27/10/16

Anton Chejov El aniversario

 Resultado de imagen para banquero antiguo caricatura
Anton Chejov
El aniversario

PERSONAJES
ANDREI ANDREEVICH SCHIPUCHIN Director de la banca Sociedad Mutual de Crédito de N... Hombre relativamente joven y con monóculo.
TATIANA ALEKSEEVNA Su mujer: de veinticinco años.
Kusma Nikolaich  JIRIN  Contable en el Banco. Un viejo.
NASTASIA FEDOROVNA MERCHUTKINA Vieja vestida con un salop.
Los directivos del Banco.
Los empleados del mismo.
La acción tiene lugar en el local de la Mutual de Crédito, de N

Acto único
Despacho del director. A la izquierda, una puerta abre sobre las salas de empleados. Hay dos mesas de escritorio. En el  aderezo de la estancia se aprecian pretensiones a un lujo refinado: muebles tapizados de terciopelo, flores, estatuas,  alfombras, teléfono... Es el mediodía.

En la escena, y calzado con unos «valenkii» (1), está solo JIRIN

JIRIN. -(A gritos, y asomando la cabeza por la puerta.) ¡Diga que compren en la farmacia quince «kopeikas» de gotas de valeriana y que traigan también al despacho del director agua fresca!... ¡Hay que decírselo cien veces! (Yendo hacia la  mesa.) ¡Estoy rendido completamente!... ¡Ya son tres días y tres noches las que llevo escribiendo, y sin pegar los ojos!...
¡La mañana y la tarde me las paso aquí, escribe que te escribe, y la noche, tosiendo en casa!... (Tose.) ¡Y ahora, por añadidura, siento todo el cuerpo congestionado!... ¡Tengo temblor..., calor..., tos..., dolor de piernas y como unas chispas en los ojos!... (Se sienta.) Nuestro director..., ese granuja..., ese  pamplinoso..., se dispone a leer hoy en la junta la Memoria de este título: «Nuestro Banco en el presente y en el porvenir»... ¡Vaya Gambetta que está hecho!... Dos...,  uno..., uno..., seis..., cero..., siete... ¡Lo que quiere... (seis..., cero..., uno..., seis...) es echar polvo a los ojos mientras yo  tengo que estarme aquí sentado, trabajando para él como un presidiario!... ¡En su Memoria no hace más que poesía..., y yo  mientras..., que le lleve el diablo, trabaja que te trabaja en el ábaco!... (Haciendo chasquear este.) ¡No le puedo sufrir!...  (Escribiendo.) ¿Entonces era?... uno..., tres..., siete..., dos..., uno..., cero... Prometió recompensarme por mi trabajo... Prometió que si hoy transcurría todo bien y lograba embaucar al público, me daría un dije de oro y trescientos rublos en metálico... Veremos si es verdad... (Escribe.) Eso sí..., si resulta que he estado trabajando en balde..., no te enfades, hermano, entonces... Soy un hombre colérico, y cuando me acaloro..., sería capaz de llegar hasta el crimen... ¡Sí!... (De detrás del escenario llega el sonido de unos aplausos Y un ligero barullo.)
LA VOZ DE SCHIPUCHIN. -«¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Estoy emocionado!»... (Entra SCHIPUCHIN. Viene vestido de frac y corbata blanca, y sostiene entre las manos el álbum que acaba de serle ofrecido.) SCHIPUCHIN. (Deteniéndose en el umbral y dirigiéndose a la sala de empleados.) ¡Este obsequio suyo, queridos subordinados, será conservado por mí hasta la misma muerte y constituirá el recuerdo de los días más felices de mi vida!... ¡Sí..., muy señores míos!... ¡Una vez más les doy las gracias! (Envía un beso ante sí y se vuelve hacia JIRIN.) ¡Mi querido..., mi apreciadísimo Kusma Nikolaevich!... (Durante el tiempo que permanece en el escenario, entran, de cuando en cuando, empleados con papeles para la firma.)
JIRIN. (Levantándose.) Tengo el honor de felicitarle, Andrei Andreevich, en el decimoquinto aniversario de la fundación de nuestro Banco y de desearle...
SCHIPUCHIN. -(Estrechándole fuertemente la mano.) ¡Gracias, querido mío... ¡Gracias!... ¡En un día tan célebre como el de hoy, en el día del aniversario, creo que podemos besarnos! (Se besan.) ¡Estoy muy, muy contento! ¡Gracias por su  trabajo! ¡Gracias por todo! ¡Por todo!... ¡Si mientras tuve el honor de ocupar la dirección de este Banco hice algo útil, se  lo debo, principalmente, a mis compañeros!... ¡Sí!... ¡Son quince años! ¡Quince años!... (En tono vivo.) Y mi Memoria..., ¿qué tal va? ¿Sigue adelantando?
JIRIN. -Sí. Solo faltan ya unas cinco páginas.
SCHIPUCHIN. ¡Magnífico! ¿Estará, entonces, preparada a eso de las tres?...
JIRIN. -Si no viene nadie a molestar, la terminaré, en efecto. Lo que queda es ya una insignificancia.
SCHIPUCHIN. -¡Magnífico! ¡Magnífico!... ¡La junta es a las cuatro, así que, por favor, querido!... ¿A ver?... Déme la  primera mitad, que voy a repasarla... Démela pronto... En esta Memoria tengo puestas grandes esperanzas. (Cogiéndola.)
Es mi «professión de foi» o, mejor dicho, «mis fuegos artificiales»... (Se sienta y empieza a leer para sí.) A todo esto, me  siento terriblemente cansado. Anoche me dio un ataque de gota, y después tuve que pasarme todo la mañana de aquí para allá, ocupado en una porción de cosas. Luego, el nerviosismo..., las ovaciones..., la agitación... ¡Estoy fatigado!
JIRIN. -Dos..., cero..., cero..., tres..., nueve..., dos..., cero... Esta cantidad de cifras me nubla los ojos. Tres..., uno..., seis...,  cuatro..., uno..., cinco... (Hace chasquear el ábaco.)
SCHIPUCHIN. -¡También otra contrariedad!... Hoy por la mañana vino a verme su señora y volvió a quejarse de usted...
Me dijo que ayer, anochecido, estuvo usted persiguiendo a ella y a su cuñada con un cuchillo... ¡Kusma Nikolaich! ¡Esto  ya es demasiado!
JIRIN.- (En tono severo.) Me atrevo, Andrei Andreich, teniendo en cuenta el aniversario, a dirigirme a usted con un ruego. Le pido, aunque solo sea en atención a mi trabajo de presidiario, que no se mezcle en mi vida familiar. ¡Se lo ruego!
SCHIPUCHIN. (Suspirando.) ¡Qué carácter tan insoportable el suyo, Kusma Nikolaich!... ¡Es usted una persona excelente..., respetable..., pero con las mujeres se comporta usted como un «Jack»!... ¡Es verdad!... ¡No comprendo por  qué les tiene usted ese odio!...
JIRIN. -¡Y yo no comprendo por qué usted las quiere tanto! (Pausa.)
SCHIPUCHIN. -Los empleados acaban de obsequiarme con un álbum, y la directiva del Banco, según he oído decir,  piensa ofrecerme un pergamino y un jarrón de plata... (Jugando con el monóculo.) No está mal... No está de más... Para el  prestigio del Banco, qué diablo, es necesaria cierta pompa... Aquí es usted uno de los nuestros, y es natural que lo sepa  todo... Este pergamino ha sido compuesto por mí..., como igualmente he sido yo quien compró el jarrón de plata...
También la encuadernación del pergamino costó cuarenta y cinco rublos; pero, sin embargo, son cosas de las que no se  puede prescindir... A ellos solos no se les hubiera ocurrido. (Mirando a su alrededor.) Pues ¿y el aderezo de este  despacho?... Todos dicen que soy mezquino..., que me basta con que reluzcan las cerraduras de las puertas, con que los  empleados lleven corbatas a la moda y con que a la entrada haya un portero gordo... ¡Pues no, señores míos!... ¡Ni el brillo  de las cerraduras de las puertas ni el portero gordo son pequeñeces!... En mi casa puedo ser un modesto burgués. Comer y dormir como los cerdos, emborracharme...
JIRIN. -Le ruego suprima las indirectas.
SCHIPUCHIN. -No estoy diciendo ninguna indirecta... ¡Qué carácter más insoportable tiene usted!... Pues, como le iba  diciendo...; en mi casa puedo ser un modesto burgués y obedecer a mis costumbres, pero aquí todo tiene que ser «en  grand»... ¡Esto es un Banco!... ¡Aquí el menor detalle tiene que imponer!... ¡Que tener, digamos, un aspecto solemne!
(Recogiendo del suelo un papelito y tirándolo a la chimenea.) Mi mérito está, precisamente, en haber elevado a gran altura el prestigio del Banco... El «tono» es asunto de suma importancia. (Examinando a JIRIN) ¡Querido mío!... ¡De un momento a otro puede presentarse aquí la Comisión de Directivos, y usted ahí, con los «valenkii» puestos, esa bufanda y esa americana de no se sabe qué color!... ¡Podía haberse vestido de frac o, por lo menos, llevar una levita negra!
JIRIN. -Para mí la salud es más preciosa que todos sus dirigentes bancarios. Tengo el cuerpo congestionado.
SCHIPUCHIN. -(Agitado.) Pero ¡convenga usted en que introduce usted un desorden! ¡En que altera usted el conjunto!
JIRIN. -Si viene la Comisión, puedo esconderme... ¡Valiente cosa! (Escribiendo.) Siete..., uno..., siete..., dos..., uno.., cinco..., cero. Tampoco a mí me gusta el desorden... Siete..., dos..., nueve... (Haciendo chasquear el ábaco.) ¡Aborrezco el desorden!... ¡Qué bien haría usted no invitando al banquete de hoy a las señoras!
SCHIPUCHIN. -¡Qué tonterías!
JIRIN. -Ya sé que para que resulte más «chic», llenará usted de ellas el salón... Pero ¡cuidado!... ¡Podrían estropearlo  todo!... De ellas no puede esperarse más que daño y desorden.
SCHIPUCHIN. -¡Todo lo contrario!... La presencia de las mujeres eleva el espíritu.
JIRIN. -¡Sí!, ¿eh?... Su esposa es una mujer instruida y, sin embargo, el lunes pasado dijo una cosa que me tuvo perplejo  dos días... De pronto, y en presencia de extraños, pregunta: «¿Es verdad que mi marido compró muchas de las acciones  del Banco Driajsko-Priajskii, que bajaron en la Bolsa?... ¡Mi marido..., ay..., está tan preocupado!»... Y todo delante de extraños... No comprendo por qué se confía usted tanto de ella... ¿Quiere ir a parar a los tribunales?
SCHIPUCHIN. -¡Bueno, basta ya!... ¡Todo eso en un día de aniversario es demasiado sombrío!... A propósito... Me lo ha recordado usted. (Consultando el reloj.) Mi cónyuge está para llegar. En realidad, debería haber ido a la estación a esperarla, pobrecilla; pero no tengo tiempo, y me encuentro cansado. A decir verdad, no me pone muy contento su venida.
Quiero decir... Me alegro, sí, de que venga; pero me sería más agradable que se hubiera quedado con su madre un par de días más. Me exigirá que pase con ella esta tarde, cuando hoy, precisamente, teníamos organizada, para después de comer, una pequeña excursión. (Estremeciéndose.) ¡Vaya!... ¡Ya me empieza el temblor nervioso!... ¡Tengo los nervios en tal tensión que diríase les basta la menor tontería para echarse a llorar!... ¡No!... ¡Hay que ser fuerte! (Entra TATIANA ALEKSEEVNA cubierta con un «waterproof» y llevando un saquillo de viaje colgado al hombro.) ¡Mira! ¡Si antes lo digo, antes aparece!
TATIANA ALEKSEEVNA -¡Querido! (Corre hacia su esposo. Largo beso.)
SCHIPUCHIN. -Estábamos, precisamente, hablando de ti. (Consulta el reloj.)
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Con el aliento entrecortado.) ¿Triste sin mí? ¿Bien de salud? Yo todavía no he estado en casa. Me he venido aquí directamente de la estación. ¡Tengo muchas, muchas cosas que contarte! ¡No tengo paciencia para esperar!... No me quito nada, porque vengo sólo por un minuto. (A JIRIN.) ¡Buenos días, Kusma Nikolaich! (A su marido.) ¿Y por casa? ¿Va todo bien?
SCHIPUCHIN. -Todo. En esta semana has engordado... Te has puesto más guapa. Bueno, ¿y qué tal viaje has hecho?
TATIANA ALEKSEEVNA. Magnífico. Mamá y Katia te mandan recuerdos... Vasilii Andreich me encargó te diera un beso... (Le besa.) La tía te envía un tarro de mermelada..., y todos están enfadados porque no les escribes. También Sina me encargó que te diera un beso. (Vuelve a besarle.) ¡Ay, si supieras lo que ha pasado!... ¡Lo que ha pasado!... ¡Hasta me da miedo contártelo!... ¡Ay, lo que ha pasado!... Pero ¡bueno, veo por tus ojos que no te alegra verme!...
SCHIPUCHIN. -¡Todo lo contrario, querida! (La besa. JIRIN tose con enfado.)
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Suspirando.) ¡Ah!... ¡Pobre Katia!... ¡Pobre Katia!... ¡Me da tanta lástima!... ¡Tanta lástima!...
SCHIPUCHIN. -Hoy, querida, celebramos aquí el aniversario... La Comisión de la Directiva va a entrar de un momento a otro, y tú estás sin vestir...
TATIANA ALEKSEEVNA. -¡Es verdad!... ¡El aniversario!... Les felicito, señores... Les deseo... ¿Entonces hoy habrá junta... y comida?... ¡Eso me gusta!... ¿Y aquella maravillosa Memoria..., recuerdas..., que tardaste tanto en escribir para la Directiva del Banco?... ¿Van a leértela hoy? (JIRIN tose con enfado.)
SCHIPUCHIN. -(Azarado.) ¡Querida! ¡De eso no hay que hablar!... ¿Verdad?... ¿No sería mejor que te fueras a casa?
TATIANA ALEKSEEVNA. Ahora mismo. Ahora mismo... En un momento te lo cuento todo y me marcho... Te lo contaré todo desde el principio hasta el fin. Pues verás... Recordarás que cuando me acompañaste me senté junto a aquella  señora gorda y me puse a leer... No me gusta entablar conversaciones en el departamento del tren... Ya llevábamos  pasadas tres estaciones, y yo seguía leyendo sin haber cruzado una palabra con nadie... Sin embargo, al llegar el  anochecer, empezaron a dar vueltas en mi cabeza unos pensamientos ¡tan sombríos!... Frente a mí iba sentado un  muchacho de bastante buen aspecto... Un moreno bastante guapo... El caso es que nos pusimos a charlar...; después se nos  acercó un marino..., luego un estudiante... Yo les dije que no estaba casada..., ¡y qué galantería la de todos ellos!...
Estuvimos charla que te charla hasta la misma medianoche... El moreno contaba unos chistes graciosísimos, y el marino se pasó todo el tiempo cantando... De tanto como reí, llegó a dolerme el pecho... Y cuando el marino se enteró, casualmente... (¡ay, esos marinos!), de que me llamaba Tatiana...,,sabes lo que empezó a cantarme?... (Canturreando con voz de bajo.) « ¡Oneguin, no voy a ocultarlo!... ¡Amo locamente a Tatiana!» (2). (Ríe. JIRIN tose con enfado.)
SCHIPUCHIN. -Con todo esto, Taniuscha, estamos molestando a Kusma Nikolaich. Vete a casa, querida.. Más tarde...
TATIANA ALEKSEEVNA. -¡Qué más da! ¡Qué más da!... ¡Que lo oiga él también! ¡Es muy interesante! ¡Ahora mismo acabo!... Pues verás... En la estación, donde había ido a esperarme Serioja, estaba también un muchacho..., parece ser que un inspector... Bastante bien..., guapito... Sobre todo, con bonitos ojos... Serioja me lo presentó y salimos juntos los tres.
El tiempo era espléndido...
UNAS VOCES DETRÁS DEL ESCENARIO. -«¡No se puede! ¡No se puede!... ¿Qué desea usted?»... (Entra MERCHUTKINA.) MERCHUTKINA. -(En el umbral de la puerta y forcejeando con alguien.) ¿Por qué me sujetáis?... ¡Vaya!... ¡Tengo que hablarle hoy mismo!... (Entrando y dirigiéndose a SCHIPUCHIN.) ¿Tengo el honor, excelencia?... Nastasia Fedorovna Merchutkina..., esposa del Secretario Regional.
SCHIPUCHIN. -¿En qué puedo servirla?
MERCHUTKINA. Verá usted, excelencia. Mi marido, el Secretario Regional, Merchutkin, está hace cinco meses enfermo... Pues bien, mientras estaba en casa, siguiendo un tratamiento, le retiraron, sin motivo alguno... Y cuando yo, excelencia, fui a cobrar su sueldo, van ellos y me descuentan veinticuatro rubios con treinta y seis «kopeikas»... ¿Por qué razón?, me pregunto yo. ¡Porque cogía de la caja colectiva, me contestaron, y eran los demás compañeros los que tenían que responder por él!... ¿Y cómo puede ser eso?... ¿Cómo iba él a coger nada sin mi consentimiento?... ¡Eso es imposible,
excelencia!... ¡Soy una pobre mujer! ¡No como más que de lo que saco con mis huéspedes!... ¡Soy débil! ¡Estoy indefensa! ¡No recibo más que ofensas, y no oigo una buena palabra de nadie!
SCHIPUCHIN. -¿Me permite? (Coge la solicitud y, siempre de pie, la recorre con los ojos.)
TATIANA ALEKSEEVNA. -(A JIRIN.) Pero que tengo que contarlo desde el principio. La semana pasada recibo un buen día carta de mamá... En ella me dice que un tal Grendilevskii ha pedido la mano de mi hermana Katia... Parece ser que se trata de un muchacho excelente, modesto, pero carente de medios económicos y sin situación definida... Para mayor desdicha, figúrese que también Katia se había enamorado de él... ¿Qué hacer en un caso así?... Por eso me escribía mamá..., para que yo, sin pérdida de tiempo, viniera aquí a influir sobre Katia...
JIRIN. -(En tono severo.) Perdone, pero me ha hecho confundirme... ¡Mamá..., Katia!... ¡Me ha hecho confundirme y ya no comprendo nada!
TATIANA ALEKSEEVNA -¡Pues sí que importa la cosa! ¡Cuando una señora le habla, debe usted escucharla!... ¿Por qué tiene hoy tan mal humor? ¿Está usted enamorado? (Ríe.)
SCHIPUCHIN. -(A MERCHUTKINA.) Pero ¿qué es todo esto?... No entiendo en absoluto.
TATIANA ALEKSEEVNA. ¿Conque está usted enamorado?... ¡Ah..., ya se le ha subido el pavo!
SCHIPUCHIN. -(A su mujer.) ¡Taniuscha! ¡Querida!... ¡Sal un momento al pasillo! En seguida voy.
TATIANA ALEKSEEVNA. -¡Bueno!... (Sale.)
SCHIPUCHIN. -No entiendo nada de esto... Usted, señora, viene aquí equivocada... Esta solicitud, por lo que se deduce de su contenido, no nos corresponde a nosotros. Tenga la bondad de dirigirse a la institución donde trabajaba su marido.
MERCHUTKINA. -Mire, padrecito... He ido ya a cinco sitios y en ninguno me la han querido siquiera aceptar. Tenía ya perdida la cabeza cuando Boris Matveich, mi yerno, me aconsejó que viniera a verle a usted... «Tiene usted, mamaíta -me dijo- que dirigirse al señor Schipuchin. Es una persona de mucha influencia y podrá arreglárselo todo...» ¡Ayúdeme, excelencia!
SCHIPUCHIN. -Nosotros, señora Merchutkina, no podemos hacer nada por usted. ¡Compréndalo!... Su marido, por lo que he podido deducir, trabajaba en una institución médico-militar..., mientras que la nuestra es de carácter particular..., comercial... Esto es un Banco... ¿Cómo va, a ser posible que no lo comprenda?
MERCHUTKINA. -Excelencia... Tengo un certificado del médico que demuestra que mi marido estaba enfermo. Aquí lo tiene. Sírvase leerlo.
SCHIPUCHIN. (Ligeramente irritado.) Magnífico... Lo creo, pero le repito que este asunto no tiene la menor relación con nosotros. (Tras el escenario resuena la risa de TATIANA ALEKSEEVNA; luego, otra masculina. Con una ojeada a la puerta.) ¡Ya está ahí molestando a los empleados! (A MERCHUTKINA.) ¡Resulta extraño y hasta ridículo! ¿Será posible
que su marido no sepa a quien tiene que dirigirse?
MERCHUTKINA. ¡Él no sabe nada, excelencia!... No hace más que decirme: « ¡Estas cosas a ti no te importan! ¡Largo de aquí!...» Y se acabó...
SCHIPUCHIN. -Le repito, señora, que su marido estaba empleado en una institución médico-militar..., y que esto es un Banco..., una empresa privada..., comercial...
MERCHUTKINA. -No digo que no...; no digo que no... Le comprendo, padrecito... Pero ¡en ese caso, excelencia, mande que me paguen por lo menos quince rublos!... ¡Me conformo con no cobrarlo todo de una vez!
SCHIPUCHIN. -(Suspirando.) ¡Uf!...
JIRIN. -Andrei Andreich... Así no terminaré nunca la Memoria.
SCHIPUCHIN. -Ahora mismo. (A MERCHUTKINA.) ¡Es imposible hacerle a usted comprender!... ¡Entienda de una vez que dirigirse a nosotros con una solicitud de ese género es tan impropio como, por ejemplo, presentar una demanda de divorcio en una farmacia! (Se oyen unos golpecitos en la puerta, y después la voz de TATIANA ALEKSEEVNA diciendo: «¿Se puede entrar?»... SCHIPUCHIN alza la voz.) ¡Espera, querida!... ¡Ahora mismo!... (A MERCHUTKINA.)
A usted, señora, no le han pagado, pero nosotros celebramos hoy aquí un aniversario y estamos ocupados... De un momento a otro puede entrar alguien...
MERCHUTKINA. -¡Tenga compasión de mí, pobre huérfana!... ¡Excelencia!... ¡Soy una mujer débil..., indefensa!... ¡Me faltan las fuerzas!... ¡Todo lo tengo que hacer yo!... ¡Los juicios con los huéspedes, los asuntos de mi marido y de mi casa..., y ahora, para colmo, mi yerno está sin trabajo!
SCHIPUCHIN. -Señora Merchutkina... ¡Yo!... No, perdón... ¡No puedo seguir hablando con usted!... ¡Hasta la cabeza me da vueltas!... ¡Nos molesta usted y pierde el tiempo en balde!... (Aparte y suspirando.) ¡Vaya zoquete!... (A JIRIN.)
¡Kusma Nikolaich! ¡Explíqueselo, por favor, a la señora Merchutkina!... (Hace un gesto de impaciencia y entra en la sala de empleados.)  
JIRIN. -(En tono severo.) ¿Qué se le ofrece?
MERCHUTKINA. -¡Soy una mujer débil..., indefensa!... ¡Quizá parezca fuerte, pero, si se me mira detenidamente, se verá que no hay en mí un tendoncito sano! Apenas si me sostienen los pies. ¡He perdido el apetito! ¡Hoy me he bebido el café sin pizca de ganas!
JIRIN. -Le estoy preguntando que qué se le ofrece, señora.
MERCHUTKINA. ¡Mande, padrecito, que me paguen quince rublos!... ¡El resto, si quieren, pueden dármelo aunque sea dentro de un mes!
JIRIN. -Ya se le ha dicho a usted con toda claridad que esto es un Banco.
MERCHUTKINA. -Así será... Así será... Pero, si es necesario, puedo presentar un certificado del médico.
JIRIN. -¿Eso que lleva usted sobre los hombros, es una cabeza o qué?
MERCHUTKINA. -¡Lo que yo le pido, querido, es conforme a la ley!... ¡No quiero nada de nadie!
JIRIN. -Yo le pregunto: «Madame»..., ¿eso que lleva usted sobre los hombros, es o no es una cabeza?... ¡Qué diablos! ¡No tengo el tiempo para perderlo hablando con usted! ¡Estoy ocupado! (Señalando a la puerta.) ¡Tenga la bondad!...
MERCHUTKINA. -(Asombrada.) Y del dinero..., ¿qué?                       
JIRIN. -¡En una palabra: que lo que lleva sobre los hombros no es una cabeza, sino... (Dando con el dedo unos golpecitos en la mesa y llevándoselo después a la frente) esto!
MERCHUTKINA. -(Ofendida.) ¿Cómo?... ¡Vaya!... ¡Eso se lo haces, si quieres, a tu mujer!... ¡Yo soy la esposa de un Secretario Regional..., conque cuidado conmigo!...
JIRIN. (Acalorándose y con voz contenida.) ¡Fuera de aquí!
MERCHUTKINA. ¡Ojo! ¡Mira bien lo que haces!
JIRIN. -(Con voz estrangulada.) ¡Si no sales en este mismo instante, mandaré llamar al portero!... ¡Fuera!.. (Patalea.)
MIRCHUTKINA. -¡Nada, nada!... ¿Crees, acaso, que te tengo miedo?... ¡Valiente mamarracho!
JIRIN. -¡Me parece no haber conocido en toda la vida ser más repugnante!... ¡Uf!... ¡Si hasta se me ha subido la sangre a la cabeza!... (Con respiración fatigosa.) ¡Otra vez te lo digo!... ¿Me oyes?... ¡Si no te marchas de aquí, vieja chocha..., te haré polvo!... ¡Tengo tal carácter, que podría llegar a dejarte inválida para toda la vida!... ¡Podría cometer un crimen!
MERCHUTKINA. ¡Se te va la fuerza por la boca! ¡No te tengo miedo!... ¡Así que no he visto a otros como tú!
JIRIN. -(Con desesperación.) ¡No puedo soportar su presencia!... ¡Me encuentro mal!... ¡No puedo!... (Dirigiéndose a la mesa, se sienta ante ella.) ¡Han dejado que el Banco se llenara de mujeres y ya no hay manera de escribir la Memoria!... ¡Me es imposible!...
MERCHUTKINA. -¡No pido nada que no me pertenezca!... ¡Lo que pido es mío según la ley!... ¡Valiente desvergonzado!... ¡Estar dentro de una oficina y con los «valenkii» puestos!... ¡Mujik!... (Entran SCHIPUCHIN y TATIANA ALEKSEEVNA.)
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Que viene siguiendo a su marido.) Fuimos a la fiesta de Berejnitzkii... Katia llevaba un vestido de «foulard» azul celeste, adornado de encaje fino y con el cuellecito descubierto. Le sentaba muy bien el peinado alto que yo misma le hice. ¡Después de peinada y de vestida, estaba hecha un encanto!...
SCHIPUCHIN. (Ya con jaqueca.) ¡Sí, sí!... ¡Un encanto!... ¡Pueden entrar de un momento a otro!...
MERCHUTKINA. -¡Excelencia!...
SCHIPUCHIN. -(Con voz apagada.) ¿Qué hay? ¿Qué desea?
MERCHUTKINA. -¡Excelencia! (Señalando a JIRIN con el dedo.) ¡A ese que se pegaba en la frente y daba luego en la mesa, le había mandado usted que arreglara mi asunto y lo que hace es burlarse de mí!... ¡Soy una mujer débil..., indefensa!...
SCHIPUCHIN. -¡Bien, señora!... ¡Yo lo resolveré!... ¡Haré las gestiones necesarias; pero váyase! ¡Después!... (Aparte.) Siento venir el ataque de gota.
JIRIN. -(Acercándose a SCHIPUCHIN y bajando la voz.) Andrei Andreich... Mande a buscar al portero y que la eche. ¡Es ya inaguantable!
SCHIPUCHIN. -(Asustado.) ¡No, no!... ¡Se pondrá a chillar, y esta casa tiene muchos pisos!
MERCHUTKINA. -¡Excelencia!
JIRIN. -(Con voz llorosa.) Pero ¡yo tengo que escribir la Memoria! ¡No me quedará tiempo! (Volviendo a la mesa.) ¡No puedo más!
MERCHUTKINA. -¡Excelencia!... ¿Cuándo voy a cobrar entonces el dinero?... ¡Lo necesito hoy!
SCHIPUCHIN. -(Indignado.) ¡Qué mujer más vil! (A ella en tono suave.) Señora... ¡Ya le he dicho que esto es un Banco..., una institución de carácter privado..., comercial!...
MERCHUTKINA. -¡Hágame la merced, excelencia!... ¡Sea un padre para mí!... ¡Si no basta el certificado médico, puedo darle también el de la comisaría!... ¡Mande que me paguen el dinero!
SCHIPUCHIN. -(Con un fatigoso suspiro.) ¡Uf!
TATIANA ALEKSEEVNA. -(A MERCHUTKINA.) ¡Abuela!... ¡Le están diciendo que molesta!... ¡Qué especial es usted!
MERCHUTKINA. -¡Bonita mía! ¡No tengo a nadie que pueda ayudarme en mis gestiones!... ¡Lo de que como y bebo es solo un decir!... ¡Hoy me he bebido el café sin pizca de ganas!
SCHIPUCHIN. (Agotado, a MERCHUTKINA.) ¿Cuánto quiere usted que le den?
MERCHUTKINA. -Veinticuatro rublos con treinta y seis «kopeikas».
SCHIPUCHIN. -Bien... (Sacando veinticinco rublos de la cartera y entregándoselos.) Aquí tiene usted veinticinco... ¡Cójalos y márchese! (JIRIN tose, enfadado.)
MERCHUTKINA. -¡Tantas gracias, excelencia! (Se guarda el dinero.)
TATIANA ALEKSEEVNA. (Sentándose junto a su marido.) A todo esto, ya es hora de que me vaya a casa. (Mirando el reloj.) Sólo que todavía no he terminado. Acabo en un momento y me voy... ¡Ay, lo que pasó!... ¡Lo que pasó!... Fuimos, como te decía, a la fiesta de Berenjnitzkii... Estaba bastante bien..., animada..., aunque nada de particular. Naturalmente, uno de los presentes era Grendilevskii, el suspirante de Katia... Pues bien..., yo ya había hablado con ella, habíamos llorado juntas y la había convencido, por lo que, precisamente, en esa fiesta habló con Grendilevskii y le rechazó... Pero, ¡imagínate!... ¡Piensa!... ¡Todo se había arreglado lo mejor posible!... Tranquilizada mamá y salvada Katia, yo también podía estar tranquila..., pero, ¿qué crees?... Momentos antes de la cena, cuando me paseaba con Katia por la alameda..., de pronto... (Excitándose), oímos un tiro... ¡No!... ¡No puedo hablar de esto con sangre fría!... (Abanicándose con el pañuelo.) ¡No..., no puedo!...
SCHIPUCHIN. -(Suspirando.) ¡Uf!
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Llorando.) ¡Corremos hacia el cenador y allí..., allí..., encontramos al pobre Grendilevskii, tendido en el suelo y con una pistola en la mano!...
SCHIPUCHIN. -¡No!... ¡No lo puedo soportar! (A MERCHUTKINA.) ¿Qué más quiere usted?
MERCHUTKINA. -¿No sería posible, excelencia, que usted gestionase el que mi marido ingresara otra vez en su trabajo?
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Llorando.) ¡Se había disparado justamente al corazón! ¡Aquí!... ¡El pobre cayó al suelo sin conocimiento!... ¡Katia se asustó muchísimo!... ¡Estaba allí tendido y pidiendo que llamaran al médico!... Éste vino pronto y salvó al infeliz...
MERCHUTKINA. -¡Excelencia!... ¿Podrá mi marido volver a ocupar su puesto?
SCHIPUCHIN. -¡No!... ¡No lo podré soportar!... (Llorando.) ¡No lo podré soportar! (Tendiendo los brazos a JIRIN con gesto desesperado.) ¡Échela de aquí! ¡Échela..., se lo suplico!   
JIRIN. -(Avanzando hacia TATIANA ALEKSEEVNA.) ¡Fuera!
SCHIPUCHIN. -¡No!... ¡A esa no!... ¡A esta!... ¡A esta horrible mujer! (Señalando a MERCHUTKINA.) ¡A esta!
JIRIN. -(Sin comprender, a TATIANA ALEKSEEVNA.) ¡Fuera de aquí!
TATIANA ALEKSEEVNA. -¿Cómo?... Pero ¿qué le pasa? ¿Se ha vuelto usted loco?
SCHIPUCHIN. -¡Esto es terrible! ¡Soy un desgraciado!... ¡Échela! ¡Échela!
JIRIN. -(A TATIANA ALEKSEEVNA.) ¡Resultarás tullida! ¡Te haré trizas! ¡Cometeré un crimen!
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Corriendo a escapar del alcance de JIRIN, que la persigue.) ¿Cómo se atreve?... ¡Qué frescura!... (Gritando.) ¡Andrei! ¡Sálvame! ¡Andrei!... (Lanza un chillido.)
SCHIPUCHIN. -(Corriendo a su vez tras ellos.) ¡Paren! ¡Se lo suplico! ¡Silencio! ¡Tengan compasión de mí!
JIRIN. -(Emprendiéndola contra MERCHUTKINA.) ¡Fuera de aquí! ¡Cogedla! ¡Sacudidla!
SCHIPUCHIN. -(Gritando.) ¡Basta ya! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!
MERCHUTKINA. -¡Ay de mí! ¡Socorro! (Lanza un chillido.)
TATIANA ALEKSEEVNA. -(Gritando.) ¡Auxilio! ¡Auxilio!... ¡Ay!... ¡Me desmayo! (De un salto se sube a una silla, cayendo luego en el diván, donde permanece gimiendo, como víctima de un desvanecimiento.)
JIRIN. -(Persiguiendo a MERCHUTKINA.) ¡Pegadla! Zurradla!...
MERCHUTKINA. ¡Ay de mí!... ¡Se me nubla la vista!... ¡Ay!... (Cae en brazos de SCHIPUCHIN. Se oyen unos golpecitos dados contra la puerta y una voz que, detrás del escenario, anuncia: «¡La Comisión!»)
SCHIPUCHIN. -¡La Comisión!... ¡La reputación!... ¡La ocupación!...                    
JIRIN. -(Pataleando.) ¡Diablos! ¡Fuera de aquí! (Remangándose.) ¡Que me la traigan! ¡Soy capaz de llegar al crimen!
(Entra en la estancia la Comisión, compuesta por cinco individuos, todos vestidos de frac. Uno de ellos sostiene en las manos un pergamino encuadernado en terciopelo y otro un jarrón. Por la puerta de la sala inmediata asoman los empleados. TATIANA ALEKSEEVNA está echada sobre el diván. MERCHUTKINA descansa en los brazos de SCHIPUCHIN. Ambas exhalan ligeros gemidos.)
UNO DE LOS DIRECTIVOS. -(Comenzando a leer en voz alta.) «¡Estirnado y querido Andrei Andreevich!... ¡Echando una ojeada retrospectiva sobre el pasado de nuestra empresa financiera y recorriendo con la mente la historia de su paulatino desarrollo, recogemos una impresión sumamente satisfactoria!... ¡Cierto que en sus primeros tiempos de existencia, la modesta cuantía de su capital básico, la carencia de operaciones de importancia y lo indeterminado también de sus fines..., ponían sobre el tapete la interrogación de «Hamlet»...«Ser o no ser»!... ¡Hubo un tiempo, inclusive, en el que se alzaron voces en pro del cierre del Banco!... ¡He aquí, sin embargo, que viene usted a colocarse a la cabeza de la empresa!... ¡Sus conocimientos, su energía y su peculiar tacto fueron para ella causa de éxito extraordinario y de raro florecimiento!... ¡La reputación del Banco!... (Tosiendo.) ¡La reputación del Banco!...
MERCHUTKINA. (Entre gemidos.) ¡Ay!...
TATIANA ALEKSEEVNA. ¡Agua!
EL DIRECTIVO. (Prosiguiendo la lectura.) «¡La reputación!... (Tosiendo.) ¡La reputación del Banco ha sido elevada por usted a tal altura, que hoy en día nuestra empresa está en condiciones de competir con las mejores del extranjero!...»
SCHIPUCHIN. La comisión... La reputación... La ocupación... «Una vez... sostenían dos amigos, andando al anochecer, muy seria conversación» (3)... «¡No digas que está mi juventud perdida!... ¡Deshecha por mis celos!»...
EL DIRECTIVO. (Prosiguiendo, azarado.) ¡Después!... ¡Fijando en el presente una mirada objetiva..., nosotros..., estimado y querido Andrei Andreevich!... (Con voz que se apaga.) En ese caso..., volveremos más tarde... Mejor será que volvamos más tarde...



 (Salen todos, presas de azaramiento. Telón.) 

LA INTRUSA MAURICE MAETERLINCK

LA INTRUSA
Maurice Maeterlinck


 Resultado de imagen para espectro fantasmal




PERSONAJES

el abuelo. (Es ciego.)
el padre.
el tío.
las tres hijas.
la hermana de la caridad.
la criada.
La acción se desarrolla en los tiempos modernos.


ACTO ÚNICO

Sala bastante sombría en un antiguo castillo. Puerta a la derecha, puerta a la izquierda y puertecilla disimulada en un ángulo. En el fondo, ventanas con vidrieras de colores, en las cuales domina el verde, y una puerta de cristales que abre sobre una terraza. Gran reloj flamenco en un rincón. Lámpara encendida.

las tres hijas. —Ven aquí, abuelo; siéntate bajo la lámpara.
el abuelo. —Me parece que hay poca luz aquí.
el padre. — ¿Vamos a la terraza o nos quedamos en esta habitación?
el tío. — ¿No valdría más quedarnos aquí? Ha llovido toda la semana, y estas noches son húmedas y frías.
la hija mayor. —Sin embargo, hay estrellas.
el tío. — ¡Oh! Las estrellas no quieren decir nada.
el abuelo. —Vale más que nos quedemos aquí. No se sabe lo que puede ocurrir.
el padre. —Ya no hay que tener inquietud. Ya no hay peligro; está salvada...
el abuelo. —Creo que no está bien...
el padre. —¿Por qué dice usted eso?
el abuelo. —He oído su voz.
el padre. —Los médicos aseguran que podemos estar tranquilos...
el tío. —De sobra sabes que a tu suegro le gusta intranquilizarnos inútilmente.
el abuelo. —Yo no veo como vosotros.
el tío. —Pues es preciso fiarse de los que ven. Esta tarde tenía muy buena cara. Duerme profundamente, y no vamos a envenenar la primera noche tranquila que el azar nos da... Me parece que tenemos derecho a descansar, y hasta a reír un poco, sin temor, esta noche.
el padre. —Es verdad; es la primera vez que me siento en mi casa, entre los míos, después de este parto terrible.
el tío. —En cuanto la enfermedad entra en una casa, parece que hay un extraño en la familia.
el padre. —Pero entonces también se ve que, fuera de la familia, no hay que contar con nadie.
el tío. —Tienes mucha razón.
el abuelo. —¿Por qué no he podido ver hoy a mi pobre hija?
el tío. —Ya sabe usted que el médico lo ha prohibido.
el abuelo. —No sé qué pensar...
el tío. —Es inútil que se inquiete usted.
el abuelo. —(Señalando la puerta de la izquierda.) ¿No puede oírnos?
el padre. —No hablaremos muy alto; además, la puerta es muy gruesa, y, además, la Hermana de la Caridad está con ella y nos avisaría si hiciéramos demasiado ruido.
el abuelo. —(Señalando la puerta de la derecha.) ¿No puede oírnos el niño?
el padre. —No, no.
el abuelo. —¿Duerme?
el padre. —Supongo que sí.
el abuelo. —Habría que ir a ver.
el tío. —Más me inquieta el niño que su hija de usted. Ya van varias semanas desde que nació, y apenas se ha movido; hasta ahora no ha llorado una sola vez; parece un niño de cera.
el abuelo. —Creo que será sordo, y acaso mudo... Esto traen los matrimonios consanguíneos... (Silencio reprobador.)
el padre. —Casi le tengo rencor por el mal que ha causado a su madre.
el tío. —Hay que ser razonable; no es culpa suya, ¡pobrecillo! ¿Está solo en esa habitación?
el padre. —Sí, el médico no quiere que esté en la habitación de su madre.
el tío. —Pero ¿la nodriza está con él?
el padre. —No; ha ido a descansar un momento; bien ganado lo tiene, después de estos días. Úrsula, ve a ver si duerme bien.
la hija mayor. —Sí, padre. (Las tres hijas se levantan y, cogidas de la mano, entran en la habitación de la derecha.)
el padre. —¿Sabéis a qué hora vendrá nuestra hermana?
el tío. —Creo que vendrá hacia las nueve.
el padre. —Son ya más de las nueve. Quisiera que viniese esta noche; mi mujer desea mucho verla.
el tío. —Es seguro que vendrá. ¿Es la primera vez que viene aquí?
el padre. —No ha entrado nunca en esta casa.
el tío. —Le es muy difícil dejar su convento.
el padre. — ¿Vendrá sola?
el tío. —Me figuro que la acompañará una de las monjas. No pueden salir solas.
el padre. —Ella es la superiora.
el tío. —La regla es igual para todas.
el abuelo. — ¿Ya no tenéis inquietud?
el tío. —¿Por qué vamos a tener inquietud? No hay que hablar más de eso. Ya no hay nada que temer.
el abuelo. —¿Tu hermana es mayor que tú?
el tío. —Es la mayor de todos.
el abuelo. —No sé qué me pasa; no estoy tranquilo. Quisiera que tu hermana estuviese aquí ya.
el tío. —Vendrá. Lo ha prometido.
el abuelo. —¡Quisiera que hubiese pasado ya esta noche! (Vuelven a entrar las tres hijas.)
el padre. —¿Duerme?
la hija mayor. —Sí, padre, profundamente.
el tío. —¿Qué vamos a hacer mientras esperamos?
el abuelo. —¿Mientras esperamos qué?
el tío. —Mientras esperamos a nuestra hermana.
el padre. —¿No ves venir a nadie, Úrsula?
la hija mayor. —(En la ventana.) No, padre.
el padre. —¿Y en la avenida? ¿Ves la avenida?
la hija. —Sí, padre; hay luna y veo la avenida hasta el bosque de cipreses.
el abuelo. —¿Y no ves a nadie?
la hija. —A nadie, abuelo.
el tío. — ¿Qué tiempo hace?
la hija. —Muy hermoso; ¿oís los ruiseñores?
el tío. —Sí, sí.
la hija. —Se levanta un poco de viento en la avenida.
el abuelo. —¿Un poco de viento en la avenida?
la hija. —Sí; los árboles tiemblan un poco.
el tío. —Es extraño que mi hermana no esté aquí ya.
el abuelo. —Ya no oigo los ruiseñores.
la hija. —Creo que ha entrado alguien en el jardín, abuelo.
el abuelo. —¿Quién es?
la hija. —No sé, no veo a nadie.
el tío. —Es que no hay nadie.
la hija. —Debe de haber alguien en el jardín; los ruiseñores se han callado de pronto.
el abuelo. —Sin embargo, no oigo andar.
la hija. —De seguro pasa alguien cerca del estanque, porque los cisnes tienen miedo.
otra hija. —Todos los peces del estanque se sumergen de pronto.
el padre. —¿No ves a nadie?
la hija. —A nadie, padre.
el padre. —Sin embargo, la luna debe de estar dando en el estanque.
la hija. —Sí; veo que los cisnes tienen miedo.
el tío. —Estoy seguro de que es mi hermana la que les asusta. Habrá entrado por la puerta pequeña.
el padre. —No me explico por qué no ladran los perros.
la hija. —Veo al perro en el fondo de la garita. ¡Los cisnes se van hacia la otra orilla!
el tío. —Se asustan de mi hermana. Voy a ver. (Llama.) ¡Hermana! ¡Hermana! ¿Eres tú? No hay nadie.
la hija. —Estoy segura de que alguien ha entrado en el jardín.
el tío. —Pero me respondería.
el abuelo. —¿No vuelven a cantar los ruiseñores, Úrsula?
la hija. —No oigo ni uno en todo el campo.
el abuelo. —No hay ruido, sin embargo.
el padre. —Hay un silencio de muerte.
el abuelo. —El que los asusta tiene que ser un desconocido, porque si fuera alguien de la casa no se callarían.
el tío. —¿Ahora os vais a preocupar por los ruiseñores?
el abuelo. —¿Están abiertas todas las ventanas, Úrsula?
la hija. —Está abierta la puerta vidriera, abuelo.
el abuelo. —Me parece que entra frío en la habitación.
la hija. —Hace un poco de viento en el jardín, abuelo, y las rosas se deshojan.
el padre. —Pues cierra la puerta. Es tarde.
la hija. —Sí, padre. No puedo cerrar la puerta.
las otras dos hijas. —No podemos cerrarla.
el abuelo. —¡Hijas!, ¿qué sucede?
el tío. —No hay que decir eso con esa voz extraña. Voy yo a ayudarlas.
la hija mayor. —No hemos logrado cerrarla por completo.
el tío. —Es la humedad. Empujemos a un tiempo. Habrá algo entre las hojas.
el padre. —El carpintero la arreglará mañana.
el abuelo. —¿Es que viene mañana el carpintero?
la hija. —Sí, abuelo, viene a trabajar en la cueva.
el abuelo. —¡Va a hacer ruido en la casa...!
la hija. —Le diré que trabaje con cuidado. (Se oye, de repente, el ruido de una guadaña que afilan fuera.)
el abuelo. —(Estremeciéndose.) ¡Oh!
el tío. —¿Qué pasa?
la hija. —No sé; creo que es el jardinero. No veo bien; está en la sombra de la casa.
el padre. —Debe ser el jardinero que va a segar la hierba.
el tío. — ¿Siega de noche?
el padre. — ¿No es domingo mañana? Sí. He notado que la hierba estaba muy crecida alrededor de la casa.
el abuelo. —Me parece que la hoz hace mucho ruido.
la hija. —Está segando junto a la casa.
el abuelo. — ¿Tú lo ves, Úrsula?
la hija. —No, abuelo, está en la oscuridad.
el abuelo. —Temo que despierte a mi hija.
el tío. —Apenas se le oye.
el abuelo. —Yo le oigo como si estuviera segando dentro de casa.
el tío. —La enferma no le oirá; no hay cuidado.
el padre. —Me parece que la lámpara no arde bien esta noche.
el tío. —Habrá que echarle aceite.
el padre. —He visto que le echaban esta mañana. Arde mal desde que se ha cerrado la ventana.
el tío. —Creo que el tubo está empañado.
el padre. —Ahora arderá mejor.
la hija. —Abuelo se ha dormido. Hace tres noches que no duerme.
el padre. —¡Ha tenido tanta inquietud!...
el tío. —Se inquieta más de lo debido. Hay momentos en que no quiere atender a razones.
el padre. —A su edad es bastante disculpable.
el tío. —¡Sabe Dios cómo estaremos a su edad!
el padre. —Tiene cerca de ochenta años.
el tío. —Entonces tiene derecho a ser un poco raro.
el padre. —Es como todos los ciegos.
el tío. —Reflexionan un poco de más.
el padre. —Tienen demasiado tiempo que perder.
el tío. —No tienen otra cosa que hacer.
el padre. —Y, además, no tienen ninguna distracción.
el tío. —Debe de ser terrible.
el padre. —Parece que se acostumbra uno.
el tío. —No puedo figurármelo.
el padre. —Es cierto que son dignos de lástima.
el tío.—No saber dónde está uno, no saber de dónde se viene, no saber adónde se va, no distinguir el mediodía de la medianoche, ni el verano del invierno... y siempre esas tinieblas, esas tinieblas... Preferiría no vivir... ¿Es que es absolutamente incurable?
el padre. —Parece que sí.
el tío. —Pero ¿no es absolutamente ciego?
el padre. —Distingue las luces muy fuertes.
el tío. —Cuidemos nuestros pobres ojos.
el padre. —A menudo le dan ideas extrañas.
el tío. —Hay momentos en que no es muy divertido.
el padre. —Dice absolutamente todo lo que piensa.
el tío. —Pero ¿antes no era así?
el padre. —No. En tiempos era tan razonable como nosotros; no decía nada extraordinario. Verdad es que Úrsula le da alas; responde a todas sus preguntas.
el tío. —Más valdría no responder; es hacerle un mal servicio. (Dan las diez.)
el abuelo. —(Despertando.) ¿Estoy vuelto hacia la puerta vidriera?
la hija. —¿Has dormido bien, abuelo?
el abuelo. — ¿Estoy vuelto hacia la puerta vidriera?
la hija. —Sí, abuelo.
el abuelo. —¿No hay nadie en la puerta vidriera?
la hija. —No, abuelo, no veo a nadie.
el abuelo. —Creí que había alguien esperando. ¿No ha venido nadie?
la hija. —Nadie, abuelo.
el abuelo. —(Al tío y al padre.) ¿Y vuestra hermana no ha venido?
el tío. —Es demasiado tarde; ya no vendrá; eso está mal en ella.
el padre. —Empieza a inquietarme. (Se oye un ruido, como de alguien que entrase en la casa.)
el tío. —¡Ahí está! ¿La habéis oído?
el padre. —Sí; alguien ha entrado por los subterráneos.
el tío. — ¡Es nuestra hermana! He conocido su modo de andar.
el abuelo. —He oído andar despacio.
el padre. —Ha entrado muy despacio.
el tío. —Sabe que hay un enfermo.
el abuelo. —Ya no oigo nada.
el tío. —Subirá inmediatamente; le dirán que estamos aquí.
el padre. —Me alegro mucho de que haya venido.
el tío. —Estaba seguro de que vendría esta noche.
el abuelo. —Mucho tarda en subir.
el tío. —Sin embargo, tiene que ser ella.
el padre. —No esperamos ninguna otra visita.
el abuelo. —No oigo ningún ruido en los subterráneos.
el padre. —Voy a llamar a la criada; sabremos a qué atenernos. (Tira del llamador de la campanilla.)
el abuelo. —Ya oigo ruido en la escalera.
el padre. —Es la criada que sube.
el abuelo. —Me parece que no viene sola.
el padre. —Sube despacio...
el abuelo. —Oigo los pasos de vuestra hermana.
el padre. —No oigo más que a la criada.
el abuelo. —¡Es vuestra hermana! ¡Es vuestra hermana! (Llaman a la puerta pequeña.)
el padre. —Voy yo mismo a abrir. (Entreabre la puerta pequeña; la criada se queda fuera, en la rendija.) ¿Dónde estás?
la criada. —Aquí, señor.
el abuelo. — ¿Está vuestra hermana en la puerta?
el tío. —No veo más que a la criada.
el padre. —No está más que la criada. (A la criada.) ¿Quién ha entrado en casa?
la criada. —¿Entrar en casa?
el padre. —Sí. ¿No ha venido nadie ahora mismo?
la criada. —No ha venido nadie, señor.
el abuelo. —¿Quién suspira así?
el tío. —Es la criada; está sofocada.
el abuelo. —¿Llora?
el tío. —No; ¿por qué iba a llorar?
el padre. —(A la criada.) ¿No ha entrado nadie ahora mismo?
la criada. —No, señor.
el padre. —¡Pero si hemos oído la puerta!
la criada. —¡He sido yo, que he cerrado la puerta!
el padre. —¿Estaba abierta?
la criada. —Sí, señor.
el padre. —¿Por qué estaba abierta a estas horas?
la criada. —No lo sé, señor. Yo la había cerrado.
el padre. —Pero, entonces, ¿quién la ha abierto?
la criada. —No sé, señor. Habrá salido alguien después.
el padre. —Hay que tener cuidado. Pero no empuje usted la puerta; ¡de sobra sabe usted que hace ruido!
la criada. —Pero, señor, ¡si no toco la puerta!
el padre. —¡Sí, empuja usted como si quisiera entrar en la habitación!
la criada. —Pero, señor, ¡si estoy a tres pasos de la puerta!
el padre. —Hable usted un poco menos alto.
el abuelo. —¿Es que habéis apagado la luz?
la hija mayor. —No, abuelo.
el abuelo. —Me parece que oscurece de pronto.
el padre. —(A la criada.) Baje usted; pero no vuelva a hacer ruido en la escalera.
la criada. —Yo no he hecho ruido.
el padre. —Digo que ha hecho usted ruido; baje usted despacio; va usted a despertar a la señora. Y si viene alguien, diga usted que no estamos.
el tío. —Sí; diga usted que no estamos.
el abuelo. —(Estremeciéndose.) ¡No; eso, no!
el padre. —No siendo a mi hermana y al médico.
el tío. —¿A qué hora vendrá el médico?
el padre. —No podrá venir antes de medianoche. (Cierra la puerta. Se oyen dar las once.)
el abuelo. —¿Ha entrado?
el padre. —¿Quién?
el abuelo. —La criada.
el padre. —No; ha vuelto a bajar.
el abuelo. —Creí que se había sentado a la mesa.
el tío. —¿La criada?
el abuelo. —Sí.
el tío. —¡No faltaba más...!
el abuelo. —¿No ha entrado nadie en la habitación?
el padre. —No, no; no ha entrado nadie.
el abuelo. —¿Y vuestra hermana no está aquí?
el tío. —Nuestra hermana no ha venido.
el abuelo. —¿Queréis engañarme?
el tío. —¿Engañaros?
el abuelo. —¡Úrsula, dime la verdad, por amor de Dios!
la hija mayor. —¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Qué te pasa?
el abuelo. — ¡Ha sucedido algo! ¡Estoy seguro de que mi hija está peor!...
el tío. — ¿Está usted soñando?
el abuelo. — ¡No queréis decírmelo!... ¡Ya veo que pasa algo!..
el tío. —En ese caso, ve usted mejor que nosotros.
el abuelo. — ¡Úrsula, dime la verdad!
la hija mayor. — ¡Pero, abuelo, si te decimos la verdad!
el abuelo. — ¡No tienes la voz de siempre!
el padre. — ¡Es que la asusta usted!
el abuelo. — ¡También a ti se te ha cambiado la voz!
el padre. —Pero ¿se vuelve usted loco? (El padre y el tío se hacen señas de complicidad para persuadirse de que el abuelo ha perdido la razón.)
el abuelo. —¡De sobra oigo que tenéis miedo!
el padre. —Pero ¿de qué vamos a tener miedo?
el abuelo. — ¿Por qué queréis engañarme?
el tío. — ¿Quién piensa en engañarle a usted?
el abuelo. —¿Por qué habéis apagado la luz?
el tío. —Pero ¡si no hemos apagado la luz! ¡Está tan claro como antes!
la hija. —Me parece que la lámpara alumbra menos.
el padre. —Yo veo tan claro como de costumbre.
el abuelo. — ¡Tengo ruedas de molino en los ojos! ¡Hijas mías, decidme lo que pasa aquí!; ¡decídmelo, por amor de Dios, vosotras que veis! ¡Estoy aquí solo, en las tinieblas sin fin! ¡No sé quién viene a sentarse a mi lado! ¡No sé lo que sucede a dos pasos de mí!... ¿Por qué hablabais en voz baja hace un momento?
el padre. —Nadie ha hablado en voz baja.
el abuelo. —Has hablado en voz baja junto a la puerta.
el padre. —Ha oído usted todo lo que he dicho.
el abuelo. —Has hecho entrar a alguien en la habitación.
el padre. —¡Le digo que no ha entrado nadie!
el abuelo. —¿Ha sido vuestra hermana o un sacerdote? No hay que intentar engañarme. Úrsula, ¿quién ha entrado?
la hija. —Nadie, abuelo.
el abuelo. —No hay que intentar engañarme. Yo sé lo que sé. ¿Cuántos estamos aquí?
la hija. —Estamos seis en derredor de la mesa, abuelo.
el abuelo. — ¿Estáis todos en derredor de la mesa?
la hija. —Sí, abuelo.
el abuelo. — ¿Estás ahí, Pablo?
el padre. —Sí.
el abuelo. — ¿Estás ahí, Oliverio?
el tío. —Sí, claro que sí; estoy aquí, en mi sitio de siempre. No lo dice usted en serio, ¿verdad?
el abuelo. —¿Estás ahí, Genoveva?
una de las hijas. —Sí, abuelo.
el abuelo. —¿Estás ahí, Gertrudis?
otra hija. —Sí, abuelo.
el abuelo. —¿Estás aquí, Úrsula?
la hija mayor. —Sí, abuelo, a tu lado.
el abuelo. —¿Y quién está sentado ahí?
la hija. — ¿Dónde, abuelo? No hay nadie.
el abuelo. — ¡Ahí, ahí en medio de nosotros!
la hija. —No hay nadie, abuelo.
el padre. — ¡Le dicen a usted que no hay nadie!
el abuelo. —Pero ¡vosotros no veis!
el tío. —Vamos, tiene usted ganas de bromas.
el abuelo. —No tengo ganas de broma, os lo aseguro.
el tío. —Entonces, crea usted a los que ven.
el abuelo. — (Indeciso.) Os digo que ahí hay alguien... Creo que no viviré mucho tiempo.
el tío. — ¿A qué íbamos a engañarle a usted? ¿De qué nos serviría?
el padre. —Habría que acabar por decirle a usted la verdad.
el tío. — ¿Para qué engañarse mutuamente?
el padre. —No podría usted seguir en el error mucho tiempo.
el abuelo. — (Intentando levantarse.) ¡Quisiera atravesar estas tinieblas!
el padre. — ¿Dónde quiere usted ir?
el abuelo. —Por ese lado...
el padre. —No se altere usted así...
el tío. —Está usted extraño esta noche.
el abuelo. — ¡Vosotros sois los que me parecéis extraños!
el padre. — ¿Qué busca usted?
el abuelo. — ¡No sé lo que tengo!
la hija mayor. —¡Abuelo, abuelo! ¿Qué quieres, abuelo?
el abuelo. — ¡Dadme vuestras manecitas, hijas mías!
las tres hijas. —Sí, abuelo...
el abuelo. — ¿Por qué tembláis las tres, hijas mías?
la hija mayor. —Casi no temblamos, abuelo.
el abuelo. —Creo que las tres estáis pálidas.
la hija mayor. —Es tarde, abuelo, y estamos cansadas.
el padre. —Debéis ir a acostaros, y el abuelo haría bien también en descansar un poco.
el abuelo. — ¡No podría dormir esta noche!
el tío. —Esperamos al médico.
el abuelo. — ¡Preparadme a la verdad!
el tío. —Pero ¡si no hay verdad!
el abuelo. —¡Entonces, no sé lo que hay!
el tío. —Le digo a usted que no pasa nada
el abuelo. — ¡Quisiera ver a mi pobre hija!
el padre. —Pero ¡si sabe usted que es imposible! ¡No hay que despertarla inútilmente!
el tío. —La verá usted mañana.
el abuelo. —No se oye ningún ruido en su habitación.
el tío. —Si se oyera ruido, estaría yo inquieto.
el abuelo. —¡Hace mucho tiempo que no he visto a mi hija!... ¡Le cogí las manos ayer por la noche y no la veía!... ¡Ya no sé lo que es de ella!... Ya no sé cómo es... Ya no conozco su cara… ¡Debe de haber cambiado en estas semanas!... He sentido los huesecillos de sus mejillas bajo mis manos... ¡No hay más que tinieblas entre ella y yo y vosotros todos! ¡Yo no puedo vivir así! ¡Esto no es vivir!... ¡Estáis todos ahí, con los ojos abiertos, mirando mis pobres ojos muertos, y ni uno de vosotros tiene compasión!... ¡Yo no sé lo que tengo... no dicen nunca lo que debiera decirse... y todo es espantoso cuando se piensa en ello!... Pero ¡por qué no habláis!
el tío. — ¿Qué quiere usted que digamos, puesto que no quiere usted creernos?
el abuelo. —¡Tenéis miedo de haceros traición!
el padre. —Pero ¡haga usted el favor de ser razonable!
el abuelo. — ¡Hace mucho tiempo que se me oculta una cosa!... Ha pasado una cosa en esta casa... Pero ahora empiezo a comprender... ¡Hace demasiado tiempo que me engañan! ¿Os figuráis que nunca voy a saber nada? Hay momentos en que estoy menos ciego que vosotros, ¿no lo sabéis?... ¿Acaso no os oigo cuchichear hace días y días, como si estuvieseis en casa de un ahorcado? Esta noche no me atrevo a decir lo que sé... ¡Pero yo sabré la verdad!... Esperaré a que me digáis la verdad; ¡pero hace tiempo que la sé, a pesar vuestro! ¡Y ahora siento que todos estáis más pálidos que muertos!
las tres hijas. — ¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Qué tienes, abuelo?
el abuelo. —No hablo de vosotras, hijas mías, no, no hablo de vosotras. .. ¡Ya sé que me diríais la verdad, si no estuvieran alrededor vuestro!... Y, además, estoy seguro de que también os engañan... ¡Ya veréis, hijas, ya veréis!... ¿No os oigo sollozar a las tres?
el padre. —Pero ¿verdaderamente está mi mujer en peligro?
el abuelo. — ¡No hay que intentar engañarme; ya es demasiado tarde, y sé la verdad mejor que vosotros!
el padre. — ¿Quiere usted entrar en la habitación de su hija? Aquí hay una mala inteligencia y un error que deben acabar. ¿Quiere usted?
el abuelo. — (Repentinamente indeciso.) No, no, ahora no... todavía no...
el tío. —Ya ve usted como no es usted razonable.
el abuelo. — ¡Quién sabe nunca todo lo que un hombre no ha podido decir en su vida!... ¿Quién hace ese ruido?
la hija mayor. —Es la lámpara que late, abuelo.
el abuelo. —Me parece que está muy inquieta... muy inquieta...
la hija. —Es que el viento frío la agita.
el tío. —No hay viento frío; las ventanas están cerradas.
la hija. —Creo que va a apagarse.
el padre. —Ya no tiene aceite.
la hija. —Se apaga por completo.
el padre. —No podemos estar así, a oscuras.
el tío. — ¿Por qué no? Yo ya estoy acostumbrado.
el padre. —Hay luz en la habitación de mi mujer.
el tío. —Ahora la traeremos, cuando venga el médico.
el padre. — ¡Es verdad que se ve bastante con la claridad de fuera!
el abuelo. — ¿Es que fuera está claro?
el padre. —Más claro que aquí.
el tío. —A mí me gusta hablar estando a oscuras.
el padre. —A mí también. (Pausa.)
el abuelo. —Me parece que el reloj hace mucho ruido.
la hija mayor. —Es que no hablamos, abuelo.
el abuelo. —Pero ¿por qué os calláis todos?
el tío. — ¿De qué queréis que hablemos?
el abuelo. — ¿Es que está completamente a oscuras la habitación?
el tío. —No está muy clara. (Pausa.)
el abuelo. —No me siento bien, Úrsula. Abre un poco la ventana.
el padre. —Sí, hija mía, abre un poco la ventana; yo también empiezo a sentir necesidad de aire. (La hija abre la ventana.)
el tío. —Creo positivamente que hemos estado encerrados demasiado tiempo.
el abuelo. —¿Está abierta la ventana?
la hija. —Sí, abuelo, abierta de par en par.
el abuelo. —No se diría que está abierta. No viene ningún ruido de fuera.
la hija. —No, abuelo, no hay el menor ruido.
el padre. —Hay un silencio extraordinario.
la hija. —Se oiría andar a un ángel.
el tío. —Por eso no me gusta a mí el campo.
el abuelo. —Quisiera oír un poco de ruido. ¿Qué hora es, Úrsula?
la hija. —Va a ser medianoche, abuelo. (Aquí el tío empieza a pasear de un lado a otro de la habitación.)
el abuelo. — ¿Quién anda así, en derredor nuestro?
el tío. —Soy yo, soy yo; no tenga usted miedo. Necesito andar un poco. (Pausa.) Pero me volveré a sentar; no veo por dónde voy. (Pausa.)
el abuelo. —Quisiera estar en otra parte.
la hija. —¿Dónde querrías ir, abuelo?
el abuelo. — ¡No sé dónde... a otra habitación, a cualquier parte! ¡A cualquier parte!
el padre. —¿Dónde iríamos?
el tío. —Es muy tarde para ir a otra parte. (Pausa. Están sentados, inmóviles, en derredor de la mesa.)
el abuelo. —¿Qué oigo, Úrsula?
la hija. —Nada, abuelo, son las hojas que caen en la terraza.
el abuelo. —Ve a cerrar la ventana, Úrsula.
la hija. —Sí, abuelo. (Cierra la ventana y vuelve a sentarse.)
el abuelo. —Tengo frío. (Pausa. Las tres hijas se abrazan.) ¿Qué es lo que oigo ahora?
el padre. —Son las tres hermanas que se abrazan.
el tío. —Me parece que están muy pálidas esta noche. (Pausa.)
el abuelo. —¿Qué oigo?
la hija. —Nada, abuelo, es que he cruzado las manos. (Pausa.)
el abuelo. —¿Y ahora?
la hija. —No sé, abuelo..., acaso mis hermanas, que tiemblan un poco...
el abuelo. —Yo también tengo miedo, hijas mías. (Un rayo de luna penetra por un rincón de las vidrieras y esparce aquí y allá fulgores extraños por la estancia. Suenan las doce, y con la última campanada parece que se oiga muy vagamente un ruido como de alguien que se levanta a toda prisa.)
el abuelo. —(Estremeciéndose con espanto.) ¿Quién se ha levantado?
el tío. —No se ha levantado nadie.
el padre. —¡Yo no me he levantado!
las tres hijas. —¡Ni yo! ¡Ni yo! ¡Ni yo!
el abuelo. — ¡Alguien se ha levantado de la mesa!
el tío. — ¡La luz!... (Se oye de pronto un vagido de espanto, a la derecha, en el cuarto del niño, y este vagido continúa con gradaciones de terror hasta el fin de la escena.)
el padre. —¡Escuchad! ¡El niño!
el tío. —¡No ha llorado nunca!
el padre. —¡Vamos a ver!
el tío. —¡La luz! ¡La luz! (En este momento se oye correr a pasos precipitados y sordos en la habitación de la izquierda. En seguida, silencio de muerte. Escuchan con mudo terror hasta que la puerta de la habitación se abre lentamente; la claridad de la estancia vecina se difunde en la sala, y la hermana de la caridad aparece en el umbral, con sus vestiduras negras, y se inclina, haciendo la señal de la cruz, para anunciar la muerte de la mujer. Comprenden, y, después de un momento de indecisión y de espanto, entran en silencio en la estancia mortuoria, mientras que el tío, en el quicio de la puerta, se aparta cortésmente para dejar pasar a las tres hijas. el abuelo, que se ha quedado solo, se levanta y se agita, a tientas, alrededor de la mesa, en la oscuridad.)
el abuelo. — ¿Dónde vais? ¿Dónde vais?... ¡Me han dejado solo!
            

Fin