5/3/21

El rastrillo David Mamet

 El rastrillo 

David Mamet

Tuvimos el episodio del rastrillo y tuvimos el episodio de la obra de teatro del colegio, y me parece que los dos tuvieron lugar en la mesa redonda de la cocina. La mesa no estaba exactamente en la cocina, sino en una zona que llamábamos «el rinconcito», y que justificaba su derecho a esa pequeña dignidad por obra y gracia de una pared que llegaba a la cintura y que la separaba de la zona adyacente, conocida como el cuarto de estar. La familia comía siempre en el rinconcito. Había un comedor a la derecha, pero, como sucedía con todas las habitaciones así llamadas en aquella época y en aquella región, no se usaba nunca. La mesa redonda era de hierro forjado, con tablero de cristal. Era el cristal lo que la hacía importante, porque más de una vez, y hasta diría que más de unas cuantas veces, mi padrastro se puso tan furioso que golpeó el tablero de cristal con algún objeto, rompiéndolo y haciéndonos saber así lo mucho que le habíamos sacado de sus casillas. V me parece que casi todas las veces que rompía la mesa, fueran las veces que fueran, dejaba en el cristal algún fragmento de sí mismo; y que luego él o su mujer —nuestra madre— se cortaban las manos recogiendo los cristales, y que nosotros los niños teníamos que entender, y entendíamos, que aquellas heridas eran por culpa nuestra. Así pues, la mesa estaba asociada en nuestras mentes a la idea de sangre. La casa estaba en una urbanización nueva, en la periferia norte. La nueva comunidad se había construido sobre los restos de un campo de maíz, y ahora se extendía por los alrededores. Cuando nuestra nueva familia se mudó allí no había más que unas pocas casas terminadas y unas cuantas más en construcción. Casi todas las calles estaban embarradas y exhibían una casa por aquí y otra por allá, con muchos solares vacíos, señalados con estacas blancas. La casa en la que vivíamos era la casa piloto de la urbanización. La primera vez que la vimos tenía carteles pegados en la fachada y por todo el interior, explicando las diversas comodidades de que disponía. Y tenía césped, cosa que tenían muy pocas casas de la urbanización. Mi padrastro estaba muy orgulloso del césped, y me encargó a mí y a mi hermana de su cuidado. Una tarde de otoño se nos ordenó rastrillar las hojas. No sabría decir por qué nos resultaba tan odiosa aquella tarea. Lo único que se me ocurre es que los niños, y yo sobre todo, no nos sentíamos miembros de pleno derecho de aquella familia nueva y recompuesta, y nos disgustaba que se nos asignara el embellecimiento de un hogar que nos parecía feo en todos los aspectos y por el que no sentíamos ni cariño natural ni interés de propietarios. Ibamos a la nueva escuela secundaria. Bajábamos andando una milla por la carretera de dos carriles, a uno de cuyos lados se encontraba la recién empezada comunidad suburbana, mientras que al otro lado se extendía el campo de maíz. La escuela era tan nueva como la urbanización, y aún seguía construyéndose durante los tres primeros años de funcionamiento. Una de sus innovaciones era la idea de que la falta de seguridad engendraría honradez; por esta razón, las taquillas se diseñaron y construyeron sin cerradura y sin la posibilidad de instalar candados. Y así tuvimos la consiguiente epidemia de hurtos, y numerosos sermones al respecto por parte de las autoridades de la escuela, pero resulta difícil señalar con orgullo alguna tradición escolar o comunitaria que apoye la idea de que nosotros, los estudiantes, fuéramos a colaborar en este nuevo y utópico método. Íbamos a clase en un edificio sin terminar, en medio de un barrizal situado en medio de un campo de maíz. Nuestros equipos deportivos se llamaban Los Espartanos; y yo jugaba en aquellos equipos, de una incompetencia a tono con su novedad. Mientras tanto, mi hermana se interesó por la compañía de teatro. Un año después de que yo dejara la escuela consiguió el papel protagonista en una función escolar. Tenía que actuar y cantar, dos cosas para las que poseía talento, y aquello parecía una señal de triunfo para ella en su, por lo demás, poco distinguida y nada disfrutada carrera escolar. La noche del estreno de la obra se sentó a cenar con nuestra madre y nuestro padrastro. Es posible que adelantaran un poco la hora de la cena para que tuviera tiempo de llegar a la escuela y disfrutar de la emoción de la noche del estreno. Fuera por lo que fuera, el caso es que mi hermana no tenía apetito y apenas probó bocado. Y cuando se levantó de la mesa para vaciar su plato en el triturador de basura, mi madre le indicó que se volviera a sentar, porque no había terminado de comer. Mi hermana dijo que, la verdad, no tenía apetito, pero mí madre insistió en que, puesto que alguien había preparado la comida, era de buena educación sentarse y comérsela. Mi hermana se sentó con su plato, picoteó un poco, intentó comer algo y le dijo a mi madre que, de verdad, no tenía nada de apetito, y que, desde luego, no era por culpa de la comida, sino de su nerviosismo ante el estreno. Una vez más, mi madre dijo que si se hacía comida, había que comérsela, y mi hermana le aseguró que no podía. Entonces mi madre asintió, se levantó de la mesa, fue al teléfono, consultó el número, llamó a la escuela, preguntó por el profesor de teatro, se identificó y le dijo que su hija no iría a la escuela esa noche; no, no estaba enferma, pero no iba a ir. Sí, sí, ya sabía que su hija era la protagonista de la obra; y sí, ya se daba cuenta de que muchos alumnos y profesores habían trabajado mucho en ello, etcétera. Y así fue como mi hermana no hizo de protagonista en la función escolar. Pero para entonces ya hacía mucho que yo me había marchado de casa, y andaba bien lejos. De esta historia, y otras parecidas, me enteré con un retraso de veinticinco años. En la casa piloto, nuestras habitaciones estaban separadas de la suya, la alcoba principal, por un cuarto de baño y un estudio. Algunos fines de semana, yo iba solo a la ciudad a visitar a mi padre, y mi hermana se quedaba y a veces pasaba miedo estando sola en su parte de la casa. Y una vez, en la época en que vivía con nosotros mi abuelo, que tenía sesenta y tantos años, se asustó por un ruido que había oído de noche, o puede que simplemente se sintiera sola, y salió de su habitación y bajó al vestíbulo llamando a mi madre, o a mi padrastro, o a mi abuelo, pero la casa estaba a oscuras y nadie respondía. Y cuando cruzaba el vestíbulo hacia el cuarto de estar oyó voces. Dobló la esquina y vio que salía luz por debajo de la puerta cerrada de la alcoba principal. Y oyó a mi padrastro gritando y a mi madre sollozando. Mi hermana se acercó a la puerta y oyó a mi padrastro hablando con mi abuelo y diciendo: —Dilo, Jack. Dilo de una vez. Y mi abuelo, con su acento de la Europa oriental, decía, con evi-dente dolor y dificultad: —No, no, no puedo. ¿Por qué me obligas a hacer esto? ¿Por qué? Y mientras, se oía a mi madre, llorando convulsivamente. Mi hermana abrió la puerta y vio a mi abuelo sentado en la cama, a mi padrastro de pie junto al armario y gesticulando, y a mi madre en el suelo del armario, enroscada en posición fetal, gimiendo y llorando y apretándose el cuerpo con los brazos. Mi padrastro estaba diciendo: —Dilo. Dilo de una vez. Y mi abuelo, jadeando, repetía: —No puedo. Ella sabe lo que siento hacia ella. No puedo. Y mi padrastro insistía: —Dilo, Jack. Por favor. Dile que la quieres. Al oír esto, mi madre gimió más fuerte. Y mi abuelo repitió: —No puedo. Mi hermana abrió más la puerta y dijo... no sé lo que diría, pero supongo que pediría alguna explicación o algún consuelo, y mi padrastro se volvió, la vio, se fue hacia ella, agarrando al pasar un cepillo de pelo que había sobre una cómoda, la pegó con él en la cara y le cerró la puerta en las narices. Y siguió oyendo lo de «Dilo de una vez, Jack». Me contó que los fines de semana que yo me iba, mi padrastro siempre acababa pegándola el domingo por la noche, por una u otra razón. Volvía a casa, después de dejar a sus propios hijos en casa de su madre tras la visita del fin de semana, y llegaba cansado y de mal humor. Y como norma general, aquellas noches siempre descubría algún comportamiento intolerable por parte de mi hermana y la pegaba, abofeteaba y daba palizas. Años después, cuando murió mi madre, mi hermana habló con nuestra tía, la hermana de mi madre, que aportó un comentario adicional a esta conducta. Le dijo que cuando eran pequeñas, mi madre, mi tía y sus padres vivían en un piso pequeño del West Side. Mi abuelo era viajante de comercio desde el amanecer del lunes a la noche del viernes. Su familia tema una fantasía, y esa fantasía, ese artículo de fe, afirmaba que m¡ madre era una mala chica. Y todos los viernes, cuando llegaba a casa, lo primero que mi abuelo preguntaba mientras subía la escalera era «¿Qué ha hecho esta semana?». A lo que respondía mi abuela contándole las cosas terribles que mi madre había hecho, tras lo cual mi madre recibía una paliza. Esto lo sabía todo el mundo en mi familia. El comentario adicional se refería al comportamiento de mi abuelo más tarde, por la noche. Mi tía tenía una habitación para ella sola, junto a la alcoba de sus padres. Y contó que todos los viernes, cuando la familia se había acostado, oía a mi abuelo a través del delgado tabique, implorando sexo. «Cariñito, por favor.» Y mi abuela respondía «No, Jack.» «Cariñito, por favor.» «No Jack.» «Cariñito, por favor.» ·una vez, mi abuelo llegó a casa y preguntó «¿Qué ha hecho esta semana?» Y no estoy seguro, pero imagino que no llegó a oír la respuesta completa, tal vez ni siquiera el principio; el caso es que estiró el brazo, agarró a mi madre por el pescuezo y la tiró escaleras abajo. ·otra vez, en nuestra casa de la periferia, hubo una bronca entre mi padrastro y mi hermana y, de algún modo, ella logró imponerse. Supongo que él estaría mal informado y la habría acusado de hacer algo que ella podía demostrar que no había podido hacer; y supongo que se lo hizo ver con un grado de libertad que, dadas las circunstancias, era comprensible y desde mi punto de vista meritorio. Dando por concluido el incidente, se fue a estudiar a su habitación. A los pocos instantes, mi padrastro abrió la puerta de golpe, le arrancó el libro de las manos, la levantó y la arrojó contra la pared más lejana, donde se golpeó la nuca contra una estantería. A la mañana siguiente se le dijo que sus dolores, reales o fingidos, no importaban nada y que tenía que ir a la escuela. Ella protestó, alegando que no podía andar y que si andaba le costaba mucho y tema muchos dolores; pero la obligaron a vestirse e ir andando a la escuela, donde se desmayó y tuvieron que traerla a casa. Durante años sufrió dolores de cabeza. Veinte años después, una radiografía que le hicieron por otro motivo reveló que se había roto una vértebra al golpearse contra la estantería. Cuando salíamos de casa íbamos entusiasmados. Salir a cenar era una aventura, lo cual me extraña ahora que pienso en ello, porque muchas de aquellas cenas terminaban con mi hermana o yo expulsados del restaurante, llorosos o enfurruñados, con la orden de esperar en el coche porque nos habíamos portado mal. Éstas eran las excursiones que, según nos explicaban, habían terminado mal por culpa de mi intolerable arrogancia o la de mi hermana. Las excursiones que salían bien se celebraban y remataban con una broma. La broma era la siguiente: mi padrastro, mi madre, mi hermana y yo salíamos del restaurante; mi padrastro y mi madre iban a por el coche, diciéndonos que vendrían a recogernos y que aguardáramos a la puerta del restaurante. Llegaban en el coche, abrían la puerta de atrás y esperaban a que mi hermana y yo empezáramos a entrar. Entonces se ponían en marcha. Se alejaban cuatro o cinco metros y abrían otra vez la puerta. Nosotros nos acercábamos y ellos se marchaban otra vez. A veces, daban la vuelta a toda la manzana. Pero siempre acababan por regresar y para entonces los cuatro estábamos riendo con camaradería, celebrando la que creo que era nuestra única broma familiar. Estábamos mi hermana y yo limpiando el césped. Yo rastrillaba y ella iba metiendo las hojas en un saco. Yo detestaba aquel trabajo, mis músculos y mi mente se rebelaban y estaba loco de rabia. Mi hermana dijo algo y yo me volví y le tiré el rastrillo, acertándola en toda la cara. El rastrillo era de bambú y metal, y la parte metálica la pegó en el labio, haciéndole una herida bastante grande. Los dos nos quedamos aterrados y yo, además, enfermo de remordimiento. Corrimos a la casa, mi hermana apretándose la boca con la mano y con toda la parte delantera del vestido manchada de sangre. Entramos corriendo en la cocina, donde mi madre estaba preparando la cena y nos preguntó qué había ocurrido. Ninguno de los dos —yo, naturalmente, porque era culpable y mi hermana porque quería evitarme el terrible castigo que sabía que recibiría— quiso decir lo que había ocurrido. Mi madre nos insistió y los dos nos negamos a responder. Entonces nos dijo que no iríamos al hospital hasta que uno de los dos hablara. Y efectivamente, la familia se sentó a cenar y mi hermana cenó con una servilleta apretada contra la cara. La sangre empapó la servilleta y goteaba sobre su comida, pero tuvo que comérsela. Yo también me comí mi comida. Después, limpiamos la mesa y fuimos al hospital. Recuerdo las caminatas de la escuela a casa durante el crudo in-vierno, a través del campo de maíz que, a pesar de su proximidad a la ciudad, seguía formando parte de la pradera. En invierno hacía un frío que pelaba. Ahora, con la perspectiva que dan los años, me doy cuenta de que aquella zona podría haber sido bonita. Podríamos haber caminado entre los rastrojos o cazar pájaros o disfrutar de otros muchos placeres que se nos ofrecían de manera natural.