentro DOÑA ROSA, la cual finge que habla con su hermana.)
DOÑA ROSA.- No te canses en quererme persuadir. Vete... Antes que todo es mi estimación... Vete, Leonor, ya te lo he dicho... ¿Y qué importa que me oigan? ¿Soy yo la culpada...? Vete. Acabemos, sal presto de aquí.
DON GREGORIO.- En efecto la echa de casa... (Sale DOÑA ROSA de su cuarto con basquiña y mantilla semejantes a las que sacó DOÑA LEONOR en el primer acto. Luego que se aparta un poco, cierra DON GREGORIO su puerta y guarda la llave.) ¿Y adónde irá la doncellita menesterosa?... Ganas me dan de... Pero, no, cerremos primero.




Escena II


DON ENRIQUE, COSME, DOÑA ROSA, DON GREGORIO. Salen de su casa DON ENRIQUE y COSME.


DON ENRIQUE.- ¿Dijiste al ama que no me espere?
COSME.- Sí señor.
DON ENRIQUE.- Pues cierra y vamos, que aunque sepa atropellar por todo, he de hablarla esta noche. (Cierra COSME la puerta, con llave.)
COSME.- ¡Noche toledana!
DON ENRIQUE.- Y a pesar de quien procura estorbarlo, ella y yo seremos felices. (DOÑA ROSA después de haberse alejado un poco hacia el fondo del teatro, vuelve encaminándose a casa de DON MANUEL. DON GREGORIO se adelanta igualmente y la observa. Ella se detiene.)
DOÑA ROSA.- Él se acerca a la puerta de Don Manuel. ¿Qué haré?... Ya no es posible... (Se retira llena de confusión hacia el fondo del teatro. DON ENRIQUE se adelanta, la reconoce y la detiene.) ¡Infeliz de mí!
DON ENRIQUE.- ¿Quién es?
DOÑA ROSA.- Yo.
DON ENRIQUE.- ¿Doña Rosita?
DOÑA ROSA.- Yo soy.
DON ENRIQUE.- A mi casa.
DOÑA ROSA.- Pero, ¿qué seguridad tendré en ella?
DON ENRIQUE.- La que debe usted esperar de un hombre de honor.
DOÑA ROSA.- Yo iba a la de mi hermana; pero él me observa, no puedo llegar sin que me reconozca y...
DON ENRIQUE.- Está usted conmigo... Pasará usted la noche en compañía de mi ama, mujer anciana y virtuosa... Mañana daré parte a un juez, y a él, a Don Manuel, a su tutor de usted y a todo el mundo, les diré que es usted mi esposa, y que estoy pronto, si es necesario, a exponer la vida para defenderla... Abre Cosme. Venga usted. (COSME abre la puerta de la casa de DON ENRIQUE.)
DOÑA ROSA.- Allí está.
DON ENRIQUE.- Bien, que esté donde quiera. Poco importa.
DOÑA ROSA.- Allí, allí.
DON ENRIQUE.- Sí, ya le distingo... No hay que temer, quieto se está... ¡Y qué bien hace en estarse quieto!... Adentro. (Asiéndola de la mano se entra con ella en su casa y COSME detrás.)
DON GREGORIO.- Pues señor, se marchó a casa del galán. No puede llegar a más el abandono y la... Pero, ¡qué regocijo siento al ver tan solemnemente burlado a este hermano que Dios me dio; necio por naturaleza y gracia, y presumido de que todo se lo sabe!... Vamos a darle la infausta noticia... (Se encamina a casa de DON MANUEL, después se detiene.) No, el asunto es serio, y si el tiempo se pierde, si yo no pongo la mano en esto, puede suceder un trabajo... Al fin es hija de un amigo mío... Sí, mejor es... Allí pienso que ha de vivir el comisario... (Va a casa del comisario y llama.)




Escena III


UN COMISARIO, UN ESCRIBANO, UN CRIADO, salen los tres por una de las calles. El criado con linterna. La escena se ilumina un poco. DON GREGORIO.


COMISARIO.- ¿Quién anda ahí?
DON GREGORIO.- ¡Ah! ¿No es usted el señor comisario del cuartel?
COMISARIO.- Servidor de usted.
DON GREGORIO.- Pues señor... Oiga usted aparte... (Se aparta con el COMISARIO, a poca distancia de los demás.) Su presencia de usted es absolutamente necesaria para evitar un escándalo que va a suceder... ¿Conoce usted a una señorita que se llama Doña Leonor, que vive en aquella casa de enfrente?
COMISARIO.- Sí, de vista la conozco y al caballero que la tiene consigo... Y me parece que ha de ser, un Don Manuel de Velasco.
DON GREGORIO.- Hermano mío.
COMISARIO.- ¡Oiga! ¿Es usted su hermano?
DON GREGORIO.- Para servir a usted.
COMISARIO.- Para hacerme favor.
DON GREGORIO.- Pues el caso es que esta niña, hija de padres muy honrados y virtuosos, perdida de amores por un mancebito andaluz que vive aquí, en este cuarto principal...
COMISARIO.- ¡Calle! Don Enrique de Cárdenas, le conozco mucho.
DON GREGORIO.- Pues bien. Ha cometido el desacierto de abandonar su casa, venirse a la de su amante... Vamos, ya usted conoce lo que puede resultar de aquí.
COMISARIO.- Sí... En efecto.
DON GREGORIO.- Ello hay de por medio no sé qué papel de matrimonio; pero no ignora usted de lo que sirven esos papeles, cuando cesa el motivo que los dictó... ¡Eh! ¿Me explico?
COMISARIO.- Perfectamente... ¿Y ella está adentro?
DON GREGORIO.- Ahora mismo acaba de entrar... Conque, señor comisario, se trata de salvar el decoro de una doncella, de impedir que el tal caballero... Ya ve usted.
COMISARIO.- Sí, sí, es cosa urgente. Vamos... Por fortuna tenemos aquí al señor, que en esta ocasión nos puede ser muy útil... (Alza un poco la voz volviéndose hacia el ESCRIBANO que está detrás, el cual se acerca a ellos muy oficioso.) Es escribano...
ESCRIBANO.- Escribano real.
DON GREGORIO.- Ya.
ESCRIBANO.- Y antiguo.
DON GREGORIO.- Mejor.
ESCRIBANO.- Mucha práctica de tribunales.
DON GREGORIO.- Bueno.
ESCRIBANO.- Cocido en testamentarias, subastas, inventarios, despojos, secuestros y...
DON GREGORIO.- No, ahí no hallará usted cosa en que poder...
ESCRIBANO.- Y muy hombre de bien.
DON GREGORIO.- Por supuesto.
ESCRIBANO.- Es que...
COMISARIO.- Vamos, Don Lázaro, que esto pide mucha diligencia.
DON GREGORIO.- Yo aquí espero.
COMISARIO.- Muy bien. (Llama el criado a la puerta de DON ENRIQUE, se abre, y entran los tres. La escena vuelve a quedar oscura.)




Escena IV


DON GREGORIO, DON MANUEL.


DON GREGORIO.- Veamos si está en casa este inalterable filósofo, y le contaremos la amarga historia... (Llama en casa de DON MANUEL, abren la puerta, se supone que habla con algún criado, queda la puerta entornada, y DON GREGORIO se pasea esperando a su hermano.) ¿Está? Que baje inmediatamente, que le espero aquí para un asunto de mucha importancia... ¡Bendito Dios! ¡En lo que han parado tantas máximas sublimes, tantas eruditas disertaciones! ¡Qué lástima de tutor! Vaya si... Majadero más completo y más pagado de su dictamen... ¡Oh, señor hermano! (DON MANUEL sale de la puerta de su casa y se detiene inmediato a ella.)
DON MANUEL.- Pero, ¿qué extravagancia es ésta? ¿Por qué no subes?
DON GREGORIO.- Porque tengo que hablarte, y no me puedo separar de aquí.
DON MANUEL.- Enhorabuena... (Adelantándose hacia donde está DON GREGORIO.) ¿Y qué se te ofrece?
DON GREGORIO.- Vengo a darte muy buenas noticias.
DON MANUEL.- ¿De qué?
DON GREGORIO.- Sí, te vas a regocijar mucho con ellas... Dime, ¿mi señora Doña Leonor, en dónde está?
DON MANUEL.- ¿Pues no lo sabes? En casa de su amiga Doña Beatriz. Allí quedó esta tarde, yo me vine, porque tenía una porción de cartas que escribir, y supongo que ya no puede tardar. De un instante a otro... Pero, ¿a qué viene esa pregunta?
DON GREGORIO.- ¡Eh! Así, por hablar algo...
DON MANUEL.- ¿Pero qué quieres decirme?
DON GREGORIO.- Nada... Que tú la has educado filosóficamente persuadido (y con mucha razón) de que las mujeres necesitan un poco de libertad, que no es conveniente reprenderlas, ni oprimirlas, que no son los candados ni los cerrojos los que aseguran su virtud; sino la indulgencia, la blandura y... En fin, prestarse a todo lo que ellas quieren... ¡Ya se ve! Leonor, enseñada por esta cartilla, ha sabido corresponder como era de esperar a las lecciones de su maestro.
DON MANUEL.- Te aseguro que no comprendo a qué propósito puede venir nada de cuanto dices.
DON GREGORIO.- Anda, necio, que bien merecido te está lo que te sucede, y es muy justo que recibas el premio de tu ridícula presunción... Llegó el caso de que se vea prácticamente lo que ha producido en las dos hermanas, la educación que las hemos dado. La una huye de los amantes; y la otra, como una mujer perdida y sin vergüenza, los acaricia y los persigue.
DON MANUEL.- Si no me declaras el misterio, dígote que...
DON GREGORIO.- El misterio es que tu pupila no está donde piensas, sino en casa de un caballerito, del cual se ha enamorado rematadamente; y sola y de noche, y burlándose de ti, ha ido a buscar mejor compañía... ¿Lo entiendes ahora?
DON MANUEL.- ¿Dices que Leonor...?
DON GREGORIO.- Sí señor, la misma...
DON MANUEL.- Vaya, déjate de chanzas, y no me...
DON GREGORIO.- ¡Sí, que el niño es chancero!... ¡Se dará tal estupidez! Dígole a usted, señor hermano, y vuelvo a repetírselo, que la Leonorcita se ha ido esta noche a casa de su galán, y está con él, y lo he visto yo, y se quieren mucho, y hace más de un año que se tienen dada palabra de matrimonio, a pesar de todas tus filosofías... ¿Lo entiendes?
DON MANUEL.- Pero, es una cosa tan ajena de verosimilitud...
DON GREGORIO.- ¡Dale!... Vamos, aunque lo vea por sus ojos, no se lo harán creer... ¡Cómo me repudre la sangre!.. Amigo, dígote que los años sirven de muy poco, cuando no hay esto, esto. (Señalándose con el dedo en la frente.)
DON MANUEL.- Ello es que tú te persuades a que...
DON GREGORIO.- Figúrate si me habré persuadido... Pero, mira, no gastemos prosa... Ven y lo verás, y en viéndolo, espero y confío que te persuadirás también. Vamos. (Se encamina a casa, de DON ENRIQUE, y después vuelve.)
DON MANUEL.- ¡Haber cometido tal exceso cuando siempre la he tratado con la mayor benignidad; cuando la he prometido mil veces no violentar, no contradecir sus inclinaciones!
DON GREGORIO.- Ya temía yo que no había de ser creído, y que perderíamos el tiempo en altercaciones inútiles. Por eso, y porque me pareció conveniente restaurar el honor de esa mujer; siquiera por lo que me interesa su pobrecita hermana, he dispuesto que el comisario del cuartel vaya allá, y vea de arreglarlo, de manera que evitando escándalos, se concluya, si se puede, con un matrimonio.
DON MANUEL.- ¿Eso hay?
DON GREGORIO.- ¡Toma! Ya están allá el Comisario y un Escribano que venía con él... Digo, a no ser que usted halle en sus libros algún texto oportuno, para volver a recibir en su casa a la inocente criatura, disimularla este pequeño desliz, y casarse con ella... ¿Eh?
DON MANUEL.- ¿Yo? No lo creas. No cabe en mí tanta debilidad, ni soy capaz de aspirar a poseer un corazón que ya tiene otro dueño... Pero, a pesar de cuanto dices, todavía no me puedo reducir a...
DON GREGORIO.- ¡Qué terco es!... Ven conmigo y acabemos esta disputa impertinente. (Se encamina con su hermano hacia casa de DON ENRIQUE, y al llegar cerca salen de ella el comisario y el criado. El teatro se ilumina como en la Escena III.)




Escena V


EL COMISARIO, UN CRIADO, DON GREGORIO, DON MANUEL.


COMISARIO.- Aquí, señores, no hay necesidad de ninguna violencia... Los dos se quieren, son libres, de igual calidad... No hay otra cosa que hacer, sino depositar inmediatamente a la señorita en una casa honesta y desposarlos mañana... Las leyes protegen este matrimonio y le autorizan.
DON GREGORIO.- ¿Qué te parece?
DON MANUEL.- ¿Qué me ha de parecer?... Que se casen. (Reprimiéndose.)
DON GREGORIO.- Pues, señor. Que se casen.
COMISARIO.- Diré a usted, señor Don Manuel. Yo he propuesto a la novia que tuviese a bien de honrar mi casa, en donde asistida de mi mujer y de mis hijas, estaría, si no con las comodidades que merece, a lo menos, con la que pueden proporcionarla mis cortas facultades; pero no ha querido admitir este obsequio, y dice que si usted permite que vaya a la suya, la prefiere a otra cualquiera. Es cierto que esta elección es la mejor, pero he querido avisarle a usted para saber si gusta de ello o tiene alguna dificultad.
DON MANUEL.- Ninguna... Que venga. Yo me encargo del depósito.
COMISARIO.- Volveré con ella muy pronto. (Se entra con el criado en casa de DON ENRIQUE. El teatro queda oscuro otra vez.)
DON GREGORIO.- No me queda otra cosa que ver... Pero, ¿cuál es más admirable? ¿El descaro de la pindonga, o la frescura de este insensato que se presta a tenerla en su casa después de lo que ha hecho que la toma en depósito de manos de su amante, para entregársela después tal y tan buena...? ¡Ay! Si no es posible hallar cabeza más destornillada que la suya... No puede ser.
DON MANUEL.- No lo entiendes, Gregorio... Mira, tú has hecho intervenir en esto a un Comisario para evitar los daños que pudieran sobrevenir, y has hecho muy bien... Yo la recibo por la misma razón. Para que su crédito no padezca, para que no se trasluzca lo que ha sucedido entre la vecindad, que todo lo atisba y lo murmura para que mañana se casen, como si fuera yo mismo el que lo hubiese dispuesto para manifestar a Leonor que nunca he querido hacerme un tirano de su libertad, ni de sus afectos para confundirla con mi modo de proceder, comparado al suyo... Pero... ¡Leonor! ¿Es posible que haya sido capaz de tal ingratitud?
DON GREGORIO.- Calla que... (Salen por una calle DOÑA LEONOR, JULIANA, y el lacayo con un farol, y habiendo pasado ya por delante de la puerta de DON ENRIQUE, al volverse DON GREGORIO las ve. DOÑA LEONOR al ver gente se detiene un poco. Se ilumina el teatro.) Sí... Ahí la tienes. Pídela perdón.
DON MANUEL.- ¡Yo! ¡Qué mal me conoces!




Escena VI


DOÑA LEONOR, JULIANA, UN LACAYO, DON MANUEL, DON GREGORIO.


DON MANUEL.- Leonor, no temas ningún exceso de cólera en mí, bien sabes cuánto sé reprimirla, pero es muy grande el sentimiento que me ha causado ver que te hayas atrevido a una acción tan poco decorosa, sabiendo tú que nunca he pensado sujetar tu albedrío, que no tienes amigo más fino, más verdadero que yo... No, no esperaba recibir de ti tan injusta correspondencia... En fin, hija mía, yo sabré tolerar en silencio el agravio que acabas de hacerme, y atento sólo a que tu estimación no pierda en la lengua ponzoñosa del vulgo, te daré en mi casa el auxilio que necesitas, y te entregaré yo mismo al esposo que has querido elegir.
DOÑA LEONOR.- Yo no entiendo, señor Don Manuel, a qué se dirige ese discurso... ¿Qué acción indecorosa? ¿Qué agravio? ¿Qué esposo es ése de quien usted me habla?... Yo soy la misma que siempre he sido. Mi respeto a su persona de usted, mi agradecimiento, y para decirlo de una vez, mi amor, son inalterables... Mucho me ofende el que presuma que he podido yo hacer ni pensar cosa ninguna, impropia de una mujer honesta, que estima en más que la vida, su honor y su opinión.
DON MANUEL.- ¿Oyes lo que dice? (Volviéndose a DON GREGORIO.)
DON GREGORIO.- Ya se ve que lo oigo... (Acercándose a DOÑA LEONOR.) Conque, Leonorcita... Ahorremos palabras... ¿De dónde vienes, hija?
DOÑA LEONOR.- De casa de Doña Beatriz.
DON GREGORIO.- ¿Ahora vienes de allí, cordera?
DOÑA LEONOR.- Ahora mismo... ¿No ve usted a Pepe, que nos ha venido a acompañar?
DON GREGORIO.- ¿Y no sales de casa de Don Enrique?
DOÑA LEONOR.- ¿De quién? ¿De ése que vive aquí, en...? ¡Eh! No por cierto.
DON GREGORIO.- ¿Y no habéis concertado vuestro casamiento a presencia del Comisario?
DOÑA LEONOR.- Me hace reír... ¿Ves qué desatino, Juliana?
DON GREGORIO.- ¿Y no estáis enamorados mucho tiempo ha?
DOÑA LEONOR.- Muchísimo tiempo... ¿Y qué más?
DON GREGORIO.- ¿Y no estuviste en mi casa esta noche? ¿Y no te hicieron salir de allí? ¿Y no te fuiste derechita a la de tu galán? ¿Y no te vi yo?
DOÑA LEONOR.- Esto pasa de chanza. Usted no sabe lo que se dice... (Asiendo del brazo a DON MANUEL se dirige hacia su casa.) Vamos a casa, Don Manuel, que ese hombre ha perdido el poco entendimiento que tenía, vamos.




Escena VII


DOÑA ROSA, DON ENRIQUE, EL COMISARIO, EL ESCRIBANO, COSME, UN CRIADO, DOÑA LEONOR, JULIANA, UN LACAYO, DON MANUEL, DON GREGORIO. El criado saldrá con la linterna. La luz del teatro se duplica.


DOÑA ROSA.- ¡Leonor!... ¡Hermana!... (Corriendo hacia DOÑA LEONOR la coge de las manos y se las besa.)
DON GREGORIO.- ¡Huf! (Al reconocer a DOÑA ROSA, se aparta lleno de confusión.)
DOÑA ROSA.- Yo espero de tu buen corazón que has de perdonarme el atrevimiento conque me valí de tu nombre, para conseguir el fin de mis engaños. El ejemplo de tu mucha virtud hubiera debido contenerme; pero, hermana mía, bien sabes que diferente suerte hemos tenido las dos.
DOÑA LEONOR.- Todo lo conozco, Rosita... La elección que has hecho, no me parece desacertada; repruebo solamente los medios de que te has valido... Mucha disculpa tienes; pero toda la necesitas.
DOÑA ROSA.- Cuanto digas es cierto; pero... (Volviéndose a DON GREGORIO que permanece absorto y sin movimiento.) usted ha sido la causa de tanto error, usted... No me atrevería a presentarme ahora a sus ojos, si no estuviese bien segura de que en todo lo que acabo de hacer, aunque le disguste, le sirvo... La aversión que usted logró inspirarme, distaba mucho de aquella suave amistad que une las almas, para hacerlas felices... Tal vez usted me acusará de liviandad; pero puede ser que mañana hubiera usted sido verdaderamente infeliz, si yo fuese menos honesta.
DON ENRIQUE.- Dice bien, y usted debe agradecerla el honor que conserva, y la tranquilidad de que puede gozar en adelante.
DON MANUEL.- (Acercándose a DON GREGORIO.) Esto pide resignación, hermano... Tú has tenido la culpa, es necesario que te conformes.
DOÑA LEONOR.- Y hará muy mal en no conformarse, porque ni hay otro remedio a lo sucedido, ni hallará ninguno que le tenga lástima.
JULIANA.- Y conocerá que a las mujeres no se las encadena, ni se las enjaula, ni se las enamora a fuerza de tratarlas mal. ¡Hombre más tonto!
COSME.- (Hablando con JULIANA.) Y en verdad que se ha escapado como en una tabla. Bien puede estar contento.
DON GREGORIO.- (No dirige a nadie sus palabras, habla como si estuviera solo, y va aumentándose sucesivamente la energía de su expresión.) No, yo no acabo de salir de la admiración en que estoy... Una astucia tan infernal confunde mi entendimiento, ni es posible que Satanás en persona sea capaz de mayor perfidia, que la de esa maldita mujer... Yo hubiera puesto por ella las manos en el fuego y... ¡Ah! ¡Desdichado del que a vista de lo que a mí me sucede, se fíe de ninguna! La mejor es un abismo de malicias y picardías, sexo engañador destinado a ser el tormento y la desesperación de los hombres... Para siempre le detesto y le maldigo, y le doy al demonio, si quiere llevársele. (Sacando la llave de su puerta, se encamina furioso hacia ella. DON MANUEL quiere contenerle, él le aparta, entra en su casa y cierra por dentro.)
DON MANUEL.- No dice bien... Las mujeres dirigidas por otros principios que los suyos son el consuelo, la delicia y el honor del género humano... Conque, señor comisario, acepto el depósito, y mañana, sin falta, se celebrará la boda.
DOÑA ROSA.- ¿La mía no más?
DON MANUEL.- Si tu hermana me perdona una breve sospecha, con tanta dificultad creída, no sería Don Enrique el solo dichoso; yo también pudiera serlo.
DOÑA LEONOR.- Hoy es día de perdonar.
DOÑA ROSA.- Sí, bien merece tu perdón y tu mano, el que supo darte una educación tan contraria a la que yo recibí.
DOÑA LEONOR.- Con su prudencia y su bondad se hizo dueño de mi corazón; y bien sabe, que mientras yo viva, es prenda suya.
DON MANUEL.- ¡Querida Leonor! (Se abrazan DON MANUEL y DOÑA LEONOR.)
JULIANA.- ¡Excelente lección para los maridos, si quieren estudiarla!



FIN

EL BURGUÉS GENTILHOMBRE MOLIERE






EL BURGUÉS GENTILHOMBRE


MOLIERE



PERSONAJES


JOURDAIN.
MADAMA JOURDAIN.
LUCILA.
CLEONTE.
DORIMENA.
DORANTE.
NICOLASA.
MAESTRO DE ARMAS.
FILÓSOFO.
COVIELLE.
MAESTRO DE MÚSICA.
MAESTRO DE BAILE.
DISCÍPULO.
MAESTRO SASTRE.
OFICIAL.
Dos criados.

La acción, en París, en casa de M. Jourdain.





Acto I

Una sala con muchos instrumentos de música. El DISCÍPULO del MAESTRO DE MÚSICA, sentado ante una mesa, está componiendo una serenata que monsieur JOURDAIN ha encargado.


Escena I


El MAESTRO DE MÚSICA, el MAESTRO DE BAILE, el DISCÍPULO, músicos y bailarines.

MAESTRO DE MÚSICA.- (A los músicos.) Venid..., entrad en esta sala y aguardad sentados a que llegue.
MAESTRO DE BAILE.- (A los bailarines.) Y vosotros también, pero a este otro extremo.
MAESTRO DE MÚSICA.- (Al DISCÍPULO.) ¿Está ya eso?
DISCÍPULO.- Sí.
MAESTRO DE MÚSICA.- Veamos... ¡Perfectamente!
MAESTRO DE BAILE.- ¿Algo nuevo?
MAESTRO DE MÚSICA.- Sí. Una serenata que le he mandado hacer aquí mismo, en tanto que nuestro hombre se sacude las sábanas.
MAESTRO DE BAILE.- ¿Se puede ver?
MAESTRO DE MÚSICA.- Ahora, cuando él salga, podréis oírla, con sus recitativos y todo. Poco puede tardar ya.
MAESTRO DE BAILE.- Nuestras ocupaciones actuales, tanto las vuestras como las mías, no son grano de anís.
MAESTRO DE MÚSICA.- Ciertamente. Ambos hemos hallado al hombre que necesitábamos. Monsieur Jourdain, con sus ínfulas de cortesano, que se le han subido a la cabeza, es para nosotros una finca. ¡Lástima que no le imitaran los demás, para bien de vuestras danzas y de mi música!
MAESTRO DE BAILE.- Según y conforme... Yo estimo que no le estarían de más algunos conocimientos que le permitieran darse cuenta de nuestros trabajos.
MAESTRO DE MÚSICA.- Es verdad que no tiene ni idea de ellos, pero los paga bien, y, precisamente, esto es lo que, ante todo, necesitan las artes.
MAESTRO DE BAILE.- Para mí la gloria es el mejor sustento, y no tengo inconveniente en confesaros que los aplausos me llegan a lo más íntimo. No puede haber mayor suplicio para un artista que el de producir para un público de ignorantes y padecer el juicio estúpido de un imbécil. No me neguéis que se experimenta un placer inefable ejecutando ante personas capaces de sentir la emoción del arte; que saben acoger con agrado las bellezas de una obra, y que, con su lisonjera aprobación, os recompensan de vuestro trabajo... Sí, la retribución más halagüeña que puede recibir el artista es la de verse comprendido, la de sentirse acariciado por el aplauso; nada hay, en mi concepto, que pague mejor nuestras fatigas; nada más exquisito que los elogios del entendido.
MAESTRO DE MÚSICA.- De acuerdo; y, como vos, yo disfruto igualmente de esas dulzuras. No hay nada, seguramente, que cosquillee nuestro amor propio como el aplauso; pero el incienso no alimenta. Los puros elogios no colocan a un hombre a cubierto de sus necesidades; hay que agregar algo más positivo, y la mejor manera de elogiar es abriendo la mano. Este hombre, en efecto, es muy corto de luces; habla a tontas y a locas y aplaude a destiempo...; pero su dinero rectifica los yerros de su espíritu. Sus bolsillos están llenos de discreción; sus elogios están acuñados. He aquí por qué este ricachón ignorante nos es más útil que el ilustrado señorón que nos introdujo en esta casa.
MAESTRO DE BAILE.- Hay algo de verdad en lo que acabáis de decir; pero me parece que hacéis demasiado hincapié en lo del dinero. El interés es algo tan mezquino que no merece el apego de un hombre honrado.
MAESTRO DE MÚSICA.- Sin embargo, ¿no os embolsáis, complacido, la plata que os da nuestro hombre?
MAESTRO DE BAILE.- Sin duda; pero no cifro en ello todas mis ambiciones. Desearía que a su fortuna uniera un poco de buen gusto.
MAESTRO DE MÚSICA.- Yo también lo desearía; y precisamente en ello estamos y a ese fin se encaminan nuestros esfuerzos. De todos modos, gracias a él podremos darnos a conocer en la corte; él pagará por los demás, y éstos elogiarán por él.
MAESTRO DE BAILE.- Aquí viene.


Escena II


Monsieur JOURDAIN, en bata y gorro de dormir, dos criados, el MAESTRO DE MÚSICA, el MAESTRO DE BAILE, el DISCÍPULO, músicos y bailarines.

JOURDAIN.- ¡Hola, señores! ¿Qué hay?... ¿Vamos a ver esas bufonadas?
MAESTRO DE BAILE.- ¿Cómo?... ¿A qué bufonadas os referís?
JOURDAIN.- ¡Bah!... Pues ¿cómo le llamáis a eso? ¿Prólogo, intermedio o diálogo lírico-bailable?
MAESTRO DE BAILE.- ¡Ah!
MAESTRO DE MÚSICA.- Ved que estamos listos.
JOURDAIN.- Os he hecho esperar un rato; pero es que hoy he querido vestirme como las personas de calidad, y mi sastre me ha enviado unas medias de seda que creí no llegaría jamás a ponérmelas.
MAESTRO DE MÚSICA.- Nuestra obligación es aguardaros.
JOURDAIN.- Os ruego a ambos que no os marchéis hasta que me hayan traído el traje, para que me lo veáis puesto.
MAESTRO DE BAILE.- Como os plazca.
JOURDAIN.- Me veréis bizarramente equipado de pies a cabeza.
MAESTRO DE MÚSICA.- ¿Quién lo duda?...
JOURDAIN.- También me he mandado hacer esta bata.
MAESTRO DE BAILE.- Que es preciosa.
JOURDAIN.- Me ha dicho mi sastre que es la prenda que usan por la mañana las gentes distinguidas.
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡Y qué bien os sienta!
JOURDAIN.- ¡Hola!... ¿Y mis criados?
CRIADO PRIMERO.- ¿Qué manda el señor?
JOURDAIN.- ¡Nada!... Es únicamente para ver si estáis siempre alerta. (A los maestros.) ¿Qué os parecen estas libreas?
MAESTRO DE BAILE.- ¡Magníficas!
JOURDAIN.- (Entreabriéndose la bata para que le vean los calzones de terciopelo rojo y el justillo de velludo verde que lleva puestos.) Ved esta ropilla para andar por casa.
MAESTRO DE MÚSICA.- Muy elegante.
JOURDAIN.- ¡Criados!
CRIADO PRIMERO.- ¡Señor!
JOURDAIN.- ¿ Y el otro criado?
CRIADO SEGUNDO.- ¡Señor!
JOURDAIN.- (Quitándose la bata, que entrega a los criados.) Tomad. (A los maestros.) ¿Estoy bien así?
MAESTRO DE BAILE.- Muy bien. No cabe mejor.
JOURDAIN.- Y ahora vamos a ocuparnos de vuestros asuntos.
MAESTRO DE MÚSICA.- Primeramente, quisiera haceros oír la serenata que me habéis encargado. Acaba de componerla uno de mis discípulos que tiene un talento extraordinario para estas cosas.
JOURDAIN.- Sí, pero no se deben encomendar ciertos trabajos a un estudiante. ¿No os bastáis vos para ello?
MAESTRO DE MÚSICA.- La condición de estudiante no debe llamaros a engaño. Hay discípulos que saben tanto como los más grandes maestros. La misma composición os lo demostrará, porque no puede oírse nada más lindo. Escuchad.
JOURDAIN.- (A los criados.) Ponedme la bata, para que pueda oír mejor... ¡Un momento! Creo que estaré mejor sin ella... No, dádmela. Indudablemente estaré mejor con la bata.
MÚSICOS
(Cantando.)
Desde que los rigores
de vuestros lindos ojos me prendieron,
yo sufro, día y noche, un mal extremo;
si así tratáis, oh Iris,
al que de vuestro amor vive cautivo,
¿qué tormento daréis al enemigo?

JOURDAIN.- Es una canción un poco lúgubre, soñolienta. Convendría que la remozaseis, alegrándola acá y allá.
MAESTRO DE MÚSICA.- Señor, la música tiene que acomodarse al cantable.
JOURDAIN.- Hace algún tiempo me enseñaron una letra preciosa. Aguardad... La... ¿Cómo decía?
MAESTRO DE BAILE.- No sé...
JOURDAIN.- Dentro de la composición hay una oveja.
MAESTRO DE BAILE.- ¿Una oveja?
JOURDAIN.-
¡Ah, sí!
(Cantando.)
Yo creía a Juanita
tan dulce como bella;
yo creía a Juanita
más dócil que una oveja.
¡Ya, ya!
Es más cruel mil veces
que el tigre de la selva!

¿No es preciosa?
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡La canción más bonita que he oído!
MAESTRO DE BAILE.- ¡Y la cantáis maravillosamente!
JOURDAIN.- Pues no he aprendido música.
MAESTRO DE MÚSICA.- Debierais aprenderla, como aprendéis el baile. Son las dos artes de más íntima ligazón.
MAESTRO DE BAILE.- Y que despiertan el espíritu del hombre, disponiéndole a la percepción de lo bello.
JOURDAIN.- ¿Las gentes distinguidas aprenden solfa?
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡Claro está!
JOURDAIN.- Pues la aprenderé yo también, pero no sé a qué hora, porque apenas dispongo de tiempo. Además del maestro de armas, he tomado un profesor de filosofía, que comenzará sus lecciones hoy mismo.
MAESTRO DE MÚSICA.- La filosofía... es algo que no está de más; ¡pero la música!...
MAESTRO DE BAILE.- ¡La música y el baile!... La música y el baile constituyen el fundamento de todo.
MAESTRO DE MÚSICA.- No hay nada tan útil a un Estado como la música.
MAESTRO DE BAILE.- Ni nada tan necesario al hombre como el baile.
MAESTRO DE MÚSICA.- Un Estado no puede subsistir sin música.
MAESTRO DE BAILE.- El hombre que no sabe bailar no sirve para nada.
MAESTRO DE MÚSICA.- Todas las guerras, todos los desórdenes que se producen en el mundo, tienen como origen la falta de conocimientos musicales.
MAESTRO DE BAILE.- Todas las desdichas del hombre, todos los funestos descalabros de que está plagada la Historia: los yerros de la política, las faltas de los grandes generales...; todo ello sucede por no saber bailar.
JOURDAIN.- ¿Y cómo es eso?
MAESTRO DE MÚSICA.- La guerra, ¿no está originada por la falta de armonía entre los hombres?
JOURDAIN.- Cierto.
MAESTRO DE MÚSICA.- Pues si a todos los hombres se les enseñara la música, ¿no sería éste el medio de acordar el conjunto y de que la paz reinara en todo el universo?
JOURDAIN.- Tenéis razón.
MAESTRO DE BAILE.- Cuando un hombre ha cometido una falta, ya en el seno de su familia, en el gobierno del Estado o en el mando de un ejército, ¿no decimos invariablemente: «Fulano ha dado un mal paso»?
JOURDAIN.- Eso se dice.
MAESTRO DE BAILE.- Y el dar un paso en falso, ¿puede provenir de otra cosa que de no saber bailar?
JOURDAIN.- También es cierto, y ambos tenéis razón.
MAESTRO DE BAILE.- Pues ello os hará ver la excelencia y la utilidad del baile y de la música.
JOURDAIN.- Ahora comprendo.
MAESTRO DE MÚSICA.- ¿Queréis que pasemos a nuestros trabajos?
JOURDAIN.- Sí.
MAESTRO DE MÚSICA.- Como ya os he dicho, se trata de un ensayo en el que se hacen destacar las diversas pasiones que pueden expresarse con la música.
JOURDAIN.- Muy bien.
MAESTRO DE MÚSICA.- (A los músicos.) Vamos..., avanzad. (A JOURDAIN.) Imaginemos que visten de pastores.
JOURDAIN.- ¿Y por qué?... ¿Por qué han de vestir siempre de pastores? Por todas partes no se ven más que pastorcitos.
MAESTRO DE MÚSICA.- Para que el personaje musical tenga mayor verosimilitud, conviene colocarlo en un ambiente pastoril. El canto fue en todas las épocas patrimonio de los pastores; y, realmente, no resultaría muy natural que príncipes y plebeyos dialogaran cantando.
JOURDAIN.- Adelante, adelante. Veamos.

(Diálogo musical.)


(Una cantante y dos cantores.)

LA CANTANTE
Bajo el tiránico influjo
del imperio del amor,
de continuo mil cuidados
agitan el corazón.
Dicen que el enamorado
languidece de placer,
y dulcemente suspira
cuando sueña con su bien;
pero, digan lo que quieran
los esclavos de este afán,
no hay nada tan placentero
como nuestra libertad.

CANTOR PRIMERO
No existe nada tan dulce
como el ardoroso aliento
que a dos corazones guarda
unidos en un deseo.
No puede existir ventura
sin ansias de amor: el día
que amor desterrado quede,
desterrado habrán la dicha.

CANTOR SEGUNDO
Sería muy dulce verse
esclavizado a la luz
rigurosa del amor
si en él tuviéramos fe.
Pero dice el desengaño,
con crueldad más rigurosa,
que en parte ninguna existe
la soñada y fiel pastora.
Ese deseo inconstante
e indigno de nuestros días
nos obliga a renunciar
para siempre a toda dicha.

CANTOR PRIMERO
¡Amable amor!

LA CANTANTE
¡Bendita
sencillez!

CANTOR SEGUNDO
¡Feliz sexo!

CANTOR PRIMERO
¡Cuán preciada me eres!

LA CANTANTE
¡Cuánto
me agradas!

CANTOR SEGUNDO
El más intenso
de los horrores me causas.

CANTOR PRIMERO
Para amar es necesario
de los rencores huir.

LA CANTANTE
Todavía confiados
pudiéramos encontrar
alguna pastora fiel.

CANTOR PRIMERO
¿Dónde hallarla?

LA CANTANTE
Nuestra gloria
yo pretendo defender,
ofreciéndote, bien mío,
mi ardoroso corazón.

CANTOR SEGUNDO
Mas ¿puedo creer, pastora
que no has de serle traidora?

LA CANTANTE
Amémonos para ver
cuál de los dos sabe amar.

CANTOR SEGUNDO
Y que los dioses castiguen
al que resulte inconstante.

LOS TRES
Dejémonos inflamar
por tan plácidos ardores,
que dulce es amar si fieles
se muestran los corazones1.

JOURDAIN.- ¿Ya se acabó?
MAESTRO DE MÚSICA.- Sí.
JOURDAIN.- Está bien combinado el diálogo y hay en él algunas frases bastante bellas.
MAESTRO DE BAILE.- Por mi parte deseo presentaros un ensayo, en el que podréis apreciar las actitudes y los movimientos más bellos que puedan armonizar un bailable.
JOURDAIN.- ¿También son pastores?
MAESTRO DE BAILE.- Son... lo que queráis. (A los bailarines.) ¡Vamos!

(Bailable.)


(Cuatro bailarines ejecutan los diferentes pasos y movimientos que el MAESTRO DE BAILE les indica.)





Acto II

Escena I


Monsieur JOURDAIN, el MAESTRO DE MÚSICA, el MAESTRO DE BAILE y criados.

JOURDAIN.- No es una tontería este baile. Además, esa gente se zarandea bien.
MAESTRO DE MÚSICA.- Cuando el baile y la música estén acoplados, el efecto será mucho mayor, y podréis apreciar la exquisita galantería del conjunto.
JOURDAIN.- Pues manos a la obra, porque la persona en cuyo obsequio he dispuesto tales agasajos me hace el honor de comer conmigo.
MAESTRO DE BAILE.- Todo está dispuesto.
MAESTRO DE MÚSICA.- Pero no deben parar aquí las cosas, señor. Es necesario que una persona como vos, magnánima e inclinada al cultivo de lo bello, haga música en sus salones un día a la semana: los miércoles o los jueves...
JOURDAIN.- ¿Es costumbre entre gente distinguida?
MAESTRO DE MÚSICA.- Sí, señor.
JOURDAIN.- Entonces tendremos música. ¿Será hermoso, verdad?
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡Qué duda cabe!... Se necesitarán tres voces: un tenor, un barítono y un bajo, que serán acompañados de dos violines, un violoncelo, una tiorba y un clavecín.
JOURDAIN.- Agregad una trompa marina2. La trompa marina es un instrumento muy armonioso y que me agrada en extremo.
MAESTRO DE MÚSICA.- Dejadnos hacer a nosotros.
JOURDAIN.- Bien; pero no os olvidéis de enviarme músicos y cantantes que amenicen el banquete.
MAESTRO DE MÚSICA.- No caerá nada en falta.
JOURDAIN.- Y, sobre todo, esmeraos en el baile.
MAESTRO DE MÚSICA.- Quedaréis complacido; y, entre otras cosas, oiréis unos minués...
JOURDAIN.- ¡Oh!... El minué es mi baile, y quiero que me lo veáis bailar. A ver, maestro.
MAESTRO DE BAILE.- Poneos un sombrero, señor. (JOURDAIN se pone por encima del gorro de dormir un sombrero que le trae un criado. El MAESTRO DE BAILE tararea un minué.) La, la, la. La, la, la, la, la, la, la, la, la, bis. La, la, la. La, la. Cuidado con el ritmo, señor... La, la, la, la. Esa pierna derecha... La, la, la. No mováis tanto los hombros. La, la, la, la. Os estorban los brazos. La, la, la, la, la. Erguid la cabeza... La punta del pie hacia fuera. La, la, la. Más derecho el cuerpo...
JOURDAIN.- ¿ Qué tal?
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡Imposible hacerlo mejor!...
JOURDAIN.- ¡A propósito!... Vais a indicarme ahora la reverencia que debo hacer para saludar a una marquesa, porque en breve se me presentará la ocasión.
MAESTRO DE BAILE.- ¿La reverencia para saludar a una marquesa?
JOURDAIN.- Sí, a una marquesa que se llama Dorimena.
MAESTRO DE BAILE.- Dadme la mano.
JOURDAIN.- No. Hacedla vos, que viéndola una vez no se me olvidará.
MAESTRO DE BAILE.- Si queréis saludarla con gran ceremonia, primeramente debéis hacer una inclinación hacia atrás; luego avanzar hacia ella, haciendo tres reverencias más, y en la última inclinaros hasta las rodillas.
JOURDAIN.- Hacedlo... ¡Comprendido!
CRIADO PRIMERO.- Señor... Ahí está el maestro de armas.
JOURDAIN.- Dile que entre y daremos la lección. Quiero que me veáis.


Escena II


MAESTRO DE ARMAS, MAESTRO DE MÚSICA, MAESTRO DE BAILE, monsieur JOURDAIN, dos criados.

MAESTRO DE ARMAS.- (Después de haberle colocado el florete en la mano.) Vamos a ver... Primeramente haced el saludo... El cuerpo erguido, pero cargando un poco sobre el muslo izquierdo... No tan separadas las piernas, y los pies en una misma línea. La muñeca en oposición con la cadera. La punta de la espada frente al hombro... No tan extendido el brazo. La mano izquierda a la altura del ojo. El hombro izquierdo más cuarteado... La cabeza, derecha, y serena la mirada... Avanzad, sin descomponer la figura... Tomad hierro en cuarta y rematad lo mismo. Una, dos. Retiraos. Atacad de nuevo... Un salto hacia atrás. Cuando marquéis un bote, lo primero que debe avanzar es la espada, cuidando siempre de que el cuerpo quede cubierto. Una, dos. Vamos, atacadme y parad en tercia. Avanzad... Firme el cuerpo. Avanzad... Partid. Una, dos. Cubríos... Atacad... Un salto atrás... En guardia, señor, en guardia... (El maestro le da dos o tres botonazos, al tiempo que le grita:) ¡En guardia!
JOURDAIN.- ¿Qué tal?
MAESTRO DE MÚSICA.- Lo hacéis maravillosamente.
MAESTRO DE ARMAS.- Ya os he dicho que todo el secreto de la esgrima consiste solamente en dos cosas: en dar y en no recibir. Y, como os lo hice ver el otro día con razones demostrativas, es imposible que recibáis una estocada si sabéis desviar la espada del adversario, manteniéndola siempre fuera de la línea de vuestro cuerpo; lo que se logra por un simple movimiento de muñeca, unas veces hacia dentro y otras veces hacia fuera.
JOURDAIN.- De suerte que un hombre, aunque no tenga grandes arrestos, puede estar seguro de matar a su enemigo y de que no le maten a él.
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Indudablemente! ¿No visteis la demostración?
JOURDAIN.- Sí.
MAESTRO DE ARMAS.- Por ahí podréis ver la consideración que nos debe el Estado; y cómo la ciencia de las armas se eleva sobre todos esos conocimientos inútiles, tales como la danza, la música, la...
MAESTRO DE BAILE.- Poco a poco, señor esgrimidor. Hablad con más respeto del baile.
MAESTRO DE MÚSICA.- Os ruego que tratéis con mayor consideración el arte excelso de la música.
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Tiene gracia! ¿Pretendéis comparar vuestra ciencia con la mía?
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡Ved qué importancia se da nuestro hombre!
MAESTRO DE BAILE.- ¡Miradle, con su plastrón, qué animal más grotesco!
MAESTRO DE ARMAS.- Se me figura, maestrillos, que os voy a hacer cantar y bailar a mi gusto.
MAESTRO DE BAILE.- Id con tiento, señor herrero, no os enseñe yo vuestro oficio.
JOURDAIN.- (Al maestro de baile.) ¿Estáis locos, queriendo armar pendencia con un hombre que sabe de tercias y cuartas, y que mata a la gente con razones de mostrativas?
MAESTRO DE BAILE.- ¡Me río yo de sus demostraciones y de sus tercias y sus cuartas!
JOURDAIN.- ¡Calma!
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Qué dicen los impertinentes!
JOURDAIN.- ¡Sosegaos, maestro!
MAESTRO DE BAILE.- ¿Y vos, percherón de carroza?
JOURDAIN.- ¡Vamos, maestro de baile!
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Si caigo sobre vos!...
JOURDAIN.- ¡Calma!
MAESTRO DE BAILE.- ¡Si os meto mano!...
JOURDAIN.- ¡Ya está bien!
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Os tengo de zurrar!...
JOURDAIN.- ¡Por favor!
MAESTRO DE BAILE.- ¡Y yo de apalearos!
JOURDAIN.- Os lo ruego.
MAESTRO DE MÚSICA.- Dejadnos que le enseñemos a hablar.
JOURDAIN.- ¡Deteneos, por Dios!


Escena III


FILÓSOFO, MAESTRO DE MÚSICA, MAESTRO DE BAILE, MAESTRO DE ARMAS, JOURDAIN y criados.

JOURDAIN.- ¡Hola, señor filósofo! Llegáis a tiempo con vuestra filosofía para poner paz entre estos señores.
FILÓSOFO.- ¿Qué es ello? ¿Qué sucede?
JOURDAIN.- Abogando cada uno por la supremacía de su arte, se han acalorado hasta el extremo de injuriarse y estar a punto de venir a las manos.
FILÓSOFO.- ¿Cómo? ¿Es posible, señores, que os dejéis arrebatar de tal suerte?... ¿Acaso no habéis leído el sapientísimo tratado de Séneca sobre la cólera? ¿Hay nada más bajo y vergonzoso que esta pasión, que hace de un hombre una bestia salvaje? ¿Es o no la razón la que debe regir vuestros actos?
MAESTRO DE BAILE.- ¿Cómo nos habíamos de contener, señor? Acaba de insultarnos a los dos, menospreciando el baile, que yo ejerzo, y la música, que profesa mi compañero.
FILÓSOFO.- Un hombre discreto está por encima de todas las injurias que se le puedan proferir, y la única respuesta que merece el ultraje es la circunspección y la paciencia.
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Uno y otro han tenido la audacia de querer comparar sus profesiones con la mía!
FILÓSOFO.- ¿Y por eso os enojáis? Los hombres no deben disputar entre sí por vanagloria de su condición: lo único que nos diferencia perfectamente a unos de otros es la virtud y la sabiduría.
MAESTRO DE BAILE.- Yo le sostengo que el baile es una ciencia a la que nunca se honrará bastante.
MAESTRO DE MÚSICA.- Y yo que la música es un arte consagrado a través de los siglos.
MAESTRO DE ARMAS.- Pues yo replico y les sostengo que la esgrima es la más bella y la más necesaria de todas las ciencias.
FILÓSOFO.- ¿Qué diremos entonces de la filosofía?... ¡Me asombra la impertinencia de cada uno de vosotros al hablar delante de mí con tal arrogancia, dando descocadamente el nombre de ciencia a cosas que ni siquiera merecen el honroso calificativo de artes, y que sólo pueden ser incluidas en la clasificación de ciertos oficios, tan ruines como el de matón, coplero y danzarín!
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Ah, perro filósofo!
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡Ah, pendante!
MAESTRO DE BAILE.- ¡Ah, rematado capigorrón!
FILÓSOFO.- Qué decís, merodeadores; que no sois otra cosa.

(El FILÓSOFO se arroja sobre ellos, que lo muelen a golpes, y todos, peleando, salen.)

JOURDAIN.- ¡Señor filósofo!
FILÓSOFO.- ¡Infames! ¡Cobardes! ¡Insolentes!
JOURDAIN.- ¡Señor filósofo!
MAESTRO DE ARMAS.- ¡Mala peste te lleve, animal!
JOURDAIN.- ¡Señores!
FILÓSOFO.- ¡Impúdicos!
JOURDAIN.- ¡Señor filósofo!
MAESTRO DE BAILE.- ¡Llévese el diablo a este asno con albarda!
JOURDAIN.- ¡Señores!
FILÓSOFO.- ¡Malvados!
JOURDAIN.- ¡Señor filósofo!
MAESTRO DE MÚSICA.- ¡El muy impertinente!
JOURDAIN.- ¡Señores!
FILÓSOFO.- ¡Bribones! ¡Mendigos! ¡Traidores! ¡Farsantes!
JOURDAIN.- ¡Señor filósofo!... ¡Señores!... ¡Señor filósofo!... ¡Señores!... ¡Señor filósofo!... (Salen peleando.) Andad y zurraos hasta que os hartéis, que no seré yo quien lo impida ni quien se exponga a estropearse el traje por separarlos. ¡Buen tonto sería si me metiera en medio, para salir también aporreado!...


Escena IV


El FILÓSOFO y JOURDAIN.

FILÓSOFO.- (Que vuelve arreglándose el traje.) Veamos nuestra lección.
JOURDAIN.- Estoy verdaderamente pesaroso de que os hayan acogotado.
FILÓSOFO.- Eso no es nada. Un filósofo sabe recibir las cosas tal y como vienen. Ahora bien; yo les prometo que he de componer contra ellos una sátira, al estilo de Juvenal, que los hará añicos. Dejemos esto y veamos qué es lo que queréis vos aprender.
JOURDAIN.- Todo lo que pueda. Tengo deseos de ser sabio. Me indigna que mis padres no me obligaran, en mi juventud, a estudiar ciencias.
FILÓSOFO.- Es un sentimiento muy noble. Nam sine doctrina vita est quasi mortis imago. Ya me habréis entendido, porque, indudablemente, sabéis latín.
JOURDAIN.- Sí; pero haceos cuenta de que no lo sé, y explicadme lo que significa.
FILÓSOFO.- Quiere decir que, sin la ciencia, la vida es como una imagen de la muerte.
JOURDAIN.- Tiene razón ese latinajo.
FILÓSOFO.- ¿Tenéis algunos principios o rudimentos de las ciencias?
JOURDAIN.- ¡Oh, sí, señor: sé leer y escribir!
FILÓSOFO.- ¿Y por dónde queréis que comencemos? ¿Queréis que os enseñe la lógica?
JOURDAIN.- ¿Qué viene a ser eso de la lógica?
FILÓSOFO.- Es la que enseña las tres operaciones de la mente.
JOURDAIN.- ¿Y cuáles son esas tres operaciones?
FILÓSOFO.- La primera, la segunda y la tercera. La primera es la que enseña a discurrir por medio de los universales; la segunda, a juzgar por medio de las categorías; la tercera, la que enseña a deducir las consecuencias por medio de las figuras: Barbara, Celarent, Darii, Ferio, Baralipton, etc.
JOURDAIN.- ¡Vaya unas palabrejas estrambóticas! Esto de la lógica no me hace gracia; estudiemos otra cosa más agradable.
FILÓSOFO.- ¿Queréis aprender moral?
JOURDAIN.- ¿Moral?
FILÓSOFO.- Sí.
JOURDAIN.- ¿ De qué trata la moral?
FILÓSOFO.- De la felicidad, enseñando al hombre la moderación de sus pasiones y...
JOURDAIN.- No, dejemos eso. Yo soy un bilioso de todos los diablos, y no hay moral que me valga ni que me impida montar en cólera cuando me dé la gana.
FILÓSOFO.- ¿Queréis aprender física?
JOURDAIN.- ¿Qué cantilena es esa de la física?
FILÓSOFO.- La física explica los principios de las cosas naturales y las propiedades de cada cuerpo; es la que discurre sobre la naturaleza de los elementos, los metales, minerales, piedras, plantas, animales... Ella nos enseña las causas de los meteoros, del arco iris, de las estrellas fugaces, de los cometas, del rayo, del trueno, del ciclón, de la lluvia, de la nieve, del hielo, los vientos y los torbellinos.
JOURDAIN.- Hay demasiado estruendo en todo eso; demasiada confusión.
FILÓSOFO.- Entonces, ¿qué queréis que os enseñe?
JOURDAIN.- Enseñadme la ortografía.
FILÓSOFO.- Con mucho gusto.
JOURDAIN.- Después me enseñaréis el almanaque, para que pueda saber cuándo hay luna y cuándo no la hay.
FILÓSOFO.- Perfectamente. Y para mejor seguir vuestros deseos y tratar el asunto filosóficamente, es preciso comenzar, según el orden de las cosas, por el conocimiento exacto de la naturaleza de las letras y la manera peculiar de pronunciarse cada una de ellas. A este respecto comenzaré por deciros que las letras se dividen en vocales, así llamadas porque expresan las voces, y consonantes, llamadas de este modo porque suenan acompañadas de las vocales y no hacen sino marcar las diversas articulaciones de las voces. Hay cinco vocales o voces: A, E, I, O, U.
JOURDAIN.- Comprendido.
FILÓSOFO.- La voz A se forma abriendo mucho la boca: A3.
JOURDAIN.- A, A. Sí.
FILÓSOFO.- La voz E se forma acercando la mandíbula inferior a la superior. A, E.
JOURDAIN.- A, E. A, E. ¡Pues es verdad! Esto es muy interesante.
FILÓSOFO.- La I se pronuncia aproximando aún más las mandíbulas y estirando los extremos de la boca hacia las orejas. A, E, I.
JOURDAIN.- A, E, I, I, I, I. Es verdad. ¡Viva la ciencia!
FILÓSOFO.- La voz O se forma abriendo la boca y aproximando las comisuras de los labios: O.
JOURDAIN.- O, O. No puede darse nada más exacto: A, E, I, O, I, O. ¡Esto es admirable! I, O, I, O.
FILÓSOFO.- La abertura de la boca forma, precisamente, un redondelito que asemeja una O.
JOURDAIN.- O, O, O. Tenéis razón. O, ¡ah, qué hermoso es saber algo!
FILÓSOFO.- El sonido de la U se produce acercando los dientes, sin llegar a juntarlos del todo, y sacando los labios hacia fuera: U.
JOURDAIN.- U, U. Nada más cierto: U.
FILÓSOFO.- Alargáis los labios de tal forma y ponéis un hocico que más bien parece una mueca; de suerte que, si realmente quisierais hacer burla a alguien, no podríais decirle más que U.
JOURDAIN.- U, U. Es verdad. ¡Que no hubiera yo estudiado antes para saber esto!...
FILÓSOFO.- Mañana examinaremos las otras letras, o sea las consonantes.
JOURDAIN.- ¿Y son tan curiosas como las que acabamos de estudiar?
FILÓSOFO.- Indudablemente. La consonante D, por ejemplo, se pronuncia colocando la punta de la lengua en los dientes de arriba: DA.
JOURDAIN.- DA, DA. ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!
FILÓSOFO.- La F, apoyando los dientes de arriba sobre el labio inferior: FA.
JOURDAIN.- FA, FA. Exacto. ¡Ah, papá y mamá, cómo os detesto!
FILÓSOFO.- Y la R, colocando la punta de la lengua en lo alto del paladar, de suerte que, al chocar el aire expelido con fuerza, la lengua cede y vuelve al mismo sitio, produciendo una especie de vibración: R, RA.
JOURDAIN.- R, R, RA; R, R, R, R, R, RA. También esto es verdad. ¡Ah, qué hombre más hábil..., y cómo he perdido el tiempo! R, R, R, RA.
FILÓSOFO.- Ya os explicaré a conciencia todas estas curiosidades.
JOURDAIN.- Os lo ruego. Y ahora es preciso que os haga una confidencia. Estoy enamorado de una dama de la mayor distinción, y desearía que me ayudarais a redactar una misiva que quiero depositar a sus plantas.
FILÓSOFO.- No hay inconveniente.
JOURDAIN.- Será una galantería, ¿verdad?
FILÓSOFO.- Sin duda alguna. ¿Y son versos lo que queréis escribirle?
JOURDAIN.- No, no; nada de versos.
FILÓSOFO.- ¿Preferís la prosa?
JOURDAIN.- No. No quiero ni verso ni prosa.
FILÓSOFO.- ¡Pues una u otra ha de ser!
JOURDAIN.- ¿Por qué?
FILÓSOFO.- Por la sencilla razón, señor mío, de que no hay más que dos maneras de expresarse: en prosa o en verso.
JOURDAIN.- ¿Conque no hay más que prosa o verso?
FILÓSOFO.- Nada más. Y todo lo que no está en prosa está en verso; y todo lo que no está en verso, está en prosa.
JOURDAIN.- Y cuando uno habla, ¿en qué habla?
FILÓSOFO.- En prosa.
JOURDAIN.- ¡Cómo! Cuando yo le digo a Nicolasa «Tráeme las zapatillas» o «dame el gorro de dormir», ¿hablo en prosa?
FILÓSOFO.- Sí, señor.
JOURDAIN.- ¡Por vida de Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo! No sé cómo pagaros esta lección... Pues lo que quisiera decir en esa carta es esto: «Linda marquesa, vuestros hermosos ojos me hacen morir de amor». Esto, pero redactándolo con galanura..., dándole una vuelta, un giro gracioso.
FILÓSOFO.- Podéis agregar que el fuego de sus ojos reduce vuestro corazón a cenizas, que sufrís día y noche las violencias de un...
JOURDAIN.- No, no, no; nada de eso. No quiero decirle más que lo que os he dicho: «Linda marquesa, vuestros hermosos ojos me hacen morir de amor».
FILÓSOFO.- Es necesario estirar eso un poco...
JOURDAIN.- Os repito que no. No quiero escribir más que esas palabras, pero dándoles una forma elegante... Id redactando de diversas maneras para que yo vea... Os lo ruego...
FILÓSOFO.- Puede redactarse primeramente como vos habéis dicho: «Linda marquesa, vuestros hermosos ojos me hacen morir de amor». O bien: «De amor morir me hacen, linda marquesa, vuestros hermosos ojos». O de este otro modo: «Vuestros ojos hermosos, de amor me hacen, linda marquesa, morir». O en esta forma: «Morir, vuestros hermosos ojos, linda marquesa, de amor me hacen». O diciendo: «Me hacen vuestros ojos hermosos morir, linda marquesa, de amor».
JOURDAIN.- Pero de todas esas maneras, ¿cuál es la mejor?
FILÓSOFO.- La que vos habéis dicho: «Linda marquesa, vuestros hermosos ojos me hacen morir de amor».
JOURDAIN.- ¡No he estudiado y, sin embargo, acierto al primer golpe!... Os doy las gracias de todo corazón, y os ruego que vengáis mañana temprano.
FILÓSOFO.- No faltaré. (Sale.)
JOURDAIN.- (Al criado.) ¿Pero es que no me han traído aún el traje?
CRIADO.- No, señor.
JOURDAIN.- ¡Bien me está haciendo aguardar ese maldito sastre, y en un día en que tanto tengo que hacer!... ¡Me da una rabia!... ¡Malas cuartanas le den a ese verdugo! ¡Váyase al diablo, y que la peste le ahogue al tal sastre!... ¡Si pudiera cogerle ahora mismo a ese mal sastre, a ese perro de sastre, a ese traidor, lo...!


Escena V


El MAESTRO SASTRE, el OFICIAL, con el traje de monsieur JOURDAIN, monsieur JOURDAIN y el criado.

JOURDAIN.- ¿Habéis llegado? Comenzaba a indignarme.
MAESTRO SASTRE.- ¡Me ha sido imposible venir antes, a pesar de haber tenido veinte oficiales trabajando exclusivamente para vos!
JOURDAIN.- Me habéis enviado unas medias tan sumamente ajustadas, que he pasado las penas de este mundo para podérmelas poner. Además, ya tienen varios puntos.
MAESTRO SASTRE.- Ya veréis cómo dan de sí.
JOURDAIN.- Si siguen escapándose las mallas, desde luego. Otra cosa: los zapatos que me han hecho, siguiendo vuestras indicaciones, me lastiman terriblemente, me hieren.
MAESTRO SASTRE.- No puede ser, señor.
JOURDAIN.- ¡Cómo no puede ser!
MAESTRO SASTRE.- No, señor; no pueden molestarle.
JOURDAIN.- ¡Y yo os digo que me atormentan!
MAESTRO SASTRE.- Es que os lo figuráis.
JOURDAIN.- Me lo figuro porque lo siento. ¡Vaya una razón!
MAESTRO SASTRE.- ¡Mirad!... Aquí os traigo el traje más rico y mejor acabado que hay en la corte. Desafío a los sastres más renombrados a que hagan algo semejante. Confeccionar un traje que resulta serio sin ser negro es una obra maestra.
JOURDAIN.- Pero, ¿qué me habéis hecho aquí?... ¡Este dibujo está al revés! ¡El rameado de la tela está hacia abajo!
MAESTRO SASTRE.- El señor no me advirtió que lo quería hacia arriba.
JOURDAIN.- ¿Pero eso hay que advertirlo?
MAESTRO SASTRE.- ¡Claro está! Como todos los elegantes lo llevan así...
JOURDAIN.- ¿Los elegantes llevan los rameados hacia abajo?
MAESTRO SASTRE.- Sí, señor.
JOURDAIN.- Entonces, está bien.
MAESTRO SASTRE.- Si el señor quiere se lo ponemos hacia arriba.
JOURDAIN.- No, no.
MAESTRO SASTRE.- Eso va en gustos; y si el señor los prefiere hacia arriba...
JOURDAIN.- Os repito que no. Habéis hecho perfectamente poniéndolo así. ¿Creéis que me sentará bien el traje?
MAESTRO SASTRE.- ¡Qué pregunta me hacéis!... Desafío a un pintor a que haga con el pincel nada más ajustado. Tenemos en casa un oficial que es un verdadero genio haciendo ringraves4; y otro que, como oficial de prueba, es el héroe de nuestra época.
JOURDAIN.- ¿Qué tal la peluca y las plumas?
MAESTRO SASTRE.- Todo a pedir de boca.
JOURDAIN.- (Reparando en el traje que trae puesto el MAESTRO SASTRE.) ¡Ah, demonio! ¿Qué es esto, señor sastre? Esta tela es mía; la que os llevé para el último traje que me hicisteis. La conozco muy bien.
MAESTRO SASTRE.- Es que la tela me pareció de un gusto tan extraordinario que quise tener yo un traje igual.
JOURDAIN.- Está bien; pero no de mi tela.
MAESTRO SASTRE.- ¿Queréis probaros el traje?
JOURDAIN.- Sí, venga.
MAESTRO SASTRE.- Aguardad, que a cada cosa hay que darle lo suyo. Esta clase de prendas requieren cierto ceremonial, y he traído a mi gente para que os vistan a compás... ¡Eh!... Venid aquí todos a vestir al señor. Hacedlo como acostumbráis cuando se trata de personas de rango.

(Cuatro oficiales, bailando a compás de la orquesta, se acercan a monsieur JOURDAIN, le desnudan primeramente, poniéndole después el traje nuevo. JOURDAIN va de acá para allá, contoneándose, para que vean cómo le cae.)

OFICIAL.- Caballero... ¿Hay algo para que beban los oficiales?
JOURDAIN.- ¿Cómo me has llamado?
OFICIAL.- Caballero.
JOURDAIN.- ¡Caballero! ¡Lo que vale el enjaretarse bien! Se pasarían mil años, yendo uno vestido de cualquier modo, y seguro está que jamás se le ocurriría a nadie llamarle «caballero»... Toma. Ahí tienes por tu «caballero».
OFICIAL.- Gracias. Siempre a las órdenes de usía.
JOURDAIN.- ¡Usía!... ¡Ha dicho usía! Aguardad, amigos. Ese usía merece algo más. No es cualquier cosa llamarle a uno usía. Tomad: he aquí lo que os da usía.
OFICIAL.- ¡Ni uno solo de nosotros dejará de beber a la salud de su excelencia!
JOURDAIN.- ¡Su excelencia! ¡Oh! ¡Oh! ¡Aguardad! No os marchéis tan pronto. ¡A mí «su excelencia»! Pero por este camino me van a dejar vacía la bolsa. Vaya..., tomad por «mi excelencia».
OFICIAL.- Damos a usía las gracias por su generosidad.
JOURDAIN.- Ha hecho bien, porque les iba a dar cuanto tengo.

(Los cuatro oficiales forman parejas para el baile, que constituye el segundo intermedio.)









Acto III

Escena I


Monsieur JOURDAIN y criados.

JOURDAIN.- Seguidme. Voy a dar una vuelta por las calles para que me vean mi traje; pero cuidad bien los dos de marchar pisándome los talones, para que no quepa duda de que sois mis criados.
CRIADOS.- Sí, señor.
JOURDAIN.- Llamad a Nicolasa, que tengo que darle algunas órdenes. Quietos, que aquí viene.


Escena II


NICOLASA, JOURDAIN y criados.

JOURDAIN.- ¡Nicolasa!
NICOLASA.- ¿Qué manda el señor?
JOURDAIN.- Oye.
NICOLASA.- (Sin poder contener la risa.) ¡Ja, ja, ja, ja!
JOURDAIN.- ¿De qué te ríes?
NICOLASA.- ¡Ji, ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¿Qué le sucede a esta bribonaza?
NICOLASA.- ¡Ji, ji, ji! ¡Qué traje se ha puesto! ¡Ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¿Qué significa esa risa?
NICOLASA.- ¡Ay, Dios mío! ¡Ji, ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¿Qué desvergüenza es ésta? ¿Te burlas de mí?
NICOLASA.- No, señor; Dios me libre... ¡Ji, ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Como sigas riendo te voy a dar un soplamocos!
NICOLASA.- ¡No puedo remediarlo, señor!... ¡Ji, ji, ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Te callas!
NICOLASA.- Perdóneme el señor; pero es que no puedo contener la risa viéndole tan ridículo. ¡Ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Puede oírse mayor insolencia!
NICOLASA.- ¡Estáis tan gracioso con ese traje!... ¡Ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Te...!
NICOLASA.- ¡Os ruego que me perdonéis! ¡Ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Te juro que, como vuelvas nada más que a sonreír, te largo la bofetada más terrible que jamás se haya dado!
NICOLASA.- No, señor, no; ya no me río más. Ya lo veis, señor, cómo no me río.
JOURDAIN.- ¡Mucho ojo!... Es preciso que limpies inmediatamente...
NICOLASA.- ¡Ji, ji!
JOURDAIN.- Que limpies a conciencia...
NICOLASA.- ¡Ji, ji!
JOURDAIN.- Te estoy diciendo que es preciso que limpies la sala y...
NICOLASA.- ¡Ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Otra vez!
NICOLASA.- Dadme ahora mismo una paliza, señor; pero dejad que me ría hasta hartarme. ¡Ji, ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Me estás quemando la paciencia!
NICOLASA.- ¡Dejadme que me ría! ¡Ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¡Como llegue a echarte mano!
NICOLASA.- See... ñor... Es que, si no me río, revie... ento. ¡Ji, ji, ji!
JOURDAIN.- ¿Pero se ha visto nunca bellaca semejante, que viene a reírseme insolentemente en mi cara, en lugar de obedecer mis órdenes?
NICOLASA.- ¿Qué me manda el señor?
JOURDAIN.- Que cuides, grandísima bribona, de prepararlo todo para recibir las visitas que aguardo y que comenzarán a venir dentro de un instante.
NICOLASA.- ¡Vaya!... ¡Ahora sí que se me han quitado las ganas de más risa! ¡Esas gentes que vienen a veros arman aquí tal barullo, que sólo con nombrármelas ya me pongo de mal humor!
JOURDAIN.- Pues para que no te enfades, prohibiré la entrada en mi casa a todo el mundo...
NICOLASA.- Por lo menos, no deberíais dejar entrar a cierta gente.


Escena III


MADAMA JOURDAIN, monsieur JOURDAIN, NICOLASA y criados.

MADAMA JOURDAIN.- ¡Bah! Ya tenemos una nueva historia. ¿Queréis decirme, señor marido, qué significa ese atalaje? ¿Os burláis vos del mundo, enjaezándoos de ese modo, o es que queréis que todo el mundo se desternille de risa al veros?
JOURDAIN.- Sólo los tontos y las tontas, señora mía, podrán reírse de mí.
MADAMA JOURDAIN.- Pues yo debo advertiros de que no han aguardado hasta hoy: hace ya tiempo que vuestras maneras sirven de diversión a todo el mundo.
JOURDAIN.- Y, ¿queréis decirme quién es todo ese mundo?
MADAMA JOURDAIN.- Todo ese mundo es el de las personas razonables que tienen más luces que vos. Por mi parte, estoy escandalizada de la vida que lleváis. Mi casa ya no la conozco: podrá decirse, y con razón, que en ella todo el año es carnaval y que, desde muy temprano, por temor de que falte el tiempo en el día, comienzan a oírse músicas, y cantos, y tal zarabanda, que tienen ya indignada a la vecindad.
NICOLASA.- Tiene razón la señora. No hay manera de ver la casa limpia con esa taifa de pelgares5 que introducís aquí. No parece sino que andan recogiendo en los zapatos todo el barro de la ciudad para venir a dejarlo en estas salas, y que la pobre de Frasquita eche el hígado fregando los suelos.
JOURDAIN.- Hola, ¡y cómo se le ha soltado la lengua a esta palurda!
MADAMA JOURDAIN.- ¡Tiene muchísima razón y más sentido del que vos demostráis! ¡Sería curioso averiguar para qué queréis un maestro de baile a vuestros años!
NICOLASA.- ¿Y el maestro de armas, que hace retemblar la casa pisando, y que acabará por desenladrillarnos los suelos?
JOURDAIN.- ¡Chitón el ama y la criada!
MADAMA JOURDAIN.- ¿Queréis aprender a bailar para cuando no os sostengan las piernas?
NICOLASA.- ¿Es que pensáis matar a alguien?
JOURDAIN.- ¡Silencio, he dicho!... ¡Sois dos ignorantes sin idea de las cosas!
MADAMA JOURDAIN.- Más valiera que os ocuparais en casar a vuestra hija, que ya tiene edad para ello.
JOURDAIN.- Me ocuparé el día en que se le presente un buen partido; pero mientras tanto, quiero preocuparme de mí mismo, aprendiendo cuanto me agrade.
NICOLASA.- Pues para que el guiso tenga más sustancia, he oído decir que hoy mismo ha tomado un maestro de filosofía.
JOURDAIN.- Precisamente. Quiero aprender a razonar, a tener ingenio, para discutir luego con gentes instruidas.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y cómo no se os ocurre iros a la escuela, para que, a vuestros años, os zurren con las disciplinas?
JOURDAIN.- ¡Quién sabe si no lo haga algún día!... ¡Y ahora mismo me dejaría azotar delante de todo el mundo, con tal de saber lo que se enseña en las escuelas!
NICOLASA.- Lo creo; eso hace el pie pequeño.
JOURDAIN.- Puede.
MADAMA JOURDAIN.- Y, sobre todo, es muy necesario para el gobierno de la casa.
JOURDAIN.- Absolutamente... Habláis las dos como dos bestias cuya ignorancia produce sonrojo. ¿Queréis que os lo demuestre? A ver: ¿sabe alguna de vosotras qué es lo que está diciendo ahora mismo?
MADAMA JOURDAIN.- ¡Claro! Y sé que lo que digo está muy bien dicho, y que vos debierais conduciros de otro modo.
JOURDAIN.- ¡No me refiero a eso!... Os pregunto qué son las palabras que estáis pronunciando.
MADAMA JOURDAIN.- Palabras mucho más sensatas que vuestra conducta.
JOURDAIN.- Repito que no hablo de eso. Yo pregunto esto que hablo con vosotras, lo que estoy diciendo ahora mismo, ¿qué es?
MADAMA JOURDAIN.- Un cuento tártaro.
JOURDAIN.- No, no es un cuento. Lo que ambos decimos, lo que platicamos en este instante...
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué? Acaba...
JOURDAIN.- ¿Cómo se llama?
MADAMA JOURDAIN.- Se llama... ¡como cada uno lo quiera llamar!
JOURDAIN.- ¡Se llama prosa, ignorante!
MADAMA JOURDAIN.- ¿Prosa?
JOURDAIN.- Sí, prosa. Todo lo que es prosa no es verso, y todo lo que no es verso, no es prosa6. ¡Ea, aquí tienes lo que es estudiar!... Y tú: ¿ Tú sabes lo que hay que hacer para pronunciar la U?
NICOLASA.- ¿Cómo?
JOURDAIN.- A ver... ¿Qué es lo que haces cuando dices U?
NICOLASA.- ¿Qué?
JOURDAIN.- Dilo, para que lo veas.
NICOLASA.- U.
JOURDAIN.- ¿Qué has hecho?
NICOLASA.- Decir U.
JOURDAIN.- Sí; pero cuando dices U, ¿qué es lo que haces?
NICOLASA.- Lo que el señor me manda.
JOURDAIN.- ¡Oh, es curioso tenérselas que haber con estas idiotas!... Lo que tú haces es sacar el hocico y acercar la mandíbula de arriba a la de abajo. U. ¿Lo estás viendo? U. ¿Ves la mueca que hago? U.
NICOLASA.- Sí, es verdad.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Es admirable!
JOURDAIN.- ¿Y si oyerais aquello de O, y DA, DA, y FA, FA?
MADAMA JOURDAIN.- Y todo ese galimatías, ¿qué significa?
NICOLASA.- ¿De qué mal cura?
JOURDAIN.- ¡Es irritante tropezar con mujeres tan imbéciles!
MADAMA JOURDAIN.- ¡Bah! A toda esa gente, con sus boberías, debieras mandarla a paseo.
NICOLASA.- Sobre todo, a ese trapacero de maestro de armas, que me deja los muebles con un dedo de polvo.
JOURDAIN.- ¡Hola!... ¡Parece que la has tomado con el maestro de armas! Pero voy a hacerte ver ahora mismo tu impertinencia. (Hace traer dos floretes y da uno a NICOLASA.) Toma. Razón demostrativa: posición del cuerpo. Para parar en cuarta no hay más que hacer así... Para parar en tercia, esto... Nada más; y ¡ya puedes estar segura de que no hay en el mundo quien te mate! ¿Qué? ¿No es maravilloso llevar esta seguridad en sí mismo cuando uno va a batirse? Anda..., atácame para que te convenzas.
NICOLASA.- Vamos a ver... (NICOLASA lo acomete, dándole una zurra.)
JOURDAIN.- ¡Bueno está!... ¡Bueno!... ¡Que el diablo te lleve, granuja!
NICOLASA.- ¿No me dijisteis que atacara?
JOURDAIN.- Sí, pero me acometes en tercia antes de haber atacado en cuarta; y, además, te impacientas y no aguardas a que yo pare.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Estas extravagancias os han hecho perder el juicio!... Y todo ello viene desde que os dio por la nobleza.
JOURDAIN.- Ése fue mi primer momento de lucidez, porque siempre será mejor alternar con nobles que frecuentar relaciones plebeyas.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Qué duda cabe!... ¡Se gana mucho codeándose con la nobleza! No hay más que ver el negocio que habéis hecho con ese buen mozo de señor Conde, por el que os ha entrado verdadera debilidad.
JOURDAIN.- ¡Alto ahí, señora mía, y pensad en lo que decís!... No sabéis de quién habláis, cuando habláis de él con ligereza. Se trata de un personaje mucho más importante de lo que podéis imaginar: de un caballero que goza de consideración en la corte, y que habla con el Rey ni más ni menos que como yo hablo con vosotras... ¿Y no es para mí un honor que vean a una persona tan encopetada frecuentar mi casa, llamarme su querido amigo y tratarme como de igual a igual?... ¿Y las distinciones que usa conmigo? Delante de todo el mundo me colma de tales agasajos que yo mismo me avergüenzo.
MADAMA JOURDAIN.- Sí, Sí; muchas distinciones y agasajos para que aflojéis vuestra bolsa.
JOURDAIN.- ¿Y qué? ¿No es un honor prestar a un hombre de su rango? ¿Qué menos puedo hacer por un caballero que me llama su querido amigo?
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y él, qué hace por vos?
JOURDAIN.- Cosas que asombrarían si se supieran.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Cuáles?
JOURDAIN.- ¡Basta, porque no puedo dar explicaciones! Sabed únicamente que si yo le hice algún anticipo, me reembolsará íntegramente mi dinero.
MADAMA JOURDAIN.- Sí, sí; aguardad un poco.
JOURDAIN.- ¡Me ha dado su palabra de honor!
MADAMA JOURDAIN.- ¡Vaya un romance!
JOURDAIN.- ¡Por Dios que estáis terca! Os digo que me cumplirá su palabra, estoy seguro.
MADAMA JOURDAIN.- Y yo estoy persuadida de que no os la cumple, y de que os engaña con sus arrumacos.
JOURDAIN.- Callaos, que aquí llega.
MADAMA JOURDAIN.- Es lo único que nos faltaba. Apostaría a que viene por dinero. ¡Me empacha nada más que verle!
JOURDAIN.- ¡Callad, os repito!


Escena IV


DORANTE, monsieur JOURDAIN, MADAMA JOURDAIN, NICOLASA.

DORANTE.- ¡Mi querido amigo! ¿Qué tal?
JOURDAIN.- Muy bien, señor, para serviros.
DORANTE.- Y a vos, señora, ¿cómo os va?
MADAMA JOURDAIN.- Tirando de la vida.
DORANTE.- Pero ¿qué es esto, amigo mío? Os encuentro hecho un brazo de mar.
JOURDAIN.- Ya veis...
DORANTE.- ¡Y qué porte que os da este traje!... Bien podríais competir en arrogancia con los jóvenes más apuestos de nuestra sociedad.
JOURDAIN.- ¡Bah!...
MADAMA JOURDAIN.- (Aparte.) ¡Ya le rasca donde le pica!...
DORANTE.- Volveos... ¡Intachable!
MADAMA JOURDAIN.- (Aparte.) Tan lerdo por detrás como por delante.
DORANTE.- Tenía verdadera impaciencia por veros. Sois el hombre a quien más estimo en el mundo, y esta mañana he vuelto a hablar de vos en la cámara de Su Majestad.
JOURDAIN.- Me hacéis demasiado honor. (A MADAMA JOURDAIN.) ¡En la cámara de Su Majestad!
DORANTE.- Pero cubríos...
JOURDAIN.- Sé el respeto que os debo, señor.
DORANTE.- Excusaos de ceremonias conmigo, os lo ruego.
JOURDAIN.- Señor...
DORANTE.- Cubríos, porque entre amigos...
JOURDAIN.- No soy más que un servidor vuestro.
DORANTE.- Pues no me cubriré si no os cubrís vos.
JOURDAIN.- Prefiero la incorrección a seros importuno.
DORANTE.- Soy vuestro deudor, como sabéis.
MADAMA JOURDAIN.- (Aparte.) ¡Y tanto como lo sabemos!
DORANTE.- En varias ocasiones me habéis prestado dinero generosamente, y, en verdad, os estoy reconocido.
JOURDAIN.- ¿Os burláis de mí, señor?
DORANTE.- Pero yo sé pagar lo que se me presta y reconocer los favores que se me hacen.
JOURDAIN.- ¡Quién lo duda!
DORANTE.- Quiero liquidar con vos, y he venido a que ajustemos nuestras cuentas.
JOURDAIN.- (Bajo, a su mujer.) ¿Oís? ¿Comprendéis ahora vuestra impertinencia, señora?
DORANTE.- Soy hombre que le gusta pagar cuanto antes.
JOURDAIN.- (Bajo, a MADAMA JOURDAIN.) ¿Qué os decía yo?
DORANTE.- Veamos qué es lo que os debo.
JOURDAIN.- (Bajo, a su mujer.) ¡Ved vuestras ridículas sospechas!
DORANTE.- ¿Recordáis bien todas las cantidades que me habéis prestado?
JOURDAIN.- Creo que sí; pero podemos ver mis anotaciones. Aquí está... Una entrega de doscientos luises.
DORANTE.- Es verdad.
JOURDAIN.- Otra entrega de ciento veinte.
DORANTE.- Sí.
JOURDAIN.- En otra ocasión, ciento cuarenta.
DORANTE.- Tenéis razón.
JOURDAIN.- Estas tres partidas suman cuatrocientos sesenta luises, o sean cinco mil sesenta libras.
DORANTE.- La cuenta está exacta. Cinco mil sesenta libras.
JOURDAIN.- Mil ochocientas treinta y dos libras a vuestro plumajero.
DORANTE.- ¡Justo!
JOURDAIN.- Dos mil setecientas ochenta libras a vuestro sastre.
DORANTE.- ¡Cabal!
JOURDAIN.- Cuatro mil trescientas setenta y nueve libras, doce sueldos y ocho dineros al especiero.
DORANTE.- Doce sueldos y ocho dineros: ésa es la cuenta justa.
JOURDAIN.- Por último, a vuestro guarnicionero, mil setecientas cuarenta y ocho libras, seis sueldos y cuatro dineros.
DORANTE.- Todas las partidas son exactas. ¿Y ascienden a...?
JOURDAIN.- Suma total, quince mil ochocientas libras.
DORANTE.- ¡Justo! ¡Justo! ¡Quince mil ochocientas libras!... Agregad ahora doscientos doblones que me vais a dar y tendremos dieciocho mil francos en cuenta redonda, que os pagaré en la primera ocasión.
MADAMA JOURDAIN.- (Bajo, a su marido.) ¿Qué?... ¿Me he equivocado?
JOURDAIN.- (Bajo, a su mujer.) ¡Dejadme en paz!
DORANTE.- Si os contraría el entregarme esa suma...
JOURDAIN.- De ningún modo...
MADAMA JOURDAIN.- (Bajo, a JOURDAIN.) Este hombre te toma por una vaca de leche.
JOURDAIN.- (Bajo, a su esposa.) ¡Callad!
DORANTE.- Repito que si os incomoda iré a buscar ese piquillo a otra parte.
JOURDAIN.- No, señor.
MADAMA JOURDAIN.- (Bajo, a su marido.) ¡No estará satisfecho hasta que os haya arruinado!
JOURDAIN.- (Bajo, a su mujer.) ¿No os callaréis?
DORANTE.- Si os ocasiona la menor dificultad, no tenéis más que decírmelo...
JOURDAIN.- Nada de eso, señor.
MADAMA JOURDAIN.- (Bajo, a JOURDAIN.) ¡Es un verdadero truhán!
JOURDAIN.- (Bajo, a su mujer.) ¡Silencio, os digo!
MADAMA JOURDAIN.- ¡Os chupará hasta el último maravedí!
JOURDAIN.- ¿Pero no os callaréis?
DORANTE.- Son muchas las personas a quienes podría recurrir y que me anticiparían con gusto cuanto les pidiera; pero, siendo vos mi mejor amigo, he supuesto que me lo llevaríais a mal si me dirigiera a cualquier otro.
JOURDAIN.- Me hacéis demasiado honor, y ahora mismo voy a complaceros en vuestro deseo.
MADAMA JOURDAIN.- (Bajo, a JOURDAIN.) ¡Cómo! ¿Todavía le vais a dar más?
JOURDAIN.- (Bajo, a su mujer.) ¿Qué le he de hacer? ¿Queréis que me niegue a un hombre de su condición, y que ha hablado de mí esta mañana en la cámara del Rey?
MADAMA JOURDAIN.- (Bajo, a su marido, que sale.) ¡Anda, que eres un bobo de remate!


Escena V


DORANTE, MADAMA JOURDAIN y NICOLASA.

DORANTE.- Parecéis muy triste, señora; ¿qué os pasa?
MADAMA JOURDAIN.- Que, sin que se me haya hinchado, tengo la cabeza más gorda que el puño.
DORANTE.- ¿Qué es de vuestra hija, que no se la ve?
MADAMA JOURDAIN.- Se encuentra tan a gusto donde está...
DORANTE.- ¿Cómo anda?
MADAMA JOURDAIN.- Anda con sus pies.
DORANTE.- ¿Por qué no venís una de estas noches a ver el baile y la representación que dan en palacio?
MADAMA JOURDAIN.- No es mala idea; ¡porque tenemos unas ganas de reír!... ¡Si supierais las ganas de reír que tenemos!
DORANTE.- Tan bella y con un carácter tan jovial, habréis tenido en vuestra juventud un enjambre de adoradores.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Recaramba, señor, que aún no estoy en la decrepitud ni chocheando!
DORANTE.- Perdonadme, señora, que no haya reparado en vuestra frescura. ¡Soy tan distraído! Os ruego excuséis mi impertinencia.


Escena VI


Monsieur JOURDAIN, MADAMA JOURDAIN, DORANTE y NICOLASA.

JOURDAIN.- Aquí tenéis cien luises, contantes y sonantes.
DORANTE.- Señor Jourdain..., os reitero una vez más mi adhesión y ardo en impaciencia por poderos ser útil en la corte.
JOURDAIN.- Muy reconocido...
DORANTE.- Si vuestra esposa desea asistir a las diversiones de palacio, tendré el gusto de proporcionarle uno de los mejores sitios en la sala.
MADAMA JOURDAIN.- Beso a usted la mano, señor mío.
DORANTE.- (Bajo, a JOURDAIN.) Como os lo indicaba en mi carta, nuestra encantadora marquesa vendrá luego para asistir a la comida y al baile. Además, le he arrancado la promesa de que aceptará el agasajo que queréis ofrecerle.
JOURDAIN.- Retirémonos un poco más allá, por si acaso.
DORANTE.- Como hace ocho días que no nos vemos, no he podido daros cuenta de lo ocurrido a propósito del diamante que me entregasteis para que se lo regalara de vuestra parte... ¡Me ha costado Dios y ayuda vencer sus escrúpulos, y hasta hoy mismo no he logrado resolverla a que lo acepte!
JOURDAIN.- ¿Y qué le ha parecido?
DORANTE.- ¡Maravilloso!... Y, o mucho me equivoco, o la belleza de esa joya ha de influir en vuestro favor de un modo admirable.
JOURDAIN.- ¡El cielo lo permita!
MADAMA JOURDAIN.- (A NICOLASA.) Teniéndole al lado pierde el tino y no acierta a separarse de él.
DORANTE.- La he ponderado, como se merece, lo rico del regalo y la intensidad de vuestro amor.
JOURDAIN.- Vuestras bondades me alarman, me confunden y me colocan en el trance más difícil del mundo, viéndoos a vos, una persona de vuestras prendas, descender por mí hasta el extremo que lo hacéis.
DORANTE.- ¿Queréis chancearos? Entre amigos no rezan los escrúpulos. ¿No haríais vos por mí otro tanto llegada la ocasión?
JOURDAIN.- ¡Quién lo duda!... ¡De todo corazón os lo fío!
MADAMA JOURDAIN.- (A NICOLASA.) ¡No lo puedo aguantar! Su presencia es como una losa que me cayera encima.
DORANTE.- Tratándose de servir a un amigo, yo no reparo en medios. Por eso, cuando os confiasteis a mí, expresándome el fuego en que os había prendido esta linda marquesa, cuya casa yo frecuentaba, inmediatamente, de buena voluntad, me ofrecí a vos como medianero de vuestras pretensiones.
JOURDAIN.- Es cierto; y esa solicitud vuestra es la que me agobia.
MADAMA JOURDAIN.- (A NICOLASA.) ¡Pero no se irá nunca!
NICOLASA.- Hacen muy buenas migas.
DORANTE.- Habéis dado en el flaco, conduciéndoos por la mejor vereda para llegar hasta su corazón. No hay cosa que prive tanto a una mujer como los despilfarros hechos en su obsequio; y vuestras repetidas serenatas, vuestras flores de todos los días, aquellos sorprendentes fuegos de artificio quemados sobre el agua, el diamante que le habéis enviado, y la fiesta que le preparáis, todo le ha hablado más persuasivamente de vuestro amor que las palabras que vos mismo hubierais podido decirle.
JOURDAIN.- No habrá gastos que yo no haga, si ellos han de ayudarme en mis deseos. No hay para mí mayor atractivo que los encantos de una noble dama, y este honor estoy decidido a adquirirlo al precio de cuanto poseo.
MADAMA JOURDAIN.- (A NICOLASA.) ¿Qué se estarán diciendo?... Acércate con suavidad y alarga la oreja.
DORANTE.- En breve gozaréis del hechizo de su presencia y vuestros ojos tendrán lugar de satisfacerse.
JOURDAIN.- Para que estemos libres, he dispuesto que mi mujer vaya a almorzar a casa de mi hermana, donde pasará toda la tarde.
DORANTE.- Es una precaución muy atinada, pues vuestra esposa hubiera podido estorbarnos. Ya he dado en vuestro nombre las órdenes necesarias al cocinero y he dispuesto todo lo conveniente para el baile. Es composición mía, y, si los ejecutantes interpretan la idea, estoy seguro de que lo encontrará...
JOURDAIN.- (Que echa de ver a NICOLASA escuchando, le da un bofetón.) ¡Hola!... ¡Sois una impertinente!... (A DORANTE.) Salgamos, si queréis.


Escena VII


MADAMA JOURDAIN y NICOLASA.

NICOLASA.- La curiosidad me ha costado cara; pero hemos descubierto que hay gato encerrado. Hablaban de un asunto del que no quieren que vos os enteréis.
MADAMA JOURDAIN.- Mis sospechas no son de ahora; ya hacía tiempo que recelaba de mi marido. Y mucho me engaño, o tenemos amoríos de por medio; pero yo he de descubrir lo que sea... Pensemos en mi hija. Ya sabes que Cleonte la ama: me agrada ese hombre, y estoy decidida a ayudarle en sus pretensiones y a casarle con Lucila, si puedo.
NICOLASA.- No quepo en mí de gozo oyéndoos hablar así; porque si a vos el amo os agrada, no me agrada a mí menos el criado; y yo pensaba que, a la sombra de la de ellos, podría también celebrarse nuestra boda.
MADAMA JOURDAIN.- Anda, ve a buscarle de parte mía; dile que venga a verme ahora mismo, para que juntos pidamos a mi marido la mano de Lucila.
NICOLASA.- ¡Allá me voy, corriendo y más alegre que unas pascuas! No podíais darme una comisión más de mi agrado. (MADAMA JOURDAIN sale.) ¡Cómo voy a regocijar a todos!...


Escena VIII


CLEONTE, COVIELLE y NICOLASA.

NICOLASA.- ¡Oh y qué a tiempo llegáis!... Soy portadora de júbilos, y vengo...
CLEONTE.- ¡Aparta, pérfida, no vengas a distraerme con tus engañadoras palabras!
NICOLASA.- Es así como recibís...
CLEONTE.- ¡Aparta, te repito, y ve a decirle a la infiel de tu ama que nunca más podrá abusar de la extremada candidez de Cleonte!
NICOLASA.- ¿Qué mala hierba habéis pisado?... Explícame tú, mi Covielle, lo que significa todo esto.
COVIELLE.- ¿Tu Covielle, malvada?... Vamos, quítate pronto de mi vista, esperpento, y déjame en paz.
NICOLASA.- ¿Cómo?... ¿Tú a mí con ésas?...
COVIELLE.- ¡Que te quites de mi vista te digo, y no vuelvas a hablarme en tu vida!
NICOLASA.- ¡Diantre! ¿Qué mosca les ha picado?... Vamos a informar del hecho a mi ama. (Vase.)


Escena IX


CLEONTE y COVIELLE.

CLEONTE.- ¿Se puede tratar de este modo a un amante?... ¡A un amante, el más fiel y el más apasionado de los amantes!
COVIELLE.- ¡Es espantoso lo que nos ha hecho!
CLEONTE.- Mostrar por una persona todo el ardor y toda la ternura imaginables; no amar otra cosa en el mundo sino a ella y hacerla dueña de su albedrío; consagrarle todas las atenciones, todos los deseos, todas las alegrías; no hablar más que de ella, no pensar más que en ella, soñar con ella, respirar por ella, alentar el corazón sólo por ella... ¡Y he aquí la justa recompensa a mi entera adhesión! Tras de dos días de no verla -que han sido para mí como dos espantosos siglos- la encuentro casualmente: a su vista, mi corazón se siente transportado, el júbilo brilla en mi rostro y, con arrobamiento, vuelo hacia ella; pero la infiel aparta de la mía su mirada, y pasa bruscamente como si jamás en su vida me hubiera visto.
COVIELLE.- ¡Yo digo otro tanto!
CLEONTE.- ¿Puede darse, Covielle, perfidia semejante a la de esa ingrata de Lucila?
COVIELLE.- ¿Y a la de esa truhana de Nicolasa, señor?
CLEONTE.- ¡Después de tan ardientes sacrificios, de tanto suspirar y de los votos hechos a su belleza!
COVIELLE.- ¡Después de tan asiduos homenajes, de tantos cuidados y servicios como la tributé en la cocina!
CLEONTE.- ¡Tantas lágrimas derramadas a sus pies!
COVIELLE.- ¡Tantos cubos de agua que saqué del pozo por ella!
CLEONTE.- ¡Tanto ardor como la he demostrado, queriéndola más que a mí mismo!
COVIELLE.- ¡Los calores que yo he pasado dando vueltas al asador en lugar suyo!
CLEONTE.- ¡Y huye de mí con desprecio!
COVIELLE.- ¡Y me vuelve las espaldas descaradamente!
CLEONTE.- ¡Es una perfidia digna del más duro castigo!
COVIELLE.- ¡Es una traición que merece mil soplamocos!
CLEONTE.- ¡Que no se te ocurra en la vida venirme a hablar de ella, te lo ruego!
COVIELLE.- ¿Yo?... ¡Dios me libre!
CLEONTE.- No me vengas queriendo disculpar su inconstancia.
COVIELLE.- No temáis tal cosa.
CLEONTE.- Porque te advierto que todas las razones que encuentres para disculparla serán inútiles.
COVIELLE.- Pero ¿quién piensa en eso?
CLEONTE.- Quiero mantener mi resentimiento y romper relaciones con ella.
COVIELLE.- Me parece muy bien.
CLEONTE.- Probablemente, ese señor Conde que visita la casa la ha entrado por el ojo, y, como si lo viera, su presunción se deja deslumbrar por el brillo de los cuarteles... Pero le juro por mi honor que sabré prevenirme contra el desbordamiento de su inconstancia; que he de seguir sus pasos por el camino de mudanzas a que la veo correr, para que no le quepa la satisfacción de haberme desdeñado.
COVIELLE.- Bien pensado; y, por mi parte, meto baza con vos en el juego.
CLEONTE.- Alienta mi despecho y apoya mi resolución contra todos los residuos de amor que aún pudieran hablarme de ella. Te ruego encarecidamente que me digas lo más malo que se te ocurra de su persona, pintándomela de tal modo que me parezca despreciable. Indícame, haciéndomelos resaltar, todos los defectos que hayas podido advertir en ella para que sienta hastío.
COVIELLE.- ¿Qué os diré yo, señor, de esa doña Melindres, presuntuosa y ridícula, demasiado burda para inspiraros un amor semejante?... No encuentro en ella nada que no sea mediocre, y os tropezaréis con otras cien que sean más dignas de vos. Si la miramos a los ojos, tiene unos ojillos pequeñines...
CLEONTE.- Es verdad: los ojos son pequeños; pero tan llenos de fuego, con tanto brillo, tan penetrantes y con tal atractivo, que en el mundo no se podrán ver otros iguales.
COVIELLE.- Tiene la boca grande.
CLEONTE.- Sí; pero con una gracia que no hallarás en las demás; y esa boca, en viéndola, inspira tales deseos, que es la más atrayente y amorosa del mundo.
COVIELLE.- En cuanto a la estatura, no es alta.
CLEONTE.- Ni alta ni baja: lo que se dice un talle cómodo.
COVIELLE.- ¿Y aquel afectado abandono en sus palabras y en sus ademanes?
CLEONTE.- También es verdad; pero todo ello la agracia. Sus maneras tienen un no sé qué tan atrayente..., un hechizo que se insinúa y penetra hasta lo íntimo del corazón.
COVIELLE.- En lo que toca a su ingenio...
CLEONTE.- ¡Oh, Covielle! Su ingenio es el más fino y el más delicado.
COVIELLE.- Su conversación...
CLEONTE.- ¡Encantadora conversación!
COVIELLE.- ¿Y por qué ha de estar siempre seria?
CLEONTE.- ¿Preferirías una de esas mujeres, siempre de buen humor y a todas horas con la sonrisa en los labios? ¿Hay nada más impertinente que la risa cuando no viene a cuento?
COVIELLE.- ¡No me negaréis que es la mujer más caprichosa de la tierra!
CLEONTE.- De acuerdo con que es caprichosa; pero a las mujeres bonitas todo les sienta bien y todo se les soporta.
COVIELLE.- Por ese camino, señor, lo único que saco en claro son las ganas que tenéis de amarla para siempre.
CLEONTE.- ¿Yo?... ¡Antes la muerte! Y bien quisiera odiarla tanto como la he amado.
COVIELLE.- ¿Cómo es posible, hallándola tan repleta de perfecciones?
CLEONTE.- Eso mismo hará que mi venganza sea más ruidosa y pondrá bien de manifiesto la entereza de mi corazón; aborrecerla, despreciarla, encontrándola llena de belleza, de atractivos y de dulzura... Hela aquí.


Escena X


CLEONTE, LUCILA, COVIELLE y NICOLASA.

NICOLASA.- (A LUCILA.) A mí me han echado la escandalosa.
LUCILA.- Tiene que ser lo que te he dicho. Pero aquí está.
CLEONTE.- No quiero ni hablarle.
COVIELLE.- Y yo os he de imitar.
LUCILA.- ¿Qué es esto, Cleonte?... ¿Qué tenéis?
NICOLASA.- ¿Qué tenéis, Covielle?
LUCILA.- ¿Por qué estáis enojado?
NICOLASA.- ¿De qué viene tan mal humor?
LUCILA.- ¿Estáis mudo, Cleonte?
NICOLASA.- ¿Has perdido el habla, Covielle?
CLEONTE.- ¡Se necesita ser malvada!
COVIELLE.- ¡Hace falta ser Judas!
LUCILA.- Ya veo que nuestro último encuentro os ha turbado el juicio.
CLEONTE.- Cada cual reconoce su obra.
NICOLASA.- El recibimiento de esta mañana te ha amoscado.
COVIELLE.- Es fácil descubrir la hilaza.
LUCILA.- ¿No es verdad, Cleonte, que éste es el motivo de vuestro despecho?
CLEONTE.- Sí, pérfida; ¡ya que me obligáis a decíroslo, ése es!... Pero os advierto que no triunfaréis en vuestra infidelidad, como habéis pensado; que he de ser yo el primero en romper con vos, para que no os toméis la ventaja de despedirme... Muchas penas me costará arrancar el amor que os tengo; me causará una gran pesadumbre y sufriré algún tiempo; pero, al fin, todo habrá terminado, y antes me partiré el corazón que dejarme vencer por la debilidad de tornar a vuestros amoríos.
COVIELLE.- Idem per idem7.
LUCILA.- Mucho ruido por bien poca cosa. Voy a deciros, Cleonte, el motivo que me obligó a apartarme de vos esta mañana.
CLEONTE.- No, no quiero escuchar.
NICOLASA.- Quiero que te enteres de por qué pasamos tan de prisa.
COVIELLE.- No me da la gana de enterarme.
LUCILA.- Sabed que esta mañana...
CLEONTE.- Os digo que no...
NICOLASA.- Has de saber que...
COVIELLE.- No, traidora.
LUCILA.- Escucha.
CLEONTE.- Hemos acabado.
NICOLASA.- Déjame que te diga.
COVIELLE.- Estoy sordo.
LUCILA.- ¡Cleonte!
CLEONTE.- ¡No!
NICOLASA.- ¡Covielle!
COVIELLE.- ¡Nada!
LUCILA.- ¡Aguarda!
CLEONTE.- ¡Cuentos!
NICOLASA.- ¡Escúchame!
COVIELLE.- ¡Patrañas!
LUCILA.- ¡Un momento!
CLEONTE.- ¡No, por cierto!
NICOLASA.- Un poco de paciencia.
COVIELLE.- ¡Tarará!
LUCILA.- ¡Dos palabras!
CLEONTE.- No; esto acabó.
NICOLASA.- ¡Una palabra!
COVIELLE.- Ya está cerrado el trato.
LUCILA.- Pues bien; ya que no queréis escucharme, manteneos en vuestra obstinación y haced lo que os acomode.
NICOLASA.- ¡Ya que te pones de ese modo, tómalo como quieras!...
CLEONTE.- ¡Sepamos de una vez el motivo de tan galante recibimiento!
LUCILA.- No tengo ganas de dar explicaciones.
COVIELLE.- Cuéntame esa historia.
NICOLASA.- No estoy para regalarte el oído.
CLEONTE.- Dime...
LUCILA.- No digo nada.
COVIELLE.- Cuéntame...
NICOLASA.- No tengo qué contar.
CLEONTE.- Por favor...
LUCILA.- Os digo que no.
COVIELLE.- Por caridad...
NICOLASA.- Perdone, hermano.
CLEONTE.- Os lo ruego.
LUCILA.- Dejadme.
COVIELLE.- ¡Por éstas!...
NICOLASA.- ¡Aparta de ahí!
CLEONTE.- ¡Lucila!
LUCILA.- No.
COVIELLE.- ¡Nicolasa!
NICOLASA.- ¡Punto en boca!
CLEONTE.- ¡Por Dios bendito!...
LUCILA.- No quiero.
COVIELLE.- Háblame.
NICOLASA.- Ni palabra.
CLEONTE.- Desvaneced mis dudas.
LUCILA.- No me tomaré la molestia.
COVIELLE.- Cura mis males.
NICOLASA.- No me da la gana.
CLEONTE.- Pues bien; ya que os es indiferente libertarme o no de mis penas y justificaros del trato indigno que habéis dado a mis ansias, me veis ahora por última vez; huyo de vos, ingrata, y voy lejos de aquí a morir de aflicción y de amor.
COVIELLE.- Yo seguiré sus pasos.
LUCILA.- ¡Cleonte!
NICOLASA.- ¡Covielle!
CLEONTE.- ¿Eh?
COVIELLE.- ¿Llamáis?
LUCILA.- ¿Adónde vas?
CLEONTE.- ¡Adonde he dicho!
COVIELLE.- ¡A morirnos!
LUCILA.- ¿Vas a morir, Cleonte?
CLEONTE.- ¡Sí, cruel, puesto que tú lo quieres!
LUCILA.- ¿Yo desear tu muerte?
CLEONTE.- Sí.
LUCILA.- ¿Quién os lo ha dicho?
CLEONTE.- ¿No es desear mi muerte negaros a aclarar mis sospechas?
LUCILA.- ¿Y es culpa mía? Si os hubierais dignado escucharme, ¿no os habría yo explicado que la aventura de esta mañana, de que tanto os quejáis, ha sido motivada por la presencia de una anciana tía, que a todo trance quiere persuadirnos de que la sola proximidad de un hombre basta para deshonrar a una doncella?... ¿Que continuamente nos sermonea sobre este tema y nos pinta a los hombres como demonios, de los que hay que huir?...
NICOLASA.- ¡Ya tenéis aclarado el secreto!
CLEONTE.- ¿No me engañáis, Lucila?
COVIELLE.- ¿No querrás darme la castaña?
LUCILA.- Nada más cierto que lo que acabo de deciros.
NICOLASA.- Tal y como ocurrió.
COVIELLE.- ¿Nos damos por vencidos?
CLEONTE.- ¡Ah, Lucila..., una sola palabra de tu boca vuelve el sosiego a mi corazón; es tan fácil dejarse persuadir por quien se ama!
COVIELLE.- ¡Qué fácilmente nos dejamos acariciar por estos endiablados animalitos!


Escena XI


MADAMA JOURDAIN, CLEONTE, LUCILA, COVIELLE, NICOLASA.

MADAMA JOURDAIN.- Celebro el encontraros, Cleonte, porque venís a tiempo. Mi marido llega: disponeos a pedirle la mano de Lucila.
CLEONTE.- ¡Oh, señora, qué dulces me son sus palabras y cómo halagan mis deseos! ¿Podría yo recibir una orden más grata ni un favor más preciado?


Escena XII


JOURDAIN, MADAMA JOURDAIN, CLEONTE, LUCILA, COVIELLE, NICOLASA.

CLEONTE.- Señor: no he querido valerme de nadie para haceros una demanda que medito hace tiempo, y que, por lo mucho que me afecta, debo ser yo mismo quien la haga. Así, pues, sin más rodeos, os suplico me concedáis el honor de ser vuestro yerno.
JOURDAIN.- Antes de responderos os suplico me digáis si sois noble.
CLEONTE.- Señor: la generalidad no vacilaría en contestar a vuestra pregunta. El sentido de las palabras se tergiversa fácilmente, y en el día de hoy, en que las costumbres parecen autorizar el robo, cada cual se aplica ese título sin escrúpulo alguno. Por mi parte, os lo confieso, tengo sobre este punto un concepto algo más delicado. Creo que toda impostura es indigna de un hombre probo, y que es una bajeza disfrazar la condición en que hemos nacido para presentarse al mundo con un nombre usurpado y queriendo hacerse pasar por lo que no se es. Ciertamente que mis antecesores ocuparon cargos distinguidos, y que yo mismo, después de seis años de servicios en el ejército, he conseguido colocarme en una posición bastante honrosa; pero con todo ello, y no queriendo adjudicarme una condición que otros en mi lugar creerían poder aplicarse, os digo francamente que no soy noble.
JOURDAIN.- Dadme la mano... Mi hija no es para vos.
CLEONTE.- ¿Cómo?
JOURDAIN.- No sois noble, no seréis ya mi yerno.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y qué queréis decirnos con vuestra nobleza? ¿Acaso pertenecemos nosotros a la casta de San Luis?
JOURDAIN.- ¡Callaos, que ya os veo venir, señora!
MADAMA JOURDAIN.- ¿De quién descendemos los dos, sino de padres muy decentes, pero plebeyos?
JOURDAIN.- ¡Puf, qué lenguaje!
MADAMA JOURDAIN.- Vuestro padre, ¿no fue mercader como el mío?
JOURDAIN.- ¡Malditas sean todas las mujeres! ¡No han de callar jamás, y cuando abren la boca es para echarlo todo a perder!... Si vuestro padre fue tendero, peor para él; del mío sólo las malas lenguas lo podrán decir. Y basta ya: lo único que he de manifestaros es que quiero tener un yerno noble.
MADAMA JOURDAIN.- A vuestra hija lo que habéis de buscarle es un marido que le convenga; y vale más un hombre honrado, rico y buen mozo que un noble pobretón y contrahecho.
NICOLASA.- ¡Ésa es la verdad! Y si no, acordaos del hijo de aquel señor de nuestro pueblo, tan empingorotado; más bobo y más patizambo no lo hay.
JOURDAIN.- ¡Calla tú, impertinente; que te has de entremeter a cada paso en la conversación! Mi hija es bastante rica, y lo único que ha de procurar son honores; por eso quiero que sea marquesa.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Marquesa!
JOURDAIN.- Sí, marquesa.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Dios me libre!
JOURDAIN.- ¡Es cosa decidida!
MADAMA JOURDAIN.- Pues ¡no he de consentirlo!... ¿Cómo he de consentir que un yerno pueda echar en cara a mi hija la condición de sus padres, y que el día de mañana mis nietos se avergüencen de llamarme abuela?... ¡Jamás consentiré en uno de esos matrimonios, que no traen más que un semillero de disgustos! Todo son habladurías y comentarios: si no la ven, porque no la ven; y si se le ocurrió venir a visitarme en tren de gran señora, y al pasar, distraída, dejó de saludar a algún vecino..., ¿para qué quieres más? «¿Habéis visto -dirán- qué tono se va dando la señora marquesa? Pues es la hija de los Jourdain. Todavía, hace algunos años, se daba por muy satisfecha viniendo a jugar con nosotras; ¡quién le había de decir que iba a verse tan emperejilada y pavoneándose de este modo! Los abuelos, que tenían tienda de paños en la Puerta de los Inocentes, amasaron un buen caudal para sus hijos; ahora están pagándolo, Dios sabe cómo, en el otro mundo, por que no se hacen fortunas por medios honrados...». No, no quiero dar que cotorrear a nadie. Mi hija se casará con un hombre, hombre y nada más, que le esté a ella obligado, y al que yo pueda decirle: «Siéntate ahí y almuerza conmigo».
JOURDAIN.- ¡Sentimientos de espíritus mezquinos, apegados a su insignificancia! ¡No replicarme una palabra más! Mi hija será marquesa, a despecho de todo el mundo; y si me apretáis hasta hacerme montar en cólera, la hago duquesa.
MADAMA JOURDAIN.- No perdáis las esperanzas, Cleonte. Ven aquí, hija mía; ven a decirle a tu padre resueltamente que o te casas con él o no te casas.


Escena XIII


CLEONTE y COVIELLE.

COVIELLE.- ¡Buena la habéis hecho con vuestros sentimientos delicados!
CLEONTE.- ¿Qué queréis? Mis escrúpulos están por encima de mi conveniencia.
COVIELLE.- Pero ¿estáis en vuestros cabales, tomando en serio a un hombre como éste? ¿No veis que está rematado? ¿Qué trabajo os costaba seguirle la corriente en su chifladura?
CLEONTE.- Tienes razón; pero no pensé nunca que fuera necesario acreditar limpieza de sangre para casarse con la hija del señor Jourdain.
COVIELLE.- ¡Ja, ja, ja!
CLEONTE.- ¿De qué te ríes?
COVIELLE.- De una idea que acaba de ocurrírseme para darle un bromazo a ese loco y haceros conseguir lo que deseáis.
CLEONTE.- ¿Cómo?
COVIELLE.- La ocurrencia es graciosa.
CLEONTE.- ¿Qué es?
COVIELLE.- Hace algún tiempo se hizo una mascarada que viene como anillo al dedo para introducirla en la burla que le vamos a jugar a este tipo ridículo. Es una farsa que huele a vaya desde una legua; pero con él podemos arriesgarnos a todo sin recelo, porque es hombre dispuesto a posesionarse de su papel y representar a maravilla cuantos disparates se nos ocurran. Tengo actores y trajes; dejadme a mí conducir la trama.
CLEONTE.- Pero dime...
COVIELLE.- Ahora os lo explicaré todo, pero retirémonos, porque vuelve.


Escena XIV


JOURDAIN y el CRIADO.

JOURDAIN.- ¿Qué diablos es esto?... No tienen otra cosa que echarme en cara más que mi predilección por la grandeza, y para mí no hay nada tan agradable como alternar con ellos. Todo es nobleza y cortesía en el trato... ¡De buena gana diera yo dos dedos de la mano por haber nacido marqués o conde!
CRIADO.- Señor... El señor Conde y una dama, a la que conduce de la mano.
JOURDAIN.- ¡Vaya por Dios! Aún tenía que dar algunas órdenes... Diles que entren, que vendré al momento.


Escena XV


DORIMENA, DORANTE y el CRIADO.

CRIADO.- El señor me encargó deciros que estará aquí inmediatamente.
DORANTE.- Está bien.
DORIMENA.- No sé; pero me parece que no obro bien dejándome conducir por vos a una casa en la que no conozco a nadie.
DORANTE.- ¿Y qué lugar he de elegir para que mi amor os agasaje, ya que, por huir de la divulgación, habéis descartado vuestra casa y la mía?
DORIMENA.- ¿Pero por qué no decís que, insensiblemente, un día y otro me obligáis a recibir testimonios de amor, cada vez más insinuantes? Yo he hecho cuanto he podido para defenderme, pero vuestra cortés insistencia, venciendo todos mis reparos, me ha obligado a acceder poco a poco a vuestros deseos. Han menudeado las visitas, y tras ellas las declaraciones aparejadas de serenatas y finezas; después han seguido los presentes... He querido resistirme a todo esto; pero vos, siempre lleno de ánimo y paso a paso, habéis ido ganando mi voluntad, hasta el punto de que, ahora mismo, no respondo de mí; y hasta creo que me conduciréis al matrimonio, del que tanto me había distanciado.
DORANTE.- Ya debierais estar en él, señora. Sois viuda y sólo dependéis de vos; yo soy dueño de mí, y os amo más que a mi vida. ¿Qué es lo que se opone a que me hagáis feliz desde hoy mismo?
DORIMENA.- ¡Por Dios!... ¡Es necesario que uno y otro reúnan tantas cualidades para llegar a conseguir una mutua felicidad! Los dos seres más razonables del mundo dudarían siempre de llegar a constituir una unión de la que se hallaran plenamente satisfechos.
DORANTE.- Hacéis mal imaginando tantas dificultades; y tened en cuenta que la experiencia que vos habéis hecho no quiere decir nada para los demás.
DORIMENA.- Mis reflexiones giran siempre alrededor del mismo punto. Los gastos que os he visto hacer me inquietan por dos motivos: uno, porque me obligan a más de lo que quisiera; otro, porque estoy segura, y no os molestéis, de que os cuestan un sacrificio, que yo no debo tolerar.
DORANTE.- ¡Callaos, señora, que no merece la pena hablar de tales pequeñeces, y no es por ahí!...
DORIMENA.- Yo sé bien lo que digo. Entre otras cosas, el diamante que me habéis obligado a aceptar es de un precio...
DORANTE.- Vamos, os lo ruego; no deis tanta importancia a una cosa que mi amor juzga indigna de vos, y sufrid... Aquí viene el amo de la casa.


Escena XVI


JOURDAIN, DORIMENA, DORANTE y el CRIADO.

JOURDAIN.- (Después de hacer dos reverencias se encuentra demasiado próximo a DORIMENA.) Un poco más atrás, señora.
DORIMENA.- ¿Cómo?
JOURDAIN.- Un paso, si me hacéis el favor.
DORIMENA.- ¿Para qué?
JOURDAIN.- Reculad un poco para que pueda hacer la tercera.
DORANTE.- Mi amigo, señora, es un hombre galante, y sabe dar a cada uno lo que merece.
JOURDAIN.- Señora: es una gloria para mí el verme tan afortunado y tan dichoso, al tener el honor que vos habéis tenido la bondad de concederme, haciéndome el honor de honrarme con el favor de vuestra presencia; y si yo tuviera igualmente méritos para merecer un mérito como el que me concedéis, y que el cielo..., envidioso de mi suerte..., me hubiese concedido... el privilegio de verme digno... de...
DORANTE.- ¡Basta! La señora, que ya sabe que sois hombre de ingenio, no gusta de cumplidas ceremonias. (Bajo, a DORIMENA.) Es un burgués ridículo.
DORIMENA.- (Lo mismo.) Ya lo veo.
DORANTE.- (Alto.) Jourdain es mi mejor amigo.
JOURDAIN.- Me hacéis demasiado favor.
DORANTE.- De una galantería exquisita.
DORIMENA.- Lo tengo en una gran estimación.
JOURDAIN.- Aún no hice nada para merecer su gracia, señora.
DORANTE.- (Bajo, a JOURDAIN.) ¡Cuidado con hablarle del diamante que le habéis ofrecido!
JOURDAIN.- (Bajo, a DORANTE.) ¿Ni siquiera preguntarle si le ha gustado?
DORANTE.- (Bajo, a JOURDAIN.) Guardaos bien de hacerlo. Sería una falta de corrección; y si queréis comportaros como un verdadero hombre de mundo, haced como si no fuerais vos quien se lo ha regalado. (Alto.) Mi amigo Jourdain dice que está encantado de veros en su casa.
DORIMENA.- Me hace un gran honor.
JOURDAIN.- (Bajo, a DORANTE.) ¡Cuánto os agradezco el que habléis por mí de este modo!
DORANTE.- (Bajo, a JOURDAIN.) ¡Me ha costado un trabajo ímprobo hacerla venir!
JOURDAIN.- (Bajo, a DORANTE.) No sé cómo pagaros tantos favores.
DORANTE.- Dice, señora, que le parecéis la criatura más bella del mundo.
DORIMENA.- Favor que me hace...
JOURDAIN.- Sois vos la que hacéis los favores, señora, y...
DORANTE.- ¿Comemos?
CRIADOS.- (A JOURDAIN.) Todo está dispuesto, señor.
DORANTE.- Pues a la mesa, y que entren los músicos.

(Los seis cocineros que han preparado el festín, bailan. Esta danza forma el tercer intermedio, terminado el cual entran una mesa servida de manjares.)





Acto IV

Escena I


DORANTE, DORIMENA, JOURDAIN, dos músicos, una cantante y criados.

DORIMENA.- ¿Qué es esto, Dorante?... ¡Es un banquete en toda regla!
JOURDAIN.- ¿Os burláis, señora? Mi humilde mesa es indigna de vos.

(Se sientan a la mesa.)
DORANTE.- Dice bien: el banquete es indigno de vos, señora; pero, al hablar de ese modo, mi amigo Jourdain me obligó a haceros los honores de su casa, ya que habiendo sido yo, que carezco de las condiciones que poseen nuestros amigos, quien lo dispuso todo, no se os podrá ofrecer un festín en el que se hayan observado las reglas del arte. Encontraréis en él incongruencias y barbarismos. ¡Ah, si Lamis hubiera intervenido sería otra cosa! Saltarían a la vista su elegancia y su erudición, derrochadas hasta en el más insignificante detalle; y él mismo os elogiaría cada uno de los platos que se sirvieran, obligándoos a confesar su extraordinaria capacidad en el conocimiento de los manjares exquisitos. Os hablaría de un pan8 de bordes dorados, todo hecho corteza, y que cuscurrea9 al meterle el diente; de un vino de un sabor aterciopelado, aunque su color verde no sea muy excitante; de unas espaldillas de carnero aderezadas con perejil; de un lomo de ternera10 así de grande, blanco y delicado, que se paladea como pasta de almendras; perdices de un tufillo excitante... y, como obra suya, os hubiera ofrecido un caldo perlado y un pavo cebón, cantonado por cuatro pichoncitos y guarnecido de cebollas y hojas de achicoria. Yo, por mi parte, os declaro mi completa ignorancia; y, como Jourdain ha dicho muy bien, desearía que la comida fuera más digna de vos.
DORIMENA.- Ya veis cómo respondo a vuestros cumplidos: comiendo de todo.
JOURDAIN.- ¡Oh, qué manos más lindas!
DORIMENA.- Las manos son mediocres; pero, sin duda, vos os referís al diamante, que es precioso.
JOURDAIN.- Os engañáis, señora. Y Dios me libre de cometer la incorrección de hablaros de él. Es una piedra vulgar.
DORIMENA.- Estáis muy displicente.
JOURDAIN.- Y vos demasiado bondadosa.
DORANTE.- ¡A ver!... Servidnos vinos y servid también a los músicos, que van a hacernos el favor de cantar un brindis.
DORIMENA.- Es una idea exquisita la de sazonar las viandas con música. Nunca me vi tan deliciosamente agasajada.
JOURDAIN.- Es, señora, que...
DORANTE.- Prestemos atención a los músicos; lo que ellos digan valdrá más que todo lo que nosotros pudiéramos decir.

(Los músicos y la cantante toman los vasos y cantan acompañados por la orquesta.)


(Primer brindis.)


(Músicos PRIMERO y SEGUNDO, con copas en la mano.)

Para empezar la ronda, ¡oh Filis, dadme
un dedito no más. La cristalina
y frágil copa en vuestras manos
adquiere más belleza;
vos y el vino os prestáis nuevas armas
que acrecientan mi amor.
Por siempre vos, el vino y yo juremos
un incesante amor.
Cuanto humedece vuestros finos labios,
¡qué saturado de dulzuras queda!,
al par que se embellece.
Tanta envidia me dais
vos y el vino, que de ambos
embriagarme pretendo
con locura de amor...
Por siempre vos, el vino y yo juremos
un incesante amor.


(SEGUNDO y TERCER músicos a dúo.)

Bebamos con premura,
que no todos los días
podemos embriagarnos.
Dejemos discurrir
a los tontos acerca
del verdadero goce;
nuestra filosofía
nos dice que el placer está en el jarro.
La sapiencia, los bienes y la gloria
de preocuparnos nunca nos redimen;
el vino solamente
produce dichas en la humana casta.
¡Sus, sus, escancia, mozo, el áureo vino
hasta decirte basta!



Escena II


MADAMA JOURDAIN, JOURDAIN, DORIMENA, DORANTE, músicos y criados.

MADAMA JOURDAIN.- ¡Oh, qué intimidad más agradable! Pero, por lo visto, no contabais conmigo... Ahora me explico vuestro empeño en enviarme a comer con mi hermana. Abajo he encontrado toda una compañía de faranduleros y aquí un banquete de boda. En esto derrocháis vuestra hacienda: en obsequiar a señoras, dándoles comilonas y divirtiéndolas con música y representaciones mientras me mandáis a mí a paseo.
DORANTE.- ¿Qué queréis decir, y qué fantasía son ésas de suponer que vuestro marido disipa sus bienes y que es él quien invita a esta dama? Tened bien entendido que soy yo; que él no hizo más que cederme su casa, y que vos debierais meditar un poco más lo que decís.
JOURDAIN.- ¡Lo habéis oído, impertinente! Es el señor Conde quien obsequia a esta distinguidísima señora; quien me hace el honor de utilizar mi casa y de sentarme en su compañía.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Cuentos de camino! Yo sé muy bien lo que me hablo.
DORANTE.- Pero os conviene poneros en cura de vuestra miopía.
MADAMA JOURDAIN.- Veo perfectamente, señor; y, además, no soy tan arrimada a la cola que no me haya dado cuenta hace tiempo de lo que ocurre. Es indigno de vos, de todo un conde, alentar, como lo viene haciendo, las extravagancias de mi marido. En cuanto a vos, señora, no es lo más decoroso, en una dama de vuestro rango, traer la discordia a una casa y tolerar que mi marido os galantee.
DORIMENA.- ¿Qué significa todo esto? (A DORANTE.) ¿Habéis querido burlaros de mí exponiéndome a las necias suposiciones de esta visionaria? (Se va.)
DORANTE.- ¿Adónde vais, señora?
JOURDAIN.- ¡Señora!... Dadle toda clase de excusas, señor Conde, y procurad que vuelva... (A MADAMA JOURDAIN.) ¡He aquí los frutos de vuestras impertinencias! Me ponéis en evidencia delante de todos y echáis de mi casa a personas tan distinguidas...
MADAMA JOURDAIN.- Yo me río de tanta distinción.
JOURDAIN.- ¡Maldita seas!... No sé cómo me detengo y no te abro la cabeza con todo este servicio del banquete que has venido a perturbar. (Se llevan la mesa.)
MADAMA JOURDAIN.- (Saliendo.) También me río de esas bravatas. Defiendo mi derecho, y tendré de mi parte a todas las mujeres del mundo.
JOURDAIN.- Hace bien en huir de mi cólera... Ha llegado en el instante más inoportuno; cuando ya estaba en vena de decir las cosas más lindas. Jamás me he sentido con tanta inspiración... ¿Pero qué será esto?


Escena III


COVIELLE, con un disfraz. JOURDAIN y criados.

COVIELLE.- Señor: yo no sé si tengo el honor de que me conozcáis.
JOURDAIN.- No, señor.
COVIELLE.- Yo os conocí cuando no abultabais más que un comino.
JOURDAIN.- ¿A mí?
COVIELLE.- A vos. Erais el niño más precioso del mundo, y todas las señoras os tomaban en brazos para besaros.
JOURDAIN.- ¡Para besarme!
COVIELLE.- Sí. Yo fui íntimo amigo de vuestro difunto padre.
JOURDAIN.- ¿De mi difunto padre?
COVIELLE.- Sí. Era un noble y leal caballero.
JOURDAIN.- ¿Cómo decís?
COVIELLE.- Digo que era un noble y leal caballero.
JOURDAIN.- ¿Mi padre?
COVIELLE.- Sí.
JOURDAIN.- ¿Y lo tratasteis mucho?
COVIELLE.- Muchísimo.
JOURDAIN.- ¿Y era un caballero?
COVIELLE.- ¿Qué duda cabe?
JOURDAIN.- ¡Quién entiende a este mundo!
COVIELLE.- ¿Por qué?
JOURDAIN.- ¡Porque hay imbéciles que se atreven a asegurar que fue comerciante!
COVIELLE.- ¿Comerciante? ¡Imposturas de malhablados! No lo fue jamás. Lo único que se podría decir de él es que era servicial y oficioso como nadie; y, siendo inteligentísimo en paños, iba a buscarlos acá y allá, trayéndolos a casa, donde los ofrecía a sus amigos a cambio de dinero.
JOURDAIN.- Estoy encantado de oíros, porque vos podréis dar testimonio de que mi padre fue un caballero.
COVIELLE.- Lo sostendré ante todo el orbe.
JOURDAIN.- Agradecidísimo. ¿Y qué os trae por acá?
COVIELLE.- Después de haber conocido a vuestro noble y difunto padre, como os he dicho, he viajado por todo el mundo.
JOURDAIN.- ¡Por todo el mundo!
COVIELLE.- Sí.
JOURDAIN.- Será grande, ¿verdad?
COVIELLE.- ¡Mucho!... Pues vuelto apenas de mis largos viajes, movido del interés que me inspira todo lo que con vos se relaciona, vengo a comunicaros la noticia más estupenda.
JOURDAIN.- ¿Cuál?
COVIELLE.- Ya sabéis que el hijo del Gran Turco está aquí.
JOURDAIN.- No, no sabía.
COVIELLE.- ¡Cómo no! Trae una comitiva maravillosa; todo el mundo va a visitarle, y se le ha recibido en el país como un señor de la más elevada jerarquía.
JOURDAIN.- Pues confieso que no sabía nada.
COVIELLE.- Pero lo extraordinario para vos es que se ha enamorado de vuestra hija.
JOURDAIN.- ¿El hijo del Gran Turco?
COVIELLE.- Sí, y quiere ser vuestro yerno.
JOURDAIN.- ¿Mi yerno el hijo del Gran Turco?
COVIELLE.- El hijo del Gran Turco vuestro yerno. Fui a visitarle, y, como yo entiendo perfectamente su lengua, comenzamos a hablar... Charlamos de varios asuntos, y al final me dijo: Acciam croc soler onch alá mustaf gidelenum amanaten varahini usere carbulath. Que significa: «¿Conoces a una joven bellísima, hija de un caballero parisiense llamado Jourdain?».
JOURDAIN.- ¿El hijo del Gran Turco dijo eso de mí?
COVIELLE.- Eso mismo. Y como le respondiera que os conocía particularmente y que conocía también a vuestra hija, exclamó: ¡Ah! Marababa sahem. Que quiere decir: ¡Ah, estoy loco por ella!».
JOURDAIN.- ¿Marababa sahem significa «estoy loco por ella»?
COVIELLE.- Sí.
JOURDAIN.- ¡Por vida de Dios! Hacéis bien en decírmelo, porque no hubiera creído jamás que Marababa sahem significara «estoy loco por ella». ¡Es un lenguaje admirable el turco!
COVIELLE.- ¡Mucho más admirable de lo que uno se figura! ¿Sabéis lo que quiere decir Cacaracamuchen?
JOURDAIN.- ¿Cacaracamuchen? No.
COVIELLE.- Pues quiere decir «alma mía».
JOURDAIN.- ¿Cacaracamuchen quiere decir «alma mía»?
COVIELLE.- Sí.
JOURDAIN.- ¡Es maravilloso! ¿Quién iba a pensar que Cacaracamuchen significase «alma mía»?... ¡Es desconcertante!
COVIELLE.- En fin, para cumplir con el objeto de mi embajada, terminaré diciéndoos que traigo la misión de pediros la mano de vuestra hija. Su futuro esposo, para tener un suegro digno de él, os nombra Mamamuquí, que es una de las grandes dignidades de su reino.
JOURDAIN.- ¿Mamamuquí?
COVIELLE.- Sí. Mamamuquí, que en nuestro idioma quiere decir paladín. Paladín es uno de aquellos antiguos títulos..., paladín, en una palabra. No hay distinción de más alta nobleza en el mundo, y con ella podréis parangonaros con los más rancios dignatarios de la tierra.
JOURDAIN.- El hijo del Gran Turco me honra demasiado, y os ruego que me llevéis a su presencia para darle las gracias.
COVIELLE.- No es necesario, porque le veréis aquí.
JOURDAIN.- ¿Va a venir a mi casa?
COVIELLE.- Sí. Y traerá consigo todo lo necesario para la ceremonia de vuestra exaltación.
JOURDAIN.- ¡Esto va por la posta!
COVIELLE.- ¡Su amor no tiene espera!
JOURDAIN.- Lo único que me preocupa es que a mi hija, que es voluntariosa, se le ha metido entre ceja y ceja casarse con un tal Cleonte, y jura que no se ha de casar más que con él.
COVIELLE.- En viéndole cambiará de opinión, porque ocurre una particularidad maravillosa: y es que el hijo del Gran Turco y el tal Cleonte, a quien acabo de ver, se parecen como dos gotas de agua. El amor que le ha inspirado el uno pasará fácilmente al otro, y... Me parece que llegan. Aquí está.


Escena IV


CLEONTE, vestido de turco y acompañado de tres pajes que le llevan la cola. JOURDAIN y COVIELLE, disfrazado.

CLEONTE.- Ambusahin oqui baraj, Jordina, sala malequi.
COVIELLE.- Quiere deciros: «Señor Jourdain, vuestro corazón se mantenga todo el año como un rosal florido». Son galanterías del país.
JOURDAIN.- Humilde servidor de Vuestra Alteza turca.
COVIELLE.- Carigar cam boto ustin moraf.
CLEONTE.- Ustin yoe catamalequi baum base a la moram.
COVIELLE.- Dice que el cielo os dé la fuerza del león y la prudencia de la serpiente.
JOURDAIN.- Su Alteza turca me honra en extremo, y le deseo toda suerte de prosperidades.
COVIELLE.- Ossa binamen sadoe bobally aracaf uram.
CLEONTE.- Bel-men.
COVIELLE.- Desea que vayáis inmediatamente con él para disponeros a la ceremonia, a fin de ver luego a vuestra hija y dejar terminado el matrimonio.
JOURDAIN.- ¿Todo eso en dos palabras?
COVIELLE.- Todo eso. La lengua turca es así: hablando poco dice mucho. Haced al momento lo que os ordenan.


Escena V


DORANTE y COVIELLE.

COVIELLE.- (Solo.) ¡Ja, ja, ja! Esto es verdadera mente gracioso. ¡Qué infeliz! Si hubiera ensayado su papel no lo hace mejor... Señor: os ruego que nos ayudéis en el asunto que traemos aquí entre manos.
DORANTE.- (Sale.) ¡Ah, eres tú, Covielle!... ¿Quién te hubiera reconocido con ese traje?
COVIELLE.- Ya me veis.
DORANTE.- ¿Pero de qué te reías?
COVIELLE.- De algo que bien lo merece.
DORANTE.- Cuéntame.
COVIELLE.- Ya os daría yo, si llegarais a adivinar la estratagema que hemos urdido para decidir al señor Jourdain a que entregue su hija a mi amo.
DORANTE.- No adivino; pero estoy seguro de que surtirá sus efectos andando tú en ella.
COVIELLE.- Vos conocéis bien a este negado.
DORANTE.- Explícame.
COVIELLE.- Apartaos para dejar paso a lo que veo venir, y mientras presenciáis una parte de la tramoya, yo os contaré el resto.

(La ceremonia turca para armar caballero a JOURDAIN se realiza bailando al son de la música. Esta parte constituye el cuarto intermedio. El muftí, cuatro derviches, seis bailarines y seis músicos turcos, y varios instrumentistas más, son los actores de esta ceremonia. El muftí, los derviches y los doce turcos invocan a Mahoma. Después traen a JOURDAIN, vestido de turco, pero sin turbante ni espada, y le cantan:)

EL MUFTÍ
Si ti sabir,
ti rispondir;
se non sabir,
tazir, tazir.
Mi estar muftí.
Ti, ¿qui estar ti?
Non intendir;
tazi, tazir11.


(El muftí pregunta la religión a que pertenece el ceremoniado, y los turcos replican, asegurando que es mahometano.)

EL MUFTÍ.- Di, turco, ¿qué estar éste? ¿Anabatista, anabatista?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- ¿Zwinglista?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- ¿Coffita?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- ¿Hussita, morista, fronista?
LOS TURCOS.- Ioc, ioc, ioc.
EL MUFTÍ.- Ioc, ioc, ioc. ¿Estar pagana?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- ¿Luterana?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- ¿Pantana?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- ¿Bramina, moffina, zurina?
LOS TURCOS.- Ioc.
EL MUFTÍ.- Ioc, ioc, ioc. ¿Mahametana, mahametana?
LOS TURCOS.- Hi valla. Hi valla.
EL MUFTÍ.- ¿Cómo llamara? ¿Cómo llamara?
LOS TURCOS.- Giurdina, Giurdina.
EL MUFTÍ.- (Dando saltos.) Giurdina, Giurdina.
LOS TURCOS.- Giurdina, Giurdina.
EL MUFTÍ
Mahameta per Giurdina
mi pregar sera e matina,
voler far una paladina
de Giurdina, de Giurdina.
Dar turbanta e dar searrina
con galera e brigantina
per defender Palestina
Mahameta, etc.


(El muftí pregunta a los turcos si el exaltado permanecerá firme en su fe mahometana.)

EL MUFTÍ.- ¿Estar bon turca Giurdina?
LOS TURCOS.- Hi valla.
EL MUFTÍ.- (Cantando y bailando.) Hu laba, bala, chu, ba la ba, ba la da.

(Los turcos repiten estos mismos versos. El muftí propone entregar el turbante y canta lo que sigue:)

EL MUFTÍ.- (A JOURDAIN.) ¿Ti non estar turba?
LOS TURCOS.- No, no, no.
EL MUFTÍ.- ¿Non estar turbanta?
LOS TURCOS.- No, no, no.
EL MUFTÍ.- Donar turbanta, donar turbanta.

(Los turcos repiten cuanto ha dicho el muftí antes de entregar a JOURDAIN el turbante. El muftí y los derviches se ponen los turbantes de ceremonia. Luego presentan el Corán al muftí, el cual hace una segunda invocación, ayudado por todos los turcos, que le rodean. Tras la invocación, entregan a JOURDAIN la espada y cantan de este modo:)

LOS TURCOS
Ti estar nobile, non estar fabbola.
Pigliar schiabbola.


(Los turcos repiten estos versos desenvainando los sables, y seis de ellos bailan alrededor de JOURDAIN, amagándole estocadas. El muftí ordena a los turcos que apaleen al burgués y canta así:)

EL MUFTÍ
Dara, dara.
Bastonara, bastonara.


(Los turcos repiten los versos y le apalean a compás. El muftí, después de haberle hecho apalear, dice, cantando:)

Non tener honta,
questa estar ultima affronta.


(Los turcos repiten los versos. El muftí invoca nuevamente y se retira, y seguido de toda la turca comitiva, que sale cantando y bailando al son de varios instrumentos turcos.)






Escena I


MADAMA JOURDAIN y monsieur JOURDAIN.

MADAMA JOURDAIN.- ¡Dios mío, misericordia! ¿Qué es lo que veo? ¿Qué visión es ésta? ¿Es un Momo12 o es que estamos en época de máscaras? Hablad. ¿Qué significa esto? ¿Quién os ha disfrazado así?
JOURDAIN.- ¡No seas impertinente, hablando de este modo a un Mamamuquí!
MADAMA JOURDAIN.- ¿Cómo?
JOURDAIN.- Desde ahora es menester que me tratéis con más respeto: acabo de ser nombrado Mamamuquí.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué queréis decir con eso?
JOURDAIN.- Que soy Mamamuquí, os repito.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y qué animal es ése?
JOURDAIN.- Mamamuquí quiere decir, en nuestra lengua, paladín.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Bueno estáis vos ya para bailes!
JOURDAIN.- ¡Ignorante! He dicho paladín, que es la dignidad que se me acaba de conceder, después de una gran ceremonia.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué ceremonia ha sido ésa?
JOURDAIN.- Mahameta per Giurdina.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y qué quiere decir eso?
JOURDAIN.- Giurdina quiere decir Jourdain.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Jourdain y qué?
JOURDAIN.- Voler farar una paladina de Giurdina.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Cómo?
JOURDAIN.- Dar turbanta con galera.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué estáis diciendo?
JOURDAIN.- Per defender Palestina.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué significa esta monserga?
JOURDAIN.- Dara, dara, bastonara.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Pero qué jerigonza es ésta?
JOURDAIN.- Nori tener honta, questa estar la última affronta.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué embrollos son éstos?
JOURDAIN.- (Cantando y bailando.) Hou, la ba, ba la chu, ba la ba, ba la da.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Ay, Dios mío, que mi marido se ha vuelto loco!
JOURDAIN.- (Marchándose.) ¡Callaos, insolente, y usad de más respetos con el señor Mamamuquí!
MADAMA JOURDAIN.- ¿Cómo ha podido perder el juicio hasta tal extremo? Corramos no sea que se le ocurra salir a la calle... (Ve llegar a DORIMENA y DORANTE.) ¡Ah, aquí viene a punto lo que nos faltaba! Por todas partes no le llegan a una más que disgustos.

Escena II


DORANTE y DORIMENA.

DORANTE.- Veréis la cosa más chistosa que puede verse. No creo que se haya dado jamás en el mundo un caso de locura tan extraordinaria como la de este hombre. Pero es preciso tomar parte en la mascarada para favorecer los deseos de una persona tan estimable como Cleonte.
DORIMENA.- Le tengo en gran aprecio, y le creo digno de la mejor suerte.
DORANTE.- Además no debemos perdernos el espectáculo que se nos ofrece, y por mi parte quiero ver si se logra mi idea.
DORIMENA.- Ahora acabo de ver los magníficos preparativos y os declaro, Dorante, que son cosas que no he de tolerar. He decidido impedir todos los despilfarros que hacéis por mi causa; y para terminar de una vez, he resuelto que nos casemos inmediatamente. El matrimonio será el mejor recurso para acabar con todo esto.
DORANTE.- ¡Oh! ¿Es posible que hayáis tomado una resolución tan grata para mí?
DORIMENA.- Quiero evitar que os arruinéis; y sin esa determinación, estoy segura de que muy pronto no tendríais un maravedí.
DORANTE.- ¿Cómo podré yo agradecer vuestros cuidados en conservar mi patrimonio? A vos os pertenece, por entero, como vuestro es también mi corazón, para que dispongáis de él a vuestro capricho.
DORIMENA.- Me aprovecharé de una cosa y de otra. Pero aquí llega vuestro amigo. ¡El porte es admirable!


Escena III


JOURDAIN, DORANTE y DORIMENA.

DORANTE.- Venimos, señor, a rendir homenaje a vuestra nueva dignidad y a congratularnos con vos del enlace de vuestra hija con el heredero del Gran Turco.
JOURDAIN.- (Después de hacer una gran reverencia.) Señor, os deseo la fuerza de la serpiente y la prudencia del león.
DORIMENA.- He querido ser la primera en venir a felicitaros por vuestro encumbramiento.
JOURDAIN.- Que vuestro rosal permanezca todo el año florido, señora. Os agradezco infinitamente la participación que tomáis en mis venturas, felicitándome de veros aquí para daros excusas por las extravagancias de mi esposa.
DORIMENA.- No hablemos de eso. Sus arrebatos tienen muy razonable disculpa en el tesoro inapreciable de vuestro corazón, y no es extraño que la posesión de un hombre como vos inspire cierta alarma.
JOURDAIN.- La posesión de mi corazón es cosa vuestra.
DORANTE.- Ya veis, señora, que la prosperidad no lo ha cegado, y que, desde su altura, reconoce aún a los amigos.
DORIMENA.- Signo de generosidad.
DORANTE.- ¿Dónde está ahora Su Alteza? Quisiéramos, en calidad de amigos vuestros, ofrecerle nuestra adhesión.
JOURDAIN.- Aquí llega, y ya he mandado llamar a mi hija para entregársela.


Escena IV


CLEONTE, COVIELLE, JOURDAIN.

DORANTE.- ¡Señor!... Como amigos vuestros venimos a saludar a Su Alteza, ofreciéndole nuestros respetos y nuestros humildes servicios.
JOURDAIN.- ¿Dónde está el intérprete para que le diga quiénes sois y le repita vuestras palabras? Ya veréis cómo os responde; habla maravillosamente el turco... ¿Pero dónde diablos estará?... (A CLEONTE.) Struf, strif, strof, straf. El señor es un gran signori, grande segnora, grande signore; y la señora una granda dama, granda dama. ¡Ahí! Él Mamamuquí francés, y ella Mamamuquí francesa. No puedo hablar más claramente... ¡Vamos, ya está aquí el truchimán! ¿Dónde os habéis metido? No hemos podido entendernos. Decidle que el señor y la señora son mis amigos, personas de alta calidad que vienen a saludarme y a ponerse a sus órdenes. Ahora veréis cómo contesta.
COVIELLE.- Alabala crociam acci boram ala bamen.
CLEONTE.- Cataliqui tubal urin soter amaluchan.
JOURDAIN.- ¿Estáis viendo?
COVIELLE.- Dice que una lluvia de prosperidades riegue perpetuamente el jardín de vuestra familia.
JOURDAIN.- ¿No os dije yo que hablaba el turco?
DORANTE.- ¡Es admirable!


Escena V


LUCILA, JOURDAIN, DORANTE, DORIMENA, etc.

JOURDAIN.- Acércate, hija mía, y da la mano a este señor, que te hace el honor de pedirte como esposa.
LUCILA.- ¡Cómo! ¿Qué decís, padre mío? ¿Queréis representar una farsa?
JOURDAIN.- No, no; no es una farsa: es un asunto muy serio y el más honroso que hubieras podido imaginar. He aquí el marido a quien estás destinada.
LUCILA.- ¿Yo?
JOURDAIN.- Sí, tú. Dale la mano y agradece a los cielos la dicha que te depara.
LUCILA.- Yo no quiero casarme.
JOURDAIN.- Pues yo, que soy tu padre, si lo quiero.
LUCILA.- ¡Como si no!
JOURDAIN.- ¡Nada de escenas!... ¡Dadle la mano, como os he dicho!
LUCILA.- No, padre mío. Ya os dije que no habrá poder en el mundo que me obligue a admitir por esposo a otro que a Cleonte, y llegaré al último extremo antes que... (Reconociendo a CLEONTE.) Pero bien mirado, vos sois mi padre, a quien debo entera obediencia, y que puede disponer de mí a su capricho.
JOURDAIN.- ¡Ah!... Me complazco viéndote recobrar tan prontamente el sentimiento de tu deber, y celebro tener una hija obediente.


Escena VI


MADAMA JOURDAIN, monsieur JOURDAIN, CLEONTE, etc.

MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué pasa?... ¿Qué quiere decir todo esto? ¡Me han dicho que queréis casar a vuestra hija con un mascarón!
JOURDAIN.- ¿Queréis callaros, impertinente? ¿Cuándo dejaréis de mezclaros en todo con vuestras intempestivas extravagancias? ¡No hay medio de haceros entrar en razón!
MADAMA JOURDAIN.- Sois vos el incorregible y el que va de locura en locura. ¿Cuál es vuestro propósito y qué pretendéis con todo esto?
JOURDAIN.- Pretendo casar a Lucila con el hijo del Gran Turco.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Con el hijo del Gran Turco?
JOURDAIN.- Sí. Saludadle por mediación del truchimán, aquí presente.
MADAMA JOURDAIN.- No tengo nada que ver con el truchimán. Yo misma le diré en su cara que jamás le entregaré mi hija.
JOURDAIN.- Una vez más os repito que calléis.
DORANTE.- ¡Cómo! ¿Os opondréis a un honor semejante? ¿Rehusaréis emparentar con Su Alteza turca?
MADAMA JOURDAIN.- Señor mío, ocupaos de vuestros asuntos.
DORIMENA.- Es una gloria que no se puede despreciar.
MADAMA JOURDAIN.- Ruego a usted igualmente, señora, que no pase cuidado por lo que no le importa.
DORANTE.- Es la amistad la que nos obliga a interesarnos por vuestro encumbramiento.
MADAMA JOURDAIN.- No me hará daño prescindir de tal amistad.
DORANTE.- Tened en cuenta que vuestra hija accede a los deseos de su padre.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Mi hija consiente en casarse con un turco?
DORANTE.- Indudablemente.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y puede olvidar a Cleonte?
DORANTE.- ¡Qué no hará una mujer por encumbrarse a la categoría de gran dama!
MADAMA JOURDAIN.- ¡Si eso fuera verdad la estrangulaba!
JOURDAIN.- ¡Basta ya! Os repito que se celebrará el matrimonio.
MADAMA JOURDAIN.- Y yo os repito que no.
JOURDAIN.- ¡Qué porfía!
LUCILA.- ¡Mamá!
MADAMA JOURDAIN.- ¡Aparta! ¡Eres una coqueta!
JOURDAIN.- ¡Cómo! ¿La reprendéis porque me obedece?
MADAMA JOURDAIN.- Sí. Tengo sobre ella los mismos derechos que vos.
COVIELLE.- Señora.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Qué es lo que queréis?
COVIELLE.- Una palabra.
MADAMA JOURDAIN.- No me interesa.
COVIELLE.- (A JOURDAIN.) Si quisiera escuchar reservadamente una palabra, yo os respondería de su consentimiento.
MADAMA JOURDAIN.- Jamás.
COVIELLE.- Haced la prueba.
MADAMA JOURDAIN.- ¡No!
JOURDAIN.- Escuchadle.
MADAMA JOURDAIN.- ¡No quiero!
JOURDAIN.- Él os dirá...
MADAMA JOURDAIN.- No quiero que me diga nada.
JOURDAIN.- ¡Qué obstinación! ¿Qué daño os puede ocasionar escucharle?
COVIELLE.- Oídme, y después haced lo que os dé la gana.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Hablad de una vez!
COVIELLE.- (Aparte, a MADAMA JOURDAIN.) ¡Os estamos haciendo señas hace una hora!... ¿No comprendéis que todo esto es por seguirle la corriente a vuestro marido, al que hemos chasqueado disfrazándonos y que ese hijo del Gran Turco es Cleonte en persona?
MADAMA JOURDAIN.- ¡Ah!
COVIELLE.- Y yo, Covielle, soy el que hace de intérprete.
MADAMA JOURDAIN.- Siendo así, me rindo.
COVIELLE.- Ahora, disimulad.
MADAMA JOURDAIN.- ¡Bien!... Hemos hablado y consiento en la boda.
JOURDAIN.- ¡Ya era hora de que todo el mundo se aviniera con la razón! ¡No queríais escucharle, y yo estaba seguro de que cuando supierais lo que significa ser hijo del Gran Turco!...
MADAMA JOURDAIN.- Me lo ha explicado y me ha convencido. Haced venir al notario.
DORANTE.- Bien hecho. Y ahora, para mayor satisfacción vuestra y para desvanecer toda ocasión de celos, sabed que Dorimena y yo nos serviremos del mismo notario para testificar nuestro matrimonio.
MADAMA JOURDAIN.- Cuenten con mi consentimiento.
JOURDAIN.- (Bajo, a DORANTE.) ¿Eso lo diréis para engañarla?
DORANTE.- (Bajo, a JOURDAIN.) Conviene que lo crea.
JOURDAIN.- Bueno. Que avisen inmediatamente al notario.
DORANTE.- Y mientras llega y ultima los contratos, que comience el bailable para divertir a Su Alteza.
JOURDAIN.- Admirablemente pensado. Cada uno en su sitio.
MADAMA JOURDAIN.- ¿Y Nicolasa?
JOURDAIN.- Se la otorgo al intérprete, y mi mujer, a quien la quiera.
COVIELLE.- Gracias, señor. (Aparte.) ¡Si puede hallarse hombre más loco, iré a contarlo a Roma!

(La comedia acaba con un bailable.)


Primera salida


(Sale un hombre repartiendo el libreto del bailable e inmediatamente es acosado por un enjambre de individuos que gritan, cada uno con el acento peculiar de su provincia, demandando un libreto. Tres importunos lo persiguen, pisándole los talones. Música.)


(Diálogo de los espectadores, que a compás de la música reclaman el libreto.)

TODOS.- ¡A mí!
¡A mí, señor!
¡Por favor!
Hacedle la merced de un libreto a este vuestro servidor...
UN JACARANDOSO.- ¡A ver!... Distinguidnos de la chusma voceadora y traed acá algunos ejemplares, estas damas os lo ruegan.
OTRO JACARANDOSO.- ¡ Eh, buen hombre! Por caridad, repartid por este lado...
UNA DAMISELA.- ¡Qué poco caso hacen aquí a las personas distinguidas!
OTRA DAMISELA.- ¡No hay libretos, ni asientos más que para buscones y grisetas!
UN GASCÓN.- ¡No se me escape, ceñó de los libretos! Ya beis que boy a echar el bofe, y que esta gente parece que quiere chancearse a mi costa... ¿No es un escándalo ver en manos de la canalla lo que a mí se me niega?
OTRO GASCÓN.- ¡Eh, caramba!, señor mío, ¿advertís con quién estáis? Dad un libreto al barón de Asbastat. Me parece que el fatuo no tiene el honor de conocerme.
UN SUIZO.- ¡Señor repartidor de papeles!... ¿Qué quiere decir esto? Me han salido ya anginas de gritar, y no he podido conseguir un libro. Comienzo a creer que estáis borracho.
UN BURGUÉS, viejo y parlanchín.- ¡Que nuestra hija, tan distinguida y cortejada, no logre obtener un libreto para enterarse del argumento del baile, es francamente desagradable! ¡No merecía la pena haber ataviado tan correctamente a la familia, para que la coloquen al fondo de la sala, donde no hay más que gentuza! ¡Todo esto es muy desagradable!...
UNA BURGUESA, vieja y habladora.- ¡Verdaderamente, es una vergüenza, un sonrojo! ¡Ésta no es manera de proceder! Ese hombre es un bruto, un animal, un caballo que no repara en las personas que como yo son el ornato del barrio; y que hace unos días, en el baile, un conde la eligió como dama. ¡Ese hombre es un bruto, un animal, un caballo!
TODOS.- ¡Qué bullicio!
¡Qué estrépito!
¡Qué zahúrda!
¡Qué algazara!
¡Qué confusión!
¡Qué desorden!
GASCÓN.- ¡Diablo, yo no puedo más!
OTRO.- ¡Dios me condene, que voy a reventar de rabia!
SUIZO.- ¡Esto es salirse de madre!
EL VIEJO.- Vamos, sígueme, y no te separes de mí... Aquí no hacen caso de nosotros, y estoy harto de tanto bullicio. ¡Que me maten si vuelvo otra vez al teatro!... Vamos, sígueme.
LA VIEJA.- Anda, querido hijo mío, volvámonos a casa, y huyamos de esta baraúnda, que aquí no hay medio de que estemos sentados. Se quedarán con la boca abierta cuando vean que nos vamos; pero aquí hay tal barullo que sería preferible hallarse en medio del mercado. Si yo vuelvo en mi vida, que me abofeteen. Anda, hijo mío, salgamos de este tundidero y volvámonos a casa a sentarnos.
TODOS.- ¡A mí!
¡A mí, señor!
¡Por favor!
¡Hacedle la merced de un libreto a este servidor vuestro!


Segunda salida


(Los tres importunos bailan.)



Tercera salida

TERCETO DE ESPAÑOLES
Sé que me muero de amor,
y solicito el dolor.
Aun muriendo de querer,
de tan buen aire adolezco,
que es más de lo que padezco
lo que quiero padecer,
y no pudiendo exceder
a mi deseo el rigor,
sé que me muero de amor
y solicito el dolor.
Lisonjeándome la suerte
con piedad tan advertida,
que me asegura la vida
en el rigor de la muerte.
Vivir de su golpe fuerte
es de mi salud primor.
Sé que me muero de amor
y solicito el dolor.

(Seis españoles danzan.)

TRES MÚSICOS ESPAÑOLES
¡Ay qué locura, con tanto rigor,
quejarse de amor;
del niño bonito,
que todo es dulzura!
¡Ay qué locura!
¡Ay qué locura!
UN ESPAÑOL
(Cantando.)
El dolor solicita,
el que al dolor se da,
y nadie de amor se muere,
sino quien no sabe amar.
DOS ESPAÑOLES
Dulce muerte es el amor,
con correspondencia igual,
y si ésta gozamos hoy,
¿por qué la quieres turbar?
UN ESPAÑOL
Alégrese, enamorado,
y tome mi parecer,
porque en esto de querer
todo está en hallar el vado.
LOS TRES
Vaya, vaya, de fiestas,
vaya de baile,
alegría, alegría, alegría,
que esto de dolor es fantasía.


Cuarta salida


(Italianos.)


(Una cantante italiana dice este primer recitativo.)

CANTANTE
Di rigore armata il seno
contro Amor mi ribellai,
ma fui vinta en un baleno
in mirar due vaghi rai.
Ahi, che resiste puoco
cor di gelo a stral di fuoco!
Ma si caro e'l mio tormento,
dolce è si la piaga mia,
ch'il penare e'l mio contento,
e'l sanarmi è tirania.
Ahi, che più giova è piace
quanto amor è più vivace!

(Salen cuatro tipos de la comedia italiana -dos scaramuches y dos trivelinos13-, acompañados de un arlequín, los cuales, bailando, representan una de sus pantomimas. Un músico se une a la cantante, y juntos cantan lo que sigue:)

EL MÚSICO ITALIANO
Bel tempo che vola
rapisce il contento,
d'Amor ne la scuola
si coglie il momento.
LA CANTANTE
Insi che florida
ride l'età
che pu tropp'horrida
da noi sen va.
LOS DOS
Sù cantiamo,
sù godiamo, 5
Nè bei di gioventù
perduto ben non si racquista più.
MÚSICO
Pupilla ch'è vaga
mill'alm'incatena,
fa dolce la piaga,
felice la pena.
CANTANTE
Ma poiche frigida
langue l'età,
più l'alma rigida
fiamme non ha.
A DÚO
Sù cantiamo, etc.

(Tras del dueto, los scaramuches y trivelinos bailan.)



Quinta salida


(Franceses.)


(Salen dos músicos, vestidos a la moda de Poitou, que danzan y cantan lo que sigue:)


(Primer minué.)

MÚSICO PRIMERO
¡Oh, qué agradable soto, con su llama,
el sol anima la espesura envuelta!
EL OTRO MÚSICO
Y el ruiseñor, en la florida rama,
entona el canto de su alegre vuelta.
Este paraje,
este boscaje,
este rumor,
nos invita al amor.

(Segundo minué.)

LOS DOS
(A dúo.)
Mirad, Dorina, 5
sobre esa encina,
cómo se arrullan los pajarillos enamorados;
tan ardorosos,
que no les inquietan otros cuidados.
¡Oh, qué dichosos!...
Si en nuestros pechos afortunados
abre el deseo su roja flor,
gocemos ambos, apasionados,
de las delicias del dulce amor.

(Salen seis danzarines más, pomposamente ataviados: tres de hombres y tres de mujeres, y a los que acompañan ocho flautistas y un oboe. Minué.)



Sexta salida


(El bailable termina con la salida de los personajes de las tres naciones, entremezclados, y con los aplausos de todos los asistentes, que, al son de la música, bailan y cantan estos dos versos:)

¡Qué espectáculo más encantador!
No se puede encontrar nada mejor.






FIN