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GUILLERMO TELL. FRIEDRICH VON SCHILLER.


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GUILLERMO TELL
FRIEDRICH VON SCHILLER

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA
Montañas escarpadas del lago de los Cuatro Canto-
nes, enfrente de Schwitz.
El lago forma una ensenada, tierra adentro, vién-
dose una choza, no lejos de la orilla. Un jovenzuelo,
pescador, boga en su barca por el lago. Más allá de
éste, aparecen verdes prados, aldeas y granjas de
Schwitz, alumbrados por los claros rayos del sol. A
la izquierda del espectador, los picos de las monta-
ñas, envueltos en nubes, y a la derecha, en el fondo,
los montes de hielo. Antes de descorrerse el telón,
se oye el ranz de las vacas, y el armonioso sonido de
las esquilas de los ganados, que continúa largo
tiempo durante la escena.


EL PESCADOR (Que canta en la barca; melodía
del ranz de las vacas).- Risueño está el lago, e invita
a bañarse. El niño dormía en su verde orilla; oyó
grato son, dulce como el de la flauta, como la voz de
los ángeles en el Paraíso. Cuando despertó, lleno de
placer celestial, las ondas besaron su pecho, y, desde
lo profundo, le dijeron: «Tú eres mío, querido niño;
te sorprendo dormido, y ya nunca me dejarás.»
EL PASTOR (Desde la montaña; variación sobre el
ranz de las vacas).- ¡Adiós, prados! ¡Adiós, pastos,
iluminados por el sol! El ganado os deja, porque pa-
só ya el verano. Caminemos por la sierra, y volve-
remos cuando el cuco nos llame, cuando los cantos
resuenen, y la tierra se vista de flores y corran los
arroyuelos en el deleitoso mayo. ¡Adiós, prados!
¡Adiós, pastos! El ganado os deja, porque pasó ya el
verano.
EL CAZADOR (Que aparece enfrente, en lo alto de
los peñascos; segunda variación.).- Truena en las
alturas, y se estremece la tierra; pero al cazador no
intimida el sendero, que da vértigos, y audaz se
adelanta por las heladas llanuras, en donde no se
ostenta la primavera ni reverdecen las ramas. Sus
plantas huellan las nubes, y ya está lejos de las ciu-
dades de los hombres. El mundo se le presenta,
cuando se rasgan las nubes, y allá abajo, entre las
aguas, los campos de brillante verde (Cambia el pai-
saje; óyese un ruido sordo en las montañas, y las
nubes se extienden. Ruodi, el pescador, sale de la
choza; Werni, el cazador, baja de los peñascos;
Kuoni, el pastor, se presenta trayendo acuestas un
cántaro de leche, y Seppi, su criado, le sigue.)
RUODI.- Apresúrate, Jenni; arrastra la barca a la
orilla. La negra tempestad se acerca; las nubes en-
vuelven la cima del peñasco; el pico de Asithene se
oculta bajo espeso velo, y viento glacial sopla de la
caverna. La borrasca, estallará, según pienso, cuan-
do menos lo esperemos.
KUONI.- Ya llueve, barquero. Mis ovejas brotan la
hierba, con avidez, y los mastines escarban la tierra.
WERNI.- Los peces saltan, y la polla de agua se
zambulle. La tempestad se viene encima.
KUONI (A su criado).- Cuida, Seppi, que no se ex-
travío el ganado.
SEPPI.- Sólo por la esquila conozco yo a Lisel, la
parda.
KUONI.- Entonces ninguna nos falta, porque esa
es siempre la última.
RUODI.- ¡Bien suenan vuestras esquilas, pastor!
WERNI.- Y un ganado lucido... ¿Es vuestro, amigo?
KUONI.- No soy tan rico... Pertenece a mi señor, el
Barón de Attinghausen, por cuya orden lo apacien-
to.
RUODI.- ¡Qué bien cae el collar a esta vaca!
KUONI.- Sabe ella también que sirve de guión, y, si
se lo quitase, ni aun comer querría.
RUODI.- No discurrís con acierto... ¡Un animal
irracional!..
WERNI.- Eso es hablar con ligereza. Los animales
tienen su razón, y nosotros, los cazadores de gamu-
zas, lo sabemos. Ponen una de centinela, cuando
pastan, la cual aguza el oído, y avisa silbando, si
siente algún cazador.
RUODI (Al pastor).- ¿Os recogéis ya?
KUONI.- Los pastos se han agotado.
WERNI.- ¡Dios os guíe, vaquero!
KUONI.- Tal es mi deseo también, porque no
siempre se vuelve de vuestras excursiones.
RUODI.- Allí viene un hombre corriendo.
WERNI.- Lo conozco; es Baumgarten de Alzelle
(Llega Conrado Baumgarten, sin aliento.)
BAUMGARTEN.- ¡Vuestra barca por Dios, bar-
quero!
RUODI.- ¡Veamos, veamos! ¿Qué ocurre?
BAUMGARTEN.- ¡Soltadla! ¡Me libraréis de la
muerte! ¡Pasadme!
KUONI.- Paisano, ¿qué tenéis?
WERNI.- ¿Quién os persigue?
BAUMGARTEN (Al pescador.).- ¡Pronto, pronto!
¡Ya llegan! Los jinetes del Gobernador vienen tras
de mí. ¡Muero, si me atrapan!
RUODI.- ¿Y cuál es el motivo?
BAUMGARTEN.- Salvadme primero, y luego ha-
blaremos.
WERNI.- Estáis manchado de sangre. ¿Qué os ha
sucedido?
BAUMGARTEN.- El bailío del Emperador, que
reside en Rossberg...
KUONI.- ¡Wolfenschiessen! ¿Y ése es el que os
persigue?
BAUMGARTEN.- Ya a nadie ofenderá. Lo he ma-
tado.
TODOS (Retrocediendo).- ¡Dios os ampare! ¿Qué
habéis hecho?
BAUMGARTEN.- Lo que, en mi lugar, cualquiera
hombre libre. He usado de un derecho legítimo
contra quien atentó a mi honor y al de mi esposa.
KUONI.- ¿El bailío? ¿Os ha deshonrado acaso?
BAUMGARTEN.- Dios y mi buena hacha se han
opuesto a que logre la realización de sus deseos
criminales.
WERNI.- ¿Le habéis partido la cabeza con vuestra
hacha?
KUONI.- ¡Oh! Contádnoslo todo; tiempo tenéis
antes que la barca esté pronta.
BAUMGARTEN.- Cortaba yo leña en el monte,
cuando llegó mi esposa corriendo, llena de mortal
angustia: «El bailío, dice, está en nuestra casa; ha
dispuesto que se le prepare un baño; y al revelar con
obras sus propósitos deshonestos, me ha obligado a
escaparme y buscarte.» Voy allá en seguida, como
me encontraba, y lo he santiguado en el baño con
mi hacha.
WERNI.- ¡Bien hecho! Nadie podrá censuraros.
KUONI.- ¡Miserable! Ha obtenido su justo premio.
Debíaselo tiempo ha el pueblo de Unterwalden.
BAUMGARTEN.- Se ha hecho público. Me persi-
guen... Mientras hablamos aquí... ¡Dios mío!... el
tiempo pasa.. (óyese un trueno.)
KUONI.- ¡Pronto, barquero!... ¡salva a este hombre
honrado!
RUODI.- No os vayáis. Una tempestad horrorosa
se prepara. Esperad.

BAUMGARTEN.- ¡Santo Dios! No puedo esperar.
Cualquiera dilación es funesta.
KUONI (Al pescador).- Es preciso ayudar al próji-
mo. Todos estamos expuestos a igual riesgo (óyense
de nuevo los truenos.)
RUODI.- El huracán se desata. Mirad cómo se le-
vantan las olas. No me es posible luchar contra la
borrasca, y contra las aguas alborotadas del lago.
BAUMGARTEN (Abrazando sus rodillas.)- ¡Que,
Dios os ayude! si os apiadáis de mí!...
WERNI.- Es cuestión de vida o muerte. Sé compa-
sivo, barquero.
KUONI.- Es un padre de familia, con mujer e hijos
(Truenos repetidos.)
RUODI.- ¿Cómo? Yo tengo también una vida que
perder, y en mi casa mujer e hijos, como él... ¿No
veis cómo se desencadenan la tempestad, los bra-
midos del viento, y el oleaje, que se levanta del fon-
do?... De buen grado salvaría a este buen hombre;
pero es imposible de todo punto, como observáis.
BAUMGARTEN (Todavía de rodillas).- ¡Así, he de
caer en manos de mi enemigo, y teniendo a la vista
la orilla salvadora! Allí está; mis ojos la ven; mi voz
llega hasta allá; cerca la barca que puede llevarme, y,

sin embargo, ¿he de quedarme aquí sin socorro ni
esperanza?
KUONI.- ¡Mirad quién viene ahí!
WERNI.- Es Tell de Burglen (Tell, con su ballesta.)
TELL.- ¿Quién es este hombre, que pide socorro?
KUONI.- Uno de Allzellen, que, por defender su
honra, ha matado a Wolfenschiessen, el bailío real,
que reside en Rossberg... Los jinetes del Goberna-
dor lo persiguen. Ruega al barquero que lo pase, y el
barquero no quiere, por miedo a la borrasca.
RUODI.- Pero ese es Tell; que maneja también el
remo, y dirá si el pasaje es posible.
TELL.- Cuando es preciso, oh barquero, hay que
aventurarse a todo (Mayores truenos y oteadas.)
RUODI.- Esto sería lanzarme yo mismo en los in-
fiernos. Ningún hombre sensato lo haría.
TELL.- El Valiente no piensa en sí, sino en último
extremo. Se confía en Dios, y se salva al oprimido.
RUODI.- Desde puerto seguro se dan buenos con-
sejos. ¡Aquí está la barca, y ahí el lago! ¡Probad!
TELL.- El lago sentirá acaso lástima, el Gobernador
no. ¡Tienta el vado, barquero!
EL PASTOR Y EL CAZADOR.- ¡Sálvalo! ¡Sálvalo!
¡Sálvalo!

RUODI.- Aunque fuese mi hermano y mi hijo más
querido, no lo haría. Hoy es San Simón y San Judas,
y el lago se enfurece, y exige su víctima.
TELL.- Tanto hablar es inútil ahora... El tiempo ur-
ge, y menester es dar socorro a ese hombre. Di, bar-
quero, ¿quieres pasarlo?
RUODI.- ¡No, no, yo no!
TELL.- En nombre, pues, de Dios. ¡Déjame la bar-
ca! Ensayaremos con mis débiles fuerzas.
KUONI.- ¡Ah, valiente Tell!
WERNI.- ¡Rasgo digno de un cazador!
BAUMGARTEN.- Sed mi buen ángel y mi liberta-
dor.
TELL.- De buen grado os librare del Gobernador, y
otro os protegerá de los embates de la tempestad.
Vale más, no obstante, que os fiéis de Dios, que de
los hombres (Al pastor.) Buen amigo, consolad a mi
mujer, si algo me ocurre. Hago lo que debo (Salta en
la barca.)
KUONI (Al pescador).- Sois un piloto maestro.
¿No os habéis atrevido a hacer lo que Tell?
RUODI.- Hombres, que valen más que yo, no osa-
rían imitarlo. No hay otro como él en estas monta-
ñas.
WERNI (Que se sube en un peñasco).- ¡Ya boga!
¡Dios te guíe, valiente barquero! ¡Mirad cómo se
balancea la barca sobre las olas!
KUONI.- (Desde la orilla).- ¡El oleaje se la traga!...
¡Ya no la veo! ¡Poco a poco, que de nuevo aparece!
¡ Con qué vigor lucha con la tempestad?
SEPPI.- Los jinetes del Gobernador llegan corrien-
do.
KUONI.- ¡Ellos son, Dios mío! Tiempo era de so-
correrlo! (Llega un escuadrón de jinetes de Landen-
berg.)
PRIMER JINETE.- ¡Entregad al asesino a quien
ocultáis!
SEGUNDO JINETE.- Acaba de llegar, y es inútil
que lo encubráis.
KUONI y RUODI.- ¿De quién habláis, caballero?
PRIMER JINETE (Observando la barca).- ¡Ah!
¿qué veo? ¡Diablo!
WERNI (Desde arriba).- ¿Buscáis al que va en la
barca?... ¡Galopad, pues! Si ahora mismo os ponéis
en camino, lo atraparéis acaso.
SEGUNDO JINETE.- ¡Maldición! Se nos ha esca-
pado.
PRIMER JINETE (Al pastor y al pescador).- Vo-
sotros le habéis socorrido, y lo pagaréis... ¡Cebémo-
nos en el ganado! ¡Arranquemos las chozas, que-
mémoslas, y matémoslos'
SEPPI (Huyendo).- ¡Oh corderos míos!
KUONI (Siguiéndole).- ¡Ay de mí! ¡Mi pobre gana-
do!
WERNI.- ¡Bandidos!
KUONI (Retorciéndose los brazos).- ¡Justo cielo!
¿Cuándo aparecerá un salvador de este país? (Vase
también.)

ESCENA II
En Stein, en Schwitz, se ve un tilo ante la casa de
Stauffacher, en la carretera, cerca del puente.
WERNER, STAUFFACHER y PFEIFFER DE
LUCERNA,
llegan hablando.

PFEIFFER.- Sí, sí, Sr. Stauffacher, como os lo digo;
no juréis en favor de Austria, si podéis excusaros.
Persistid con valor en vuestra fidelidad al Imperio, y
Dios protegerá vuestra antigua libertad (Estréchale
cordialmente la mano, y hace ademán de despedir-
se.)

STAUFFACHER.- Quedaos aquí, hasta que venga
mi esposa. Sois mi huésped en Schwitz, y yo el
vuestro en Lucerna.
PFEIFFER.- ¡Mil gracias! Hoy mismo he de ir a
Gersau... Por mucho que hayáis de sufrir de la avari-
cia y de la insolencia de vuestros gobernadores, ¡te-
ned paciencia! Todo esto puede cambiar en un
instante, y subir al trono otro Emperador. Pero si
llegáis a pertenecer a Austria, es para siempre (Vase.
Stauffacher se sienta pensativo en un banco, bajo el
tilo. Así lo encuentra Gertrudis, su mujer, que se
pone a su lado, y lo contempla callada largo rato.)
GERTRUDIS.- ¿Tan serio, esposo mío? No te co-
nozco. Muchos días ha que noto en silencio la pro-
funda melancolía que te consume. Si te aflige grave
pena, confíamela. Soy tu fiel esposa, y pido mi parti-
cipación en tu amargura. (Stauffacher le da la mano,
y permanece mudo.) ¿Qué te entristece? Dímelo.
Bendito ha sido tu trabajo; tu fortuna florece; tus
graneros están llenos; tus caballos gordos y re-
lucientes, y tus bueyes numerosos han vuelto con
felicidad de las montañas, a pasar el invierno en es-
tablos más abrigados... Tu casa, rica como la de un
noble, te alberga, y la adornan bellos y nuevos arte-
sonados, simétrica y artisticamente dispuestos. Sus
muchas ventanas le dan luz sobrada, y escudos no
escasos de varios colores, y sus divisas discretas,
que lee el viajero, deteniéndose admirado, aumentan
su riqueza y ornato.
STAUFFACHER.- Cómoda y bella es, sin duda,
esta casa; pero ¡ay de mí! tiembla el suelo que la
sostiene.
GERTRUDIS.- Dí, Werner mío, ¿qué quieres decir
con esas palabras?
STAUFFACHER.- Sentado estaba yo delante de
este tilo poco hace, recreándome pensativo y alegre
en mi obra terminada, cuando el Gobernador llegó
aquí de Küssnacht, su castillo, acompañado de sus
soldados de a caballo. Paróse sorprendido ante esta
casa. Yo me levanté en seguida, y, como debía, salí
humilde a su encuentro, siendo él quien representa
en este país al Emperador. «¿De quién es esta casa?»
preguntó con perfidia, porque lo sabía perfecta-
mente. Lo reflexioné un instante, y le repliqué: «Esta
casa, Sr. Gobernador, es de mi señor el Emperador,
de quien la tengo, en feudo, y además vuestra.» En-
tonces me contestó: «Yo soy el Gobernador de esta
región en nombre del Emperador, y no consiento
que los labradores construyan casas a su albedrío, y
vivan libres, como si fuesen los dueños de la tierra.
Ya veremos cómo se remedia esto.» Después de ha-
blar así, se alejó de aquí ceñudo, dejándome afligido,
y revolviendo en mi mente la amenaza de ese mal-
vado.
GERTRUDIS.- Mi querido esposo y dueño: ¿te
dignas escuchar un consejo leal de tu esposa? Me
envanezco, de ser la hija del noble Iberg, hombre de
mucha experiencia. Sentábame yo con mis herma-
nas, hilando lana, en las largas noches de invierno,
cuando los principales del pueblo se reunían en casa
de mi padre para leer las leyes de los antiguos empe-
radores, y reflexionar maduramente en los medios
de labrar la dicha de la patria. Escuchaba yo atenta
sus palabras sensatas, prudentes y patrióticas, y las
guardaba con cuidado en mi memoria. Óyeme, pues,
y atiéndeme. Mucho tiempo ha que sé lo que te
atormenta... El gobernador es tu enemigo, y desea
perjudicarte, porque tú eres un obstáculo a su ansia
de someter a los suizos a la nueva dinastia, y voso-
tros continuáis fíeles y leales al Imperio, a ejemplo
de vuestros dignos antepasados... ¿No es así, Wer-
ner? Dime si miento.
STAUFFACHER.- Así es. Tal es el Motivo del odio
de Gessler contra mí.
GERTRUDIS.- Te envidia, porque tú vives feliz,
porque eres un hombre libre en tu propio patrimo-
nio... Él nada tiene. En feudo posees tú esta casa del
mismo Emperador y del Imperio, y puedes probar-
lo, como el mismo príncipe del Imperio puede pro-
bar la posesión de sus territorios. Tú no conoces
otro señor superior a ti mas que el Soberano de toda
la cristiandad... Él sólo es el segundón de su familia,
y su único bien su capa de caballero, y he aquí la ra-
zón de mirar la dicha del hombre honrado con
malos ojos y corazón ponzoñoso. Largo tiempo ha-
ce que ha jurado tu pérdida... Te has librado hasta
aquí... ¿Te propones esperar hasta que realice en
daño tuyo su alevoso intento? El hombre previsor
se precave del peligro.
STAUFFACHER.- ¿Y qué hacer?
GERTRUDIS (Acercándose a él).- Oye mi consejo.
Ya sabes que todos los buenos de Schwitz se quejan
de la crueldad y de la codicia de este Gobernador.
No dudes, pues, que del lado allá, en Unterwalden y
en Uri, están hartos igualmente de la opresión de
tan pesado yugo... Como Gessler aquí, tan insolen-
temente se porta allí Landenberg... Ninguna barca
llega de allá, que no nos anuncie alguna injuria, al-
guna violencia del Gobernador. Convendría, por lo
tanto que algunos de vosotros, de los que piensan
con decoro, aconsejándose, escogitasen los medios
de librarse de esta tiranía. Espero que Dios no os
abandonará, y que, al contrario, se mostrará propi-
cio a vuestra justa demanda... ¿No tienes ningún
huésped amigo en Uri, a quien puedas manifestar
tus dignos sentimientos?
STAUFFACHER.- Muchos valientes conozco allí, y
grandes y respetables vasallos, discretos, y que me
inspiran completa confianza (Levántase.) ¡Qué tro-
pel de ideas peligrosas, oh mujer, despiertas tú en
mi tranquilo pecho! Muéstrasme a la luz lo más re-
cóndito de mi alma, y aquello mismo que no osaba
imaginar, lo expresas tú con tu lengua ligera... ¿Has
reflexionado bien en lo que me aconsejas? Con-
tiendas terribles, y el fragor de las armas, evocas tú
en este sosegado valle... ¿Nos aventuraremos noso-
tros, pobre pueblo de pastores, a luchar con el señor
del mundo? Aguardan sólo un pretexto para lanzar
contra esta mísera región las salvajes hordas de sus
soldados, y abusar de los derechos de la victoria, y,
aparentando castigarnos con justicia, arrebatarnos
nuestras antiguas franquicias.
GERTRUDIS.- Vosotros sois también hombres;
sabéis manejar el hacha, y Dios ayuda a los valien-
tes.
STAUFFACHER.- ¡Oh mujer! Tremendo azote es
la guerra. A sus manos fenecen ganados y pastores.
GERTRUDIS.- Se sufren con paciencia las plagas
que Dios envía; pero ningún noble pecho tolera la
injusticia...
STAUFFACHER.- Regocíjate esta casa, que hemos
edificado recientemente. La guerra cruel la abrasará.
GERTRUDIS.- Si yo supiera que mi corazón estaba
encadenado a ese bien transitorio, lo arrojarla al
fuego con mi propia mano.
STAUFFACHER.- ¡Tú crees en la humanidad! La
guerra no perdonaría ni al tierno niño en la cuna.
GERTRUDIS.- ¡La inocencia tiene un amigo en el
cielo! ¡Mira delante, Werner, no hacia atrás!
STAUFFACHER.- Nosotros los hombres podemos
morir peleando con valor; pero ¿cuál será vuestra
suerte?
GERTRUDIS.- Queda un medio de salvación para
los débiles: un salto desde ese puente me devuelve
mi libertad.
STAUFFACHER (Echándose en sus brazos).-
Quien oprime contra su pecho otro tan noble, pue-
de combatir con alegría por sus hogares, y no teme a
los ejércitos de ningún monarca... Voy a Uri sin re-
tardo; allí vive un huésped amigo, el Sr. Gualterio
Fürst, que piensa sobre estos asuntos como yo. Allí
está también el noble Attinghausen, señor de bande-
ra... que, si bien de esclarecida estirpe, amo al pue-
blo y reverencia las antiguas costumbres. Con los
dos me aconsejaré acerca de los medios más efica-
ces para defendernos valerosamente de los enemi-
gos de nuestro país... Adiós... y, mientras estoy
ausente, cuida con prudencia de nuestra casa... Sé
pródiga con el peregrino, que se encamina a visitar
el templo del Señor, y con el piadoso monje, que
pide limosna para su convento. ¡Que se vayan satis-
fechos! A nadie se cierra la casa de Stauffacher. Está
en lo más alto de la carretera, visible, y su techo
hospitalario abierto a cuantos caminantes pasen por
ella (Mientras se aleja por el fondo, preséntanse
 y Baumgarten.)
TELL (A Baumgarten).- Ya no me necesitáis para
nada. Entrad en esa casa, en donde vive Stauffacher,
padre de los oprimidos... Pero vedlo ahí... ¡Se-
guidme; venid! (Acércanse a él, y cambia la decora-
ción.)

ESCENA III
La plaza pública de Altdorf.
En una altura, en el fondo, se edifica una fortale-
za, ya tan adelantada, que se observa la forma de to-
da ella. La parte posterior está terminada, y se
trabaja en la anterior, notándose los andamios, en
donde suben y bajan los jornaleros. En lo más ele-
vado hay un trabajador en pizarra. Reina grande ac-
tividad y movimiento.
Un OFICIAL, inspector de los servicios, un
MAESTRO
PICAPEDRERO, OFICIALES y PEONES.
EL OFICIAL (Excitando a los trabajadores con un
palo).- ¡Ea, a trabajar, y dejaros ya de huelga! Traed
piedras, cal y mortero. Que cuando venga el Sr. Go-
bernador vea la obra adelantada... Os arrastráis co-
mo los caracoles. (A dos jornaleros, que vienen
cargados.) ¿Es eso una carga? ¡Pronto! ¡El doble!
¿Y dirán estos flojos que no roban?
PRIMER JORNALERO.- Triste es, sin embargo,
que nosotros mismos hayamos de traer las piedras
para labrar nuestra propia cárcel.
EL OFICIAL.- ¿Qué murmura ése? Esta gente es
perversa y no saben otra cosa que ordeñar vacas, y
rodar por lo montañas.
UN ANCIANO (Sentándose ).- ¡Ya no puedo más!
EL OFICIAL (Pegándole).- ¡Arriba, viejo, a traba-
jar!
PRIMER JORNALERO.- ¿No tenéis, pues, entra-
ñas, forzando a tan penosa faena a un anciano, que
apenas se puede arrastrar?
EL MAESTRO PICAPEDRERO Y LOS
OFICIALES.- ¡Eso clama el cielo!
EL OFICIAL.- Cada cual a lo suyo: yo hago lo que
me corresponde.
SEGUNDO JORNALERO.- ¡Oficial! ¿Cómo se
llamará la fortaleza que estamos construyendo?
EL OFICIAL.- ¡La fortaleza de Uri! ¡Este yugo es
para vosotros!
LOS JORNALEROS.- ¡La fortaleza de Uri!
EL OFICIAL.- Vamos, ¿qué motivo es ese de risa?
SEGUNDO JORNALERO.- ¿Con ese pequeño
edificio os proponéis sujetar a Uri?
PRIMER JORNALERO.- ¿Pero cuántas ratoneras
como ésta será preciso amontonar, hasta que for-
men una montaña como la más pequeña de Uri? (El
oficial desaparece por el fondo)
EL MAESTRO.- Tiraré al lago más profundo el
martillo, que me ha servido para construir este mal-
dito edificio. (Preséntanse Tell y Baumgarten.)
STAUFFACHER.- ¡Ojalá que no sirviera para ser
testigo de estas cosas!
TELL.- ¡Aquí no estamos bien! ¡Vámonos más le-
jos!
STAUFFACHER.- ¿Estoy ya en Uri, en la patria de
la libertad?
EL MAESTRO.- ¡Oh, señor! ¡Si antes hubieseis
visto el calabozo que hay bajo la torre! El que lo ha-
bite, no oirá cantar los gallos.
STAUFFACHER.- ¡Oh Dios!
EL MAESTRO.- ¡Mirad estos bastiones, estos
contrafuertes, como si hubiesen de ser eternos!
TELL.- Lo que se hace con una mano, se puede
destruir con la otra. (Mirando hacia la montaña.)
Dios nos ha concedido la fortaleza de la libertad.
(Óyese un tambor; llegan gentes, que traen un som-
brero en lo alto de un palo; síguelos un pregonero, y
mujeres y muchachos alborotados)
PRIMER JORNALERO.- ¿Qué significa ese tam-
bor? ¡Atención!
EL MAESTRO.- ¿Para qué esta procesión de car-
naval, y este sombrero?
EL PREGONERO.- ¡Escuchad, en nombre del
Emperador!
LOS OFICIALES -¡Callad! ¡Oíd!
EL PREGONERO.- ¿Veis este sombrero, habi-
tantes de Uri? Se colocará en lo alto de un fuste, en
medio de Altdorf, en el punto más culminante, por-
que tal es la voluntad y el propósito del Goberna-
dor. A este sombrero se honrará como a su mismo
dueño, doblando ante él la rodilla, y descubriéndose
la cabeza... Así conocerá el Rey a los obedientes.
Quien no cumpla esta orden, será castigado en su
persona y bienes. (El pueblo se ríe; el tambor suena,
y se van los del sombrero.)
PRIMER JORNALERO.- ¿Qué nueva extravagan-
cia ha ideado el Gobernador? ¿Honrar nosotros un
sombrero? Decid, ¿se ha oído nunca nada igual?
EL MAESTRO.- ¿Arrodillarnos nosotros ante un
sombrero? ¿Así se burla de hombres formales?
PRIMER JORNALERO.- ¡Si fuese siquiera la co-
rona Imperial! ¡Pero el sombrero austriaco, el que
yo vi sobre el trono, Cuando fuimos a jurar!
EL MAESTRO.- ¿El sombrero austriaco? ¡Cuida-
do! ¡Nos tienden un lazo para vendernos al Austria!
Los OFICIALES.- Ningún hombre de honor se
someterá a esta vergüenza.
EL MAESTRO.- ¡Venid! Vamos a aconsejarnos
con los demás. (Vanse al fondo)
TELL (A Stauffacher).- ¡Ya lo veis! ¡ Adiós, Sr.
Werner!
STAUFFACHER.- ¿A dónde queréis ir? ¡Oh! ¿A
qué tanta precipitación?
TELL.- Mis hijos tienen necesidad de su padre.
¡Adiós!
STAUFFACHER.- Mi corazón rebosa, y desearía
hablaros.
TELL.- Las palabras no lo aliviarán.
STAUFFACHER.- Pero las palabras podrían lle-
varnos a los hechos.
TELL.- Paciencia y silencio es ahora lo único posi-
ble.
STAUFFACHER.- ¿Y se ha de sufrir lo que es in-
tolerable?
TELL.- Los tiranos violentos son los que menos
tiempo reinan... Cuando la tempestad se eleva de los
abismos, se apagan los fuegos, las barcas se refugian
apresuradamente en el puerto, y el poderoso espíri-
tu, que la anima, pasa por la tierra sin dejar huella.
Que cada uno viva tranquilo en su morada. La paz
se concede sin trabajo al pacífico.
STAUFFACHER.- ¿Pensais así?
TELL.- La víbora no pica sin provocación. Se can-
sarán ellos mismos, si observan que el país perma-
nece sosegado.
STAUFFACHER.- Mucho podríamos lograr si es-
tuviésemos unidos.
TELL.- El que está solo, se salva más fácilmente en
caso de naufragio.
STAUFFACHER.- ¿Con tanta frialdad renunciáis al
bien común?
TELL.- Nadie cuenta con seguridad mas que consi-
go mismo.
STAUFFACHER.- Hasta los débiles, si se unen,
son fuertes.
TELL.- El fuerte lo es más aislado.
STAUFFACHER.- ¿La patria, pues, no podría
contar con vuestra ayuda, si, llena de desesperación,
apelase a la fuerza?
TELL (Dándole la mano).- Tell va a buscar el cor-
dero caído en un precipicio, ¿cómo abandonaría a
sus amigos? Sin embargo, sea cual fuere vuestra
conducta, no llamadme a vuestros consejos, porque
yo no puedo discutir ni reflexionar largamente. Si
me necesitáis para un acto de resolución, llamadme,
y no faltaré. (Sepáranse en distintas direcciones. Le-
vantase un tumulto repentino alrededor del anda-
mio.)
EL MAESTRO (Entrando apresuradamente).-
¿Qué ocurre?
PRIMER OFICIAL (Que se presenta gritando).- El
pizarrista se ha caído del techo (Bertha se presenta
corriendo con su séquito.)
BERTHA.- ¿Ha muerto? ¡Venid, socorredlo, salva-
dlo!... ¡Si es posible ayudarle, apresuraos, aquí hay
oro! (Tira sus joyas al pueblo.)
EL MAESTRO.- ¿Vuestro oro?... ¿Creéis que con
el oro todo se consigue? Cuando arrebatáis un pa-
dre a sus hijos, un marido a su mujer; cuando el
mundo está desolado y lleno de ruinas, ¿imagináis
remediarlo con oro?... ¡Andad con Dios! Contentos
vivíamos, antes que vinieseis. Con vosotros ha ve-
nido también la desesperación.
BERTHA (Al oficial del Gobernador, que vuelve).-
¿Vive? (El oficial hace una seña negativa) ¡Oh for-
taleza desdichada! ¡Constrúyente con maldiciones, y
malditos serán los que te habiten! (Vase)

ESCENA IV
Casa de Gualterio Fürst.
GUALTERIO FÜRST y ARNALDO DE
MELCHTHAL,
entran a un tiempo por distintas partes.
MELCHTHAL.- Señor Gualterio Fürst...
GUALTERIO.- ¡Si nos sorprendieran! Quedaos en
donde estabais. Rodéannos espías.
MELCHTHAL.- ¿No me traéis nuevas de Unter-
walden? ¿Nada de mi padre? No puedo sufrir más
tiempo estar aquí ocioso como un preso. ¿Qué he
hecho yo, para esconderme como un asesino? He
roto un dedo a un criado insolente, que, por orden
del Gobernador, intentaba arrebatarme en mis bar-
bas mi mejor yunta de bueyes.
GUALTERIO.- Fuisteis demasiado vivo. Ese cria-
do era del Gobernador, enviado por vuestro supe-
rior; habéis obrado mal, y, por mucho que os
indignara, debierais haber sido prudente.
MELCHTHAL.- ¿Debía yo tolerar las palabras in-
juriosas de ese desvergonzado? «Si el labrador», di-
jo, «quiere comer pan, él mismo ha de uncirse al

arado.» Me desgarró el alma, cuando separó a los
bueyes, mis mejores bestias, del yugo. Mugían tris-
temente, como si sintieran la injusticia, y amenaza-
ban con sus cuernos. La ira, muy puesta en razón, se
apoderó de mí; y, no siendo ya dueño de mi al-
bedrío, le maltraté.
GUALTERIO.- ¡Oh! Si nosotros apenas podemos
refrenarnos, ¿cómo se ha de contener la fogosa ju-
ventud?
MELCHTHAL.- Sólo mi padre me inspira lástima...
Necesita que se le cuide, y su hijo está lejos. El Go-
bernador lo aborrece, porque siempre ha defendido
honradamente la libertad y la justicia. Oprimirán,
pues, al pobre anciano, y nadie lo protegerá contra
las afrentas... ¡Suceda lo que quiera, voy a buscarlo!
GUALTERIO.- Esperad un poco, y tened pacien-
cia, hasta que tengamos noticias de Unterwald... Oi-
go llamar; idos de aquí... Quizás algún satélite del
Gobernador... Entrad... No estáis seguro en Uri de
las garras de Landenberg, porque los tiranos se ayu-
dan...
MELCHTHAL.- Nos enseñan lo que debiéramos
nosotros hacer.
GUALTERIO.- ¡Andad! Os llamaré de nuevo, si
nada tenéis que temer (Melchthal se va) ¡Desdicha-

do! No me atrevo a decirte la desgracia que pre-
siento... ¿Quién llama? Siempre me pongo en lo pe-
or, cuando suena la puerta. La traición y las
sospechas nos rodean por todas partes. Los agentes
de la tiranía penetran hasta el interior de las casas, y
pronto será necesario poner cerrojos y cerraduras
en las puertas. (Abre, y retrocede admirado al entrar
Werner Stauffacher.) ¿Qué veo? ¿El Sr. Werner?
¡Huésped querido y estimado, pardiez!... Ninguno
mejor que él ha atravesado estos umbrales. ¡Sed
bien venido, como el que más, bajo mi techo! ¿Qué
os trae? ¿Qué buscáis aquí, en Uri?
STAUFFACHER (Tendiéndole la mano).- Los
tiempos pasados y la antigua Suiza.
GUALTERIO.- Vienen en vuestra compañía... Mi-
rad, ¡cuánto me alegro, cuánto se entusiasma mi co-
razón con vuestra sola presencia!... Sentaos, Sr.
Werner... ¿Cómo abandonáis a la señora Gertrudis,
vuestra amable esposa, la hija más mimada del pru-
dente Iberg? Todos los viajeros, que, desde Alema-
nia, se encaminan a Italia por Meinrad Tell, alaban
vuestra casa hospitalaria... Decidme, sin embargo; si
pasasteis ha poco por Fluelen, ¿nada insólito ob-
servasteis antes de llegar a mi casa?
STAUFFACHER (Sentándose).- He visto bien un
nuevo edificio que me ha llamado la atención y que
no me satisface.
GUALTERIO.- ¡Oh amigo! ¡De una sola ojeada
habéis visto cuanto se podía ver!
STAUFFACHER.- Jamás se ha conocido otra cosa
como esta en Uri... Desde tiempo inmemorial no ha
habido aquí ciudadelas semejantes, y sólo el sepul-
cro era la morada eterna.
GUALTERIO.- ¡Es la tumba de la libertad! Le dais
el nombre que merece.
STAUFFACHER.- Sr. Gualterio Fürst, no hay ne-
cesidad de ocultaros que no me trae a estos parajes
una curiosidad inútil. Graves cuidados me afligen...
He dejado en mi casa la opresión, y la encuentro
también aquí. Porque es intolerable de todo punto
lo que sufrimos, y no se vislumbra su término. Libre
era Suiza siglos hace, y estamos acostumbrados a
que nos traten con bondad. Desde que hay pastores
en estas montañas, no se ha visto nada parecido...
GUALTERIO.- Sí, esa conducta no tiene ejemplo.
Hasta nuestro anciano Sr. de Attinghausen, suizo de
otros tiempos, cree también que esto es insufrible.
STAUFFACHER.- Allá, en Unterwald, sucede lo
mismo, y se ha derramado sangre... Wolfenchiessen,
el bailío del Emperador, que vivía en Rossberg, co-
diciaba el fruta prohibida. Intentó abusar de la mu-
jer de Baumgarten, que reside en Alzelle, y el marido
lo mató de un hachazo.
GUALTERIO.- ¡Oh! ¡Justos son los decretos de
Dios! ¿Baumgarten, decís? Un hombre honrado.
¿Ha conseguido escaparse y esconderse?
STAUFFACHER.- Vuestro yerno lo pasó allende el
lago. Yo lo oculté en mi casa de Steinen... Pero este
mismo me ha referido otro caso más atroz ocurrido
en Sarnen, que hará destilar sangre a todo corazón
honrado.
GUALTERIO (con atención).- ¿Cuál es? Decidlo.
STAUFFACHER.- En Melchthal, junto a Kerns,
hay un buen sujeto, llamado Enrique de Halden, y
su voz es influyente entre sus convecinos.
GUALTERIO.- ¿Quién no lo conoce? ¿Qué le ha
sucedido? ¡Acabad!
STAUFFACHER.- Landenberger, en castigo de una
falta leve de su hijo, mandó que le arrebatasen dos
bueyes suyos, la mejor yunta, cuando estaban unci-
dos al arado. Y el mancebo hirió al agente, y huyó.
GUALTERIO (con la mayor ansiedad.).- ¿Pero el
padre...? Decid, ¿qué le sucedió?
STAUFFACHER.- Landenberger ordenó al padre
que le entregase el hijo; y aunque le ha jurado el an-
ciano, como es verdad, que ignora en dónde se halla
el fugitivo, el Gobernador ha mandado llamar al
verdugo...
GUALTERIO (Levantándose y queriendo llevár-
selo aparte.) ¡Oh! ¡Silencio! No más.
STAUFFACHER (Alzando la voz).- «Tu hijo se me
ha escapado- dijo- pero tú estás en mi poder... Tira-
dlo en tierra, y que le introduzcan un punzón de
hierro en los ojos...»
GUALTERIO.- ¡Dios misericordioso!
MELCHTHAL (Saliendo precipitadamente.).- ¿En
los ojos, decís?
STAUFFACHER (Admirado, a Gualterio).- ¿Quién
es este joven?
MELCHTHAL (Tocándole trémulo con las manos)
¿En los ojos? ¡Hablad!
GUALTERIO.- ¡Desventurado!
STAUFFACHER.- ¿Quién es? (Gualterio le hace
una señal) ¿Es el hijo? ¡Justo Dios!
MELCHTHAL.- ¡Y yo estaba lejos!... ¿En los dos
ojos?
GUALTERIO.- ¡Conteneos! ¡Mostraos hombre!
MELCHTHAL.- ¡Por ni causa, por mi culpa!...
¿Ciego, pues?... ¿Ciego, en verdad, ciego por com-
pleto?
STAUFFACHER.- Yo lo digo. Ya no ve; ya no verá
más la luz del sol.
GUALTERIO.- ¡Compadeceos de su aflicción!
MELCHTHAL.- ¡Jamás! ¡Nunca jamás! (Pone la
mano delante de los ojos, y habla algunos instantes;
va luego del uno al otro, y se expresa con acento
ahogado, interrumpido por los sollozos.) ¡Oh!
¡Don del cielo es la luz de los ojos!... Todos los se-
res, todas las criaturas felices, aman la luz... Hasta
las plantas la buscan gozosas, y él, sintiéndolo y co-
nociéndolo, ¿vivirá en las tinieblas, en la noche
eterna?... No se recreará con la verdura de los pra-
dos, con el esmalte de las flores, ni podrá ver sus
colores rojos... Poco importa morir... pero vivir, y
no ver, es una desdicha... ¿Por qué me miráis con
tanta lástima? Yo tengo dos ojos sanos, y no puedo
dar ninguno a mi padre ciego, ni una chispa siquiera
del océano de luz, en el cual se sumergen mis pupi-
las deslumbradas.
STAUFFACHER.- ¡Ay de mí! Debo aumentar
vuestra pena, en vez de aliviarla... Su aflicción es
mayor aún, porque el Gobernador se lo ha robado
todo. Sólo le deja un bastón, para que, desnudo y
ciego, pida limosna de puerta en puerta.
MELCHTHAL.- ¿Nada más que un bastón a un
anciano ciego? Privado de todo, hasta de la luz del
sol, bien común a los más pobres... ¡No me habléis
ya de quedarme aquí, ni de ocultarme! ¡Miserable y
cobarde yo, preocupado en salvarme, y no a ti!...
dejé en prenda, en las manos de ese malvado, tu ca-
beza venerada. ¡Adiós, pues, vergonzosa previ-
sión!... Ya no quiero pensar sino en una venganza
sangrienta. Allá iré... nadie podrá detenerme... a pe-
dir al Gobernador la vista, que ha arrebatado a mi
padre... lo buscaré entre todos sus satélites... Nada
me interesa ya la vida, si logro extinguir en su sangre
mi intenso y eterno dolor. (Hace ademán de irse.)
GUALTERIO.- No os vayáis. ¿Qué vais a conse-
guir contra él? Reside en Sarnen, en su elevado cas-
tillo, y se ríe de la cólera impotente desde su
fortaleza inexpugnable.
MELCHTHAL.- Aunque habite allá arriba, en el
palacio de hielo de Schreckhorns, o más aún, en
donde el Jungfrau se oculta entro nubes eternas... yo
me abriré camino hasta él; y, con veinte jóvenes de
mis ideas, derribaré su fortaleza. Y si nadie me si-
gue, y si todos vosotros, temblando por vuestras
chozas y ganados, os sometéis al yugo de la tiranía...
convocaré a los pastores en la montaña, y allí, bajo
la libre bóveda del ciclo, en donde están despiertos
los sentidos y sano el corazón, les contaré esa ho-
rrible crueldad.
STAUFFACHER (A Gualterio).- El mal llega a su
colmo... ¿Hemos de esperar hasta el extremo?...
MELCHTHAL.- ¿Qué mayor extremo hemos de
esperar, cuando no están ya seguras las pupilas en
los ojos?... ¿No tenemos armas? ¿Para qué apren-
demos a tirar la ballesta y a esgrimir la pesada ha-
cha? Todos los seres encuentran en su
desesperación medios de defensa. El ciervo, ya sin
aliento, enseña a la traílla sus cuernos temibles; la
gamuza arrastra al cazador al precipicio, y hasta el
buey, manso compañero del hombre, que unce al
yugo su cuello de inaudita fuerza, salta si se le irrita,
mueve su poderosa cornamenta, y lanza a las nubes
a su enemigo.
GUALTERIO.- Si los tres cantones pensaran como
nosotros tres, quizás pudiéramos tentar algún es-
fuerzo.
STAUFFACHER.- Si Uri llama, si Unterwald ayu-
da, Schwitz será consecuente con sus antiguos lazos.
MELCHTHAL.- Muchos amigos cuento en Unter-
wald, todos aventurarán gozosos su cuerpo y su vi-
da, si otros han de ampararlos y ayudarlos... ¡Oh
patricios venerandos de esta región! Solo soy y jo-
ven, entre ellos, tan expertos... mi voz ha de callar,
por modestia en este consejo. Pero porque soy jo-
ven, y tengo poca experiencia, no menospreciéis mi
opinión y mis discursos. No me impulsa el ardor de
mi sangre juvenil, sino el horrible poder de la más
atroz desdicha, que inspiraría compasión a los más
duros peñascos. Vosotros mismos sois padres, ca-
bezas de familia, y deseáis tener hijos virtuosos, que
honren vuestros blancos y rizados cabellos, y que
guarden con esmero las niñas de vuestros ojos. ¡Oh!
¡Porque vosotros mismos nada hayáis sufrido en
vuestro cuerpo y bienes, y porque vuestros ojos es-
tán sanos y vigorosos en sus órbitas, no os mostréis
extraños a nuestra pena! La espada del tirano está
pendiente sobre vosotros; habéis intentado sustraer
a este país a la dominación del Austria; ningún otro
agravio ha cometido mi padre; sois sus cómplices, y
seréis también condenados.
STAUFFACHER (A Gualterio Fürst).- Decidid; yo
estoy dispuesto a seguirlo.
GUALTERIO.- Sepamos antes cómo opinan los
nobles señores de Sillesien y Attinghausen. Su re-
putación, según creo, nos traerá amigos.
MELCHTHAL.- ¿Qué nombres hay en estos bos-
ques y montañas más respetables que los vuestros?
En la verdadera importancia y autoridad de tales
nombres confía el pueblo, y en toda esta región son
gratos al oído. La rica herencia de virtudes que reci-
bisteis de vuestros progenitores, la habéis aumenta-
do... ¿Qué necesidad tenemos de la ayuda de los
nobles? ¡Terminemos solos la empresa! Si no contá-
ramos más que con nosotros, ¿dejaríamos de de-
fender nuestra causa?
STAUFFACHER.- Los nobles no sufren lo que no-
sotros. La corriente, que arrasa los valles, no ha al-
canzado las alturas. Su auxilio, sin embargo, no nos
faltaría, si viesen al país levantado en armas.
GUALTERIO.- Si hubiese un juez entre nosotros y
el Austria, la justicia y el derecho nos favorecerían.
Nuestro opresor es nuestro Soberano, y nuestro
juez supremo... Dios, por tanto, y nuestro brazo,
son nuestra única esperanza... Explorad los ánimos
en Schwitz, y yo me granjearé amigos en Uri.
¿Quién enviaremos a Unterwald?...
MELCHTHAL.- A mí... ¿A quién interesa más?...
GUALTERIO.- No lo apruebo. Sois mi huésped, y
debo cuidar de vuestra salvación.
MELCHTHAL.- ¡Dejadme!... Yo conozco las sen-
das extraviadas, y los pasos de las montañas, y
cuento con bastantes amigos para que me den al-
bergue y me oculten.
STAUFFACHER.- ¡Que vaya, y que Dios lo acom-
pañe! Allí no hay traidores... Tan odiosa es la tiranía,
que no encontrará ningún instrumento dócil. El de
Alzelle también nos ganará el país, y trabajará en
levantarlo.
MELCHTHAL.- ¿Cómo nos pondremos en comu-
nicación unos con otros, sin despertar las sospechas
del tirano?
STAUFFACHER.- Podríamos reunirnos en Brun-
nen o en Treib, en donde desembarcan los buques
de los mercaderes.
GUALTERIO.- Tan al descubierto no podemos
hacerlo... Oíd mi parecer. A la izquierda del lago,
yendo a Brunnen, frente a frente de Mythenstein,
hay un prado oculto en la espesura, llamado Rütli
por los pastores, porque los árboles han sido allí
arrancados. Es el limite de nuestro cantón y el
vuestro (a Melchthal), y en un instante, (a Stauffa-
cher), desde Schwitz puede trasportaros una barca
ligera. Por sendas solitarias, durante la noche, po-
demos juntarnos allí y deliberar con seguridad. Cada
uno llevará consigo diez hombres, que le sean
adictos de corazón; y, reunidos, acordaremos lo más
conveniente al procomún, y, con ayuda de Dios, re-
solveremos lo mejor.
STAUFFACHER.- Sea, pues, así. Dadme ahora vo-
sotros dos vuestra diestra leal, y del mismo modo
que nuestras manos, estrechándose entre sí, lo ha-
cen sinceramente y sin falsía, así nuestros tres can-
tones, confiados apoyándose unos a otros, estarán
unidos para vivir o para morir.
GUALTERIO Y MELCHTHAL.- ¡A vida o
muerte! (Se aprietan las manos, y permanecen un
momento callados.)
MELCHTHAL.- ¡Padre ciego y anciano, ya tú no
verás con tus ojos el día de la libertad, pero llegará a
tus oídos!... Cuando de cerro en cerro brillen las ho-
gueras, y se derrumben los alcázares de la tiranía, el
suizo entrará en la choza para anunciarte la alegre
nueva, y la luz brillará en tu eterna noche. (Vanse)

ACTO II
ESCENA PRIMERA
Castillo del Barón de Attinghausen.
Sala gótica, con cascos y escudos. EL BARÓN,
anciano de ochenta y cinco años, de noble aspecto y
elevada estatura, apoyado en un bastón cuyo puño
lo forma un cuerno de gamuza, está de pie, vestido
de pieles; KUONI y otros seis servidores delante de
él, con hoces y rastrillos. ULRICO DE RUDENZ
aparece con traje de caballero.
ULRICO.- ¡Aquí estoy, tio! ¿Qué queréis?
EL BARÓN.- Deja que antes, a la antigua usanza,
beba con mis servidores la copa de la mañana. (Be-
be en una copa, que corre luego de mano en mano.)

En otro tiempo, yo mismo los acompañaba al cam-
po y a los montes, y los llevaba a pelear bajo mi
bandera. Ahora sólo me es permitido darles mis ór-
denes, y si el calor del sol no viene a buscarme, no
puedo salir a su encuentro en las montañas. Así me
muevo en círculo más estrecho cada día, hasta llegar
al más limitado y último, a aquel en que termina to-
da existencia. Sólo mi sombra soy, y pronto no que-
dará más que mi nombre.
KUONI (A Rudenz, ofreciéndole la copa).- ¡A
vuestra salud, caballero! (Rudenz vacila en tomar la
copa.) ¡Vamos, bebed! Aquí no hay más que una
copa.
EL BARÓN.- Andad, hijos; y cuando llegue el día
de descanso, hablaremos de los asuntos del país.
(Vanse los criados. A Rudenz.) Veo que estás vesti-
do y ataviado; ¿te propones encaminarte a Altdorf,
al castillo del Gobernador?
RUDENZ.- Sí, tio, y no me atrevo a detenerme...
ATTINGHAUSEN (Sentándose).- ¿Tanta prisa tie-
nes? ¿Cómo? ¿Tan tasado está el tiempo para tu ju-
ventud, que hayas de escatimarlo para tu tio?
RUDENZ.- Veo que no me necesitáis, porque soy
en esta casa como un extraño.
EL BARÓN (Después de mirarlo algún tiempo).- Sí,
desgraciadamente lo eres. Desgraciadamente tu pa-
tria lo es también para ti... ¡Ulrico, Ulrico! No te co-
nozco ya. Ostentas vestido de seda; llevas con
orgullo plumas de pavo real, y cubre tus hombros
manto de púrpura. Menosprecias al labrador, y hasta
te causa vergüenza su cordial saludo.
RUDENZ.- Yo lo honro como debo; pero le niego
el derecho que se atribuye.
EL BARÓN.- Todo el país se queja de la dura opre-
sión del Soberano... El pecho de todos los hombres
honrados está lleno de amargura ante el poder tirá-
nico que nos agobia... pero no llega hasta ti ese do-
lor general... andas separado de los tuyos, junto al
enemigo de tu patria; te burlas de nuestros males;
corres en pos de placeres ligeros, y te esfuerzas en
captarte el favor de los príncipes, cuando tu país
destila sangre, a los golpes de la férula.
RUDENZ.- ¿Decís que está oprimida la patria?... Y
¡por qué, tío? ¿Quién es el fautor de esta desdicha?
Una sola y fácil palabra nos libraría en un instante
de esta plaga, y nos conciliaría las gracias del Empe-
rador. ¡Ay de aquellos, que cierran los ojos al pue-
blo, y se oponen a su verdadero bien! Por su propio
interés lo contrarían, y se niegan los cantones a jurar
fidelidad al Austria, como lo han hecho los demás
países comarcanos. Mucho les agrada sentarse con
los nobles en el banco señorial... quieren por sobe-
rano al Emperador, para no- tener ninguno.
EL BARÓN.- ¡Que yo oiga estas palabras, y que las
oiga de tus labios!
RUDENZ.- Ya que me habéis provocado, dejadme
terminar... ¿Qué papel representáis aquí, oh tío?
¿No va más allá vuestra ambición, que hasta ser
bailío o señor de bandera, y mandar en compañía de
estos pastores? ¿No os parece más glorioso rendir
homenaje a un rey, y formar parte de su brillante
cortejo, que ser igual a vuestros criados, y sentarse
con rústicos en un tribunal?
EL BARÓN.- ¡Ah, Ulrico, Ulrico! Conozco la voz
de la sirena. Ha penetrado en tus oídos cándidos; ha
emponzoñado tu corazón.
RUDENZ.- Sí, no lo oculto... en lo más profundo
del alma he sentido yo las amargas burlas de estos
extranjeros, que se mofan de nuestra campestre no-
bleza... No puedo sufrir que mientras los jóvenes
más distinguidos se reúnen bajo las banderas de
Habsburgo, para ganar gloria, he de permanecer yo
bailío aquí, en mis tierras, y disipar en vulgares ta-
reas la primavera de mi vida... Allende esta región,
en cualquiera parte, y lleno de brillo, se ofrece a los
hombres un teatro, abierto a las hazañas y a la fa-
ma... Nuestros yelmos y escudos se cubren de moho
en estos salones. El sonido estridente del clarín gue-
rrero, la voz del heraldo que llama al torneo, no re-
suena en estos valles. Aquí no oigo yo sino el ranz
de las vacas, y las esquilas de los ganados, son can-
sado y monótono.
EL BARÓN.- ¡Y ciego por resplandor engañoso,
desprecias tu país natal! ¡Y te avergüenzas de las
rancias y piadosas costumbres de tus padres! Algún
día suspirarás, llorando lágrimas ardientes, por sus
montañas; y esa melodía del ganado, que en tu or-
gullo insensato desprecias ahora, te inspirará ansias
tristes, al recordarla, cuando llegue hasta ti en país
extranjero. ¡Oh! ¡Poderoso es el amor de la patria!
El mundo extraño y falso no es para ti, y en la corte
ostentosa del Emperador encontrarás un vacío mo-
lesto en tu corazón. En esos lugares se exigen con-
diciones, que tú no has podido adquirir en estos
valles... Anda, pues, vende tu libertad; toma en feu-
do tus tierras, conviértete en servidor de príncipes,
cuando te es lícito ser dueño de ti mismo, y poten-
tado en tu propia herencia y en tu territorio libre.
¡Ay de mí, Ulrico, Ulrico! Quédate entre los tuyos, y
no vayas a Altdorf... ¡Oh! ¡No abandones la santa
bandera de la patria!... Yo soy el último de mi estir-
pe... Mi nombre morirá conmigo. Mi yelmo y mi es-
cudo, ahora ociosos, me acompañarán al sepulcro.
Y, al exhalar mi último aliento, me asaltará la amar-
gura de que tú has de esperar que se cierren mis
ojos, y dejar este nuevo feudo, que yo recibí libre de
manos de Dios, y que tú aceptarás del Austria.
RUDENZ.- Vanamente resistiremos al Rey, porque
el mundo es suyo. Nosotros solos ¿hemos de luchar
obstinados, y romper la cadena de los pueblos, que
nos cercan y que con tanto vigor nos envuelven?
Suyos son los mercados públicos, los tribunales, las
carreteras que recorren los comerciantes, y hasta las
acémilas que suben al San Gothardo han de pagarle
su impuesto. De sus posesiones, como de una red,
nos vemos por doquier rodeados y presos en ella...
¿Nos protegerá acaso el Imperio? ¿Puede él mismo
defenderse del poderío, siempre creciente, del Aus-
tria? Si Dios no nos ayuda, ningún emperador ha de
ayudarnos. ¿Cómo fiarnos de las palabras del Em-
perador, si, obligado por sus guerras y apuros pecu-
niarios, empeña y vende las mismas ciudades, que se
han acogido a la oro-protección del águila...¡No, tío!
Lo mejor y lo más prudente, en estos tiempos de
desorden, es adherirse a algún potentado poderoso.
La corona imperial pasa de una a otra familia, que
olvida por completo nuestros servicios. Al contra-
rio, si tenemos un temible soberano hereditario, y
nos granjeamos su favor, sembramos para coger
después copioso fruto.
EL BARÓN.- ¿Tan sabio eres tú acaso? ¿Quieres
aparentar más capacidad que tus nobles progenito-
res, que, para conservar la joya preciosa de la liber-
tad, prodigaron heroicamente sus bienes y su
sangre?... Vé a Lucerna, e infórmate de la domina-
ción del Austria, y averiguarás cuán pesada es. Ven-
drán a contar nuestras ovejas y bueyes, a medir
nuestras montañas, a monopolizar la caza y la
montería en nuestros bosques libres, a establecer
portazgos y registros, a enriquecerse con nuestra
pobreza, y a sostener sus guerras con nuestros jóve-
nes... No; si hemos de derramar nuestra sangre, que
sea por nosotros... menos nos costará la libertad que
la esclavitud.
RUDENZ.- ¿Qué podemos nosotros, pueblo de
pastores, contra los ejércitos de Alberto?
EL BARÓN.- Aprende, oh mancebo, a conocer
mejor este pueblo de pastores. Yo sí lo conozco; yo
lo he llevado a las batallas, y lo he visto pelear en
Favenza. ¡Que vengan, pues, a imponernos un yugo,
que estamos resueltos a rechazar! ¡Oh! ¡Recuerda
cuál es tu alcurnia! No deseches por un vano res-
plandor y frágil oropel, la perla verdadera de tu
propio valor... Verte al frente de un pueblo libre,
que te venera cordialmente sólo por amor, que te
sigue fiel a la pelea y a la muerte, sea tu orgullo, y la
nobleza que te envanezca... Estrecha los lazos natu-
rales de tu patria querida, entrégate a ella con todo
tu corazón y toda tu alma. Ahí están las robustas
raíces de tu fuerza y en ese mundo extraño te verás
solo, débil caña, que destrozará toda tempestad.
¡Oh! ven; tiempo hace que no nos has visitado; ven
con nosotros un solo día... Pero no vayas hoy a
Altdorf... ¿oyes? ¡hoy, no! ¡Concede a los tuyos este
solo día! (Coge su mano.)
RUDENZ.- He dado mi palabra... dejadme... estoy
comprometido a ello.
EL BARÓN (Que suelta su mano con seriedad).-
¿Tú estás comprometido?... Si, desdichado; lo estás,
pero no por tu palabra y juramento, sino por el vín-
culo del amor... (Rudenz se vuelve.) Ocúltate como
deseas. Es una mujer, es Berta de Bruneck la que te
atrae al castillo del Gobernador, y te encadena al
servicio del Emperador. Por enamorarla abandonas
a tu país... ¡Mira no te engañes! Para atraerte, te
ofrecen de señuelo esa señorita, que no será el pre-
mio de tu candor.
RUDENZ.- Bastante he oído, ya. ¡Quedaos con
Dios! (Vase)
EL BARÓN.- ¡Joven iluso, quédate!... ¡Se va! No
puedo detenerlo, ni salvarlo... Así ha renunciado a
su patria Wolfenschiessen... y otros lo imitarán. Un
encanto extraño arrastra a la juventud, y ejerce sus
estragos en estas montañas... ¡Oh día funesto aquel
en que el extranjero penetró en estos valles, antes
dichosos, para corromper sus costumbres piadosas
y sencillas!
La novedad entra aquí con poderío, y rechaza lo
antiguo y lo digno, y le suceden otros tiempos, y la
generación actual piensa muy diversamente. ¿Qué
hago yo aquí? Enterrados están todos aquellos con
quienes he vivido y dominado. Mi época duerme
también el sueño de la muerte. ¡Feliz el que nada
tiene que hacer con la que le sucede!

ESCENA II
Pradera rodeada de bosques y peñascos elevados.
Sobre los peñascos hay peldaños con balaustradas, y
escalas, por las cuales bajan las gentes. En el fondo
se ve un lago, por encima del cual se ostenta un arco
iris lunar. Altas montañas cierran el horizonte, y las
últimas aparecen cubiertas de nieve. Es de noche, y
sólo brilla la luna en el lago y en los ventisqueros.
MELCHTHAL, BAUMGARTEN,
WINKELRIED, MEIER DE SARNEN,
BURKARDO DE BUHEL, ARNOLDO DE
SEWA, NICOLÁS DE FLUE, y otros cuatro
montañeses, todos armados.
MELCHTHAL (Detrás de la escena).- La senda se
ensancha; seguidme ligeros; reconozco la roca, y la
cruz que la termina. Ya llegamos; ya estamos en
Rütli! (Llegan con antorchas.)
WINKELRIED.- ¡Escuchad!
SEWA.- Nadie hay.
MEIER.- Ningún compañero ha venido aún. No-
sotros los de Unterwald, somos los primeros.
MELCHTHAL.- ¿Qué hora de la noche será?
BAUMGARTEN.- El vigilante de Selisberg ha
anunciado las dos (Óyese un tañido a lo lejos.)
MEIER.- ¡Silencio! ¡Escuchemos!
BUHEL.- Es la campanilla de la capilla del bosque,
que se oye distintamente tocando a maitines del lado
de allá, en la Suiza.
FLUE.- El aire está sereno, y así se percibe el soni-
do tan claro.
MELCHTHAL.- Que algunos enciendan leña para
alumbrar a los que lleguen. (Vanse dos)
SEWA.- Es una hermosa noche de luna. El lago está
tranquilo como un espejo.
BUHEL.- Su viaje es cómodo y descansado.
WINKELRIED (señalando al lago.).- ¡Hola! ¡Mi-
rad! ¡Mirad, allí! ¿Nada veis?
MEIER.- ¿Qué es eso?... ¡Sí, verdaderamente! Un
arco iris en medio de la noche.
MELCHTHAL.- Lo forma la luz de la luna.
FLUE.- ¡Es un signo raro y maravilloso! Hay mu-
chos que no lo han visto jamás.
SEWA.- Es doble. ¡Observad! hay otro más débil.
BAUMGARTEN.- Una barca pasa justamente por
debajo.
MELCHTHAL.- Es Stauffacher, con su lancha. Ese
hombre excelente no quiere que lo esperen (Acérca-
se a la orilla con Baumgarten.)
MEIER.- Los de Uri son los que más tardan.
BUHEL.- Han de dar un rodeo por la montaña para
escapar a las gentes del Gobernador. (Mientras
tanto han encendido lumbre los dos montañeses en
medio de la escena.)
MELCHTHAL (Desde la orilla).- ¿Quién va? ¿Cuál
es la seña?
STAUFFACHER (Desde abajo).- ¡Amigos de la
patria! (Todos se dirigen al fondo del teatro, al en-
cuentro de los que vienen. Salen de la lancha
Stauffacher, ltel Reding, Hans auf der Mauer, Jorg
de Flohe, Conrado Hunn, Ulrico Schimdt, Jost de
Meiler y otros tres, todos armados.)
TODOS.- ¡Bienvenidos seáis! (Mientras los demás
se detienen en el fondo y se saludan, Melchthal y
Stauffacher se adelantan.)
MELCHTHAL.- ¡Oh, señor Stauffacher! He visto
al que no ha de verme más. Mi mano ha tocado sus
ojos, y deseo ardiente de venganza me ha inspirado
la luz apagada de sus pupilas.
STAUFFACHER.- ¡No habléis de venganza! No se
trata de vengar lo que ya se ha hecho, sino de evitar
el mal, que nos amenaza... Decidme ahora lo que
habéis adelantado en Unterwald en pro de la causa
santa; ¿Qué piensan vuestros compatriotas, y cómo
habéis escapado de las asechanzas de la traición?
MELCHTHAL.- Atravesando las horrendas mon-
tañas de Sarne, por vastos desiertos helados, en
donde sólo se oye el áspero graznido del lammer-
geier, llegué a los pastos alpinos, en donde se con-
gregan los pastores de Uri y de Engelberg, para
saludarse y apacentar juntos sus rebaños apagando
mi sed, solitario, en el agua de los ventisqueros, que,
llena de espuma, corre por las grietas. Entré, hués-
ped único, en el edificio abandonado, hasta alcanzar
después habitaciones humanas... Ya había llegado a
estos valles el anuncio de la espantosa maldad, poco
antes perpetrada, siendo yo acogido con lástima en
todas partes, merced a mi desdicha. Todos estos
hombres de bien estaban indignados ante esas me-
didas recientes del Gobierno, atroces y violentas,
porque así como todas sus montañas albergan las
mismas plantas, y las fuentes corren en los mismos
parajes, y hasta las nubes y los vientos toman igual
rumbo, así costumbres idénticas se han trasmitido
invariablemente de los padres a los hijos. Su vida
uniforme no consiente, pues, temerarias innovacio-
nes en sus hábitos seculares... Ofreciéronme sus
manos encallecidas; descolgaron de las paredes sus
espadas mohosas, y la llama alegre de la resolución
ha brillado en sus miradas cuando proferí ante ellos
vuestro nombre y el de Gualterio Fürst, venerados
de estos montañeses... Juraron hacer cuanto estiméis
conveniente, y obedeceros hasta la muerte... Bajo
del amparo de esta égida sagrada de la hospitalidad
he caminado de casa en casa... y cuando llegué a mi
valle natal, en donde habitan muchos parientes mí-
os... cuando encontré a mi padre, ciego y despojado,
descansando en jergón ajeno, y viviendo de la cari-
dad de los buenos corazones...
STAUFFACHER.- ¡Dios del cielo!
MELCHTHAL.- No lloré; no disipé en lágrimas
inútiles la fuerza de mi vehemente dolor; guardélo
en lo íntimo de mi pecho, como si fuese precioso
tesoro, y me ocupé sólo en trabajar. Atravesé todos
los senderos ásperos de la montaña, y no hubo va-
lle, por escondido que estuviera, que no recorriese.
Visité hasta las últimas chozas habitadas, que se le-
vantan al pie de los ventisqueros, y en cuantos pa-
rajes hallaron mis plantas, hallé idéntico odio a la
tiranía, porque aún a esos límites extremos de la vi-
da, en donde el suelo deja de producir, alcanza la
avaricia de los gobernadores... El aguijón de mis
palabras conmovió los corazones de estas buenas
gentes, y todos ellos son nuestros en cuerpo y alma.
STAUFFACHER.- En corto tiempo habéis hecho
grandes cosas.
MELCHTHAL.- Hice más. Las dos fortalezas de
Rossberg y Sarnen son los que más miedo infunden
en el habitante de estas montañas, porque, al abrigo
de sus muros de peñascos, vive su enemigo y de-
vasta el país. Quise verlo con mis ojos, y estuve en
Sarnen y contemplé su castillo.
STAUFFACHER.- ¿Y osasteis asomaros a las fau-
ces del tigre?
MELCHTHAL.- Fui disfrazado de peregrino, y
presencié las orgías del Gobernador... Juzgad si sé
dominarme. ¡Vi a mi enemigo, y no le maté!
STAUFFACHER.- La fortuna, en verdad, ayudó a
vuestra osadía. (Los demás se adelantan, y se acer-
can a ellos.) Decidme ahora, sin embargo, quiénes
son nuestros amigos y los buenos que os siguen.
Dádmelos a conocer, para que nos comuniquemos y
nos entendamos.
MEIER.- ¿Quién no os conoce señor, en los tres
cantones? Yo soy Meier de Sarne; éste es el hijo de
mi hermano, Strath de Winkelried.
STAUFFACHER.- Vuestros nombres no me son
desconocidos. Un Winkelried mató al dragón en la
laguna de Weiler, y perdió su vida en la lucha.
WlNKELRIED.- Era mi abuelo, señor Werner.
MELCHTHAL (Señalando a dos, que le acompa-
ñan).- Éstos habitan del lado allá del Wald, y son
vasallos del monasterio de Engelberg. No los des-
preciaréis por eso, porque no sean libres, ni como
nosotros posean bienes propios patrimoniales.
Aman a su patria, y además disfrutan de buena fa-
ma.
STAUFFACHER (A los dos).- Dadme las manos.
Digno es de envidia el que no debe a nadie la pres-
tación de un trabajo corporal; pero la honradez es
compatible con todos los estados sociales.
HUNN.- He aquí el señor Reding, nuestro antiguo
bailío.
MEIER.- Lo conozco bien. Es mi contrario, y litiga
contra mí por una antigua herencia... Señor Reding,
aunque ante la justicia seamos enemigos, aquí somos
amigos. (Se estrechan la mano.)
STAUFFACHER.- ¡Bien dicho!
WINKELRIED.- ¡Escuchad! Ya llegan. ¿Oís la
trompa de Uri? (Por la izquierda, y por la derecha,
bajan de los peñascos hombres armados, a la luz de
las antorchas.)
MEIER.- ¡Mirad! ¿No baja también con ellos el
piadoso ministro del Señor, el respetable cura? No
teme ni a la fatiga del camino ni a las tinieblas de la
noche, cuando se trata, como cumple a un buen
pastor, del cuidado de sus ovejas.
BAUMGARTEM.- Sigrift y Gualterio Fürst le si-
guen; pero no veo entre ellos a Tell, (Gualterio
Fürst, Rösselmann, el cura Petermann, Sigrift, Kuo-
ni el pastor, Werni el cazador, Ruodi y otros cinco
se presentan. Todos juntos llegan a treinta y tres. Se
adelantan y se colocan alrededor del fuego.
GUALTERIO FÜRST.- En la tierra, que hereda-
mos de nuestros padres, y nuestro suelo natal, he-
mos de deslizarnos como criminales, y durante la
noche, cuyo negro manto sólo debe proteger a los
delincuentes y conspiradores, a quienes amedrenta
la luz. Así hemos de defender nuestro derecho, tan
claro y notorio como el sol de mediodía.
MELCHTHAL.- ¿Qué hemos de hacer? Lo que se
prepare en la oscuridad de la noche, aparecerá sin
disfraces ni trapantojos a la hora en que todos lo
vean.
RÖSSELMANN.- Oíd, oh compañeros, lo que
Dios me inspira. Nosotros estamos aquí en repre-
sentación de una asamblea general, y en nombre de
todo el pueblo. Guardemos, pues, los usos más an-
tiguos de nuestra patria, como si los tiempos fuesen
de paz. Lo que haya de ilegal en esta reunión, lo ex-
cusará la necesidad en que nos vemos. Pero Dios
está presente en donde predomina la justicia, y aho-
ra nos encontramos al abrigo del cielo.
STAUFFACHER.- ¡Bien! Obremos con arreglo a
las tradiciones patrias. Aunque es de noche, nuestro
derecho es claro.
MELCHTHAL.- Si el número no parece completo,
aquí está el corazón de todo el pueblo, y los mejores
de él, presentes.
HUNN.- Si no tenemos a mano los libros antiguos,
escritos están en nuestros pechos.
RÖSSELMANN.- ¡Ea, pues, formemos el círculo, y
plantemos en el centro las espadas, símbolo del po-
der!
MANER.- Que el bailío ocupe su puesto, y los ase-
sores te sienten a su lado.
SIGRIFT.- Tres son los pueblos. ¿A quién corres-
ponde el nombramiento de presidente?
MEIER.- Que lo disputen Schwitz y Uri. Nosotros,
los de Unterwalden, renunciamos nuestro derecho.
MELCHTHAL.- Nosotros nos abstenemos tam-
bién. Somos suplicantes, que pedimos auxilio a po-
derosos amigos.
STAUFFACHER.- Que Uri tome la espada. Su
bandera nos precede en las expediciones del impe-
rio.
FÜRST.- Ese honor corresponde de derecho a
Schwitz, porque todos descendemos de ese noble
tronco.
RÖSSELMANN.- Dejadme que yo decida esta
contienda generosa. Que Schwitz presida en el Con-
sejo, y Uri en las batallas.
FÜRST (Presentando la espada a Stauffacher).-
¡ Tomadla, pues!
STAUFFACHER.- Yo no; el de más edad.
HOFE.- Ulrico Schwitz es el más viejo.
MANER.- Es buen sujeto, no libre; y en Schwitz
nadie que no lo sea puede desempeñar el cargo de
juez.
STAUFFACHER.- ¿No está aquí el Sr. Reding, an-
tiguo bailío? ¿Quién será más digno?
FÜRST.- Que sea, pues, nuestro bailío, y que nos
presida. ¡Quien convenga, que levante la mano!
(Todos levantan la mano derecha.)
REDING (Adelantándose).- No puedo poner mi
diestra sobre los evangelios; pero juro por los astros
eternos que jamás me apartaré de la justicia. (Clavan
dos espadas delante de él; fórmase un círculo alre-
dedor. Schwitz ocupa el centro, Uri la derecha, y
Unterwalden la izquierda. Él se apoya en su espada)
¿Cuál es la causa, que reúne aquí a tres pueblos de la
montaña, a esta hora de los fantasmas, en las orillas
inhospitalarias del lago? ¿Cuál será el objeto de esta
nueva alianza, que celebramos aquí, bajo la bóveda
del cielo?
STAUFFACHER (Adelantándose en el círculo).-
No celebramos ahora ninguna nueva alianza; es la
renovación de la antigua, de la época de nuestros
padres, porque sabéis, oh compañeros, que si bien
nos separan el lago y las montañas, y cada pueblo se
rige con independencia de los demás, nuestro ori-
gen y nuestra sangre es la misma, y la misma es tam-
bién nuestra patria.
WINKELRIED.- ¿Es cierto, pues, como se dice, en
nuestros cantos, que vinimos aquí de otros lugares
lejanos? Contadnos lo que de esto sepáis, para que
el nuevo vínculo confirme al antiguo
STAUFFACHER.- Oíd lo que refieren los pastores
ancianos... Había un gran pueblo hacia el Septen-
trión, que padecía hambre cruel. En este apuro, se
resolvió por su gobierno que la décima parte de los
habitantes, por la suerte, abandonase el suelo natal...
¡Y así se hizo! Hombres y mujeres, lamentándose y
formando un ejército, se abrieron camino con sus
armas por Alemania, y llegaron a estas alturas de
bosques y montañas... Y la expedición no se detuvo
hasta alcanzar el ameno valle, por donde corre el
Muota entre alegres prados... No se veían allí vesti-
gios humanos, y sólo se alzaba en sus orillas una
choza solitaria. Un hombre aguardaba a los recién
venidos para pasarlos... Pero el lago estaba alboro-
tado, y no navegable. Entonces examinaron esa re-
gión con más cuidado, y observaron bosques
espesos y buenas fuentes, y creyeron hallarse en su
amada patria... Acordaron quedarse, y edificaron el
castillo viejo de Schwitz, y desmontaron el bosque
con grandes trabajos... Después, cuando se aumentó
el pueblo, y aquel paraje no podía contenerlos, se
extendieron hasta las montañas negras, hasta parajes
cubiertos de hielo, en donde, oculto entre sus nieves
eternas, habitaba otro pueblo de distinta lengua. Le-
vantaron el castillo de Stanz en Kernwald, y el de
Altdorf en el valle del Reuss. Pero guardaron siem-
pre el recuerdo de su origen; y así se explica que,
aún después que se han establecido aquí otros pue-
blos diversos, los suizos se encuentran y se recono-
cen por su sangre y su corazón. (Extiende su mano
a derecha e izquierda)
MAUER.- Sí; nosotros tenemos todos el mismo co-
razón, y la misma sangre.
TODOS (Estrechándose las manos).- Somos un
solo pueblo, y juntos obraremos.
STAUFFACHER.- Los demás sufren el yugo, y se
someten al vencedor. Hay en nuestro territorio mu-
chos propietarios, que han contraído obligaciones
con los extranjeros y dejan en herencia a sus hijos la
servidumbre. Pero nosotros, los suizos genuinos de
la antigua estirpe, hemos defendido siempre nuestra
libertad. No doblamos nuestra rodilla ante los Prín-
cipes, y libremente nos hemos puesto bajo el ampa-
ro del Emperador.
RÖSSELMAN.- Sin coacción alguna nos pusimos
bajo la égida y apoyo del Emperador. Así consta en
el rescripto de Federico.
STAUFFACHER.- Pero ni el más libre deja de te-
ner superior. Es menester que haya una cabeza, un
juez supremo, cuando hay contienda sobre mejor
derecho. Por eso nuestros antepasados reverencia-
ron al Emperador, por el suelo que roturaron, por
su soberanía en Italia y Alemania, y como los demás
Estados libres de su Corona, se obligaron también
al servicio de las armas. Tal es el primer deber de
los hombres libres, defender con las armas a quien
los defiende.
MELCHTHAL.- Todo lo demás es signo de servi-
dumbre.
STAUFFACHER.- Seguían, pues, al estandarte del
Imperio, cuando lo pedía el Soberano, y marchaban
armados a Italia, para colocar sobre sus sienes la co-
rona de Rey de romanos. En su país, se gobernaban
sin miedo con arreglo a sus leyes y costumbres. La
pena capital le estaba sólo reservada, y para impo-
nerla había un conde, que lo representaba, y que no
residía entre nosotros. Cuando conocía de alguno
de estos delitos, se recurría a él, y bajo la bóveda del
cielo, lisa y llanamente, aplicaba la ley sin temor a
nadie. ¿Quién probará que somos esclavos? Si al-
guien no es de mi opinión, que hable.
HOFE.- No; la verdad es la que habéis expuesto, y
ninguno de nosotros hubiera sufrido el despotismo.
STAUFFACHER.- Al mismo Emperador hemos
negado la obediencia, cuando ha faltado a las leyes
por favorecer a los sacerdotes. Cuando los monjes
de la Abadía de Ensiedeln intentaron apropiarse los
pastos, que habían sido nuestros desde tiempo in-
memorial, fundándose el abad en un titulo antiguo,
que les concedía los terrenos desiertos, sin dueños...
haciéndose caso omiso de nosotros... dijimos: «Ese
titulo ha sido arrancado subrepticiamente. Ningún
Emperador puede dar lo que nos pertenece; y si el
Imperio rehusa hacernos justicia, para nada necesi-
tamos en nuestras montañas al Emperador...» Así
hablaban nuestros padres. ¿Hemos de sufrir, pues,
ese nuevo y vergonzoso yugo de un criado extranje-
ro, lo que no hemos tolerado de ningún Empera-
dor? Hemos conquistado, este suelo con el trabajo
de nuestras manos, y los antiguos bosques, en otro
tiempo habitación exclusiva de los osos, han sido
trasformados por nosotros en moradas humanas.
Aniquilamos la raza del dragón ponzoñoso, que vi-
vía en estas lagunas. Rasgamos el velo de nubes, que
envolvía tristemente estas soledades, e hicimos sal-
tar las rocas, y abrimos senda segura al caminante.
Nuestro es, por lo mismo, este territorio, por su po-
sesión durante millares de años; y ¿el criado de un
señor extranjero osará forjar cadenas para nosotros,
y llenar de oprobio nuestro país? ¿No hay remedio
alguno contra esta opresión? (Los conjurados se
muestran conmovidos.) No; el poder de los tiranos
tiene también sus límites. Cuando la opresión obra
sin ningún derecho; cuando su peso es intolerable...
pide alivio al cielo, y le pide ánimo, y llama acá
abajo su eterno derecho, inmutable y seguro como
los mismos astros. Recomienza entonces el estado
primitivo de los hombre, en lucha unos con otros, y,
en último recurso, cuando ningún otro se presenta,
se apela a la fuerza. Contra la violencia hemos de
defender nuestro bien más preciado... ¡Peleamos
por nuestra patria, por nuestras mujeres y nuestros
hijos!
TODOS (Poniendo las manos en sus espadas).-
¡Defendemos nuestras mujeres y nuestros hijos!
RÖSSELMANN (Adelantándose).- Antes de hacer
uso de las armas, reflexionadlo bien. Podéis emplear
con el Emperador medios pacíficos. Os basta una
sola palabra, y los mismos tiranos que hoy os opri-
men, os adularán mañana... Aceptad lo que con

tanta frecuencia se os ha ofrecido; separaos del Im-
perio, acatad el poder del Austria...
MAUER.- ¿Qué propone el cura? ¿Que prestemos
juramento al Austria?
BUHEL.- ¡No le hagáis caso!
WINKELRIED.- Ese consejo es de traidor, es de
un enemigo de su patria.
REDING.- ¡Sosegaos, compañeros!
SEWA.- ¡Que rindamos homenaje al Austria, des-
pués de tal afrenta!
FLUE.- ¿Nos dejaríamos arrancar por la fuerza lo
que hemos negado a la bondad?
MEIER.- ¡Seríamos entonces esclavos, y merece-
ríamos serlo!
MAUER.- ¡Que sea privado del derecho común de
los suizos quien nos hable de ceder al Austria!...
Presidente, ¡que tal sea el primer acuerdo que
adoptemos ahora.
MELCHTHAL.- ¡Sea as! Quien hable de ceder al
Austria, pierde todos sus derechos y honores, y que
ninguno de sus paisanos lo acoja en su hogar.
TODOS (Levantando sus diestras).- ¡Mandamos,
que así sea!
REDING (Después de una pausa).- ¡Queda acorda-
do!
RÖSSELMANN.- Ahora sois libres; ahora lo sois
ya, en virtud de esta ley. Austria no obtendrá por la
fuerza lo que no ha conseguido con sus amistosos
ruegos...
WEILER.- ¡Adelante, a la orden del día!
REDING.- Compañeros: ¿Se han probado ya todos
los medios pacíficos? Quizás lo ignore el Rey; qui-
zás no quiere que nosotros lo suframos. Tenemos,
pues, este último recurso; que lleguen a sus oídos
nuestras quejas, antes de apelar a las armas. Temible
es siempre el empleo de la fuerza, aún fundada en el
derecho. Dios sólo ayuda cuando los hombres nos
abandonan.
STAUFFACHER (A Conrado Hunn).- Ahora os
toca informar. ¡Hablad, pues!
HUNN.- He estado en Rheinfeld, en el palacio del
Emperador; a quejarme de la tiranía de los goberna-
dores, y pedir la continuación de nuestras antiguas
franquicias, siempre concedida por los nuevos So-
beranos. Allí encontré a los delegados de otras mu-
chas ciudades, de la Suabia y de las orillas del Rhin,
todos ya con sus pergaminos, y dispuestos a regre-
sar alegres a su país. A mí, vuestro representante,
me enviaron el Consejo, en donde me despidieron
con vanos consuelos: «El Emperador no tiene tiem-
po ahora; con placer se ocupará otro día en vuestra
demanda.» Y cuando yo discurría triste por los sa-
lones del palacio real, vi al Duque Juan, llorando en
un rincón, y junto a él, a los nobles señores de Wart
y de Tegerfeld, que me llamaron, y me dijeron:
«Ayudaos vosotros mismos; del Rey no hay que es-
perar justicia. ¿No ha despojado al hijo de su mis-
mo hermano, apropiándose su legítima herencia? El
Duque reclama los bienes de su madre, porque ha
llegado a la mayor edad, y ya es tiempo de que go-
bierne a su país y a sus vasallos. ¿Qué se le ha con-
testado? El Emperador le ha puesto una corona en
la cabeza, y la ha dicho: «He aquí el ornamento de la
juventud.»
MAUER.- Ya lo habéis oído. No hay que esperar
del Emperador derecho ni justicia. Ayudaos voso-
tros mismos.
REDING.- Ningún recurso nos queda, pues. Que el
Consejo acuerde el medio de conseguir con pruden-
cia nuestro objeto.
FÜRST (Entrando en el círculo).- Queremos sus-
traernos a una odiosa dominación; conservar las
antiguas libertades, que nos legaron nuestros padres,
y no pedirlas nuevas sin freno alguno. Dése al Em-
perador lo que sea del Emperador, y quien tenga se-
ñor, que lo sirva con arreglo a su deber.
MEIER.- Yo tengo en feudo bienes del Austria.
FÜRST.- Continuad prestando homenaje al Austria.
WEILER.- Yo pago tributo a los señores de
Rappersweil.
FÜRST.- Proseguid pagándoles lo que les debáis.
RÖSSELMANN.- Yo he prestado juramento a la
abadesa de Zurich.
FÜRST.- Daréis al Monasterio lo que es del Mo-
nasterio.
STAUFFACHER.- Yo sólo tengo feudos del Impe-
rio.
FÜRST.- ¡Que lo que deba hacerse, se haga, y nada
más! Queremos sólo expulsar a los gobernadores,
con sus satélites, y allanar sus fortalezas; pero si es
posible, sin verter sangre. Sepa el Emperador, que la
necesidad nos ha compelido sólo a faltar a los debe-
res, y piadoso respeto que se merece. Si averigua que
nos contenemos en ciertos límites prudentes, acaso
la política lo induzca a refrenar su ira, porque des-
pierta temor provechoso cualquiera pueblo, que,
después de empuñar las armas, se modera.
REDING.- Pero veamos cómo hemos de conseguir
nuestro objeto. Nuestro enemigo está bien prepara-
do, y no cederá sin pelear.
STAUFFACHER.- Cederá, si nos ve dispuestos al
combate. Hemos de sorprenderlo, pues, antes que
pueda defenderse.
MEIER.- Mucho hay del dicho al hecho. Tenemos
aquí dos castillos fuertes, que protegerán a nuestro
enemigo, y serán temibles, si el Rey llega a venir a
este país. Es menester que nos apoderemos a la
fuerza de Rossberg y Sarnen, antes de que se desen-
vaine una sola espada.
STAUFFACHER.- Si lo dilatamos, será avisado el
enemigo. Hay muchos en el secreto.
MEIER.- No hay un solo traidor en los cantones.
RÖSSELMANN.- Hasta el celo más loable puede
vendernos.
FÜRST.- Si aplazamos nuestro proyecto, se acabará
la fortaleza de Altdorf, y el Gobernador se parapeta-
rá en ella.
MEIER.- Pensáis en lo que os interesa...
SIGRIST.- Y sois injusto.
MEIER (Levantándose).- ¿Injustos nosotros? ¿Y
los de Uri nos lo dicen?
REDING.- Callaos, y sed fieles a vuestro juramento.
MEIER.- Si; si Schwitz se entiende con Uri, habre-
mos de guardar silencio.
REDING.- He de advertiros ante la junta, que tur-
báis la paz común con vuestra cólera. ¿No estamos
reunidos para promover el bien de todos?
WINKELRIED.- Si esperamos hasta la fiesta del
Gobernador, entonces, según costumbre, todos los
vasallos llevarán presentes al castillo. Diez o doce
hombres podrían juntarse allí sin excitar sospechas.
Provistos secretamente de puntas de hierro, que se
ajustan con rapidez en sus palos, se burlarían así de
la prohibición de entrar armados en el castillo. La
junta más numerosa se tendría en el bosque inme-
diato, y si los primeros conseguían hacerse dueños
de la puerta, harían una señal con la trompa, y acu-
dirían los emboscados. Sin trabajo sería el castillo
nuestro.
MELCHTHAL.- Yo me encargo de entrar en Ross-
berg, porque me ama una doncella del castillo, y
puedo convencerla que me facilite una escala para
hacerla una visita nocturna. Ya dentro, ayudaré a
mis amigos.
REDING.- ¿Opinan todos que se dilate la ejecución
de nuestro plan? (La mayoría levanta la mano.)
STAUFFACHER (Que cuenta los votos).- Hay
veinte votos contra doce.
FÜRST.- Si el día fijado quedan los castillos en
nuestras manos, haremos la señal con humaredas de
una en otra montaña; los hombres hábiles para to-
mar las armas se reunirán en la capital de cada can-
tón. Cuando se convenzan los gobernadores de que
estamos decididos seriamente a combatir, creedme,
cederán, y se tendrán por muy dichosos si obtienen
de nosotros un salvo-conducto para dejar nuestro
país.
STAUFFACHER.- Sólo me inspiran temor las fuer-
zas de caballería de Gessler, porque no abandonará
el campo sin resistencia, y, aunque se aleje, siempre
podrá hacernos mucho daño. Perdonarlo es difícil y
casi peligroso.
BAUMGARTEN.- Ponedme en el lugar más ex-
puesto. Debo mi vida a Tell, y la arriesgaré gustoso.
He dejado a salvo mi honor, y estoy satisfecho.
REDING.- El tiempo es buen consejero. Tened,
pues, paciencia. Hay que aprovechar también la oca-
sión. Pero ¡mirad! Mientras hacemos aquí la noche
día, la aurora, desde los picos más altos, nos da su
brillante alerta... Separémonos, por tanto, antes que
la luz del día nos sorprenda.
FÜRST.- No temáis, que las tinieblas se retiran pe-
rezosamente de estos valles. (Todos, por un movi-
miento espontáneo, cogen sus sombreros, y
contemplan la aurora en mudo recogimiento.)
RÖSSELMANN.- Por este resplandor, que nos sa-
luda antes que a los demás pueblos, respirando con
trabajo debajo de nosotros en la niebla de las ciuda-
des, hagamos todos el juramento de la nueva alian-
za... Queremos ser un pueblo de hermanos
inseparables, sea cualquiera la necesidad o el peligro
que nos acometa. (Todos lo repiten, levantando tres
dedos.) Queremos ser libres, como nuestros padres
lo fueron, y antes morir que la esclavitud. (Lo repi-
ten.) Ponemos nuestra confianza en Dios Todopo-
deroso, y no tememos poder ninguno humano.
(Todos lo repiten, y se abrazan.)
STAUFFACHER.- Que cada cual siga ahora en paz
su camino, para reunirse con sus amigos y compa-
ñeros. Quien sea pastor, que haga invernar tranquilo
su ganado, y se granjee en silencio amigos para
nuestra alianza... Sufrid cuanto sea menester, hasta
que llegue el instante deseado. Dejad que se au-
mente la cuenta de los tiranos, hasta que venga el
día en que paguen de una vez la deuda de todos y la
particular de cada uno. Que todos refrenen su justa
cólera, y guardad vuestras venganzas personales pa-
ra la general venganza, porque se hace reo de robo
contra la república quien, antes que al interés de és-
ta, atiende al suyo. (Mientras se separan callados,
tomando por tres caminos diferentes, la orquesta
toca una marcha brillante. La escena se queda vacía
algún tiempo, y ofrece el espectáculo del sol levante
sobre los montes de hielo.)

ACTO III
ESCENA PRIMERA
Patio ante la casa de Tell.
TELL tiene en la mano un hacha de carpintero, y
EDUVIGIS está ocupada en trabajos de su sexo.
GUALTERIO y GUILLERMO juegan en el fondo
con una ballesta pequeña.
GUALTERIO (Cantando).- «A la luz de los prime-
ros rayos de la aurora, armado de su arco y sus fle-
chas, atraviesa el cazador los montes y los valles.
«Como el buitre es el rey en el Imperio del aire, así
domina el cazador, sin traba alguna, en los precipi-
cios y en las montañas.

«Suyo es el vasto espacio; y cuanto hiere su flecha,
ya corra, ya se arrastre, es presa suya.» (Llega saltan-
do) Se me ha roto la cuerda. ¡Arréglamela, padre!
TELL.- ¡Yo no! El buen cazador no necesita ayuda
para esto (Aléjanse los niños.)
EDUVIGIS.- Pronto se ensayan en tirar esos niños.
TELL.- El que quiera ser maestro, ha de ejercitarse
en su oficio desde la infancia.
EDUVIGIS.- ¡Quisiera Dios que jamás lo aprendie-
sen!
TELL.- Han de saberlo todo, quien desee vivir
tranquilo, ha de estar preparado para la defensa y
para el ataque.
EDUVIGIS.- ¡Ay de mí! Ninguno vivirá en paz en
su casa.
TELL- Mujer, no puedo subsistir de otra manera.
La naturaleza no me a hecho para el oficio de pas-
tor. Sin descansar he de perseguir un objeto, que
siempre huye, y sólo disfruto verdaderamente de la
vida cuando la recobro de nuevo cada día.
EDUVIGIS.- Y no piensas en las angustias de tu
esposa, que te espera, mientras tanto, llena de zozo-
bra. Infúndenme harto horror lo que me cuentan tus
criados de tus peligrosas correrías. Tiemblo cada
vez que te ausentas, temiendo no verte más. Imagí-
note en los montes cubiertos de nieve, perdido, sal-
tando, de peñasco en peñasco, o arrastrándote la
gamuza a los abismos, al volverse hacia atrás, o que
te sorprende una avalancha, o que se hunde la nieve
engañosa y te sepulta vivo en horrenda sima. ¡Ah!
¡Bajo mil formas acecha la muerte al audaz cazador
de los Alpes! Es una ocupación funesta la que, con
riesgo continuo, te atrae al fondo del abismo.
TELL.- Quienquiera que, sereno, sabe atender a
cuanto lo rodea, y pone su confianza en Dios, y es
fuerte y ágil, se libra fácilmente de contratiempos y
de peligro. La montaña no asusta al que ha nacido
en ella. (Ha terminado su trabajo, y deja la herra-
mienta.) Ahora ya, según creo, tenemos puerta para
años. Con esta hacha a mi disposición, me ahorro
llamar el carpintero. (Coge el sombrero.)
EDUVIGIS.- ¿A dónde vas?
TELL.- A Altdorf, a casa de mi padre.
EDUVIGIS.- ¿No te preocupa ningún proyecto pe-
ligroso?
TELL.- ¿Por qué lo dices, mujer?
EDUVIGIS.- ¡Se trama algo contra los bailíos!... se
han reunido en Ruttli; lo sé, y tú eres también de los
conjurados.
TELL.- Yo no estuve allí... pero si la patria me lla-
ma, no seré sordo a su voz.
EDUVIGIS.- Siempre te señalarán un puesto
arriesgado. Lo peor te tocará en suerte, como siem-
pre.
TELL.- Cada uno contribuye con lo que puede.
EDUVIGIS.- Durante la tempestad, pasaste a uno
de Unterwald de una a otra orilla del lago... Esca-
pasteis por milagro... ¿Es posible que nunca te
acuerdes de tu mujer y de tus hijos?
TELL.- Pensaba entonces en ellos, querida esposa:
salvaba yo a un padre con hijos.
EDUVIGIS.- ¡Navegar en el lago alborotado! Esto
no es confiar en Dios, sino tentar su paciencia.
TELL.- El que reflexiona mucho lo que ha de hacer,
nada hace.
EDUVIGIS.- Sí; tú eres bueno y servicial; a todos
ayudas, y, cuando necesites a los demás, nadie ven-
drá en tu auxilio.
TELL.- ¡Quiera Dios que a nadie necesite! (Toma
su ballesta y sus flechas.)
EDUVIGIS.-¿Para qué llevas ahora la ballesta?
¡Déjala ahí!
TELL.- Me parece que me quedo sin brazo cuando
no la llevo. (Los niños se acercan.)
GUALTERIO.- Padre, ¿a dónde vas?
TELL.- A Altdorf, muchacho, a Ehni... ¿quieres a-
compañarme?
GUALTERIO.- ¡Si, si!
EDUVIGIS.- El Gobernador está allí ahora. No va-
yas a Altdorf.
TELL.- Hoy mismo la deja.
EDUVIGIS.- Que se vaya, pues, antes. No le llames
la atención, porque, como sabes, no nos quiere bien.
TELL.- Su mala voluntad no puede perjudicarme
mucho. Yo obro honradamente, y a nadie temo.
EDUVIGIS.- A los hombres de bien aborrece más
que a lo otros.
TELL.- Porque no encuentra motivos para ofen-
derlos... Creo que ese caballero me dejará en paz.
EDUVIGIS.- ¿Estás seguro de lo que dices?
TELL.- No hace mucho que cazaba yo en los solita-
rios precipicios de Schächenthal, en donde no se
veía huella alguna humana, y siguiendo un sendero
abierto en los peñascos, en el cual no me era posible
retroceder, porque sobre mi cabeza se elevaba la ro-
ca tajada, y a mis pies bullía el torrente de un modo
horrible. (Los niños se acercan a él, y lo rodean, es-
cuchando con la más viva curiosidad.) El Goberna-
dor venía también por allí en dirección opuesta, tan
solo como yo, hombre contra hombre, y a nuestro
lado el abismo. Cuando me vio y me conoció, por-
que me había castigado con el mayor rigor por li-
viana causa poco antes, y notó que, bien armado, me
aproximaba a su encuentro, palideció, temblaron sus
rodillas, y comprendí que estaba a punto de despe-
ñarse... Entonces me compadecí de él; me acerqué
con humildad, y le dije: «Soy yo, señor Go-
bernador.» Ni una sola palabra pudo el pobre arti-
cular... Con la mano, en el más profundo silencio,
me hizo señal de que prosiguiera mi camino; yo pa-
sé, y le envié su acompañamiento.
EDUVIGIS.- Ha temblado en tu presencia... ¡Ay de
ti! Jamás te perdonará que hayas sido testigo de su
debilidad.)
TELL.- Por eso yo evitaré verlo, y él no me buscará.
EDUVIGIS.- ¡No vayas hoy allá! Caza mejor.
TELL.- ¿Qué se te ocurre!
EDUVIGIS.- Siento una angustia indecible. No va-
yas.
TELL.- ¿A qué afligirte sin razón alguna?
EDUVIGIS.- ¿Sin motivo? ¡Tell, quédate aquí!
TELL.- He prometido ir allá, querida mía.
EDUVIGIS.- Ve, pues, si es preciso... pero déjame
aquí el niño.
GUALTERIO.- No, madrecita, me voy con mi pa-
dre.
EDUVIGIS.- Gualterio, ¿te atreves a abandonar a
tu madre?
GUALTERIO.- Te traeré de Ehni un regalito. (Se
va con su padre.)
GUILLERMO.- Yo me quedo contigo, madre.
EDUVIGIS (Abrazándolo).- Sí; tú eres mi hijo que-
rido, tú eres el solo que me quedas. (Vase a la puerta
del patio y los sigue largo tiempo con la vista.)

ESCENA II
Lugar montuoso y solitario; cascadas se precipitan
desde las rocas.
BERTA, de cazadora, y poco después RUDENZ.
BERTA.- ¡Me sigue! Al fin puedo explicarme.
RUDENZ (Presentándose de repente).- Gracias se-
an dadas a Dios, que os encuentro sola, y que nos
rodean abismos por todas partes. En esta soledad
no temo que me interrumpa testigo alguno, ni me
impida acabar con el silencio abrumador, que tanto
me ha afligido.
BERTA.- ¿Estáis seguro que no nos siguen los ca-
zadores?
RUDENZ.- Quedan allá lejos... ¡Ahora o nunca! Es
preciso aprovechar esta ocasión favorable... Ha de
decidirse mi suerte, aunque me separe para siempre
de vuestro lado... ¡Oh! No troquéis en iracundas
vuestras dulces miradas... ¿Quién soy yo para elevar
hasta vos mis osados deseos? Nada ha hecho la fa-
ma en mi favor, y no me atrevo a igualarme con los
caballeros, que, brillantes y gloriosos, os pretenden.
Sólo poseo mi corazón, que rebosa de amor y abne-
gación...
BERTA (Formal y ceñuda).- ¿Podéis hablar de ab-
negación y de amor, descuidando tanto vuestros
más sagrados deberes? (Rudenz se retira.) .¿El es-
clavo del Austria, vendido al extranjero, opresor de
sus súbditos?
RUDENZ.- ¿Es posible que oiga yo estas palabras
de vuestros labios ¿A quién, sino a vos, busco yo en
este partido?
BERTA.- ¿Y pensáis hallarme entre los traidores?
De mejor grado daría yo mi mano al mismo Gessler,
el tirano, que al hijo desnaturalizado de la Suiza, que
se convierte en instrumento del opresor.
RUDENZ.- ¡Dios mío! ¡Quién lo pensara!
BERTA.- ¿Cómo? ¿Hay algo que interese más al
hombre que sus deudos? ¿Hay algún deber más im-
perioso para los nobles corazones, que defender la
inocencia y amparar a los oprimidos?... El alma se
me contrista al recordar a vuestro pueblo; sufro con
él, porque debo amarlo, por su modestia y su ener-
gía. Arrastra mi ánimo por completo, y lo venero
más cada día... ¡Pero vos, a quien la naturaleza y los
deberes de caballero obligan a protegerlo, y, sin em-
bargo, lo abandonáis; y sois el infiel, que se pasa al
enemigo, y forja cadenas para su patria! Vuestra
conducta me ofende y me entristece, y hasta he de
violentarme para no odiaros.
RUDENZ.- ¿No deseo yo el bien de mi país? En
paz, bajo el cetro poderoso del Austria...
BERTA.- ¿Intentáis hacerlo esclavo? ¿Arrebatar a la
libertad su último refugio? Mejor comprende su di-
cha el pueblo, y ninguna apariencia engañosa per-
turba su seguro instinto. Lo envolvéis en una red.
RUDENZ.- ¡Berta! ¿Me odiáis, y me despreciáis?
BERTA.- Más valdría que lo hiciera... Pero ver des-
preciado y digno de desprecio, a quien se amaría
con la mejor voluntad...
RUDENZ.- ¡Berta! ¡Berta! Después de mostrarme
el más alto pináculo de ventura, me precipitáis en
seguida en el abismo.
BERTA.- No, no; aún no se han extinguido en
vuestro pecho por completo los sentimientos más
nobles. Duermen y es menester despertarlos. Habéis
de contradeciros con energía para ahogar en vuestra
alma su ingénita virtud. Por fortuna es más fuerte
que vos, y a pesar vuestro, sois bueno, y sois hidal-
go.
RUDENZ.- ¿Tenéis confianza en mí? ¡Oh Berta!
Vuestro amor es y será todo para mí.
BERTA.- Sed lo que os manda la próvida naturale-
za. Ocupad el lugar que os señala entre vuestros
compatriotas y vuestro país, y luchad en defensa de
sus sagrados derechos.
RUDENZ.- ¡Ay de mí! ¡Cómo pretenderos, cómo
poseeros, si me opongo al poder del Emperador?
¿No es la voluntad influyente de vuestros deudos la
que dispone a su albedrío de vuestra mano?
BERTA.- En los cantones radican mis bienes, y seré
libre, si lo es también Suiza.
RUDENZ.- Berta, ¿qué perspectiva me ofrecéis?
BERTA.- No esperéis poseerme mediante el favor
del Austria, porque sólo se preocupa de mi herencia
y de quien ha de disfrutarla, casándose conmigo. La
misma codicia de territorio, que quiere aniquilar
vuestra libertad, me amenaza también... ¡Oh, amigo
mío! Destinada estoy quizás a ser la víctima propi-
ciatoria que recompense a algún favorito. Se propo-
nen arrastrarme a la corte del Emperador, en donde
tienen su asiento la falsedad y las intrigas, y allí me
esperan las cadenas de un odioso himeneo. ¡Sólo el
amor... sólo vuestro amor puede salvarme!
RUDENZ.- ¿Y podríais resolveros a vivir aquí, a
ser mía, en mi propia patria? ¡Oh Berta; mi único
anhelo en este mundo era llamaros mía! Os buscaba
en el sendero de la gloria, y mi ambición era sólo mi
amor... Pero si os decidís a encerraros en estos va-
lles pacíficos, y renunciar a las vanidades terrena-
les... ¡oh! entonces, he logrado mi más vivo deseo, y
la corriente alborotada del mundo puede estrellarse
en esta segura orilla... Ningún afán transitorio siento
ya en medio de la vasta extensión de la vida. ¡Ojalá
que estas rocas formen a nuestro rededor infran-
queable muralla, y que sólo este valle aislado quede
expuesto al cielo y a la luz!
BERTA.- Ahora eres tú como mi corazón sensible
lo había soñado; mi fe no me había seducido vana-
mente.
RUDENZ.- ¡Adiós, pues, necia ilusión, que me en-
gañaste! En mi patria encontrará mi mayor ventura.
Aquí, en donde pasó alegre mi infancia, en donde
árboles y fuentes se ostentan llenos de vida, aquí, en
mi patria, ¿quieres ser tú mía? ¡Ay de mí! Siempre la
amé. Conozco que, sin ella, no hubiese habido para
mí placer ni dicha alguna.
BERTA.- ¿En dónde se hallarán las Islas afortuna-
das, si no están aquí, en esta mansión de la inocen-
cia? ¿Aquí, en donde habita la lealtad antigua como
en su propio domicilio, en donde la falsedad es des-
conocida? La envidia no enturbiará la fuente de
nuestra felicidad, y las horas correrán para nosotros
siempre tranquilas... Te considero revestido de la
verdadera dignidad humana, el primero entre tus
iguales, hombres libres, tributándote puro y sincero
homenaje, grande como un soberano en su reino.
RUDENZ.- Y yo te contemplo reina de todas las
mujeres, seductora en tus quehaceres domésticos,
una gloria mi casa, y como la primavera prodiga sus
flores, así tú, con tu gracia y tu belleza, vivificarás y
encantarás a cuanto te rodea.
BERTA.- Ya sabes la causa de mi aflicción, cuando
te veía destruyendo con tus manos tu propia y su-
prema ventura... ¡Ay de mí! ¿Cuán deplorable no
fuera mi destino, si yo hubiese de seguir a su castillo
sombrío a ese orgulloso caballero, tirano de mi pa-
ís?... Aquí no hay ningún castillo, ni murallas que me
separen del pueblo, cuya dicha, es mi voto más ar-
diente.
RUDENZ.- Pero ¿cómo salvarme... cómo desatar
los lazos, que yo mismo me he preparado en mi de-
lirio?
BERTA.- ¡Rómpelos con energía varonil! ¡Suceda
lo que quiera... quédate con tu pueblo! ¡He ahí tu
puesto! (Suenan a lo lejos trompas de caza.)

ESCENA III
Un prado, cerca de Altdorf; árboles, en el primer
término del fondo, y, detrás, un sombrero en el ex-
tremo de un palo. El Baunberg limita por detrás el
horizonte, y se alza sobre esa cadena de montañas
un pico, cubierto por la nieve.
FRIESSHARDT y LEUTHOLDO hacen centinela.
FRIESSHARDT.- En vano esperamos. Nadie pasa-
rá por aquí y saludará al sombrero. Ayer había tanta
gente como en una feria; hoy está desierta esta pra-
dera, desde que se ha puesto ahí ese espantajo.
LEUTHOLDO.- Sólo la gentuza acude, y saluda
con sus gorras desgarradas. Los hombres honrados
prefieren dar un rodeo largo a hacer sus cortesías al
sombrero.
FRIESSHARDT.- Han de pasar necesariamente por
este paraje al mediodía, después que salgan del
Ayuntamiento. Ya pensaba yo en hacer una buena
presa, porque ninguna se cuidaba del sombrero.
Entonces se presentó Rösselmann, el cura... que lle-
gaba con el Viático de la casa de un enfermo... y se
paró con el Santo Sacramento al pie del palo... el sa-
cristán tocó la campanilla, y todos, y yo, nos arrodi-
llamos, y se prosternaron ante el Viático, no ante el
sombrero...
LEUTHOLDO.- Oye, compañero; estoy por decir
que estamos aquí a la vergüenza ante el sombrero...
Es mengua para un soldado de a caballo hacer aquí
centinela a un sombrero solo... Todo hombre hon-
rado nos despreciará sin remedio... ¡Saludar a un
sombrero! ¡Sí; hay que confesar que es un capricho
necio!
FRIESSHARDT.- Y ¿por qué no a un sombrero
vacío, sin cabeza que lo lleve? Bien te inclinas tú, sin
embargo, ante cabezas tan desprovistas como él de
seso. (Hildegarda, Matilde, e Isabel se aparecen con
sus hijos, y se colocan alrededor del palo.)
LEUTHOLDO.- Tú eres tan celoso bribón, que se-
rías capaz, de buen grado, de ofender a estas pobres
gentes. Que pase, pues, quien quiera junto al som-
brero; yo cierra los ojos y nada veo.
MATILDE.- ¡He ahí al Gobernador!... ¡Mostradle
respeto, muchachos!
ISABEL.- Dios permita que se vaya, y sólo nos deje
su sombrero. No estaríamos peor en este país.
FRIESSHARDT (Echándolas).- ¡Fuera de aquí, en-
diabladas mujeres! ¿Quién os llama? Enviadnos
vuestros maridos, si tienen valor para mofarse de
nuestras órdenes. (Vanse las mujeres; Tell se ade-
lanta con su ballesta, trayendo su hijo de la mano;
pasan junto al sombrero, sin reparar en él, hacia el
proscenio.)
GUALTERIO (Señalando hacia Baunberg).- ¿Es
verdad, padre, que allá, en aquella montaña, sangran
los árboles, cuando se los hiere con el hacha?
TELL.- ¿Quién lo ha dicho, muchacho?
GUALTERIO.- El rabadán lo ha dicho... Asegura
que están encantadas, y que la mano de quien los
ofende sale de se sepulcro.
TELL.- Es verdad que los árboles están encanta-
dos... ¿Ves allí esas montañas, esos picachos blan-
cos, que su pierden en las nubes?
GUALTERIO.- Son la región de las nieves heladas,
que retumban por la noche, y nos envían las avalan-
chas.
TELL.- Así es; y largo tiempo hace que habrían se-
pultado al pueblo de Altdorf bajo su peso, si no lo
protegiese el bosque con sus árboles.
GUALTERIO (Después de una pausa).- ¿Hay paí-
ses, padre mío, sin montañas?
TELL.- Cuando se baja de estas alturas, siguiendo
siempre el curso del río, se llega a una región exten-
sa y llana, en donde los torrentes no despiden es-
puma, ni braman, y las aguas corren tranquilas y
calladas. La vista se dilata por vastos horizontes, sin
estorbo alguno, y el trigo crece en bellos y vastos
campos, y la tierra parece un perpetuo jardín.
GUALTERIO.- ¿Y por qué no nos encaminamos
en seguida a ese país delicioso, en lugar de perma-
necer aquí, siempre en la angustia y el tormento?
TELL.- La tierra es bella y fértil, como el cielo es
hermoso; sin embargo, quienes la cultivan no gozan
de los frutos que sembraron.
GUALTERIO.- ¿No son libres, como tú, en su
propio patrimonio?
TELL.- El campo es del Obispo y del Rey.
GUALTERIO.- ¿Pero cazarán, cuando quieran, en
los bosques?
TELL.- La caza terrestre y la volátil pertenece al se-
ñor.
GUALTERIO.- Pero ¿pescarán a lo menos en los
ríos?
TELL.- Los ríos, la mar y la sal son del Rey.
GUALTERIO.- ¿Quién es ese Rey, a quien todos
temen?
TELL.- El único que los protege y los mantiene.
GUALTERIO.- ¿No pueden ellos defenderse?
TELL.- El vecino ni aún de su vecino se fía.
GUALTERIO.- Con estrechez, oh padre, viviría yo
en región tan ancha. Prefiero habitar bajo la amena-
za de los ventisqueros.
TELL.- Sí, hijo; vale más la compañía temible de los
valles cubiertos de nieve helada, que la de los hom-
bres perversos. (Hacen ademán de pasar adelante.)
GUALTERIO.- Mira, padre, ese sombrero en lo
alto de un palo.
TELL.- ¿Qué nos importa? Vámonos (Al andar,
Friesshardt le presenta la lanza.)
FRIESSHARDT.- ¡Deteneos; no deis un paso, en
nombre del Emperador!
TELL (Agarrando la lanza).- ¿Qué queréis? ¿Por
qué me detenéis?
FRIESSHARDT.- Habéis faltado, violando el ban-
do del Gobernador. ¡Seguidnos!
LEUTHOLDO.- No habéis hecho el saludo al
sombrero.
TELL.- Vaya, mi buen amigo, dejadnos en paz.
FRIESSHARDT.- ¡A la cárcel, a la cárcel!
GUALTERIO.- ¿Mi padre a la cárcel? ¡Socorro,
socorro! (Gritando.) ¡Venid aquí, amigos, socorre-
dlos! ¡Injusticia, injusticia! ¡Que lo llevan preso!
(Rösselmann el cura, y Petermann el sacristán, acu-
den con otros tres hombres.)
EL SACRISTÁN.- ¿Qué sucede?
RÖSSELMANN.- ¿Por qué pones la mano en este
hombre?
FRIESSHARDT.- ¡Es un enemigo del Emperador,
un traidor!
TELL (Sacudiéndolo con violencia).- ¿Yo un trai-
dor?
RÖSSELMANN.- Te engañas, amigo. Es Tell, hon-
rado y buen ciudadano.
GUALTERIO (Que ve a Gualterio Fürst, y corre
hacia él).- ¡Socorro, abuelo! ¡Prenden sin derecho a
mi padre!
FRIESSHARDT.- ¡Vamos; vamos a la cárcel!
FÜRST (Saliendo a su encuentro).- ¡Yo soy su fia-
dor! ¡Deteneos!... ¡Decidme, por Dios, qué ha suce-
dido... Tell! (Llegan Melchtha y Stauffacher.)
FRIESSHARDT.- Desprecia el poder supremo del
Gobernador, y no quiere reconocerlo.
STAUFFACHER.- ¿Lo ha hecho Tell así?
MELCHTHAL.- ¡Mientes, bribón!
LEUTHOLDO.- No ha saludado al sombrero.
FÜRST.- ¿Y ha de ir por eso a la cárcel? Acéptame,
amigo, por fiador, y déjalo en libertad.
FRIESSHARDT.- Guarda para ti, y para tu defensa,
tu fianza. Nosotros obedecemos a quien nos man-
da... ¡Lleváoslo!
MELCHTHAL (A sus compatriotas).- ¡No; esta es
una arbitrariedad escandalosa! ¿Hemos de consen-
tir, que, con esa insolencia, lo lleven preso en nues-
tras barbas?
EL SACRISTÁN.- ¡Podemos más que ellos! ¡No lo
toleréis, amigos! Los demás nos ayudarán.
FRIESSHARDT.- ¿Quién se opone al cumpli-
miento de las órdenes del Gobernador?
OTROS TRES (Que acuden).- Nosotros os ayuda-
mos. ¿Qué sucede? ¡Derribadlos en tierra! (vuelven
Hildegarda, Matilde e Isabel.)
TELL.- Me basto a mi mismo. Idos, buena gente.
¿Creéis que, si yo quisiera resistirme, me amedrenta-
rían sus alabardas?
MELCHTHAL (A Friesshardt).- ¡Prueba a llevár-
telo de aquí!
FÜRST Y STAUFFACHER.- ¡Sosegaos! ¡Haya
Paz!
FRIESSHARDT.- ¡Motín y sedición! (Se oyen
trompas de caza.)
LAS MUJERES.- ¡Aquí viene el Gobernador!
FRIESSHARDT (Levantando la voz).- ¡Motín y se-
dición!
STAUFFACHER.- ¡Grita hasta reventar, bribón!
RÖSSELMANN Y MELCHTHAL.- ¿Quieres ca-
llar?
FRIESSHARDT (Gritando más).- ¡Socorro, soco-
rro a los guardadores de las leyes!
FÜRST.- ¡Ah de nosotros! ¡Ahí está el Gobernador!
¿Qué sucederá ahora? (Gessler, a caballo, con el
halcón en el puño; Rudolfo de Harras, Bertha y Ru-
denz; numeroso séquito de criados armados, que
llenan la escena alrededor.)
RUDOLFO.- ¡Plaza, plaza al Gobernador!
GESSLER.- ¡Dispersadlos! ¿A qué tanta gente?
¿Quién pide auxilio? (Silencio general.) ¿Quién era?
Quiero saberlo (A Friesshardt.) ¡Acércate tú!
¿Quién eres, y qué te ocurre con ese hombre! (Da el
halcón a un criado.)
FRIESSHARDT.- Poderoso señor; soy uno de tus
hombres de armas, centinela por tus órdenes de este
sombrero. He sorprendido en fragrante delito a este
hombre, que rehusaba saludarlo. Intentaba llevarlo a
la cárcel, como tú mandaste, y el pueblo se prepara-
ba a libertarlo.
GESSLER (Pausa).- ¿Así desprecias tú a tu Empe-
rador, oh Tell, y a mi, que lo represento, y rehúsas
reverenciar ese sombrero que hice poner en ese palo
para probar vuestra obediencia? Dejaste entrever así
tu dañada intención.
TELL.- Perdonadme, buen señor; por inadverten-
cia, no por mofa, lo hice. Si yo lo hubiese hecho con
premeditada intención, tan verdad como me llamo
Tell, que no implorara vuestra clemencia, aunque así
y todo no la invocaré más.
GESSLER (Después de un momento de silencio).-
Dicen que eres maestro en tirar la ballesta, y que ja-
más yerras el blanco.
GUALTERIO TELL.- Es cierto, señor, que mi pa-
dre, a los cien pasos, derriba una manzana de un ár-
bol.
GESSLER.- ¿Es éste hijo tuyo, Tell?
TELL.- Sí, señor.
GESSLER.- ¿Tienes más hijos?
TELL.- Dos, señor.
GESSLER.- ¿Y a cuál de los dos quieres más?
TELL.- Quiero lo mismo a los dos.
GESSLER.- Bien, Tell; puesto que aciertas a una
manzana en el árbol, a los cien pasos, darás en mi
presencia una prueba de tu destreza... Toma la ba-
llesta. La tienes en la mano... y disponte a acertar
una manzana en la cabeza de tu hijo. Pero te acon-
sejo que apuntes bien y que la toques al primer dis-
paro, porque si la yerras, te va en ello la cabeza.
(Todos se horrorizan.)
TELL.- Señor... ¿Qué monstruosidad exigís de mí?...
que yo, en la cabeza de mi hijo... no, no, buen señor,
imposible que habléis formalmente... ¡Líbreme de
ello Dios misericordioso!... ¡No podéis mandarlo en
vuestro juicio a padre alguno!
GESSLER.- Tirarás a una manzana, puesta en la ca-
beza de tu hijo... ¡lo deseo y lo ordeno!
TELL.- ¿Que yo apunte con mi ballesta a la cabeza
de mi querido hijo?... ¡Prefiero morir!
GESSLER.- ¡O tiras, o mueres con tu hijo!
TELL.- ¿He de ser yo el asesino de mi hijo?... Se-
ñor, sin duda no los tenéis, e ignoráis lo que sufrirá
el corazón de todo padre.
GESSLER.- ¡Qué prudente te has hecho de impro-
viso! Me han dicho que eres un visionario, y que te
has propuesto distinguirte de los demás hombres.
Te agrada lo insólito... y he aquí por qué he escogi-
do para ti esta hazaña llena de azares. Otro reflexio-
naría... tú, cierra los ojos, y acométela con
resolución.
BERTHA.- No os burléis, señor, de estas pobres
gentes. ¡Veis cuánta es su palidez y cuánto su tem-
blor!... Tan poco acostumbrados están a considerar
vuestras palabras como mero pasatiempo.
GESSLER.- ¿Quién os ha dicho que hablo en son
de burlas? (Coge una manzana del árbol, que está a
su alcance.) Aquí está la manzana. Despejad el lugar
cuanto sea necesario; te concedo ochenta pasos... ni
menos, ni más... Se alaba de acertar a un hombre a
los cien pasos. Tira ahora, y no yerres el blanco.
RUDOLFO.- ¡Dios mío! Esto se pone serio...
Arrodíllate, niño, y pide al Gobernador que te per-
done la vida.
FÜRST (Aparte, a Melchthal, que apenas puede
dominarse).- ¡Refrenaos; yo os lo suplico; estaos
quieto!
BERTHA (Al Gobernador).- ¡Basta ya, señor! Es
inhumano jugar así con las angustias de un padre.
Aunque este pobre hombre, por su ligera falta, hu-
biese merecido morir, ¡por Dios! ya ha muerto diez
veces. Dejadle que vuelva ileso a su cabaña. Ya os
conoce, y así él como sus hijos se acordarán siempre
de vos.
GESSLER.- Despejad el sitio... vamos; ¿por qué
tiemblas? Has merecido la muerte, y puedo dártela;
considera que, por la gracia que te hago, pongo tu
suerte en la destreza de tu arte. Nadie debe quejarse
del rigor de una sentencia, cuando se le erige en ár-
bitro de su suerte. Te alabas de la seguridad de tu
puntería. ¡Pues bien! Trátase ahora, oh tirador, de
probarnos tu habilidad. El blanco es digno de ti, y
grande la recompensa. Dar en lo negro del círculo,
cualquiera otro lo hace. El verdadero maestro es
aquel, en mi juicio, que siempre está seguro de sí
mismo, y cuyo corazón ni perturba su vista ni hace
temblar su mano.
FÜRST (Arrodillándose ante él).- ¡Señor Goberna-
dor, acatamos vuestro poder; pero sed misericor-
dioso, no justo; tomad la mitad de mis bienes,
tomadlos todos; pero librad a un padre de tan ho-
rrible suplicio!
GUALTERIO TELL.- ¡Abuelo, no te arrodilles
ante ese mal hombre! Decid en dónde me he de po-
ner. Yo nada temo. Mi padre acierta al ave volando,
y no herirá el corazón de su hijo.
STAUFFACHER.- Señor Gobernador; ¿no os
conmueve la inocencia de ese niño?
RÖSSELMANN.- ¡Reflexionad que hay un Dios en
el cielo a quien daréis cuenta de vuestras acciones!
GESSLER (Señalando al niño).- ¡Atadlo allí, en
aquel tilo!
GUALTERIO TELL.- ¡Atarme! ¡No, no quiero que
me sujeten! Estaré quieto, como un cordero, y no
respiraré siquiera. Pero si me atáis, no lo consentiré;
no, forcejearé cuanto pueda.
RUDOLFO.- ¡Deja que te venden los ojos, mucha-
cho!
GUALTERIO TELL.- ¿Por qué los ojos? ¿Creéis
que tengo miedo a la flecha, disparada por la mano
de mi padre? La esperaré con firmeza, y no pesta-
ñearé. ¡Pronto, padre; prueba que eres buen balles-
tero! No tiene en ti confianza, y se lisonjea de
perdernos. ¡Tira y acierta, para afligir a este hombre
cruel! (Acércase al tilo, y le ponen la manzana en la
cabeza.)
MELCHTHAL (A sus compatriotas).- ¿Cómo? ¿Se
cometerá este crimen en nuestra presencia? ¿Para
qué sirven nuestros juramentos?
STAUFFACHER.- ¡Es inútil! No tenemos armas.
Observad las innumerables lanzas que nos rodean.
MELCHTHAL.- ¡Oh! ¡Si hubiésemos realizado en
seguida nuestro plan! ¡Que Dios perdone a quienes
aconsejaron su aplazamiento!
GESSLER (A Tell).- ¡A la obra! No se usan armas
impunemente. Es arriesgado llevar un instrumento
de muerte, y la flecha se vuelve a veces contra el que
la dispara. Este derecho orgulloso, que el labrador
se arroga, ofende al señor supremo del territorio.
Sólo debe llevar armas el que manda. Si os envane-
céis, pues, de no separaros de vuestro arco y vues-
tras flechas, ¡sea en hora buena! Yo os pro-
porcionaré blanco.
TELL (Que tiende la ballesta, y pone en ella una fle-
cha).- ¡Apartaos! ¡Plaza!
STAUFFACHER.- ¿Cómo, Tell? Queréis... jamás...
tembláis... vuestras manos están trémulas, vuestras
rodillas vacilan...
TELL (Que deja caer la ballesta).- ¡No ven claro
mis ojos!
LAS MUJERES.- ¡Dios del cielo!
TELL (Al Gobernador).- ¡Libradme de este supli-
cio! ¡Aquí está mi corazón! (Descubriéndose el pe-
cho.) Llamad a vuestros caballeros para que me
maten.
GESSLER.- Para nada quiero tu vida, sí tu tiro. Si
todo lo puedes, Tell; nada te asusta; manejas el remo
como la ballesta. Ninguna borrasca te amedrenta,
cuando se trata de salvar a alguno. Sálvate ahora a ti
mismo, salvador. Tú salvas a todos los demás. (Tell
sufre tremenda lucha; sus manos tiemblan, y sus
ojos se dirigen, ya al Gobernador, ya al cielo. De
improviso coge su carcax, y saca de él una flecha y la
esconde en su seno. El Gobernador observa todos
sus movimientos.)
GUALTERIO TELL (Bajo el tilo).- ¡Tira, padre!
¡No tengo miedo!
TELL.- Es preciso. (Se reanima, y se dispone a ti-
rar.)
RUDENZ (Que, mientras tanto, se ha dominado
con trabajo, presa de la más violenta agitación, se
adelanta).- Señor Gobernador, no iréis más allá,
no... era sólo una prueba... habéis conseguido vues-
tro fin... El extremado rigor es enemigo de la pru-
dencia, y el arco, demasiado tendido, se rompe.
GESSLER.- Callaos hasta que os manden hablar.
RUDENZ.- Quiero y debo hablar. La honra de mi
Rey es sagrada para mí, y esta conducta sólo odio
concita. No es ése el deseo del Soberano... Me atre-
vo a sostenerlo... Mi pueblo no merece castigo tan
cruel, y no tenéis facultades para infligirlo.
GESSLER.- ¡Ah! ¡Os atrevéis!...
RUDENZ.- He callado hasta ahora ante tanto abu-
so como he presenciado. Híceme el ciego, viendo, y
he encerrado en mi pecho mi indignación y mi ira,
pero guardar más tiempo silencio, sería una traición
a mi patria y a mi Emperador.
BERTHA (Que se interpone entre Rudenz y el Go-
bernador).- ¡Oh Dios! Irritáis aún más a este furio-
so.
RUDENZ.- He abandonado a mis conciudadanos,
a mis parientes, a todos los lazos naturales, para
serviros tan sólo... Creía obrar bien, contribuyendo
a consolidar el poder del Emperador... La venda cae

ya de mis ojos... Temblando me veo ya arrastrado al
borde del abismo. Habéis pervertido mi juicio, libre
en su origen, y emponzoñado mi corazón, antes sa-
no... Hallábame próximo, con la mejor voluntad del
mundo, a perder a mis compatriotas.
GESSLER.- Te atreves, oh temerario, a hablar así a
tu Señor?
RUDENZ.- El Emperador es mi señor, no vos...
Libre ha nacido yo aquí, como vos, y os soy igual en
todas las cualidades de caballero. Y si no estuvieseis
aquí en nombre del Emperador, a quien yo honro,
cuando vos lo ultrajáis, arrojaría aquí el guante, en
vuestra presencia, y habríais de darme satisfacción
con arreglo a las leyes de caballería... Sí; haced se-
ñales a vuestros soldados; no estoy sin armas, como
los que... (Indicando al pueblo.) Tengo una espada, y
el que se me acerque...
STAUFFACHER (Gritando).- ¡La manzana ha caí-
do! (Mientras se volvían todos hacia el Gobernador
y Rudenz, separados entre si por Bertha, Tell ha ti-
rado su flecha.)
RÖSSELMANN.- ¡El niño vive!
MUCHAS VECES.- ¡La manzana ha caído! (Gual-
terio Fürst vacila, y está a punto de desmayarse.
Bertha le sostiene.)
GESSLER (Admirado).- ¿Ha tirado? ¿Cómo? ¿Este
insensato...
BERTHA.- El niño vive. ¡Tranquilizaos, buen pa-
dre!
GUALTERIO TELL (Que llega saltando con la
manzana.) ¡Aquí está la manzana, padre! Ya sabía yo
que tú no herirías a tu hijo. (Tell está con el cuerpo
inclinado, como si quisiera seguir a la flecha dispa-
rada; deja caer en tierra la ballesta; cuando ve venir
al niño, corre a su encuentro con los brazos abier-
tos, y lo estrecha con efusión contra su pecho; en
esta situación, está a punto de desmayarse.)
BERTHA.- ¡Oh, Dios misericordioso!
FÜRST (Al padre y al hijo).- ¡Hijos, hijos míos!
STAUFFACHER.- ¡Loado sea Dios!
LEUTHOLDO.- ¡Tiro ha sido! Siempre se hablará
de él.
RUDOLFO.- Se recordará a Tell, el ballestero,
mientras duren estas montañas. (Entrega al Gober-
nador la manzana.)
GESSLER.- Le ha dado en el centro. Ha sido un
tiro maestro, digno de alabanza.
RÖSSELMANN.- Bueno fue el tiro; pero ¡ay de
aquel que lo ha forzado a tentar a Dios!
STAUFFACHER.- ¡Reanimaos, Tell! Levantaos; os
habéis portado varonilmente, y ahora, con toda li-
bertad, podréis regresar a vuestra casa.
RÖSSELMANN.- Andad, andad; llevad ese niño a
su madre. (Intentan llevárselo.)
GESSLER.- ¡Oye, Tell!
TELL (Volviendo atrás).- ¿Qué mandáis, señor?
GESSLER.- Ocultaste una flecha en tu pecho... Si,
si; lo vi bien... ¿Con qué objeto?
TELL.- (Confuso).- Señor, es costumbre usada por
los ballesteros.
GESSLER.- No, Tell, no es verdad. Otro ha sido tu
objeto. Dime la verdad, libre y francamente, Tell.
Sea lo que fuere, te garantizo la vida.. ¿Para qué esa
segunda flecha?
TELL.- Bien, señor; puesto que me aseguráis la vi-
da, os diré toda la verdad. (Saca la flecha del seno, y
lanza al Gobernador una mirada terrible.) Con esta
segunda flecha hubiera atravesado... a vos, si hiriese
antes a mi hijo querido, y la vuestra... de seguro no
hubiese errado el blanco.
GESSLER.- ¡Bien, Tell! Te he prometido la vida, y
no faltaré a mi palabra de caballero... Sin embargo,
conociendo ya tus intenciones perversas, te llevaré y
guardaré en donde no veas más el sol ni la luna, y
así no temeré tus flechas. ¡Sujetadlo, soldados; ata-
dlo! (Atan a Tell.) STAUFFACHER.- ¿Cómo, se-
ñor? ¿Es posible que tratéis a si a un hombre, tan
visiblemente protegido por Dios?
GESSLER.- Veremos si Dios lo protege por segun-
da vez... Que lo lleven a mi harca. Lo seguiré inme-
diatamente, y yo mismo lo llevaré a Kussnacht.
RÖSSELMANN.- No osaréis hacerlo, ni aun el
mismo Emperador, porque lo impiden nuestras
franquicias.
GESSLER.- ¿En dónde están? ¿Las ha confírmado
el Emperador? No... Obtendréis esa gracia por
vuestra sumisión. Sois rebeldes al Emperador, y
sólo abrigáis deseos sediciosos y proyectos insen-
satos. Os conozco a todos bien... veo cuanto pasa
en vuestro corazón... Si me llevo este hombre de
entre vosotros, todos sois reos de su delito. Que
aprenda el prudente a callar y obedecer. (Vase, si-
guiéndole Bertha, Rudenz, Rudolfo de Harras, y sus
servidores, quedándose Friesshardt y Leutholdo.)
FÜRST (Presa de dolor inconsolable).- ¡Se fue! Ha
resuelto, perderme a mí y a mi familia.
STAUFFACHER (a Tell,).- ¿Por qué encolerizar
más a ese furioso?
TELL.- ¿Quién se domina, sintiendo el dolor que
yo?
STAUFFACHER ¡Todo, todo se ha perdido! Con
vos, todos hemos sido presos, encadenados.
OTROS SUIZOS (Que rodean a Tell).- Con vos se
va nuestro último consuelo.
LEUTHOLDO (Acercándose a Tell).- ¡Os compa-
dezco, Tell!... Sin embargo, me veo en la necesidad
de obedecer.
TELL.- ¡Que Dios os guarde!
GUALTERIO TELL (Abrazando a su padre, con el
mayor dolor.) ¡Oh, padre, padre! ¡Oh, padre mío
querido!
TELL (Levantando los brazos al cielo).- ¡Allí está
nuestro padre! ¡Invocadlo!
STAUFFACHER.- ¿Nada digo a vuestra esposa de
vuestra parte?
TELL (Levantando a su hijo, y estrechándolo con-
tra su pecho).- ¡Mi hijo está ileso. ¡Dios me ayudará!
(Aléjase con precipitación, y sigue a los criados ar-
mados del Gobernador.)

ACTO IV
ESCENA PRIMERA
Ribera oriental del lago de los Cuatro Cantones.
Rocas extrañas y escarpadas limitan la vista al Oeste.
El lago está revuelto, y al ruido de su oleaje
acompañan relámpagos y truenos.
KUNZ DE GERSAU, un PESCADOR y su HIJO.
KUNZ.- Lo vi con mis ojos; podéis creerlo. Todo
sucedió como os he dicho.
EL PESCADOR.- ¡Tell preso y llevado a Kussnach!
El hombre mejor de este país, el brazo más esforza-
do, si se hubiera de combatir por la libertad.
KUNZ.- El mismo Gobernador lo conduce al lago.
Estaban a punto de embarcarse, cuando dejaba yo a
Flüelen; pero la tempestad, que se acercaba, y que
me ha obligado e desembarcar aquí, habrá detenido
acaso su marcha.
EL PESCADOR.- ¡Tell en la cárcel y en poder del
Gobernador! ¡Oh! Estad convencidos de que lo se-
pultará en un calabozo, bastante profundo para que
no lo visite jamás la luz del día, porque ha de temer-
se la justa venganza del hombre libre a quien ha
ofendido cruelmente.
KUNZ.- También nuestro antiguo bailío, el noble
señor de Attinghausen, está moribundo, según se
dice.
EL PESCADOR.- ¡Así se rompe la única áncora de
nuestra esperanza! Era el único, que se atrevía a le-
vantar su voz en defensa de los derechos del pue-
blo.
KUNZ.- La tempestad arrecia. ¡Quedad con Dios!
Yo voy a buscar albergue en la aldea, porque ya hoy
no hay que pensar en salir (Vase.)
EL PESCADOR.- ¡Tell preso y el Barón muerto!
¡Alza tu osada frente, tiranía! ¡Prescinde de toda
vergüenza! ¡La verdad muda, y ciega la mirada, an-
tes perspicaz! ¡El brazo salvador está encadenado!
EL HIJO.- Cae espeso granizo. ¡Venid a la choza,
padre, que no conviene exponerse a la inclemencia
del cielo!
EL PESCADOR.- ¡Desencadenaos, vientos! ¡Bri-
llad, relámpagos! ¡Reventad, nubes! ¡Caed sin tasa,
torrentes, e inundad la tierra! ¡Destruid en sus gér-
menes a las generaciones futuras! ¡Reinad vosotros,
rebeldes elementos! ¡Acudid, osos y lobos, a ocupar
de nuevo la tierra desierta, que vuestra será ya!
¿Quién querrá vivir aquí sin libertad?
EL HIJO.- Escuchad cómo retumba el abismo, y
cómo muge el viento. Nunca tempestad tan furiosa
ha azotado estas olas.
EL PESCADOR.- Derribar una manzana de un fle-
chazo de la cabeza de su propio hijo, jamás se había
mandado antes a padre alguno. ¿No se ha de suble-
var la naturaleza entera, llena de ira?... ¡Oh! No me
admiraría de que los peñascos se lanzasen en el la-
go, que se liquidasen esos picos, cubiertos de hielo,
inmóviles desde la creación, y se precipitasen desde
sus cumbres; de que estas montañas se hicieran pe-
dazos, se arruinasen las antiguas cavernas, y un se-
gundo diluvio devorase la mansión de todos los
seres vivos. (Óyese tocar las campanas.)
EL HIJO.- ¿No oís cómo tocan en la montaña?
¡Han visto a alguna barca en peligro, y hacen la se-
ñal para que pida Dios por ella! (Sube a una emi-
nencia.)
EL PESCADOR.- ¡Ah de la barquilla, que ahora
navegue en medio de este oleaje terrible! Tan inútil
es ahora el timón como el piloto; la borrasca es so-
berana, y el viento y las olas se ríen de los esfuerzos
humanos... Ni cerca ni lejos hay ningún refugio, que
le preste seguro asilo. Las rocas tajadas, fuera de su
alcance e inhospitalarias, sólo lo ofrecen su pecho
duro de piedra.
EL HIJO.- (Señalando a la izquierda.) ¡Un barco,
padre, viene de Flüelen!
EL PESCADOR.- ¡Que Dios venga en ayuda de
esas pobres gentes! Cuando la tempestad llega a pe-
netrar en estos abismos, se agita como una bestia
feroz e iracunda contra los hierros de su jaula. En
vano busca aullando la salida porque los peñascos,
desde lo alto de las nubes, la encierran en este estre-
cho paso. (Sube a la eminencia.)
El HIJO.- ¡Es el bote del Gobernador de Uri, pa-
dre! Lo conozco por su cubierta roja y por su ban-
dera.
EL PESCADOR.- ¡Justo Dios! Sí, es el mismo, es el
Gobernador el que navega... Hacia aquí se dirige, y
trae consigo su delito. Pronto lo ha alcanzado la
mano vengadora, y ahora verá que hay un poder
más fuerte que él. Estas olas no obedecen su voz, y
estas rocas no saludan su sombrero... No reces, mu-
chacho; no detengas el brazo de la Providencia.
EL HIJO.- ¡Yo no rezo por el Gobernador!... Pido
a Dios por Tell, que viene con él en el bote.
EL PESCADOR.- ¡Oh insensato y ciego elemento!
Por castigar a un culpable, ¿has de acabar con el
barco y con el piloto?
EL HIJO.- Mira, mira; ya pasaron indemnes el Bu-
ggisgra; pero la violencia de la tempestad, que sale
de rechazo del Teufelsmunster, los arrastra contra el
peñasco de Axenberg... ¡No los veo ya!
EL PESCADOR.- Allí está el Hackmesser, en don-
de más de un buque se ha estrellado ya. Si no nave-
gan con prudencia, la barca se hará pedazos en el
bajo, que se eleva desde el fondo del lago... ¡Buen
piloto llevan a bordo! Si alguien puede salvarlo es
Tell; pero sus brazos y sus manos están sujetas (Lle-
ga , con su ballesta, a paso rápido;
mira sorprendido a su rededor, y manifiesta grande
inquietud. Cuando se adelanta hasta el centro del
teatro, se deja caer en tierra, toca al suelo con las
manos, y las alza después hacia el cielo.)
EL HIJO.- (Al verlo) Padre, ¿quién es ese hombre,
que se arrodilla allí?
EL PESCADOR.- Toca a la tierra con sus manos, y
parece estar fuera de sí.
EL HIJO.- (Adelantándose) ¿Qué veo, padre? ¡Pa-
dre, venid y mirad!
EL PESCADOR.- (Aproximándose) ¿Quién es?
¡Dios del cielo! ¡Cómo! ¿Tell? ¿Cómo habéis llega-
do aquí?
EL Hijo.- ¿No estabais allí, en la barca, preso y ata-
do?
EL PESCADOR.- ¿No os llevaban a Kussnach?
TELL.- (Levantándose.) ¡Ya soy libre!
EL PESCADOR Y SU HIJO.- ¿Libre? ¡Milagro de
Dios!
EL HIJO.- ¿De dónde venís?
TELL.- De aquella barca.
EL PESCADOR.- ¿Cómo?
EL HIJO.- ¿Y el Gobernador?
TELL.- A merced de las olas.
EL PESCADOR.- ¿Es posible? Pero ¿cómo estáis
aquí? ¿Cómo habéis escapado de vuestros lazos y
de la tempestad?
TELL.- Por la providencia misericordiosa de Dios...
¡ Oíd!
EL PESCADOR Y SU HIJO.- ¡Oh! ¡Hablad, ha-
blad!
TELL.- ¿Sabéis lo sucedido en Altdorf?
EL PESCADOR.- Todo lo sé; hablad.
TELL.- ¿Sabéis que el Gobernador me hizo pren-
der y atar, queriendo llevarme a su castillo de Kuss-
nacht?
EL PESCADOR.- Y que se embarcaría con vos en
Flüelen. ¡Ya lo sabemos! Decid, ¿cómo habéis esca-
pado?
TELL.- Yacía yo en la barca, atado fuertemente con
cuerdas, sin armas, perdido por completo... No es-
peraba ver más la alegre luz del sol, ni el amado
rostro de mi esposa e hijos, contemplando incon-
solable las aguas desiertas...
EL PESCADOR.- ¡Oh, pobre hombre!
TELL.- Así navegábamos el Gobernador, Rudolfo
de Harras y los criados. Mi carcax y mi ballesta es-
taban detrás, junto al timón. En el momento, en que
llegábamos a ese recodo, cerca de la pequeña roca
de Axen, quiso Dios que una tempestad horrorosa
brotara de los desfiladeros del San Gothardo. Los
remeros desfallecieron, y pensaron todos perecer.
Oí entonces que un criado se volvió hacia el Go-
bernador y le dijo: «Ya veis, señor, nuestro apuro y
el vuestro, y cuán al borde nos encontramos de la
muerte... Los remeros, de miedo, dudan qué hacer, y
qué rumbo tomar... Pero Tell es un hombre vigoro-
so, y sabe dirigir una barca. ¿Os parece bien que en
este trance aprovechemos su habilidad? Entonces
me dijo el Gobernador: «Tell, si tienes confianza en
ti mismo para ayudar a librarnos de esta borrasca, te
libraría de los lazos que te sujetan.» Yo le contesté:
«Sí, señor; con ayuda de Dios creo que podré soco-
rreros en este apuro.» Así me desataron, y empuñé
el timón, y navegué valientemente. Mientras tanto,
buscaba de soslayo mis armas, y escudriñaba atento
la orilla, para saltar en ella sin peligro. Y al notar yo
un peñasco que se avanzaba escarpado en el mar...
EL PESCADOR.- Sé cuál es; el que yace al pie del
gran Axen, aunque no creía posible... siendo tan di-
fícil su acceso... que se pudiera alcanzar desde una
barca.
TELL.- Grité a los remeros que manejasen con vi-
gor el remo, hasta que llegásemos al borde de la ro-
ca. «Si la emparejamos, les dije, escapamos del
mayor riesgo.» Y cuando la tocamos, en seguida,
bogando con energía, invoqué a Dios, y reuniendo

todas mis fuerzas, salté al escarpado peñasco con
mis armas, rechazando con el pie la barca, y aban-
donándola al capricho de las olas y a la voluntad di-
vina. Véome, pues, así libre de la violencia de la
borrasca, y de la maldad más terrible de los hom-
bres.
EL PESCADOR.- Tell, Tell; el Señor, por salvaros,
ha hecho un milagro patente; apenas creo el testi-
monio de mis sentidos... Pero decidme, ¿A donde
pensáis ir ahora? Por que en ningún paraje estáis
seguro, si el Gobernador sale ileso de esta tempes-
tad.
TELL.- Oí afirmar, cuando estaba atado a la barca,
que se proponía desembarcar en Brunnen, y pasan-
do por Schwitz, llevarme a su castillo.
EL PESCADOR.- ¿Quería, pues, tomar el camino
por tierra?
TELL.- Así lo pensaba.
EL PESCADOR.- ¡Oh! Ocultaos sin tardanza. No
es posible que Dios os ayude por dos veces.
TELL.- Indicadme cuál es el camino más corto para
Arth y Küssnacht.
EL PESCADOR.- El principal va por entre peñas-
cos; pero mi hijo os llevará a Lowerz por otro poco
conocido, y más en línea recta.
TELL (Dándole la mano).- ¡Que Dios premie
vuestra bondad! ¡Adiós! (vase, y vuelve en seguida.)
¿No habéis jurado también en Rütli? Creo que me
lo dijeron así.
EL PESCADOR.- Estuve allí, y juré también como
los demás.
TELL.- Entonces, hacedme el obsequio de ir cuanto
antes a Bürglen, para tranquilizar a mi esposa, y de-
cidle que estoy sano y salvo.
EL PESCADOR.- Pero, ¿a dónde le digo que os
escondéis?
TELL.- Encontraréis allí a mi suegro, y a otros
conjurados del Rütli. Decidles que se alegren, y ten-
gan buen ánimo; que Tell es libre, que puede hacer
uso de sus brazos, y que pronto oirán nuevas de mí.
EL PESCADOR.- ¿Cuál es vuestro proyecto? Des-
cubrídmelo sin temor.
TELL.- Cuando lo haga, se sabrá (Vase.)
EL PESCADOR.- Enséñale el camino, Jenni...
¡Dios le ayude!... Que lleve a cabo su propósito (
Vase.)

ESCENA II
Sala del castillo de Atthinghausen.
EL BARÓN, moribundo, en un sillón;
GUALTERIO
FÜRST,
STAUFFACHER,
MELCHTHAL y BAUMGARTEN, asistiéndolo, y
GUALTERIO TELL arrodillado ante él.
FÜRST.- ¡Espiró ya! ha muerto.
STAUFFACHER.- No está muerto todavía... Su
aliento conmueve ligeramente sus labios. Su sueño
es tranquilo, y una sonrisa particular se nota en sus
rasgos. (Baumgarten se acerca a la puerta, y habla
con alguno.)
FÜRST (A Baumgarten).- ¿Quién es?
BAUMGARTEN (Al volver).- Vuestra hija Eduvi-
gis. Quiere hablaros, y ver a su hijo. (Gualterio Tell
se levanta.)
FÜRST.- ¿Puedo yo consolarla? ¿Tengo yo mismo
algún consuelo? ¿Hay calamidad que no me agobie?
EDUVIGIS (Entrando).- ¿En dónde está mi hijo?
Dejadme verlo.
STAUFFACHER.- ¡Refrenaos! Reflexionad que
estáis en la casa de un muerto...
EDUVIGIS (Corriendo hacia el niño).- ¡Gualterio
mío! ¡Oh! ¡Vive para tu madre!
GUALTERIO (Abrazándola).- ¡Pobre madre mía!
EDUVIGIS.- ¿Nada has sufrido? ¿Estás sano y sal-
vo? (Examinándolo con solícita inquietud.) ¿Es po-
sible? ¿Pudo tirar contra ti? ¿Cómo pudo hacerlo?
¡Oh! No tiene corazón... ¡Pudo disparar la flecha
contra la cabeza de su hijo!
FÜRST.- Hízolo lleno de angustia, con el corazón
traspasado. Forzáronlo a ello; porque le iba la vida.
EDUVIGIS- ¡Oh! Si su corazón fuese el de un pa-
dre, antes que hacerlo, hubiese muerto mil veces.
STAUFFACHER.- Debierais alabar la misericordia
divina, que dirigió tan bien la flecha...
EDUVIGIS.- ¿Cómo olvidar yo lo que pudiera ha-
ber sucedido? ¿Dios del cielo! Aunque viviese
ochenta años... he de ver siempre atado al niño, a su
padre tirándole, y a la flecha, que me ha de herir
eternamente el corazón.
MELCHTHAL.- ¡Si supieseis cuánto lo encolerizó
el Gobernador!
EDUVIGIS.- ¡Oh crueldad humana! Cuando ofen-
den el orgullo de los hombres, a nada atienden; y, en
su ciega cólera, no se cuidan ni de la cabeza del hijo,
ni de los sentimientos de la madre.
BAUMGARTEN.- ¿No es ya bastante dura la
suerte de vuestro esposo, para aumentarla más con
vuestras inoportunas reconvenciones? ¿Nada os di-
cen sus penas?
EDUVIGIS (Se vuelve hacia él, y lo mira con insis-
tencia).- ¿Y tú sólo tienes lágrimas para llorar la
desdicha de tu amigo? ¿Qué hacíais, cuando ataban
al mejor de los hombres? ¿Por qué no lo socorríais?
Estabais presentes, y no os oponíais a esa violencia,
y consentisteis que arrancasen de entre vosotros a
vuestro amigo? ¿Ha sido ese el comportamiento de
Tell con vosotros? ¿Se limitaba también a compa-
deceros cuando te acosaban los caballeros del go-
bernador, por una parte y por la otra te esperaba el
lago alborotado? No deploró tu suerte con lágrimas
inútiles, sino saltó en la barca, y olvidando mujer e
hijos, te salvó, y...
FÜRST.- ¿Qué podíamos hacer nosotros por sal-
varlo, estando sin armas, y en menor número?
EDUVIGIS (Abrazándolo).- ¡Oh padre! ¡Tú tam-
bién lo has perdido! ¡El país; todos nosotros lo he-
mos perdido! ¡A todos, ay de mí, nos hace falta, y él
necesita de todos nosotros! Que Dios libre su alma
de desesperación. No llegarán los consuelos de sus
amigos hasta las profundidades de su calabozo... ¿Y
si enfermara? Y enfermará en las húmedas tinieblas
de su cárcel. Como la rosa de los Alpes palidece y se
aja en las lagunas, así él no encuentra la vida sino a
la luz del sol, y respirando aire balsámico y puro.
¿Preso él? La libertad es para él todo, y no puede
vivir en una atmósfera subterránea.
STAUFFACHER.- ¡Calmaos! Todos trabajaremos
para abrir las puertas de su prisión.
EDUVIGIS.- ¿Qué podéis hacer sin él? Mientras
Tell fue libre, sí, había alguna esperanza; la inocen-
cia contaba con un amigo, el perseguido con un sal-
vador, y Tell socorría a todos... ¡Y todos vosotros
juntos no lograsteis romper, sus cadenas! (El Barón
despierta.)
BAUMGARTEN.- ¡Silencio, que se mueve!
ATTINGHAUSEN (Incorporándose).- ¿En dónde
está?
STAUFFACHER.- ¿Quién?
ATTINGHAUSEN.- ¿Está ausente, y me abandona
en mis últimos momentos?
STAUFFACHER.- Piensa en su sobrino... ¡Se ha
ido a buscarlo!
FÜRST.- Ya se han dado las órdenes para ello.
Consolaos... Ha oído la voz de su corazón, y es
nuestro.
ATTINGHAUSEN.- ¿Ha hablado en favor de su
patria?
STAUFFACHER.- Con temeridad heroica
ATTINGHAUSEN.- ¿Por qué no viene para recibir
mi última bendición? Conozco que me muero por
momentos.
STAUFFACHER.- No tan pronto, noble señor. Ese
breve sueño os ha reanimado, y vuestros ojos están
serenos.
ATTINGHAUSEN.- El dolor es la vida, y me
abandona también. El sufrimiento se ha ido con la
esperanza. (Observa al niño.) ¿Quién es este niño?
FÜRST.- ¡Bendecidlo, señor! Es mi nieto, y está
huérfano de padre. (Eduvigis, con su hijo, se arro-
dilla ante el Barón.)
ATTINGHAUSEN.- ¡A todos os dejo huérfanos, a
todos!... ¡Ay de mí, que mis últimas miradas han
visto la ruina de mi patria! ¿Subir yo el último pel-
daño de la escala de la vida, para morir con todas mi
ansias?
STAUFFACHER (A Fürst).- ¿Morirá con esta pro-
funda pena? ¿No lo consolaremos, en su hora pos-
trimera, con el rayo risueño de la esperanza?...
¡Noble Barón! ¡reanimaos! No estamos abandona-
dos del todo, ni perdidos sin recurso.
ATTINGHAUSEN.- ¿Quién os salvará?
FÜRST.- ¡Nosotros mismos! ¡Escuchad! Los tres
cantones se han conjurado para expulsar a los tira-
nos. La alianza está ya hecha, y nos une un jura-
mento solemne. Nuestro plan se pondrá en
ejecución antes de año nuevo, y vuestros huesos
descansarán en un suelo libre.
ATTINGHAUSEN.- ¡Oh! Decidme. La alianza ¿se
ha concluido?
MELCHTHAL.- El mismo día se alzarán los tres
cantones. Todo está preparado, y hasta ahora se
guarda bien el secreto, aun cuando lo conozcan mu-
chos centenares de personas. Tiembla la tierra que
sostiene a los tiranos; contados están los días de su
dominación, y pronto no quedará vestigio alguno de
ellos.
ATTINGHAUSEN.- ¿Y las fortalezas que hay en el
país?
MELCHTHAL.- ¡Todas caerán el mismo día!
ATTINGHAUSEN.- ¿Han entrado también los
nobles en esta alianza?
STAUFFACHER.- Contamos con su apoyo, si es
preciso. Hasta ahora, sin embargo, sólo los plebeyos
han jurado.
ATTINGHAUSEN (Se levanta con lentitud, y muy
sorprendido).- ¿Los plebeyos se han atrevido, en su
temeridad, a contraer este lazo por su propio impul-
so; sin ayuda de la nobleza, y fiando tanto en sus
solas fuerzas?... Entonces no necesitan ya de noso-
tros, y podemos descender consolados a la tumba,
porque pasa nuestro tiempo... Con otros medios le
enaltecerá la dignidad humana. (Pone su mano en la
cabeza del niño, arrodillado ante él.) De esta cabeza,
en donde descansó la manzana, brotará para voso-
tros libertad nueva y más pura. Lo antiguo desapa-
rece, el tiempo muda, y nueva vida sale del fondo de
las ruinas.
STAUFFACHER (A Fürst).- ¡Mirad como brillan
sus ojos! No es la vida que se extingue, sino el rayo
de otra nueva.
ATTINGHAUSEN.- La nobleza baja de sus anti-
guos castillos, y presta en las ciudades su juramento
como el estado llano. En Uechtlandia y en Thurgau
ha comenzado ya a hacerlo; la ilustre Berna levanta
su cabeza soberbia; Friburgo es el asilo seguro de
los hombres libres, y la inquieta Zurich arma sus
artesanos para la guerra... el poder de los Reyes se
estrella al pie de estas murallas eternas. (Dice lo si-
guiente con acento profético; sus palabras parecen
inspiradas) Veo los príncipes y nobles, revestidos de
sus armaduras, adelantarse para pelear con un pobre
pueblo de pastores. Se combatirá a todo trance, y
luchas sangrientas harán famosos algunos desfilade-
ros. El labrador se arrojará con su pecho descu-
bierto, sacrificándose voluntariamente, contra un
bosque de lanzas. Lo romperá, y sucumbirá la flor
de la nobleza, y la libertad elevará su bandera victo-
riosamente. (Cogiendo las manos de Fürst y de
Stauffacher.) Permaneced, pues, unidos... firme y
perpetuamente... que ninguna región vea con indife-
rencia la emancipación de otra. Vigilad desde lo alto
de vuestras montañas, para que todos formen un
solo haz... ¡Siempre unidos, siempre, siempre! (Cae
en su sillón; sus manos heladas oprimen, sin embar-
go, las de los demás; Fürst y Stauffacher lo contem-
plan largo rato en silencio; después se separan, y se
abandonan a su dolor. Mientras tanto han entrado
sus servidores, que se acercan a él, manifestando en
silencio su acerba pena. Unos se arrodillan junto a
él, y otros llenan sus manos de lágrimas. Durante
esta escena muda, toca sin cesar la campana del cas-
tillo.)
RUDENZ (Que entra precipitadamente).- ¿Vive?
¡Oh! Decidme, ¿podrá oírme?

FÜRST (Señala hacia él, volviendo el rostro).- Sois
ahora nuestro señor feudal, y nuestro protector, y
este castillo es ya de otro dueño.
RUDENZ (Que mira el cadáver, y parece sufrir
desgarradora aflicción).- ¡Oh Dios de misericordia!
¿Tardío ya mi arrepentimiento? ¿No ha sido posible
que su corazón latiera algunos minutos más, para
que viese la mudanza sobrevenida en mi corazón?
He menospreciado sus leales consejos, cuando dis-
frutaba aún de la luz... ¡Ya no existe! Desapareció
para siempre, y me deja abrumadora y terrible deuda
que pagar... ¡Oh! decidme, ¿ha muerto encolerizado
contra mí?
STAUFFACHER.- Pudo oír, antes de fallecer, lo
que habéis hecho, y bendijo el brío con que hablas-
teis.
RUDENZ (Arrodillándose delante del muerto).- ¡Si,
restos sagrados de un hombre querido! ¡Cuerpo sin
alma! Aquí, te alabo; por esta mano helada tuya... he
roto para siempre los lazos extranjeros, he vuelto a
unirme con mis compatriotas, porque soy suizo, y lo
seré con toda mi alma... .(Levantándose) Llorad al
amigo, al padre de todos, pero no desesperad. Yo
no heredo sólo sus bienes, sino su corazón y su es-
píritu, y mi juventud lozana hará por vosotros lo
que os debía su avanzada edad... ¡Anciano venera-
ble! ¡Dadme vuestra mano, y vos también, y tam-
bién vos, Melchthal! No tengáis escrúpulo alguno.
¡Oh! ¡no os volváis; recibid mi juramento, aceptad
la expresión de mis deseos!
FÜRST.- ¡Dadle la mano! Su arrepentimiento mere-
ce confianza.
MELCHTHAL.- En poco habéis tenido al labrador.
Decid, ¿qué se puede esperar de vos?
RUDENZ.- ¡Oh! ¡No pensad en los errores de mi
juventud!
STAUFFACHER (A Melchthal).- Haya entre voso-
tros unión: ha sido la última palabra de nuestro pa-
dre. ¡Recordadlo!
MELCHTHAL.- ¡Aquí está mi mano! La promesa
de un plebeyo, noble señor, es también una palabra
de honor. ¿Qué es, sin nosotros, un caballero?
Nuestro estado es más antiguo que el suyo.
RUDENZ.- Yo lo honro, y mi espada lo protegerá.
MELCHTHAL.- El brazo, señor Barón, que re-
mueve la dura tierra, y fecunda su seno, puede tam-
bién defenderlo.
RUDENZ- Vosotros debéis protegerme, y yo a vo-
sotros, y así seremos todos más fuertes... Pero ¿a
qué hablar de esto; cuando es presa la patria de la
tiranía extranjera? Cuando nuestro suelo llegue a
verse libre del enemigo, entonces seremos, en paz,
iguales en derechos. (Después de un momento de
silencio.) ¿Calláis? ¿Nada tenéis que decirme? ¿Có-
mo? ¿Aún no merezco que os fiéis de mí? ¿Así he
de entrar en vuestra liga, contra vuestra voluntad?...
habéis reunido... habéis jurado en Rütli... lo sé todo
cuanto habéis tratado allí. Y aunque no me lo hayáis
confiado, lo reservo como sagrada reliquia. Nunca,
creedme, he sido hostil a mi patria, y jamás hubiese
hecho nada contra vosotros... Pero habéis errado en
aplazar la ejecución de vuestros proyectos. Los ins-
tantes son preciosos y es preciso obrar con rapidez.
Tell ha sido ya víctima de vuestras dilaciones...
STAUFFACHER.- Juramos esperar hasta la fiesta
de Navidad.
RUDENZ.- Yo no estaba ahí, y no juré. ¡Aguardad
vosotros, y yo obraré!
MELCHTHAL.- ¿Cómo? ¿Intentáis?...
RUDENZ.- Soy uno de los próceres del país, y mi
primera obligación es protegeros.
FÜRST.- Depositar en la tierra estos restos queri-
dos, es vuestro principal y más sagrado deber.
RUDENZ.- Cuando hayamos libertado al país,
pondremos sobre su tumba la corona de la victoria.
¡Oh, amigos! No sólo vuestra causa, también he de
defender la mía contra los tiranos... ¡Oíd y sabed!
¡Mi Berta ha desaparecido misteriosamente, siendo
robada con temeraria osadía de entre nosotros.
STAUFFACHER.- ¿Es posible que el tirano haya
cometido tal arbitrariedad contra la nobleza libre?
RUDENZ.- ¡Oh, amigos míos! Os he prometido mi
ayuda. y yo he de invocar primero la vuestra. Mi
prometida me ha sido robada, arrebatada poco hace.
¡Quién sabe en dónde la esconde ese insensato, y a
qué violencias no se atreverá en su impúdico afán
de forzarla a consentir en un himeneo odioso! No
me abandonéis. ¡Oh! ¡ayudadme a salvarla!... Ella os
ama, y merece por su patriotismo que todos los bra-
zos se armen en su auxilio...
FÜRST.- ¿Qué os proponéis?
RUDENZ.- ¿Lo sé yo? ¡Ay de mí! En la ignorancia
en que estoy de su destino, en los tormentos que
estas dudas me causan, no puedo fijarme en nada.
Sólo veo con claridad que entre los escombros de la
tiranía ha de resucitar para mí y que hemos de apo-
derarnos de todas las fortalezas, para penetrar en su
cárcel si la encontramos.
MELCHTHAL.- ¡Venid y guiadnos! Todos os se-
guiremos ¿A qué dejar para mañana lo que pode-
mos hacer hoy? Libre era Tell cuando juramos en
Rutli, y aún no se habían cometido tantas arbitrarie-
dades. La ocasión nos impone nuevas leyes. ¿Quién
será tan cobarde, que ahora también aplace la ejecu-
ción de nuestro plan?
RUDENZ (A Stauffacher y Fürst).- Armaos mien-
tras tanto, estad prontos a la obra. Esperad la señal
del fuego en las montañas, que, más ligero que el
bote de velas aladas, os anunciará nuestra victoria. Y
cuando veáis brillar esta señal de buen agüero, caed
sobre el enemigo como el rayo, y derribad el alcázar
de la tiranía. (Vanse.)

ESCENA III
El camino entre montañas cerca de Kussnacht.
Bájase a él desde los peñascos, y antes que los
viajeros lleguen a la escena se les ve por las alturas.
Rocas por todas partes, y una de ellas, cubierta de
matorrales, avanza más que las otras.
TELL (Se adelanta con su ballesta).- Ha de pasar
necesariamente por este camino hondo, puesto que
no hay otro para Kussnacht... Aquí ejecutaré mi
proyecto... El momento es propicio. Ocúltanme es-
tos matorrales, y mi flecha lo alcanzará. Lo estrecho
del camino le obligará a ir solo. ¡Ajusta tus cuentas
con Dios, gobernador; vas a morir, porque ha sona-
do tu última hora! Yo vivía tranquilo y sin cuida-
dos... Mis flechas herían tan sólo a las fieras de los
bosques, y el pensamiento del asesinato no había
manchado mi mente... Tú llenaste de espanto mi vi-
da pacífica, trocando en ponzoña devastadora mi
dulzura y mi piedad anterior, y avezándome a cosas
monstruosas... El que puede tirar a la cabeza de su
hijo, bien puede alcanzar el corazón de su enemigo.
Obligado me veo a proteger contra tu ira, oh go-
bernador a mis pobres hijos y a mi inocente y fiel
esposa... Cuando yo tendía mi arco... cuando mi
mano temblaba... cuando tú, con cruel y diabólico
deleite, me forzaste a apuntar a la cabeza de mi hi-
jo... cuando yo estaba delante de ti, desmayado y su-
plicante, entonces pronuncié en mi interior el
temible juramento, oído sólo por Dios, de que el
primer blanco de mi ballesta sería tu corazón... y lo
que prometí en aquel instante de infernal angustia,
es una deuda sagrada... y quiero pagarla...
Tú eres mi señor, y el representante de mi Empe-
rador. Sin embargo, ni aún el Emperador hubiera
osado lo que tú... Te envió a esta región para admi-
nistrar justicia... justicia severa, porque estaba coléri-
co... pero no para convertir en deleite homicida,
confiado en la impunidad, verdaderos horrores.
Hay un Dios para castigarlos y vengarlos.
¡Veámoste, pues, alhaja mía la más preciosa, mi
más rico tesoro, tú que llevas en tu seno los dolores
más atroces!... Voy a ofrecerte un blanco, inaccesible
hasta ahora a las súplicas más tiernas... y que no te
resistirá... ¡y tú, cuerda leal de mi arco, que con tanta
frecuencia me has servido en juegos alegres, no me
abandones en este terrible trance! Mantente ahora
firme, arco leal, que tantas veces has dado alas a la
rígida flecha... Si saliese sin vigor de mis manos, no
tengo otra que la reemplace. (Pasan viajeras por la
escena.)
Quiero sentarme en este banco de piedra, prepa-
rado para que el viajero descanse breves momen-
tos... porque aquí no hay hogar alguno... Cada cual
pasa junto al otro rápidamente y sin mirarlo y no le
pregunta sus penas... Aquí vienen el mercader cavi-
loso, y el peregrino de ligero ropaje... el piadoso
monje, el sombrío salteador, el alegre trovador y el
buhonero con su caballo, pesadamente cargado, de
regreso de lejanos países. Por todas partes se va al
fin del mundo. Todos ellos siguen un camino para
sus negocios... ¡y el mío es el asesinato! (Siéntase.)
Antes, queridos hijos míos, cuando salía de casa
vuestro padre, y después volvía, todo era contento,
porque jamás regresaba sin traeros algo, ya una bella
flor de los Alpes, ya un pájaro raro o un caracol,
como lo encuentra el caminante en las montañas...
Hoy busca otra presa muy distinta, y está sentado en
un lugar salvaje, pensando en matar. Está acechan-
do la vida de su enemigo... Y, sin embargo, también
piensa ahora en vosotros, queridos hijos... por de-
fenderos, por proteger vuestra inocencia contra la
venganza del tirano prepara su arco para la muerte
(Levántase.)
Acecha una noble presa... No teme el cazador pa-
sar días enteros vagando, en el rigor del invierno, y
saltando de roca en roca, y escalando tajadas mura-
llas, en donde deja rastros de su sangre... ¡y para
apoderarse de miserable animalejo! Pero se trata
ahora de más soberbio premio, del corazón de mi
enemigo mortal, decidido a perderme. (Oyese a lo
lejos una música alegre que se acerca.)
He pasado toda mi vida manejando el arco, y
ejercitándome en tirarlo, según sus reglas; con fre-
cuencia he dado en el blanco y ganado la victoria...
Pero hoy quiero ensayar mi golpe maestro, y obte-
ner la mejor recompensa que pueden ofrecer todas
estas montañas (una boda atraviesa la escena por el
camino. Tell la observa apoyado en su arco. Stussi,
el guarda, se acerca a él.)
STUSSI.- Es el colono del convento de Mörlischa-
chen, que celebra hoy su casamiento... un hombre
rico, que tendrá unos diez rebaños en los Alpes.
Trae a su esposa de Jimsee, y esta noche habrá gran
fiesta en Kussnacht. Venid conmigo; todo hombre
de bien está invitado.
TELL.- Un convidado triste no está bien en unas
bodas.
STUSSI.- Si os aflige alguna pena, desechadla de
vuestro corazón. Aprovechaos de esta coyuntura.
Los tiempos son malos, y por lo mismo, han de
acoger los hombres con júbilo los placeres que se
les presenten. Aquí se casan unos, y en otras partes
los entierran.
TELL.- Y a menudo se pasa de una a otra cosa.
STUSSI.- Así anda el mundo. Hay bastantes desdi-
chas en todas partes... Uno de los montes Ruffi se
ha desplomado, sepultando una buena parte del país
de Glaris.
TELL.- ¿Vacilan las montañas también? Nada hay
firme en la tierra.
STUSSI.- También, según se dice, suceden en otras
partes cosas estupendas. He hablado con uno, re-
cién venido de Baden. Un caballero que iba en bus-
ca del Rey, encontró a su paso un enjambre de
zánganos que atacaron a su caballo, atormentándolo
de suerte, que lo hicieron sucumbir, y él llegó a pie a
la presencia del Rey.
TELL.- Los débiles tienen también su aguijón.
(Hermengarda llega con varios niños y se coloca a la
entrada del camino.)
STUSSI.- Significa esto, al parecer, que amenazan al
país grandes calamidades, contrarias al orden natu-
ral.
TELL.- Todos los días ocurren esos hechos, y sin
embargo, ningún signo portentoso los anuncia.
STUSSI.- Sí; ¡bienaventurado el que cultiva su cam-
po en paz, y vive sin penas entre los suyos!
TELL.- El hombre mejor no puede existir sin dis-
gustos, si no agrada a su mal vecino. (Tell mira in-
tranquilo e impaciente a lo alto del camino.)
STUSSI.- Adiós... Esperáis a alguien, sin duda.
TELL.- Así es.
STUSSI.- Que regreséis contento a vuestro hogar...
¿Sois de Uri? Nuestro bondadoso señor, el Gober-
nador, es esperado de allí hoy.
UN CAMINANTE (Que llega).- No aguardad ya
hoy al Gobernador. Ha habido una inundación, a
causa de las grandes lluvias, y la corriente ha destro-
zado todos los puentes. (Tell se levanta.)
HERMENGARDA (Adelantándose).- ¿Que no
viene el Gobernador?
STUSSI.- ¿Para qué lo queréis?
HERMENGARDA.- Sin duda para algo.
STUSSI.- ¿Por qué no os ponéis a su paso, en este
camino?
HERMENGARDA.- Aquí no se me escapa, y ha de
oírme.
FRIESSHARDT (Que se presenta en el camino, y
grita).- ¡Despejad el camino!... ¡Mi señor, el Gober-
nador, me sigue a caballo! (Vase Tell.)
HERMENGARDA (con viveza).- ¡El Gobernador
viene! (Colócase con sus hijos en el proscenio.
Gessler y Rudolfo de Harras aparecen montados en
lo alto del camino.)
STUSSI (A Friesshardt).- ¿Cómo venís, atravesando
los ríos, si las aguas han arrastrado los puentes?
FRIESSHARDT.- Hemos peleado con las olas,
amigo, y ya no tememos a ningún río de los Alpes.
STUSSI.- ¿Navegabais acaso durante esa terrible
borrasca?
FRIESSHARDT.- Así ha sido. Mientras viva, me
acordaré de ella.
STUSSI.- ¡Oh! ¡Deteneos y contádmelo!
FRIESSHARDT.- Dejadme; tengo que adelantarme
para anunciar en el castillo la próxima llegada del
Gobernador (Vase.)
STUSSI.- Si la barca hubiese llevado hombres de
bien, naufragara, de seguro, sin salvarse nadie; pero
hay gentes, contra quienes nada pueden ni el agua ni
el fuego. (Mirando alrededor) Pero, ¿a dónde ha ido
el cazador con quien yo hablaba? (Vase.)
GESSLER (Que aparece hablando con Rudolfo).-
Decid cuanto os agrade; pero soy servidor del Em-
perador, y he de excogitar los medios de agradarle.
No me ha enviado aquí para adular al pueblo y tra-
tarlo con dulzura... Pide que se le obedezca y la
cuestión es si el Señor de esta región ha de serlo el
labriego, o el Emperador.
HERMENGARDA.- ¡Esta es la ocasión! Ahora me
dirijo a él. (Acércase con timidez.)
GESSLER.- No puse por broma en Altdorf el som-
brero, ni para probar cómo pensaba el pueblo, por-
que lo sé hace largo tiempo. Lo coloqué en alto,
para que bajasen la cabeza, que tanto yerguen... Y
planté ese estorbo en el camino por donde habían
de pasar, para que les llamara la atención, y se acor-
dasen del Señor, a quien de otro modo olvidarían.
RUDOLFO.- El pueblo tiene, sin embargo, ciertos
derechos...
GESSLER.- No es esta sazón oportuna para aten-
derlos... Se trata de asuntos más serios. El Empera-
dor desea extender sus dominios. El hijo quiere
terminar lo que comenzó el padre tan gloriosamen-
te... Sea como fuere... es menester someterlo (Cuan-
do intentan pasar, Hermengarda se arrodilla delante
de él.)
HERMENGARDA.- ¡Misericordia, señor Gober-
nador! ¡Gracia, gracia!
GESSLER.- ¿Por qué me impedís el paso, en medio
del camino?... ¡Atrás!
HERMENGARDA.- ¡Mi marido está en la cárcel!
Mis hijos Piden pan... ¡Apiadaos, poderoso señor,
de nuestra gran miseria!
RUDOLFO.-¿Quién sois? ¿Quién es vuestro mari-
do?
HERMENGARDA.- Un pobre trabajador, mi buen
señor, de Fugiberge, que segaba hierba sobre los
precipicios, en las rocas tajadas, adonde los anima-
les no podían subir...
RUDOLFO.- Vida ¡pardiez! miserable, y digna de
compasión. Os ruego que pongáis en libertad a ese
pobre hombre. Por grave que sea su falta, su horri-
ble profesión lo castiga bastante. (A Hermengarda)
Os harán justicia... Presentad vuestro memorial allá
arriba, en el castillo... Esta no es ocasión oportuna.
HERMENGARDA.- ¡No, no; no me voy de aquí
hasta que el Gobernador me haya devuelto mi mari-
do! Seis meses hace ya que está en la cárcel, y espero
en vano la sentencia del juez.
GESSLER.- ¿Intentáis contrariarme, mujer? ¡Fuera!
HERMENGARDA.- ¡Justicia, Gobernador! Tú eres
juez en este país, en nombre del Emperador, y de
Dios. ¡Cumple tu deber! Si deseas que te hagan jus-
ticia en el cielo, háznosla tú a nosotros aquí.
GESSLER.- ¡Fuera! ¡Quitad de mi vista esta gentu-
za insolente!
HERMENGARDA (Agarrando las riendas de su
caballo).- ¡No, no; nada tengo ya que perder!... No
darás un solo paso, Gobernador, hasta que no hayas
accedido a mi justo ruego... Frunce tu entrecejo,
amenázame con tus ojos cuanto quieras... Nuestra
desdicha es tan grande, que tu ira no nos importa...
GESSLER.- ¡Déjame pasar, mujer, o mi caballo te
atropellará sin remedio!
HERMENGARDA.- Hazlo pues... Mira. (Derriba
en tierra a sus hijos, y se coloca con ellos en medio
del camino) Aquí estoy, yo con mis hijos... Pisotea
estos pobres huérfanos con los cascos de tu caballo.
No será lo peor que has hecho...
RUDOLFO.- ¿Estáis loca mujer?
HERMENGARDA (Con mayor animación).- Largo
tiempo ha que huellas con tus plantas la tierra del
Emperador... ¡Oh! Yo soy sólo una mujer. Si fuese
un hombre, podría hacer algo más que yacer aquí en
el polvo. (Óyese de nuevo la música en lo alto del
camino, pero a lo lejos.)
GESSLER.- ¿En dónde están mis servidores? Que
se lleven de aquí a esa mujer, o haré lo que no qui-
siera.
RUDOLFO.- Vuestros servidores no pueden atra-
vesar la distancia que los separa de nosotros, porque
una boda lo impide.
GESSLER.- Soy un señor demasiado bondadoso
para este pueblo... Libres son todavía sus lenguas.
Aún no es tan dócil como debiera... Pero cambiará,
yo lo prometo. Yo acabaré de una vez con su obsti-
nación; yo doblegaré ese espíritu osado de libertad,
y promulgaré nuevas leyes para este país... quiero...
(Atraviésalo una flecha; llévase la mano al corazón,
y vacila, diciendo con voz desfallecida.) ¡Dios tenga
compasión de mi!
RUDOLFO.- ¡Señor Gobernador! ¡Dios mío! ¿Qué
es esto? ¿De dónde viene esa flecha?
HERMENGARDA.- ¡Al asesino, al asesino! ¡Se
tambalea, cae! ¡Lo han herido; una flecha lo ha heri-
do en el corazón!
RUDOLFO (Saltando desde el caballo.) ¡Qué ho-
rrible suceso!... Dios... Caballero... ¡Implorad la mi-
sericordia divina! Sois hombre muerto.
GESSLER.- Este tiro es de Tell. (Cae desde el caba-
llo en los brazos de Rudolfo, que lo deja en un ban-
co de piedra.)
TELL (Presentándose en lo Alto de la roca).- Ya
sabes quién te ha herido. No busques otro. Libres
son ya las chozas de los pobres; la inocencia se ve
ya fuera de tu alcance. Ya no afligirás más a esta re-
gión. (Desaparece de la altura, y el pueblo corre en
tropel.)
STUSSI (De los primeros).- ¿Qué hay? ¿Qué ha su-
cedido?
HERMENGARDA.-.¡Han atravesado al Goberna-
dor con una flecha!
EL PUEBLO (En tropel).- ¿Quién ha sido atrave-
sado? (Mientras que parte de los acompañantes de la
boda vienen a la escena, los demás se encuentran en
lo alto, y la música prosigue.)
RUDOLFO. ¡Se desangra! ¡Pronto, socorredlo!
¡ Perseguid al asesino!... ¡Que así haya de morir el
desdichado! Pero ¡no quería seguir mis consejos!
STUSSI.- ¡Pálido yace ahí, e inanimado, ¡pardiez!
MUCHAS VOCES.- ¿Quién lo ha hecho?
RUDOLFO.- ¿Ha perdido este pueblo el juicio, ce-
lebrando con música un asesinato? ¡Que callen! (La
música cesa de improviso, y acude más gente.) Ha-
blad, si podéis, señor Gobernador... ¿Nada tenéis
que confiarme? (Gessler hace una señal con la ma-
no, y la repite con afán, al observar que no lo com-
prenden.) ¿Adónde he de ir?... ¿A Kussnacht? No
os entiendo... ¡Oh! No os impacientéis... Renunciad
a pensamientos mundanos ahora, y pensad sólo en
el Cielo. (Toda la boda rodea al moribundo horrori-
zada, pero sin compasión.)
STUSSI.- Mirad cómo palidece... Ahora, ahora la
muerte se apodera de su corazón... Sus ojos no bri-
llan ya.
HERMENGARDA (Levantando un niño en alto).-
¡Mira, hijo, cómo muere un malvado!
RUDOLFO.- ¡Mujeres insensatas! ¿No tenéis nin-
gún sentimiento para recrearos en estos horrores?...
Ayudadme... poned aquí vuestras manos... ¿Nadie
me socorre para arrancarle esta flecha del pecho?
LAS MUJERES (Retrocediendo).- ¿Tocar nosotras
a quien Dios ha castigado?
RUDOLFO.- ¡Maldición y condenación sobre vo-
sotras! (Saca la espada.)
STUSSI (Sujetándole el brazo).- ¿Os aventuráis, se-
ñor? ¡Vuestro poder terminó! Ha caído el tirano de
la patria. No sufriremos ya otro. Somos hombres
libres.
TODOS (En tumulto).- ¡La nación es libre!
RUDOLFO.- ¿A este extremo hemos llegado? ¿Tan
pronto cesaron el temor y la obediencia? (A los ser-
vidores armados que entran.) Sois testigos de este
horrible asesinato, que se ha cometido aquí... Es
inútil pedir auxilio; en vano se perseguirá al asesino.
Otros cuidados nos llaman...Vamos, pues, a Kuss-
nacht, y conservemos esa fortaleza al Emperador,
porque en este momento se han roto todos los lazos
del deber, se infringen todas las reglas promulgadas,
y no hay que fiarse de la fidelidad de los hombres.
(Al retirarse con los servidores armados, aparecen
seis hermanos de la Caridad.)
HERMENGARDA.- ¡Plaza! ¡Plaza! ¡Que llegan los
Hermanos de la Caridad!
STUSSI.- ¡Ahí está la víctima!... ¡ya bajan los cuer-
vos!
LOS HERMANOS DE LA CARIDAD (Formando
un círculo alrededor del muerto, y cantando con voz
sombría).- Pronto alcanza la muerte al hombre, y no
se le concede plazo alguno. Sucumbe en medio de
su carrera, y se lo lleva en lo más lozano de su vida.
Preparado o no, ha de comparecer delante de su
juez. (Mientras repiten las últimas palabras, cae el
telón.)

ACTO V
ESCENA PRIMERA
La plaza pública de Altdorf.
En el fondo, y a la derecha, la ciudadela de Uri
con sus andamios, como en la escena tercera del
acto primero; a la izquierda, la vista de muchas
montañas, en cuyas cimas arden hogueras. Comien-
za el día, y suenan las campanas a diversas distan-
cias.
RUODI, KUONI, WERNI, EL MAESTRO
CANTERO y otros
muchos habitantes, y mujeres y niños.
RUODI.- ¿Veis las señales del fuego en las monta-
ñas?
EL MAESTRO CANTERO.- ¿Oís las campanas
que suenan del lado allá del bosque?
RUODI.- Los enemigos han sido expulsados.
EL MAESTRO.- Las fortalezas cayeron en nuestro
poder.
RUODI.- Y nosotros los habitantes de Uri ¿tolera-
remos aún en nuestro territorio el castillo de los ti-
ranos? ¿Seremos los últimos en declararnos libres?
EL MAESTRO.- ¿Ha de subsistir el yugo que ha de
sujetarnos? ¡Ea, derribadlo!
TODOS.-¡Abajo, abajo, abajo!
RUODI.- ¿En dónde está la trompa de Uri?
LA TROMPA DE URI.- Aquí. ¿Qué debo hacer?
RUODI.- Subid a lo alto, y tocad vuestro cuerno.
Que este sonido se difunda por los montes, y repi-
tiéndose por el eco de las cavernas, convoque
cuanto antes a los habitantes de la montaña. (Vase la
trompa de Uri. Llega Gualterio Fürst)
FÜRST.- ¡Deteneos, amigos, deteneos! Aun no sa-
bemos lo sucedido en Unterwalden y Suiza. Espe-
remos a los mensajeros.
RUODI.- ¿A qué esperar? El tirano ha muerto. El
día de la libertad ha brillado.
EL MAESTRO.- ¿No bastan esos fuegos, mensaje-
ros alados, que de todas las montañas nos alum-
bran?
RUODI.- ¡Venid todos, venid, vamos todos a la
obra, hombres y mujeres! ¡Abajo los andamios!
¡ Derribad las murallas! ¡Haced saltar las bóvedas!
¡Que no quede piedra sobre piedra!
EL MAESTRO.- ¡Venid, compañeros! Nosotros,
que lo hemos edificado, sabremos destruirlo.
TODOS.- ¡Derribémoslo! (Se abalanzan todos a la
ciudadela.)
FÜRST.- Esto es hecho; ya no puedo contenerlos
(Llegan Melchthal y Baumgarten.)
MELCHTHAL.- ¿Cómo? ¿Subsiste aún la ciuda-
dela, y Sarne está reducido a cenizas y arruinado
Rossberg?
FÜRST.- ¿Sois vosotros, Melchthal? ¿Nos traéis la
libertad? ¡Decid! ¿No hay ya enemigos en nuestra
patria?
MELCHTHAL (Abrazándolo).- ¡Libre está ya de
ellos! ¡Regocijaos, noble anciano! Mientras habla-
mos, no hay tirano alguno en Suiza.
FÜRST.- Pero contadnos cómo os habéis apodera-
do de las fortalezas.
MELCHTHAL.- Rudenz, con un ataque inopinado
y temerario, se hizo dueño del castillo de Sarne. La
noche anterior asalté yo a Rossberg... Pero oíd lo
que sucedió. Después que habíamos expulsado del
castillo al enemigo, incendiándolo, y, cuando las
llamas llegaban soberbias a las nubes, Diethelin, el
criado da Gessler, acudió gritando que la de Bru-
neck perecía entre las llamas...
FÜRST.- ¡Santo Dios! (Los andamios caen con es-
trépito.)
MELCHTHAL.- Era ella, ella misma, encerrada se-
cretamente en el castillo por orden del Gobernador..
Rudenz se precipita dentro como un insensato...
porque oíamos ya el ruido de los pilares y puertas
macizas, que se derrumbaban, y entre el humo se
distinguían los lamentos... de la infortunada.
FÜRST.- ¿Se salvó?
MELCHTHAL.- Era preciso obrar con valor y re-
solución... Si él hubiese sido sólo noble, hubiésemos
mirado por nuestra vida; pero era también de la
conjuración, y Bertha respetaba al pueblo... Así nos
expusimos a la muerte de buen grado, y nos lanza-
mos en el fuego.
FÜRST.- ¿Y se salvó?
MELCHTHAL.- Si: Rudenz y yo la sacamos de en-
tre las llamas, mientras caían con estrépito las vi-
gas... Y cuando se vio en salvo, y sus ojos
percibieron la luz del cielo, el Barón se lanzó en mis
brazos, y en silencio pronunció un juramento, sella-
do y confirmado por el fuego, y que resistirá a todos
los embates de la suerte.
FÜRST.- ¿En dónde está Landenberg?
MELCHTHAL.- En Brünnig. No depende de mí
que vea todavía el que cegó a mi padre. Lo perseguí,
lo alcancé, y lo arrastré hasta los pies de mi padre.
Ya me preparaba a cortarle la cabeza, cuando im-
ploró la compasión del anciano, que le perdonó la
vida. Juró no volver más a este país, y lo hará, por-
que sabe ya cuánta es nuestra fuerza.
FÜRST.- Os honra no haber manchado con sangre
esta patriótica victoria.
UNOS NIÑOS (Que arrastran a la escena restos del
andamiaje).- ¡Libertad! ¡Libertad! (la trompa de Uri
suena con fuerza.)
FÜRST.-¡Contemplad esta fiesta! Esos niños cuan-
do sean ancianos, se acordarán de este día memora-
ble. (Doncellas traen el sombrero en el palo, y el
pueblo llena el teatro.)

RUODI.- He aquí el sombrero, al cual nos obliga-
ban saludar.
BAUMGARTEN.- Decidnos lo que hemos de ha-
cer con él.
FÜRST.- ¡Dios mío! bajo este sombrero estuvo mi
nieto.
MUCHAS VOCES.- ¡Derribad ese monumento de
la tiranía! ¡Al fuego con él!
FÜRST.- ¡No! ¡guardadlo! Destinado a ser instru-
mento de la tiranía, sea el signo perpetuo de la li-
bertad. (Todos, hombres, mujeres y niños, están de
pie o sentados en los restos de los andamios y for-
man un semicírculo pintoresco.)
MELCHTHAL.- Vednos ahora alegres, hollando
los restos de la tiranía. ¡Compañeros! Lo que jura-
mos en Rutli lo cumplimos magnánimamente.
FÜRST.- La obra se ha comenzado, pero no termi-
nado. Necesitarnos aún dar pruebas de valor, y
unirnos firmemente. Estad seguros de que el Rey no
tardará en vengar la muerte de su gobernador y en
traer a la fuerza a quienes hemos expulsado.
MELCHTHAL.- Que venga con todo su ejército.
Hemos echado al enemigo doméstico, y rechazare-
mos al de fuera.
RUODI.- Pocos pasos dan entrada a este país, y los
cerrarán nuestros cuerpos.
BAUMGARTEN.- Un lazo eterno nos une, y no
nos asustarán tus legiones. (Llegan Rosselmann y
Stauffacher.)
ROSSELMANN (Al entrar).- ¡Terribles son los jui-
cios de Dios!
LOS LABRADORES.- ¿Qué hay?
ROSSELMANN.- ¡En qué tiempo vivimos!
FÜRST.- Decidnos lo que sucede. ¡Ah! ¿Sois vos,
Sr. Werner? ¿Qué nueva nos traéis?
LOS LABRADORES.- ¿Qué hay?
ROSSELMANN.- ¡Oíd, y asombraos!
STAUFFACHER.- Nos vemos libres de un gran
peligro...
ROSSELMANN.- ¡El Emperador ha sido asesina-
do!
FÜRST.- ¡ Santo Dios! (El pueblo se apila alrededor
de Stauffacher.)
TODOS.- ¿Asesinado? ¿Cómo? ¿El Emperador?
¡Escuchad! ¿El Emperador?
MELCHTHAL.- No es posible. ¿Cómo lo habéis
sabido?
STAUFFACHER.- ¡Es cierto! El Emperador Al-
berto, sucumbido, junto a Brük, a manos de un ase-
sino... un hombre veraz, Juan Müller, ha traído la
nueva de Schaffhausen.
FÜRST.- ¿Quién osó cometer tan horrible crimen?
STAUFFACHER.- Es aún más horrendo, en cuanto
al criminal, porque fue su sobrino, el hijo de su
hermano, Juan de Suabia, el que lo perpetró.
MELCHTHAL.- ¿Y qué motivos lo han inducido a
ese asesinato?
STAUFFACHER.- El Emperador retenía su patri-
monio, sin hacer caso de sus impacientes ruegos.
Hasta se decía que, para acabar de una vez, proyec-
taba darle la mitra episcopal. Pero sea lo que fuere...
el joven dio oídos a los consejos perversos de sus
compañeros de armas, y con los señores de Es-
chenbach, de Tegerfelden, de Wart y de Palm acor-
dó vengarse por su propia mano, no pudiendo
obtener justicia.
FÜRST.- ¡Oh! Referidnos los pormenores de ese
delito espantoso.
STAUFFACHER.- Caminaba el Emperador de
Stettin a Baden, hacia Rheinfeld, en donde estaba la
corte, acompañado de los príncipes Juan y Leopol-
do, y de un séquito de nobles señores. Cuando lle-
garon al Reuss, al punto que se atraviesa en barca,
los asesinos entraron en ella en su compañía para
separarlo de su séquito. Después, cuando el Empe-
rador cabalgaba por un campo labrado... cerca de
las ruinas de una gran ciudad del tiempo de los gen-
tiles... a la vista de la antigua fortaleza de Augsbur-
go, cuna de su ilustre raza... el Duque Juan le hirió
en el cuello con un puñal, Rudolfo de Palm lo atra-
vesó con su lanza, y Eschenbach le hendió la cabe-
za, cayendo bañado en sangre, asesinado por los
suyos y en medio de ellos. Desde la otra orilla pre-
senciaban el hecho; pero separados por el río, sólo
pudieron lamentarlo. Una pobre mujer estaba sen-
tada a la orilla del camino, y en sus brazos espiró el
Emperador.
MELCHTHAL.- Así labró él mismo su temprana
sepultura, arrastrándolo a ella su insaciable codicia.
STAUFFACHER.- Espanto increíble reina en todo
el país. Se han obstruido todos los pasos de las
montañas, y cada cantón guarda sus fronteras. Hasta
la antigua Zurich ha cerrado sus puertas, abiertas
por espacio de treinta años largos, temiendo a los
asesinos, y aún más... a los vengadores del asesinato.
La Reina de Hungría, la severa Inés, armada con la
proscripción, y que desconoce la dulzura de su sexo,
por vengar la sangre de su padre, se acerca ya, dis-
puesta a sacrificar a sus manos la raza entera de los
criminales, sus servidores, hijos y nietos, y hasta a
no dejar piedra sobre piedra en sus castillos. Ha ju-
rado inmolar generaciones, enteras en la tumba de
su padre, y bañarse en sangre, como en el rocío de
mayo.
MELCHTHAL.- ¿Se sabe a dónde han huido los
delincuentes?
STAUFFACHER.- En cuanto cometieron su cri-
men, huyeron en distintas direcciones, separándose
unos de otros para no volverse a ver. El Duque
Juan ha de vagar por estas montañas.
FÜRST.- Su asesinato no les será útil para nada. La
venganza no produce fruto alguno. Se alimenta de sí
misma: la muerte es su único placer, y su hartura la
crueldad.
STAUFFACHER.- Su acción punible no aprove-
chará a los asesinos; pero nosotros recogeremos
con nuestras manos no manchadas, el fruto bendito
de tan horrendo atentado. Nos vemos libres de un
gran miedo. Cayó el mayor enemigo de la libertad, y,
según se dice, el cetro de los Ausburgos pasará a
otra dinastía, porque el Imperio quiere defender sus
derechos electorales.
FÜRST Y OTROS MUCHOS.- ¿Habéis oído algo
de esto?
STAUFFACHER.- El Conde de Luxemburgo es el
designado por más votos.
FÜRST.- Nos favorece haber sido fieles al Imperio,
porque podemos esperar que nos hagan justicia.
STAUFFACHER.- El nuevo Emperador necesita
amigos decididos, y nos protegerá contra la vengan-
za de Austria. (Los labradores se abrazan mutua-
mente.)
EL SACRISTÁN (Que llega con un mensajero im-
perial).- He aquí las dignas autoridades del país.
ROSSELMANN Y OTROS.- ¿Qué hay, sacristán?
EL SACRISTÁN.- Un mensajero imperial, que nos
trae este rescripto.
TODOS (A FÜRST).- ¡Abridlo y leedlo!
FÜRST (Leyendo).- «A los honrados habitantes de
Uri, Suiza y Unterwalden, la Reina Isabel, salud y
bienandanza:»
MUCHAS VOCES.- ¿Qué quiere la Reina? Su rei-
nado terminó.
FÜRST (Leyendo).- «En medio de su profundo
dolor, y de la viudez, en que ha sumido a la Reina el
sangriento asesinato de su esposo, se ha acordado
del amor y de la constante fidelidad de los suizos.»
MELCHTHAL.- Nunca se acordó cuando era di-
chosa.
ROSSELMANN.- ¡Silencio! ¡Escuchad!
FÜRST (Leyendo).- «Y confía en que este pueblo
leal anatematizará con justicia a los nefandos auto-
res del asesinato. Espero, por tanto, de los tres
cantones, que nunca auxiliarán a los asesinos, antes
bien que ayudarán resueltos a entregarlos en manos
de sus jueces, en correspondencia al afecto y no in-
terrumpido favor, que siempre les ha dispensado la
casa de Rudolfo.» (Los asistentes dan señales de
descontento.)
MUCHAS VOCES.- ¿El afecto y el favor?
STAUFFACHER.- El padre, es verdad, nos ha fa-
vorecido; pero ¿ha hecho lo mismo el hijo? ¿Ha
confirmado nuestros fueros, como antes hicieron
los Emperadores? ¿Ha administrado justicia y pro-
tegido al inocente? ¿Ha dado siquiera oídos a nues-
tros representantes en nuestras cuitas? Nada de esto;
y si no, hubiéramos reconquistado nuestros dere-
chos por nosotros mismos y por nuestro valor, no
se hubiera interesado en nuestra suerte... ¡Agrade-
cerlo nada! No ha sembrado gratitud en estos valles.
Desde su elevada posición podía haber sido padre
de sus pueblos; pero sólo le agradó mirar por los
suyos. Los enriquecidos por él, que lo lloren.
FÜRST.- No nos alegramos de su desventura, ni re-
cordemos ahora los males que sufrimos. ¡Dios nos
libre de ello! No obstante, vengar la muerte del So-
berano, que no nos hizo bien alguno, y perseguir a
quien no nos ha ofendido, ni nos conviene, ni nos
honra. La muerte nos desliga de todo deber forzo-
so... nuestra cuenta con él está saldada.
MELCHTHAL.- Aunque llore la Reina en su apo-
sento, y acusase al cielo en su pena inconsolable,
aquí hay un pueblo que a tanta costa ha logrado su
libertad y que rinde a Dios fervientes gracias... Hay
que sembrar amor para cosechar lágrimas. (Vase el
mensajero.)
STAUFFACHER (Al pueblo).- ¿En dónde está
Tell? ¿él sólo ha de faltarnos, siendo el fundador de
nuestra libertad? Lo más grande es obra suya; sus
sufrimientos, los mayores. Vamos, vamos todos a su
casa, y a saludarlo todos como a nuestro salvador.
(Vanse todos.)

ESCENA II
El portal de la casa de Tell
El fuego arde en el hogar. Las puertas están
abiertas.
EDUVIGIS, GUALTERIO Y GUILLERMO.
EDUVIGIS.- Hoy viene vuestro padre, hijos, queri-
dos hijos. Vive, está libre, y nosotros, y todos.
Vuestro padre es el libertador de la patria.
GUALTERIO.- Y yo también lo he sido, madre.
También me nombrarán a mí. La flecha de mi padre
pudo matarme, y yo no temblé.
EDUVIGIS (Abrazándolo).- ¡Si; has resucitado pa-
ra mí! Dos veces te he dado a luz. Dos veces he
sentido por ti dolores de parto. Ya pasó... a los dos
los poseo, y hoy vuelve vuestro querido padre. (Un
fraile aparece a la puerta.)
GUILLERMO.- ¡Mira, madre, mira!... ahí está un
fraile que viene, sin duda, a pedir una limosna.
EDUVIGIS.- Hazlo entrar para que le demos algo,
y así sabrá que ha venido a una casa llena de alegría.
(Entra y vuelve en seguida con una copa.
GUILLERMO (Al fraile).- ¡Venid, buen fraile! Mi
madre quiere daros un trago.
GUALTERIO.- Venid y descansad, y saldréis de
aquí más animado.
EL FRAILE (Asustado, y con las facciones des-
compuestas).- ¿En dónde estoy? Decidme, ¿qué país
es éste?
GUALTERIO.- ¿Os habéis extraviado y lo igno-
ráis? Estáis, señor, en Burglen, en el país de Uri, a la
entrada de Schachenthal.
EL FRAILE (A Eduvigis, que vuelve).- ¿Estáis so-
la? ¿Está en casa vuestro esposo?
EDUVIGIS.- Lo estoy esperando de un momento a
otro... Pero ¿qué tenéis? Parecéis ave de mal agüe-
ro... Pero quien quiera que seáis, os halláis en la ne-
cesidad. ¡Tomad! (preséntale la copa.)
EL FRAILE.- Aunque mi corazón esté sediento y
pida algo que lo refresque, no tocaré a nada hasta
que me digáis....
EDUVIGIS.- No rocéis mi vestido, ni os acerquéis;
quedaos a cierta distancia, si deseáis que os escuche.
EL FRAILE.- Por este fuego que brilla aquí hospi-
talario; por vuestros hijos queridos, que abrazo. (Se
apodera de los niños)
EDUVIGIS.- ¿Qué os proponéis, santo varón?
Dejad a mis hijos... ¡No sois fraile, no lo sois! De
paz es vuestro hábito, no vuestra fisonomía.
EL FRAILE.- Soy el más infeliz de los hombres.
EDUVIGIS.- La desdicha habla con elocuencia a
los corazones; pero vuestras miradas hielan el mío.
GUALTERIO (Saltando).- ¡Madre, ahí está padre!
(Vase corriendo.)
EDUVIGIS.- ¡Oh, Dios mío! (Quiere irse, pero va-
cila y se detiene)
GUILLERMO (EL HIJO) (corriendo).- ¡Padre!
GUALTERIO (Fuera).- ¡Ya de vuelta!
GUILLERMO (Fuera).- ¡Padre, querido padre!
TELL (Fuera).- Otra vez estoy aquí... ¿Y vuestra
madre? (Entran)
GUALTERIO.- Está en la puerta y no se atreve a
adelantarse, porque la suspenden el miedo y la ale-
gría.
TELL.- ¡Oh, Eduvigis, Eduvigis! ¡Madre de mis
hijos! Dios nos ha ayudado... ningún tirano nos se-
para ya.
EDUVIGIS (Abrazándolo).- ¡Oh, Tell, Tell!
¡ Cuánto he sufrido por ti! (El Fraile observa con
atención )

TELL.- ¡Olvídalo ahora, y abandónate sólo a la ale-
gría! Aquí estoy de nuevo! ¡He aquí mi choza! Véo-
me otra vez entre los míos.
GUILLERMO.- ¿ En dónde está tu ballesta, padre?
No la veo...
TELL.- Ni la verás más. Está guardada en un lugar
sagrado. En lo sucesivo no servirá más para la caza.
EDUVIGIS.- ¡Oh, Tell, Tell! (Retrocede, y suelta su
mano.)
TELL.- ¿Qué te asusta, querida esposa?
EDUVIGIS.- ¡Cómo... cómo te vuelvo a ver!...
¡Esta mano!... ¿Osaré estrecharla?... esta mano...
¡Dios mío!
TELL.- (Con ternura y resolución.) Ha defendido a
vosotros, y salvado la patria. Puedo levantarla al
cielo libremente. (El Fraile hace un ligero movi-
miento, y Tell lo observa.) ¿Qué hace aquí este her-
mano?
EDUVIGIS- ¡Ah! Lo había olvidado. Habla tú con
él, que a mi me espanta.
EL FRAILE.- ¿Sois acaso Tell, el que mató al Go-
bernador?
TELL.- Yo soy, y no lo ocultaré a la faz de nadie.
EL FRAILE.- ¿Sois Tell? ¡Ah! La mano de Dios me
ha guiado aquí.

TELL (Mirándole atentamente).- No sois fraile.
¿Quién sois?
EL FRAILE.- Matasteis al Gobernador por su
crueldad... yo también he dado muerte a un enemi-
go, que rehusaba hacerme justicia... era vuestro
enemigo, como el mío... He librado de él al país.
TELL (Retrocediendo).- Sois... ¡Horror!... ¡Hijos,
hijos, entrad!... ¡Vete, querida esposa!... ¡Vete, vete!...
¡Desdichado!... Sois...
EDUVIGIS.- ¡Dios mío! ¿Quién es?
TELL.- No lo preguntes. ¡Fuera, fuera! Que no lo
oigan los niños. Sal de mi casa... lejos, lejos. No
puedes quedar bajo el mismo techo que este hom-
bre.
EDUVIGIS- ¡Ay de mí! ¿Qué es esto? ¡Venid! (Va-
se con los hijos.)
TELL (Al fraile.) Sois el Duque de Austria... ¡Lo
sois! habéis matado al Emperador, vuestro tío y
vuestro señor.
JUAN EL PARRICIDA.- Me había robado mi pa-
trimonio.
TELL.- ¡Matado a vuestro Emperador y vuestro tío!
¿Y no os traga la tierra? ¿Y el sol no os abrasa?
EL PARRICIDA.- Óyeme antes, Tell...
TELL.- Y lleno todavía de sangre de tu pariente y
de te soberano, ¿te atreves a penetrar en mi puro
hogar? ¿Osas mostrar tu rostro a un hombre hon-
rado, y pedirle hospitalidad?
EL PARRICIDA.- Esperaba encontrar en vos com-
pasión, porque os habéis vengado también de vues-
tro enemigo.
TELL.- ¡Desventurado! ¿Puedes equiparar el cri-
men sanguinario de la ambición con la justa defensa
de un padre? ¿Tenías que amparar a hijos queridos,
al santuario del hogar? ¿Librará los tuyos de la más
horrible, de la última calamidad?... Yo levanto al
cielo mis manos puras, y te maldigo, y a tu acción...
Yo he vengado los venerandos fueros de la natura-
leza, y tú los ha profanado... Nada hay común entre
los dos... tú eres un asesino, yo el defensor de lo
más santo.
EL PARRICIDA.- ¿Me rechazáis, pues, desespera-
do y sin consuelo?
TELL.- Me horroriza sólo hablar contigo... ¡Vete!
¡Pero, sigue lleno de espanto tu camino! Deja inma-
culada la choza, mansión de la inocencia.
EL PARRICIDA.- (Que se vuelve para salir.) Ni
puedo ni quiero ya vivir.
TELL.- Y, sin embargo, te compadezco... ¡Dios del
cielo! Tan joven, de tan clara estirpe, nieto de Ru-
dolfo, mi Soberano y Emperador, fugitivo, criminal,
aquí, en el umbral de mi puerta... suplicante y deses-
perado. (Tápase el rostro con las manos.)
EL PARRICIDA.- ¡Oh! Si podéis llorar, lastimaos
de mi desdicha, porque es grande... Soy un prínci-
pe... era... y pude ser feliz, refrenando la impaciencia
de mis deseos. La envidia devoró mi corazón... He
visto a mi joven primo Leopoldo premiado con
bienes y honores, mientras que a mí, de su misma
edad, se me tenía en servil tutela.
TELL.- Bien, infortunado, te conocía tu tío, cuando
te rehusaba tierras y vasallos; y tú mismo, con tu lo-
cura feroz, has justificado horriblemente su sabia
resolución... ¿En dónde se hallan los sanguinarios
cómplices de tu delito?
PARRICIDA.- En donde los han arrastrado las fu-
rias vengadoras. No los he visto más desde nuestro
malhadado crimen.
TELL.- ¿Sabes tú que la proscripción te persigue,
que ningún amigo puede favorecerte, y que todos
han de tratarte como a enemigo?
PARRICIDA.- Por eso evito los caminos frecuenta-
dos, y no me atrevo a llamar a puerta alguna... Mis
pasos se dirigen a lugares desiertos; acompáñanme
mis temores por las montañas, y huyo de mí mismo,
temblando, cuando la fuente traza mi propia ima-
gen. ¡Oh! ¡Si tenéis alguna lástima y humanos sen-
timientos!... (Prostérnase ante él.)
TELL (Volviéndose).- ¡Levantaos, levantaos!
EL PARRICIDA.- No, hasta que me hayáis tendido
una mano caritativa...
TELL.- Pero ¿puedo socorreros? ¿Puede hacerlo un
pobre pecador? Levantaos, sin embargo... Por ho-
rrendo que haya sido vuestro crimen... al fin sois
hombre... como yo. Nadie acudirá a Tell sin recibir
consuelo... Haré lo que pueda...
EL PARRICIDA (Levantándose y estrechando su
mano con efusión).- ¡Oh, Tell! ¡Libráis mi alma de
la desesperación!
TELL.- ¡Soltad mi mano... alejaos! Aquí no podéis
quedar sin ser descubierto, y si lo sois, no contéis
con mi protección... ¿A dónde os proponéis ir? ¿En
dónde esperáis encontrar tranquilidad?
EL PARRICIDA.- ¿Lo sé yo? ¡Ay de mí!
TELL.- Escuchad lo que Dios me sugiere. Debéis ir
a Italia, a la ciudad de San Pedro: echaos allí a los
pies del Papa, confesad vuestra culpa y salvad vues-
tra alma.
EL PARRICIDA.- ¿Y no me entregará a mis perse-
guidores?
TELL.- Haga lo que quiera, miradlo como la obra
de Dios.
EL PARRICIDA.- ¿Y cómo he de llegar yo hasta
esta tierra desconocida? No sé el camino, y no me
atrevo a agregarme a viajero alguno.
TELL.- Yo os indicaré la ruta. Fijaos bien en ella.
Subiréis el Reuss, río arriba, al precipitarse impetuo-
samente desde la montaña...
EL PARRICIDA (Asustado).- ¿Que vea yo de nue-
vo el Reuss? Cometí junto a él mi delito.
TELL.- El camino sigue al borde del abismo, y hay
en él muchas cruces, erigidas en memoria de los
viajeros sepultados bajo las avalanchas.
EL PARRICIDA.- Los horrores de la naturaleza no
me asustarían, si yo pudiera refrenar los tormentos
insufribles de mi conciencia.
TELL.- Hincaos de rodillas ante cada cruz, y llorad
vuestra culpa con lágrimas de arrepentimiento... y, si
atravesáis con felicidad ese sendero espantoso; si la
montaña no descarga sobra vuestra cabeza sus re-
molinos de viento, desde su helada cima, llegaréis al
puente, que está lleno de polvo. Si no se rompe bajo
el peso de vuestro crimen, si lo atravesáis sin obstá-
culo, alcanzaréis una entrada oscura entre los pe-
ñascos... La luz del día no la ha alumbrado nunca...
penetrad en ella, y os llevará a un tranquilo y risueño
valle... Pero caminad entonces con paso rápido; no
habéis de deteneros en donde la paz mora.
EL PARRICIDA.- ¡Oh Rudolfo, Rudolfo! ¡Oh
abuelo mío coronado! ¿Así ha de atravesar tu nieto
el suelo de tu imperio?
TELL.- Después, siempre subiendo, alcanzaréis las
alturas de San Gotardo, en donde hay dos lagos
eternos, que se llenan con las aguas del cielo. Allí
estáis ya fuera del territorio alemán, y el curso pací-
fico de un río os dirigirá a Italia, término de vuestro
viaje. (Óyese el ranz de las vacas, y el sonido de mu-
chas trompas.) ¡Viene gente! ¡Partid!
EDUVIGIS (corriendo).- ¿En dónde estás, Tell?
¡Mi padre viene! Todos los conjurados, en alegre
cortejo, le acompañan.
EL PARRICIDA (Tapándose el rostro).- ¡Ay de mí!
¡No puedo detenerme con los felices!
TELL.- Vete, querida esposa. Da algo a este herma-
no, para animarlo; cárgalo de provisiones, porque su
camino es largo, y no encontrará albergue. ¡Apre-
súrate, que se acercan!
EDUVIGIS.- ¿Quién es?
TELL.- No lo preguntes. Cuando salga, vuelve tu
rostro, para que no veas cuál es la ruta que sigue. (El
Parricida se acerca a Tell conmovido; éste le hace
una señal con la mano, y se va. Cuando ambos han
salido, en dirección opuesta, cambia la escena, y se
ve en la...

ESCENA ÚLTIMA
Todo el fondo del valle, delante de la casa de
Tell; cerca, las alturas que la rodean, llenas de sui-
zos, que se agrupan de un modo pintoresco; otros
vienen por las cumbres, por el camino que lleva a
Schachen. Fürst se adelanta con los dos niños,
Melchthal, Stauffacher y otros. Al presentarse Tell,
todos lo saludan con aclamaciones de júbilo.)
TODOS.- ¡Viva Tell! ¡Viva el cazador, nuestro li-
bertador! (Mientras que los primeros se aproximan a
Tell, y lo abrazan, aparecen Rudenz y Berta, y aquél
saluda a los campesinos, y ésta a Eduvigis. La músi-
ca campestre acompaña esta escena muda. En se-
guida, al finalizar, Berta se adelanta en medio de
todos.)
BERTA.- ¡Compatricios y confederados! Admitid
en vuestra alianza a la primera mujer feliz que ha
encontrado amparo en la tierra de la libertad. En
vuestras manos esforzadas pongo yo mis derechos:
¿queréis protegerme como a vuestra conciudadana?
LOS CAMPESINOS.- Lo haremos así a costa de
nuestros bienes y de nuestra vida.
BERTA.- ¡Bien! Yo, la suiza libre, doy mi mano a
este joven, también hombre libre.
RUDENZ.- Y yo declaro libres a todos mis siervos.


(La música comienza de nuevo. Cae el telón.)