21/2/21

La tina de la colada Anónimo francés del siglo XV













La tina de la colada

Anónimo francés del siglo XV 


Versión libre de Juan Cervera


PERSONAJES

  


  

JACOBO,   marido.


JUANITA,   su mujer.


SUEGRA,   madre de Juanita.



La acción transcurre en una aldea del siglo XV.



  

Fachada posterior de una casa de campo que da a un patio. En el centro, puerta practicable. A derecha, ventana abierta a la altura del primer piso. En el patio, una higuera. Un poyo junto a la pared. Una mesa rústica y una silla. Algunos aperos de labranza colgados de la pared; entre ellos un garrote. Una gran tina con escalerilla a cada lado para subir por ella para hacer la colada. Una calabaza vinatera sobre la mesa. Un grillo canta repetidas veces hasta que despierta a JACOBO, que se levanta y da varias patadas en el suelo hasta hacerlo callar. 

  


JACOBO.-   (Solo en escena, recostado sobre el poyo con el sombrero encima de la cara, en típica actitud de siesta. Se despereza.)  ¡Pues sí que me aconsejó bien el diablo cuando, sin pensarlo siquiera, me metí en esto del matrimonio! Desde que estoy casado no tengo más que borrascas y preocupaciones.  (Se incorpora.)  ¡Ah; mi mujer, por un lado, y mi suegra, por otro, como dos demonios, me enredan y atormentan! Y yo, mientras una chilla y la otra ruge, no tengo ocio ni reposo, felicidad ni calma. ¡Qué amargura! ¡Y cuánto dura esta vida! Menos mal que...  (Echa mano a la calabaza vinatera.)  Pero si yo sé mantenerme en mis trece...  (Resuelto.)  Tendré razón y ¡seré el amo de mi casa! ¡Qué caramba!  (Se decide a beber.)  

JUANITA.-    (Desde la ventana ha oído las últimas palabras. JACOBO al oírla pierde la serenidad anterior.)  ¡Cómo! ¿Todavía estás ahí sin hacer nada? ¡Espera a que baje!  (Ruido de bajar por las escaleras de madera. JACOBO, azorado, va a hablar.)  Mejor harías en callar y ocuparte...

JACOBO.-  ¿En qué? 

JUANITA.-  ¡A fe mía que la pregunta tiene gracia! ¿Que en qué debes ocuparte? ¿Quién tiene que cuidar de nuestra casa? ( Aparece la SUEGRA y oye las últimas palabras de la discusión.)  

SUEGRA.-   (Entra. Lleva un capacho. A medida que hable irá dejando sobre la mesa verduras, un melón, tomates..., como si viniera de la compra.)  ¿Pero no sabes que mi hija tiene razón? Debes escucharla, alma de cántaro. Has de obedecer a tu mujer, porque tal es la primera obligación de los maridos: obedecer a sus mujeres. ¿Te sorprendería si algún día, como respuesta a todos tus descuidos, se sirviera de un garrote?  (Accionando con una berenjena.) 

JACOBO.-  ¿Pegarme a mí? ¿A mí? 

SUEGRA.-  ¿Y por qué no? ¿Acaso no dice el refrán «quien mucho te quiere te hará llorar»?  (Agarra el garrote.) 

JACOBO.-  Bueno, si es así, más valdrá que no me quiera tanto. Ya la dispenso de tales muestras de cariño.  (Por la SUEGRA.)  ¿Lo oyes, buena mujer? 

JUANITA.-  Los maridos deben hacer siempre el gusto de su mujer. No lo olvides, Jacobo. 

SUEGRA.-  ¿Acaso te empobrecerá esto, hombre de poca fe?

JACOBO.-  Ciertamente no sé qué hacer. 

SUEGRA.-  Pues si quieres complacerla de verdad,  (Mirada de convivencia entre las dos.)  tendrás que llevar un registro donde apuntarás todas las órdenes para no olvidarlas nunca. 

JACOBO.-  ¿Un registro?

SUEGRA.-  Sí.

JACOBO.-  ¿Con sus órdenes?

SUEGRA y JUANITA.-  ¡Sí! ¡Sí! 

JACOBO.-    (Vencido.)  Con tal que haya paz, consiento. Llevaré un registro. Eres mujer de mucho sentido común, querida suegra. Llevaré un registro.  (Por las dos.)  Os escucho. 

JUANITA.-  Vete a buscar un pergamino. Escribirás con buena letra..., para que se pueda leer. 

JACOBO.-   (Sale. Vuelve con el pergamino, tintero y una pluma de ganso para escribir. Se sienta a la mesa, mientras ellas cuchichean alegres.)  ¡Ah!  (Suspira.) 

JUANITA.-  Pon que me obedecerás siempre y que harás siempre lo que yo te diga. 

JACOBO.-   (Levantándose y arrojando la pluma.)  ¡No, no y no! No obraré sino por razones... 

JUANITA.-  ¿Cómo? ¿Otra vez con la misma canción? ¿Ya quieres desdecirte? 

SUEGRA.-    (Moviendo insinuante el garrote.)  ¿Por razones?... Hum, hum. 

JACOBO.-   (Volviéndose a sentar.)  No; voy a escribir, voy a escribir. 

JUANITA.-  Escribe, pues, y calla. 

JACOBO.-   (Tomando la pluma.)  ¡Pardiez! ¡Qué buen marido soy! 

JUANITA.-  ¡Cállate! Como primera cláusula pon que cada día, al romper el alba, te levantarás tú primero.  (JACOBO hace gestos de no avenirse.)  ¡Más aún! En seguida habrás de prepararlo todo, encender la lumbre, poner el agua a hervir... Al amanecer, y con mucho empeño, harás el trabajo de los dos... 

JACOBO.-  ¡Protesto!  (Levantándose y tirando la pluma.)  ¿Encender la lumbre? Y ¿con qué objeto?

JUANITA.-   (Tranquilamente.)  Para calentar mi camisa. ¿Lo oyes bien? Es absolutamente necesario. 

SUEGRA.-  Hum, hum.  (Cada vez que hace este ruido lo acompaña la SUEGRA de un ligero movimiento de garrote, que no suelta.)  

JACOBO.-   (Volviendo a sentarse, después de recoger la pluma.)  De acuerdo, de acuerdo. Con mucho gusto calentaré tu camisa.  (De pronto se detiene pensativo.)  

SUEGRA.-  ¡Escribe! ¿Qué aguardas? 

JUANITA.-  ¡Me vas a encolerizar! Eres más lento que un cangrejo. 

JACOBO.-  ¡Espera, no tengo tinta! Aún voy por la primera palabra. 

JUANITA.-  Acunarás a nuestro hijito, cuando se despierte de noche, y esperarás a que se duerma antes de que te vuelvas a la cama. 

JACOBO.-   (Sacudiendo el pergamino.)  Espera, que hay una arruga. 

JUANITA.-  ¡Dios mío! ¡Qué torpe eres!

JACOBO.-    (Como si copiara.)  ¡Qué torpe soy! 

JUANITA y SUEGRA.-   (Las dos a la vez y una a cada lado de JACOBO.)  Tendrás que... 

JACOBO.-   (Interrumpiéndolas.)  Por amor de Dios, no me habléis las dos a la vez, porque no voy a comprender nada; no nos entenderemos y voy a emborronarlo todo por apresurarme demasiado. 

JUANITA.-   (A su madre, muy digna.)  ¡Habla tú, puesto que eres mi madre! 

SUEGRA.-   (El mismo juego.)  ¡Es tu marido! Yo debo callarme. 

JUANITA.-  Te obedezco, madre.  (A JACOBO.)  Si nuestro niño, mientras duerme, por miedo al coco, sueña... que es una fuente... y en el colmo de su turbación provoca una inundación... deberás enjugar sus lágrimas... 

JACOBO.-  ¿Y si no quiere volver a dormirse? ¿Y si llora sin parar? 

JUANITA.-  Lo cogerás con cariño y le harás muchas caricias, y sin mostrar enfado lo pasearás, aunque sea de noche, de aquí para allá, haciéndole pucheritos. 

JACOBO.-  A fe mía que es excesiva tu audacia.  (Deja de escribir.)  

JUANITA.-  ¿Qué esperas? 

JACOBO.-   (Arroja la pluma.)  ¿Qué quieres que haga si ya no cabe más? 

SUEGRA.-  Hum, hum. 

JUANITA.-   (Acercándose.)  Ponte a escribir o te deslomo.

JACOBO.-   (Coge la pluma.)  Lo haré por el otro lado.  (Da la vuelta al pergamino.)  

JUANITA.-  Escribe. Hay que sacar la ropa de la colada...

SUEGRA.-  Preparar la masa para el horno... 

JUANITA.-  Amasar el pan, recoger de prisa la ropa tendida, por si lloviera... 

SUEGRA.-  ¿Has comprendido?

JUANITA.-  Buscar arena para fregar...

SUEGRA.-  ¡Y correr como un galgo! Ir, venir, trotar... 

JUANITA.-  Arreglar, lavar, secar, frotar...

SUEGRA.-  Sacar agua para la cocina...

JUANITA.-  Buscar tocino en casa del vecino...

JACOBO.-  ¡Por favor! Deteneos un poco...

JUANITA.-  Y después poner el puchero al fuego.

SUEGRA.-  Fregar con cuidado la vajilla...

JUANITA.-  Ir al granero por la escalera...

SUEGRA.-  Llevar el trigo al molino...

JUANITA.-  Hacer la cama muy tempranito...

SUEGRA.-  Dar de beber a la borrica...

JACOBO.-    (Aparte.)  Ya veo que piensas en ti.

JUANITA.-  Arrancar las coles de la huerta...

SUEGRA.-  Tener la casa limpia y barrida... 

JACOBO.-   (Hace gestos de desesperación, mientras hablan triunfantes las dos.)  ¿Cómo queréis que lo escriba todo si no paráis de dictar? Decid lo que queráis, pero palabra por palabra... ¡Aún ando con el niño! 

JUANITA.-   (Muy despacio.)  Escribe: hacer la masa, cocer el pan, quitar de prisa la ropa tendida, por si lloviera...

SUEGRA.-   (Interrumpiéndolo.)  ¡Espera un poco! 

JUANITA.-   (Con velocidad creciente.)  Cerner...

SUEGRA.-  Lavar.

JUANITA.-  Secar.

SUEGRA.-  Guisar.

JACOBO.-   (Desesperado.)  Lavar... ¿qué? 

JUANITA.-   (Velozmente.)  Hacer que reluzcan los platos, las escudillas, los peroles... 

JACOBO.-  ¿Todos los pucheros de nuestro vasar? ¡Válgame Dios! A pesar de mis deseos, jamás podré acordarme de todo.  (Tira la pluma y gimotea.)  

JUANITA.-  ¿Quieres irritarme más? Para ayudar a tu memoria, escribe, ¡y menos historias!  (JACOBO se pone a escribir de nuevo.)  Tienes que ir al arroyo a lavar la ropa de la cuna. 

JACOBO.-   (Aparte.)  ¡Vaya oficio! ¿Y si hiela?

SUEGRA.-  ¡Qué cabeza más dura tienes!

JACOBO.-  Esperad...  (Escribiendo.)  Las escudillas, los pucheros, los platos... 

JUANITA.-  A fe mía que no te das mucha prisa. 

JACOBO.-  ¡Caramba! ¿A quién he de escuchar, a tu madre o a ti?  (Deja la pluma.)  

SUEGRA.-   (Acercándose a él.)  Te voy a moler a palos.

JACOBO.-   (Con dignidad.)  No me dejo zurrar.

JUANITA.-  Déjate de discursos inútiles. Pondrás el ajuar en orden. Me ayudarás a escurrir la ropa de la colada, junto a la tina. 

SUEGRA.-  Después de haber limpiado el fregadero. 

JUANITA.-   (A JACOBO, que se detiene y mira a la SUEGRA aturdido.)  ¡Pero date prisa! ¡Acaba! 

JACOBO.-   (Después de un instante.)  ¡Ya está!  (Mirando a las dos.)  Dejadme respirar. 

SUEGRA.-  Fírmalo y me iré en seguida. 

JACOBO.-  ¿Te irás? ¿Te irás? Entonces firmo con las dos manos.  (Firma.)  Tomad. Ahí esta el pergamino. ¿No queréis que le ponga sello? Atadlo bien con una cuerda y procurad que no se pierda. Pues aunque me cuelguen, no obedeceré más órdenes que ésas; jamás accederé a nada desde ahora en adelante. Desde hoy sólo me someteré al pergamino. Así se ha convenido. Tomad. Ya he firmado el pacto.  (Lo echa al aire. Ellas lo recogen al vuelo.) 

JUANITA.-  Eso es. Así se ha convenido, Jacobo.

SUEGRA.-  ¡Adiós, hija mía! 

JUANITA.-  ¡Adiós, madre mía!  (Se va la SUEGRA, después de muchas zalemas entre madre e hija y de darse varios besos y de repetir «Adiós».)  

JACOBO.-    (Queda estático, cara al público, como vencido.) 

JUANITA.-


 (Se acerca a la tina. Con aire triunfal tararea, mientras da pasos al compás de la música. Melodía popular catalana. Melodía 4.) 


Tan tarantán, que los higos son verdes;





tan tarantán, que ya madurarán... 




 (Grita.)  ¡Jacobo, ven a ayudarme!  (JACOBO no oye. Ella saca la ropa de la tina.)  


Si no maduran el día de Pascua,





madurarán para la Trinidad.




¡Jacobo, ven a ayudarme!




JACOBO.-   (Que vuelve en sí.)  ¿Ayudarte en qué?

JUANITA.-  A poner la ropa en la tina, donde he echado agua para la colada. 

JACOBO.-    (Desenrolla su pergamino y mira con atención.)  No está en el pergamino. 

JUANITA.-  ¡Cómo! Apenas acabamos de firmar y ya te sales con excusas.  (JACOBO sigue buscando.)  ¡Pronto! Mira hacia el final. Tiene que estar escrito: ayudar en la colada. ¿Quieres que te escriba a bastonazos en la espalda? 

JACOBO.-  No, no. Sí que está escrito. Sin reparo lo he firmado y sin reparo voy a ayudarte. Te obedezco. Has dicho la verdad. Otra vez ya lo pensaré mejor.  (Sube a un taburete o escalerilla que está junto a la tina y que hace juego con el otro en que está subida JUANITA. Esta le tiende el extremo de una sábana, mientras ella sostiene el otro.)  

JUANITA.-  ¡Tira con más garbo!  (JACOBO tira..., pero luego suelta la sábana.)  ¡Tira! ¡Si no, te la lanzaré a la cara!  (Le lanza una pieza de ropa mojada al rostro.)  

JACOBO.-  ¡Me has mojado el vestido! ¡Me has dejado como una sopa! 

JUANITA.-  ¡Vamos! ¡Toma de esta punta!  (Se la lanza y él la coge.)  ¿Siempre has de estar gruñendo? ¡Tira fuerte, sin miedo!  (Ella apoya el pie sobre el borde de la tina.) 

JACOBO.-  Como tú quieras...  (Tira tan fuerte que JUANITA pierde el equilibrio y cae dentro de la tina.) 

JUANITA.-    (Desaparece sumergida en la tina.)  ¡Torpe, más que torpe!  (Saca la cabeza.)  ¡Marido mío, en piedad de mí! ¡Que me muero! ¡Ten piedad de mí! ¡De tu mujer, que tanto te ama! Si no me ayudas voy a perecer al momento. Dame la mano. ¡Pronto! 

JACOBO.-    (Mientras, ha descendido y se ha colocado más hacia adelante, echa un trago con satisfacción.)  ¡Ah!

JUANITA.-  Ya siento que se me hiela el cuerpo. ¡Sácame de aquí! 

JACOBO.-    (Después de un momento.)  Eso no está en mi pergamino. 

JUANITA.-    (Sacando la cabeza.)  ¡La ropa me oprime y me ahoga! ¡Me muero! ¡Por Dios, sácame de este trance! 

JACOBO.-   (Cantando.)  Tan tarantán, que los higos son verdes...  (Ademán de beber.)  

JUANITA.-  ¡Ay, Jacobo mío, que ya me llega el agua al cuello ¡Glu, glu, glu, glu! 

JACOBO.-   (Cantando.)  Tan tarantán, que ya madurarán...

JUANITA.-    (Suplicante.)  Jacobo, tiéndeme la mano.

JACOBO.-    (Cantando.)  Si no maduran el día de Pascua...

JUANITA.-  ¡Ay, que me ahogo! 

JACOBO.-    (Cantando.)  Madurarán para la Trinidad.

JUANITA.-  Jacobo, sácame de aquí... 

JACOBO.-  Eso no está en mi pergamino. 

JUANITA.-  ¡Ay de mí!  (La melodía sigue al fondo, lenta y suave.)  

JACOBO.-    (Leyendo su pergamino.)  «Por la mañana temprano preparar todo,  (Después de cada punto que lee, JUANITA podrá soltar un «ay».)  encender la lumbre, ver si hierve el agua...» 

JUANITA.-  ¡La sangre se me hiela en las venas!

JACOBO.-  «Colocar los objetos en su sitio, ir, venir, trotar, correr...» 

JUANITA.-  ¡Estoy a punto de morir! 

JACOBO.-  De eso tampoco dice nada el pergamino. Estoy leyendo y busco en vano... «Arreglar, lavar, secar, frotar...»

JUANITA.-  ¡Socórreme! 

JACOBO.-  «Preparar la masa para el horno, cocer el pan, recoger la ropa tendida,  (Recalcando.)  por si lloviera...»

JUANITA.-  ¿No me oyes, Jacobo? 

JACOBO.-  «Calentar la camisa de mi mujer...» «Llevar el trigo al molino, dar de beber a la borrica...»  (Con gestos de desencanto por la SUEGRA.)  

JUANITA.-  Ven a socorrerme. 

JACOBO.-  «¡Y después, poner el puchero... al fuego!»

JUANITA.-  Llama a mi madre... 

JACOBO.-  «Tener limpia la casa, lavar sin parar las escudillas, los platos, los peroles...» 

JUANITA.-  Por favor, si no quieres ayudarme, ve a buscar a mi madre, que podrá echarme una mano. 

JACOBO.-  Eso tampoco está en mi pergamino.

JUANITA.-  ¡Pues tenías que haberlo puesto! 

JACOBO.-  No, no, yo escribí todo lo que me dictaste.

JUANITA.-  ¡Sácame,  (Melosa.)  amor mío!

JACOBO.-  ¿Yo tu amor? ¡Tu enemigo! ¿Acaso has aliviado mi trabajo mientras vivías...? Anda, anda, que sin pena ninguna te voy a dejar morir. Es inútil, cariño, que te canses gritando de esa manera.  (Cesa la melodía anterior. Se oyen golpes en la puerta.)  

JUANITA.-  ¡Ay, madre mía! 

JACOBO.-  Vaya, ahora llaman a la puerta.  (Aparte.)  Esperemos que no sea su madre. 

SUEGRA.-    (Desde fuera.)  ¿No me abrirás en toda la mañana? 

JACOBO.-  Hum, hum. Eso no está en mi pergamino.  (Se oyen ayes y lloros de JUANITA.)  

SUEGRA.-   (Sigue golpeando.)  ¿Qué oigo?  (JACOBO empieza a tararear, mientras se oye ruido de subir por las escaleras la SUEGRA, que se asoma a la ventana.)  ¿Qué veo? 

JACOBO.-  Nada, nada, que tu hija está a remojo  (Ayes de JUANITA.)  en la cuba. 

SUEGRA.-   (Furiosa, desde la ventana.)  Pero, ¿qué ha pasado? 

JACOBO.-  Nada, que mi mujer casi se ha muerto...

JUANITA.-  ¡Ay!

SUEGRA.-  ¡Ábreme, bufón de mala casta! 

JACOBO.-  ... mientras hablaba..., cayó en la tina de la colada. 

SUEGRA.-   (Que ha bajado ya y está tras la puerta.)  ¡Abre, asesino, verdugo! 

JACOBO.-   (Sin darle importancia.)  Como habló demasiado, la pobre tenía mucha sed. 

JUANITA.-  ¡Madre! ¡Que desfallezco dentro de la tina! ¡Ven a socorrerme, madre! 

JACOBO.-  ¡Oh! ¡Se me parte el corazón! 

SUEGRA.-   (Golpes en la puerta.)  ¡Abre, malvado, o tiro la puerta! 

JACOBO.-  Espera que quite la tranca.  (Va a coger el garrote para defenderse y atranca más la puerta.)  

SUEGRA.-   (Después de un fuerte empujón irrumpe.)  ¡Espera, hija, que ya estoy aquí!  (A JACOBO.)  Dame la mano, bergante, y ayúdame a sacarla.

JACOBO.-   (Muy seguro, apoyado en el garrote.)  Esto no está en mi pergamino. 

SUEGRA.-   (Se acerca a él y le da un pisotón.)  ¡Malvado, infame! 

JACOBO.-  ¡¡Ay!!  (Pierde el equilibrio y el palo, a la vez que se coge el pie.)  

SUEGRA.-   (Que se ha hecho con el palo.)  ¿Vas a dejar morir así a tu mujer? Ven y ayúdame a sacarla.  (Ella lleva la iniciativa. Se coloca uno a cada lado de la tina.)  ¡Ayúdame!  (JUANITA saca los brazos y la coge uno por cada brazo y tiran. La SUEGRA ha apoyado un pie en el canto de la tina. JACOBO da un tirón fuerte y cae también la SUEGRA en la tina.)  ¡Tunante, malandrín! ¿Vas a dejar morir así a tu mujer? 

JUANITA.-  ¿Y a tu suegra? 

JACOBO.-    (Baja sonriendo y frotándose las manos, y mientras ellas gritan «ay», «ay»...)  Tan tarantán, que los higos son verdes...  (Canta.)  

SUEGRA y JUANITA.-  ¡Ay, ay!

JACOBO.-  Yo he de ser el amo de mi casa.

SUEGRA.-  ¡Cómo! ¿Has perdido la razón? ¿Tú el amo de tu casa? 

JACOBO.-   (Cantando.)  Tan tarantán, que ya madurarán...

JUANITA.-  ¡Jacobo, ten piedad de mí! 

SUEGRA.-  ¡Y de mí también! 

JACOBO.-   (Cantando.)  Si no maduran el día de Pascua...

SUEGRA.-  ¡Pronto! ¡Ayúdanos! 

JACOBO.-   (Cantando.)  Madurarán para la Trinidad. Eso no está en mi pergamino.  (Lo mira constantemente.) 

SUEGRA.-  ¡Vamos! ¡Bandido! ¡Egoísta! Te lo pido de rodillas... 

JUANITA.-  Y yo también. ¡Sácanos de aquí!

JACOBO.-  Tan tarantán... 

SUEGRA y JUANITA.-  ¡Jacobo, por amor de Dios, sácanos de aquí...! 

JACOBO.-    (Con aire de triunfo.)  Bueno; lo haré si me prometéis que en mi casa mandaré yo. 

SUEGRA y JUANITA.-  Te lo prometemos de todo corazón.

JACOBO.-  ¡Ah!, ¿sí? ¡Qué amables! ¿No lo diréis por miedo, verdad? 

SUEGRA y JUANITA.-  ¡Te dejaré tranquilo, sin pedirte jamás nada! 

SUEGRA.-  Y yo me callaré siempre... 

JACOBO.-   (Se crece.)  Hum, hum. ¿Lo prometéis de veras?

JUANITA.-  Yo sí. 

SUEGRA.-  Y yo también. 

JACOBO.-  ¿Tendré que hacer, mujercita mía, una lista parecida a la que me hicisteis a mí? 

JUANITA.-  No, amor mío, descansarás todo lo que quieras.

JACOBO.-  Al fin reconoces mi derecho. Eso está muy bien. ¡Cómo se nota que me quieres! 

SUEGRA.-  Y yo también. 

JACOBO.-   (Gesto de sorpresa al oír a la SUEGRA.)  ¿Eh?

JUANITA.-  Sácame de aquí. Te pido perdón. Yo haré todas las labores de la casa con ardor y con coraje. 

SUEGRA.-  Y yo también.

JACOBO.-   (Digno.)  ¿Dormirás al rorro?

JUANITA.-  ¡Sí! Sácame. 

JACOBO.-  ¿Harás la masa? ¿Cocerás el pan? 

JUANITA.-  ¡Por favor! ¡Te lo prometo! Está bien. Desde hoy estaré siempre de acuerdo contigo. 

SUEGRA.-  Y yo también. 

JUANITA.-  Ya no hablaremos más del pergamino. Quémalo...

SUEGRA.-  Y a mí también. No, no... 

JACOBO.-  ¿No convendrá que lo escriba? ¿Tendré que hacer la colada? 

JUANITA.-  No, amor mío. Mi madre y yo la haremos solas..., y no te volveremos a molestar. 

JACOBO.-  ¿Calentarás mi camisa? 

JUANITA.-  Haré lo que quieras, pero sácame de aquí.

JACOBO.-  ¿No me llevarás la contraria?

JUANITA.-  No. Siempre seré tu criada. 

SUEGRA.-  Y yo también. 

JACOBO.-  ¡Cómo me encanta esta sumisión! Nunca me habéis gustado tanto como ahora. Al momento os saco de la tina.  (Saca a su mujer.)  

JUANITA.-  ¡Ay, marido mío! 

SUEGRA.-   (Desde dentro de la tina.)  Hum, hum. 

JACOBO.-   (Con gesto de distracción, que corrige, saca a la SUEGRA.)  Perdón... 

SUEGRA y JUANITA.-   (Se besan con aspavientos, como en la despedida, mientras repiten.)  ¡Madre mía! ¡Hija mía!

JACOBO.-   (Sonriente al público.)  Y así acabó la farsa..., gracias a...,  (Mira a la una y a la otra y al pergamino roto ya..., y acaba señalando a la tina.)  gracias a la tina de la colada. 


  

(Una ráfaga de aire mueve ropa tendida en un tendedor del patio. )

  




 

 

FIN


Usigli, Rodolfo. Corona de sombra.












Corona de sombra


de Rodolfo Usigli


Personajes

Por orden de aparición

EL PORTERO

EL PROFESOR ERASMO RAMÍREZ

LA DAMA DE COMPAÑÍA

CARLOTA AMALIA

EL DOCTOR

LA DONCELLA

MAXIMILIANO

MIRAMÓN

LACUNZA

BAZAINE

LABASTIDA

PADRE FISCHER

MEJÍA

BLASIO

UN LACAYO

EL DUQUE

NAPOLEÓN III

EUGENIA

EL PAPA

UN MONSEÑOR

EL CARDENAL

EL ALIENISTA

LA DAMA DE HONOR

EL CHAMBELÁN

UN CENTINELA

EL CAPITÁN

EL REY DE BÉLGICA



ESCENARIOS

Acto I

Doble salón de un castillo en Bruselas - 1927 (19 de enero).

(Derecha) Alcoba de Carlota en Miramar - 1864 (9 de abril).

(Izquierda) Alcoba de Maximiliano en Chapultepec - 1864 (12 de junio).

Acto II

(Derecha) Salón de Consejo - 1865

(Izquierda) Boudoir de Carlota en Chapultepec - 1866 (7 de julio).

(Derecha) Salón en el Palacio de St. Cloud - Agosto de 1866

(Izquierda) Despacho del Papa en el Vaticano - 1866

Acto III

(Derecha) Salón en el castillo de Miramar - 1866

(Izquierda) Salón en el castillo de Bruselas - 1927

(Derecha) Celda de Maximiliano en el Convento de Capuchinas - 1867 (19 de junio).

El doble salón del principio - 1927







Acto Primero

Escena Primera

La escena representa un doble salón, comunicado y separado a la vez por una división de cristales. El fondo de la sección izquierda consiste en una puerta de cristales que lleva a una terraza, la que se supone comunica con un jardín por medio de una escalinata. En la pared divisoria de cristales hay una puerta al centro, que comunica los dos salones. Puerta a la derecha. Un balcón al fondo. Pocos muebles. En el lado derecho hay una consola con candelabros de cristal cortado, un costurero, un sillón, una mecedora y cortinajes. En el salón de la izquierda hay, además, dos puertas en primero y segundo términos, una gran mesa de mármol y dos sillones. Al levantarse el telón la escena aparece desierta. Es de mañana y la luz del sol penetra tumultuosamente por el balcón y la terraza. Por la puerta de primer término izquierda entra un hombre. Es viejo y lleva un uniforme cuyo exceso de cordones dorados denuncia una posición enteramente subalterna. Mira en torno suyo, asoma por la terraza, y luego va a la pared de cristales para atisbar. Al satisfacerse de la absoluta ausencia de personas vuelve a la puerta de primer término izquierda, adelanta el brazo, asoma la cabeza y habla.

PORTERO Puede usted pasar. Se aparta para dejar paso a un segundo hombre, que entra y mira en torno suyo a su vez, pero sin recelo o zozobra, con una moderada curiosidad. Es el profesor Erasmo Ramírez, historiador mexicano. De mediana estatura, que por un poco sería baja; de figura un tanto espesa y sólida, Erasmo Ramírez tiene por rostro una máscara de indudable origen zapoteca. Su pelo es negro, brillante y lacio, dividido por una raya al lado izquierdo. Viste de negro, con tal sencillez que su traje parece fuera de época: el saco es redondo y escotado, el chaleco cruzado y sin puntas, el pantalón más bien estrecho. Lleva un sombrero negro, de bola, un paraguas y un libro en la mano. Habla con lentitud pero con seguridad, sin muchos matices o inflexiones, y su voz es clara, pero sin brillo. Parece continuamente preocupado por algo que está dentro de su manga izquierda, cuyo puño mira con frecuencia mientras habla. Su corbata de lazo, anticuada y mal hecha, completa una imagen un tanto impresionista y vaga que juraría uno haber visto hace mucho tiempo.

ERASMO ¿Qué es esto?

PORTERO Es el salón.

ERASMO Eso parece, en efecto. ¿Y allá? (Señala la terraza.)

PORTERO Una terraza.

ERASMO También lo parece. Pero ¿allá, más lejos?

PORTERO El jardín. Erasmo se acerca a la terraza y mira hacia fuera. El Portero da señales de nerviosidad. Tose para hablar. Erasmo se vuelve.

ERASMO También, visto desde aquí, parece un jardín. (El Portero tose.) ¿Tiene usted tos?

PORTERO Ya que lo ha visto usted todo, caballero, será mejor que nos vayamos.

ERASMO Desearía ver primero el otro salón.

PORTERO Imposible.

ERASMO ¿Por qué?

PORTERO Porque comunica con las habitaciones privadas.

ERASMO (Mira su reloj.) Tengo entendido que me dijo usted que a estas horas no hay nadie aquí. Tenemos tiempo. (Se dirige a la puerta del centro.)

PORTERO Podría venir alguien. No me atrevo. (Tose.)

ERASMO (Sacando metódicamente una cartera y de ella un billete). Esto le curará la tos. Es una medicina infalible.

PORTERO (Tomando el billete). No debería yo… No debería… Erasmo empuja sencillamente la puerta de la pared divisoria y pasa al salón de la derecha. Mira en torno suyo. El Portero lo sigue después de mirar a todos lados.

ERASMO Esto parece un costurero.

PORTERO Lo es.

ERASMO ¿Esa puerta?

PORTERO Da a la recámara; después hay un baño y la recámara de la dama de compañía, al fondo del pasillo. Erasmo deposita su sombrero, su paraguas y su libro en el sillón, saca una libreta de notas y un lápiz y hace anotaciones mientras va preguntando.

ERASMO ¿Usted la ve a menudo?

PORTERO Muy poco, caballero. Claro que la he visto muchas veces, pero a distancia.

ERASMO ¿Y habla con usted?

PORTERO No. Nunca. Ayer nada menos…

ERASMO ¿Hay alguien con quien hable? ¿Podría yo hablar con esa persona?

PORTERO No. No lo creo. Quizás hable con la dama de compañía, o con el doctor. No sé. Pero sé que habla siempre. Ayer precisamente…

ERASMO No habla nunca, pero habla siempre. No entiendo.

PORTERO Es decir que ayer, por ejemplo…

ERASMO (Interrumpiéndolo otra vez.) ¿Por qué no acaba usted? ¿Quiere decir que ayer le dijo algo?

PORTERO No, pero…

ERASMO (Distraído otra vez.) ¿Hace alguna labor de costura?

PORTERO No, ella no, la dama de compañía. Pero ayer dijo algo. (Erasmo alza la cabeza.) Y es curioso, porque dijo la misma frase que le oí decir cuando vine aquí por primera vez, hace treinta años. (Erasmo espera.) Dijo: «¡Todo está tan oscuro!».

ERASMO ¿Qué hora era?

PORTERO Las diez de la mañana, caballero, y había más sol que hoy. Da dolor, usted comprende, es una enfermedad inventada por el diablo. Se lo dije a la dama de compañía: ¿Por qué le parece oscuro todo cuando hay tanto sol? Y ella se afligió mucho y me dijo: Sí, ayer precisamente pidió luces toda la mañana. Hubo que encender la luz eléctrica, pero ella misma prendió unas bujías…

ERASMO (Señalando.) ¿Éstas?

PORTERO (Asiente.)… y se las acercó a los ojos a tal grado que parecía que iba a quemárselos. Y siguió pidiendo luces toda la mañana.

ERASMO Extraño. Tiene ochenta y siete años, ¿verdad?

PORTERO No lo sé. Parece tener más de cien. ¿Se ha fijado usted, caballero, que los viejos nos encogemos primeramente, pero que, si seguimos viviendo, volvemos a crecer? Le pasó a mi abuelo, que murió a los ciento siete años y era tieso como un hueso. Le pasa a ella. No sé, pero da un gran dolor todo esto. (Se sobresalta como si hubiera oído algo.) Por favor, salgamos ya, caballero. Me hará usted sus preguntas afuera. Pueden venir…

ERASMO (Mirando en torno.) ¿Ningún retrato de su marido?

PORTERO No, no, no. Usted comprende. Desde aquella horrible desgracia no…

ERASMO ¿Sabe usted si habla de él a veces?

PORTERO No lo sé. Yo he oído decir que nunca. Se lo ruego, caballero, vayámonos.

ERASMO Me gustaría ver su alcoba.

PORTERO Oh, no, no. Es imposible, caballero. Por favor. Me siento como si estuviera cometiendo un crimen, una deslealtad.

ERASMO (Interesado.) ¿Siente usted eso? ¿Por qué?

PORTERO Si alguien se enterara de que lo he hecho entrar a usted aquí, ¡a un mexicano! (Desesperado.) No me perdonaré nunca. ¿Por qué ha venido usted aquí?

ERASMO Ya se lo he dicho. Soy historiador, he querido ver este lugar histórico, esta tumba; pero no por pura curiosidad, sino porque era necesario para el libro que preparo.

PORTERO No me perdonaré nunca. Erasmo saca filosóficamente otro billete de su cartera, pero el Portero lo rechaza con dignidad. Cobrando valor, saca de su bolsa dos o tres billetes más, y los devuelve a Erasmo, que rehúsa. Por favor, tómelos, para que pueda yo perdonarme. Y ojalá Dios y ella me perdonen también. Erasmo recoge su paraguas, su sombrero y su libro. ¿No hablará usted mal de ella, por lo menos, en ese libro? ¡Dígame! ¿No hablará mal de ella?

ERASMO Yo soy historiador, amigo. La historia no habla mal de nadie, a menos que se trate de alguien malo. Esta mujer era una ambiciosa, causó la muerte de su esposo y acarreó muchas enormes desgracias. Era orgullosa y mala.

PORTERO (Ofendido.) Tendrá usted que irse en seguida.

ERASMO (Mirándose la manga.) Me gustaría hablar con ella, hacerle preguntas; pero está peor que muerta. (Con súbita decisión.) Hablaré con ella.

PORTERO Señor, me echarán de aquí. Soy un viejo. (Transición.) Un viejo imbécil y desleal.

ERASMO Ayudará usted a la historia, habrá hecho un servicio al mundo civilizado, mejor que su gobierno, que me negó el permiso. Le prometo que nadie se enterará de que usted me hizo entrar. Déjeme aquí.

PORTERO Eso nunca, señor. Prefiero que me despidan, prefiero morirme.

ERASMO ¿La quiere usted?

PORTERO No es más que una anciana mayor que yo, pero la quiero como a nadie. Y usted me engañó. Primero me dijo que la admiraba mucho, y ahora la llama ambiciosa y mala.

ERASMO La admiro. ¿Cómo no admirarla si todavía hay un hombre que quiere morir por ella cuando es ya nonagenaria? Tengo que hablarle, no tiene remedio.

PORTERO Señor, por Dios vivo, váyase de aquí. Erasmo pasa tranquilamente al salón de la izquierda, deja su sombrero y su paraguas, se instala en un sillón y abre su libro.

PORTERO (Que lo ha seguido.) En ese caso llamaré a la guardia.

ERASMO Y entonces pasará usted por un desleal, por un traidor. Lo echarán ignominiosamente a prisión. Váyase de aquí y déjeme.

PORTERO No, señor. Correré todos los riesgos, pero usted saldrá de aquí. Se prepara al ataque. En este momento se oye, detrás de la segunda puerta izquierda, un ruido de pasos.

LA VOZ DE LA DAMA DE COMPAÑÍA Si Vuestra Majestad quiere esperar aquí, yo lo traeré. Erasmo alza un rostro transfigurado por la expectación. El Portero junta las manos. Erasmo se levanta y los dos salen rápida y sigilosamente por la terraza. Casi en seguida, la Dama de compañía, mujer de aspecto distinguido y de unos cincuenta años, entra en el salón, busca en la mesa, luego pasa al salón de la derecha y sigue buscando algo, sin encontrarlo. Entre tanto entra en el salón izquierdo Carlota Amalia. Es alta, delgada y derecha. Viste un traje de color pardo y lleva descubierta la magnífica cabellera blanca en un peinado muy alto. No habla. Va lentamente al sillón donde estuvo sentado Erasmo, apoyándose en un alto bastón con cordones de seda. Mira el sillón y recoge de él el libro olvidado por Erasmo. Sonríe, toma el libro y abre varias veces la boca sin emitir sonido alguno. Se sienta con el libro en la mano. La Dama de compañía regresa.

DAMA DE COMPAÑÍA Vuestra Majestad debe de haberlo dejado en el jardín. (Carlota no contesta. En su mano descarnada levanta el libro y sonríe. La Dama de compañía lo toma.) ¿No prefiere Vuestra Majestad leer en el costurero? ¡Hay tanto sol aquí! Carlota mueve negativamente la cabeza. La Dama de compañía se dirige al otro sillón, lo acerca un poco y se instala, abriendo el libro. En seguida levanta la cabeza, extrañada.

DAMA DE COMPAÑÍA ¿Qué libro es éste? (Lee trabajosamente.) Historia de México.

CARLOTA (Muy bajo.) México… (Sube la voz.) México… (Colérica de pronto.) ¡México!

DAMA DE COMPAÑÍA (Levantándose.) Aseguro a Vuestra Majestad que no entiendo…

CARLOTA Luces, ¡pronto! ¡Luces! La Dama de compañía mueve la cabeza con azoro. El sol entra a raudales. ¡Tan oscuro, tan oscuro! ¡Luces! La Dama de compañía corre a la puerta de la terraza y deja caer las cortinas. Pasa rápidamente al costurero, busca cerillos en una bolsa de costura, corre las cortinas del balcón, enciende las velas de un candelabro y pasa al salón izquierda. Deposita el candelabro cerca de Carlota, sobre la mesa.

CARLOTA ¡Luces! La Dama de compañía sale precipitadamente por la segunda puerta izquierda. Carlota se levanta y se acerca a la mesa apoyándose en su bastón. Alza su mano libre y la pasa cerca de las llamas de los velones, mirándolos, como fascinada. Deja caer el bastón y aproxima sus dos manos a las velas, como acariciando las llamas. De pronto algo parece resonar en su memoria. Busca el libro dejado por la Dama de compañía sobre la mesa, lo acerca a las luces y lo abre.

CARLOTA (Leyendo.) Historia de México. (Repite muy bajo.) México… México… De pronto se lleva la mano a la boca con un gesto de horror. Sus ojos se dilatan. Hace un terrible esfuerzo, echando la cabeza hacia atrás. Al fin puede articular y lanza un grito horrendo y desgarrado.

CARLOTA ¡Max! Se tambalea y, falta de apoyo, cae. Su mano levantada derriba el candelabro. Un hombre entra. Es de edad madura y usa una levita de la preguerra. Tras él viene la Dama de compañía. Una ojeada basta al hombre para comprender la situación. Se acerca a Carlota, arrodillándose, y le toma el pulso.

DAMA DE COMPAÑÍA (Viendo a Carlota tirada en el suelo.) ¡Majestad!

DOCTOR Deme usted pronto el aceite alcanforado, la jeringa hipodérmica, el alcohol, el algodón. La Dama de compañía va rápidamente al salón derecha y desaparece por la puerta de la derecha. Entre tanto, el Doctor levanta el candelabro y reenciende las velas. Ve el libro, lo abre y mira con extrañeza al aire. La Dama de compañía regresa con los objetos pedidos.

DOCTOR Ayúdeme usted a levantar a Su Majestad. Entre los dos acomodan el cuerpo de Carlota en un sillón, detrás de la mesa, hablando siempre. ¿Qué fue exactamente lo que ocurrió?

DAMA DE COMPAÑÍA Su Majestad me ordenó que le leyera la historia de Bélgica. En realidad nunca atiende a la lectura, pero usted me ha dado órdenes de no contradecirla, doctor. Metódicamente, el Doctor pone a hervir la jeringa. Mientras lo hace, y mientras el agua hierve, sigue el diálogo.

DOCTOR ¿Y luego?

DAMA DE COMPAÑÍA Busqué el libro, pero Su Majestad debe de haberlo olvidado o escondido en el jardín, como hace a veces. Pasé al salón de al lado, y cuando volví ella tenía este libro en las manos. Lo tomé, pensando que era el otro, y resultó ser algo de México…

DOCTOR (Preparando la ampolleta para cargar la jeringa.) ¿Y cómo vino a dar aquí ese libro?

DAMA DE COMPAÑÍA No lo sé. Entonces gritó México tres veces. Parecía enfadada. Y pidió luces, a pesar del sol. Como usted me lo ordenó, corrí las cortinas y encendí estas bujías.

DOCTOR (Procediendo a cargar la jeringa.) ¿Oyó usted el grito de Su Majestad cuando llegábamos?

DAMA DE COMPAÑÍA Sí, doctor. ¡Me asustó tanto!

DOCTOR ¿Qué fue lo que gritó?

DAMA DE COMPAÑÍA Me pareció que gritaba: ¡Max! Pero es imposible. No ha pronunciado ese nombre en los veinte años que llevo cuidándola. Nunca. Probablemente oí mal.

DOCTOR Yo oí lo mismo. Probablemente también oí mal. Tenga usted la bondad de ayudarme. Los dos cubren a Carlota y el médico aplica la inyección. Callan. El Doctor vuelve a tomar el pulso de la emperatriz.

DAMA DE COMPAÑÍA (Recogiendo los objetos de la mesa.) ¿Vive, doctor, vive?

DOCTOR Vive. Quizás éste sea el último ataque, la crisis definitiva. Toda resistencia tiene un límite. Me pregunto quién puede haber traído aquí ese libro. Volviéndose a mirar a Carlota una vez más, la Dama de compañía cruza el salón derecha, sale por el fondo, llevando los objetos, y vuelve un instante después. Los dos observan atentamente a Carlota. La Dama de compañía cruza las manos y baja la cabeza, como si rezara. El Doctor espera con intensidad. Carlota hace uno, dos, tres movimientos como de pájaro. Abre los ojos y se incorpora lentamente.

CARLOTA Más luces. La Dama de compañía pasa al salón derecha y regresa con otro candelabro. El Doctor la ayuda a encender los velones. Carlota mira en torno, se yergue. A la luz de las velas sus cabellos blancos parecen resplandecer.

CARLOTA Eso es, claro. ¡Todo está claro ahora!

DAMA DE COMPAÑÍA ¿Se siente mejor Vuestra Majestad?

CARLOTA Haced decir a Su Majestad que debo verlo en seguida. En seguida.

DAMA DE COMPAÑÍA ¿A Su Majestad el Rey de…? El Doctor la hace callar con un signo negativo.

CARLOTA Haced decir a Su Majestad el Emperador que tengo que hablarle con urgencia. El Doctor hace una señal afirmativa.

DAMA DE COMPAÑÍA Sí, Majestad.

CARLOTA Esperad un instante. (Se lleva las manos a la frente.) ¿Por qué estoy fatigada? ¡Oh, claro! Ese viaje tan largo. Debo de estar espantosa. (Se toca los cabellos.) Haced decir a Su Majestad el Emperador que me vea dentro de media hora. (Mira su traje pardo.) Debo quitarme primero este horrible traje de viaje… peinarme un poco. Pero decidle que es importante que no hable con ninguno de los ministros hasta que me vea. Nadie debe saber que he regresado. Nadie. Se levanta. La Dama de compañía y el Doctor la ayudan.

CARLOTA Creí que no llegaría nunca. Quiero mi traje azul más reciente. La Dama de compañía mira con desaliento al Doctor, que le hace seña de seguir adelante. Carlota, hablando siempre, se dirige al salón derecha. El Doctor toma uno de los candelabros.

CARLOTA Por fortuna llego a tiempo. Ahora veremos. Decid a Su Majestad que… (Se detiene.) No, no; se lo diré yo misma. El traje azul estará bien. ¿Habéis desempacado ya todo?

DAMA DE COMPAÑÍA (Alentada por el doctor.) Sí, Majestad. Todo está listo.

CARLOTA Luces. Traed más luces. El Doctor entrega a la Dama de compañía el candelabro que lleva, pasa al salón izquierda y regresa con el otro.

CARLOTA Sobre todo, que nadie se entere de mi regreso más que el Emperador. Y que venga dentro de media hora. No tardaré más. Sólo mi traje azul y un retoque en el pelo. Y mis peinetas de carey con rubíes. Mi traje azul y mis cabellos. Me disgusta sentir así mis cabellos. Es la brisa del mar. (Sale.)

DAMA DE COMPAÑÍA Es espantoso, doctor. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué haremos?

DOCTOR ¿Se conservan algunos de los antiguos trajes de Su Majestad?

DAMA DE COMPAÑÍA Quedan dos o tres en su armario, todos ajados.

DOCTOR No importa, ojalá haya uno azul. ¿Tiene las peinetas?

DAMA DE COMPAÑÍA Sí, doctor. (Reflexiona.) Creo que hay un traje azul, precisamente.

DOCTOR Tanto mejor. Deje usted a Su Majestad al cuidado de una doncella. Que no se la contradiga en nada. Y en seguida haga usted avisar por teléfono a Su Majestad el Rey y a la familia real.

DAMA DE COMPAÑÍA (Conmovida.) ¿Acaso…?

DOCTOR Creo que Su Majestad la Emperatriz morirá pronto, señora.

DAMA DE COMPAÑÍA Pero… ¿ha recobrado la razón?

DOCTOR (Mirando las llamas de las velas.) Señora, la muerte se parece a la vida como la locura a la razón. Las llamas crecen mucho para apagarse. Haga usted lo que le he dicho. Yo veré si puedo hacer algo aún. Debo comunicarme con algunos colegas. La Dama de compañía sale por el fondo derecha. El Doctor, después de reflexionar un momento, pasa al salón izquierda, deja el candelabro sobre la mesa y sale por la primera puerta izquierda. Al cabo de un momento, la Dama de compañía reaparece y sigue rápidamente el mismo camino del Doctor, dando indicios de mayor tristeza a pesar de su evidente premura. Un momento después el viejo Portero asoma por entre las cortinas de la terraza, mira en torno y hace una señal hacia afuera. Entra Erasmo Ramírez.

PORTERO Por fortuna no se han quedado. ¿Va usted a irse ahora, caballero?

ERASMO Vuelvo a suplicarle que me deje aquí.

PORTERO Sea usted humano, se lo ruego, sea usted…

ERASMO (Interrumpiéndolo.) ¿Por qué han corrido las cortinas, y qué quieren decir estas velas?

PORTERO No lo sé, señor, pero…

ERASMO Es curioso. Quizás ella ha vuelto a pedir luces. (Ve su libro de pronto.) ¡Ah, mi libro! (Lo toma. Mira al viejo Portero, que da muestras de abatimiento.) No se desespere, amigo. Si no quiere usted ayudarme no me quedará más remedio que renunciar a mi idea. Pero voy a explicarle una vez más lo que busco. Busco la verdad, para decirla al mundo entero. Busco la verdad sobre Carlota.

PORTERO Su Majestad la Emperatriz.

ERASMO (Suave y persuasivo.) En México la llamamos todos Carlota, no se ofenda usted. Es ya una anciana, una enferma. Puede morir de un día a otro, y nadie en el mundo podrá saber ya nada sobre ella. Quizás en lo que diga habrá algo, algo que me ayude en mi trabajo, que me ayude a entenderla mejor.

PORTERO Usted la odia, todos los mexicanos la odian. Es natural que la odien.

ERASMO La historia no odia, amigo; la historia ya ni siquiera juzga. La historia explica. Piense usted que he venido desde México para esto. Si usted no me ayuda, perderé mi esfuerzo y no tendré qué decir. Yo no creo, como todos en mi país, que Carlota haya muerto porque está loca. Creo que ha vivido hasta ahora para algo, que hay un objeto en el hecho de que haya sobrevivido sesenta años a su marido, y quiero saber cuál es ese objeto. Usted me dijo en el jardín que ha dedicado toda su vida a la Emperatriz; yo he dedicado toda mi vida a la historia, y las dos son lo mismo.

PORTERO (Persuadido a medias.) Puede hacerle daño, puede pasar algo terrible. No, ¡No puede ser! ¡Por favor!

ERASMO Piense que será usted, un servidor de este castillo, el que habrá ayudado a hacer la historia. Le prometo ponerlo en mi libro, cerca de la Emperatriz. Allí vivirán los dos hasta después de muertos, los dos: la emperatriz más orgullosa, el portero más humilde. Pero no voy a obligarlo. El Portero calla. Erasmo suspira, se encoge de hombros y se dirige a la primera puerta izquierda.

PORTERO ¿Es verdad todo eso? ¿Me dará usted un pequeño lugar, muy humilde, en su libro sobre la Emperatriz?

ERASMO Le prometo dedicarle mi libro. A usted, sí, a usted, ¿cómo se llama?

PORTERO Étienne… En ese momento se oye abrirse la puerta de la recámara. Erasmo y el Portero retroceden, adosándose a la pared, semi ocultándose en los pliegues de la cortina de la terraza. Carlota aparece vestida de azul, con un traje 1866, arrugado y marchito, pero de seda aún crujiente. Sus cabellos blancos, su máscara de vejez, realzan la majestad de su figura erguida. La precede una Doncella vieja con el otro candelabro. Carlota camina mirando al vacío. Al llegar a la puerta divisoria se detiene. Habla sin volverse.

CARLOTA Ved si avisaron a Su Majestad el Emperador que le aguardo aquí. Yo dije media hora, pero no ha pasado tanto tiempo. Sin embargo, parece que ha pasado mucho tiempo. ¿Y qué es el tiempo? ¿Dónde está el tiempo? ¿Dónde lo guardan? ¿Quién lo guarda? (Acaricia un poco su traje.) Mi traje azul. Parece que hace un siglo que no vestía yo de azul. Decid a Su Majestad que se dé prisa. Tengo que decirle que… ¿No recuerdo? Callad, indiscreta. Sí, recuerdo; pero sólo a él puedo decírselo. Por eso he callado durante todo el viaje, un viaje tan largo que parecía que no alcanzaría el tiempo para hacerlo. Pero el tiempo está guardado. Yo sé dónde está el tiempo. Pero no puedo decirlo. Sólo a Su Majestad el Emperador. Decidle que venga pronto. Id, id ya. La Doncella, instruida sin duda por la Dama de compañía, se inclina y desaparece por la puerta del fondo. Carlota pasa al salón izquierda. Se acerca al candelabro, lo mira y pasa su mano por entre las llamas de los velones.

CARLOTA (Como cantando.) Max, Max, Max. El tiempo está en el mar, naturalmente. No cabría en otra parte. Lo descubrí al hacer el viaje de regreso. Me di cuenta de que no teníamos nada más. Pero tenemos mucho. Con eso triunfaremos. ¿Estás aquí, Max? (Se vuelve.) ¿Quién ha corrido estas cortinas? (Con creciente imperio.) Vamos ya. Decid a Su Majestad que se dé prisa. Tenemos mucho tiempo, pero no debemos perder un minuto. ¿Quién ha corrido estas cortinas? ¡Descorredlas en seguida! Las descorre apenas, y al hacerlo deja al descubierto la figura del viejo Portero, que se inclina desconsolado.

PORTERO Señora…

CARLOTA ¿Habéis avisado a Su Majestad? ¿Vendrá pronto? Id a llamarlo otra vez. Decidle que… No. Sólo puedo decírselo a él. Pero está claro. Ése es el secreto de todo. Con eso triunfaremos. Abre las cortinas por el centro, sin objeto aparente, sin mirar siquiera, y deja al descubierto la figura desconcertada, pero inmóvil, solemne y respetuosa de Erasmo Ramírez.

CARLOTA ¿Sois vos? ¿Hace mucho que estáis aquí?

PORTERO ¡Perdón, señora! ¡Perdón, Majestad!

CARLOTA (Al Portero.) Debisteis avisarme antes. (A Erasmo.) Pasad, señor y sentaos. (Le tiende la mano. Erasmo, vencido, la toca con la punta de los dedos. Al Portero.) ¡Id pronto! Decid a Su Majestad que tenía yo razón. (El Portero, petrificado, duda.) Vamos, ¡id ya de una vez! No me gusta mandar dos veces la misma cosa. Decid al Emperador Maximiliano que lo esperamos aquí. ¿Entendéis? Que lo esperamos. Levanta la mano con tal imperio, que el Portero obedece y sale por la terraza. Erasmo ha permanecido inmóvil, de pie, como fascinado por la figura de la emperatriz.

CARLOTA Sentaos.

ERASMO Señora…

CARLOTA Sentaos, os lo ruego. Yo no puedo sentarme. Tengo demasiada energía para sentarme. No me sentaré mientras no venga el Emperador. Siempre digno y respetuoso, Erasmo se sienta en uno de los dos sillones. Sigue mirando a Carlota y espera.

CARLOTA (De pie frente a él.) Yo sabía que vendríais, que no podíais desoír mi mensaje. Lo sabía todo el tiempo mientras venía en ese barco tan largo. Y oía todo el tiempo las palabras de Max en mis oídos. «Es un hombre honrado, es un hombre honrado», me decía. Ese barco tan largo. Sois vos, claro, sois vos. Nadie quería oírme, nadie quería creerme. Pero sois vos. Ya lo sabía. Yo sabía que vendríais. (Pausa. Luego, con el tono de quien confiere una alta distinción.) Os lo agradezco tanto, señor Juárez. Erasmo se levanta, electrizado pero siempre solemne y se inclina. Se apagan las luces y se corre la cortina parcial en el salón de la derecha.

CARLOTA Sentaos. Me sentaré yo también. Es curioso, señor, siempre que oía vuestro nombre, siempre que pensaba en vos, me parecía sentir que os detestaba, que os odiaba. Oí vuestro nombre cuando veníamos de Veracruz a México en una diligencia. Una voz gritó desde un lado del camino: «¡Viva Juárez!» Un camino tan largo. Y me pareció desde entonces que os odiaba. Pero ahora os veo aquí, frente a mí, y sé que no es verdad. Yo no os odio, nunca os he odiado. Es curioso: nadie me inspira confianza ya, nadie, parece que hace mucho tiempo. ¿Qué es el tiempo? Pero vos me inspiráis confianza. Debo decíroslo antes de que venga Max, debo decíroslo todo.

ERASMO (En su papel de historiador, pero siempre solemne y respetuoso.) Señora, ¿por qué fueron ustedes a México?

CARLOTA Estoy segura de que vos podréis entenderme. Debo decíroslo, señor Juárez. Parece haber pasado tanto tiempo. No, no es eso, no. (Se levanta y toma el candelabro, acercándolo al rostro de Erasmo.) Yo se lo expliqué todo a Max, se lo expliqué aquella noche en Miramar. Aquella noche. Echa a andar, con el candelabro en la mano, hacia la puerta divisoria. Cuando va a trasponerla se apaga la luz en el salón izquierda, sobre la figura inmóvil de Erasmo, y se corre la cortina parcial un momento después. No hay interrupción entre las escenas.

Escena II

Se ilumina el salón de la derecha con la luz de los velones; pero quien tiene ahora el candelabro es Maximiliano, envuelto en una bata de época. Deposita el candelabro sobre una mesilla. El salón derecha está convertido en la recámara de Carlota. Se ve una parte del gran lecho y un tocador al fondo. La iluminación baja debe completar la ilusión de ambiente. Maximiliano parece pensativo. Un instante después entra Carlota por el fondo, envuelta en un peinador. Es joven ahora, como en 1864, y, despojada de la peluca blanca, lleva sueltos sus cabellos, que peinará ante el tocador durante la primera parte del diálogo.

CARLOTA (Sorprendida.) ¡Max!

MAXIMILIANO Quiero hablar contigo. Estoy preocupado, Carlota.

CARLOTA ¡Es tan tarde, querido! Estaré hecha un horror en la ceremonia de mañana.

MAXIMILIANO Tú siempre estarás bien y siempre serás bella. Es tu privilegio. La princesa más bella de Europa.

CARLOTA Y el archiduque más hermoso.

MAXIMILIANO Deja tus cabellos un momento, querida, escúchame.

CARLOTA Tengo que peinarme.

MAXIMILIANO He venido a pedirte una cosa, quizás sea demasiado pedir. (Ella espera, mientras se peina.) He venido a pedirte que sigas siendo la princesa más bella de Europa.

CARLOTA (Volviéndose a mirarlo.) Y tú, ¿qué serás entonces?

MAXIMILIANO Un archiduque cualquiera, tan feliz a tu lado como un cualquiera que no fuera siquiera archiduque.

CARLOTA (Dejando sus cepillos.) Max, no hablas en serio. Mañana vas a aceptar la corona. ¿Qué ocurre? (Se acerca a él.)

MAXIMILIANO He pensado si tenemos derecho a… si tengo derecho a arrastrarte a una aventura semejante, a destruir nuestra felicidad.

CARLOTA (Muy lenta.) ¿Eres feliz tú, Max?

MAXIMILIANO Más que en toda mi vida. Te tengo a ti, tenemos este castillo, una vida tranquila para amar, para escribir y leer, para ver el mar. He pensado que podríamos emprender viajes, ahora que hay nuevas rutas, nuevos medios de transporte, ver el Oriente. ¡Hay tantas cosas en la naturaleza sola, amor mío, que no alcanzaría la vida para verlas! ¿Qué más queremos?

CARLOTA ¿Te has preguntado si soy feliz yo, Max?

MAXIMILIANO (Después de una pausa.) Creía que lo eras. Perdóname, soy un egoísta.

CARLOTA (Cerca de él.) Eres un niño bueno. Yo no soy feliz, Max. No soy feliz aquí encerrada. Si tuviéramos hijos me dejaría engordar como las princesas alemanas, y dedicaría mi vida a cuidarlos con la esperanza de que alguno de ellos llegara a reinar un día en Bélgica o en Austria, por un azar cualquiera. Creo que haría calceta y política, y si tuviera una hija la casaría con un monarca poderoso. Pero ¿puedo alimentar esa esperanza? ¿Qué nos detiene, Max? No tenemos nada que nos encadene a Europa. Allá seríamos emperadores.

MAXIMILIANO (Paseando un poco.) A mí me detienes tú, Carlota; tu amor, tu felicidad, tu tranquilidad. Nacimos tarde para los tronos, y llegará un día en que los tronos se acaben. Entonces los pobres príncipes serán felices, libres.

CARLOTA Nacimos tarde. ¿Y tú te resignas? No digas disparates, Max. Los tronos no se acabarán nunca, y es preferible que se sienten en ellos príncipes de sangre, educados para eso, que usurpadores o dictadores. ¿Qué somos aquí, Max? ¿Qué somos, te lo pregunto?

MAXIMILIANO Dos amantes. Todos los príncipes de Europa nos envidian.

CARLOTA No, Max; no, Max; no. Somos dos parias, dos mendigos dorados, dos miserables cosas sin destino. Tendrían que morir tu hermano y sus hijos para que pudieras reinar en Austria. Y eso si no sobrevivía tu madre.

MAXIMILIANO ¡Carlota!

CARLOTA Tendría que acabar toda mi dinastía para que tuviéramos una débil esperanza de reinar en Bélgica. Por ningún lado tenemos derechos ni esperanzas.

MAXIMILIANO ¿Por qué no confiar en la vida? A veces la vida nos trae sorpresas. Somos jóvenes, tenemos tiempo.

CARLOTA No, mi ciego adorado, no, ¡no tenemos tiempo! El poder sería nuestro tiempo, los hijos serían nuestro tiempo. No tenemos nada. ¿Y no es ésta, justamente, la sorpresa que nos trae la vida? ¿No crees que es nuestro destino que aparece al fin?

MAXIMILIANO Eres ambiciosa, amor mío. El poder no dura, no es más que una luz prestada por poco tiempo al hombre. Una luz que se apaga cuando el hombre trata de retenerla demasiado. Por eso se han acabado y se acabarán las dinastías. El poder sólo sigue siendo luz cuando pasa de una mano a otra, como las antorchas griegas y nosotros estamos fuera de la carrera.

CARLOTA ¿Estás ciego, Max? Mira en torno tuyo. Mira a Victoria, tan poderosa ya; mira a mi padre buscando colonias; mira como Italia y Alemania se unifican, para hacerse fuertes; mira a Napoleón, emperador. ¡Da risa! Si creyéramos a las malas lenguas, tú tendrías más derecho que él a ocupar el trono de Francia.

MAXIMILIANO ¡Carlota!

CARLOTA No te ofendas, amor mío. Se dice que el duque de Reichstadt fue tu padre.

MAXIMILIANO Carlota, te ruego que…

CARLOTA Si es que a nadie le importaría. Nuestras familias están llenas de esas cosas. Pero dime si no es irrisorio, mi Max, ¡irrisorio! Bonaparte emperador, y tú mendigo con uniforme y con medallas. ¡Eugenia, emperatriz! Una pequeña condesa española —ni siquiera es más bella que yo— emperatriz de los franceses. Y yo una mendiga cualquiera. ¿Tú sabes lo que piensa mi familia de mí? ¿Mi padre, mi hermano? ¡Pobre Carlota Amalia! De niña quería ser la reina siempre en todos los juegos y no es más que la reina de Miramar.

MAXIMILIANO La reina de Maximiliano.

CARLOTA La reina de Miramar, la reina de su casa, una pobre burguesa sin importancia. Y alrededor de nosotros se forjan los grandes imperios, Max, y todo se nos va de las manos, no tenemos raíces en Europa.

MAXIMILIANO ¿Las tenemos acaso en América?

CARLOTA No, ya lo sé, no las tenemos, no; pero entonces no te das cuenta de lo maravilloso de eso mismo. En la tierra de Europa no hay savia para nuestras raíces, Max; en México, la tierra es nueva y nos absorberá. En México conquistaríamos como en los siglos más valientes. ¡Comprende!

MAXIMILIANO No, Carlota. Yo conozco la naturaleza, la he observado, la he estudiado. No es posible trasplantar ciertas raíces. Si fuéramos a México como conquistadores, tendríamos que regar nuestras raíces con sangre, y yo no nací para derramar la sangre de los hombres.

CARLOTA Eres débil, tan débil como el duque de Reichstadt.

MAXIMILIANO ¡Carlota, por favor! ¿Estás loca?

CARLOTA Débil como Hamlet. ¿Te vas a pasar la vida esperando a que las gentes acaben de orar, o de comer, para decidirte? ¿Vas a esperar hasta que una flor muera para atreverte a cortarla? Eres débil, Max, débil, ¡débil!

MAXIMILIANO (Levantándose.) Basta, Carlota. Me creo más fuerte que tú, que te dejas arrastrar por la ambición; me creo más fuerte que Napoleón, porque tengo escrúpulos; porque es más fuerte el que se abstiene que el que se rinde; porque hay a veces más valor en no hacer ciertas cosas que en hacerlas; porque se necesita ser muy fuerte para no delinquir. Lo que tú llamas mi debilidad es mi fuerza. Y no cortaré la flor viva, si tú quieres, porque no tengo derecho a cometer la cobardía de privarla de la vida.

CARLOTA ¡Sofisma todo, Max, sofisma, mentira! Maximiliano hace ademán de salir. Carlota cambia de actitud de pronto. Se sienta, como vencida, en la cama. Habla con una voz quebrada,

CARLOTA Max, no te vayas, Él se vuelve, se inclina sobre ella y le pasa las manos por los cabellos. Ella toma sus manos, se las lleva al rostro, las besa y lo hace sentar a su lado.

MAXIMILIANO Pobrecita mía, ¿no te das cuenta de que todo es un sueño?

CARLOTA Por eso lo creía posible, Max. Por increíble, por maravilloso. ¿No hablabas de un viaje por Oriente? ¿Crees que podría ser más maravilloso que un imperio? Además, es el destino, ni tú ni yo lo buscamos. Los mexicanos vinieron solos, cayeron de las nubes. Es algo más milagroso que el reinado de Victoria; es el único cuento de hadas de este siglo. Conquistar, gobernar una tierra nueva, un imperio de oro y plata…

MAXIMILIANO Despierta, Carlota, por favor. Tengo la idea muy clara de que los mexicanos no cayeron del cielo. Napoleón los mandó a nosotros con algún fin tortuoso y sórdido como él. Es cierto que yo lo admiro; pero esta noche he sentido crecer en mí una gran desconfianza. ¿No invadió a México en 62? ¿Nos dejaría reinar acaso? ¿No intentará reinar sobre nosotros y conseguir beneficios para Francia? Es un mal hombre.

CARLOTA ¿Y qué importa eso? Lo venceríamos. ¿No eres bueno tú, no dices que el bien es más fuerte que el mal? ¿No te sientes capaz de reinar con justicia? Te llaman, te quieren más que a mí, querido mío. Por algo es. ¿Qué has esperado entonces todo este tiempo de tu vida si no eso? Cuando veías a tu alrededor el mal y la injusticia de nuestros primos y de nuestros hermanos, los monarcas de esta Europa podrida para nosotros, ¿no sentías el deseo, la esperanza de gobernar bien, de hacer justicia?

MAXIMILIANO Es cierto, pero era un sueño. ¿Quién sabe en México de mí, pobre archiduque segundón de una familia tan vieja que su vejez me infunde miedo? ¿Quién puede quererme allá?

CARLOTA Tu destino. ¿No te han dado pruebas los mexicanos? ¿No te han mostrado los documentos del plebiscito que te llama?

MAXIMILIANO Nombres desconocidos todos, de seres de otra raza, de otro clima, de otro paisaje, ¿qué pueden esperar de mí?

CARLOTA (Levantándose.) Esperan amor y justicia, creen en el sol de la sangre y del rango. Me he informado, Max, tú lo sabes; he aprendido el español al mismo tiempo que tú, he leído mil cosas sobre México. Es el país del sol y tú te parece al sol. Te lo dije siempre, y siempre deseé que el príncipe que me desposara se pareciera al sol como tú.

MAXIMILIANO Un país rico de gentes pobres, de mendigos sentados sobre montañas de oro. Una lista de nombres desconocidos para mí como yo lo soy para ellos. Pudieron firmar todos con cruces y sería lo mismo. Cruces. El nombre mismo del país tiene una X que es una cruz.

CARLOTA Quiere decir que allí se cruza todo, ¿no lo ves? Nuestra sangre y la de ellos.

MAXIMILIANO Es verdad, Carlota, ¡es verdad! Todo se cruza allí. Las viejas pirámides mayas y toltecas y la cruz cristiana; los sexos de las mujeres nativas y de los conquistadores españoles; las ideas de Europa y la juventud de la tierra. Todo puede hacerse allí, ¿no crees que todo puede hacerse?

CARLOTA Todo puedes hacerlo tú, Max.

MAXIMILIANO (Levantándose.) Un imperio en el que cada quien haga lo que debe hacer.

CARLOTA Esto es una democracia, Max.

MAXIMILIANO Ahora ya sabes mi secreto. Lo que no he podido hacer en Europa: ni en Venecia, ni en Austria, sobre todo, quisiera hacerlo en México, y quizá solamente por eso voy, y por ti, mi mendiga, mi reina. Pero no será una corona de juego, Carlota. Habrá otras cosas, habrá lágrimas tal vez. ¿Serás feliz así?

CARLOTA ¿Lo preguntas?

MAXIMILIANO. «Todo puedo hacerlo yo». ¿Qué podría yo hacer sin ti, que eres mi voluntad y mi sangre y mi fuerza?

CARLOTA No digas eso, Max, no digas eso. Tu fuerza es tu bondad, yo soy tu esclava.

MAXIMILIANO Me pregunto si no nos odiarán, si no nos sentirán intrusos hasta el odio.

CARLOTA (Volviendo a sentarse.) ¿Tú crees que pueden odiar el sol en parte alguna? Nos admirarán, los deslumbraremos, son una raza mixta, inferior…

MAXIMILIANO No digas eso. No hay razas inferiores. El hombre está hecho a semejanza de Dios: ¿cómo podría una semejanza de Dios ser más baja que otra? No digas nunca eso. Si vamos, iremos con amor.

CARLOTA (Sintiéndolo ya vencido.) Tú pondrás el amor, Max.

MAXIMILIANO Los dos, Carlota. Ésa es la condición. Además, sé que tú los amarás.

CARLOTA Los dos. Callan un momento. Las llamas de los velones consumidos a medias se agigantan. Carlota se reclina en un cojín, con los ojos en lo alto. Maximiliano se arrodilla al pie del lecho, descansando la cabeza en el regazo de Carlota.

CARLOTA (A media voz, como quien arrulla a un niño.) Maximiliano emperador… Maximiliano emperador…

MAXIMILIANO (Con la voz soñolienta.) Es un sueño, Carla.

CARLOTA Por eso es verdad, Max. ¿Quieres apagar esas luces? Bajo la mirada de Carlota, Maximiliano apaga las bujías, una a una.

CARLOTA (En la oscuridad.) Ven, Max. Aquí estoy.

OSCURO

Escena III

En la oscuridad se escucha la voz de Carlota, vieja.

LA VOZ DE CARLOTA Nuestra primera noche en México, ya acostada, en mi alcoba, sentí un deseo imperioso de ver a Max. Me acerqué a la puerta de comunicación. Oí voces, y esperé hasta que las voces se apagaron. Una como procesión de sombras, guiada por la luz de las velas encendidas, pasa de derecha a izquierda. Se ilumina la escena al entrar en el salón de la izquierda primero, un lacayo con el candelabro; detrás Maximiliano, detrás Miramón y Lacunza. Otras figuras confusas quedan atrás.

MAXIMILIANO Buenas noches, señores. El lacayo sale, las sombras pasan del centro a la derecha y desaparecen. Se corre el telón parcial sobre el salón de la derecha. Miramón y Lacunza se inclinan para salir.

MAXIMILIANO No, quedaos, general Miramón. Quedaos, señor Lacunza. Los dos se inclinan.

MIRAMÓN Su Majestad debe de estar muy fatigado. Mañana habrá tantas ceremonias que…

MAXIMILIANO No sé bien por qué, general, pero sois la única persona, con Lacunza, que me inspira confianza para preguntarle ciertas cosas. Ya sé que sois leal, otros lo son también; pero nunca les preguntaría yo esto. (Miramón espera en silencio.) Será porque sois europeo de origen como yo. Bearnés, es decir, franco. Habéis sido presidente de México, ¿no es verdad?

MIRAMÓN Dos veces, sire.

MAXIMILIANO ¿Y eso no os impidió llamarme a México para gobernar?

MIRAMÓN No, Majestad.

MAXIMILIANO ¿Por qué? (Pausa.) Os pregunto por qué.

MIRAMÓN Pensaba cuál podría ser mi respuesta sincera, sire. Nunca pensé en eso. Hay motivos políticos en la superficie, claro.

MAXIMILIANO ¿Aceptasteis la idea de un príncipe extranjero sólo por odio a Juárez?

MIRAMÓN No, sire.

MAXIMILIANO ¿Entonces?

MIRAMÓN Perdone Vuestra Majestad, pero todo se debe a un sueño que tuve.

MAXIMILIANO ¿Podéis contármelo?

MIRAMÓN No sé cómo ocurrió, sire, pero vi que la pirámide había cubierto a la iglesia. Era una pirámide oscura, color de indio. Y vi que el indio había tomado el lugar del blanco. Unos barcos se alejaban por el mar, al fondo de mi sueño, y entonces la pirámide crecía hasta llenar todo el horizonte y cortar toda comunicación con el mar. Yo sabía que iba en uno de los barcos; pero también sabía que me había quedado en tierra, atrás de la pirámide, y que la pirámide me separaba ahora de mí mismo.

MAXIMILIANO Es un sueño extraño, general. ¿Podéis descifrar su significado?

MIRAMÓN Me pareció ver en este sueño, cuando desperté, el destino mismo de México, señor. Si la pirámide acababa con la iglesia, si el indio acababa con el blanco, si México se aislaba de la influencia de Europa, se perdería para siempre. Sería la vuelta a la oscuridad, destruyendo cosas que ya se han incorporado a la tierra de México, que son tan mexicanas como la pirámide, hombres blancos que somos tan mexicanos como el indio, o más. Acabar con eso sería acabar con una parte de México. Pensé en las luchas intestinas que sufrimos desde Iturbide; en la desconfianza que los mexicanos han tenido siempre hacia el gobernante mexicano; en la traición de Santa-Anna, en el tratado Ocampo-McLane y en Antón Lizardo. En la posibilidad de que, cuando no quedara aquí piedra sobre piedra de la iglesia católica, cuando no quedara ya un solo blanco vivo, los Estados Unidos echaran abajo la pirámide y acabaran con los indios. Y pensé que sólo un gobernante europeo, que sólo un gobierno monárquico ligaría el destino de México al de Europa, traería el progreso de Europa a México, y nos salvaría de la amenaza del Norte y de la caída en la oscuridad primitiva.

MAXIMILIANO (Pensativo.) ¿Y piensan muchos mexicanos como vos, general?

MIRAMÓN No lo sé, Majestad. Yo diría que sí.

LACUNZA Todos los blancos, Majestad.

MIRAMÓN Tomás Mejía es indio puro y está con nosotros. Maximiliano pasea un poco.

MAXIMILIANO Quiero saber quién es Juárez. Decídmelo. Sé que es doctor en leyes, que ha legislado, que es masón como yo; que cuando era pequeño fue salvado de las aguas como Moisés. Y siento dentro de mí que ama a México. Pero no sé más. ¿Es popular? ¿Lo ama el pueblo? Quiero la verdad.

MIRAMÓN Señor, el pueblo es católico, y Juárez persigue y empobrece a la Iglesia.

LACUNZA Señor, el pueblo odia al americano del norte, y Juárez es amigo de Lincoln.

MIRAMÓN Juárez ha vendido la tierra de México, señor, y el pueblo, además, ama a los gobernantes que brillan en lo alto. Juárez está demasiado cerca de él y es demasiado opaco. Se parece demasiado al pueblo. Ése es un defecto que el pueblo no perdona.

LACUNZA Señor, el pueblo no quiere ya gobernantes de un día, y Juárez buscaba la república.

MIRAMÓN El mexicano no es republicano en el fondo, señor. Su experiencia le enseña que la república es informe.

LACUNZA El mexicano sabe que los reyes subsisten en Europa, conoce la duración política de España, y aquí, en menos de medio siglo, ha visto desbaratarse cuarenta gobiernos sucesivos.

MAXIMILIANO Iturbide quiso fundar un imperio.

MIRAMÓN Se parecía demasiado a España, señor, y estaba muy cerca de ella. Por eso cayó.

MAXIMILIANO Decidme una cosa: ¿odia el pueblo a Juárez, entonces? Los mira alternativamente. Los dos callan. Comprendo. Juárez es mexicano. Pueden no quererlo, pero no lo odian. Pero entonces el pueblo me odiará a mí.

MIRAMÓN Nunca, señor.

LACUNZA El pueblo ama a Vuestra Majestad.

MAXIMILIANO ¿Me ama a mí y ama a Juárez? Eso sería una solución, quizás: Juárez y yo juntos.

MIRAMÓN ¿Se juntan el agua y el aceite? El pueblo no os lo perdonaría nunca.

MAXIMILIANO Si el pueblo nos amara a los dos, ¿no sería posible ese milagro?

LACUNZA Nunca, señor.

MAXIMILIANO Pero vosotros sois mexicanos y me aceptáis y me reconocéis por vuestro emperador. Los que me buscaron en Miramar también lo eran. ¿Os alejaréis de mí si Juárez se acercara? (Los dos hombres callan.) Si el pueblo odia a los Estados Unidos del Norte, ¿cómo puede amar a Juárez? Comprendo bien: Juárez es mexicano. Pero si se acercara a mí, eso os apartaría. Luego entonces, vosotros, toda vuestra clase, que está conmigo, lo odia.

MIRAMÓN No lo odiamos, señor. No queremos que la pirámide gobierne, no queremos que muera la parte de México que somos nosotros, porque no sobramos, porque podemos hacer mucho.

MAXIMILIANO Como ellos.

MIRAMÓN Yo no odio a Juárez, señor. Lo mataría a la primera ocasión como se suprime una mala idea. Pero no lo odio.

MAXIMILIANO Pero lo mataríais. No me atrevo a comprender por qué. Decidme, ¿Por qué lo mataríais?

LACUNZA Porque Juárez es mexicano, Majestad.

MAXIMILIANO Ése era el fondo de mi pensamiento: la ley del clan. Adiós, señores. Los dos hombres se inclinan y van a salir.

MAXIMILIANO Me interesan mucho vuestros sueños, general Miramón. Si alguna vez soñáis algo sobre mí, no dejéis de contármelo, os lo ruego. Señor Lacunza, quiero leer mañana mismo las Leyes de Reforma, y escribir una carta a Juárez. Buscadme a Juárez. Lacunza y Miramón levantan la cabeza con asombro. Maximiliano los despide con una señal, y salen después de inclinarse. Solo, Maximiliano pasea un momento. Se oye, de pronto, llamar suavemente a la segunda puerta izquierda. Maximiliano va a abrir. Entra Carlota.

MAXIMILIANO ¡Tú!

CARLOTA No podría dormir hoy sin verte antes, amor mío. (En tono de broma.) ¿Vuestra Majestad Imperial está fatigada?

MAXIMILIANO Mi Majestad Imperial está molida. ¿Cómo está Vuestra Majestad Imperial?

CARLOTA Enamorada. Se toman de las manos, se sientan.

MAXIMILIANO ¿Satisfecha por fin?

CARLOTA Colmada. Tengo tantos planes, tantas cosas que te diré poco a poco para que las hagamos todas. Ya no hay sueños, Max, ya todo es real. Verás qué orden magnífico pondremos en este caos. Tendremos el imperio más rico, más poderoso del mundo.

MAXIMILIANO El más bello desde luego. Me obsesiona el recuerdo del paisaje. He viajado mucho, Carla, pero nunca vi cosa igual. Las cumbres de Maltrata me dejaron una huella profunda y viva. Sólo en México el abismo puede ser tan fascinante. Y el cielo es prodigioso. Se mete por los ojos y lo inunda a uno, y luego le sale por todos los poros, como si chorreara uno cielo.

CARLOTA Max, ¿recuerdas ese grito que oímos en el camino? Yo lo siento todavía como el golpe de un hacha en el cuello «¡Viva Juárez!» Por fortuna mataron al hombre, pero su voz me estrangula aún.

MAXIMILIANO (Levantándose.) ¿Qué dices? ¿Lo mataron?

CARLOTA Oí sonar un tiro a lo lejos.

MAXIMILIANO ¡No! ¡No es posible! Tendré que preguntar… Va a tirar de un grueso cordón de seda.

CARLOTA (Levantándose y deteniendo su brazo.) ¿Qué vas a hacer?

MAXIMILIANO A llamar, a esclarecer esto en seguida. ¡No, no, no! No es posible que nuestro paso haya dejado tan pronto una estela de sangre mexicana. ¡No!

CARLOTA (Llevándolo.) Ven aquí, Max, ven, siéntate. Quizás estoy equivocada, quizá no hubo ningún tiro, quizás el hombre escapó.

MAXIMILIANO ¡Carla! Se deja caer junto a ella, cubriéndose la cara con las manos.

CARLOTA ¿Si no hubiera escapado oiría yo su grito aún? Tienes razón, Max, no es posible. No puede haber pasado eso.

MAXIMILIANO No, ¡no puede haber pasado! Ella lo acaricia un poco; él se abandona. Pausa.

CARLOTA Max, escuché involuntariamente al principio, deliberadamente después tu conversación. ¿Para qué quieres escribir a Juárez?

MAXIMILIANO (Repuesto.) Éste es el país más extraordinario que he visto, Carlota. Ahora puedo confesarte que todo el tiempo, en el camino, al entrar en la ciudad, a cada instante sentí temor de un atentado contra nosotros. Hubiera sido lo normal en cualquier país de Europa. Pero he descubierto que aquí no somos nosotros quienes corremos peligro: son los mexicanos, es Juárez. Por eso quiero escribirle.

CARLOTA ¿Qué dices?

MAXIMILIANO Quiero salvar a Juárez, Carlota. Lo salvaré.

CARLOTA Max, olvida a ese hombre. No sé por qué, pero sé que lo odio, que será funesto para nosotros. Tengo miedo, Max.

MAXIMILIANO ¿Tú, tan valiente? ¿La princesa más valiente de Europa? ¿O conoces a otra que se atreviera a esta aventura? No, amor mío, no tengas miedo. Tú me ayudarás. Nosotros salvaremos a Juárez.

CARLOTA ¡Oh, basta, Max, basta! No he venido a hablar de política contigo, no quiero oír hablar nunca más de ese hambre. Olvidemos todo eso.

MAXIMILIANO Es parte de tu imperio.

CARLOTA Esta noche no quiero imperio alguno, Max. He sentido de pronto una horrible distancia entre nosotros. Estaremos juntos y separados en el trono y en las ceremonias y en los bailes; tendremos que decirnos vos, señor, señora. ¡Oh, Max, Max! Nunca ya podremos irnos juntos de la mano y perdernos por los jardines como dos prometidos o como dos amantes.

MAXIMILIANO ¡Mi Carlota, mi emperatriz!

CARLOTA No me llames así, Max. Carla, como antes. Dime, Max, ¿no podremos ser amantes ya nunca?

MAXIMILIANO ¿Y por qué no?

CARLOTA ¿No nos separará este imperio que yo he querido, que yo he buscado? ¿No tendré que arrepentirme un día de mi ambición? ¿No te perderé, Max?

MAXIMILIANO (Acariciándola.) ¡Loca!

CARLOTA No. ¿Acaso no vi cómo te miraban estas mexicanas de pies asquerosamente pequeños, pero de rostros lindos? Todas te miraban y te deseaban como al sol.

MAXIMILIANO ¿Me haces el honor de estar celosa? Por ti acepté el imperio, Carlota; pero ahora sólo por ti lo dejaría. Vayámonos ahora mismo, si tú quieres, como dos amantes. (Sonríe ampliamente.) Qué cara pondrían mañana los políticos y los cortesanos si encontraran nuestras alcobas vacías y ningún rastro de nosotros. ¡Cuántos planes, cuántas combinaciones, cuántas esperanzas no se vendrían abajo! ¡Sería tan divertido!

CARLOTA Si hablas en serio, Max, vayámonos. Te quiero más que al imperio. Me persigue todavía aquella horrible canción en italiano…

MAXIMILIANO (A media voz.) «Massimiliano non te fidare…».

CARLOTA No sigas, ¡por favor!

MAXIMILIANO (Mismo juego, soñando.) «Torna al castello de Miramare». (Reacciona.) No podemos volver, Carla. Tú tenías razón: nuestro destino está aquí.

CARLOTA Si tú quieres volver, no me importará dejarlo todo, Max.

MAXIMILIANO (Tomándole la cara y mirándola hasta el fondo de los ojos.) ¿Quieres volver tú, renunciar a tu imperio? Di la verdad.

CARLOTA No, Max. Hablemos con sensatez. Yo lo quería y lo tengo; es mi elemento, me moriría fuera de él. Pero soy mujer y no quiero perderte a ti tampoco. ¡Júrame…!

MAXIMILIANO ¿Desde cuándo no nos bastan nuestra palabra y nuestro silencio? Sólo los traidores juran. (La acaricia.) Hace una noche de maravilla, Carla. ¿Quieres que hagamos una cosa? (Ella lo mira.) El bosque me tiene fascinado. Chapultepec, lugar de chapulines. Quisiera ver un chapulín: tienen un nombre tan musical… (Se levanta, teniéndola por las manos.) Escapemos del imperio, Carlota.

CARLOTA ¿Qué dices?

MAXIMILIANO Como dos prometidos o como dos amantes. Vayamos a caminar por el bosque azteca cogidos de la mano. ¿Quieres? (La atrae hacia él y la hace levantar.)

CARLOTA ¡Vamos! (Se detiene.) Max…

MAXIMILIANO ¿Amor mío?

CARLOTA He estado pensando… No quiero perderte nunca de vista. ¿Sabes qué haremos ante todo? (Maximiliano la mira, teniendo siempre su mano.) Haremos una gran avenida, desde aquí hasta el palacio imperial.

MAXIMILIANO Es una bella idea; pero ¿para qué?

CARLOTA Yo podré seguirte entonces todo el tiempo, desde la terraza de Chapultepec, cuando vayas y cuando vuelvas. ¡Dime que sí!

MAXIMILIANO Mañana mismo la ordenaremos, Carla. Vamos al bosque ahora.

CARLOTA Con una condición: no hablaremos del imperio, te olvidarás para siempre de Juárez.

MAXIMILIANO No hablaremos del imperio. Pero yo salvaré a Juárez.

CARLOTA (Desembriagada.) Hasta mañana, Max.

MAXIMILIANO ¡Carlota! Espera.

CARLOTA ¿Para qué? Has roto el encanto. Yo pienso en ti y tú piensas en Juárez.

MAXIMILIANO No podemos separarnos así, amor mío. Vamos, te lo ruego. Le besa la mano; luego le rodea por la cintura con un brazo. Ella apoya su cabeza en el hombro de él. En la puerta de la terraza, Carlota habla.

CARLOTA Quizá sea la última vez. Salen. La puerta queda abierta. Un golpe de viento apaga los velones semi consumidos. Cae el

TELÓN

Acto II

Escena Primera

El telón se levanta sobre el salón derecha, mientras el de la izquierda permanece en la oscuridad. Maximiliano y Carlota descienden del trono. Bazaine está de pie, cerca de la puerta divisoria. Mejía, Blasio y Labastida componen otro grupo, a poca distancia del cual está, a la derecha, el Padre Fischer.

MAXIMILIANO He satisfecho al fin vuestro deseo, Mariscal. Tenéis el apoyo de ese decreto. Procurad serviros de él con moderación, os lo encarezco.

BAZAINE Vuestra Majestad sabe que el decreto era necesario. No es cuestión de regatear ahora.

CARLOTA Su Majestad el Emperador no es un mercader ni el Imperio de México es un mercado, señor Mariscal. Se os recomienda moderación, eso es todo.

BAZAINE Permitidme, señora, que pregunte a Su Majestad el Emperador por qué firmó el decreto si no estaba convencido de que no había medio mejor de acabar con la canalla. Mejía hace un movimiento. Maximiliano se vuelve a él y lo contiene con una señal.

MAXIMILIANO Ocurre, Mariscal, que esa canalla es parte de mi pueblo, al que vos parecéis despreciar.

BAZAINE ¿Quiere Vuestra Majestad que admire a gentes desharrapadas que se alimentan de maíz, de chile y de pulque? Yo pertenezco a una nación civilizada y superior, como Vuestras Majestades.

CARLOTA Es cosa que a veces podría ponerse en duda, señor Mariscal. ¿No casasteis con una mexicana?

BAZAINE Como mujer, aunque extraordinaria, Vuestra Majestad pierde de vista ciertas cosas, señora. Esta vez Mejía lleva la mano al puño de la espada y adelanta un paso.

MAXIMILIANO Basta, señor Mariscal. Todo lo que os pido es que conservéis mi recomendación en la memoria. Habláis de los alimentos del pueblo, pero olvidáis dos que son esenciales: el amor y la fe. Yo vine a traer esos alimentos al pueblo de México, no la muerte. (Se vuelve a Labastida.) Su Ilustrísima comparte mi opinión sin duda.

LABASTIDA Señor, Jesucristo mismo tuvo que blandir el látigo para arrojar del templo a los mercaderes. Vuestra Majestad ha sacrificado, por razones de Estado, a muchos conservadores leales, en cambio. Lo que es necesario es necesario.

BAZAINE Eso es lo que nos separa a los militares de las gentes de Iglesia: ellos hacen política, nosotros no. Ellos creen en el amor y en el látigo; nosotros creemos en el temor y en la muerte. Todo gobierno tiene dos caras, señor, y una de ellas es la muerte.

MAXIMILIANO No mi gobierno, señor Mariscal.

BAZAINE En ese caso, anule Vuestra Majestad su decreto. Yo dudo mucho que sin una garantía de seguridad por parte de vuestro gobierno consienta el Emperador Napoleón en dejar más tiempo a sus soldados en México.

CARLOTA ¿Pretendéis dar órdenes o amenazar a Su Majestad, señor Mariscal?

BAZAINE (Con impaciencia.) Lo que pretendo, señora, es que Su Majestad haga frente a la verdad de las cosas. Pero Su Majestad es un poeta y cree en el amor. Excusadme por hablar libremente: soy un soldado y no un cortesano. Como soldado, encuentro vergonzoso el pillaje del populacho, la amenaza de la emboscada contra mis soldados, que son como hijos míos, que son la flor de Francia: valientes y galantes. Me importa la vida de mis soldados, no la de los pelados de México.

MAXIMILIANO Os serviréis retiraros y esperar mis órdenes, señor Mariscal. Bazaine hace un altanero saludo.

MEJÍA (Temblando de cólera.) Si Vuestras Majestades me dan su graciosa venia para retirarme… Tiene los ojos en alto y la mano en la espada. Bazaine se vuelve a mirarlo. Todos comprenden la inminencia del choque.

MAXIMILIANO Quedaos, general, os lo ruego. (Mejía hace un movimiento.) Os lo mando. Pero la tensión persiste un momento aún. Mejía y Bazaine se miden lentamente de pies a cabeza.

BAZAINE (Sonriendo a media voz.) Mais regardez-moi done le petit Indien.

MAXIMILIANO (Conteniendo a Mejía.) Mariscal, voy a…

PADRE FISCHER (Interponiéndose.) Con perdón de Vuestra Majestad desearía hacer algunas preguntas al señor Mariscal antes de que se retire.

MAXIMILIANO Podéis hacerlo, Padre. Bazaine, que tenía la mano en el picaporte, la baja y espera sin acercarse. Mejía se retira junto a Blasio y Labastida. Carlota se acerca a Maximiliano.

PADRE FISCHER ¿No estimáis acaso, señor Mariscal, que el decreto de Su Majestad, grave como es, encierra un espíritu de cordialidad hacia el Emperador Napoleón y hacia el ejército francés?

BAZAINE Así parece, en principio.

PADRE FISCHER Entonces, ¿por qué no dais prueba de un espíritu análogo acatando el deseo de moderación que os ha expresado Su Majestad? Aun así, haríais menos de lo que ha hecho el Emperador.

BAZAINE Yo no soy político, Padre Fischer. Entiendo lo que queréis decir, sin embargo: debería plegarme en apariencia al deseo de Su Majestad y hacer después lo que me pareciera mejor, ¿no es eso?

PADRE FISCHER (Descubierto.) Interpretáis mal mis palabras, señor Mariscal. No añadiré nada. Yo no soy un traidor.

BAZAINE Si insinuáis que yo…

CARLOTA Había yo entendido que el señor Mariscal se retiraba.

BAZAINE (Asiendo el toro por los cuernos.) Ya sé, señora, que en vuestra opinión no soy más que una bestia. (Carlota se vuelve a otra parte.) Mi elemento es la fuerza, no la política. Soy abierto y franco cuando me conviene, y ahora me conviene. Mis maneras son pésimas, pero mi visión es clara. El Imperio estaba perdido sin ese decreto, que no es más que una declaración de ley marcial, normal en tiempos de guerra. El Imperio estará perdido si lo mitigamos ahora. Lo único que siento es que Su Majestad lo haya promulgado tan tarde. Unos cuantos colgados hace un año, y estaríamos mucho mejor ahora. El único resultado de la indecisión del Emperador es que ahora tendremos que colgar unos cuantos miles más.

MAXIMILIANO Creía yo que vuestro ejército se batía, Mariscal, y que se batía por la gloria.

BAZAINE No contra fantasmas que no luchan a campo abierto, señor, y la gloria es una cosa muy relativa si no está bien dorada.

MAXIMILIANO Se ha pagado a vuestros soldados, ¿o no?

BAZAINE Con algún retraso, sí. Hasta ahora.

MAXIMILIANO ¿Creéis que he cerrado voluntariamente los ojos ante el pillaje innecesario de vuestro ejército? No, señor Mariscal. Tengo que esperar por fuerza el momento oportuno para ponerle fin. Pero le pondré fin.

BAZAINE Con mi bestial franqueza diré a Vuestra Majestad que no hay que impedir que los soldados se diviertan. Para algo se juegan la vida, ¡qué diablo!, si Su Majestad la Emperatriz me permite jurar. No os aconsejo que reprimáis a mis soldados, sire. Sabéis de sobra que sin ellos vuestro Imperio no duraría un día más. Seamos francos.

CARLOTA Seamos francos, sí. ¿Pretendéis acaso gobernar a México en nombre del Emperador de Francia, imponernos vuestra ley?

BAZAINE Señora, yo tengo mis órdenes y las cumplo.

MAXIMILIANO ¿Órdenes de quién?

BAZAINE De Napoleón III, señor.

MEJÍA Permitidme deciros, Mariscal, que el único que puede daros órdenes en México es el Emperador Maximiliano.

BAZAINE Para eso sería preciso que tuviera yo la dudosa fortuna de ser mexicano, general.

MEJÍA Retiraréis esas palabras, (Bazaine ríe entre dientes.)

MAXIMILIANO ¡Señores! ¿Qué significa todo esto? Si no podéis conteneros en nuestra presencia…

MEJÍA Pido humildemente perdón a Sus Majestades. Yo también soy soldado, pero creo en la gloria, en la devoción y en el heroísmo. Si el ejército francés se retirara, como lo insinúa el Mariscal, aquí estaríamos nosotros, señor, para morir por vos, para que nuestra muerte diera vida al Imperio.

BAZAINE Yo no pienso morir por nadie, aunque mate por Vuestra Majestad.

MEJÍA (A Maximiliano.) Y he pensado que me gustaría, señor, encontrarme con el Mariscal y su ejército en mi pueblo y en mi sierra.

LABASTIDA Majestad… (Maximiliano le hace seña de que hable.) Señor Mariscal, creo que nos hemos salido del punto. Yo comprendo los nobles escrúpulos del Emperador. Son los escrúpulos de un alma cristiana; pero creo que no hay que exagerarlos. Toda causa tiene sus mártires y sus víctimas; los del otro partido son siempre los traidores. Quizás esta nueva actitud del Emperador cambie la penosa impresión que subsiste en el ánimo de Su Santidad Pío IX, y traiga nuevamente al gobierno a los leales conservadores. Mi impresión es que la índole tan drástica del decreto impondrá el orden y el respeto a la ley que Vuestra Majestad necesita para gobernar en paz, y que es una garantía contra los facciosos juaristas, enemigos de su propio país. Por una parte, veo sólo efectos benéficos en lo moral, y por la otra creo que se derramará muy poca sangre —la estrictamente necesaria— gracias a la amplitud misma del decreto.

BAZAINE No se hace una tortilla sin romper los huevos, señor. Lo que me maravilla, Ilustrísima, es que la Iglesia siempre se las arregla para tener razón.

LABASTIDA La Iglesia es infalible, señor Mariscal, gracias a Su Santidad Pío IX. (Se acerca a Maximiliano.) Tranquilizad vuestra conciencia, Majestad, con la idea de que un poco de sangre juarista no agotará a México, en tanto que el triunfo de Juárez sería la destrucción y la muerte del país. Y meditad en mi consejo, os lo ruego. (Va a Carlota.) Señora, en vuestras manos está el devolver la paz al ánimo de Su Majestad el Emperador con vuestro inteligente y dulce apoyo y con vuestra clarísima visión de las cosas.

MAXIMILIANO Agradezco a Su Ilustrísima este consuelo, es el de la Iglesia. Labastida palidece, va a añadir algo más, pero se contiene. Da su anillo a besar a Carlota y a Maximiliano, en vez de hablar, y sale sonriendo ante esta pequeña venganza.

BAZAINE En todo caso, señor, me permitiré indicar a Vuestra Majestad que escribiré sobre esta entrevista al Emperador Napoleón.

MAXIMILIANO Os ruego que lo hagáis, señor Mariscal. Quizás el mismo correo pueda llevarle mi versión personal de las cosas. Bazaine se inclina ligeramente ante los monarcas y sale. Carlota se acerca al trono en cuyo brazo se apoya. Allí permanece, de pie, mirando al vacío, durante la escena siguiente.

MAXIMILIANO Padre Fischer, os ruego que penséis en una manera de poner fin a esta situación.

MEJÍA Si Vuestra Majestad me diera permiso, yo tendría mucho gusto en pedir su espada al mariscal Bazaine.

MAXIMILIANO No, general. Hay que evitar la desunión en nuestras filas.

PADRE FISCHER Aunque el Mariscal me ha ofendido, autoríceme Vuestra Majestad para conversar con él en privado. Parece como si la presencia de la Emperatriz y la vuestra propia, sire, lo exasperaran siempre. Procede groseramente por no sé qué sentimiento de humillación, porque cree que así se pone a la altura. Es una especie de… No encuentro la palabra precisa. (Piensa.) Creo que no la hay. En todo caso, Majestad, no hay que precipitar la enemistad de Francia. El Mariscal es un hombre con intereses humanos. Permitidme…

MAXIMILIANO (Cansado.) Habladle, Padre. Gracias. El padre Fischer sale después de saludar. General Mejía, sois un hombre leal.

MEJÍA Gracias, señor. Quisiera poder hacer algo más. Quizá si enviáramos a Napoleón un embajador de confianza, un hombre hábil…

MAXIMILIANO Se necesitaría vuestra lealtad…

MEJÍA (Sonriendo.) El indio es cazurro y es valiente, pero no es diplomático.

MAXIMILIANO (Pensativo.) De confianza… Gracias otra vez, General. (Mejía se inclina y va hacia la puerta.) Blasio. (Blasio se acerca.) Hoy no trabajaremos en mis memorias. (Blasio se inclina y se dirige a la puerta.) Y, Blasio… (Blasio se vuelve. Maximiliano duda.)

BLASIO ¿Sí, Majestad?

MAXIMILIANO Y omitiremos esta conversación de ellas. Id, amigos míos.

BLASIO Comprendo, sire.

MEJÍA (Desde la puerta.) Majestad, permitidme desafiar al Mariscal entonces. No puedo soportar su insolencia para con el Emperador.

MAXIMILIANO No, Mejía, reservad vuestra vida y vuestro valor para el Imperio. Mejía suspira, se inclina y sale. Blasio lo imita. Una vez solos, Maximiliano y Carlota se miran. Él va hacia ella.

MAXIMILIANO ¿He hecho bien? ¿He hecho mal, Carlota mía? Los mexicanos me odiarán cuando yo quería que me amaran. ¡Oh, sí sólo me atreviera yo a deshacer lo hecho! Pero me siento inerte, perdido en un bosque de voces que me dan vértigo. Nadie me dice la verdad. Sí, quizá Bazaine.

CARLOTA Ese bajo animal.

MAXIMILIANO ¿He hecho bien? ¿He hecho mal, Carlota? Dímelo tú, necesito oírlo de tus labios. Tu voz es la única que suena clara y limpia en mí. ¡Dímelo!

CARLOTA Has hecho lo que tenías que hacer, Max. Para gobernar, para conservar un imperio, hay que hacer esas cosas. No me preocupa tanto eso como la insolencia desbocada de ese cargador, soldado de fortuna, detestable palurdo. Ya sabía yo que Napoleón no haría bien las cosas, pero nunca creí que nos infligiera la humillación de este hombre repulsivo y vil.

MAXIMILIANO ¿Por qué hablas así, Carla, por qué?

CARLOTA Detesto a Bazaine, me estremezco a su sola presencia, como si estuviera cubierto de escamas o de gusanos.

MAXIMILIANO Pero yo he hecho lo que tenía que hacer, dices. Y yo no lo sé y no sé cuándo sabré si eso es verdad. No traía más que amor, no buscaba más que amor. Ahora encuentro muerte.

CARLOTA La muerte es la otra cara del amor también, Max. Era preciso defendernos. Tu amor lo han pagado con odio y con sangre. ¿No te das cuenta? Nos matarían si pudieran.

MAXIMILIANO Cuando llegamos aquí, aun antes de llegar, cuando el nombre de México sonaba mágicamente en mis oídos, sentí que había habido un error original en mi vida, que no pertenecía yo a Europa, sino a México. El aire transparente, el cielo azul, las nubes increíbles me envolvieron, y me di cuenta de que era yo mexicano, de que no podía yo ser más que mexicano. Y ahora se matará en mi nombre, quizá por eso. «Por orden de Maximiliano matarás». «Por orden de Maximiliano serás muerto». Me siento extranjero por primera vez y es horrible, Carlota. Mejía hablaba de un embajador de confianza. Y yo busqué entonces mi confianza de antes y no la encontré ya en mi alma. Estamos solos, Carlota, entre gentes que sólo matarán o morirán por nosotros.

CARLOTA Yo siento esa soledad como tú, más que tú. Me mato trabajando para olvidar que a ti te han amado las mujeres.

MAXIMILIANO Carlota, ¿cómo puedes ahora…?

CARLOTA No siento celos, Max, no hablo por eso. He dejado de ser mujer para no ser ya más que emperatriz. Es lo único que me queda.

MAXIMILIANO ¿No me amas ya?

CARLOTA Me acuerdo siempre de nuestra primera noche en México, cuando nos fuimos cogidos de la mano a caminar por el bosque, nuestra última noche de amantes. Ese recuerdo llena mi vida de mujer y te amo siempre. Pero el poder ha cubierto mi cuerpo como una enredadera, y no me deja salir ya, y si me moviera yo, me estrangularía. No puedo perder el poder. Tenemos que hacer algo, Max. Napoleón nos ahoga con la mano de ese insolente Bazaine con algún objeto. Cuando nos haya hecho sentir toda su fuerza, nos pedirá algo, y si no se lo damos se llevará su ejército y nos dejará solos y perdidos aquí. Hay que impedir eso de algún modo.

MAXIMILIANO ¿Qué piensas tú?

CARLOTA Tu familia no quiere mucho a Napoleón desde Solferino. Si explotas eso con habilidad, Austria puede ayudarnos.

MAXIMILIANO Tienes razón. Escribiré a Francisco-José, a mi madre. Pero tú sabes que mi familia…

CARLOTA No vas a explotar ahora sentimientos de familia, Max, sino a tocar resortes políticos, a crear intereses. Tampoco a Bismarck le gusta Napoleón, lo detesta y lo teme, y lo ve crecer con inquietud. Estoy segura de que haría cualquier cosa contra él. Pero hay que ser hábiles. Yo recurriré a Leopoldo, aunque no es muy fuerte ni muy rico. ¡Si mi padre viviera aún! Pero no caeremos, Max. No caeremos. Yo haré lo que sea.

MAXIMILIANO Pero ¿no es aquí más bien donde habría que buscar apoyo y voluntades? Ni los austríacos, ni los alemanes ni los belgas nos darían tanta ayuda como un gesto de Juárez

CARLOTA El indio errante, el presidente sin república que nos mata soldados en el Norte. No, Max. Ése es el peor enemigo.

MAXIMILIANO ¡Quién sabe! Carlota… he vuelto a escribirle.

CARLOTA ¿A quién?

MAXIMILIANO A Juárez. Lo haría yo primer ministro y gobernaríamos bien los dos.

CARLOTA ¡Estás loco, Max! Has perdido el sentido de todo. El Imperio es para ti y para mí, nada más. Seríamos los esclavos de Juárez. Lo destruiremos, te lo juro. Podemos… eso es. Mandemos a alguien que acabe con él.

MAXIMILIANO (Dolorosamente.) ¡Carlota!

CARLOTA ¿Qué es un asesinato político para salvar un imperio? ¡Max, Max! Vuelve en ti, piensa en la lucha. ¿O prefieres abdicar, convertirte en el hazmerreír de Europa y de América, en la burla de tu madre y de tu hermano; ir, destronado, de ciudad en ciudad, para que todo el mundo nos tenga compasión y nos evite? No puedes pensarlo siquiera.

MAXIMILIANO No lo he pensado, Carlota. Pero he pensado en morir: sería la única forma de salvar mi causa.

CARLOTA ¿En morir? (Muy pausada, con voz blanca.) Yo tendría que morir contigo entonces. No me da miedo. (Reacciona.) Pero es otra forma de abdicar, otra forma de huir, Maximiliano.

MAXIMILIANO.— Tienes razón.

CARLOTA.— No tenemos un hijo que dé su vida a la causa por la que tú darías tu muerte. Maximiliano pasea pensativo. Carlota se sienta en el trono y reflexiona. Victoria es demasiado codiciosa y no nos quiere; pero con los ingleses siempre se puede tratar de negocios. Sería bueno enviar a alguien, ofrecer alguna concesión… Maximiliano, de pie junto a la mesa, no responde.

CARLOTA Max (Él se vuelve lentamente.) ¿En qué piensas?

MAXIMILIANO En ti y en mí. Hablamos de política, hacemos combinaciones, reñimos, como si el poder nos separara.

CARLOTA No digas eso, ¡por favor! Ven aquí, Max. (Él se acerca al trono. Ella le toma las manos.) Esta crisis pasará pronto, y cuando haya pasado nos reuniremos otra vez como antes, como lo que éramos.

MAXIMILIANO (Con una apagada sonrisa.) ¿Una cita en el bosque mientras el Imperio arde?

CARLOTA (Suavemente.) Eso es, Max. Una cita en el bosque, dentro de muy poco tiempo. Ahora hay que luchar, eso es todo —y hay que desconfiar— y hay que matar. Maximiliano se deja caer en las gradas del trono y se cubre la cara con las manos.

MAXIMILIANO «¡Por orden del Emperador!». Carlota baja del trono, se sienta a su lado en las gradas y le acaricia los cabellos.

CARLOTA ¡Niño! (Lo abraza.) Maximiliano solloza. Las luces de las velas se extinguen, una a una, sobre las pobres figuras silenciosas y confundidas en las gradas del trono.

OSCURO

Escena II

En la oscuridad se escucha:

LA VOZ DE CARLOTA Entonces vino la última noche. Luces. ¿Dónde están las luces? La última noche. Se enciende una bujía en el salón izquierda. Es el boudoir de Carlota. Hay un secrétaire, un sillón, una otomana y cortinas. Es una doncella quien enciende las luces. Permanece de espaldas mientras lo hace y sale por la segunda puerta izquierda, apartando la cortina. Se oye afuera, por la primera puerta:

LA VOZ DE MAXIMILIANO Carlota. ¡Carlota! Maximiliano entreabre la puerta y entra. Se acerca al secrétaire y toma un sobre cerrado que hay en él. Lo mira pensativamente y lo deja otra vez en el mueble. Pasea, pensativo. Va al fondo y llama de nuevo.

MAXIMILIANO ¡Carlota! ¿Estás allí?

LA VOZ DE CARLOTA ¿Eres tú? Un instante, Max.

MAXIMILIANO Te lo ruego. Maximiliano se abandona en la otomana. Tiene aspecto de gran fatiga. Su voz es opaca. Carlota entra al cabo de un momento, cubierta con un chal o una manteleta.

CARLOTA ¿Qué ocurre, Max?

MAXIMILIANO Es preciso que hablemos cuanto antes con Bazaine. (Carlota hace un gesto negativo, lleno de desdén.) Es preciso, Carlota. Tiene algo malo para nosotros. ¿Me permites que lo haga entrar aquí?

CARLOTA ¿Aquí? ¡Oh no, Max, por favor!

MAXIMILIANO Es preciso que nadie nos oiga, te lo suplico.

CARLOTA (Dominándose.) Bien, si es necesario… (Va al secrétaire y toma de él el sobre.) Max… escribo otra vez a mi hermano Leopoldo.

MAXIMILIANO Gracias, Carlota. Se dirige a la primera puerta izquierda y llama.

MAXIMILIANO Pasad, señor Mariscal. Bazaine entra. Su saludo a Carlota es más profundo, pero parece más irónico esta vez. Os escuchamos.

BAZAINE Nadie podrá oírnos, ¿no es cierto? (Maximiliano no contesta.) ¿No nos oirá nadie, Majestad?

MAXIMILIANO Podéis hablar libremente.

BAZAINE (Después de una pausa deliberada.) Y bien, tengo noticias importantes para Vuestras Majestades, noticias de Francia. (Se detiene deliberadamente, Maximiliano permanece inconmovible, Carlota espera sin moverse.) He recibido orden del Emperador Napoleón de partir con mis tropas. Carlota se yergue; Maximiliano sonríe.

MAXIMILIANO ¿Y para eso tanto misterio, Mariscal? Hace mucho que esperaba oír esa noticia. Veo que Napoleón se ha acordado al fin de nosotros…

CARLOTA (Interrumpiéndolo.) En la única forma en que podía acordarse.

MAXIMILIANO ¿Habéis esparcido ya tan misteriosa noticia en el palacio, señor Mariscal?

BAZAINE Hasta el momento nadie sabe nada fuera de nosotros, sire.

MAXIMILIANO En ese caso debéis de tener algo más que decirnos.

BAZAINE Vuestra Majestad ha acertado. Espera la pregunta, que no viene. Maximiliano se pule dos o tres veces las uñas de la mano derecha en la palma de la izquierda. Bazaine espera, sonriendo. Carlota lo mira y se adelanta hacia él.

CARLOTA ¿Qué es lo que pide Napoleón ahora?

BAZAINE Como sea, señora, no podrá negarse que sois una mujer práctica. Señora, el Imperio se hunde sin remedio. Lo que os dije cuando Su Majestad firmó el decreto empieza a realizarse.

MAXIMILIANO Olvidáis, señor Mariscal, que asegurasteis entonces que ese decreto nos salvaría.

BAZAINE Vuestra Majestad me recomendó moderación.

CARLOTA Si no estuvierais ante el Emperador de México, a quien debéis respeto, Mariscal, creería que estáis jugando a no sé qué siniestro juego.

MAXIMILIANO Las pruebas de vuestra moderación me son bien conocidas, señor Mariscal. Decid pronto lo que tengáis que decir.

BAZAINE Si mis soldados dejan el país, señor, las hordas de Juárez no tardarán en tomar la capital. Pero antes de que eso ocurra, las turbas de descamisados y de hambrientos asaltarán el palacio y el castillo, y las vidas de Vuestras Majestades se encontrarán en un serio peligro.

MAXIMILIANO ¿No pensáis que nos hacéis sentir miedo?

BAZAINE Conozco el valor personal de Vuestras Majestades. Sin duda que sabréis hacer frente al peligro, pero eso no os salvará. Sabéis de sobra que vuestros soldados no sirven. Y no hablo de Miramón, de Mejía o de Márquez, sino del ejército, que no cuenta, porque en este país parece que no hay más que generales. Si salváis la vida, señor, tendréis que hacer frente a la deshonra, a la prisión; o podréis huir, y entonces —perdonad mi franqueza de soldado— tendréis que hacer frente al ridículo. Claro que yo, personalmente, os aconsejo que abdiquéis. Pienso que vale más un archiduque vivo que un emperador muerto. Pero yo no soy más que un plebeyo.

CARLOTA Decid de una vez lo que pide Napoleón.

BAZAINE Ya he tenido el honor de poner a Vuestras Majestades al corriente de los deseos del Emperador. Un pedazo de tierra mexicana no vale los cientos de millones de francos que México cuesta a Francia, pero sí la vida y el triunfo de Vuestras Majestades.

MAXIMILIANO ¿Cree Napoleón que conseguirá amenazándome lo que no consiguió con halagos, con trampas y mentiras? Conozco sus deseos y hace ya tiempo que veo sus intenciones con claridad. El glorioso ejército francés fracasó en sus propósitos en 1862, y Napoleón pensó entonces que podía mandar a México, en calidad de agente de tierras, a un príncipe de Habsburgo.

CARLOTA Sacar las castañas con la mano del gato. (A Maximiliano, graciosamente.) Perdonad mi expresión, señor, pero no se puede hablar de Napoleón sin ser vulgar.

MAXIMILIANO Decid a Napoleón, señor Mariscal, que se equivocó de hombre. Que mientras yo viva no tendrá un milímetro de tierra mexicana.

BAZAINE Si ésa es la última palabra de Vuestra Majestad, me retiraré con mi ejército previo el pago de las soldadas vencidas, que Francia no tiene por qué pagar, señor.

MAXIMILIANO No escapa a vuestra malicia, Mariscal, que estáis en México, y que el Emperador de México tiene todavía la autoridad necesaria para pediros vuestra espada y someteros a un proceso.

BAZAINE ¿Declararía Vuestra Majestad la guerra a Francia de ese modo? No tenéis dinero ni hombres, señor. Y si me pidierais mi espada, como decís, aparte de que yo no os la entregaría, no serían las hordas juaristas sino el ejército francés el que tomaría por asalto palacio y castillo.

MAXIMILIANO Exceso de confianza. ¿No sabéis que vuestros hombres os detestan ya? No pueden admirar a un mariscal de Francia vencido siempre por hordas de facciosos. Y sería milagrosa cosa: si los franceses nos atacaran, México entero estaría a mi lado.

BAZAINE Hagamos la prueba, señor.

CARLOTA Conocéis mal a Napoleón, Mariscal. No movería un dedo por un soldado de vuestra clase, que no ha sabido dominar una revuelta de descamisados mexicanos.

BAZAINE (Herido.) Señora, Vuestra Majestad olvida que hice la guerra de la Crimea y que soy Mariscal de Francia. Ya os dije una vez que tenía órdenes, ¿no es cierto? ¿Creéis que no hubiera podido hacer polvo a los facciosos y colgar a Juárez de un árbol hace mucho tiempo?

MAXIMILIANO Vos lo decís.

BAZAINE Pero Napoleón III es un gran político. Me dijo: Ponedles el triunfo a la vista, pero no se lo deis si no es en cambio del engrandecimiento de Francia. Me dijo: Hacedles entrever la derrota, pero no la dejéis consumarse a menos que sea necesario para Francia. Y ahora es necesario para Francia, Majestad.

MAXIMILIANO Pongo en duda eso, y añadiré algo más, Mariscal. Os diré que es difícil vencer a soldados que, como los de Juárez, defienden desesperadamente a su patria. Su valor os escapa porque no sois más que el invasor.

BAZAINE ¡Sire!

CARLOTA Eso es lo que yo sentía en su presencia, Maximiliano. El estremecimiento, la repulsión invencible de la traición.

BAZAINE Yo soy leal a mi Emperador.

CARLOTA Dejaréis de serlo un día, Mariscal. Lo presiento. Sois un hombre funesto. Traidor a uno, traidor a todos.

BAZAINE (Colérico.) ¡Señora!

MAXIMILIANO (Enérgicamente, con grandeza.) Esperaréis mi venia, señor Mariscal, para proceder al retiro de vuestras tropas. Podréis retiraros ahora.

BAZAINE Esa orden, señor, se opone con la que he recibido del Emperador de Francia.

MAXIMILIANO Sabed que el ejército que me envía Francisco-José llegará de un momento a otro. Servios hacer vuestros arreglos y esperad mis noticias.

BAZAINE (Desmontado.) ¿Un ejército austríaco? Pero eso sería la guerra con Francia, contra Napoleón.

MAXIMILIANO Creíais saberlo todo, ¿no es verdad?, como Napoleón creía dominarlo todo. La guerra contra él tenía que venir de todos modos, desencadenada por su ambición y por su hipocresía, y está muy lejos de ser el amo de Europa. (Bazaine quiere hablar.) Se os odia mucho en México, señor Mariscal: no publiquéis demasiado vuestra partida, podría atentarse contra vos.

BAZAINE ¿Debo sentir miedo, Majestad?

MAXIMILIANO Recordad solamente que, para vos, vale más un mercenario vivo que un mariscal muerto.

CARLOTA Buenas noches, señor Mariscal. Bazaine duda. Está tan furioso que podría matar. Con un esfuerzo, se inclina tiesamente ante Maximiliano, luego ante Carlota, y sale.

CARLOTA (Corriendo hacia Maximiliano.) ¡Estuviste magnífico, Max! ¿Es cierto, dime, es cierto?

MAXIMILIANO ¿Qué?

CARLOTA El ejército de tu hermano. ¿Viene en camino? ¿Llegará pronto?

MAXIMILIANO (Lentamente, con amarga ironía.) Cuando un monarca necesita apoyar su trono sobre bayonetas extranjeras, eso quiere decir que no cuenta con el amor de su pueblo. En un caso semejante, hay que abdicar o que morir.

CARLOTA ¿Qué es lo que dices?

MAXIMILIANO Repito, más o menos, las palabras de Francisco-José. Estamos perdidos, Carlota, abandonados por el mundo entero.

CARLOTA ¡No!

MAXIMILIANO Toda Europa odia a Napoleón, pero nadie se atreve aún contra él, ni los franceses. Tengo otros informes que me prueban que no valemos la pena para nadie allá. Si Austria nos enviara soldados —Bazaine lo dijo— sería la guerra con Francia; si Inglaterra nos prestara dinero, sería en cambio de tierras, y yo no puedo vender la tierra de México. Además, eso sería la guerra con los Estados Unidos. Te digo que es el fin.

CARLOTA ¡No, Max!

MAXIMILIANO Y ahora es tarde ya para buscar ayuda aquí, para atraer a Juárez o a Díaz a nuestro partido, o para destruirlos. ¡Y yo que sentía que mi destino era proteger, salvar a Juárez del odio de México! ¿Por qué salimos de Miramar, Carlota? Por un imperio. Por un espejismo de tres años, por un sueño. Y ahora no podemos irnos de aquí, porque eso sería peor que todo. Ni el ridículo ni la abdicación ni la cobardía de la fuga me detienen. Estoy clavado en esta tierra, y arrancarme de ella sería peor que morir, porque tiene algo virginal y terrible, porque en ella hay amor y hay odio verdaderos, vivos. Mejor morir en México que vivir en Europa como un archiduque de Strauss. Pero tú tienes que salvarte.

CARLOTA ¡No, Max, no!

MAXIMILIANO Tenías razón tú, como siempre: aquí está nuestro destino.

CARLOTA (Creciendo como fuego mientras habla.) Nuestro destino está aquí, Max, pero es otro. Éramos la pareja más hermosa y más feliz de Europa. Seremos los emperadores más felices del mundo. Máx, yo iré a Europa.

MAXIMILIANO ¿Qué dices?

CARLOTA Iré a Europa mañana mismo: sé que hay un barco. Veré a ese advenedizo Napoleón, lo obligaré a cumplir. Y si no quiere, veré a Bismarck y a Victoria; veré a tu hermano y a tu madre; veré a Pío IX; buscaré un concordato y una alianza, intrigaré; desencadenaré sobre Napoleón la furia y el aborrecimiento de toda Europa, interrumpiré el vals en que vive con los cañones de Alemania. Es fácil, Max, ¡es fácil! Les prometeré a todos el tesoro de México, y cuando seamos fuertes, cuando estemos seguros, ¡que vengan a reclamar su parte! Sabremos cómo recibirlos. Haré luchar a Dios contra el diablo o al diablo contra Dios, pero venceremos. No perderemos nuestro Imperio, Max, ¡te lo juro! Seré sutil y encantadora, tocaré todos los resortes, jugaré a todas las cartas. Mañana mismo, Max, mañana mismo. No tenemos tiempo. ¡No tenemos tiempo que perder! Triunfaremos: ¿no dices tú que el bueno es más fuerte que el malo?

MAXIMILIANO No, amor mío, no te irás. ¿Qué haría yo sin ti? Es preciso no perder la cabeza. Todavía hay mucho que intentar en México, y lo intentaré todo. Te ofrecí un imperio y he de conservarlo, y México tendrá que abrir los ojos a mi amor.

CARLOTA ¡Iluso, iluso, iluso! Nuestro mal no está en México, está en Europa, en Francia. Nuestro mal es Napoleón, y hay que acabar con él.

MAXIMILIANO ¡No te vayas, Carlota!

CARLOTA Tú defenderás nuestro Imperio aquí; yo lo defenderé allá. No podemos perder. Maximiliano se levanta, pasea, reflexiona mientras Carlota habla. Ya sé que aquí parece una locura, un sueño, pero lo mismo nos pareció el Imperio cuando estábamos allá. Y no tomará mucho tiempo lograrlo. Si es preciso, provocaré una revolución en Francia, ¡yo, una princesa de Sajonia- Coburgo! Es fantástico, Max, te digo que es fantástico. Los Borbones siguen ambicionando el trono, y si ellos no quieren, allí están Thiers y Lamartine, Gambetta y Víctor Hugo. ¡Conspiraré con ellos y Napoleón caerá!

MAXIMILIANO (Suavemente.) Carlota.

CARLOTA (Saliendo de su sueño de furia.) ¿Sí?

MAXIMILIANO No digas locuras, amor mío.

CARLOTA ¡Locuras! Ahora veo que no confías en mí. Te han dicho que eres débil y que yo te manejo a mi capricho. Te han dicho que el odio del pueblo no se dirige contra ti sino contra mí, que te impongo mi voluntad, que soy yo quien gobierna. Te lo han dicho, ¿no es cierto?

MAXIMILIANO Nadie sabe lo que hay entre nosotros.

CARLOTA Hace mucho que lo sé, Max. Dicen que te dejo en libertad de amar a otras para que tú me dejes en libertad de gobernar. Soy ambiciosa y soy estéril, soy tu ángel malo. Te digo que lo sé todo.

MAXIMILIANO Te prohíbo que hables así, Carlota.

CARLOTA No quieres que parezca que yo voy a servirte de agente en Europa, y prefieres que perezcamos aquí mientras Napoleón baila y festeja. Ya no tienes confianza en mí, Max. Me duele muy hondo saber, sentir que desconfías de mí.

MAXIMILIANO No, amor mío, no es eso. Lo que hay entre tú y yo es sólo nuestro. Tengo miedo a que te forjes ilusiones excesivas, a que sufras una humillación en Europa. ¿No ves en la actitud de Bazaine un indicio claro de que Europa nos desprecia y no quiere nada con nosotros?

CARLOTA Bazaine es un servil y un traidor. No, Max, no me forjo ilusiones, no es imaginación ni es locura. Sé que ésa es la única forma de triunfar, y tiene que ayudarme. ¿O prefieres que nos quedemos aquí los dos, inertes, vencidos de antemano, y que caigamos como Luis XVI y María Antonieta?

MAXIMILIANO (Reaccionando violentamente.) No. Tienes razón, Carlota. Siempre tienes razón. Es preciso que partas. Confío en ti, y me devuelves mi esperanza.

CARLOTA (Dubitativa de pronto.) ¿Estás seguro?

MAXIMILIANO Tienes razón, claro. Es lo que hay que hacer. Pero verás a Napoleón antes que a nadie. No sabemos si Bazaine ha estado jugando con cartas dobles. Si Napoleón duda o niega, verás a Su Santidad. Si el Papa aceptara el concordato…

CARLOTA (Tiernamente.) Y así dicen que soy yo la que gobierna. (Seria de pronto.) Max, ¿estás completamente seguro?

MAXIMILIANO (Mintiendo.) He pasado semanas preguntándome a quién podría yo enviar a Europa. Perdóname por no haber pensado antes en ti.

CARLOTA Júrame que estás seguro, Max.

MAXIMILIANO ¿Es preciso? (Ella asiente.) En ese caso, te lo juro, amor mío.

CARLOTA ¿Te cuidarás en mi ausencia? No quiero que te expongas demasiado en los combates.

MAXIMILIANO Me cuidaré por ti y por México.

CARLOTA ¿Y me amarás un poco mientras esté ausente?

MAXIMILIANO Nunca he amado a nadie más que a ti.

CARLOTA Entonces, esos devaneos de que te acusan… Cuernavaca…

MAXIMILIANO Carlota.

CARLOTA Perdóname, no debí decir eso. Es vulgar y estúpido. Max, ¿sabes lo que siento?

MAXIMILIANO ¿Qué?

CARLOTA Que ha llegado la hora de nuestra cita en el bosque. Ya no hay nada que nos separe, volvemos a estar tan cerca como al principio, mi amor. (Maximiliano mira su reloj.) ¿Qué pasa?

MAXIMILIANO Tengo dos o tres cosas urgentes, órdenes para mañana, instrucciones especiales para impedir que Bazaine desmoralice a nuestra gente con la noticia de su partida; el dinero para sus soldados. Tendrás que perdonarme, Carlota.

CARLOTA No podría. Estaré esperándote, Max. Dentro de media hora, en el bosque.

MAXIMILIANO Dentro de media hora, amor mío. Besa la mano de Carlota, profundamente. Luego la atrae hacia él. Se miran a los ojos un momento. ¡Carlota!

CARLOTA ¿Por qué me miras así, Max? Tienes los ojos tan llenos de tristeza que me dan miedo. ¿Qué te pasa?

MAXIMILIANO (Desprendiéndose.) Media hora. ¿No es demasiado esperar? Carlota…

CARLOTA ¿Qué?

MAXIMILIANO No quería decírtelo. Tengo que dar órdenes de campaña a mis generales. La situación es grave. Quizás pasaré toda la noche en esto. Tú tienes que preparar tu viaje…

CARLOTA Estamos condenados, ya lo sé.

MAXIMILIANO ¡No lo digas así!

CARLOTA Nos veremos en el bosque, Max; pero a mi regreso. Sólo entonces podremos volver a ser nosotros mismos.

MAXIMILIANO A tu regreso…

CARLOTA En el bosque, Max. Sale por el fondo, no sin volverse a dirigir una sonrisa melancólica a Maximiliano, que la sigue con la vista. Cuando ha desaparecido la figura de Carlota, Maximiliano toma el candelabro y sale por la segunda puerta izquierda.

OSCURO

Escena III

LA VOZ DE CARLOTA Ahora sé por qué Max me hizo ese juramento entonces. Un lacayo penetra en el salón de la derecha llevando un gran candelabro con velas encendidas, y desaparece. La luz, sin embargo, es diurna. Ángulo de un salón en Saint- Cloud. Entra Carlota. Tras ella, el Duque.

CARLOTA Creía encontrar aquí al Emperador.

DUQUE Su Majestad vendrá en seguida, señora. Si Vuestra Majestad quiere tomarse la molestia de sentarse un momento.

CARLOTA Estoy tan cansada que no podría sentarme, señor duque.

DUQUE ¿Vuestra Majestad tuvo un viaje agradable?

CARLOTA Largo. Un viaje largo.

DUQUE Debo decir a Vuestra Majestad que la sorpresa del Emperador Napoleón y de la Emperatriz Eugenia no reconoce límite. Están fuera de sí del gusto de tener a Vuestra Majestad con ellos, y cuentan con organizar un baile en vuestro honor, aunque yo no debía decirlo.

CARLOTA (Impaciente.) Decidme otra cosa, señor duque. ¿Va a permitirse Napoleón el lujo de hacerme esperar?

DUQUE (Desconcertado, pero impertinente.) Dios mío, señora, si así fuera, sería con el más profundo pesar por parte de Su Majestad. El Emperador tiene graves quehaceres y preocupaciones.

CARLOTA Pero seguramente… Se oye, fuera de escena, una risa prolongada. ¿Quién ríe?

DUQUE El Emperador, señora.

LA VOZ DE NAPOLEÓN ¡Linda pierna! Pensé que era una dama que se recataba. Me acerqué y pellizqué. ¿Y sabéis quién estaba detrás de la cortina? ¡El Arzobispo de París en persona arreglándose una liga! (Risas.) Se escucha de nuevo su risa, a la que hace eco una risa de mujer. Carlota se yergue y se vuelve hacia la puerta, como una estatua. Un instante después entra Napoleón III, riendo aún.

NAPOLEÓN ¡Señora! (Saluda profundamente y besa la mano de Carlota.) La visita de Vuestra Majestad es una sorpresa magnífica, magnífica. Lucís espléndidamente, señora, tan bella como siempre… Felices los mexicanos, que os ven más a menudo.

CARLOTA Sire, he venido desde México para…

NAPOLEÓN Os ruego que os sentéis, querida prima. ¡Qué sorpresa magnífica! La Emperatriz vendrá en seguida. Nos sorprendéis en plenos preparativos de un baile que ahora será para vos, si tenéis la gentileza de permitirlo. La pobre Eugenia está loca de gusto desde que os vio en París. ¿Cómo habéis dejado a nuestro querido primo Max? ¡Quel bougre de prince! No le envidio tanto el Imperio como la vista de las mexicanas. Bazaine me cuenta en sus cartas que son deliciosas. ¿Os sentís mal?

CARLOTA Quisiera hablar con Vuestra Majestad a solas, como lo indiqué a la Emperatriz. También le dije que estaba dispuesta a hacer irrupción aquí, si era preciso.

NAPOLEÓN Por supuesto, si lo deseáis. Mi querido duque…

DUQUE (Inclinándose.) Con la venia de Vuestras Majestades… Eugenia de Montijo entra en ese momento. En su traje, en su sonrisa, palpita toda la frivolidad de su imperio. Se dirige a Carlota con un tumulto de gasas y volantes y encajería.

EUGENIA ¡Querida Carlota! (La besa en ambas mejillas.) ¡Qué belleza siempre, y qué cutis! ¿Qué hacéis para conservaros tan linda? ¿Habéis visto, señor?

NAPOLEÓN Es todo lo que he podido hacer, señora: ver y admirar. (Hace disimuladamente seña al Duque de quedarse.)

EUGENIA Me siento feliz de teneros con nosotros. La Emperatriz de México será el sol de nuestro baile.

CARLOTA Perdonadme, señora. Llevo luto por mi padre, y no he venido a Europa a bailar.

EUGENIA Dadme nuevas noticias de Maximiliano, os lo ruego. ¿Tan hermoso como siempre? Nos acordábamos de él el otro día. Mérimée hizo un concurso de ortografía francesa entre nosotros, ya sabéis que es mi maestro de francés. ¿Y quién creéis que ganó? El príncipe de Metternich, querida. Derrotó al Emperador, a Feuillet y a Dumas. Pero no os dejo hablar. ¿Cómo está vuestro esposo?

CARLOTA Maximiliano se enfrenta con la muerte, señora.

EUGENIA ¿Qué decís?

CARLOTA (Exasperada.) Por culpa del Emperador vuestro esposo.

NAPOLEÓN Señora, esa acusación… No comprendo.

CARLOTA No, no. He dicho mal. No es culpa vuestra. Es culpa de Bazaine, ese palurdo…

NAPOLEÓN Buen soldado.

CARLOTA Os traicionará un día también a vos, señor. Os ha traicionado ya al decirnos que le habíais ordenado tenernos en jaque y retirarse con sus soldados si no accedíamos a vuestras demandas. No puede ser cierto, sire. Fue otra cosa la que nos ofrecisteis.

NAPOLEÓN Señora, querida prima, en vuestras palabras entreveo una mala inteligencia que es preciso aclarar. Os amamos demasiado, a vos y a vuestro esposo el Emperador, para permitir que una falsa impresión nos separe.

EUGENIA Por supuesto.

CARLOTA ¿Ordenasteis o no a Bazaine que se retirara con sus tropas?

NAPOLEÓN A fe mía, señora…

CARLOTA Decidme sí o no.

NAPOLEÓN No escapará a vuestra inteligencia, querida prima, que nos era difícil mantener un cuerpo de ejército en México durante tanto tiempo.

CARLOTA ¿Y por qué, si lo paga el Emperador de México?

NAPOLEÓN No hablo de eso, señora. Lo pagaría yo mismo —aunque México nos cuesta ya cerca de novecientos millones de francos— si creyera que servía de algo; pero sé que es superfluo. Si el pueblo mexicano os ama, como yo creo, las tropas francesas son innecesarias. Pero si no os amara, no serían ellas las que os ganarían su amor, aunque me parece una tontería que puedan no amaros.

CARLOTA Nada de frases, señor. Decidme, ¿es cierto que ordenasteis a Bazaine que no acabara con Juárez mientras no os diéramos las tierras y las concesiones que pedíais?

NAPOLEÓN ¿Os dijo eso Bazaine? Es un buen soldado, pero un pobre diplomático.

EUGENIA Vamos. Conocéis demasiado al Emperador para creerlo capaz de una cosa semejante, querida.

CARLOTA Tenéis razón. En ese caso, sire, os pediré una cosa.

NAPOLEÓN Pedidme el Imperio de Francia, señora. Os lo daré entero si es para contribuir a su grandeza.

CARLOTA Os pido solamente que no privéis de apoyo a Maximiliano. Hacéis bien retirando a Bazaine. Ha robado, saqueado, matado sin escrúpulo, ha hecho que los mexicanos odien a Francia, a la que adoraban antes. Enviad otro jefe, reforzad las tropas, levantad un empréstito que os será reembolsado íntegramente. Cumplid la palabra que nos disteis.

NAPOLEÓN Señora, tengo la impresión de haberla cumplido hasta el límite. ¿No es cierto, Eugenia? ¿Y qué recibo en cambio? El odio de México para Francia. Me parece injusto.

EUGENIA Calmaos, querida mía, calmaos.

CARLOTA Me he expresado mal sin duda. Ese viaje interminable puso a prueba mis nervios. Los mexicanos amarán a Francia si enviáis a un hombre honrado y justo, si hacéis lo que os pido.

NAPOLEÓN En Francia, que es el país del amor, os dirán, señora, que el amor entretiene, pero que no alimenta. Bazaine os habrá explicado cuáles eran mis deseos, qué esperaba yo a cambio de mi ayuda a vuestro Imperio.

CARLOTA ¿Ignora Vuestra Majestad que Maximiliano juró conservar y defender la integridad del territorio de México?

NAPOLEÓN Estamos entre monarcas, querida prima. Yo también he jurado cosas… Son los lugares comunes de todo gobierno.

CARLOTA ¡Ah! Pero vos… Vos nos habíais hecho otras promesas, a nosotros también. Mirad tengo aquí extractos de vuestras cartas, vos las escribisteis, vos las firmasteis, ¿no es eso? (Saca de su bolso varios papeles que tiende, uno tras otro, a Napoleón, quien los lee mordisqueándose el bigote.)

NAPOLEÓN (Interrumpiéndola.) Echo de menos a Morny, señora. Si no hubiera tenido la humorada de morirse hace un año, él os explicaría la cosa mucho mejor que yo. Trataré de hacerlo, sin embargo. Tenéis un gran Imperio, pero os faltan dinero, armas y hombres. ¿Qué importan unos palmos de tierra más o menos en esa extensión territorial? Francia os ayudaría a civilizar a México. Max no es un ingenuo, no puede haber esperado un apoyo gratuito de Francia. Y si él lo esperaba, vos sois demasiado inteligente para que os escapara eso. ¿Comprendéis ahora?

CARLOTA Comprendo que no comprendéis lo que os he dicho, señor. Es natural. Max es un Habsburgo, no un Bonaparte. Tiene costumbre de cumplir su palabra.

EUGENIA ¿Os sentís mal, querida?

NAPOLEÓN Los hechos contradicen vuestra afirmación, señora. El Bonaparte ha cumplido; el Habsburgo no. Os amamos mucho, pero la política es la política, como decía el cardenal Mazarino.

CARLOTA ¿Queréis asesinarnos entonces?

EUGENIA ¡Válgame Dios!

NAPOLEÓN Lejos de mí ese horrible pensamiento, señora. Os amo demasiado para que esa atrocidad…

CARLOTA Claro. Así hablasteis a la República Francesa, y sin embargo os hicisteis coronar emperador.

NAPOLEÓN Señora, creo que no estáis en vos.

CARLOTA Abandonaré mi orgullo entonces, si es lo que queréis, y os pediré de rodillas ayuda para Maximiliano. ¡No lo dejéis morir! Vos lo hicisteis entrar en esto. Ayudadlo ahora. ¡Os lo suplí…! La frase se ahoga en su garganta, Eugenia se acerca a abanicarla con su pañuelo y le pasa la mano por la frente.

EUGENIA Estáis ardiendo, Carlota. ¿Por qué no reposáis un poco? Después seguiremos hablando.

NAPOLEÓN Querido duque, haced traer un vaso de naranjada para Su Majestad, os lo ruego. El Duque se inclina y sale.

CARLOTA No, estoy bien, gracias. Os lo suplico, Napoleón: cumplid vuestra palabra.

NAPOLEÓN Señora, querida prima, me hace daño veros así. Eugenia dice bien. Descansad. Os haremos preparar habitaciones en Saint-Cloud o en las Tullerías y hablaremos de todo esto después del baile. Sois demasiado inteligente para que no podamos entendernos.

CARLOTA Os digo que estoy bien, señor. Vuestra promesa me aliviará más que todo el descanso del mundo. El Duque vuelve, seguido por un criado que lleva una charola con una jarra de cristal, llena de naranjada, y vasos. Deja la charola sobre una mesa y sale. El Duque llena un vaso que el Emperador toma y ofrece a Carlota.

NAPOLEÓN Esto os hará sentir mejor, señora. Tomadlo. Carlota toma el vaso, lo mira, va a llevárselo a los labios, pero lo deja caer de pronto, como asaltada por un pensamiento.

EUGENIA Su pulso tiembla. Es preciso que os reposéis, querida. El Duque llena otro vaso. Napoleón lo toma, besa la mano de Carlota y le entrega el vaso, que Carlota acerca apenas a sus labios y devuelve en seguida.

CARLOTA Estoy dispuesta a tratar sobre otra base, sire. Tengo aquí un proyecto. (Lo saca de su bolso y lo tiende a Napoleón.) No hablemos de territorio. Max ha jurado conservarlo. Pero hay otros medios. Pensadlo bien, señor, y cumplid vuestras promesas.

NAPOLEÓN (Después de una pausa.) Excusadme. Yo tampoco me siento muy bien. ¿Queréis que os diga la verdad, señora? Estamos rodeados de políticos voraces. Tenemos que fomentar las obras públicas, la agricultura, el comercio, la industria, para subsistir, y tenemos poco dinero. Traicionaría yo a Francia si os diera lo que pedís. ¿Por qué no recurrís al Emperador de Austria y le recordáis que tiene obligaciones de familia para con el bueno de Max? Fue él sobre todo quien lo lanzó a esta aventura, para privarlo de sus derechos a la corona austríaca.

EUGENIA Naturalmente, lo que Maximiliano debe hacer es salvar su vida, abdicar.

NAPOLEÓN Que luche, si quiere: admiro a los espíritus de lucha. Pero si las cosas se ponen demasiado difíciles en ese país de salvajes, dejadlo. Ellos serán quienes pierdan. Que abdique Max, como dice Eugenia. Vuestro cubierto estará puesto siempre en las Tullerías.

CARLOTA (Levantándose.) ¡Canalla!

EUGENIA Carlota, os excitáis en exceso.

CARLOTA ¿Qué había en ese vaso?

EUGENIA Sólo un poco de naranjada, querida.

CARLOTA ¡Oh, mi cabeza! Si no tuviera yo esta jaqueca atroz…

EUGENIA Tengo unos polvos de milagro para eso. Voy a daros una dosis, querida. (Va hacia la puerta.)

CARLOTA No. No quiero nada de vosotros. ¿Qué había en ese vaso?

NAPOLEÓN Señora, la Emperatriz os lo ha dicho ya. Un poco de naranjada.

EUGENIA Apenas si lo rozasteis con los labios. Napoleón se acerca para reponer sobre los hombros de Carlota la manteleta, que ha resbalado.

CARLOTA No me toquéis. Sois vos, claro, sois vosotros. No es Austria, no son los católicos mexicanos. ¿Cómo no me di cuenta antes? Vosotros sois los culpables de todo.

EUGENIA Mi querida Carlota.

CARLOTA Él y vos con vuestra ambición. ¡Y hay aún quien hable de la mía! Conozco vuestros sueños como si yo los hubiera soñado. Vuestros sueños de pequeña condesa. Os profetizaron que seríais más que reina y sois emperatriz de los franceses, pero eso no os basta. Quisierais ser reina de España, emperatriz de México, dueña del mundo entero. Hacer retroceder toda la historia en una sola noche de amor con este hombre, con este demonio a quien os vendisteis. Vos lo habéis hecho todo. (Eugenia hace un movimiento hacia ella.) Lejos de mí, ¡lejos! Ahora me doy cuenta. Claro. Estoy envenenada.

EUGENIA ¡Carlota!

NAPOLEÓN ¡Señora!

CARLOTA Me habéis envenenado… Dejadme ya. Ahora me doy cuenta. Veneno. Veneno por dondequiera. Veneno por años y años. ¿Qué hace el veneno de Europa en el trono de Francia? Estoy saturada de vuestro veneno. No me toquéis. ¡Advenedizo! Se lo dije bien claro a Max. ¿Qué puede esperarse de un Bonaparte? Veneno, nada más que veneno. Os haré caer del trono, Bonaparte. Cáncer de Europa, veneno de Europa. Veneno de México. Os haré caer. Haré que os derroquen, que os persigan, que os maten, y vuestro nombre será maldito para siempre. ¡Dejadme! Se dirige hacia la puerta.

NAPOLEÓN Acompañad a Su Majestad, querido duque. Atendedla en todo. (Más bajo.) Alojadla en el ala opuesta, donde no nos moleste.

CARLOTA (Cerca de la puerta.) Veré a Pío IX, veré a Bismarck, a Leopoldo, a Victoria. Pagaréis cara vuestra traición, os lo aseguro.

DUQUE (Ofreciendo el brazo.) Si Vuestra Majestad se digna concederme el honor.

CARLOTA Apartad. Dejadme. Veneno, veneno, ¡maldito! Sale, seguida por el Duque. Napoleón y Eugenia se miran.

NAPOLEÓN No sé qué decir. Es de un mal gusto inconcebible.

EUGENIA Yo me siento avergonzada. ¡Qué modales absurdos!

NAPOLEÓN De princesa, querida mía. A mí me ha fastidiado la digestión.

EUGENIA Olvidadla. Tenemos que pensar en el baile de esta noche. ¿Creéis que pueda hacer algo?

NAPOLEÓN ¿Quién?

EUGENIA Carlota.

NAPOLEÓN Oh, no, no. Está loca de atar. ¡Dommage! ¡Avec ce galbe superbe!

EUGENIA Decidme, querido, ¿en qué momento preferís el baile español? ¿Al principio o al final?

NAPOLEÓN En cualquier momento. (Se sirve un vaso de naranjada.) Esa mujer me ha dejado la boca seca. (Bebe.) En cualquier momento, en cualquier momento. Las bailarinas españolas son deliciosas siempre. (Dentro de la trivialidad buscada de este diálogo se siente una tensión. El ánimo de los emperadores de Francia está perturbado por un amargo, estéril remordimiento.)

OSCURO

Escena IV

Primeramente vemos que un candelabro con bujías encendidas es instalado en una mesa del salón izquierda. La luz se hace un momento después en el despacho del Papa Pío IX, en el Vaticano. El Papa estará de espaldas al público todo el tiempo.

LA VOZ DE CARLOTA (Mientras son instaladas las luces.) Veneno, Santo Padre, ¡veneno! Veneno de Europa, cáncer de Europa. Se hace la luz.

EL PAPA Serenaos, hija mía querida. Vuestra causa es noble y piadosa y requiere toda vuestra serenidad.

CARLOTA Hemos sido traicionados, Santo Padre. No sabéis lo que ha sido esta tortura de tres años. Siempre la duda, siempre la incertidumbre. Y Napoleón lo esperaba todo entre tanto. Esperaba que Maximiliano fuera malo, débil, y cruel, y faltara a su palabra.

EL PAPA Hija mía, la política de los hombres es tortuosa, y el poder temporal los alucina y a veces los envilece. Es el precio del poder temporal. Pero no debéis perder la confianza.

CARLOTA Vuestras palabras me alivian tanto, Santo Padre. Yo sé que Dios está con Maximiliano porque su causa es buena, porque él es bueno y limpio.

EL PAPA Dios da su corona a los buenos, y es una corona más bella que la corona imperial, hija mía. Decís que vuestro esposo quiere salvar a la Iglesia en México, en el país de la Guadalupana, y ésa es una grande y noble acción. Pero ¿abrogará entonces esas leyes tan parecidas a las de Juárez, que nos separaron?

CARLOTA Os aseguro, Santo Padre, que si aceptáis el concordato todo se arreglará. ¿No representa mucho acaso para la Iglesia contar con un príncipe católico en América?

EL PAPA Hija mía, he luchado y lucharé con todas mis fuerzas por el dogma de la infalibilidad pontifical y por el dogma de la Inmaculada Concepción, y creo que Dios se dignará coronar mis esfuerzos. Pero veo esfumarse poco a poco el poder temporal de la Iglesia. Dios sabe por qué y su voluntad sea hecha. Mi influencia secular es nula casi. Los reyes, los príncipes y los ministros se abandonan a sus ambiciones de poder y olvidan a la Iglesia, y los pueblos se encrespan como las aguas del mar y olvidan a Dios. Vivimos una época extraña y difícil. Maximiliano mismo ha cedido a la influencia del siglo; pero yo sé que es bueno. Haré cuanto pueda por vos y por él, cuanto pueda por el pueblo de México; pero hay que volverlo a Dios.

CARLOTA Gracias, Santo Padre, muchas gracias. Un barco tan largo que parecía que nunca llegaría yo al fin. Maximiliano tenía razón. Leal como siempre, me dijo: Si Napoleón duda o niega, acude al Santo Padre, proponle un concordato. Pero no podía yo llegar al otro extremo del barco. (Reacciona.) ¿Qué es lo que he dicho, Santo Padre?

EL PAPA Dijisteis que Maximiliano tenía razón.

CARLOTA ¿Nada más, Santo Padre?

EL PAPA Estáis cansada y débil, hija mía. Vuestra prueba es dura, pero Dios sólo manda esas pruebas a los que son grandes y limpios de corazón. Tomaréis una taza de chocolate conmigo.

CARLOTA (En un monótono.) No sé si pueda. Estoy saturada del veneno de ese hombre. Todo lo que tomo se convierte en veneno. Lo negó todo, ¡todo!

EL PAPA Debéis perdonar y olvidar, hija mía. Los imperios de la tierra duran poco. Los tronos temporales son de ceniza y las coronas son de humo. El hombre es una sombra por la que pasan brevemente la sangre y el sol de la vida. Pero debéis confiar también, y descansar un poco. Se levanta y, siempre de espaldas, llama tirando de un cordón de seda.

CARLOTA (En un monótono.) No me digáis eso, Santo Padre, por favor. ¿Cómo podría yo descansar ni cerrar los ojos mientras Maximiliano vela y espera? Quizás se bate a estas horas, y yo no he conseguido nada. Me han rechazado dondequiera y Napoleón quería dar un baile para mí. Es amargo. ¿Cómo podría yo llegar al otro extremo del barco? Todas las gentes me miraban en Saint-Cloud como si hubiera estado loca, y Napoleón sonreía. El veneno sonreía. (Transición.) ¿Qué es lo que he dicho, Santo Padre?

EL PAPA Nada, hija mía. El recuerdo de vuestro esposo llena vuestro corazón y vuestra mente. Entra un Monseñor llevando una charola en la que hay tres tazas y el chocolate del Papa, que lo sirve en persona. El Monseñor dice algo al oído de Su Santidad. El Papa mueve afirmativamente la cabeza. El Monseñor sale. Esto os reanimará. Viene de vuestro Imperio, hija mía. Carlota acepta, un poco mecánicamente, la taza que le tiende el Papa, y la lleva a sus labios.

CARLOTA Dije que me miraban como si pareciera yo loca. No, no puede ser. ¿Creéis que estoy volviéndome loca, Santo Padre?

EL PAPA Dad un poco de reposo a vuestra imaginación, hija querida. Entra un Cardenal. Saluda al Papa y a Carlota; el Papa lo mira; el Cardenal mueve negativamente la cabeza. El Papa le indica con un gesto el chocolate; el Cardenal sirve.

CARLOTA (Dando un sorbo.) Es un buen chocolate éste. El sabor me recuerda las tardes con Maximiliano, haciendo planes para el bien de México. (Reacciona.) Santo Padre, el concordato es el único remedio. Decid que sí.

EL PAPA Os explicaba antes, hija mía, que la Iglesia pierde su poder temporal. Si accediéramos al concordato no podríamos ayudaros más que moralmente. La Iglesia es pobre y nos inquieta, ya os lo dije, ver que hace presa en Maximiliano ese espíritu del siglo.

CARLOTA Pero él ayudará a la Iglesia, Santo Padre. Podríamos ir más lejos aún. Vuestra Santidad puede aliar a todos los países cristianos de Europa, recordar sus deberes a Francisco-José; yo convenceré a Leopoldo. Napoleón tendrá que someterse. Sería como una cruzada. No podéis negaros.

EL PAPA Un pontífice no puede negarse sin negar a Dios. Pero también os dije antes que mi influencia es nula.

CARLOTA Es claro, claro. (Deja su taza.)

EL PAPA ¿Os sentís mejor, hija mía?

CARLOTA Me siento perfectamente, Santo Padre. He abusado de mis nervios, y luego esa entrevista con el hipócrita Napoleón me puso fuera de mí. Pero estoy perfectamente, os lo aseguro.

EL PAPA Dios sea loado. Id ahora, señora, id tranquila. Tenéis nuestra bendición. Volved con vuestro esposo y tranquilizadlo. Entre tanto yo pensaré las cosas, y espero que Dios me permita ayudar a la buena causa.

CARLOTA ¿Qué decís, Santo Padre? Yo no puedo volver antes de que firméis el concordato. Necesitamos dinero y soldados. Todavía tengo que ir a Austria y a Bélgica, a buscar esa alianza. Es preciso que todo quede arreglado cuanto antes. Si Vuestra Santidad acepta el concordato, tendré éxito. Tengo confianza, pero no hay tiempo que perder. Busco por dondequiera y no encuentro tiempo ya, ni un minuto, ni una migaja de tiempo para nosotros.

EL PAPA Siempre hay tiempo, hija mía, y hay un tiempo para cada cosa. Id ahora y descansad. Es tiempo de eso. (Se vuelve al Cardenal.) Acompañaréis a Su Majestad, Cardenal. Quizás le sentaría bien un paseo por los jardines antes de salir de esta casa. Y recomendad a sus damas que la hagan descansar.

CARDENAL Así lo haré, Santidad. El Papa tiende la mano a Carlota, que besa el anillo pontificio y se dispone a partir. Llega hasta la puerta y se vuelve.

CARLOTA No puedo irme, Santo Padre.

EL PAPA ¿Qué decís, hija mía?

CARLOTA No puedo irme. Sabéis de sobra, os lo he dicho, que los esbirros de Napoleón me persiguen.

EL PAPA Vamos, hija mía, vamos. El Emperador puede ser débil, pero no es malo, y no os haría daño nunca.

CARLOTA No lo conocéis bien. Él lo planeó todo. Nos envió a México para robar, para matar, no para gobernar en paz y en amor. Os digo que me ha envenenado, Santo Padre.

EL PAPA Señora, tendré que reñiros. Decís cosas pueriles y vuestra desconfianza por Napoleón os hace creer lo que vuestra imaginación quiere. Además, perjudica vuestra causa.

CARLOTA ¿También vos me creéis loca entonces, Santidad?

EL PAPA No he dicho eso, hija mía, entendedme.

CARLOTA Loca. Es natural. Napoleón lo dice a quién quiere oírlo: «Carlota Amalia está loca. Carlota Amalia está loca». ¿Cómo se atrevería a desafiar al Emperador de Francia, a ofenderlo, si no es porque está loca? Si no está loca, ¿a qué ha venido a Europa abandonando a su marido? Cree que tenemos compromisos con ellos. No han sabido gobernar en su imperio, y ahora pretenden que Francia los sostenga en el trono, en un trono hecho de cenizas como dijisteis. Santidad. Es claro que está loca: llama demonio a Su Majestad el Emperador de los franceses. ¿Lo haría si estuviera cuerda? México la ha trastornado. ¿No pretende inmiscuir a Europa en los asuntos de México? Pide dinero, pide ejércitos. Nosotros la ayudamos antes, toda Europa lo sabe; los ayudamos desinteresadamente, y ahora que no podemos seguir haciéndolo se vuelve contra nosotros. Habla de conspirar, de derrocar el Imperio de Francia porque ni ella ni su marido han sabido gobernar. ¿Qué sé yo si no se me ha adelantado ya ante vos? Parece que lo oigo: «Santo Padre, esa pobre mujer os dirá mal de mí. La compadezco profundamente, pero nada puedo hacer por ella. Quiere encender la guerra en Europa y la revolución en Francia por su Imperio de México. Os digo que su cabeza anda mal, Santo Padre».

EL PAPA (Muy conmovido.) Hija mía…

CARLOTA No conocéis a Napoleón, Santidad, eso es todo. Yo lo he visto mentir y engañar durante tres años por boca de su lacayo Bazaine. Tiene poder suficiente para destruirme, para influir en el ánimo de todos los monarcas de Europa, aun sobre vos mismo. Prometerá aquí y allá, como promete siempre, y lo creerán porque es Emperador de Francia y porque Francia está en el corazón de Europa y es el cerebro de Europa. Os impedirá ayudarme, Santo Padre, lo sé.

EL PAPA Nuestro reino no es de este mundo, hija mía, y Napoleón no es nuestro rey. Os suplico que no creáis en rumores, que no escudéis vuestra causa tras una mala pasión contra el Emperador. Os restará partidarios, comprendedlo.

CARLOTA Lo comprendo muy bien, Santidad, pero no tengo armas.

EL PAPA Tenéis a Dios.

CARLOTA Dios ayuda a Napoleón, no a Maximiliano.

EL PAPA ¿Estáis ciega al extremo de blasfemar así, señora?

CARLOTA ¿Veis cómo me creéis loca vos también? Me creéis loca porque defiendo la vida de mi esposo; pero no se trata sólo de nuestras vidas. Santidad. Se trata de nuestro poder; se trata de una idea política, de un país que os interesa salvar para Dios, que estará perdido para la Iglesia si Juárez triunfa. Se trata de una causa.

EL PAPA Si vuestra causa es buena, podéis estar segura de que Dios estará con vosotros.

CARLOTA «Si, sí, sí.» Vos también parecéis dudarlo. ¿Por qué? Porque Maximiliano promulgó unas leyes que eran necesarias. Yo sé que fue el diablo el que nos llevó a México, Santidad, lo sé ahora, y el diablo es Napoleón. Pero Dios no puede abandonarnos allí ni dejar que perezcan la bondad y la fe de Maximiliano.

EL PAPA Detrás de cada acto del diablo hay un acto de Dios, hija mía. Ese pobre pueblo os necesitaba sin duda.

CARLOTA ¿Verdad que sí? ¿Verdad que sí, Santo Padre?

EL PAPA Estoy seguro, señora.

CARLOTA ¿Qué esperáis entonces? Aceptad el concordato, Santidad.

EL PAPA Es doloroso decíroslo, pero pedís un imposible, hija mía.

CARLOTA ¿Veis cómo tenéis miedo de Napoleón también vos y cómo Napoleón, cómo el diablo os maneja? Enviad embajadores, Santidad; haced venir a Roma a los monarcas cristianos, para que juzguen y firmen la alianza. Si no os atrevéis solo, llamadlos. Es el momento. Podréis reforzar el poder temporal de la Santa Sede, minado por Napoleón y por Cavour. Podéis hacer caer a Napoleón al salvar a México. Porque no se trata sólo de México, sino del mundo entero, de Europa, que caerá en guerras y catástrofes si la Iglesia pierde su poder, si Napoleón sigue gobernando, si la dinastía de los advenedizos se perpetúa.

EL PAPA Hija mía, volvéis a ofuscaros. Olvidad el odio, que es un caballo negro y desbocado. Apelad al amor y conseguiréis vuestro propósito. Y os prometo ayudaros.

CARLOTA Así decía Max. Amor, amor, ¡amor! Vedlo ahora, traicionado por Napoleón, sin dinero, sin hombres, luchando él solo por la causa del amor en la tierra. ¿No sabéis que si yo hubiera prometido tierras y oro y plata a Napoleón, él habría sido servil y bajo y me habría dado cuanto le pidiera? ¿No sabéis que los príncipes se reirán de mí si les hablo de la causa del amor? Max no quiere tocar la tierra de México y yo no puedo traicionarlo. ¡No puedo! Tengo que volver a él, tengo que verlo en seguida, tengo una idea, la única idea de salvación. ¡Pronto! Decid a Su Majestad el Emperador que necesito hablarle luego. Es urgente. El Papa y el Cardenal cambian una mirada.

CARLOTA ¿Por qué me miráis así? ¡Ah, ya entiendo! Napoleón os lo ha dicho, Eugenia lo contó en el baile. ¡No, no, no! Yo no estoy loca, Santo Padre. Estoy envenenada pero no estoy loca. ¡Os digo que no estoy loca! Cae en el sillón y se queda allí quieta, mirando al vacío. Sólo sus manos, llenas de angustia, denuncian la vida en ella.

EL PAPA Cardenal, decid al séquito de la Emperatriz que Su Majestad dormirá esta noche en el Vaticano. No creo prudente dejarla salir en este estado.

CARDENAL ¿Una mujer en el Vaticano, Santidad?

EL PAPA Quizás la única en la historia. Infortunada. ¿Cómo podemos abandonarla si su corona es de espinas y de sombra? Id, Cardenal. El Cardenal se inclina y sale. El Papa se acerca a Carlota —sin dar el frente— y junta las manos como si orara. Carlota, que había estado mirando al vacío, siente de pronto la presencia del Papa. Se vuelve y dice con imperio:

CARLOTA ¡Este barco tan largo! ¿Habéis avisado a Su Majestad el Emperador que lo espero?

EL PAPA (Volviéndose de frente por única vez y alzando los ojos al cielo.) Su Majestad el Emperador está ya con vos, señora. Une las manos en oración. Carlota clava otra vez su mirada en el vacío.

TELÓN

Acto III

Escena Primera

Salón en el castillo de Miramar. 1866. Atardecer. Aparecen en escena Carlota, el Alienista, la Dama de honor, el Chambelán.

CARLOTA (Sentada en un amplio sillón.) Traed luces, ¡traed luces!

ALIENISTA En seguida, Majestad. Enciende las dos bujías de un candelabro, y se acerca a la Emperatriz colocando el candelabro sobre una mesa.

ALIENISTA ¿Vuestra Majestad duerme bien?

CARLOTA ¿Es acaso el momento de dormir?

DAMA DE HONOR Su Majestad duerme a veces con los ojos abiertos, doctor. Yo no podía creerlo, pero ayer noche me convencí.

ALIENISTA Preferiría, señora, si me perdonáis, que Su Majestad se esforzara por contestarme ella misma.

DAMA DE HONOR (Ofendida.) Perdonad, doctor.

ALIENISTA En todos los casos en que Su Majestad no pueda responder, os agradeceré vuestra intervención. Decidme algo. ¿Os habéis separado de Su Majestad?

DAMA DE HONOR Ni de día ni de noche.

ALIENISTA ¿Tiene un sueño agitado, como si tuviera ensueños? ¿Habla al dormir?

CARLOTA.— ¿Quién habla de dormir? En su despacho del castillo la luz está encendida siempre. Vela.

DAMA DE HONOR Es una cosa extraña, doctor; no sé si Su Majestad sueña o no. Hasta ahora no ha hablado. Parece más bien como si hiciera esfuerzos por callar. Aprieta los dientes y los labios. Y aun cuando cierra los ojos, da la impresión de estar despierta siempre.

ALIENISTA Está en tensión. Gracias, señora. ¿Querría Vuestra Majestad levantar su mano derecha?

CARLOTA ¿Quién vela en ese castillo? No sé ya cuál castillo es ni quién está en él. ¡Tantos castillos!

ALIENISTA Majestad… ¡Majestad! Carlota alza lentamente los ojos hacia él. ¿Querría Vuestra Majestad levantar su mano derecha en el aire? Así.

CARLOTA ¿Para qué?

ALIENISTA Quisiera ver de cerca esa sortija, Majestad. Carlota mira su mano y la alza lentamente. El alienista la toma entre las suyas. ¿Puede Vuestra Majestad mover ese dedo, el dedo en que tiene la sortija?

CARLOTA ¿Mover mi dedo? ¿Cómo?

ALIENISTA Así.

DAMA DE HONOR Es como un juego, señora. Así.

CARLOTA Ciertamente. (Mira su mano en alto, le da vuelta y mueve otro dedo que el requerido.)

ALIENISTA ¿Podría yo ver ahora la mano izquierda de Vuestra Majestad, la otra mano? Carlota junta sus manos abajo, las mira lentamente. Al cabo de un instante alza, con una sombra de sonrisa, la mano derecha, que el Alienista toma.

ALIENISTA (A la Dama de honor.) ¿Tenéis un alfiler, señora?

DAMA DE HONOR (Buscándose y dándolo.) Aquí está. El Alienista toma el alfiler y lo hunde en la palma de la mano de Carlota, que permanece inmóvil y abstraída.

DAMA DE HONOR ¡En nombre de Dios! ¿Qué hacéis, doctor?

ALIENISTA Como veis, señora, Su Majestad no ha sentido nada.

CARLOTA ¿Por qué no habéis traído las luces? ¿No os dije acaso que las trajerais?

ALIENISTA En seguida, Majestad. Toma otro candelabro de dos velas, que enciende en la llama de una de las encendidas, colocándolo al otro extremo de la mesa.

CARLOTA ¿Quién está en el castillo? ¿Qué castillo es ése?

ALIENISTA ¿Come con apetito Vuestra Majestad? (Carlota no responde.) ¿Quiere comer algo Vuestra Majestad? ¿Comer?

CARLOTA ¿Es hora de comer acaso?

CHAMBELÁN Permitid que os conteste, doctor. Su Majestad se niega a comer y a beber desde que salimos de Roma. Lo rechaza todo hablando de venenos, pero… (Duda.)

ALIENISTA ¿Pero…? Os ruego me digáis todo cuanto pueda ayudar al examen.

CHAMBELÁN Me avergüenza decirlo. Luego, Su Majestad busca a hurtadillas las provisiones, y se esconde para comerlas.

ALIENISTA ¿Las roba?

CHAMBELÁN ¡Doctor, por favor!

ALIENISTA No hay que ofenderse, caballero. Ese instinto es normal en los niños, en los dementes y en los gobernantes. (Se vuelve a Carlota.) ¿Vuestra Majestad sabe, sin duda, que Su Majestad el Emperador Maximiliano la espera en México? Carlota no responde. El Alienista hace una seña a la Dama de honor.

DAMA DE HONOR Primero Su Majestad no hablaba de otra cosa. Ahora ya no pronuncia el nombre del Emperador.

CARLOTA (Como si oyera en este momento la pregunta del Alienista, con voz blanca y lenta, a la manera de quien mira o toca un objeto extraño.) El Emperador Maximiliano. (Aprieta los dientes.) ¿Quién ha hablado aquí? ¿Quién ha dicho un nombre? ¿Qué nombre era?

ALIENISTA ¿Está contenta Vuestra Majestad de su visita a Roma? ¿Irá Vuestra Majestad a Viena? ¿Se encuentra bien Vuestra Majestad en Miramar?

CARLOTA Tengo que ir a Roma. Tengo que ir a Viena. (Mira sus manos.) ¿Qué es esto? (El Alienista se acerca y mira.)

ALIENISTA (Con deliberada lentitud.) Vuestra Majestad tiene una gota de sangre en la mano.

CARLOTA Esas luces que pedí, esas luces. El Alienista hace una seña al Chambelán, que se apresura a encender dos velas más, colocando un tercer candelabro en la mesa.

ALIENISTA Una gota de vuestra propia sangre, Majestad. Carlota mira curiosamente sus manos.

CARLOTA No puedo ver sin luces. Claro. El Chambelán acerca un candelabro de tres velas, que enciende, colocándolo en la consola próxima.

CHAMBELÁN (A media voz.) ¿Qué significa esto? ¿Se ha afectado la vista de Su Majestad también?

ALIENISTA No lo creáis, caballero. Toma uno de los candelabros y lo pasa dos veces por delante de los ojos de Carlota, que no parpadea.

DAMA DE HONOR (En un grito sofocado.) ¡Dios mío! ¿No ve?

ALIENISTA No es eso, señora. Su Majestad ve perfectamente —pero está mirando a otro lado— un lado hacia el cual no podemos ver nosotros. (Posa el candelabro.)

CARLOTA Una gota de sangre.

ALIENISTA Majestad… Majestad… ¡Majestad!

CARLOTA Callad. No podemos hablar aquí. He jurado que no hablaría. Tengo que ir a París para algo. Os lo diré todo en París.

ALIENISTA ¿Habéis olvidado que estamos ya en París? Vuestra Majestad puede hablar libremente.

CARLOTA Es verdad. Nadie debe saber que estamos en París. Quería deciros algo —tenía algo que deciros—. (Busca.) ¡Ah, sí! Os lo diré más tarde. No tenemos tiempo, ¿no veis? No tenemos tiempo.

ALIENISTA Muy bien, Majestad. (A la Dama de honor.) ¿Reconoce Su Majestad sin intermitencias a todas las personas de su séquito?

DAMA DE HONOR. No creo que nos desconozca, pero no lo sé bien. No habla con nosotros directamente, ni nos llama por nuestro nombre.

ALIENISTA (Al Chambelán.) ¿Reconoció Su Majestad a los miembros de la familia real de Bélgica? ¿Pudo hablar con ellos?

CHAMBELÁN Durante su permanencia en París, Su Majestad escribió a sus hermanos, y a la familia imperial de Austria, que no podía verlos por razones políticas.

CARLOTA (Con un grito desgarrador.) ¡Ay!

DAMA DE HONOR (Acercándose a ella.) ¿Qué ocurre, señora?

CHAMBELÁN (Mismo juego. Simultáneamente.) ¿Qué tenéis, Majestad? El Alienista se limita a acercarse, observando estrechamente a Carlota.

CARLOTA Mi mano, me duele atrozmente esta mano. ¡Tengo sangre en esta mano!

ALIENISTA ¿Dónde exactamente, Majestad?

CARLOTA No podéis verlo en la oscuridad. Traed luces inmediatamente. El Chambelán, atento a la señal del médico, trae y enciende otro candelabro de tres velas, que deposita sobre la consola.

ALIENISTA ¿Os duele aún, Majestad?

CARLOTA Atrozmente, os digo, ¡atrozmente! El Alienista toma la mano de Carlota y pasa un pañuelo blanco por ella.

ALIENISTA Con esto desaparecerá vuestro dolor, señora.

CARLOTA (A media voz, mirando su mano.) ¡Oh! ¡Ay! ¡Ay!

DAMA DE HONOR ¿Tiene dolor en efecto? ¡Parece sufrir tanto!

ALIENISTA Su Majestad está fingiendo. (La Dama de honor se muestra ofendida.) Preguntádselo vos misma, señora.

DAMA DE HONOR ¿Sufre mucho Vuestra Majestad de su mano? (Carlota la mira sin responder.) ¿De su mano? Carlota mira sus manos una tras otra y mueve afirmativamente la cabeza.

CARLOTA (Con voz blanca.) Mi mano.

ALIENISTA ¿Está sujeta su Majestad a accesos frecuentes de cólera, o persiste más bien en su abatimiento? ¿Se exaspera con facilidad?

DAMA DE HONOR El otro día rompió un gran jarrón de porcelana de Sèvres. No parece escucharnos; pero se enfada si insisto en que coma.

CHAMBELÁN Pero lo hace de un modo, diría yo, impersonal, extraño.

ALIENISTA (A Carlota.) Majestad, ¿para qué queréis tantas luces? (Bruscamente.) ¿Qué quiere hacer Su Majestad con todas esas luces? ¡Vamos, pronto o las apago todas!

CARLOTA He pedido luces, pero nadie quiere traerlas ya. Ellos se niegan siempre.

ALIENISTA Las traeré yo mismo, Majestad. Hace una seña al Chambelán, que sale y regresa un instante después llevando un tercer candelabro de tres velas, ya encendidas. El Alienista lo toma y se acerca a Carlota. Aquí las tenéis señora. Os digo que aquí tenéis las luces, ¿me oís?

CARLOTA. Hace ya mucho tiempo que espero en la oscuridad. ¿Oír? Nadie me oye. (Como con una idea repentina.) Traedlas vos mismo, os lo ruego, traed muchas. El Alienista deposita el tercer candelabro de tres velas en la consola y vuelve a Carlota.

ALIENISTA Señora, han llegado noticias de Su Santidad ahora mismo. (Carlota no se interesa.) Buenas noticias, Majestad. (Saca un papel de su bolsa.) Mirad aquí el pliego. Es preciso que os enteréis, señora. Su Santidad ha aceptado. ¡El concordato es un hecho! Le pone el papel en las manos, Carlota lo mira, lo despliega; algo parece interesarle profundamente en él. Lo dobla, mira a todas partes y lo oculta en su seno.

CARLOTA (A media voz.) ¿Acaso podía ser de otro modo? El Alienista mueve la cabeza y reflexiona mientras pasea un poco, con las manos atrás. Parece tomar al fin una gran decisión. Se acerca a Carlota y pone el pulgar de su mano izquierda sobre la frente de la Emperatriz.

ALIENISTA (Su voz crece poco a poco, como si gritara en un pozo.) Ruego a Vuestra Majestad que me mire. Miradme, señora, ¡miradme! ¡Os digo que me miréis, señora! (Baja la voz.) Fijad vuestros ojos en mí. Vuestros ojos, vuestros ojos. Carlota alza lentamente los ojos hacia el Alienista. Se estremece y trata de bajar la cabeza, pero él se lo impide. Entonces, con los ojos fijos en ella, ejecuta con la mano derecha algunos pases magnéticos. El Chambelán y la Dama observan la escena con un estremecimiento. ¿Podéis oírme, Majestad? ¿Me oís?

CARLOTA Os oigo perfectamente.

ALIENISTA Voy a haceros tres preguntas, señora, tres preguntas.

CARLOTA Tres preguntas.

ALIENISTA ¿Queréis volver al lado de vuestro esposo el Emperador Maximiliano? (Carlota calla.) ¿Queréis volver al lado de Maximiliano?

CARLOTA (Estallando en un gran grito.) ¡Todo está a oscuras, todo! Y todas las puertas son iguales, iguales —abren y cierran igual— lo mismo, lo mismo. No llevan adentro, no llevan afuera. ¡No! ¿No habéis oído? ¡Noticias de Su Santidad! ¡Aquí están, aquí están! (Agita un pliego imaginario en su mano.) Buenas noticias, ¿No es verdad? Mi cuñado me lo ha dicho. Vos lo dijisteis, Franz. Es espantoso. Todas las puertas son iguales. ¡Todo a oscuras! ¡No puedo leerlas, no puedo! Se levanta en un gran impulso y entra en una furia mecánica; golpea el suelo con el pie y va de un lado a otro mientras habla. ¡No puedo esperar más! ¡Os he pedido luces! A una señal del Alienista, el Chambelán corre por otro candelabro, éste de cuatro velas encendidas. Su retorno coincide con la salida de la Dama de honor. Carlota habla siempre. Pero no puedo decir nada tampoco. Juré no decir nada, callar los nombres. ¡Luces ya! La Dama de honor, a una indicación muda del Alienista, sale y vuelve con otro candelabro de cuatro velas. Su regreso coincide con la salida del Alienista. Ahora tengo que callar. He hablado demasiado. Ahora todos conocen mi pensamiento. No es verdad, nadie lo conoce, ¡nadie puede conocerlo! ¡Traed luces! El Alienista sale y regresa a su vez con un tercer candelabro de cuatro velas. Él, la Dama de honor y el Chambelán conservan sendos candelabros en la mano mientras observan y rodean a la Emperatriz.

CARLOTA Es una cosa que sólo sabemos nosotros, nosotros, nosotros. ¿Quiénes somos nosotros? Baja la voz hasta que sólo deja escapar sonidos casi inarticulados. A veces sobresale la palabra callar, la palabra silencio, la palabra sombra.

DAMA DE HONOR ¡Doctor! ¿No podéis hacer nada?

ALIENISTA Su Majestad ha perdido el dominio de sus sensaciones, de sus centros nerviosos, la noción del lugar. Si Su Majestad Francisco-José me autoriza, someteré a la Emperatriz a un tratamiento. Pero será largo. (La Dama de honor llora.)

CHAMBELÁN Yo debo escribir a Su Majestad el Emperador Maximiliano. ¿Puedo decirle…?

ALIENISTA Podéis decirle que tengo pocas esperanzas. (El Chambelán baja la cabeza.)

DAMA DE HONOR No es posible. Algo habrá que…

CHAMBELÁN La medicina ha progresado tanto, doctor; es preciso que… Carlota continúa paseando y mascullando frases en un decrescendo.

ALIENISTA Mi ciencia tiene un límite, y Su Majestad se encuentra en la etapa más incierta de su mal. Lucharé por salvar su razón. (Con una idea de pronto.) Venid, acercaos con vuestros candelabros. Repetid lo que yo diga. (Los tres rodean a Carlota.) ¿Es esto lo que pedíais, señora? ¿Son suficientes estas luces?

DAMA DE HONOR Aquí están las luces, Majestad. ¡Mirad cuántas!

CHAMBELÁN Las luces que Vuestra Majestad ha pedido.

CARLOTA ¿Pedido? Sí, os he pedido algo, ¿no es verdad? (Se sienta en un sillón.) Esperad… Os he pedido algo. (Repasa los dedos de su mano izquierda con uno de la derecha.) Sí, ya sé. Era… No, no. Esperad, os digo. ¡Esperad! Se reconcentra, mirando al vacío. La luz de las doce bujías forma un círculo fantástico en torno a su rostro. Al fin sonríe débilmente.

CARLOTA Se me ha olvidado. Eso es, eso es. Se me ha olvidado.

OSCURO

Escena II

El doble salón del castillo en Bélgica, en 1927. Carlota, octogenaria, vestida de azul, aparece sentada en un sillón. El profesor Erasmo Ramírez, sentado en el otro sillón, la mira como fascinado. La acción de esta escena se desarrolla en el salón de la izquierda.

CARLOTA Olvidado. Se me ha olvidado. Esperad. Sí, sí, eso es. Un papel… Un papel con orla de luto. ¿Por qué? Yo escribí una carta. Esperad. Oigo un ruido. Alguien ha roto un jarrón de Sèvres. No —lo he perdido. No me deja pensar un rumor de campanas— veo petardos y flores, y mi hermano Leopoldo sonríe, con su gran barba negra.

ERASMO Quizás la anexión del Congo. 1885.

CARLOTA Esperad, os digo. Oigo más campanas, pero no son alegres. Oigo los golpes mesurados del bedel sobre las losas y veo un hisopo que se agita en el aire.

ERASMO Leopoldo II ha muerto. 1909.

CARLOTA Y otra vez cintas y flores, carillones y salvas… Hay alguien en la silla del trono. No distingo bien.

ERASMO Alberto I es coronado. 1909.

CARLOTA Gritos por dondequiera. Esperad. ¿Por qué gritan así? Las campanas están doblando, pero los gritos llegan más alto. Algo zumba allá arriba. Es exasperante, horrible. ¿Qué ruido es ése? (Escucha.) Ahora. ¿Oís? Otra vez. Otra vez. Otra vez. Es un ruido sordo y largo que no me deja dormir. Quiero dormir. Hay que cerrar todas las puertas, todas las ventanas. Allí está de nuevo. ¿Oís? (Presta el oído.) Todavía. ¿Oís? ¿Oís el trueno?

ERASMO 1914.

CARLOTA Y ahora las campanas. Nunca había oído tantas campanas. ¡Mis pobres orejas! ¿Por qué ríe todo el mundo? Las gentes corren como llamas. Nadie me hace caso.

ERASMO 11 de noviembre de 1918.

CARLOTA Yo escribí una carta. Pero ¿por qué tenía el papel un filo negro? Esperad. Tengo que acordarme. (Se lleva las manos a la frente.).

ERASMO (Citando libremente.) Quizás ésta. 1868. «Señora: Mucho os agradezco la expresión de pesar que me enviáis por la muerte de mi muy amado esposo el Emperador Maximiliano. Vuestras palabras me traerían consuelo si un dolor tan grande pudiera ser consolado…».

CARLOTA ¡No! ¡No! ¡Max! (Mira sus manos de pronto.) ¿De quién son estas manos? (Las agita en el aire, como para cambiarlas por otras más jóvenes. Luego se toca el rostro y los cabellos, lentamente, una y otra vez.) Éste no es mi rostro. Y estos cabellos muertos… ¿Qué quieren decir esto? ¿De quién son estas manos? ¿Por qué? (Se levanta, trágica, seca figura.) ¿Qué lugar es éste?

ERASMO El castillo de Bouchout en Bruselas, 1927. Carlota se vuelve a él, irguiéndose.

CARLOTA ¿Qué es lo que habéis dicho?

ERASMO (Levantándose, inflexible.) Bruselas. El castillo de Bouchout, 1927.

CARLOTA ¡Es una mentira! (Se palpa.) Pero… este cutis… estos cabellos. Dadme un espejo, ¡pronto! Erasmo señala en silencio la pared divisoria de cristales. Carlota se acerca lentamente y trata de mirarse en los cristales; vuelve la vista a todas partes, toma un candelabro, y se acerca nuevamente a la vidriera, donde mira atentamente su reflejo.

CARLOTA ¡No! ¡No! ¡No! Retrocede. El candelabro se escapa de sus manos. Erasmo lo recoge. ¿Qué cifra es ésa que habéis dicho? ¡Repetidla!

ERASMO 1927. Carlota se deja caer en un sillón, con el peso de un pájaro herido. Al cabo de un momento agita las manos temblorosas en el aire.

CARLOTA 1927. Bruselas. Yo nací en Laeken en 1840. (Cuenta con los dedos.) ¿Ochenta y siete años? ¿Hace ochenta y siete años que nací?

ERASMO Sí, señora.

CARLOTA Os digo que es imposible. Otro siglo. El siglo XX, parecía tan lejano. Esperad. Yo salí de México en 1866. (Trata de calcular.) No puedo. ¿Cuántos años, decidme, cuántos años?

ERASMO (Siempre inflexible.) Sesenta y un años, señora.

CARLOTA No. Esto es un sueño, un sueño ridículo. Estas manos. ¿Habéis visto estas manos? (Erasmo asiente.) ¿Son mías? (Erasmo asiente. Carlota mira sus manos y se vuelve a Erasmo, desconfiada de pronto.) Estáis mintiendo. ¿Sesenta y un años? No, me quitaré estos guantes horribles… ¿Quién sois vos? ¿Qué hacéis aquí? No os conozco.

ERASMO (Con suavidad.) Soy un mexicano, señora.

CARLOTA Salid en seguida. ¿Dónde están mis damas, mis chambelanes, mis guardias? ¡Salid! Erasmo se dirige hacia la puerta. Llegado a ella, se vuelve.

ERASMO (Adaptándose al tratamiento convencional, para no complicar más la situación.) Perdone usted, perdonad, señora, pero no puedo irme así nada más. He hecho el viaje desde México hasta Bruselas para hablar con vos. Permitid que me quede. Si me fuera ahora, sería con odio en mi corazón.

CARLOTA Esperad. Una carta con orla de luto. ¿Qué decía esa carta?

ERASMO (Citando.) «… por la muerte de mi muy amado esposo el Emperador Maximiliano. Vuestras palabras me traerían consuelo si un dolor tan grande pudiera ser consolado».

CARLOTA Yo sabía eso, yo lo sabía. ¿Cómo conocéis vos esa carta?

ERASMO He visto una copia en México, señora.

CARLOTA Siento como si de pronto pudiera yo comprender todas las cosas, y esto no me tortura. No me asfixia. «La muerte de mi muy amado esposo el Emperador Maximiliano». ¿Cuándo? ¿Cuándo?

ERASMO (El último golpe.) Querétaro. El 19 de junio de 1867.

CARLOTA Esperad. El 19 de junio de 1867. 1927. Sesenta años. ¿Queréis decir que hace sesenta años que él me espera? (Erasmo asiente.) Es monstruoso. Es monstruoso. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cometí un crimen tan grande para merecer esta separación? No entiendo, no entiendo. Esperad. (Reflexiona profundamente.) Decidme: ¿Napoleón?

ERASMO (Mecánico como un profesor.) Alemania derrotó e invadió a Francia en 1870. Napoleón murió en Chislehurst en 1873.

CARLOTA El Papa me lo dijo, lo recuerdo. Los imperios duran poco y los tronos están hechos de ceniza. Esperad. ¿El Papa?

ERASMO Muerto en 1878.

CARLOTA No… ¿Bazaine?

ERASMO (Mismo juego.) Bazaine traicionó a Francia y vendió a Napoleón en Metz en 1870. El comprador fue Bismarck, muerto en 1898. Bazaine fue condenado a muerte en 1873, su pena conmutada por la de prisión. Se evadió y murió en España abrumado por el desprecio de todos los hombres.

CARLOTA Yo lo sabía, yo lo sabía. ¿En qué año?

ERASMO En 1888.

CARLOTA Napoleón seis años después; Bazaine veintiún años después. Claro. Claro.

ERASMO (Aportando voluntariamente el dato.) Francisco-José murió en 1916. Su hijo Rodolfo se suicidó en Mayerling en 1889. Profesaba las ideas liberales de Maximiliano. La dinastía de los Habsburgos ha dejado de reinar. Austria y Alemania son repúblicas.

CARLOTA Quizá también él necesitó apoyar su trono sobre bayonetas extranjeras. Abdicar o morir. ¿Y Victoria?

ERASMO Reina de Inglatera, Emperatriz de las Indias. Murió en 1901, a los ochenta y dos años. Inglaterra y Francia ganaron la guerra contra Austria y Alemania en 1918, señora, con los Estados Unidos. También Francia es república.

CARLOTA ¡No, no, no! Esperad. ¿Qué vértigo aterrador es éste? Todos han muerto ya. ¿Quién vive entonces? ¿Quizás Eugenia de Montijo?

ERASMO La ex-Emperatriz Eugenia murió en Madrid, en 1920, señora, hace siete años. Carlota se levanta; da lentamente algunos pasos.

CARLOTA Todos han muerto aquí, y yo sobrevivo. ¿Por qué? ¿Por qué? (Se vuelve a Erasmo y lo examina con lentitud.) ¿Por qué creí que erais el señor Juárez? No lo sois, ¿verdad?

ERASMO Como él soy indio zapoteca, señora, y nací en Oaxaca. Benito Juárez murió el 18 de julio de 1872.

CARLOTA Cinco años después. Aun él murió.

ERASMO Su espíritu vive, señora.

CARLOTA Dios ha sido justo con todos. A cada uno le dio la muerte a la hora justa. ¿Por qué no a mí? ¿Por qué se ha olvidado de mí? ¿Por qué? Era mejor no saber nada, no sentir nada más que la conciencia borrosa de haber muerto hace mucho tiempo, hace sesenta años, en otro siglo, en otro mundo diferente de éste de espectros que se levantan en torno a mí y que me esperan como él desde entonces. ¿Vive este mundo de hoy y qué quiere? Decídmelo.

ERASMO Señora, ¿recordáis esos horribles zumbidos que escuchabais en el cielo de Bélgica en 1914? (Carlota asiente, repitiendo el año.) Eran aviones, señora. Pájaros fabricados por la mano del hombre.

CARLOTA Leonardo, Montgolfier… Era yo muy pequeña cuando subió alguien en un globo… me asusté y me reí.

ERASMO El hombre puede volar hoy, señora, pero eso no lo aleja de sus viejos instintos. Como los seres de ayer, busca el poder siempre, busca la conquista por la fuerza, el mal.

CARLOTA Como yo. ¿No es eso lo que queréis decir?

ERASMO Sí, señora.

CARLOTA Sesenta años. Sesenta años he llevado en mi cabeza esta pesada corona de sombra, y despierto sólo para adivinar el mismo sentido detrás de las palabras, la misma, tácita afirmación detrás de las miradas. ¿Se me odia en México aún, como entonces? La ambiciosa, la fuerte, la orgullosa, la voluntad diabólica del pobre Max. ¿Nadie va a comprender nunca? ¿Nunca? Soy una mujer vieja, la más vieja del mundo. Sesenta años de locura son más largos que toda la razón humana. Emperatriz tres años con una corona que todos me disputaban —y los he sobrevivido a todos sin saberlo—, arrastrándome como una sombra en Miramar, en Laeken, en Bouchout. Todos deben de haberse preguntado: ¿Y ella cuándo? ¿Cuándo será su turno? ¿Cuándo se confundirá con el polvo como todos nosotros, la ambiciosa, la loca, la Emperatriz en sueños? No tengo más que estas manos viejas y desnudas que no lograron el poder.

ERASMO Señora…

CARLOTA Vuestra mirada hace un momento deletreó el mismo odio que leía yo en todos los ojos que me acechaban en México —el mismo arrepentimiento por habernos llamado— porque fuimos llamados. Él lo decía a menudo y me llamaba su ambiciosa. ¿Ambicioné más que otros acaso? ¿No amé acaso a los indios? ¿Era yo tan extrahumana que nadie pudiera comprender ni excusar? ¿Dónde está mi belleza, mi juventud? ¿Y no bastan acaso sesenta años de vivir en la noche, en la muerte, con esta corona de pesadilla en la frente, para merecer el perdón?

ERASMO Señora, escuchadme, os lo suplico. Yo no soy más que un historiador, una planta parásita brotada de otras plantas, de los hombres que hacen la historia. Yo no quito ni pongo rey. Soy un pobre hombre.

CARLOTA Sois la mirada de México. Y yo no soy ya más que una vieja. ¿Conocéis mis retratos? Cuando los pintores me pintaban, pretendían hacerme más bella. Creían adularme; pero cambiaban lo que no podían reproducir. Yo era como Max: indescriptible. Y he vivido hasta ahora para que nadie me conozca. Está bien. Odiadme. Todo lo que queda del poder que quise alcanzar es eso. Me resigno. Pero decidme, ¿odia México aún a Maximiliano? ¿Odia México aún el amor?

ERASMO Si he venido a buscaros hasta aquí, señora, fue con la más absurda, con la más descabellada esperanza de encontrar una nueva verdad para la historia de México.

CARLOTA Pero no la habéis encontrado, ¿no es así?

ERASMO Hasta ahora no, señora. Estoy en la sombra yo también. No entiendo todavía muchas cosas. La razón misma de que viváis así, por encima de todos los que os amaron, por encima de todos los que os dedicaron su odio, sigue escapándoseme de entre los dedos. Pausa. Carlota se sienta nuevamente, con dificultad.

CARLOTA Antes de iros de aquí, decidme una cosa. Decidme cómo murió Maximiliano. Erasmo inclina la cabeza y se reconcentra.

ERASMO A las siete de la mañana de un día claro…

CARLOTA Ya no olvidaré la fecha. 19 de junio de 1867.

OSCURO

Escena III

Salón derecha. La celda de Maximiliano en el Convento de Capuchinas, en Querétaro. Maximiliano aparece sentado ante una mesa; termina de escribir. Levanta y espacia la vista fuera del ventanillo de su celda y sonríe misteriosa y tristemente. Luego pliega con melancolía sus cartas. Un centinela abre la puerta de la celda y deja entrar a Miramón.

MAXIMILIANO (Sonriendo.) Buenos días, general Miramón.

MIRAMÓN Buenos días, Majestad.

MAXIMILIANO Es un amanecer bellísimo. Mirad aquellas nubes rojas, orladas de humo, que se vuelven luz poco a poco. Nunca vi amaneceres ni crepúsculos como los del cielo de México. En una mañana como ésta resulta fácil pagar la deuda de sangre de Carlos V. ¿No estáis de acuerdo? ¿Habéis escrito a vuestra esposa, a vuestros hijos?

MIRAMÓN Sí, sire. Mejía hace otro tanto.

MAXIMILIANO Pobre Mejía. Se aflige demasiado por mí. Por lo menos, podéis estar seguros de que vuestras cartas serán recibidas. Yo no sé si la Emperatriz podrá leer la mía. Las últimas noticias que tuve me hacen temer por su lucidez más que nunca. (Se acerca a Miramón.) Necesito haceros una confesión. El centinela abre una vez más la puerta. Entra Mejía, muy deprimido.

MAXIMILIANO Llegáis a tiempo, general Mejía. Quiero que los dos oigáis esta carta. No sé por qué, pero no pude resistir la tentación de escribir a mi hijo.

MEJÍA Y MIRAMÓN ¡Señor! ¡Sire!

MAXIMILIANO No. Al hijo que no tuve nunca. (Toma un pliego de la mesa.) Fantasía de poeta aficionado. ¿Qué importancia tiene? A todos los que van a morir se les otorga un último deseo. (Despliega la carta.) ¿Queréis fumar? (Les tiende su purera, Mejía presenta el fuego y los tres encienden ritualmente sus cigarros puros.) Echaré de menos el tabaco mexicano.

MEJÍA (Desesperadamente.) ¡Señor!

MAXIMILIANO ¿Queréis que os lea mi carta? Es muy breve. «Hijo mío: voy a morir por México. Morir es dulce rara vez; el hombre es tan absurdo que teme la muerte en vez de temer la vida, que es la fábrica de la muerte. He viajado por todos los mares, y muchas veces pensé que sería perfecto sumergirse en cualquiera de ellos y nada más. Pero ahora sé que el mar se parece demasiado a la vida, y que su única misión es conducir al hombre a la tierra, tal como la misión de la vida es llevar al hombre a la muerte. Pero ahora sé que el hombre debe regresar siempre a la tierra, y sé que es dulce morir por México porque en una tierra como la de México ninguna sangre es estéril. Te escribo sólo para decirte esto, y para decirte que cuides de tu muerte como yo he procurado cuidar de la mía, para que tu muerte sea la cima de tu amor y la coronación de tu vida». Es todo. La carta del suicida.

MEJÍA ¡Majestad! (Hay lágrimas en su voz.)

MAXIMILIANO (Quemando la carta y viéndola consumirse.) Vamos, Mejía, vamos, amigo mío. Es el último derecho de la imaginación. No hay por qué afligirse.

MIRAMÓN Nunca creí, señor, que el amor de vuestra Majestad por México fuera tan profundo.

MAXIMILIANO Los hombres se conocen mal en la vida, general Miramón. Nosotros llevamos nuestra amistad a un raro extremo; por eso nos conocemos mejor. A propósito, tengo que pediros perdón.

MIRAMÓN ¿A mí, señor?

MAXIMILIANO No os conservé a mi lado todo el tiempo, como debí hacerlo.

MIRAMÓN Perdonadme a mí, señor, por haberme opuesto a la abdicación.

MAXIMILIANO Eso nunca podré agradecéroslo bastante.

MEJÍA No es justo, señor, ¡no es justo! Vos no debéis morir.

MAXIMILIANO Todos debemos hacerlo, general Mejía. Cualquier día es igual a otro. Pero ved qué mañana, ved qué privilegio es morir aquí.

MEJÍA No me importa morir, Majestad. Soy indio y soy soldado, y nunca tomé parte en una batalla sin pensar que sería lo que Dios quisiera. Y todo lo que le pedía yo era que no me mataran dormido ni a traición. Pero vos no debéis morir. Hay tantos indios aquí, tantos traidores, tantas gentes malas, pero vos sois único.

MIRAMÓN Los republicanos piensan que los traidores somos nosotros, Mejía.

MEJÍA Lo he pensado, ¡lo he pensado mil veces! Sé que no es cierto.

MIRAMÓN Quizás seremos el borrón de la historia, pero la sinceridad de nuestras convicciones se prueba haciendo lo que vamos a hacer.

MEJÍA ¡Pero no el Emperador! ¡El Emperador no puede morir!

MAXIMILIANO Calmaos, Tomás —permitidme que os llame así—, y dejadme deciros lo que veo con claridad ahora. Me contasteis un día vuestro sueño de la pirámide, general Miramón, y eso explicó para mí toda vuestra actitud. Vos, Tomás, veis en mí, en mi vieja sangre europea, en mi barba rubia, en mi piel blanca, algo que queréis para México. Yo os entiendo. No queréis que el indio desaparezca, pero no queréis que sea lo único que haya en este país, por un deseo cósmico, por una ambición de que un país tan grande y tan bello como éste pueda llegar a contener un día todo lo que el mundo puede ofrecer de bueno y de variado. Cuando pienso en la cabalgata loca que han sido estos tres años del Imperio, me siento perdido ante un acertijo informe y terrible. Pero a veces la muerte es la única que da su forma verdadera a las cosas.

MIRAMÓN Os admiré siempre, pero nunca como ahora, Majestad.

MAXIMILIANO Llamadme Maximiliano, querido Miguel. En la casa de Austria prevalece una vieja tradición funeral. Cuando un emperador muere hay que llamar tres veces a la puerta de la iglesia. Desde adentro un cardenal pregunta quién es. Se le dice: El Emperador nuestro señor, y el cardenal contesta: No lo conozco. Se llama de nuevo, y el cardenal vuelve a preguntar quién llama; se dan los nombres, apellidos y títulos del difunto, y el cardenal responde: No sé quién es. Una tercera vez llaman desde afuera. Una tercera vez el cardenal pregunta. La voz de afuera dice: Un pecador, nuestro hermano, y da el nombre cristiano del muerto. Entonces se abre la puerta. Quien va a morir ahora es un pecador: vuestro hermano Maximiliano.

MIRAMÓN Maximiliano, me tortura la idea de lo que va a ser de México. Mataros es un gran error político, a más de un crimen.

MAXIMILIANO Yo estoy tranquilo. Me hubiera agradado vivir y gobernar a mi manera, y si hubiéramos conseguido vencer a Juárez no lo habría yo hecho fusilar, lo habría salvado del odio de los mexicanos como Márquez y otros, para no destruir la parte de México que él representa.

MEJÍA Vuestro valor me alienta, señor Maximiliano.

MAXIMILIANO ¿Mi valor? Toda mi vida fui un hombre débil con ideas fuertes. La llama que ardía en mí para mantener vivos mi espíritu y mi amor y mi deseo de bondad era Carlota. Ahora tengo miedo.

MIRAMÓN ¿Por qué, señor?

MAXIMILIANO Miedo de que mi muerte no tenga el valor que le atribuyo en mi impenitente deseo de soñar. Si mi muerte no sirviera para nada, sería un destino espantoso.

MEJÍA No, México os quiere; pero los pueblos son perros bailarines que bailan al son que les tocan.

MAXIMILIANO Ojalá. Un poco de amor me vendría bien. Estoy tranquilo excepto en dos puntos: me preocupa la suerte de mi Carlota, y me duele no entender el móvil que impulsó a López.

MIRAMÓN Ese tlaxcalteca.

MEJÍA Ese Judas.

MAXIMILIANO No digáis esa palabra, Miguel, ni vos esa otra, Tomás. Los tlaxcaltecas ayudaron a la primera mezcla que necesitaba México. Y decir Judas es pura soberbia. Yo no soy Cristo.

MEJÍA Os crucifican, Maximiliano, os crucifican entre los dos traidores.

MAXIMILIANO Sería demasiada vanidad, Tomás, pensar que nuestros nombres vivirán tanto y que resonarán en el mundo por los siglos de los siglos. No. El hombre muere a veces a semejanza de Cristo, porque está hecho a semejanza de Dios. Pero hay que ser humildes. Se escuchan, afuera, una llamada de atención y un redoble de tambores. Se abre la puerta y entra un Capitán.

CAPITÁN Sírvanse ustedes seguirme.

MAXIMILIANO Estamos a sus órdenes, capitán. ¿Puedo poner en sus manos estas cartas? (El Capitán las toma en silencio.) Gracias. Pasad, Miguel; pasad, Tomás. Os sigo. Cuando Miramón va a salir, Maximiliano habla de nuevo:

MAXIMILIANO Miguel… Miramón se vuelve.

MAXIMILIANO Soberbia sería… Sí, eso es, Miguel López nos traicionó por soberbia, por vanidad. Ojalá este defecto no crezca más en México. Hace una seña amistosa. Miramón y Mejía salen. Maximiliano permanece un segundo más. Mira en torno suyo. Hasta muy pronto, Carla. Hasta muy pronto en el bosque. Sale. Un silencio. La luz del sol se adentra en la celda, cuya puerta ha quedado abierta.

LA VOZ DE CARLOTA ¿Y luego?

LA VOZ DE MAXIMILIANO (Lejana pero distinta.) Ocupad el centro, general Miramón. Os corresponde. Soldados de México: muero sin rencor hacia vosotros, que vais a cumplir vuestro deber. Muero con la conciencia tranquila, porque no fue la simple ambición de poder la que me trajo aquí, ni pesa sobre mí la sombra de un solo crimen deliberado. En mis peores momentos respeté e hice respetar la integridad de México. Permitid que os deje un recuerdo. Este anillo para voz, Capitán; este reloj, sargento. Estas monedas con la efímera efigie de Maximiliano para vosotros, valientes soldados de México. Pausa.

LA VOZ DE MAXIMILIANO No. No nos vendaremos los ojos. Morir por México no es traicionarlo. Permitid que me aparte la barba y apuntad bien al pecho, os lo ruego. Adiós, Miguel. Adiós, Tomás.

LA VOZ DEL CAPITÁN ¡Escuadrón! ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego! Una descarga de fusilería.

LA VOZ DE MAXIMILIANO ¡Hombre…! Al mismo tiempo se hace el

OSCURO



ESCENA IV

El doble salón. 1927. El salón de la izquierda reaparece antes de que se extinga la descarga. El salón de la derecha se ilumina poco después. Carlota escucha. Hay una pausa y en seguida estalla, a lo lejos, un disparo aislado: el tiro de gracia. Carlota se lleva la mano al pecho.

CARLOTA (Con voz apenas audible.) Max. (Pausa.) Es extraño, señor. Siento en mí una paz profunda, la luz que me faltaba. Sin quererlo, vos, que me odiáis por México, me habréis traído mi único consuelo.

ERASMO Yo no os odio, señora. Ahora lo veo claramente.

CARLOTA Tengo poco tiempo, señor: es el problema de siempre. ¿Qué debo decir al Emperador?

ERASMO Señora…

CARLOTA No temáis: nadie se vuelve loco dos veces. Sé que el Emperador me espera desde hace sesenta años. Voy a reunirme con él.

ERASMO (Levantándose y hablando con lentitud y con sencilla solemnidad.) Señora, he tardado en ver las cosas, pero al fin las veo como son. Decid a Maximiliano de Habsburgo que México consumó su independencia en 1867 gracias a él. Que gracias a él, el mundo aprendió una gran lección en México, y que lo respeta, a pesar de su debilidad. Han caído gobiernos desde entonces, señora, y hemos hecho una revolución que aún no termina. Pero también la revolución acabará un día, cuando los mexicanos comprendan lo que significa la muerte de Maximiliano.

CARLOTA Gracias. ¿Quién os gobierna ahora, decidme?

ERASMO Plutarco Elías Calles, señora. Desde 1924.

CARLOTA ¿Es un buen gobernante?

ERASMO Señora, sólo puedo deciros que el pueblo reconoce a sus buenos gobernantes con la perspectiva del tiempo. Pero siempre distingue a los malos mientras están gobernando.

CARLOTA Decidme adiós, ahora, señor.

ERASMO Señora, humildemente os suplico que digáis al Emperador que consiguió su objeto.

CARLOTA ¿Qué queréis decir?

ERASMO Quiero decir que si el Emperador no se hubiera interpuesto, Juárez habría muerto antes de tiempo, a manos de otro mexicano. Entra el Portero, agitadamente.

PORTERO Perdón, Majestad. Márchese usted, señor, se lo ruego. ¡Vienen, vienen! Erasmo se inclina ante Carlota y se dirige al fondo.

CARLOTA.— Señor. (Erasmo se vuelve, se acerca a ella.) Una última cosa. Si fuera posible volver a vivir la vida, ¿sabéis lo que pasaría?

ERASMO (Con sencillez.) Sí, señora. Volveríamos a fusilar a Maximiliano.

CARLOTA No he querido decir eso. Lo que quiero deciros es… Acercaos. (Él obedece.) Lo que quiero deciros es que Maximiliano volvería a morir por México, y que yo volvería a llevar esta corona de sombra sobre mi frente durante sesenta años para oír otra vez vuestras palabras. Para repetírselas al Emperador. Adiós, señor. Erasmo mira su manga izquierda; duda, se decide, besa la mano de Carlota, recoge en presuroso silencio sus objetos y sale por el fondo. Carlota mira al frente. Sonríe. Se reclina en el respaldo del sillón con un gran suspiro de alivio. Ya podéis apagar esas luces. En el bosque, Max. Ya estamos en el bosque. Por la primera puerta izquierda entra el Doctor; por la segunda, la Dama de Compañía. El Portero se empequeñece al fondo.

DAMA DE COMPAÑÍA Doctor, mírela usted, ¡pronto! El Doctor se acerca a Carlota; levanta su mano floja y le toma el pulso. Luego aproxima el oído a su corazón. Entonces, sin una palabra, sopla una por una las bujías, se dirige al fondo y descorre las cortinas. La luz del sol penetra en una prodigiosa cascada, hasta iluminar la figura inmóvil de Carlota. En el umbral de la primera puerta izquierda aparece el Rey de Bélgica. La Dama de compañía llora y se persigna. El Rey y el Portero la imitan y todos se arrodillan lentamente mientras cae el

TELÓN