13/5/15

Peter Brook el espacio vacío

EL ESPACIO VACÍO

Arte y técnica escénica Peter Brook

Primera Parte

EL TEATRO MORTAL
Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un
escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral. Sin embargo, cuando
hablamos de teatro no queremos decir exactamente eso.
Telones rojos, focos, verso libre, risa, oscuridad, se superponen confusamente en una desordenada imagen que se expresa con una palabra útil para muchas cosas. Decimos que el cine mata al teatro, y con esta frase nos referimos al teatro tal como era cuando nació el cine, un teatro de
taquilla, salón de descanso, asientos con bisagra para
permitir libremente el paso del público, candilejas, cambios
de decorado, entreactos, música, como si el teatro friera por
propia definición esto y poco más. Intentaré descomponer la
palabra en cuatro acepciones para distinguir cuatro
significados diferentes, y así hablaré de un teatro mortal, de
un teatro sagrado, de un teatro tosco y de un teatro
inmediato. A veces estos cuatro tipos de teatro coexisten,
uno al lado del otro, en el West End de Londres o en Nueva
York friera de Times Square. Otras veces se encuentran
separados por centenares de kilómetros, el teatro sagrado
en Varsovia y el tosco en Praga, y en ocasiones son
metafóricos: dos de ellos se mezclan durante una noche,
durante un acto. A veces, también, los cuatro se
entremezclan en un solo momento.
A primera vista el teatro mortal puede darse por
sentado, ya que significa mal teatro. Como ésta es la forma
de teatro que vemos con más frecuencia; y como está
estrechamente ligada al despreciado y muy atacado teatro
comercial, pudiera parecer una pérdida de tiempo
extenderse en la crítica. No obstante, sólo nos percataremos
de la amplitud del problema si comprendemos quejo mortal
es engañoso y puede aparecer en cualquier lugar.
Al menos, la condición de teatro mortal es bastante clara.
El público que asiste al teatro decrece en todo el mundo. De
vez en cuando surgen nuevos movimientos, buenos
escritores, etc., pero en general el teatro no sólo no consigue
inspirar o instruir, sino que apenas divierte. Con frecuencia, y
debido a que su arte es impuro, se ha calificado de prostituta
al teatro, pero en la actualidad dicho calificativo es cierto en
otro sentido: las prostitutas cobran y luego abrevian el placer.
La crisis de Broadway, la de París y la del West End son la
misma: no es necesario que los empresarios nos digan que el
teatro es mal negocio, ya que incluso el público lo advierte.
Lo cierto es que si el público exigiera el verdadero
entretenimiento del que tanto habla, casi todos nos
hallaríamos en el aprieto de saber por dónde empezar. No
existe un auténtico teatro de diversión, y no sólo es la obra
trivial o la mala comedia musical la que resulta incapaz de
compensarnos el valor del dinero gastado, sino que el teatro
mortal se abre camino en la gran ópera y en la tragedia, en
las obras de Moliere y en las piezas de Brecht. Y desde luego,
este tipo de teatro en ningún sitio se instala tan segura,
cómoda v astutamente como en las obras de William
Shakespeare. El teatro mortal se apodera fácilmente de
Shakespeare. Sus obras las interpretan buenos actores en
forma que parece la adecuada; tienen un aire vivo y lleno de
colorido, hay música y todo el mundo viste de manera
apropiada, tal como se supone que ha de vestirse en el mejor
de los teatros clásicos. Sin embargo, en secreto, lo
encontramos extremadamente aburrido, y en nuestro interior
culpamos a Shakespeare, o a este tipo de teatro, incluso a
nosotros mismos. Para empeorar las cosas siempre hay un
espectador «mortal» que, por razones especiales, gusta de
una falta de intensidad e incluso de distracción, tal como el
erudito que emerge sonriendo de las interpretaciones ruti-
narias de los clásicos, ya que nada le ha impedido probar y
confirmarse sus queridas teorías mientras recita los versos
favoritos en voz baja. En su interior desea sinceramente un
teatro que sea más noble que la vida y confunde una especie
de satisfacción intelectual con la verdadera experiencia que
anhela. Por desgracia, concede él peso de su autoridad a lo
monótono y de esta manera el teatro mortal prosigue su
camino.
Cualquiera que esté al tanto de los éxitos que se
producen cada año, observará un fenómeno muy curioso. Se
espera que el llamado éxito sea más vivo, ligero y brillante
que el fracaso, pero no siempre se da ese caso. Casi todas
las temporadas, en la mayoría de las ciudades amantes del
teatro, se produce un gran éxito que desafía estas reglas:
una obra que triunfa no a pesar sino debido a su monotonía.
Después de todo, uno asocia la cultura con un cierto sentido
del deber, así como los trajes de época y los largos discursos
con la sensación de aburrimiento; por lo tanto, y a la inversa,
un adecuado grado de aburrimiento supone una
tranquilizadora garantía de acontecimiento digno de mérito.
Naturalmente, la dosificación es tan sutil que resulta
imposible establecer la fórmula exacta: si es excesiva, el
público se marcha; si resulta insuficiente, puede encontrar el
tema desagradablemente intenso. Sin embargo, los autores
mediocres parecen hallar de manera infalible la mezcla
perfecta, y así perpetúan el teatro mortal con insulsos éxitos,
universalmente elogiados. El público busca en el teatro algo
que pueda calificar como «mejor» que la vida y por dicha
razón está predispuesto a confundir la cultura, o los adornos
de la cultura, con algo que no conoce aunque oscuramente
siente que podría existir, y así, trágicamente, al convertir
algo malo en éxito lo único que hace es engañarse.
Puesto que hablamos de teatro mortal, hagamos notar
que la diferencia entre vida y muerte, de claridad cristalina
en el hombre, queda de algún modo velada en otros
campos. Un médico distingue en seguida entre el vestigio de
vida y el inútil saco de huesos que la vida deja; pero
tenemos menos experiencia en observar cómo una idea, una
actitud o una forma pueden pasar de lo vivo a lo moribundo.
Esto, que resulta difícil de definir, es capaz de advertirlo sin
embargo un niño. Pondré un ejemplo. En Francia hay dos
maneras mortales de interpretar una tragedia clásica. Una,
tradicional, requiere voz y ademanes especiales, noble
aspecto y un exaltado y musical modo de expresarse. La
otra no es más que una fría versión de la anterior. Los gestos
imperiales y los valores reales están desapareciendo
rápidamente de la vida cotidiana, de ahí que cada nueva
generación considere los ademanes grandiosos como algo
cada vez más vacío y carente de sentido. Esto lleva al actor
joven a una furiosa e impaciente búsqueda de lo que él
llama verdad. Desea interpretar el verso de manera más
realista, hacer que suene como Dios manda, como auténtico
lenguaje, pero observa que la solemnidad del texto es tan
rígida que se resiste a este tratamiento. Se ve obligado a un
incómodo compromiso que no es refrescante, como el de la
charla ordinaria, ni desafiantemente histriónico, como el de
un comicastro. Su forma de actuar es débil y debido a que la
del comicastro es fuerte, se la recuerda con cierta nostalgia.
Inevitablemente, alguien exige que una vez más se
interprete la tragedia «como está escrita», lo cual es
bastante razonable, si bien, por desgracia, lo único que
puede decirnos la palabra impresa es lo que se escribió en el
papel, no cómo se le dio vida en otro tiempo. No existen
discos ni cintas magnetofónicas y, naturalmente, ninguno de
los eruditos tiene conocimientos de primera mano. Las
verdaderas antigüedades han desaparecido y sólo
sobreviven algunas imitaciones bajo forma de actores
tradicionales, que continúan interpretando al estilo
tradicional, inspirándose no en fuentes reales, sino en
fuentes imaginativas, como puede ser el recuerdo de la voz
de un actor más viejo, que, a su vez, recordaba el estilo
interpretativo de algún predecesor.
En cierta ocasión asistí a un ensayo de la Comedie
Francaise. Un actor muy joven estaba frente a uno muy viejo,
y su voz y gestos eran con respecto a éste como el reflejo de
una imagen ante el espejo. No ha de confundirse esto con la
gran tradición, por ejemplo la transmisión oral de
conocimientos de padre a hijo en los actores del teatro No, ya
que en este caso se comunica significado, y el significado
nunca pertenece al pasado. Cabe comprobarlo en la actual
experiencia de cada hombre. Imitar las formas externas de la
interpretación no hace más que perpetuar el ademán, un
ademán difícil de relacionar con cualquier otra cosa.
Con respecto a Shakespeare oímos o leemos el mismo
consejo: «Interprete lo que está escrito». Pero ¿qué está
escrito? Ciertas claves sobre el papel. Las palabras de
Shakespeare son registros de las palabras que él deseaba
que se pronunciaran, palabras que surgen como sonidos de
labios de la gente, con tono, pausa, ritmo y gesto como parte
de su significado. Una palabra no comienza como palabra,
sino que es un producto final que se inicia como impulso,
estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad
de expresión. Este proceso se realiza en el interior del drama-
turgo, y se repite dentro del actor. Tal vez ambos son sólo
conscientes de las palabras, pero tanto para el autor como
luego para el actor la palabra es una parte pequeña y visible
de una gigantesca formación invisible. Algunos escritores
intentan remachar su significado e intenciones con
acotaciones y explicaciones escénicas; sin embargo, no deja
de chocar el hecho de que los mejores dramaturgos son los
que menos acotan. Reconocen que las indicaciones son
probablemente inútiles. Se dan cuenta de que el único modo
de encontrar el verdadero camino para la pronunciación de
una palabra es mediante un proceso que corre parejo con el
de la creación original. Dicho proceso no puede pasarse por
alto ni simplificarse. Por desgracia, en cuanto un amante o un
rey hablan nos apresuramos a colocarles una etiqueta: el
amante es «romántico» y el rey «noble», y antes de conocer
el alcance de estos dos adjetivos hablamos ya de amor
romántico y nobleza real o principesca, como si fueran cosas
que pudiéramos retener en nuestra mano y confiáramos en
que las observen los actores. Lo cierto es que no son
sustancias y que no existen. Si vamos en su busca, lo mejor
es realizar un trabajo de reconstrucción y conjetura a partir
de libros y cuadros. Si solicitamos a un actor que interprete
su papel al «estilo romántico», lo intentará valerosamente,
pensando que sabe lo que se le pide. ¿Qué es lo que en
realidad puede aportar? Corazonada, imaginación y un álbum
de recuerdos teatrales que le proporcionarán un vago
«romanticismo» y que mezclará con una disfrazada imitación
de cualquier actor que haya admirado. Si se adentra en sus
propias experiencias el resultado puede no casar con el texto;
si se limita a interpretar lo que a su entender es el texto,
quedará imitativo y convencional. En ambas maneras el
resultado es un compromiso, la mayoría de las veces no
convincente. Es vano pretender que las palabras que
aplicamos a las obras clásicas, tales como «musical»,
«poético», «más amplio que la vida», «noble», «heroico», «ro-
mántico», tengan un significado absoluto. Se trata en realidad
de reflejos de una acritud crítica de un período particular, y
hoy día intentar una representación de acuerdo con estos
cánones es el camino más seguro para llegar al teatro mortal,
teatro mortal de una respetabilidad que lo hace pasar como
verdad viva.
En una conferencia que di sobre este tema tuve la
oportunidad de comprobarlo prácticamente. Por fortuna
había entre el público una señora que no había leído ni visto
El rey Lear. Le señalé el primer párrafo de Gonerila y le rogué
que lo recitara de la mejor forma que pudiera, de acuerdo
con los valores que le encontrara. Lo leyó con la máxima
sencillez, y el párrafo sonó lleno de elocuencia y encanto.
Entonces expliqué que dicho párrafo se consideraba
procedente de una mujer perversa, y le sugerí que leyera
cada palabra con tono hipócrita. Intentó hacerlo así, y el
público se dio cuenta del penoso y artificial forcejeo que se
establecía con la simple música de las palabras cuando la
lectora buscaba llegar a una definición: «Señor, os amo más
que cuanto puedan expresar las palabras; más que a la luz
de mis ojos, que al espacio y que a la libertad; por encima de
todo lo que pueda evaluarse, rico o raro; no menos que a la
vida dotada de gracia, salud, belleza y honor; tanto como
ningún hijo amó nunca a su padre, ni padre fue amado. Es un
amor el mío que deja pobre el aliento e insuficiente el
discurso. Os amo por sobre todo cuanto admite
ponderación». Cualquiera puede realizar esta experiencia
para sí mismo, susurrando el párrafo. Las palabras anteriores
pertenecen a una dama con título y buena educación,
acostumbrada a expresarse en público, alguien con
desenvoltura y aplomo social. En cuanto a indicios que
sugieran su carácter, sólo se nos da la fachada, que es
elegante y atractiva. No obstante, si pensamos en las
interpretaciones en que Gonerila dice las primeras líneas de
su papel con aire macabro y malvado, y observamos el texto
de nuevo, no acertamos a saber qué sugiere éste, a no ser
las preconcebidas actitudes morales de Shakespeare. Lo
cierto es que si en su primera aparición Gonerila no actúa
como un «monstruo», sino que se limita a expresar lo que
sugieren sus palabras, todo el equilibrio de la obra cambia y
en las escenas siguientes su vileza y el martirio de Lear no
son tan crudos ni tan sencillos como pudiera parecer. Claro
está que al final de la obra sabemos que la conducta de
Gonerila la convierte en lo que llamamos un monstruo, en un
verdadero monstruo, es decir, complejo y apremiante.
En un teatro vivo nos acercaríamos diariamente al
ensayo poniendo a prueba los hallazgos del día anterior,
dispuestos a creer que la verdadera obra se nos ha escapado
una vez más. Por el contrario, el teatro mortal se acerca a los
clásicos con el criterio de que alguien, en algún sitio, ha
averiguado y definido cómo debe hacerse la obra.
Este es el problema corriente de lo que vagamente
llamamos estilo. Todo trabajo tiene su propio estilo, no puede
ser de otra manera; todo período tiene su estilo. En cuanto
intentamos señalar con precisión este estilo estamos
perdidos.
Recuerdo perfectamente que poco después de
haber pasado por Londres la Opera de Pekín llegó otra
compañía china de ópera, ésta de Taiwan. La primera seguía
en contacto con sus mentes originales y cada noche creaba
de nuevo sus antiguos modelos, mientas que la de Taiwan,
haciendo lo mismo, imitaba los recuerdos de dichos modelos,
omitiendo algunos detalles, exagerando los pasajes vistosos,
olvidando el significado, y de esta manera no renacía nada.
Incluso en un estilo exótico la diferencia entre vida y muerte
era inconfundible.
La auténtica Opera de Pekín era ejemplo de un arte
teatral donde las formas externas no cambian de generación
en generación, y hasta hace pocos años parecía que estaba
tan perfectamente congelado que podría continuar así para
siempre. Hoy día, incluso esta soberbia reliquia ha
desaparecido. Su fuerza y calidad le permitieron sobrevivir a
su tiempo, como un monumento, pero llegó el día en que la
brecha entre dicha reliquia y la vida de la sociedad que le
rodeaba se hizo demasiado grande. La guardia roja reflejan
una China diferente. Escasas son las actitudes y significados
de la tradicional Ópera de Pekín que se emparentan con la
nueva estructura de pensamiento bajo la cual vive este
pueblo en la actualidad. En Pekín los emperadores y
princesas han sido sustituidos por terratenientes y soldados;
y se emplean las mismas increíbles destrezas acrobáticas
para hablar de temas muy diferentes. Al occidental esto le
parece una vergüenza y le resulta fácil derramar cultas
lágrimas. Naturalmente, es trágico que se haya destruido
esta milagrosa herencia; sin embargo, creo que la cruel
actitud de los chinos hacia uno de sus patrimonios más
valiosos nos lleva a la raíz del significado del teatro vivo: el
teatro es siempre un arte autodestructor y siempre está
escrito sobre el agua. El teatro profesional reúne todas las
noches a personas distintas y les habla mediante el lenguaje
de la conducta. Se monta una representación y por lo
general tiene que repetirse —y repetirse todo lo mejor y
esmeradamente que se pueda—, pero desde el primer día
algo invisible comienza a morir.
En el Teatro del Arte de Moscú, en el Habimah de Tel Aviv,
se mantienen producciones escénicas desde hace cuarenta
años o más. He visto una fiel reposición de la puesta en
escena de La princesa Turandot, hecha por Vakhtangov en los
años veinte, así como el propio trabajo de Stanislavsky,
perfectamente conservado; ambos ejemplos no tenían más
que un interés arqueológico, carentes de la vitalidad de la
invención nueva. En Strátford, donde nos preocupamos de no
representar nuestro repertorio más tiempo del necesario para
agotar todas sus posibilidades taquilleras, discutimos ahora
este punto de manera totalmente empírica: coincidimos en
que unos cinco años es el tiempo máximo que puede durar
una puesta en escena. No sólo parecen pasados de moda el
estilo de peinado, el vestuario y el maquillaje, sino que todos
los elementos de la puesta en escena —el esbozo de
actitudes que dan cuenta de ciertas emociones, así como
gestos y tonos de voz— fluctúan continuamente en una
invisible bolsa de valores. La vida es movimiento, el actor se
ve sometido a influencias, y el público y otras obras de teatro,
otras manifestaciones artísticas, el cine, la televisión, así
como los hechos corrientes, se aúnan en el constante escribir
de nuevo la historia y en la rectificación de la verdad
cotidiana. Un teatro vivo que pretenda mantenerse aislado de
algo tan trivial como es la moda no tarda en marchitarse.
Toda forma teatral es mortal, ha de concebirse de nuevo, y su
nueva concepción lleva las huellas de todas las influencias
que la rodean. En este sentido, el teatro es relatividad. Sin
embargo, un gran teatro no es una casa de modas; existen
elementos perpetuos que se repiten y ciertos principios
fundamentales sustentan toda actividad dramática. La
trampa mortal consiste en separar las verdades eternas de
las variaciones superficiales, sutil forma de esnobismo que
resulta fatal. Por ejemplo, se admite que decorado, trajes y
música se prestan a criticar en ellos la labor de directores y
diseñadores y, por lo tanto, han de ser renovados. Cuando se
trata de actitudes y conductas tendemos a creer que estos
elementos, si son ciertos en el texto, pueden continuar
expresándose de forma similar.
Estrecha relación con lo anterior guarda el conflicto
entre directores y compositores en la representación de
óperas, donde dos formas totalmente distintas, drama y
música, se tratan como si fueran una. El compositor trabaja
con un material que es lo más próximo que el hombre puede
alcanzar en cuanto a expresión de lo invisible. Su partitura
registra esta invisibilidad y el sonido lo elaboran
instrumentos que casi nunca cambian. La personalidad del
ejecutante carece de importancia; un clarinetista delgado
puede producir con facilidad un sonido más amplio que otro
grueso. El vehículo musical está separado de la propia
música, y ésta va y viene, siempre en el mismo camino, sin
que necesite revisarse. Por el contrario, el vehículo
dramático es de carne y hueso y las leyes que lo rigen son
diferentes por completo. Sólo un actor desnudo puede
comenzar a parecerse a un instrumento puro como un violín,
siempre que tenga un físico absolutamente clásico, sin
barriga ni piernas torcidas. El bailarín de ballet se aproxima a
veces a esta condición y reproduce gestos formales no
modificados por su propia personalidad o por el movimiento
exterior de la vida. Sin embargo, en cuanto el actor se viste
y habla con su propia lengua, entra en el fluctuante territorio
de la manifestación y la existencia, que comparte con el
espectador. Debido a que la experiencia del compositor es
tan distinta, le resulta difícil entender por qué las formas
tradicionales de expresión facial que hacían reír a Verdi y
desternillarse de risa a Puccini no parecen hoy día divertidas
ni iluminadoras. Naturalmente, la gran ópera es el teatro
mortal llevado al absurdo. La ópera es una pesadilla de
amplias controversias sobre menudos detalles, de anécdotas
surrealistas que giran alrededor del mismo aserto: nada
necesita cambiarse. En la ópera todo debe cambiarse, pero
el cambio está bloqueado. Una vez más hemos de evitar la
indignación, ya que si intentamos simplificar el problema
considerando la tradición como la principal barrera entre
nosotros y un teatro vivo, volveremos a no comprender el
verdadero problema. Existe un elemento mortal en todas
partes: en el ambiente cultural, en nuestros valores
artísticos heredados, en el marco económico, en la vida del
actor, en la función del crítico. Al examinar todo esto vemos
que engañosamente lo opuesto también parece cierto, ya
que dentro del teatro mortal existen a menudo aleteos de
vida auténtica, frustrados o incluso momentáneamente
satisfactorios.
En Nueva York, por ejemplo, el elemento más mortal es
sin duda el económico. Esto no significa que sea malo todo
trabajo que se hace allí, sino que una obra que, por motivos
económicos, no puede ensayarse más de tres semanas cojea
desde el principio. Claro está que la cuestión tiempo no es el
objetivo supremo: no resulta imposible lograr un
sorprendente resultado en tres semanas. En el teatro, lo que
de modo vago llamamos oficio, o suerte, origina de vez en
cuando una asombrosa energía, y la capacidad inventiva se
sucede en una relampagueante reacción en cadena. No
obstante, esto es raro: el sentido común nos dice que si de
modo sistemático los ensayos no pasan de tres semanas, la
mayor parte de los elementos se resienten. No cabe la
experimentación ni es posible el verdadero riesgo artístico. El
director, al igual que el actor, ha de entregar la mercancía o
lo despiden. Cierto es que también se puede emplear mal el
tiempo; cabe discutir y preocuparse por una obra durante
meses sin que dicho trabajo dé resultado alguno. He visto en
Rusia puestas en escena de obras de Shakespeare tan
convencionales que los dos años de discusión y trabajo de
archivo no han dado mejor resultado que el obtenido en tres
semanas por cualquier compañía formada al azar. Conocí a un
actor que ensayó el papel de Hamlet durante siete años, sin
llegar a interpretarlo en público ya que el director murió antes
de finalizar su labor. Por el contrario, la puesta en escena de
obras rusas ensayadas durante años según el método
Stanislavsky sigue manteniendo un nivel interpretativo
envidiable. El Berliner Ensemble emplea bien el tiempo,
libremente, dedicando unos doce meses a cada nueva obra, y
durante años ha montado un repertorio de espectáculos cada
uno de los cuales es notable y capaz de llenar el teatro. En
términos capitalistas, se trata de un negocio más fructífero
que el teatro comercial, en el cual rara vez tienen éxito los
espectáculos
montados
de
manera
confusa
y
chapuceramente. Cada temporada en Broadway o en Londres
gran número de espectáculos se hunden al cabo de una o dos
semanas debido a su propio absurdo. No obstante, el
porcentaje de fracasos no ha hecho tambalearse al sistema y
se mantiene la creencia de que finalmente dará resultado. En
Broadway
el
precio
de
las
localidades
aumenta
continuamente y no deja de ser paradójico que, cuanto más
desastrosa es una temporada, más dinero produce la obra de
éxito. Mientras que cada vez asiste menos público, cada vez
es mayor la suma recaudada, hasta que finalmente el último
millonario que quede pagará una fortuna por una
representación que le tendrá a él como único espectador. Es
decir, que lo que es mal negocio para unos lo es bueno para
otros, todo el mundo se lamenta y, sin embargo, muchos
desean que continúe el sistema.
Las consecuencias artísticas son graves. Broadway no es
una selva, sino una máquina en la cual muchas partes
permanecen unidas. Pero cada una de dichas partes está
embrutecida; ha sido deformada para acoplarla y para que
funcione suavemente. Éste es el único teatro del mundo en
que todo artista —y en esta palabra incluyo a diseñadores,
compositores, electricistas, así como actores— necesita un
agente para su protección personal. Parece melodramático,
pero lo cierto es que en cierto sentido todos se hallan en
permanente peligro; trabajo, reputación y medio de vida
están en equilibrio diario. En teoría esta tensión debería llevar
a un ambiente de temor, en cuyo caso se vería claramente su
destructividad. Sin embargo, en la práctica esta tensión lleva
directamente al famoso ambiente de Broadway, muy emotivo
y que vibra con aparente cordialidad y buen ánimo. El primer
día de ensayos de House of Flowers, su compositor, Harold
Arlen, se presentó con champaña y regalos para todos
nosotros. Mientras abrazaba y besaba a los intérpretes,
Truman Capote, autor del libreto, me susurró: «Hoy todo es
afecto; mañana será cuestión de abogados». Era cierto. Antes
de que el espectáculo llegara a la ciudad, Pearl Bailey me
había entregado una provisión de 50.000 dólares. Para un
extranjero todo era (visto con mirada retrospectiva) divertido
y excitante, todo quedaba protegido y excusado con la
expresión «negocio de espectáculos», pero en términos
precisos el entusiasmo brutal guarda directa relación con la
falta de finura sentimental. En tales condiciones raramente se
dan esa calma y seguridad en las cuales uno se atreve a
exponerse a sí mismo. Me refiero a la verdadera y no
espectacular intimidad que se derivan del largo trabajo y
auténtica confianza con otras personas; en Broadway es fácil
obtener un tosco gesto de exposición personal, pero esto no
tiene nada que ver con la sutil y sensible relación que existe
entre personas que trabajan confiadamente juntas. Cuando
los norteamericanos dicen que envidian a los ingleses se
refieren a esta peculiar sensibilidad, a este desigual dar y
tomar. A esto lo llaman estilo y lo consideran como un
misterio. Al hacer el reparto de una obra en Nueva York, si le
dicen a uno que un actor «tiene estilo», por lo general
significa que su arte interpretativo es imitación de una
imitación de un europeo. En el teatro norteamericano la gente
habla seriamente de estilo, como si fuera un modo que pu-
diera adquirirse, y los actores que han interpretado a los
clásicos y la crítica los ha adulado haciéndoles creer que «lo»
tienen, hacen todo lo posible para perpetuar la idea de que
estilo es un raro algo que sólo poseen unos pocos caballeros
actores. Sin embargo, Estados Unidos podría tener fácilmente
un gran teatro propio. Posee todos los elementos; hay fuerza,
valor, humor, dinero constante y capacidad para hacer frente
a las dificultades.
Cierta mañana estuve en el Museo de Arte Moderno
observando cómo la gente se arracimaba para sacar la
entrada cuyo precio era de un dólar. Casi todas esas personas
tenían el vivó aspecto de un buen público, de acuerdo con el
modelo de público para el que uno desearía trabajar. En
potencia existe en Nueva York uno de los mejores públicos
del mundo. Por desgracia rara vez va al teatro.
Rara vez va al teatro porque los precios de las entradas
son demasiado altos. Cierto es que puede pagarlos, pero no
es menos cierto que ha quedado decepcionado muy a
menudo. No es casual que Nueva York sea la ciudad que
cuenta con los críticos más poderosos y duros del mundo.
Año tras año, el público se ha visto obligado a convertir en
cotizados expertos a simples hombres falibles, de la misma
manera que un coleccionista no puede exponerse a correr el
riesgo solo cuando compra una obra costosa: la tradición de
los expertos tasadores de obras de arte como Duveen,
engloba asimismo el negocio teatral. De esta forma el
círculo se cierra; no sólo los artistas, sino también el público,
ha de tener sus protectores, y la mayoría de los individuos
curiosos, inteligentes y no conformistas se mantienen
apartados. Esta situación no es única de Nueva York. Viví
muy de cerca una experiencia semejante cuando
representamos La danza del sargento Mus-grave, de John
Arden, en el Athenée de París. La obra constituyó un rotundo
fracaso —casi toda la crítica nos fue adversa— y la sala
estaba prácticamente vacía. Convencidos de que la obra
había de tener un público en alguna parte de la ciudad,
anunciamos tres representaciones gratis. Y este señuelo
produjo el ambiente de los grandes estrenos. La policía tuvo
que intervenir para poner orden en la multitud, que se
apiñaba ante la puerta del teatro, y la obra se desarrolló
magníficamente, ya que los actores, alentados por el
entusiasmo de la sala, ofrecieron su mejor interpretación,
premiada con ovaciones. Esa misma sala que la noche
anterior parecía muerta era un hervidero de comentarios y
murmullos. Al final, encendimos las luces y observamos al
público, compuesto en su mayoría por jóvenes bien
trajeados. Françoise Spira, directora del teatro, salió al
escenario.
—¿Hay alguno de ustedes que no
podría pagar la entrada? Un hombre
levantó la mano.
—Y los demás, ¿por qué han esperado a que
fuera gratis para venir? —La obra tuvo mala
crítica.
—¿Creen ustedes en la crítica? Unánime coro
de «¡No!». —Entonces ¿por qué...?
Y de todas partes la misma respuesta: el riesgo es
demasiado grande, demasiadas decepciones. Vemos aquí
cómo se traza el círculo vicioso. Constantemente el teatro
mortal cava su propia fosa.
Cabe también abordar el problema de manera distinta. Si
el buen teatro depende de un buen público, entonces todo
público tiene el teatro que se merece. No obstante, ha de ser
muy duro para los espectadores que les hablen de la
responsabilidad de un público. ¿Cómo puede hacerse frente a
esto, en la práctica? Sería triste que un día la gente fuera al
teatro sin sentirse obligada. Una vez dentro de la sala el
público no puede hacerse «mejor» de lo que es. En cierto
sentido, el espectador no puede hacer nada. Y sin embargo,
lo anterior encierra una contradicción que no se puede
ignorar, ya que todo depende de él.
En su gira por Europa con El rey Lear, la interpretación de
la
Royal
Shakespeare
Company
fue
mejorando
constantemente, alcanzando su punto más alto entre
Budapest y Moscú. Resultaba fascinante comprobar hasta qué
extremo influía en los actores un público formado en su
mayoría por personas con escaso conocimiento de inglés.
Estos públicos aportaron tres cosas: amor hacia la obra,
vehemente deseo de ponerse en contacto con extranjeros y,
sobre todo, la experiencia de una vida en la Europa de los
últimos años que los capacitaba para adentrarse en los
dolorosos temas de la pieza. Este público expresaba la
calidad de su atención en silencio, concentrado, creando en la
sala un ambiente que afectaba a los actores, como si se
hubiera encendido una luz brillante sobre su trabajo. El
resultado fue que quedaron iluminados los pasajes más
oscuros; la interpretación adquirió tal complejidad de
significado y espléndido empleo del idioma inglés que pocos
podían seguirlo literalmente y, sin embargo, todos eran
capaces de sentirlo. Los actores, emocionados y excitados,
partieron hacia Estados Unidos, dispuestos a mostrar a un
público de lengua inglesa todo lo que esta experiencia les
había enseñado. Hube de regresar a Inglaterra y tardé unas
semanas en reunirme con la compañía en Filadelfia, donde
tuve la desagradable sorpresa de comprobar que gran parte
de la calidad interpretativa había desaparecido. No cabía
culpar a los actores, ya que se esforzaban en trabajar lo
mejor posible. Lo que había cambiado era la relación con el
público. El de Filadelfia, que entendía inglés perfectamente,
estaba compuesto en su mayoría por personas no interesadas
en la obra, que habían acudido por razones de tipo
convencional: porque era un acontecimiento social, porque
las esposas habían insistido, etc. Sin duda, existía una
manera de adentrar a este público en El rey Lear, pero no era
la nuestra. La austeridad de su puesta en escena, que tan
apropiada había parecido en Europa, dejaba ahora de tener
sentido. Al ver bostezar a la gente, me sentí culpable y
comprendí que se nos exigía algo más. De haber montado la
obra para el público de Filadelfia, lo hubiera acentuado todo
de manera distinta, sin hacer ninguna concesión, y el
desarrollo del espectáculo hubiera ido mejor. Pero nada podía
hacerse con una puesta en escena pensada para una gira. De
manera instintiva los actores respondían a esta nueva
situación subrayando todo lo que podía atraer la atención del
espectador, es decir, explotando cualquier pasaje excitante o
el mínimo asomo de melodrama, interpretando de manera
más tosca y en tono más alto y, naturalmente, haciendo
desaparecer esos pasajes intrincados que tanto habían
gustado al público extranjero y que, irónicamente, sólo un
público de lengua inglesa podía apreciar por completo. Por
último, nuestro empresario llevó la obra al Lincoln Centre
neoyorquino, gigantesca sala de mala acústica donde el
público se resentía de su escaso contacto con el escenario.
Nos llevaron a este teatro por razones económicas, hecho que
ilustra cómo se cierra el círculo de causa y efecto para que un
público o una sala malos o ambos a la vez hagan aparecer la
interpretación más ordinaria. También aquí los actores
respondían a la situación, pero no tenían elección, hablaban
en voz alta y malgastaban todo lo valioso de su trabajo. Este
peligro acecha en cada gira, ya que se aplican pocas de las
condiciones de la interpretación original, y el contacto con
cada público nuevo es a menudo una cuestión de suerte.
Antiguamente los cómicos ambulantes adaptaban su trabajo
a los distintos lugares; hoy día las elaboradas puestas en
escena carecen de esa flexibilidad. Cuando montarnos US,
espectáculo sobre la guerra del Vietnam realizado por el
grupo de happening del Royal Shakespeare Theatre,
decidimos rechazar cualquier invitación para hacer una gira.
Cada elemento del espectáculo había surgido en función de
esa parte de público londinense que acudía al teatro Aldwych
en 1966. La particularidad de este experimento consistía en
que no teníamos ningún texto escrito por un dramaturgo. El
contacto con el público, a través de compartidas referencias,
se convirtió en la esencia del espectáculo. De haber tenido un
texto hubiéramos podido interpretarlo en otros lugares; sin él,
hacíamos un happening todos nos dábamos cuenta de que
algo se perdía al interpretarlo aunque sólo fuera en Londres
durante cinco meses. Una representación hubiera sido el
ideal. Cometimos el error de incluirlo en nuestro repertorio.
Un repertorio repite y para repetir algo hay que fijarlo. Las
normas de la censura británica prohíben a los actores adaptar
e improvisar durante la representación. En ese caso concreto,
el hecho de fijar el espectáculo fue el comienzo de su
deslizarse hacia lo mortal, ya que la vivacidad de los actores
se desvaneció al disminuir la inmediata relación con su
público y con su tema.
Durante una charla ante un grupo universitario intenté
ilustrar cómo un público influye sobre los actores por la
calidad de su atención. Pedí un voluntario. Al joven que salió
le di una hoja en la cual estaba mecanografiado un fragmento
de La investigación, obra de Peter Weiss sobre Auschwitz. El
párrafo describía el conjunto de cadáveres en el interior de
una cámara de gas. Cuando el voluntario comenzó a leer el
fragmento para sí, del público surgió esa risita burlona que
todos los públicos dedican a uno de los suyos cuando creen
que está a punto de hacer el ridículo. Pero el voluntario
estaba demasiado impresionado y aterrado por lo que leía
para reaccionar con las acostumbradas muecas de timidez.
Algo de su seriedad y concentración llegó hasta el público y
se hizo un silencio. A solicitud mía comenzó a leer en voz alta.
Las primeras palabras estaban cargadas con su propio y
horrible significado, así como con la respuesta del lector ante
ellas. El público comprendió inmediatamente. Se hizo uno con
el lector, con el párrafo; la sala de conferencias y el voluntario
que había subido a una plataforma se desvanecieron, y la
desnuda evidencia de Auschwitz era tan intensa que se
apoderó de todo. No sólo el lector continuó hablando en
medio del más atento silencio, sino que técnicamente su
forma de leer era perfecta; ni tenía ni le faltaba gracia, ni era
hábil ni le faltaba habilidad, su perfección se debía a que el
lector no tenía que concentrarse para tomar conciencia de sí
mismo, para preguntarse si empleaba
la
entonación
adecuada. Sabía que el público deseaba escuchar y quería
dejarle escuchar: las
imágenes encontraron su propio nivel
y guiaron su voz inconscientemente hacia el apropiado
volumen y tono.
Solicité después otro voluntan o, a quien di a leer el
párrafo de Enrique V con el número y nombres de los
franceses e ingleses muertos. Al leerlo en voz alta apa-
recieron todos los defectos del actor aficionado. Una ojeada al
libro de Shakespeare había puesto en funcionamiento una
serie de reflejos condicionados sobre la forma de decir el
verso. Le salió una voz falsa que pugnaba por. ser noble e
histórica,
redondeaba
pomposamente
las
palabras,
acentuaba con torpeza, se le trababa la lengua, caía en
envaramiento y confusión, y el público le seguía con escaso
interés. Al terminar, pregunté a los espectadores por qué no
se habían tomado la lista de muertos en Agincourt con la
misma seriedad que la descripción de los gaseados en
Auschwitz, pregunta que provocó un vivo coloquio. —
Agincourt es el pasado. — También Auschwitz es el pasado. —
Sólo desde hace quince años. —Entonces, ¿cuánto tiempo ha
de transcurrir para considerarlo pasado?
—¿Cuándo un cadáver es histórico?— ¿Cuántos años se
necesitan para hacer, romántica la matanza?
Tras un rato de coloquio propuse un experimento. El
voluntario leería el párrafo de nuevo, haciendo una pausa tras
cada nombre, y el público aprovecharía esos silencios para
rememorar y agrupar sus impresiones de Auschwitz y
Agincourt, para esforzarse en llegar al convencimiento de que
esos nombres fueron individuos, como si la matanza siguiera
viva en el recuerdo. El voluntario comenzó a leer de nuevo y
el público se aplicó a desempeñar el papel que le
correspondía. Después de pronunciar el primer nombre, el
silencio se hizo más denso. La tensa emoción que se apoderó
del lector, compartida entre éste y el público, le llevó a
olvidarse de sí mismo y concentrarse en lo que leía. El
público, que se mantenía absorto, comenzó a guiarle: sus
inflexiones se hicieron sencillas y su ritmo auténtico, lo que a
su vez aumentó el interés del público, estableciéndose así
una doble corriente. Al terminar la lectura, no fueron
necesarias las explicaciones, ya que el público se había visto
en acción, había comprendido qué densidad puede tener el
silencio.
Naturalmente, como todos los experimentos, éste era
artificial: se le concedía al público un papel activo
desacostumbrado y dicho papel dirigía a un actor sin
experiencia. Por regla general un actor experimentado que
lea este párrafo impondrá al público un silencio que guardará
proporción con el grado de verdad que consiga darle. De vez
en cuando, un actor domina por completo la sala y entonces,
como un primer espada, manipula al público de la manera
que quiere. Sin embargo, por lo general, este dominio no
proviene sólo del escenario. Por ejemplo, tanto a los actores
como a mí nos recompensa más interpretar La visita de la
vieja dama y Marat-Sade en Estados Unidos que en Inglaterra.
Los ingleses se niegan a considerar La visita en los propios
términos de la obra, no aceptan la crueldad latente que existe
en cualquier comunidad pequeña, y cuando la interpretamos
en las provincias inglesas, prácticamente con los teatros
vacíos, la reacción de los escasos asistentes era «No es real»,
«No ha podido ocurrir», y la enjuiciaban positiva o
negativamente a nivel de fantasía. Marat-Sade gustó en
Londres no tanto como obra sobre la revolución, la guerra y la
locura, sino como despliegue de teatralidad. Las
contradictorias palabras «literario» y «teatral» tienen muchos
significados, pero en el teatro inglés, cuando se emplean
como elogio, muy a menudo señalan el modo de evitar el
contacto con temas inquietantes. La reacción del público
norteamericano ante estas dos obras fue mucho más directa,
aceptando sin reservas que el hombre es codicioso y asesino,
un loco en potencia. Quedó prendido por la materia
dramática, y en el caso de La visita ni siquiera comentó el
18hecho de que el tema se le contaba de manera poco familiar,
expresionista. Se limitó a discutir lo que la obra decía. Los
grandes éxitos de Kazan-Williams-Miller, así como Virginia
Woolf, de Albee, emplazaron a los públicos a encontrar a los
actores en el compartido territorio que forman el tema y el
interés, con lo que el círculo interpretativo quedó afianzado y
completo.
En Estados Unidos surgen importantes movimientos
tanto en favor de lo mortal como en contra. Hace años nació
el Actors' Studio para dar fe y continuidad a esos
infortunados artistas que rápidamente se estaban quedando
sin trabajo. Basando su serio y sistemático estudio sobre una
parte de las enseñanzas de Stanislavsky, el Actors' Studio
desarrolló una escuela interpretativa muy notable que se
adecuaba perfectamente a las necesidades de los
dramaturgos y público de su tiempo. A los actores se les
seguía exigiendo que su trabajo diera fruto en tres semanas,
pero estaban respaldados por la tradición dé la escuela y no
llegaban con las manos vacías al primer ensayo. Este medio
de enseñanza dio fuerza e integridad al trabajo de los
intérpretes. El método rechazaba las imitaciones de tipo clisé
de la realidad y obligaba al actor a buscar en él algo más
real. Para ponerlo de manifiesto tenía que vivirlo, y de esta
manera la interpretación se convirtió en un estudio
profundamente naturalista. Si bien la palabra «realidad»
tiene muchos significados, en este caso se entendía como Ja
parte de realidad que reflejaba a la gente y a los problemas
que rodeaban al actor, y que coincidía con las partes de
existencia que los escritores del momento, Miller, Tennessee
Williams, Inge, intentaban definir. De manera semejante, el
teatro de Stanislavsky saca su fuerza del hecho de
adecuarse a las necesidades de los mejores clásicos rusos,
interpretados de manera naturalista. En Rusia, durante cierto
número de años, método, público y obra formaron un
coherente todo. Luego, Meyerhold desafió a Stanislavsky,
proponiendo un estilo interpretativo diferente con el fin de
captar otros elementos de la «realidad». Pero Meyerhold
desapareció. Ahora en Norteamérica ha llegado el momento
para
que
aparezca
un
Meyerhold,
ya
que
las
representaciones naturalistas de la vida no les parecen
adecuadas a los norteamericanos para expresar las fuerzas
que los impulsan. En la actualidad se discute a Genet, se
vuelve a valorar a Shakespeare, se cita a Artaud, se habla
mucho sobre ritual, y todo ello por razones realistas, pues
muchos aspectos concretos de la vida americana sólo se
pueden captar bajo esa forma. Hasta hace poco tiempo los
ingleses envidiaban la vitalidad del teatro norteamericano.
Hoy día el péndulo se inclina hacia Londres, como si los
ingleses tuvieran todas las llaves. Hace años, en el Actors'
Studio, vi a una muchacha que se disponía a enfrentarse con
un párrafo de lady Macbeth fingiendo ser un árbol. Cuando lo
conté en Inglaterra les pareció cómico, e incluso hoy día
muchos actores ingleses tienen aún que descubrir por qué
esos extraños ejercicios son tan necesarios. En Nueva York,
sin embargo, la muchacha no tenía que pasar por la
experiencia de la improvisación y del trabajo colectivo, que
ya había aceptado, y lo que necesitaba era entender el
significado y exigencias de la forma; de pie, con los brazos
extendidos,
intentando
«sentir»,
derrochaba
equivocadamente su ardor y su energía.
Todo esto nos lleva de nuevo al mismo problema. La
palabra «teatro» tiene muchos significados imprecisos. En la
mayor parte del mundo, el teatro carece de un lugar exacto
en la sociedad, de un propósito claro, y sólo existe en
fragmentos: un teatro persigue el dinero, otro busca la gloria,
éste va en busca de la emoción, aquél de la política, otro
busca la diversión. El actor queda atado de pies y manos,
confundido y devorado por condiciones que escapan a su
control. A veces los actores pueden parecer celosos o frívolos,
pero nunca he conocido a un actor que no quisiera trabajar.
En este deseo radica su fuerza, y es lo que hace que los
profesionales se entiendan entre sí en todas partes. Pero el
actor no puede reformar solo su profesión. En un teatro con
pocas escuelas y sin objetivos, el intérprete es por lo general
la persona que sirve de instrumento, no el instrumento. Sin
embargo, cuando el teatro vuelve al actor, el problema sigue
sin resolverse. Por el contrario, la interpretación mortal pasa a
ser el núcleo de la crisis.
El dilema del actor no es exclusivo de los teatros
comerciales con su inadecuado tiempo para ensayar. Los
cantantes y a menudo los bailarines no se apartan de sus
maestros; los actores, una vez lanzados, no tienen nada que
los ayude a desarrollar su talento. En cuanto alcanzan cierta
posición, dejan de estudiar. Consideremos, por ejemplo, a un
actor joven, no formado, sin desarrollar, pero pleno de talento
y de posibilidades. Rápidamente descubre lo que ha de hacer
y, tras dominar sus dificultades primeras, con un poco de
suerte se encuentra en la envidiable posición de tener un
trabajo que le gusta, que lo hace bien y que le proporciona
dinero y fama. Si desea perfeccionarse, su siguiente paso ha
de ser sobrepasar lo alcanzado y explorar lo verdaderamente
difícil. Pero ninguno tiene tiempo para enfrentarse a ese
problema. Sus amigos le son de poca utilidad, resulta
improbable que sus padres conozcan a fondo el arte de su
hijo, y su agente, que puede ser bienintencionado e
inteligente, no está allí para aconsejarle que rechace las
buenas ofertas en aras de un vago algo más que podría
mejorar su arte. Hacer una carrera y desarrollarse
artísticamente no van a la fuerza codo con codo; a menudo el
actor, al ir avanzando en su carrera, se estanca en su trabajo.
Es una triste historia cuyas excepciones no hacen más que
enmascarar la verdad.
¿Cómo distribuye su tiempo un actor?. Naturalmente, de
mil maneras, entre ellas tumbarse en la cama, beber, ir al
peluquero, visitar a su agente, actuar en una película,
registrar su voz, leer, a veces estudiar, últimamente incluso
juguetear un poco en política. No hace al caso que emplee su
tiempo de manera frívola o útil; lo cierto es que poco de lo
que hace guarda relación con su principal preocupación: no
estancarse como actor o, lo que es lo mismo, como ser
humano, es decir, esforzarse en desarrollar sus cualidades
artísticas. ¿Y dónde ha de realizarse ese esfuerzo? Una y otra
vez he trabajado con actores que, tras el acostumbrado
preámbulo de que «se ponían en mis manos», por mucho
que hagan les resulta trágicamente imposible desprenderse,
ni siquiera en los ensayos, de su propia imagen que ha
robustecido una interna vaciedad. Y cuando uno consigue
penetrar esta coraza, el resultado es el mismo que si se
golpeara la imagen en un aparato de televisión.
De repente, parece que en Inglaterra tenemos una
magnífica generación de actores jóvenes, como si
observáramos dos filas de hombres en una fábrica cami-
nando en direcciones opuestas: una de ellas avanza con aire
cansado, la otra se mueve con vigor y vitalidad. Tenemos la
impresión de que ésta supera a la anterior, que está formada
por hombres mejores. Si bien es parcialmente cierto, al final
la nueva promoción quedará tan cansada como la vieja,
resultado inevitable, ya que ciertas condiciones aún no han
sido cambiadas. Lo trágico es que el estatuto profesional de
los actores que cuentan más de treinta años rara vez supone
un auténtico reflejo de su talento. Existen incontables actores
que nunca han tenido la oportunidad de desarrollar
plenamente su innato potencial. Claro está que en una
profesión individualista se concede una importancia falsa y
exagerada a los casos excepcionales. Los actores
sobresalientes, al igual que todos los auténticos artistas,
tienen una misteriosa química psíquica, medio consciente y
con todo oculta en sus tres cuartas partes, que ellos mismos
sólo pueden definir como «instinto», «corazonada», «mil
voces», y que los capacita para desarrollar su visión y su
arte. Algunos casos especiales se rigen por reglas especiales:
una de las mejores actrices de nuestros días, que parece no
seguir ningún método en los ensayos, tiene en realidad un
extraordinario sistema cuyo enunciado resulta infantil. «Hoy
amasamos la harina», me dijo. «La pongo de nuevo a cocer
un poco más», «ahora necesita levadura», «esta mañana
estamos hilvanando». No importa la terminología; se trata de
ciencia precisa, tanto como si la expresara con fraseología
del Actors' Studio. Sin embargo, sólo ella se beneficia de su
método, ya que no puede comunicarlo de manera útil a las
personas que le rodean, y así, mientras ella «se cocina su
propio pastel», otro actor «interpreta su papel de la manera
que lo siente», y el tercero «busca el superobjetivo de
Stanislavsky» según la terminología de escuela dramática,
resulta imposible un verdadero trabajo conjuntado. Desde
hace tiempo se reconoce que pocos actores pueden mejorar
su arte si no forman parte de una compañía permanente. No
obstante, debemos decir que incluso una compañía
permanente está destinada a la larga a caer en un teatro
mortal si carece de objetivo, o sea de método, o sea de
escuela. Y, naturalmente, por escuela no entiendo un
gimnasio donde el actor haga ejercicio físico. Por sí sola, la
flexión de músculos no desarrolla ningún arte, de la misma
manera que las escalas no hacen a un pianista ni los
ejercicios digitales mueven el pincel de un pintor; sin
embargo, todo gran pianista ejercita sus dedos durante
muchas horas diarias y los pintores japoneses se esfuerzan a
lo largo de toda su vida en trazar un círculo perfecto. El arte
interpretativo es en ciertos aspectos el más exacto de todos,
y el actor se queda a medio camino si no se somete a un
aprendizaje constante.
¿Quién es, pues, el culpable de un teatro mortal? A los
críticos les silban los oídos de tanto como se ha hablado, en
público y en privado, de su labor; se ha pretendido hacernos
creer que ellos son los responsables de que se produzca esa
clase de teatro. Durante años hemos echado pestes de los
críticos, como si se tratase siempre de los mismos hombres
volando en reactor de París a Nueva York, yendo de
exposición de arte a sala de concierto o de teatro y
cometiendo siempre los mismos monumentales errores.
Como si a todos se los pudiera comparar con Tomás Becket,
el alegre y mujeriego amigo del rey que, al ser nombrado
cardenal, adoptó idéntica actitud de censura que la de sus
antecesores. Los críticos van y vienen; sin embargo, a juicio
de los criticados siempre son los mismos. Nuestro sistema, la
prensa, las exigencias del lector, el artículo dictado por
teléfono, los problemas de espacio, la cantidad de basura
que se exhibe en nuestros escenarios, el destructor efecto
que deriva de un trabajo repetido durante largo tiempo, todo
conspira para impedir que el crítico ejerza su función vital. El
hombre de la calle que va al teatro está en lo cierto al decir
que acude por su propio placer. Cuando el crítico asiste a un
estreno, puede decir que sirve al hombre de la calle, pero no
es exacto. El crítico no suministra consejos o advertencias en
secreto, su papel es mucho más importante, en realidad es
esencial, ya que un arte sin críticos se vería constantemente
amenazado por peligros mayores.
Por ejemplo, el crítico sirve siempre al teatro cuando
acosa a la incompetencia. Si se pasa la mayor parte de su
tiempo refunfuñando, casi siempre tiene razón. Ha de
aceptarse la tremenda dificultad de hacer teatro, que es, o
sería, si se hiciera auténticamente, el medio de expresión
más difícil de todos. El teatro no admite piedad, no hay en él
lugar para el error o el desperdicio. Una novela puede
sobrevivir aunque el lector salte páginas o capítulos enteros;
el público, apto para pasar del placer al aburrimiento en un
abrir y cerrar de ojos, se pierde irrevocablemente si no se
mantiene su atención. Dos horas es un tiempo corto y una
eternidad: utilizar dos horas del tiempo del público es un
singular arte. Sin embargo, este arte de tremendas
exigencias viene dado por una labor inconsistente. En un
vacío mortal existen pocos sitios donde podamos aprender
en la debida forma las artes del teatro; por lo tanto,
tendemos a acercarnos al teatro ofreciendo afecto en lugar
de ciencia. Y esto es lo que el infortunado crítico ha de juzgar
en las noches de estreno.
La incompetencia es el defecto, la condición y la tragedia
del mundo teatral en todos los niveles: por cada buena
comedia, revista musical o política, o incluso obra clásica que
vemos, existen docenas de otras piezas traicionadas casi
siempre por falta de la más elemental habilidad. Las técnicas
de la puesta en escena, del diseño, de la forma de hablar,
moverse en un escenario, sentarse, incluso escuchar, no son
suficientemente conocidas. Compárese lo poco que cuesta —
en términos generales— encontrar trabajo en muchos teatros
del mundo con el mínimo nivel de preparación que se le
exige, por ejemplo, a un concertista de piano. Pensemos en
los miles de profesores de música, residentes en miles de
pequeñas ciudades, capaces de interpretar todas las notas de
los pasajes más difíciles de Liszt o leer a simple vista a
Scriabin. En comparación con ellos, la mayor parte de nuestro
trabajo está a un nivel de aficionados. En su actividad
profesional, el crítico se encuentra con más incompetencia
que preparación. Una vez me solicitaron que fuera a montar
una ópera en el Oriente Medio, y en la carta de invitación me
indicaban con toda sinceridad que «nuestra orquesta no tiene
todos los instrumentos y da notas falsas, pero hasta el
presente nuestro público no se ha dado cuenta». Por fortuna,
el crítico tiende a observar y, en este sentido, su reacción
más violenta es válida, ya que es una llamada a la
competencia. Además de esta función vital, el crítico ejerce la
de marcar el camino. El crítico se une al juego mortal cuando
no acepta esta responsabilidad, cuando minimiza su propia
importancia. Por lo general, el crítico es un hombre sincero y
honrado, plenamente consciente de los aspectos humanos de
su profesión; se dijo que a uno de los famosos «carniceros de
Broadway» le atormentaba saber que de él dependía el futuro
y la felicidad de muchos. Incluso si es consciente de su poder
de destrucción, menosprecia su fuerza. Cuando el statu quo
está podrido —y pocos críticos lo pondrán en duda—, la única
posibilidad es juzgar los hechos en relación con un posible
objetivo, que ha de ser el mismo para el artista y el crítico, es
decir, el camino hacia un teatro menos mortal, aunque,
todavía, ampliamente indefinido. Éste es nuestro propósito,
nuestra compartida meta, y nuestra tarea común ha de ser la
observación de todas las señales y huellas que jalonan dicho
camino. En un sentido superficial nuestras relaciones con los
críticos pueden ser tirantes, pero en un sentido más profundo
dicha relación es absolutamente necesaria; al igual que el pez
en el océano, necesitamos unos de otros nuestros talentos
devoradores para perpetuar la existencia del lecho marino. Y
aún esto no es suficiente, ya que también es preciso
compartir los esfuerzos para subir a la superficie. Ahí radica la
dificultad para todos. El crítico es parte de un todo y carece
de verdadera importancia el hecho de que escriba sus
observaciones de manera rápida o lenta, breve o larga. ¿Se
ha hecho una idea de cómo pudiera ser el teatro en su
comunidad y revisa esta idea de acuerdo con cada
experiencia que vive? ¿Cuántos críticos ven su función desde
este prisma? Por esta razón, tanto mejor será un crítico
cuanto más ahonde. No veo más que ventajas en el hecho de
que un crítico se adentre en nuestras vidas, se reúna con
actores, charle, discuta, observe, intervenga. Me agraciaría
verlo metido de lleno en el ambiente, intentando manejar las
cosas por sí mismo. Cierto es que existe un pequeño
problema de índole social. ¿Cómo dirigirse a quien se acaba
de censurar en letras de molde? Cabe que de momento surja
una situación embarazosa, pero sería ridículo pensar que ése
es el motivo que impide a los críticos un contacto vital con el
ambiente del que forman parte. Tal situación puede vencerse
con facilidad y es evidente que una relación más estrecha no
pondrá al crítico en connivencia con las personas que ha de
conocer. Las críticas que la gente de teatro se dirige a sí
misma
son
con
frecuencia
devastadoras,
aunque
absolutamente necesarias. El crítico que no disfruta con el
teatro es un crítico mortal, quien lo ama pero no es
críticamente claro de lo que esto significa, también es un
crítico mortal; el crítico vital es el que se ha formulado con
toda claridad lo que el teatro pudiera ser, y tiene la suficiente
audacia para poner en riesgo su fórmula cada vez que
participa en un hecho teatral.
El gran problema del crítico profesional es que rara vez le
piden que se exponga a los hechos que pueden cambiar su
pensamiento: le resulta difícil contener su entusiasmo,
cuando hay tan pocas obras buenas en el mundo. Año tras
año el cine se nutre de rico material; en cambio, lo único que
pueden hacer los teatros es elegir entre grandes obras de
corte tradicional o piezas modernas más o menos buenas.
Nos hallamos ahora en otra zona capital del problema: el
dilema del escritor mortal.
Es tremendamente difícil escribir una obra de teatro. La
propia esencia del drama exige al dramaturgo que se adentre
en personajes opuestos. No es un juez, es un creador; incluso
si su primer intento dramático comprende sólo dos
personajes, ha de vivir plenamente con ellos, cualquiera que
sea su estilo. Esta entrega total de uno a otro personaje —
principio en que se basan todas las obras de Shakespeare y
de Chejov— es una tarea sobrehumana. Requiere un talento
singular que quizá no sé corresponde con nuestra época. Si a
menudo la obra del dramaturgo principiante parece tenue,
quizá se deba a que el campo de su experiencia humana no
es aún amplio; por otra parte, no hay nada más sospechoso
que el escritor maduro que se sienta a inventar caracteres y
nos cuenta todos los secretos de éstos. El rechazo de los
franceses a la forma clásica de la novela fue una reacción
contra la omnisciencia del autor. Si se pregunta a Marguerite
Duras qué siente su personaje contestará que no lo sabe; si
se le pregunta a Robbe-Grillet el motivo de un cierto acto de
alguno de sus personajes dirá: «Lo único que sé seguro es
que abrió la ventana con la mano derecha». Pero esta forma
de pensar no ha llegado al teatro francés, donde el autor
sigue haciendo en el primer ensayo su exhibición personal,
leyendo en voz alta e interpretando todas las partes. Esta es
la más exagerada forma de una tradición que resulta difícil
hacer desaparecer en el mundo entero. El autor se ha visto
obligado a convertir su especialidad en una virtud, a hacer de
lo literario una muleta para su vanidad, que, en su fuero
interno, sabe que no está justificada por su trabajo. Tal vez la
soledad es parte importante para la labor creadora del autor.
Es posible que sólo con la puerta cerrada, en comunicación
consigo mismo, pueda dar forma a imágenes y conflictos
interiores que le sería imposible expresar en público. No
sabemos cómo trabajaban Esquilo o Shakespeare. Lo único
que sabemos es que gradualmente la relación entre el
hombre que en su casa se sienta a expresarlo todo en el
papel y el mundo de la escena y de los actores cada vez es
más tenue, más insatisfactoria. Los mejores dramaturgos
ingleses salen del propio teatro: Wesker, Arden, Osborne,
Pinter, para citar claros ejemplos, son tanto directores y
actores como dramaturgos e incluso a veces han sido
empresarios.
Trátese de hombres de letras o de actores, lo cierto es
que a muy pocos autores se les puede aplicar el calificativo
de inspirados. Si el dramaturgo fuera amo y no víctima cabría
decir que había traicionado al teatro. Como es lo segundo,
debemos decir que traiciona por omisión; los autores no
hacen frente al desafío de su época. Naturalmente, aquí y
allá, hay excepciones, brillantes, asombrosas. Pero vuelvo a
comparar la cantidad de nuevo material que entra en las
películas con la producción mundial de textos dramáticos. En
las nuevas piezas que se proponen imitar la realidad se
acentúa más lo imitativo que lo real; en las que exploran
caracteres, rara vez se pasa de personajes tópicos; si lo que
ofrecen es argumento lo llevan a extremos atractivos; incluso
si lo que desean evocar es un ambiente elevado, se
contentan por lo general con la calidad literaria de la frase
bien construida, si persiguen la crítica social, rara vez tocan el
meollo del problemas; pretenden hacer reír, emplean medios
muy gastados.
Por consiguiente, a menudo nos vemos obligados a
elegir entre reponer obras viejas o montar piezas nuevas que
consideramos inadecuadas, sólo como un gesto hacia el
tiempo presente. O bien crear por nuestra cuenta una obra,
como, por ejemplo, cuando un grupo de actores y escritores
del Royal Shakespeare Theatre, ante la existencia de una
pieza sobre el Vietnam, montaron una mediante el empleo de
técnicas de improvisación con el fin de llenar el vacío. La
creación en grupo puede ser infinitamente más rica, si el
grupo es rico, que el producto de un individuo poco relevante,
aunque esto no demuestra nada. Lo cierto es que se necesita
al autor para alcanzar esa cohesión y enfoque finales que un
trabajo colectivo no puede realizar. En teoría pocos hombres
hay tan libres como el dramaturgo, quien puede llevar el
mundo entero al escenario. Pero de hecho es un ser
extrañamente tímido. Observa la vida y, al igual que todos
nosotros, sólo ve un minúsculo fragmento, un aspecto que
capta su imaginación. Por desgracia, raramente intenta
relacionar este detalle con una estructura más amplia, como
si aceptara sin discusión que su intuición es completa y su
realidad toda la realidad, como si su creencia en su propia
subjetividad como instrumento y fuerza le excluyera de toda
dialéctica entre lo que ve y lo que capta. Existe, pues, el autor
que explora su experiencia interior en profundidad o el que se
aparta de esta zona para estudiar el mundo exterior, cada
uno de ellos convencido de que su mundo es completo. Si no
hubiera existido Shakespeare cabria afirmar que la
combinación de los dos era imposible. Sin embargo, el teatro
isabelino existió y su ejemplo cuelga constantemente sobre
nuestras cabezas. Hace cuatrocientos años le fue posible a un
dramaturgo
presentar
en
abierto
conflicto
los
acontecimientos del mundo exterior, los procesos internos de
hombres complejos aislados como individuos, la amplitud de
sus temores y
aspiraciones. El drama era exposición,
confrontación, contradicción
que llevaba al análisis, al
compromiso, al reconocimiento y, finalmente, al despertar
del entendimiento. Shakespeare no era una cima sin base
que flotara de manera mágica sobre una nube, sino que se
sustentaba
en
docenas
de
dramaturgos
menores,
naturalmente con menos talento, pero que compartían la
ambición de lucha contra lo que Hamlet llama las formas y
presiones de la época. Claro está que un teatro neoisabelino
basado en el verso y en la pompa sería una monstruosidad.
Esto nos lleva a considerar el problema más de cerca con el
fin de saber cuáles son exactamente las cualidades
especiales de Shakespeare. Surge en seguida un simple
hecho. Shakespeare empleaba la misma unidad de tiempo
que hoy día: unas horas. Usaba este período de tiempo
apretando, segundo a segundo, una cantidad de material vivo
de
increíble
riqueza.
Dicho
material
lo
presenta
simultáneamente en una infinita variedad de niveles, se
adentra muy hondo y sube muy alto: los recursos técnicos, el
empleo de la prosa y del verso, los numerosos cambios de
escenas, excitantes, divertidos, turbadores, fueron los medios
de que se valió el autor para satisfacer sus necesidades. El
autor tenía un objetivo preciso, humano y social que era el
motivo de su búsqueda temática, el motivo de la
investigación de sus medios de expresión, el motivo para
escribir teatro. El autor moderno sigue maniatado en las
prisiones de la anécdota, consistencia y estilo, condicionado
por las reliquias de los valores Victorianos que le hacen creer
que ambición y pretensión son sucias palabras. Sin embargo,
¡cuánto las necesita! Ojala fuera ambicioso, ojala pusiera una
pica en Flandes. No lo conseguirá mientras sea un avestruz,
un aislado avestruz. Antes de levantar la cabeza ha de
enfrentarse .también a la misma crisis, ha de descubrir
también lo que a su entender debe ser el teatro.
Claro está que un autor sólo puede, trabajar con lo que
tiene, sin poder saltar de su propia sensibilidad. Ha de ser él
mismo, ha de escribir sobre lo que ve, piensa y siente. Pero
tiene la posibilidad de corregir el instrumento a su
disposición. Cuanto más claramente reconozca los eslabones
perdidos en sus relaciones, cuanto con mayor exactitud
comprenda que nunca es bastante profundo en bastantes
aspectos de la vida, ni bastante profundo en bastantes
aspectos del teatro, y que su necesario aislamiento es
también su prisión, más fácil le será encontrar maneras de
unir cabos sueltos de observación y experiencia que hasta el
presente los tiene desunidos.
Intentaré concretar más el problema con que se enfrenta
el escritor. Las necesidades del teatro han cambiado, aunque
esta diferencia no obedece simplemente a la moda. No se
trata de que hace cincuenta años estuviera en boga un
determinado tipo de teatro y que ahora el autor que sabe
tomar el «pulso del público» hable con nuevo lenguaje. La
diferencia radica en que durante largo tiempo los
dramaturgos tuvieron mucho éxito aplicando al teatro valores
de otros campos. El hecho de que un hombre supiera
«escribir» —y por tal se entendía la habilidad de unir palabras
y frases de elegante manera— se consideraba como el
comienzo de una buena carrera en el teatro. Si un hombre era
capaz de inventar un buen argumento o sabía expresar lo que
se describe como «conocimiento de la naturaleza humana»,
estas cualidades se tenían al menos como escalones que
llevaban a escribir buen teatro. Ahora las tibias virtudes de la
buena artesanía, de la construcción correcta, de los telones
eficaces y del diálogo crispado han vuelto a su sitio
verdadero. Por otra parte, la influencia de la televisión ha
acostumbrado a toda clase de público a formar su juicio de
manera instantánea —en el mismo momento en que capta el
plano en la pequeña pantalla—, y, por consiguiente, el
espectador sitúa escenas y caracteres sin ayuda, sin
necesidad de que un «buen artesano» tenga que explicarlo. El
constante descrédito de las virtudes no teatrales comienza
ahora a aclarar el camino a otras virtudes, que están más
estrechamente relacionadas con la forma teatral y que son
también más exigentes. Si partimos de la premisa de que un
escenario es un escenario —no el lugar adecuado para
desarrollar una novela, una conferencia, una historia o un
poema escenificados—, la palabra dicha en ese escenario
existe, o deja de existir, sólo en relación con las tensiones que
crea en dicho escenario y dentro de las circunstancias
determinadas de ese lugar. En otras palabras, aunque el
dramaturgo traslada a la obra su propia vida, que se nutre de
la vida circundante —un escenario vacío no es una torre de
marfil-—, la elección que hace y los valores que observa sólo
tienen fuerza en proporción a lo que crean en el lenguaje
teatral. Ejemplos de esto se dan siempre que un autor, por
razones morales o políticas, intenta que su obra sea
portadora de algún mensaje. Sea cual sea el valor de dicho
mensaje, únicamente surtirá efecto si marcha acorde con los
valores propios de la escena. Un autor moderno se engaña si
cree que puede «emplear» como medio expresivo una forma
convencional. Eso era posible cuando las formas
convencionales seguían teniendo validez para su público. Hoy
día ya no es así e incluso el autor que no se preocupa por el
teatro como tal, sino sólo por lo que intenta decir, se ve
obligado a comenzar por la raíz, es decir, a enfrentarse con el
problema de la propia naturaleza de la expresión dramática.
No hay otra salida, a no ser que pretenda emplear unos
medios de segunda mano que ya no funcionan de manera
adecuada y que es muy improbable que le lleven adonde
quiere ir. Aquí el auténtico problema del autor encaja
perfectamente con el problema del director.
Cuando oigo a algún director decir volublemente que
sirve al autor, que deja que la obra hable por sí misma,
desconfío de inmediato, ya que eso es una de las cosas más
difíciles. Sí se deja hablar a una obra puede que no emita
sonido alguno. Si lo que se desea es que la obra se oiga, hay
que sacarle el sonido. Esta labor exige numerosos y
reflexionados esfuerzos, y el resultado puede ser de gran
sencillez. Sin embargo, intentar «ser sencillo» puede ser muy
negativo, una fácil evasión de los pasos necesarios que llevan
a la respuesta sencilla.
Extraño papel el del director: no pretende que se le
considere como a un dios, y, sin embargo, una instintiva
conspiración de los actores hace de él un arbitro, ya que eso
es lo que se necesita. En cierto sentido, el director es
siempre un impostor, un guía nocturno que no conoce el
territorio, y, no obstante, carece de elección, ha de guiar y
aprender el camino mientras lo recorre. A menudo esas
notas características del teatro mortal le esperan al acecho
cuando no reconoce esta situación y espera lo mejor, en
lugar de hacer frente a lo peor.
Dichas notas siempre nos devuelven a la repetición: el
director mortal emplea fórmulas, métodos, chistes y efectos
viejos, y lo mismo cabe decir de sus colaboradores,
diseñadores y compositores, si no parten cada vez de cero
ante el vacío, el desierto y la verdadera cuestión de por qué
y para qué las ropas y la música. Un director mortal no
desafía a los reflejos condicionados que cada parte del
31montaje debe contener.
Durante medio siglo, al menos, se ha aceptado que el
teatro es una unidad y que todos los elementos deben
fundirse, y esto es lo que determinó la aparición del director
escénico. Sin embargo, se trata de una unidad externa, de la
suficiente mezcla externa de estilos para que los que son
contradictorios no produzcan una sensación poco armónica.
Si consideramos cómo puede expresarse la unidad interna de
un trabajo complejo, llegamos a la conclusión de lo contrario,
es decir, que es esencial la no armonía de los elementos
externos. Si profundizamos en el tema y consideramos al
público —y a la sociedad de la que procede dicho público—,
observamos que la verdadera unidad de todos estos
elementos puede estar mejor servida por factores que en
otros niveles parecen desagradables, discordantes y
destructivos.
Quizá una sociedad estable y armónica sólo necesite
buscar medios de reflejar y reafirmar en su teatro esa
armonía, uniendo a intérpretes y público en un mutuo «sí».
Pero a menudo un mundo cambiante y caótico ha de elegir
entre un teatro que ofrece un espurio «sí» o una provocación
tan intensa que astilla a • su público en fragmentos de
vividos «noes».
Las charlas que he dado sobre estos temas me han
enseñado mucho. Siempre hay alguien que surge con
preguntas de este tipo: a) si creo que todos los teatros que
no están al nivel más alto han de cerrarse; b) si creo que es
malo que la gente se divierta en un buen espectáculo; c) cuál
es mi opinión sobre el teatro no profesional.
Suelo responder que en modo alguno quisiera pasar por
censor, prohibir algo o estropear la diversión de nadie. Tengo
la máxima consideración por los teatros de repertorio, así
como por los grupos que a lo ancho del mundo se esfuerzan,
en condiciones difíciles, por mantener el nivel de su trabajo.
Me merece el máximo respeto el deleite ajeno y
particularmente su frivolidad. Yo mismo entré en el teatro
por razones voluptuosas y en cierto modo irresponsables. La
distracción es algo excelente. Pero a mi vez pregunto a mis
interlocutores si realmente creen que, en conjunto, los
teatros les dan lo que esperan o desean.
32No me preocupa de manera particular el derroche, pero
creo que es una pena no saber qué se está derrochando.
Algunas señoras ancianas usan billetes de una libra como
señal en los libros, necia costumbre si se hace de manera
distraída.
El problema del teatro mortal es semejante al del
pelmazo. Todo individuo pelmazo tiene cabeza, corazón,
brazos, piernas, cuenta por lo general con familia y amigos,
incluso tiene admiradores. Sin embargo, suspiramos cuando
nos lo encontramos, y con este suspiro lamentamos que, por
la razón que sea, se halle en el fondo y no en la cima de sus
posibilidades. Al decir mortal no queremos decir muerto, sino
algo deprimentemente activo y, por lo tanto, capaz de
cambio. El primer paso hacia dicho cambio consiste en
admitir el hecho sencillo, aunque desagradable, de que lo
que en el mundo se llama teatro es el disfraz de una palabra
en otro tiempo plena de sentido. Tanto en guerra como en
paz, el colosal carromato de la cultura sigue rodando y aporta
las huellas de cada artista al montón cada vez más alto de las
inmundicias. Teatros, actores, críticos y público están
trabados entre sí en una máquina que rechina, pero que
nunca se detiene. Siempre hay una nueva temporada en
puertas y estamos demasiado atareados para formular las
únicas preguntas vitales que dan la medida de toda la
estructura. ¿Por qué, para qué el teatro? ¿Es un anacronismo,
una curiosidad superada, superviviente como un viejo
monumento o una costumbre de exquisita rareza? ¿Por qué
aplaudimos y a qué? ¿Tiene el escenario un verdadero puesto
en nuestras vidas? ¿Qué función puede tener? ¿A qué podría
ser útil? ¿Qué podría explorar? ¿Cuáles son sus propiedades
especiales?
En México, antes de la invención de la rueda, los esclavos
tenían que acarrear gigantescas piedras a través de la selva y
subirlas a las montañas, mientras sus hijos arrastraban sus
juguetes sobre minúsculos rodillos. Los esclavos construían
los juguetes, pero durante siglos no consiguieron establecer
la conexión. Cuando buenos actores interpretan malas
comedias o revistas musicales de segunda categoría, cuando
el público aplaude mediocres puestas escénicas de los
clásicos simplemente porque le agradan los trajes o los
33cambios de decorado, o la belleza de la primera actriz, no hay
nada malo en esa actitud. Sin embargo, ¿se ha tomado
conciencia de lo que hay debajo del juguete que se arrastra
con una cuerda? Lo que hay debajo es una rueda.
34Segunda Parte
EL TEATRO SAGRADO
Lo llamo teatro sagrado por abreviar, pero podría
llamarse teatro de lo invisible-hecho-visible: el concepto de
que el escenario es un lugar donde puede aparecer lo
invisible ha hecho presa en nuestros pensamientos. Todos
sabemos que la mayor parte de la vida escapa a nuestros
sentidos: una explicación más convincente de las diversas
artes es que nos hablan de modelos que sólo podemos
reconocer cuando se manifiestan en forma de ritmos o
figuras. Observamos que la conducta de la gente, de las
multitudes, de la historia, obedece a estos periódicos
modelos. Oímos decir que las trompetas destruyeron las
murallas de Jericó; reconocemos que una cosa mágica
llamada música puede proceder de hombres con corbata
blanca y frac, que soplan, se agitan, pulsan y aporrean. A
pesar de los absurdos medios que la producen, en la música
reconocemos lo abstracto a través de lo concreto,
comprendemos que hombres normales y sus chapuceros
instrumentos quedan transformados por un arte de posesión.
Podemos hacer un culto de la personalidad del director de
orquesta, pero somos conscientes de que él no hace música,
sino que la música lo hace a él; si el director está relajado,
receptivo y afinado, lo invisible se apodera de él y, a su
través, nos llega a nosotros.
Ésta es la noción, el verdadero sueño que se esconde tras
los degradados ideales del teatro mortal. Éste es el
significado que recuerdan quienes con sensibilidad y seriedad
emplean palabras tan graves y confusas como nobleza,
belleza, poesía, términos que me gustaría reconsiderar
debido a la cualidad particular que sugieren. El teatro es el
último foro donde el idealismo sigue siendo una abierta
cuestión: en todo el mundo hay muchos espectadores que, de
acuerdo con su propia experiencia, afirmarán haber visto el
rostro de lo invisible mediante una experiencia que, en el
escenario, superaba a la suya en la vida. Sostendrán que
35Edipo, Berenice, Hamlet o Las tres hermanas, interpretadas
con amor y arte, levantan el espíritu y les recuerdan que la
monotonía cotidiana no es necesariamente todo lo único.
Cuando reprochan al teatro contemporáneo su crueldad y
ambiente de fregadero, es exactamente eso lo que quieren
decir. Recuerdan que durante la guerra el teatro romántico,
pleno de color y sonido, de música y movimiento, llegó como
agua fresca a calmar la sed de sus secas vidas. En esa época
se le llamaba teatro de evasión, palabra que sólo par-
cialmente era adecuada. Era evasión y también recordatorio:
un gorrión en la celda de una cárcel. Al acabar la guerra, el
teatro se esforzó de nuevo, aún con más vigor, en hallar estos
mismos valores.
El teatro de la década de los cuarenta tuvo muchos
nombres gloriosos: fue el teatro de Jouvet y de Bérard, de
Jean-Louis Barrault, de Clavé en el ballet, de Don Juan,
Anfitrión, La loca de Chaillot j de la reposición de
La importancia de llamarse Ernesto por John Gielgud, de
Peer Gynt en el Old Vic, de Edipo y Ricardo III de Olivier, de
La dama no es para la hoguera y Venus observada, de
Massine en el Covent Garden, con El sombrero de tres picos,
con el mismo montaje de quince años antes: fue un teatro de
color y movimiento, de hermosas telas, sombras, palabras
excéntricas y en catarata, de vuelo de la fantasía y hábiles
trucos mecánicos, de ligereza y de toda clase de misterio y
sorpresa; el teatro de una Europa destruida que parecía
compartir un solo objetivo: recuperar el recuerdo de una
gracia perdida. Una tarde de 1946 en que paseaba por la
Reeper-bahn de Hamburgo, bajo una niebla húmeda, gris y
deprimente que rodeaba a las prostitutas desesperadas y
mutiladas, algunas con muletas y todas con la nariz morada
por el frío y las mejillas hundidas, vi una multitud de niños
que entraba a empujones en un club nocturno. Los seguí. En
el escenario se veía un brillante firmamento azul. Dos
payasos, andrajosos y con lentejuelas, estaban sentados
sobre una nube pintada, que los llevaba a visitar a la Reina
del Cielo. «¿Qué le pediremos?», decía uno. «Una cena», le
contestaba el otro, coreado por los gritos de aprobación de
los niños. «¿Qué comeremos para cenar?» «Schinken,
leberwurst...», y el payaso comenzó a citar una lista de
36alimentos inalcanzables en esa época, mientras que los gritos
de entusiasmo fueron reemplazados gradualmente por un
siseo que se transformó después en un profundo y auténtico
silencio teatral. En respuesta a la necesidad de algo que no
existía, una imagen se había hecho realidad.
En el esqueleto carbonizado de la Ópera de Hamburgo
sólo quedaba el escenario y sobre él se congregaba el
público, mientras que en una tarima delgada como una oblea,
adosada a la pared del fondo, los cantantes subían y bajaban
para interpretar El barbero de . Sevilla, ya que nada podía
impedirles realizar su trabajo. En una minúscula buhardilla se
apiñaban cincuenta personas, mientras que, en los
centímetros de espacio que quedaban, un puñado de.
excelentes actores seguían ejercitando resueltamente su arte.
En un Dusseldorf en ruinas, un Offenbach menor, con contra-
bandistas y bandidos, llenaba el teatro con delicia. No había
nada que discutir, nada que analizar: ese invierno en
Alemania, como pocos años antes en Londres, el teatro
correspondía al hambre. Pero ¿qué era esta hambre? ¿Era
hambre de lo invisible, hambre de una realidad más profunda
que la forma más plena de la vida cotidiana, o era hambre de
las cosas que faltaban a la vida, hambre, en fin, de un
amortiguador de la realidad? La cuestión es importante, ya
que mucha gente cree que en el recentísimo pasado aún
había un teatro con ciertos valores, cierta habilidad, ciertas
artes que quizá por capricho hemos destruido o dejado
aparte. No debemos dejarnos engañar por la nostalgia. El
mejor teatro romántico, los refinados placeres de la ópera y
del ballet fueron en todo momento toscas reducciones de un
arte sagrado en su origen. Durante siglos los ritos órficos se
transformaron
en
sesiones
de
gala;
lenta
e
imperceptiblemente, el vino fue adulterado gota a gota.
El telón fue el gran símbolo de toda una escuela de
teatro: el telón rojo, las candilejas, la idea de que todos
éramos niños de nuevo, la nostalgia y lo mágico eran todo
uno. Gordon Craig se pasó la vida fustigando el teatro de
ilusión, pero sus recuerdos más preciosos eran los de árboles
y bosques pintados, y sus ojos se iluminaban cuando
describía efectos trompe d'oeil. Llegó el día en que el telón
dejó de esconder sorpresas, en que no quisimos —o no
37necesitamos— ser niños de nuevo, en que la tosca magia
cedió ante el sentido común más áspero, y entonces se retiró
el telón y se eliminaron las candilejas. Cierto es que seguimos
deseando captar en nuestras artes las corrientes invisibles
que gobiernan nuestras vidas, pero nuestra visión queda
trabada al extremo oscuro del espectro. Hoy día el teatro de
la duda, de la desazón, de la angustia, de la inquietud, parece
más verdadero que el teatro de nobles objetivos. Aunque el
teatro tuvo en su origen ritos que hacían encarnar lo invisible,
no debemos olvidar que, a excepción de ciertos teatros
orientales, dichos ritos se han perdido o están en franca
decadencia. La visión de Bach se ha conservado
escrupulosamente en la exactitud de sus notaciones, en Fra
Angelico asistimos a la verdadera encarnación, pero ¿dónde
encontrar la fuente hoy día para intentar tales
procedimientos? En Coventry, por ejemplo, se ha construido
una nueva catedral de acuerdo con la mejor receta para
lograr un noble resultado. Honestos y sinceros artistas, los
«mejores», se han agrupado para levantar, por medio de un
arte colectivo, un monumento a la gloria de Dios, del Hombre,
de la Cultura y de la Vida. Se ha erigido, pues, un nuevo
edificio en el que se aprecian bellas ideas y hermosas
vidrieras: sólo el ritual está gastado.
Estos himnos antiguos y modernos, quizá encantadores
en una pequeña iglesia de pueblo, esos números en las
paredes, esos sermones son aquí tristemente inadecuados. El
nuevo lugar reclama a voces un nuevo ceremonial, si bien
este ceremonial debería haber pasado adelante y dictar, en
todos sus significados, la forma del lugar, como ocurrió
cuando se construyeron todas las grandes mezquitas,
catedrales y templos. La buena voluntad, la sinceridad, el
respeto reverente y la creencia en la cultura no son
suficientes: la forma exterior sólo puede adquirir verdadera
autoridad si el ceremonial tiene otra tanta; y ¿quién hoy día
puede llevar la voz cantante? Hoy, como en toda época,
necesitamos escenificar auténticos rituales, pero se requieren
auténticas formas para crear rituales que hagan de la
asistencia al teatro algo tonificante de nuestras vidas. Esos
rituales no están a nuestra disposición, y las deliberaciones y
resoluciones no los pondrán en nuestro camino.
38El actor busca en vano captar el eco de una tradición
desvanecida, lo mismo que los críticos y el público. Hemos
perdido todo el sentido del rito y del ceremonial, ya estén
relacionados con las Navidades, el cumpleaños o el funeral,
pero las palabras quedan en nosotros y los antiguos
impulsos se agitan en el fondo. Sentimos la necesidad de
tener ritos, de hacer «algo» por tenerlos, y culpamos a los
artistas por no «encontrarlos» para nosotros. A veces el
artista intenta hallar nuevos ritos teniendo como única
fuente su imaginación: imita la forma externa del
ceremonial, pagano o barroco, añadiendo por desgracia sus
propios adornos. El resultado raramente es convincente. Y
tras años y años de imitaciones cada vez más débiles y
pasadas por agua, hemos llegado ahora a rechazar el
concepto mismo de un teatro sagrado. Lo sagrado no tiene la
culpa de haberse convertido en un arma de la clase media
para que los niños sigan siendo buenos.
Cuando fui a Stratford por primera vez, en 1945, todo
valor concebible estaba enterrado bajo un sentimentalismo
mortal, una complaciente valía, un tradicionalismo
ampliamente aprobado por la ciudad, los eruditos y la prensa.
Se necesitó la audacia de un anciano caballero excepcional,
sir Barry Jackson, para tirar todo eso por la ventana y hacer
aún posible la búsqueda de auténticos valores. Y fue en
Stratford, años después, en ocasión de un almuerzo oficial
para celebrar el cuadrigentésimo aniversario del nacimiento
de Shakespeare, donde vi un claro ejemplo de la diferencia
existente entre lo que es y lo que podría ser un rito. Se pensó
que el nacimiento de Shakespeare requería una celebración
ritual. La única celebración que se nos podía ocurrir era un
banquete, que hoy día significa una lista de personas
incluidas en el Who's Who, reunidas alrededor del príncipe
Felipe, para comer salmón ahumado y bistecs. Los
embajadores se saludaban con una ligera inclinación de
cabeza y se pasaban el vino tinto del rito. Charlé con el
diputado local. Luego, alguien pronunció un discurso oficial, le
escuchamos y nos levantamos para brindar por Shakespeare.
En el momento en que chocaron los vasos —por no más de
una fracción de segundo, en la común conciencia de todos los
presentes, por una vez todos concentrados en la misma cosa
39— pasó el pensamiento de que cuatrocientos años atrás había
existido tal hombre, y que por ese motivo nos habíamos
reunido. Por un instante el silencio se agudizó, hubo un
esbozo de significado. Un momento después todo quedó
borrado y olvidado. Si entendiéramos más sobre ritos, la
celebración ritual de una persona a la que tanto debemos
pudiera haber sido intencional, no casual. Pudiera haber sido
tan poderosa como sus obras teatrales, tan inolvidables. La
verdad es que no sabemos cómo celebrar, ya que no
sabemos qué celebrar. Lo único que sabemos es el resultado
final: conocemos y gustamos de la sensación y el clamor de
lo celebrado mediante el aplauso, y ahí nos quedamos.
Olvidamos que hay dos posibles puntos culminantes en una
experiencia teatral: el de la celebración, con el estallido de
nuestra participación en forma de vítores, bravos y batir de
manos, o, también, en el extremo opuesto, el del silencio,
otra forma de reconocimiento y apreciación en una
experiencia compartida. Hemos olvidado por completo el
silencio, incluso nos molesta; aplaudimos mecánicamente
porque no sabemos qué otra cosa hacer y desconocemos que
también el silencio está permitido, que también el silencio es
bueno.
Sólo cuando un rito se pone a nuestro nivel nos sentimos
calificados para intervenir: el conjunto de la música «pop» es
una serie de rituales situados a un nivel al que tenemos
acceso. El amplio y rico logro de Peter Hall en el ciclo
shakespeariano de «Las Guerras de las dos Rosas» abarcaba
el asesinato, la política, la intriga, la guerra; el inquietante
drama Afore Night Come, de David Rudkin, era un ritual de
muerte; West SideStory, un ritual de violencia urbana; Genet
crea rituales de esterilidad y degradación. En mi gira europea
con Tito Andrónico, esta oscura obra de Shakespeare entró
inmediatamente en el público debido a que contenía un ritual
de derramamiento de sangre, reconocido como verdadero. Y
esto nos lleva al núcleo de la controversia que estalló en
Londres sobre lo que se calificaba como dirty plays (piezas
sucias); se acusaba al teatro actual de revolcarse en el fango,
se decía que en Shakespeare, en el gran arte clásico, un ojo
está siempre puesto en las estrellas, que el rito del invierno
engloba en cierto sentido el rito de la primavera. Creo que es
40verdad. En cierto aspecto estoy de todo corazón al lado de
nuestros oponentes, pero no cuando veo lo que proponen. No
buscan un teatro sagrado, no hablan de un teatro de
milagros, sino de la obra domesticada en la cual «más
elevado» sólo significa «más agradable», donde ser noble
sólo significa ser decoroso. Por desgracia, los finales felices y
el optimismo no se pueden pedir como si se tratara de vino
guardado en la bodega. Querámoslo o no, surgen de una
fuente, y si fingimos que dicha fuente está al alcance de
nuestra mano, seguiremos engañándonos con burdas
imitaciones. Si reconocemos lo muy lejos que nos hemos
desviado de cualquier cosa que tenga que ver con un teatro
sagrado, podemos descartar de una vez para siempre el
sueño de la vuelta, en un abrir y cerrar de ojos, de un
hermoso teatro con tal de que unas cuantas personas lo
intentaran con redoblado esfuerzo.
Más que nunca suspiramos por una experiencia que esté
más allá de la monotonía cotidiana. Algunos la buscan en el
jazz, en la música clásica, en la marihuana y en el LSD. En el
teatro evitamos con timidez lo sagrado porque no sabemos
qué podría ser: únicamente comprendemos que lo que se
llama sagrado nos ha traicionado, y por el mismo motivo nos
apartamos de lo que se llama poético. Los intentos hechos
para revivir el drama poético han llevado con demasiada
frecuencia a algo carente de vigor u oscuro. La poesía ha
pasado a ser un término sin sentido, y su asociación con la
música de la palabra, con la suavidad de los sonidos, son los
restos de una tradición tennysoniana que, en cierto modo, se
ha envuelto alrededor de Shakespeare, y de ahí que estemos
condicionados por la idea de que una obra de teatro en verso
se encuentra a medio camino entre la prosa y la ópera, no
recitada ni cantada, si bien con una carga más elevada que la
de la prosa, más elevada en contenido, en cierto modo más
elevada en valor moral.
Todas las formas de arte sagrado han quedado destruidas
por los valores burgueses, aunque esta clase de observación
no ayuda a resolver el problema. Sería necio permitir que
nuestra repulsa de las formas burguesas se convirtiera en
repulsa de las necesidades comunes a todos los hombres: si
existe todavía, mediante el teatro, la necesidad de un
41verdadero contacto con una invisibilidad sagrada, han de ser
examinados de nuevo todos los posibles vehículos.
A veces me han acusado de querer destruir la palabra
hablada y, sin embargo, en este disparate hay un grano de
verdad. En su fusión con la lengua norteamericana, nuestro
idioma, en cambio continuo, rara vez ha sido más rico; no
obstante, no parece que la palabra sea para los dramaturgos
el mismo instrumento que fue en otro tiempo. ¿Se debe a que
vivimos en una época de imágenes? ¿Acaso hemos de pasar
un período de saturación de imágenes para que emerja de
nuevo la necesidad del lenguaje? Es muy posible, ya que los
escritores actuales parecen incapaces de hacer entrar en
conflicto, mediante palabras, ideas e imágenes con la fuerza
de los artistas isabelinos. El escritor moderno más influyente,
Brecht, escribió textos ricos y plenos, pero la verdadera
convicción de sus obras es inseparable de las imágenes de
sus propias puestas en escena. Un profeta levantó su voz en
el desierto. En abierta oposición a la esterilidad del teatro
francés anterior a la guerra, un genio iluminado, Antoine
Artaud, escribió varios folletos en los cuales describía con
imaginación e intuición otro teatro sagrado cuyo núcleo
central se expresa mediante las formas que le son más
próximas, un teatro que actúa como una epidemia, por
intoxicación, por infección, por analogía, por magia, un teatro
donde la obra, la propia representación, se halla en el lugar
del texto.
¿Existe otro lenguaje tan exigente para el autor como un
lenguaje de palabras? ¿Existe un lenguaje de acciones, un
lenguaje de sonidos, un lenguaje de palabra como parte de
movimiento, de palabra como mentira, de palabra como
parodia, de palabra como basura, de palabra como
contradicción, de palabra-choque, de palabra-grito? Si
hablamos de lo más-que-literal, si poesía significa lo que se
aprieta más y penetra más profundo, ¿es aquí donde se
encuentra? Charles Marowitz y yo formamos un grupo, con el
Royal Shakespeare Theatre, llamado Teatro de la Crueldad,
con el fin de investigar estas cuestiones e intentar aprender
por nosotros mismos lo que pudiera ser un teatro sagrado.
El nombre del grupo era un homenaje a Artaud, pero no
significaba que estuviéramos intentando reconstruir el teatro
42de Artaud. Cualquiera que desee saber qué significa «teatro
de la crueldad» ha de recurrir directamente a los escritos de
Artaud. Empleamos este llamativo título para definir nuestros
experimentos, muchos de ellos directamente estimulados por
el pensamiento artaudiano, si bien numerosos ejercicios
estaban muy lejos de lo que él había propuesto. No
comenzamos por el centro, sino que iniciamos nuestro
trabajo con la máxima sencillez por los márgenes.
Colocábamos a un actor frente a nosotros, le pedíamos
que imaginara una situación dramática que no requiriese
ningún movimiento físico, e intentábamos comprender en
qué estado de ánimo se encontraba. Naturalmente, era
imposible, y éste era el objeto del ejercicio. El siguiente paso
consistía en descubrir qué era lo mínimo que necesitaba para
poder comunicarse. ¿Un sonido, un movimiento, un ritmo?
¿Eran intercambiables estos elementos o cada uno tenía su
fuerza particular y sus limitaciones? Por lo tanto
trabajábamos imponiendo drásticas condiciones. Un actor
debe comunicar una idea -al principio siempre ha de ser un
pensamiento o un deseo lo que debe proyectar, pero sólo
tiene a su disposición, por ejemplo, un dedo, un tono de voz,
un grito o un silbido.
Un actor se sienta en un extremo de la sala, de cara a la
pared. En el extremo opuesto, otro actor concentra su mirada
en la espalda del primero, sin que se le permita moverse. El
segundo actor ha de hacer que el -primero le obedezca. Como
éste se halla de espaldas, el segundo sólo puede comunicarle
sus deseos por medio de sonidos, ya que no se le permite
emplear palabras. Esto parece imposible, pero se puede
hacer. Es como cruzar un abismo sobre un alambre: la
necesidad origina de repente extraños poderes. He oído decir
de una mujer que levantó un enorme automóvil para sacar de
debajo a su hijo herido, proeza técnicamente imposible para
sus músculos en cualquier posible situación. Ludmila Pitoeff
caminaba en escena con su corazón latiendo de tal manera
que, en teoría, hubiera debido morir cada noche. Muchas
veces en nuestro ejercicio observábamos un resultado
igualmente fenomenal: un largo silencio, una gran
concentración, un actor que recorría experimentalmente toda
una gama de silbidos o murmullos hasta que de pronto el otro
43actor se levantaba y con absoluta seguridad realizaba el
movimiento que el primero tenía en la mente.
De manera similar, estos actores hacían experimentos de
comunicación mediante el ligero golpeteo de una uña: partían
de una acuciante necesidad de expresar algo, sirviéndose de
nuevo de un solo instrumento. En este caso se trataba del
ritmo; en otro, los ojos o la nuca. Un valioso ejercicio consistía
en pelear, dando golpes y contestando a ellos, pero con la
prohíbición de tocar y sin mover en ningún momento la
cabeza, los brazos y los pies. Dicho con otras palabras, lo
único que se permitía era el movimiento del torso: no puede
haber contacto real y, sin embargo, física y emocionalmente
Se libra una pelea a fondo. Tales ejercicios no están pensados
como gimnasia —la liberación de la resistencia muscular es
sólo un subproducto—, sino con el propósito de aumentar la
resistencia, limitando las alternativas, y luego emplear esta
resistencia en la pugna por alcanzar una verdadera
expresión."El principio en que se basa es el mismo que el de
frotar dos palos. Esta fricción de polos opuestos produce
fuego, y por el mismo modo pueden obtenerse otras formas
de combustión. El actor veía entonces que para comunicar
sus
invisibles
significados
necesitaba
concentración,
voluntad, debía apelar a todas sus reservas emocionales,
necesitaba valor y claridad de pensamiento. Pero el resultado
más importante era el de llegar inexorablemente a la
conclusión de que necesitaba la forma. No era suficiente
sentir apasionadamente; requería un salto creativo para
acuñar una nueva forma que pudiera ser recipiente y reflector
de sus impulsos. Esto es lo que se llama con exactitud
«acción». Uno de los momentos más interesantes acaeció
durante un ejercicio en el cual cada miembro del grupo debía
representar a un niño. Naturalmente, uno tras otro «imitaron»
la conducta infantil, se agacharon, corrieron en zigzag,
cogieron una rabieta; el resultado fue penoso. Luego, el más
alto del grupo se adelantó y, sin cambio físico alguno, sin
intento alguno de imitar la charla infantil, ofreció
perfectamente y a plena satisfacción de todos la idea que le
habían propuesto transmitir. ¿Cómo? No puedo describirlo;
surgió por comunicación directa, sólo para los que estaban
presentes. Esto es lo que algunos teatros llaman magia,
44mientras que otros lo califican de ciencia, aunque es la misma
cosa. Una idea invisible quedó perfectamente mostrada.
Digo «mostrada» porque cuando un actor hace un gesto
crea para sí mismo, de acuerdo con sus necesidades más
recónditas, y al mismo tiempo para otra persona. Resulta
difícil comprender el concepto verdadero de espectador, de
alguien que está y no está, ignorado y sin embargo
necesario. El trabajo del actor nunca es para un público y, no
obstante, siempre es para alguno. El espectador es un socio
que ha de olvidarse y, al mismo tiempo, tenerlo siempre en
la mente: un gesto es afirmación, expresión, comunicación y
privada manifestación de soledad, es siempre lo que Artaud
llama una señal a través de las llamas, pero también implica
una participación de experiencia en cuanto se realiza el
contacto.
Nuestro trabajo se dirigía lentamente hacia diferentes
lenguajes sin
palabra: tomábamos un acontecimiento, un
fragmento de experiencia
y realizábamos ejercicios que lo
transformaban en formas que pudieran ser compartidas por
otros. Alentábamos a los actores a no verse sólo
como
improvisadores, entregados ciegamente a sus impulsos
interiores, sino como artistas responsables de la búsqueda y
selección entre las formas, de manera que un gesto o un grito
fuera como un objeto descubierto e incluso remoldeado por el
actor. En nuestra experimentación llegamos a rechazar, por
no considerarlo ya adecuado, el tradicional lenguaje de las
máscaras y del maquillaje.
Experimentábamos con el silencio. Emprendimos la tarea
de descubrir las relaciones entre el silencio y su duración:
necesitábamos un público ante el cual pudiéramos colocar un
actor silencioso, con el fin de cronometrar el tiempo de
atención que era capaz de imponer a los espectadores. Luego
experimentamos con el ritual, en el sentido de esquemas
repetidos, para ver cómo es posible ofrecer más significado y
más. Rápidamente que por el lógico desarrollo de los
acontecimientos. Nuestro objetivo en cada experimento,
bueno o malo, acertado o desastroso, era el mismo: ¿puede
hacerse visible lo invisible mediante la presencia del
intérprete? Sabemos que el mundo de la apariencia es una
corteza: bajo la corteza se encuentra la materia en ebullición
45que vemos si nos acercamos a un volcán. ¿Cómo dominar
esta energía?
Estudiábamos los experimentos biomecánicos de
Meyerhold con los que representó escenas de amor en
columpios, y en una de nuestras representaciones Hamlet
arrojó a Ofelia a los pies del público mientras que él se
balanceaba en una cuerda sobre la cabeza de los
espectadores.
Negábamos la psicología, intentábamos destrozar las
divisiones aparentemente estancas entre el hombre público y
el particular, entre el hombre externo, cuya conducta está
ligada a las reglas fotográficas de la vida cotidiana, que ha de
sentarse por sentarse y permanecer de pie por permanecer
de pie, y el hombre interno, cuya anarquía y poesía suelen
expresarse sólo por sus palabras. El discurso no realista se ha
aceptado durante siglos, toda clase de público se tragó la
convención de que las palabras podían hacer las cosas más
extrañas: en un monólogo, por ejemplo, un hombre
permanece quieto pero sus ideas pueden vagar por donde
quieran. El discurso bien torneado es una buena convención,
pero ¿hay otra? Cuando un hombre pasa por encima de las
cabezas de los espectadores sujeto a una cuerda, cada
aspecto de lo inmediato se pone en peligro y el público, que
se encuentra a gusto cuando el hombre habla, se ve lanzado
a un caos. ¿Puede aparecer en este instante de perplejidad un
nuevo significado?
En las obras naturalistas el dramaturgo crea el diálogo de
tal manera que, aun pareciendo natural, muestra lo que
quiere que se vea. Al emplear un lenguaje ilógico, mediante
la introducción de lo ridículo en el discurso y de lo fantástico
en la conducta, un autor del teatro del absurdo se adentra en
otro vocabulario. Por ejemplo, llega un tigre a la habitación y
la pareja no se da cuenta: la mujer habla, el marido contesta
quitándose los pantalones y un nuevo par entra flotando por
la ventana. El teatro del absurdo no buscaba lo irreal por
buscarlo. Empleaba lo irreal para hacer ciertas exploraciones,
ya que observaba la falta de verdad en nuestros intercambios
cotidianos, y la presencia de verdad en lo que parecía traído
por los pelos. Si bien ha habido algunas obras notables
surgidas de esta manera de ver el mundo, en cuanto a
46escuela, el absurdo ha llegado a un callejón sin salida. Lo
mismo que en tanta estructura novelística, lo mismo que en
tanta música concreta, por ejemplo, el elemento de sorpresa
se atenúa y tenemos que afrontar el hecho de que el campo
que abarca es a veces pequeñísimo. La fantasía inventada
por la mente corre el riesgo de ser de poca monta, la
extravagancia y el surrealismo de tanta parte del absurdo no
hubiera satisfecho a Artaud más que la estrechez de la obra
psicológica. Lo que quería en su búsqueda de lo sagrado era
absoluto: deseaba un teatro que fuera un lugar sagrado,
quería que ese teatro estuviera servido por un grupo de
actores y directores devotos, que crearan de manera
espontánea y sincera una inacabable sucesión de violentas
imágenes escénicas, provocando tan poderosas e inmediatas
explosiones de humanidad que a nadie le quedaran deseos
de volver de nuevo a un teatro de anécdota y charla. Quería
que el teatro contuviera todo lo que normalmente se reserva
al delito y a la guerra. Deseaba un público que dejara caer
todas sus defensas, que se dejara perforar, sacudir,
sobrecoger, violar, para que al mismo tiempo pudiera
colmarse de una poderosa y nueva carga.
Esto parece formidable; origina, sin embargo, una duda.
¿Hasta qué punto hace pasivo al espectador? Artaud
mantenía que sólo en el teatro podíamos liberarnos de las
recognoscibles formas en que vivimos nuestras vidas
cotidianas. Eso hacía del teatro un lugar sagrado donde se
podía encontrar una mayor realidad. Quienes ven con
sospecha la obra artaudiana se preguntan hasta qué punto
es omnímoda esta verdad y, en segundo lugar, qué valor
tiene la experiencia. Un tótem, un grito de las entrañas,
pueden derribar los muros de prejuicio de cualquier hombre,
un alarido puede sin duda alguna llegar hasta las vísceras.
Pero ¿es creativa, terapéutica, esta revelación, este contacto
con nuestras represiones? ¿Es verdaderamente sagrada o
bien Artaud en su pasión nos arrastra a un mundo inferior, al
margen del esfuerzo, de la luz, a D. H. Lawrence, a Wagner?
¿No hay incluso un olor a fascismo en el culto de la sinrazón?
¿No es anti inteligente un culto de lo invisible? ¿No es una
negación de la mente?
Al igual que ocurre con todos los profetas, debemos
47distinguir al hombre de sus seguidores. Artaud nunca logró
su propio teatro; quizá la fuerza de su visión es como la
zanahoria delante de la nariz, que nunca se puede alcanzar.
Cierto es que siempre habló de una completa forma de vida,
de un teatro en el cual la actividad del actor y la del
espectador son llevadas por la misma desesperada
necesidad.
Artaud aplicado es Artaud traicionado: traicionado
porque se explota sólo una parte de su pensamiento,
traicionado porque es más fácil aplicar reglas al trabajo de un
puñado de devotos actores que a las vidas de los
desconocidos espectadores que por casualidad se han
adentrado en el teatro.
Sin embargo, en las impresionantes palabras «teatro de
la crueldad» se busca a tientas un teatro más violento, menos
racional, más extremado, menos verbal, más peligroso. Hay
una alegría en las conmociones, cuya dificultad es que
desaparecen. ¿Qué sigue a una conmoción? Ahí radica el
obstáculo. Disparo una pistola apuntando hacia el espectador
—lo hice en cierta ocasión— y por un segundo tengo la
posibilidad de alcanzarlo de un modo diferente. Debo
relacionar esta posibilidad con un propósito; de lo contrario,
un instante después, el espectador vuelve a su punto de
partida: la inercia es la mayor fuerza conocida. Muestro una
hoja de color azul —nada más que de ese color—, ya que el
azul es una afirmación directa que produce una emoción. Un
instante después dicha impresión se desvanece. Si hago
surgir un brillante destello de color escarlata, la impresión
que produce es diferente, pero a menos que alguien se aferre
a ese momento y sepa por qué, cómo y para qué lo hago, la
impresión comienza también a desaparecer. La dificultad
radica en que uno se puede encontrar disparando los
primeros tiros sin saber adónde le lleva la batalla. Una ojeada
al público corriente nos apremia de manera irresistible a
agredirlo, a disparar primero y preguntar después. Éste es el
camino que lleva al happening.
El happening es un invento formidable que destruye de
un golpe muchas formas muertas, por ejemplo lo que de
lóbrego tienen las salas teatrales, los adornos sin encanto del
telón, las acomodadoras, el guardarropa, el programa, el bar.
48El happening puede darse en cualquier sitio, en cualquier
momento, sin importar la duración que tenga: nada se
requiere, nada es tabú. El happening puede ser espontáneo,
ceremonioso, anárquico, puede generar intoxicadora energía.
El happening lleva consigo el grito de «¡Despierta!». Van
Gogh ha hecho ver la Provenza con nuevos ojos a
generaciones de viajeros, y la teoría de los happenings es que
se puede llegar a sacudir al espectador de tal manera que
vea con nuevos ojos, que despierte a la vida que le rodea.
Esto parece sensato, y en los happenings la influencia del zen
y del pop art se unen para crear una combinación
norteamericana del siglo XX perfectamente lógica. Pero hay
que ver la tristeza que produce un mal happening para
creerlo. Dad a un niño una caja de pinturas; si mezcla todos
los colores el resultado será siempre el mismo gris-parduzco
barroso. El happening es siempre el producto infantil de
alguien e inevitablemente refleja el nivel de su inventor: si es
el trabajo de un grupo, refleja los recursos internos de dicho
grupo. Con frecuencia esta forma libre queda por completo
encerrada en los mismos símbolos obsesivos: harina, pasteles
de nata, rollos de papel, la acción de vestirse, desnudarse,
endomingarse, volverse a desnudar, cambiarse de ropa,
hacer aguas, tirar agua, soplar agua, abrazarse, rodar,
retorcerse. Se tiene la impresión de que si el happening
pasara a ser una forma de vida, por contraste la más
monótona existencia parecería un fantástico happening.
Resulta muy fácil que un happening no sea más que una serie
de suaves conmociones seguidas de relajaciones que se
combinan progresivamente para neutralizar las posteriores
conmociones antes de que lleguen. O también que el frenesí
de quien provoca la conmoción intimide al conmocionado
hasta convertirlo en otra forma de público mortal: el paciente
comienza con buen ánimo y cae en la apatía tras el asalto.
La verdad es sencillamente que los happenings han dado
cuerpo no a las formas más fáciles, sino a las más exigentes.
Al igual que las conmociones y sorpresas hacen mella en los
reflejos del espectador, de modo que repentinamente queda
más abierto, más alerta, más despierto, la posibilidad y la
responsabilidad aumentan tanto en el espectador como en el
intérprete. El instante ha de aprovecharse, pero cabe
49preguntarse cómo y para qué. Aquí volvemos a la cuestión
primordial, es decir, qué es lo que estamos buscando. El
happening es una nueva escoba de gran eficacia:
indudablemente arrastra la basura, pero al tiempo que
despeja el camino vuelve a oírse el viejo diálogo, el debate
entre la forma y la carencia de forma, entre libertad y
disciplina; dialéctica que se remonta a Pitágoras, que fue el
primero en oponer los términos de Límite e Ilimitado. Es muy
útil usar migajas de zen para afirmar el principio de que la
existencia es la existencia, que cada manifestación contiene
en sí todo, y que una bofetada, un pellizco en la nariz o un
pastel de crema representan por igual a Buda. Todas las
religiones afirman que lo invisible es siempre visible. Aquí
radica la dificultad. La enseñanza religiosa, incluido el zen,
afirma que este visible-invisible no puede observarse
automáticamente, sino que sólo se puede ver dadas ciertas
condiciones, que cabe relacionar con ciertos estados de
ánimo o cierta comprensión. En cualquier caso, comprender
la visibilidad de lo invisible es tarea de una vida. El arte
sagrado es una ayuda a esto, y así llegamos a una definición
del teatro sagrado. Un teatro sagrado no sólo muestra lo
invisible, sino que también ofrece las condiciones que hacen
posible su percepción. El happening pudiera relacionarse con
todo esto, pero la actual falta de adecuación del happening
reside en que se niega a examinar en profundidad el
problema de la percepción. Cree ingenuamente que el grito
<<¡Despierta!>> es suficiente, que el simple «¡Vive!» trae la
vida. Está claro que se necesita algo más. Pero ¿que más?
En su origen, el happening intentaba ser la creación de
un pintor que, en vez de pintura y tela, cola y serrín, u objetos
sólidos, empleara personas para lograr ciertas relaciones y
formas. Al igual que un cuadro, el happening intenta ser un
nuevo objeto, una nueva construcción introducida en el
mundo, para enriquecer al mundo, para añadirse a la
Naturaleza, para afincarse en la vida cotidiana. A quienes
consideran desvaídos los happenings les replican sus
partidarios que una cosa es tan buena como otra. Si algunos
parecen «peor» que otros, se debe, a su entender, a que el
espectador está condicionado y tiene sus ojos extenuados.
Los que toman parte en un happening y se sienten a gusto
50pueden permitirse considerar con indiferencia el tedio del no
participante. El simple hecho de participar aumenta su
percepción. El hombre que se pone el smoking para ir a la
ópera y comenta «Me gusta esta clase de acontecimientos
sociales», y el hippy que se pone su traje floreado para asistir
a un light-show que dura toda la noche, incoherentemente
marchan los dos en la misma dirección. Acontecimiento,
suceso, happening son palabras intercambiables. Las
estructuras son distintas: la ópera está construida y se repite
de acuerdo con principios tradicionales; el light-show se
desenvuelve por primera y última vez según el caso y el
ambiente;
pero
ambas
son
reuniones
sociales
deliberadamente construidas, que buscan una invisibilidad
para penetrar y animar lo ordinario. Quienes trabajamos en el
teatro nos vemos implícitamente desafiados a seguir
adelante, al encuentro de esta hambre. Hay muchas personas
que intentan a su modo hacer frente al desafío. Citaré a tres.
Una de ellas es Merce Cunningham. Discípulo de Martha
Graham, ha creado una compañía de ballet cuyos ejercicios
diarios son una continua preparación al shock de la libertad.
Al bailarín clásico se le educa para observar y seguir cada
detalle de un movimiento que se le asigna. Ha acostumbrado
su cuerpo a obedecer, su técnica está a su servicio, de modo
que, en lugar de quedar envuelto en la ejecución del
movimiento, puede hacer que el movimiento se desarrolle en
íntima compañía con el desenvolvimiento de la música. Los
bailarines de Merce Cunningham, que están perfectamente
adiestrados, usan su disciplina para ser más conscientes de
las sutiles corrientes que fluyen en un movimiento al
desenvolverse por primera vez, y su técnica los capacita para
seguir esta elegante presteza, liberada de la torpeza del
hombre no adiestrado. Cuando improvisan —al tiempo que las
ideas nacen y fluyen entre ellas, nunca repitiéndose, siempre
en movimiento—, los intervalos tienen forma y se puede
captar la justeza de los ritmos y la verdad de las
proporciones: todo es espontáneo y, sin embargo, hay orden.
En el silencio existen muchas cosas en potencia: caos u or-
den, confusión o modelo, todo en estado inculto; lo invisible
hecho visible es de naturaleza sagrada y, al danzar, Merce
Cunningham lucha por un arte sagrado. Quizá el escritor más
51intenso y personal de nuestra época es Samuel Beckett. Sus
obras son símbolos en el sentido exacto de la palabra. Un
símbolo falso es blando y vago, un símbolo verdadero es duro
y claro. Cuando decimos «simbólico» nos referimos a menudo
a algo tristemente oscuro: el verdadero símbolo es específico,
la única forma que puede adoptar una cierta verdad. Los dos
hombres a la espera junto a un árbol achaparrado, el hombre
que registra su voz en el magnetófono, los dos personajes
abandonados en una torre, la mujer enterrada en arena hasta
la cintura, los padres en los cubos de basura, las tres cabezas
en las urnas: todo son puras invenciones, frescas imágenes
agudamente definidas, que están sobre el escenario como
objetos. Son máquinas de teatro. La gente sonríe al verlas,
pero ellas se mantienen firmes: están a prueba de toda
crítica. No llegaremos a ningún sitio si esperamos que nos
digan qué significan, aunque lo cierto es que cada una tiene
una relación con nosotros que no podemos negar. Si
aceptamos esto, el símbolo se nos convierte en asombro.
Éste es el motivo por el que las oscuras obras de Beckett
son piezas plenas de luz, donde el desesperado objeto
creado da fe de la ferocidad del deseo de testimoniar la
verdad. Beckett no dice «no» con satisfacción; forja su
despiadado «no» a partir de un vehemente deseo del «sí», y
por eso su desesperación es el negativo con el que cabe
trazar el contorno de su contrarío.
Hay dos maneras de hablar sobre la condición humana: el
proceso de inspiración, mediante el que pueden revelarse
todos los elementos positivos de la vida, y el proceso de la
visión honesta, por el que el artista da testimonio de
cualquier cosa que haya visto. El primero depende de la
revelación, y no puede realizarse, con santos deseos. El
segundo depende de la honradez, y no ha de empañarse por
los mencionados deseos.
Beckett expresa esta distinción en Días felices. El
optimismo de la mujer medio enterrada no es una virtud, sino
el elemento que le ciega la verdad de su situación. Unos
pocos y raros resplandores le permiten vislumbrar su
condición, pero en seguida los borra con su buen ánimo. La
influencia de Beckett sobre algunos de sus espectadores es
exactamente la misma que la ejercida por esta situación
52sobre su protagonista. El público se agita, se retuerce y
bosteza, se marcha o bien inventa cualquier forma de
imaginaria queja a manera de mecanismo defensivo ante la
incómoda verdad. Lamentablemente, el deseo de optimismo
que comparten muchos escritores les impide encontrar la
esperanza. Cuando atacamos a Beckett por su pesimismo,
nos convertimos en personajes de Beckett atrapados en una
de sus escenas. Cuando aceptamos las afirmaciones de
Beckett tal como son, repentinamente todo se transforma.
Después de todo, hay un público completamente distinto, que
es el de Beckett, compuesto por personas que no levantan
barreras intelectuales, que no se esfuerzan demasiado en
analizar el mensaje. Este público ríe y grita, y al final comulga
con Beckett, este público sale de sus obras, de sus negras
obras, alimentado y enriquecido, animado, lleno de una
extraña e irracional alegría. Poesía, nobleza, belleza, magia:
de repente estas sospechosas palabras vuelven una vez más
al teatro.
En Polonia hay una pequeña compañía dirigida por un
visionario, Jerzy Grotowski, que también tiene un objetivo
sagrado. A su entender el teatro no puede ser un fin en sí
mismo; como la danza o la música en ciertas órdenes de
derviches, el teatro es un vehículo, un medio de auto estudio,
de autoexploración, una posibilidad de salvación. El actor
tiene en sí mismo su campo de trabajo. Dicho campo es más
rico que el del pintor, más rico que el del músico, puesto que
el actor, para explorarlo, ha de apelar a todo aspecto de sí
mismo. La mano, el ojo, la oreja, el corazón son lo que estudia
y con lo que estudia. Vista de este modo, la interpretación es
el trabajo de una vida: el actor amplía paso a paso su
conocimiento de sí mismo a través de las penosas y siempre
cambiantes circunstancias de los ensayos y los tremendos
signos de puntuación de la interpretación. En la terminología
de Grotowski, el actor permite que el papel lo «penetre»; al
principio el gran obstáculo es su propia persona, pero un
constante trabajo le lleva a adquirir un dominio técnico sobre
¡sus medios físicos y psíquicos, con lo que puede hacer que
caigan las barreras. Este dejarse «penetrar» por el papel está
en relación con la propia exposición del actor, quien no vacila
en mostrarse exactamente como es, ya que comprende que
53el secreto del papel le exige abrirse, desvelar sus secretos.
Por lo tanto, el acto de interpretar es un acto de sacrificio, el
de sacrificar lo que la mayoría de los hombres prefiere
ocultar: este sacrificio es su presente al espectador. Entre
actor y público existe aquí una relación similar a la que se da
entre sacerdote y fiel. Está claro que no todo el mundo es
llamado al sacerdocio y que ninguna religión tradicional lo
exige. Por una parte están los seglares —que desempeñan
papeles necesarios en la vida— y, por la otra, quienes toman
sobre sí otras cargas, por cuenta de los seglares. El sacerdote
celebra el rito para él y en nombre de los demás. Los actores
de Grotowski ofrecen su representación como una ceremonia
para quienes deseen asistir: el actor invoca, deja al desnudo
lo que yace en todo hombre y lo que encubre la vida
cotidiana. Este teatro es sagrado porque su objetivo es
sagrado: ocupa un lugar claramente definido en la comunidad
y responde a una necesidad que las Iglesias ya no pueden
satisfacer. El teatro de Grotowski es el que más se aproxima
al ideal de Artaud. Supone un modo de vida completo para
todos sus miembros y contrasta con la mayoría de los otros
grupos de vanguardia y experimentales, cuyo trabajo suele
quedar invalidado por falta de medios. La mayor parte de los
intentos experimentales no pueden hacer lo que desean
debido a que las condiciones externas pesan demasiado
sobre ellos: dificultades en el reparto de papeles, reducido
tiempo para ensayar debido a que los actores han de ganarse
la vida en otros menesteres, inadecuados locales, trajes,
luces, etc. La pobreza de medios es a la vez su queja y su
excusa. Grotowski hace un ideal de la pobreza: sus actores
renuncian a todo excepto a su propio cuerpo, tienen el
instrumento humano y tiempo ilimitado. No es, pues,
asombroso que se consideren el teatro más rico del mundo.
Estos tres teatros —Cunningham, Grotowski y Beckett—
tienen varias cosas en común: escasos medios, intenso
trabajo, rigurosa disciplina, absoluta precisión. Al mismo
tiempo, y casi como condición, son teatros para una élite.
Merce Cunningham suele actuar en salas humildes y el
escaso respaldo con que cuenta, y que escandaliza a sus
admiradores, le tiene sin cuidado. Beckett raramente llena
una platea de mediana capacidad. Grotowski no acepta más
54de treinta espectadores. Está convencido de que los
problemas a los que ha de hacer frente, tanto él como los
actores, son tan grandes que un mayor número de
espectadores llevaría al desleimiento del trabajo. Me dijo lo
siguiente: «Mi búsqueda se basa en el director y en el actor.
Usted la basa en el director, el actor y el público. Acepto que
esto sea posible, aunque para mí es demasiado indirecto».
¿Está en lo cierto? ¿Son éstos los únicos teatros posibles
para tocar la «realidad»? Sin duda son auténticos para sí
mismos, sin duda afrontan la pregunta básica de por qué el
teatro, y cada uno ha encontrado su respuesta. Todos ellos
parten de su hambre, todos ellos se afanan en disminuir su
propia necesidad. Y sin embargo, la misma pureza de su
resolución, la elevada y seria naturaleza de su actividad,
colorea inevitablemente sus elecciones y limita su campo de
acción. No pueden ser esotéricos y populares al mismo
tiempo. No hay muchedumbre en Beckett, no hay ningún
Falstaff. Merce Cunningham, al igual que Schoenberg en otro
tiempo, necesitaría un tour de force para silbar el «Dios
salve a la reina». En su vida privada, los principales actores
de Grotowski coleccionan con avidez discos de jazz, pero no
ofrecen canciones populares en el escenario, a pesar de ser
éste su vida. Estos teatros exploran la vida, pero lo que
cuenta como vida es restringido. La vida «real» excluye
ciertos rasgos «irreales». Si leemos hoy día las descripciones
de Artaud sobre sus producciones imaginarias, vemos que
reflejan sus gustos personales y la corriente de imaginación
romántica de su tiempo, ya que tiene una cierta preferencia
por la oscuridad y el misterio, la salmodia, los gritos
sobrenaturales, las palabras sueltas en vez de las frases, las
formas amplias, las máscaras, los reyes, emperadores y
papas, los santos, pecadores y flagelantes, la vestimenta
negra y la piel desnuda y arrugada por el dolor.
Un director que trate con elementos que existen fuera de
él puede engañarse al considerar su trabajo más objetivo de
lo que es en realidad. Por la elección de ejercicios, incluso por
la forma de alentar al actor a que encuentre su propia
libertad, un director no puede evitar que su estado de ánimo
se proyecte sobre el escenario. El supremo jiu-jitsu para el
director sería estimular tal efusión de la riqueza interior del
55actor, que transformase por completo la naturaleza subjetiva
de su impulso original. Por lo general, el esquema del
director o del coreógrafo se transparenta, y aquí es donde la
deseada experiencia objetiva puede convertirse en la
expresión de la fantasía personal del director. Podemos
intentar captar lo invisible pero no debemos perder el
contacto con el sentido común: si nuestro lenguaje es
demasiado especial perderemos parte de la fe del
espectador. Como siempre, el modelo es Shakespeare. Su
objetivo es siempre sagrado, metafísico, pero nunca comete
el error de permanecer demasiado tiempo en el nivel más
alto. Sabía lo difícil que nos resulta mantenernos en
compañía con lo absoluto, y por eso nos envía
continuamente a tierra; Grotowski reconoce esto al hablar de
la necesidad tanto del «apoteosis» como de lo «irrisorio».
Hemos de aceptar que nunca podemos ver todo lo invisible.
Así, tras hacer un esfuerzo en esa dirección, tenemos que
afrontar la derrota, caer e iniciar de nuevo la marcha.
Hasta ahora he evitado hablar del Living Theatre ya que
este grupo, dirigido por Julian Beck y Judith Malina, es
especial en su más amplio sentido. Es una comunidad
nómada. Viaja por el mundo de acuerdo con sus propias
leyes que, a menudo, están en contradicción con las del país
donde se encuentra. Dicho grupo proporciona un completo
modo de vida a cada uno de sus miembros, unos treinta
hombres y mujeres que viven y trabajan juntos, hacen el
amor, engendran hijos, interpretan, inventan obras, realizan
ejercicios físicos y espirituales, comparten y discuten todo lo
que se pone en su camino. Por encima de todo, son una
comunidad, y lo son porque tienen una función específica
que da significado a su existencia comunal. Esta función es
interpretar; si dejase de interpretar, el grupo se agostaría:
interpretan porque el acto y el hecho de interpretar
corresponde a una necesidad ampliamente compartida.
Buscan dar un significado a su vida y, en cierto sentido,
aunque no tuvieran público, seguirían interpretando, ya que
el acontecimiento teatral es la culminación y el núcleo de su
búsqueda. Sin embargo, sin público la interpretación
perdería su sustancia: el público es siempre un desafío sin el
que la representación sería impostura. También es una
56comunidad práctica que monta espectáculos para ganarse la
vida, ofreciéndolos en venta. En el Living Theatre se unen en
una, tres necesidades: existe para interpretar, se gana el
sustento y sus interpretaciones contienen los momentos más
intensos e íntimos de su vida colectiva.
Un día esta caravana puede pararse. Pudiera ocurrir en
un ambiente hostil — como lo fue Nueva York cuando
empezó el grupo—, en cuyo caso su función será la de
provocar y dividir a los públicos haciéndoles ver con mayor
claridad la incómoda contradicción entre una forma de vida
en el escenario y otra fuera de él. Su propia identidad será
trazada y retrazada constantemente por la natural tensión y
hostilidad entre ellos y el ambiente. Cabe también que
lleguen a asentarse en alguna comunidad más amplia que
comparta algunos de sus valores, donde exista una diferente
unidad y una tensión distinta; ésta, común al escenario y al
público, sería la expresión de la irresoluble búsqueda de una
santidad eternamente indefinida.
De hecho, el Living Theatre, ejemplar en tantos aspectos,
todavía no ha afrontado su dilema esencial. La búsqueda de
la santidad sin tradición, sin fuente, obliga a volver a muchas
tradiciones, a muchas fuentes: yoga, zen, psicoanálisis,
libros, rumor, descubrimiento, inspiración; rico pero peligroso
eclecticismo. El método que lleva a lo que el Living Theatre
está buscando no puede ser un método aditivo. Sustraer,
despojar, sólo puede realizarse a la luz de alguna constante,
y es esa constante la que dicho grupo sigue buscando.
Mientras tanto, se alimenta continuamente de un humor
y de una alegría muy americanos, que son surrealistas, si
bien mantiene sus pies firmemente asentados en tierra. Para
iniciar una ceremonia de vudú haitiano lo único que se
necesita es un poste y gente. Se comienza a batir los
tambores y en la lejana África los dioses oyen la llamada.
Deciden acudir y, como el vudú es una religión muy práctica,
tiene en cuenta el tiempo que necesita un dios para cruzar el
Atlántico. Por lo tanto, se continúa batiendo los tambores,
salmodiando y bebiendo ron. De esta manera se prepara el
ambiente. Al cabo de cinco o seis horas llegan los dioses,
revolotean por encima de las cabezas y, naturalmente, no
merece la pena mirar hacia arriba ya que son invisibles. Y
57aquí es donde el poste desempeña su vital papel. Sin el poste
nada uniría el mundo visible y el invisible. Al igual que la cruz,
el poste es el punto de conjunción. Los espíritus se deslizan a
través del bosque y se preparan para dar el segundo paso en
su metamorfosis. Como necesitan un vehículo humano, eligen
a uno de los participantes en la ceremonia. Una patada, uno o
dos gemidos, un breve paroxismo en el suelo y el hombre
queda poseído. Se pone en pie, ya no es él mismo, sino que
está habitado por el dios. Éste tiene ahora forma, es alguien
que puede gastar bromas, emborracharse y escuchar las
quejas de todos. Lo primero que hace el sacerdote, el
houngan, cuando llega el dios es estrecharle la mano y
preguntarle por el viaje. Se trata de un dios apropiado, pero
ya no es irreal: está ahí, a nivel de los participantes,
accesible. El hombre o la mujer comunes pueden hablarle,
cogerle la mano, discutir, maldecirlo, irse a la cama con él:
así, de noche, el haitiano está en contacto con los grandes
poderes y misterios que le gobiernan durante el día.
En el teatro, durante siglos, existió la tendencia a colocar
al actor a una distancia remota, sobre una plataforma,
enmarcado, decorado, iluminado, pintado, en coturnos, con el
fin de convencer al profano de que el actor era sagrado, al
igual que su arte. ¿Expresaba esto reverencia o existía detrás
el temor a que algo quedara al descubierto si la luz era
demasiado brillante, si la distancia era demasiado próxima?
Hoy día hemos puesto al descubierto la impostura, pero
estamos redescubriendo que un teatro sagrado sigue siendo
lo que necesitamos. ¿Dónde debemos buscarlo? ¿En las
nubes o en la tierra?
5859Tercera parte
EL TEATRO TOSCO
Siempre es el teatro popular el que salva a una época. A
través de los siglos ha adoptado muchas formas, con un único
factor en común: la tosquedad. Sal, sudor, ruido, olor: el
teatro que no está en el teatro, el teatro en carretas, en
carromatos, en tablados, con el público que permanece en
pie, bebiendo, sentado alrededor de las mesas de la taberna,
incorporado a la representación, respondiendo a los actores;
el teatro en cuartos traseros, en falsas, en graneros; el teatro
de una sola representación, con su rota cortina sujeta con
alfileres a través de la sala, y otra, también rasgada, para
ocultar los rápidos cambios de traje de los actores. Ese
término genérico, teatro, abarca todo lo anterior, así como las
resplandecientes arañas. He tenido muchas discusiones
fracasadas con arquitectos que estaban trazando nuevos
teatros; he intentado en vano encontrar las palabras con las
que comunicar mi convicción de que el problema no es de
edificios buenos o malos: no siempre un hermoso local es
capaz de originar una explosión de vida, mientras que un
local fortuito puede convertirse en una tremenda fuerza
capaz de aglutinar a público e intérpretes. Éste es el misterio
del teatro, y en la comprensión de dicho misterio radica la
única posibilidad de ordenarlo como ciencia. En otras formas
de arquitectura existe una relación entre el proyecto
consciente, articulado, y el buen funcionamiento: un hospital
bien diseñado puede ser más eficaz que otro trazado de
manera confusa. Sin embargo, en materia de salas teatrales,
el problema de su trazado no puede partir de un esquema
lógico. No se trata de enunciar analíticamente cuáles son los
requisitos necesarios y el mejor modo
de combinarlos,
puesto que así surgen por lo general salas domesticadas,
convencionales, incluso frías. La ciencia de la construcción de
locales de teatro ha de partir del estudio de lo que consigue
la más vivida relación entre los seres humanos, quizá lograda
con la asimetría, incluso con el desorden. Si es así, ¿cuál es la
60norma de este desorden? Un arquitecto sale mejor librado si
trabaja como el escenógrafo, si mueve intuitivamente piezas
de cartón en lugar de proyectar su modelo ateniéndose a un
plano realizado con regla y compás. Si sabemos que el
estiércol es un buen fertilizante, no es cuestión de irse con
remilgos; si al parecer el teatro necesita un cierto elemento
tosco, ha de aceptarse como parte de su abono natural. Al
comienzo de la música electrónica, algunos estudios
alemanes de grabación afirmaron que eran capaces de
producir cualquier sonido emitido por un instrumento musical,
con la diferencia de que lo mejoraban. Descubrieron luego
que todos sus sonidos estaban caracterizados por cierta
uniforme esterilidad. Analizaron los sonidos emitidos por
clarinetes, flautas y violines, y observaron que cada una de
las notas dadas por estos instrumentos contenía una alta
proporción de simple ruido: el raspar del violín o la forzada
respiración del aire al pasar por la madera. Desde el punto de
vista de la pureza musical no era más que porquería y, sin
embargo, los compositores pronto se vieron obligados a
escribir
porquería
sintética,
a
«humanizar»
sus
composiciones. Los arquitectos siguen sin querer aceptar esta
exigencia, y de ahí que año tras año las experiencias
teatrales más vivas se realizan fuera de las salas construidas
para ese propósito. Durante medio siglo Gordon Craig ejerció
gran influencia sobre Europa debido a un par de
representaciones que dio en una iglesia de Hampstead; la
firma del teatro brechtiano, el medio telón blanco, tuvo su
origen en una bodega en la cual Brecht tenía que tender un
alambre de pared a pared. El teatro tosco está próximo al
pueblo; trátese de un teatro de marionetas o de sombras
animadas, como se da hoy día en algunos villorrios griegos,
su característica es la ausencia de lo que se llama estilo. El
estilo necesita ocio, mientras que un espectáculo montado en
condiciones toscas es como una revolución, ya que todo lo
que se tiene al alcance de la mano puede convertirse en un
arma. El teatro tosco no escoge ni selecciona: si el público
está inquieto, resulta más importante improvisar un gag que
intentar mantener la unidad estilística de la escena. En el lujo
del teatro de la clase alta todo puede ser de una pieza; en el
teatro tosco el aporreo de un cubo puede servir de llamada
61para la batalla, la harina en el rostro sirve para mostrar la
palidez del miedo. El arsenal es ilimitado: los apartes, los
letreros, las referencias tópicas, los chistes locales, la
utilización de cualquier imprevisto, las canciones, los bailes,
el ruido, el aprovechamiento de los contrastes, la taquigrafía
de la exageración, las narices postizas, los tipos genéricos,
las barrigas de relleno. El teatro popular, liberado de la unidad
de estilo, habla en realidad un lenguaje muy estilístico: por lo
general, el público popular no tiene dificultad en aceptar
incongruencias de inflexión o de vestimenta, o en precipitarse
del mimo al diálogo, del realismo a la sugestión. Sigue el hilo
de la historia, sin saber que se han infringido una serie de
normas. Martin Esslin ha escrito que los presos de la cárcel de
San Quintín, que veían por primera vez en su vida una obra
de teatro, al asistir a la representación de Esperando a Godot
no tuvieron ningún problema en seguir lo que resultaba
incomprensible al público que frecuenta las salas de teatro.
Uno de los iniciadores del movimiento de renovación de
Shakespeare fue William Poel. En cierta ocasión, una actriz
que había trabajado con Poel en una versión de Mucho ruido y
pocas nueces, presentada hace cincuenta años y por una sola
noche en una lóbrega sala londinense, me contó que el
primer día de ensayo llegó Poel con una caja de la que fue
sacando curiosas fotografías, dibujos y retratos recortados de
revistas. «Ésta eres tú», le dijo al tiempo que le daba la
fotografía de una debutante en el Royal Garden Party. A otro
actor le entregó el recorte de un caballero de armadura, a un
tercero un retrato de Gainsborough, al siguiente un simple
sombrero. Expresaba con toda sencillez la manera cómo
había visto la obra cuando la leyó, de manera directa, como
hace un niño, no como un adulto que se rige por las nociones
de historia relativas a un período determinado. Mi amiga me
dijo que esa mezcla de pre-pop-art tenía extraordinaria
homogeneidad. Estoy convencido. Poel fue un gran innovador
que vio claramente que la coherencia no guarda relación con
el verdadero estilo de Shakespeare. En mi escenificación de
Trabajos de amor perdidos hice que el personaje llamado Dull,
alguacil, se vistiera de policía Victoriano, ya que su nombre
me evocó la típica figura del bobby londinense. Por otras
razones, el resto de los personajes llevaban vestidos
62dieciochescos a lo Wat-teau, pero nadie se dio cuenta del
anacronismo. Hace largo tiempo vi una puesta en escena de
La doma de la bravía en la cual todos los actores vestían
exactamente como habían visto a los personajes — todavía
recuerdo a un cowboy y a un actor grueso que apenas cabía
dentro de su uniforme de paje—, y ésta fue con mucho la más
satisfactoria interpretación que he visto de dicha obra.
Está claro que la porquería es lo que principalmente da
filo a la rudeza; lo sucio y lo vulgar son cosas naturales, la
obscenidad es alegre, y con estos elementos el espectáculo
adquiere su papel socialmente liberador, ya que el teatro
popular es por naturaleza anti-autoritario, anti-pomposo, anti-
tradicional, anti-pretencioso. Es el teatro del ruido, y el teatro
del ruido es el teatro del aplauso.
Piénsese en esas dos horrendas máscaras que nos miran
ceñudas desde las páginas de tantos libros sobre teatro: se
nos ha dicho que en la antigua Grecia esas dos máscaras
representaban dos elementos iguales, la tragedia y la
comedia. Al menos, nos las muestran siempre como partes
iguales de una unidad. Sin embargo, a partir de la época
clásica se ha considerado «legítimo» el teatro importante,
mientras que se ha tenido como menos serio el teatro tosco.
No obstante, todo intento de revitalizar el teatro ha tenido
que volver a la fuente popular. Meyerhold apuntó muy alto,
quiso llenar de vida el escenario, tuvo por maestro
reverenciado a Stanislavsky, por amigo a Chejov, pero a la
hora de la verdad buscó inspiración en el circo y en el music-
hall. Brecht estaba enraizado en el cabaret, Joan Littlewood
tiene la vista puesta en las ferias de atracciones, Cocteau,
Artaud, Vakhtangov, los más improbables compañeros de
camino, todos estos espíritus selectos han vuelto al pueblo, y
el teatro total es la mezcla de dichos ingredientes. El teatro
experimental sale continuamente de sus salas habituales y se
reintegra a lugares más populares: el verdadero sitio de
reunión de las artes norteamericanas no es la ópera, sino la
comedia musical, en las raras veces que ésta cumple su
promesa. Los libretistas, coreógrafos y compositores se
vuelven hacia Broadway. Un ejemplo interesante es el del
coreógrafo Jerome Robbins, que pasa del "teatro puro y
abstracto de Balanchine y Martha Graham a la tosquedad del
63espectáculo popular. Pero la palabra «popular» no lo resume
todo, ya que sólo parece evocar fiestas campesinas y gente
inofensiva y alegre. La tradición popular es también sátira
feroz y grotesca caricatura, cualidad que ya estaba presente
en el más importante de los teatros toscos, el isabelino, y hoy
día la obscenidad y la truculencia se han convertido en los
motores del resurgimiento de la escena inglesa. El
surrealismo es tosco, Jarry lo es también. El teatro de Spike
Milligan, en el cual la imaginación, liberada por la anarquía,
revolotea como murciélago entrando y saliendo de todas las
formas y estilos posibles, tiene al máximo esa tosquedad.
Milligan, Charles Wood y unos pocos más señalan el camino
hacia lo que puede convertirse en una pujante tradición
inglesa.
He visto dos puestas escénicas del Ubu Roí de Jarry, que
ilustran perfectamente la diferencia entre una tradición tosca
y otra de carácter artístico. La primera, ofrecida por la
televisión francesa, valiéndose de medios electrónicos,
lograba una verdadera proeza de virtuosismo. El director
conseguía de modo brillante con actores de carne y hueso dar
la impresión de que frieran marionetas en blanco y negro: la
escena estaba subdividida en estrechas franjas con el fin de
asemejarse a las páginas de un tebeo. El señor y la señora
Ubu eran los dibujos animados de Jarry, eran los Ubu al pie de
la letra. Pero no a lo vivo, y los telespectadores no aceptaban
la cruda realidad de la historia: al ver sólo las piruetas de
unos muñecos, se desconcertaron y aburrieron, no tardando
en apagar el televisor. La virulenta obra de protesta se había
quedado en el jeu d'esprit de una élite. Casi al mismo tiempo,
la televisión alemana presentó una versión checa de Ubu.
Esta versión hacía caso omiso de todas las imágenes e indica-
ciones de Jarry, e inventaba un estilo pop-art propio, puesto al
día, hecho a base de cubos de basura, desechos y viejas
armaduras de cama de hierro: el señor Ubu no era un
Humpty-Dumpty enmascarado, sino un evidente estúpido,
nada de fiar, mientras que la señora Ubu era una desaliñada
y atractiva prostituta. El contexto social resultaba claro.
Desde el primer plano del señor Ubu bajando de la cama en
calzoncillos, al tiempo que una voz regañona procedente de
la almohada le preguntaba por qué no era rey dé Polonia, la
64credulidad del telespectador quedó atrapada y pudo seguir el
desarrollo surrealista de la historia, puesto que había
aceptado en sus propios términos la primitiva situación y los
personajes.
Todo esto se refiere al aspecto externo de lo tosco, pero
¿cuál es la intención de este teatro? En primer lugar, su
objetivo es provocar desvergonzadamente la alegría y la risa,
lo que Tyrone Guthrie llama «teatro de delicia», y cualquier
teatro que proporcione auténtica delicia tiene bien ganado su
puesto. Junto al trabajo serio, comprometido y exploratorio,
ha de haber irresponsabilidad. Esto último nos lo puede dar
también el teatro comercial, si bien por lo común de manera
monótona, sin originalidad. La diversión necesita de continuo
nueva carga eléctrica: la diversión por la diversión no es
imposible, pero rara vez suficiente. Puede cargarse con la
frivolidad: el buen humor puede servir de buena corriente,
pero las baterías han de llenarse constantemente, hay que
encontrar nuevas caras, nuevas ideas. El chiste nuevo
deslumbra y desaparece; entonces vuelve el chiste viejo. La
comedia más hábil está enraizada en arquetipos, en
mitología,
en
situaciones
básicas
y
recurrentes;
inevitablemente está muy arraigada en la tradición social. No
siempre la comedia surge de la corriente principal del debate
social. Es como si diferentes tradiciones cómicas se
ramificaran en muchas direcciones; durante cierto tiempo,
aunque no se vea su curso, la corriente sigue discurriendo,
hasta que un día, inesperadamente, se seca por completo.
No existe una norma rígida que diga que uno no debe
nunca cultivar los efectos y la superficialidad como fines en sí
mismos. ¿Por qué no ha de poderse hacer? Personalmente,
creo que poner en escena una comedia musical puede ser
mucho más agradable que dirigir cualquier otra forma de
teatro. Cultivar un hábil juego de manos puede proporcionar
gran placer, pero la impresión de frescura lo es todo: los
alimentos conservados pierden su sabor. El teatro sagrado
tiene su energía, el tosco tiene otra. La despreocupación y la
alegría lo alimentan, pero es esa misma energía la que
también produce rebelión y oposición. Se trata de una
energía militante: la de la cólera y, a veces, la del odio. La
energía creadora que existe tras la riqueza inventiva de la
65versión de Los días de la Comuna realizada por el Berliner
Ensemble es la misma que guarnece las barricadas; la
energía de Arturo Ui es capaz de llevar directamente a la
guerra. El deseo de cambiar la sociedad, de obligarla a
enfrentarse con sus eternas hipocresías, es una poderosa
fuerza motriz. Fígaro, Falstaff o Tartuffe satirizan y revelan la
realidad mediante la risa, y el propósito del autor es lograr un
cambio social.
La notable obra de John Arden La danza del sargento
Musgrave puede tomarse, entre muchos otros de sus
significados, como ejemplo de cómo cobra vida el auténtico
teatro. En una improvisada plataforma, situada en la plaza del
mercado, Musgrave se enfrenta a la muchedumbre
intentando comunicar del modo más convincente el horror
que siente hacia la futilidad de la guerra. La demostración
que improvisa se asemeja a una genuina pieza de teatro
popular: ametralladoras, banderas y un esqueleto en
uniforme que levanta sobre su cabeza, son los medios de que
se sirve para confirmar su dialéctica. Cuando todo este
despliegue no consigue trasmitir por completo su mensaje a
la multitud, su desesperada energía le lleva a buscar nuevos
medios de expresión y, en un relámpago de inspiración,
comienza un rítmico zapateo que deriva en furiosa danza.
Esta danza del sargento Musgrave demuestra cómo la
violenta necesidad de proyectar un significado puede
repentinamente dar vida a una forma desenfrenada e
imprevista.
Vemos aquí el doble aspecto de lo tosco: si lo sagrado es
el anhelo por lo invisible a través de sus encarnaciones
visibles, lo tosco es también una dinámica puñalada a un
cierto ideal. Ambos teatros alimentan en sus respectivos
públicos, profundas y auténticas aspiraciones, tanto uno
como otro abren infinitos recursos de energía, de diferentes
energías, pero ambos acaban por delimitar zonas en las
cuales no se admiten ciertas cosas. Aparentemente, el teatro
tosco carece de estilo, de convenciones, de limitaciones, pero
en la práctica tiene las tres cosas. Al igual que en la vida el
uso de trajes viejos puede comenzar como actitud de desafío
y convertirse en una postura, lo tosco también puede pasar a
ser un fin en sí mismo. El hombre desafiante del teatro
66popular puede llegar tan a ras de tierra que impida el vuelo
de su propio material. Cabe incluso que rechace el vuelo
como posibilidad, o el cielo como lugar apropiado para el
vagabundeo. Esto nos lleva al punto donde ambas formas de
teatro muestran su verdadero antagonismo. El teatro sagrado
se ocupa de lo invisible, y éste contiene todos los ocultos
impulsos del hombre. El teatro tosco se ocupa de las acciones
humanas, y debido a que es directo y toca con los pies en
tierra, debido a que admite la risa y lo licencioso, este tipo de
teatro al alcance de la mano parece mejor que el sacro.
Resulta imposible seguir adelante sin detenerse a
considerar las implicaciones del hombre de teatro más
influyente, más radical y de mayor personalidad de nuestro
tiempo: Brecht. Nadie interesado seriamente por el teatro
puede pasar por alto este nombre. Brecht es la figura clave
de esta época, y todo el quehacer teatral de hoy arranca en
algún punto de los enunciados y logros del dramaturgo
alemán o vuelve a ellos. Recordemos, por ejemplo, la palabra
que introdujo en nuestro vocabulario: alienación. Como
acuñador de este término, Brecht ha de considerarse desde
un punto de vista histórico. Comenzó a trabajar en un tiempo
en que la escena alemana estaba dominada por el
naturalismo o por las embestidas del teatro total, al modo de
la ópera, cuya finalidad era apresar al espectador en sus
propias emociones y hacer que se olvidara por completo de sí
mismo. Cualquiera que fuese el tipo de vida que se
presentaba en el escenario, quedaba neutralizada por la
pasividad que exigía al público.
Para Brecht, un teatro necesario no podía perder de vista
ni siquiera por un instante la sociedad a la que servía. No
había una cuarta pared entre actores y público: el único
objetivo del actor consistía en crear la respuesta precisa en
un público por el que sentía respeto total. Y debido a ese
respeto, Brecht introdujo la idea de alienación, ya que ésta es
una invitación a hacer un alto: la alienación corta, interrumpe,
levanta y expone algo a la luz, nos obliga a mirar de nuevo.
Por encima dé todo, la alienación es una llamada al
espectador para que trabaje por sí mismo, para que se haga
cada vez más responsable de lo que ve, sólo si le convence
en su calidad de adulto. Brecht rechaza la noción romántica
67de que en el teatro volvemos todos a ser niños. El efecto de la
alienación y el del happening son similares y opuestos: la
sacudida que produce éste tiene como fin derribar las
barreras levantadas por nuestra razón, mientras que el
objetivo de aquélla es transferir a la obra teatral lo mejor de
nuestra razón. La alienación trabaja de muchas maneras y
con numerosos registros. Una acción escénica normal nos
parecerá real si es convincente, apta para tomarla
transitoriamente como verdad objetiva. Por ejemplo, entra en
escena llorando una muchacha que ha sido violada; si su
interpretación nos conmueve de manera suficiente,
automáticamente aceptamos la implícita conclusión de que
es una víctima, una desventurada. Supongamos ahora que la
sigue un payaso, quien imita burlonamente su llanto, y
supongamos que el talento de este actor consigue hacernos
reír: su burla, entonces, destruye nuestra primera reacción.
¿Dónde van, pues, nuestras simpatías? La verdad del
personaje interpretado por la muchacha, la validez de su
posición, quedan en tela de juicio por la befa del payaso y, al
mismo tiempo, se pone al descubierto nuestro fácil
sentimentalismo. Esta serie de hechos, llevada más lejos, es
capaz de enfrentarnos repentinamente con nuestros
mudables conceptos de lo recto y lo erróneo. Todo esto deriva
de un estricto sentido de finalidad. Brecht creía que, al hacer
que el público aceptara la suma de elementos de una
situación, el teatro cumplía el fin de llevar a los espectadores
a un más justo entendimiento de la sociedad en que vivían y,
como consecuencia, al aprendizaje de los medios adecuados
para hacerla cambiar.
La alienación puede funcionar por antítesis: parodia,
imitación, crítica, está abierta a toda la gama de la retórica.
Es el método puramente teatral del intercambio dialéctico. La
alienación es el lenguaje que en la actualidad se nos
presenta, tan rico en posibilidades como el verso: es el
posible instrumento de un teatro dinámico en un mundo que
cambia. Por medio de la alienación podríamos alcanzar
algunas de las zonas que Shakespeare tocó valiéndose de los
dinámicos recursos del idioma. La alienación puede ser muy
simple, puede no ser más que una serie de trucos físicos. El
primer ardid alienador lo presencié, siendo niño, en una
68iglesia de Suecia: del cepillo de la colecta sobresalía un trozo
de madera con el que el sacristán tocaba ligeramente a los
fieles que se habían dormido durante el sermón. Brecht usaba
carteles y visibles focos con el mismo propósito, Joan
Littlewood hacía vestir a sus soldados de pierrots: la
alienación tiene ilimitadas posibilidades. Constantemente
apunta a pinchar los globos de la interpretación retórica: el
contraste chapliniano entre sentimientos y calamidad es
alienación. Sucede a menudo que el actor que se deja llevar
por su papel se hace cada vez más exagerado, cada vez más
vulgarmente emotivo y, sin embargo, consigue arrastrar al
público. En este caso el dispositivo alienador nos despertará
cuando una parte de nosotros desee rendirse por entero al
tirón de las fibras de nuestro corazón. No obstante, resulta
muy difícil interferir las reacciones del público. Al final del
primer acto de El rey Lear, encegado ya Gloster, encendíamos
las luces de la sala antes de que terminara la última bárbara
acción, con el objetivo de que el público tomara conciencia de
la escena antes de sumirse en el automático aplauso. En
París, durante las representaciones de El Vicario, hicimos de
nuevo todo lo posible para impedir el aplauso, ya que el
homenaje al talento de los actores parecía fuera de lugar ante
un documento sobre los campos de concentración. No
obstante, tanto el infortunado Gloster como el más
nauseabundo de todos los personajes, el doctor de Auschwitz,
abandonaban el escenario con salvas de aplausos de similar
intensidad.
Jean Genet sabe emplear el lenguaje más elocuente, pero
las asombrosas impresiones que provocan sus obras vienen
dadas muy frecuentemente por los hallazgos visuales con que
yuxtapone elementos serios, hermosos, grotescos y ridículos.
En el teatro moderno hay pocas cosas tan compactas y
fascinantes como el momento cumbre de la primera parte de
Las persianas, donde la acción escénica es un garrapato de
guerra inscrito en amplias superficies blancas, al tiempo que
frases
violentas,
personajes
ridículos
y
fantoches
desmesurados forman un monumento al colonialismo y a la
revolución. En esta obra la potencia de la concepción es
inseparable de la serie de recursos técnicos que, a muchos
niveles, se convierten en su expresión. Los negros de Genet
69adquiere su pleno significado cuando existe una vigorosa
relación entre actores y público. En París, ante un público
intelectual, la obra era un entretenimiento barroco y literario;
en Londres, donde no pudo encontrar un público que se
interesara por la literatura francesa o por los negros, la obra
carecía de significado; en Nueva York, bajo la soberbia
dirección de Gene Frankel, era eléctrica y vibrante. Me han
dicho que las vibraciones cambiaban de noche en noche
según la proporción de espectadores blancos o negros. El
Marat-Sade no habría podido escribirse antes de Brecht: Peter
Weiss concibió la obra basándola en muchos planos
alienadores. Los acontecimientos de la Revolución Francesa
no pueden aceptarse literalmente ya que son interpretados
por locos y, a su vez, sus actos se abren a una posterior
problemática, puesto qué su director es el marqués de Sade
y, más aún, los acontecimientos de 1780 están vistos con
ojos del año 1808 y de 1966, ya que las personas que asisten
al desarrollo de la obra representan a un público del comienzo
del siglo XIX y son también sus iguales del siglo XX. Todos
estos planos entrelazados espesan la referencia en todo
momento y apremian a la actividad a cada espectador. Al
final de la obra el hospicio se convierte en una barahúnda:
todos los actores improvisan con extrema violencia y, por un
instante, el escenario ofrece una imagen naturalista y
apremiante. Tenemos la sensación de que nada puede parar
este tumulto, y sacamos la conclusión de que nada puede
detener la locura del mundo. Sin embargo, en ese mismo
momento, en la versión dada por el Royal Shakespeare
Theatre, una ayudante salía al escenario, tocaba un silbato e
inmediatamente terminaba la locura. Esta interrupción era un
efecto alienador. Un segundo antes la situación era
desesperada: después todo había acabado, los actores se
quitaban las pelucas, no se trataba más que de una obra de
teatro.
Por
lo
tanto,
comenzábamos
a
aplaudir.
Inesperadamente, los actores hacían lo mismo, con ironía.
Ante esto, reaccionábamos con momentánea hostilidad hacia
los actores como individuos, y dejábamos de aplaudir. Cito
esto como típica sucesión de elementos alienadores, cada
uno de los cuales nos obliga a reajustar nuestra postura.
Existe una interesante relación entre Brecht y Craig. Este
70quería que una sombra bien caracterizada reemplazara a un
bosque pintado, únicamente porque reconocía que la
información inútil absorbía nuestra atención a costa de algo
más importante. Brecht adoptó este rigor y lo aplicó no sólo a
la escenografía, sino también al trabajo del actor y a la
actitud del público. Si cortaba la emoción superflua y el
desarrollo de las características y sentimientos que se
relacionaban sólo con el personaje, era porque comprendía
que la claridad de su tema estaba amenazada. Los actores de
los otros teatros alemanes de la época de Brecht—al igual
que más de un actor inglés de hoy día— creían que su trabajo
consistía en presentar a su personaje lo más completo
posible, todo en una pieza. Eso significaba que el actor
concentraba su capacidad observadora e imaginativa en la
busca de detalles adicionales para su retrato, ya que, de la
misma manera que el pintor de sociedad, deseaba que el
resultado de su trabajo fuera lo más reconocible y parecido a
la vida. Nadie le había dicho al actor que podía haber otro
objetivo. Brecht introdujo la sencilla y devastadora idea de
que «completamente» no significaba por necesidad
«semejante a la vida» ni «todo de una pieza». Señaló que
cada actor ha de estar al servicio de la acción de la obra, pero
que le resulta imposible saber a lo que sirve hasta que no
entienda cuál es la verdadera acción de la pieza, su
verdadero propósito, desde el punto de vista del autor y en
relación con las exigencias de un mundo exterior que se
transforma, así como en qué lado se encuentra en las luchas
que dividen el mundo. Sólo cuando comprenda exactamente
lo que se le pide, lo que debe realizar, captará de manera
adecuada su papel. Cuando el actor se vea en relación con la
totalidad de la obra, no sólo se dará cuenta de que la
excesiva caracterización se opone a menudo a las
necesidades de la pieza, sino también de que demasiadas
características innecesarias trabajan en contra suya y hacen
menos convincente su interpretación. Entonces comprenderá
más imparcial-mente a su personaje, examinará sus rasgos
simpáticos o antipáticos desde un punto de vista diferente y,
al final, tomará decisiones distintas a las que hubiera tomado
cuando creía que la «identificación» con el personaje era lo
único que importaba. Está claro que esta teoría tiene el
71peligro de confundir al actor, ya que si intenta ponerla en
práctica de manera ingenua, constriñendo sus instintos y
convirtiéndose en un intelectual, acabará en desastre. Es un
error pensar que cualquier actor puede trabajar sólo de
acuerdo con la teoría. Nadie es capaz de interpretar en clave:
por muy estilizado o esquemático que sea el texto, el actor
debe siempre creer hasta cierto punto en la vida escénica del
curioso animal que representa. No obstante, el actor puede
interpretar de mil maneras y la interpretación de un retrato
no es la única alternativa. Lo que Brecht introdujo fue la idea
del actor inteligente, capaz de juzgar el valor de su
contribución. Había y sigue habiendo actores que se
enorgullecen de no saber nada de política y que consideran al
teatro como una torre de marfil. Para Brecht tales actores no
son dignos de figurar en una compañía de adultos: el actor
que vive en una comunidad que mantiene un teatro ha de
estar tan comprometido en el mundo exterior como en su
propio oficio.
Cuando la teoría se expresa en palabras, se abre la
puerta a la confusión. Las puestas en escena a lo Brecht,
basadas en los ensayos del autor alemán y que se realizan
fuera del Berliner Ensemble, tienen la economía brechtiana
pero raramente su riqueza de pensamiento y de emoción.
Quedan como retraídas y secas. El más vivo de los teatros se
hace mortal cuando desaparece su tosco vigor, y a Brecht lo
destruyen los esclavos mortales. Cuando Brecht habla de la
necesidad de que los actores entiendan su propia función, no
quiere decir que pueda lograrse todo por medio del análisis y
la discusión. El teatro no es un aula, y al director que tenga
un concepto pedagógico de Brecht le será tan imposible
animar las obras brechtianas corno a un pedante las de
Shakespeare. La calidad del trabajo realizado en cada ensayo
deriva por entero de la creatividad del ambiente de trabajo, y
la creatividad no surge con explicaciones. El lenguaje de los
ensayos es como la misma vida: usa palabras, pero también
silencios, estímulos, parodia, risa, infortunio, desesperación,
franqueza y encubrimiento, actividad y lentitud, claridad y
caos. Brecht reconocía todo esto y en sus últimos' años
sorprendió a sus colaboradores al afirmar que el teatro no ha
de ser ingenuo. Con esta palabra no renegaba del trabajo de
72toda su vida, sino que señalaba que el acto de coordinar una
obra es siempre una forma de interpretación, que asistir al
desarrollo de una pieza es lo mismo que interpretarla:
desconcertantemente, hablaba de elegancia y diversión. No
se debe a simple casualidad que en muchos idiomas una
misma palabra signifique interpretar y jugar.
En sus textos teóricos Brecht separa lo real de lo irreal, y
a mi entender eso ha sido el origen de una gigantesca
confusión. En términos semánticos, lo subjetivo se opone
siempre a lo objetivo, la ilusión se aparta del hecho. Debido a
esto, el teatro se ve obligado a mantener dos posiciones:
pública y privada, oficial y no oficial, teórica y práctica. Su
labor práctica se basa en el profundo sentimiento del actor
por una vida interior pero en público el teatro niega esta vida
porque la vida interior de un personaje se califica con la
horrible etiqueta de «psicológica». Dicha palabra es inesti-
mable en cualquier discusión viva: al igual que el término
«naturalista», puede emplearse con desprecio para concluir
un tema o apuntarse un tanto. Por desgracia, lleva también a
una simplificación, contrastando el lenguaje de la acción —
que es duro, brillante y efectivo— con el de la psicología, que
es freudiano, versátil, oscuro, impreciso. Considerada de este
modo, resulta claro que la psicología tiene las de perder. Pero
¿es auténtica esta diferenciación? Todo es ilusión. El
intercambio de impresiones por medio de imágenes es
nuestro lenguaje básico: en el momento en que un hombre
expresa una imagen, otro sale a su encuentro con pleno
convencimiento. La asociación de imágenes que comparten
es el lenguaje: no hay intercambio si dicha asociación no
evoca nada a la segunda persona, si no existe un instante de
ilusión compartida. Como situación narrativa, Brecht solía
citar el caso de un hombre qué describe un accidente
ocurrido en la calle. Tomemos su ejemplo para examinar el
proceso de percepción que lleva consigo. Cuando alguien nos
describe un accidente acaecido en la calle, el proceso
psíquico es complicado: lo veremos mejor considerándolo
como un collage tridimensional con sonido añadido, ya que
experimentamos a la vez muchas cosas que no guardan
relación entre sí. Vemos al narrador, oímos su voz, sabemos
dónde nos encontramos y, al mismo tiempo, percibimos
73superpuesta la escena que describe: la vivacidad y plenitud
de esta ilusión momentánea depende de la convicción y
habilidad del que narra. Depende también del tipo de
narrador. Si es cerebral, quiero decir si es un hombre cuya
prontitud y vitalidad residen principalmente en su cerebro,
recibiremos más impresiones de ideas que de sensaciones. Si
se trata de un emotivo, fluirán otras corrientes, de modo que,
sin esfuerzo o búsqueda por su parte, recreará
inevitablemente una imagen más completa del accidente,
que recibiremos sin dificultad. Sea como sea, el narrador
envía en nuestra dirección una compleja red de impresiones
y, al recibirlas, creemos en ellas, perdiéndonos en dicha red al
menos momentáneamente.
En toda comunicación las ilusiones se materializan v
desaparecen. El teatro brechtiano es un rico compuesto de
imágenes que despiertan nuestro crédito. Cuando Brecht
hablaba despreciativamente de ilusión, no atacaba a ésta,
sino a la singular Imagen que se mantiene de manera
artificiosa, a la aseveración de que sigue vigente después de
cumplir su finalidad, al igual que el árbol pintado del
escenario. Pero cuando Brecht afirmaba que había en el
teatro algo llamado ilusión, se desprendía que había algo más
que no era ilusión. De ahí que la ilusión llegó a oponerse a la
realidad. Sería mejor que opusiéramos con claridad la ilusión
muerta a la viva, el enunciado displicente al vital, la forma
fosilizada a la sombra en movimiento, la imagen congelada a
la animada. Lo que vemos más a menudo es un personaje
dentro de un marco y rodeado por un decorado interno de
tres paredes. Naturalmente, ésta es una ilusión que, según
Brecht, contemplamos en un estado de credibilidad
anestesiado, no crítico. No obstante, si un actor permanece
en un escenario desnudo, junto a un letrero que nos recuerda
que estamos en el teatro, no caemos entonces en la ilusión,
observamos y juzgamos como adultos. Esta diferenciación
que hace Brecht es más clara en la teoría que en la práctica.
No es posible que ningún espectador que asista a la
puesta en escena naturalista de una obra de Chejov o a una
tragedia griega montada según los cánones tradicionales, se
rinda a la creencia de que se encuentra en Rusia o en la
antigua Tebas. Sin embargo, basta en ambos casos que un
74actor eficaz interprete un texto importante para que el
espectador quede apresado por la ilusión, aun sabiendo en
todo instante que se halla en el teatro. El objetivo no es cómo
evitar la ilusión, ya que todo es ilusión, si bien algunas cosas
parecen más ilusorias que otras. Lo que comienza a no
convencernos es la ilusión que carga la mano. Por otra parte,
la ilusión compuesta por el destello de rápidas y cambiantes
impresiones mantiene el filo de la imaginación en la obra.
Esta ilusión es como uno de los puntos negros que aparecen
en el televisor para formar la móvil imagen: sólo dura el
instante que exige su función.
Resulta fácil caer en el error de considerar a Chejov como
escritor naturalista, y la verdad es que muchas de las obras
más chapuceras e insignificantes de los últimos años, que
pretenden reflejar un «trozo de vida», tienen a gala calificarse
de chejovianas. Chejov nunca creó un «trozo de vida»: era un
doctor que con infinita delicadeza y cuidado tomó de la vida
miles y miles de refinados estratos, los cultivó y arregló
siguiendo un orden sutil y exquisito, completamente artificial
y pleno de sentido, en el que la sutileza disfrazaba tan bien al
artificio que el resultado semejaba algo muy distinto a lo que
era en realidad. Cualquier página de Las tres hermanas nos
produce la impresión de asistir al despliegue de la vida, como
si se tratara de una cinta magnetofónica que hubiéramos
dejado en funcionamiento. Si examinamos cuidadosamente
una de esas páginas, vemos que contiene una serie de
coincidencias tan grande como en Feydeau: el vuelco del
jarrón de flores, el paso del coche de bomberos en el
momento preciso, la palabra, la interrupción, la música lejana,
la entrada, el adiós. Pincelada a pincelada, estos detalles
crean por medio del lenguaje de ilusiones la total ilusión de
un fragmento de vida. Dicha serie de impresiones equivale a
una serie de alienaciones: cada ruptura es una sutil
provocación y una llamada a la reflexión.
Ya he citado las representaciones que se podían ver en
Alemania después de la guerra. En una buhardilla de
Hamburgo asistí a una versión de Crimen y castigo de cuatro
horas de duración, y esa velada ha sido una de mis
experiencias teatrales más sorprendentes. Por pura
necesidad, todos los problemas de estilo teatral se habían
75esfumado: nos hallábamos ante la auténtica y principal
fuerza, ante la esencia de un arte que surge del narrador que,
tras abarcar con la mirada a su auditorio, comienza a hablar.
Las salas de teatro de todas las ciudades alemanas estaban
destruidas, pero allí, en esa buhardilla, cuando un actor
sentado en una silla tan próxima que casi tocaba nuestras
rodillas comenzó a decir «Corría el año 18... Un joven
estudiante llamado Roman Rodianovitch Raskolnikov...»,
todos nos sentimos atrapados por el teatro vivo.
Atrapados. ¿Qué quiere decir eso? No sé decirlo. Lo único
que sé es que esas palabras, dichas con un tono de voz serio
y suave, suscitaron algo singular en todos los espectadores.
Éramos oyentes, niños embelesados por la historieta que les
narran cuando están acostados y, al mismo tiempo, adultos,
plenamente conscientes de lo que estábamos presenciando.
Un momento después, a pocos centímetros de distancia,
rechinó una puerta al abrirse y, cuando apareció el actor que
personificaba a Raskolnikov, ya estábamos sumidos por
entero en el drama. Por un instante la puerta recordaba una
farola, segundos más tarde se convirtió en la entrada del piso
de la usurera, inmediatamente después era el pasillo que
conducía al cuarto interior de la vieja prestamista. Sin
embargo, como éstas no eran más que impresiones
fragmentarias cuya acción sólo duraba el tiempo requerido,
desvaneciéndose en seguida, no se nos olvidaba que
estábamos apiñados en un cuarto siguiendo el hilo de una
historia. El narrador añadía detalles, explicaba y filosofaba,
los intérpretes pasaban de la representación naturalista al
monólogo, un actor, encorvando la espalda, saltaba de una a
otra caracterización, y punto por punto, toque tras toque, se
iba recreando el complejo mundo de la novela
dostoyevskiana.
¡Qué libre es la convención en la novela, qué fácil resulta
la relación entre novelista y lector! Los antecedentes pueden
evocarse y descartarse, la transición del mundo exterior al
interior es natural y continua. El éxito del experimento que
presencié en Hamburgo me hizo pensar de nuevo en lo
grotescamente torpe, inadecuado y lastimoso que ha llegado
a Lo único que sé es que esas palabras, dichas con un tono de
voz serio y suave, suscitaron algo singular en todos los
76espectadores. Éramos oyentes, niños embelesados por la
historieta que les narran cuando están acostados y, al mismo
tiempo, adultos, plenamente conscientes de lo que
estábamos presenciando. Un momento después, a pocos
centímetros de distancia, rechinó una puerta al abrirse y,
cuando apareció el actor que personificaba a Raskolnikov, ya
estábamos sumidos por entero en el drama. Por un instante la
puerta recordaba una farola, segundos más tarde se convirtió
en la entrada del piso de la usurera, inmediatamente después
era el pasillo que conducía al cuarto interior de la vieja
prestamista. Sin embargo, como éstas no eran más que
impresiones fragmentarias cuya acción sólo duraba el tiempo
requerido, desvaneciéndose en seguida, no se nos olvidaba
que estábamos apiñados en un cuarto siguiendo el hilo de
una historia. El narrador añadía detalles, explicaba y
filosofaba, los intérpretes pasaban de la representación
naturalista al monólogo, un actor, encorvando la espalda,
saltaba de una a otra caracterización, y punto por punto,
toque tras toque, se iba recreando el complejo mundo de la
novela dostoyevskiana.
¡Qué libre es la convención en la novela, qué fácil resulta
la relación entre novelista y lector! Los antecedentes pueden
evocarse y descartarse, la transición del mundo exterior al
interior es natural y continua. El éxito del experimento que
presencié en Hamburgo me hizo pensar de nuevo en lo
grotescamente torpe, inadecuado y lastimoso que ha llegado
a ser el teatro, no sólo por necesitar un grupo de hombres y
de máquinas chirriadoras para trasladarnos de un lugar a
otro, sino también porque el paso del mundo de la acción al
del pensamiento ha de explicarse con algún artificio: música,
cambio de luces, subida de un actor a una plataforma.
Godard ha realizado por su propia cuenta una revolución
en el cine al mostrar lo relativa que es la realidad de una
escena fotografiada. Donde generaciones de directores
habían desarrollado leyes de continuidad y cánones de
coherencia para no romper la realidad de una acción
continua, Godard ha demostrado que esa realidad era otra
convención falsa y retórica. Al fotografiar una escena e
inmediatamente hacer pedazos su aparente verdad, ha
resquebrajado la Ilusión muerta, permitiendo que una
77corriente de impresiones contrarias se abriera libre paso. Está
muy influido por Brecht.
La reciente puesta escénica de Coriolano realizada por el
Berliner Ensemble destaca una vez más el problema de
dónde empieza y dónde acaba la ilusión. En muchos
aspectos, esta versión ha sido un triunfo. Numerosas facetas
de la obra quedaron como relevadas; cabe decir que esta
pieza rara vez se había puesto en escena de modo tan
brillante. La compañía afrontó el drama desde un punto de
vista social y político, lo que quería decir que ya no eran
posibles los medios mecánicos de poner en escena a la
multitud shakesperiana. Hubiera sido inconcebible que uno
cualquiera de esos inteligentes actores, que personificaban
anónimos ciudadanos, remedara los rezongos y burlas propios
de los comicastros. La energía que alimentó los meses de
trabajo, cuyo resultado fue iluminar toda la estructura del
argumento secundario, procedía del interés del actor por los
temas sociales. Los papeles pequeños no les resultaban
aburridos a los actores: nunca pasaban a último término, ya
que llevaban consigo fascinantes temas para estudiar y
discutir. El pueblo, los tribunos, la batalla, las asambleas eran
de rica contextura: todas las formas de teatro estaban
comprimidas y puestas al servicio de la obra. Los trajes se
asemejaban a los de la vida cotidiana, pero la posición
escénica tenía la solemnidad de la tragedia. El discurso era
en ocasiones elevado, otras coloquial, las batallas se libraban
con antiguas técnicas chinas para traer modernos
significados. No había un solo momento teatralmente falso, ni
se hacía uso por sí misma de ninguna noble emoción.
Coriolano no estaba idealizado, ni siquiera era agradable, sino
explosivo, violento, no admirable aunque convincente. Todo
servía a la acción, que por sí misma era ciara como el cristal.
Y entonces apareció un minúsculo defecto que en mí se
convirtió en aguda e interesante imperfección. La principal
escena de confrontación entre Coriolano y Volumnia a las
puertas de Roma había sido escrita de nuevo. Ni por un
momento pongo en entredicho el derecho a reescribir un
texto de Shakespeare: al fin y al cabo, los textos no se echan
al fuego. Toda persona puede hacer con un texto lo que crea
necesario, sin que nadie padezca. Lo que importa es el
78resultado. Brecht y sus colegas no deseaban que e! eje de
toda la acción fuera la relación entre Coriolano y su madre.
Consideraban que eso no era un punto interesante para el
público contemporáneo: en su lugar, querían ilustrar el
tema de la no indispensabilidad del líder. Con tal fin,
inventaron una pieza narrativa adicional. Coriolano solicitaba
a los ciudadanos romanos que hicieran una señal de humo si
estaban preparados para rendirse. Al final de la discusión con
su madre, Coriolano observa jubiloso que el humo asciende
por encima de las murallas. Su madre le indica que el humo
no es señal de rendición, sino que sale de las forjas del
pueblo, que se arma para defender sus hogares. Coriolano
comprende que Roma puede proseguir sin él y siente lo
inevitable de su propia derrota. Y cede.
En teoría, este nuevo argumento es tan interesante y
«funciona» tan bien como el original. Sin embargo, toda obra
de Shakespeare tiene un sentido orgánico. Sobre el papel
parece como si dicho episodio se hubiera sustituido
razonablemente por otro; y lo cierto es que en muchas obras
hay escenas y párrafos que resulta fácil cortar o trasladar.
Pero si se tiene un cuchillo en una mano, la otra necesita el
estetoscopio. La escena entre Coriolano y su madre se
encuentra casi en el núcleo de la obra: al igual que la
tormenta en El rey Lear o el monólogo de Hamlet, su
contenido emotivo engendra el calor con el que finalmente se
funden los hilos de frío pensamiento y los esquemas de
argumentación dialéctica. Sin el enfrentamiento de los dos
protagonistas en su forma más intensa, la historia queda
castrada. Abandonamos el teatro con un recuerdo menos
insistente. La fuerza de la escena entre Coriolano y su madre
depende de esos elementos que en apariencia carecen de
sentido. Tampoco el lenguaje psicológico nos lleva a parte
alguna, ya que las etiquetas no cuentan; lo que exige nuestro
respeto es el cerco más profundo de la verdad, el hecho
dramático de un misterio que no podemos sondear por
completo.
La elección del Berliner Ensemble implicaba que su
actitud social se hubiera debilitado en caso de aceptar la
insondable naturaleza del hombre dentro de la escena social.
Históricamente resulta claro que un teatro que detesta el
79individualismo auto-indulgente del arte burgués debería
haber vuelto a la acción.
Hoy día en Pekín parece acertado mostrar gigantescas
caricaturas de personajes de Wall Street tramando la guerra y
la destrucción y recibiendo su merecido. En relación con otros
innumerables factores de la actual China militante, se trata
de un arte popular vivo y pleno de significado. En muchos
países sudamericanos, donde la única actividad teatral
consiste en pobres imitaciones de éxitos extranjeros, que
presentan improvisados empresarios y por una sola sesión, el
teatro únicamente comienza a encontrar su significado y su
necesidad cuando está en relación con la lucha
revolucionaria, por una parte, y con los centelleos de una
tradición popular sugerida por los cantos de los trabajadores
y las leyendas campesinas, por la otra. En realidad, una
expresión de los actuales temas militantes a través de las
tradicionales estructuras católicas de los dramas alegóricos
pudiera ser, en ciertas regiones, la única posibilidad de
establecer un contacto vivo con el público popular. En
Inglaterra, por otra parte, en una sociedad en cambio, donde
nada está verdaderamente definido, y menos que nada la
política y las ideas políticas, pero donde hay en curso una
constante revisión que varía de la más intensa honestidad a
la más frívola evasiva, cuando el natural sentido común v el
natural idealismo, la natural sinceridad y el natural
romanticismo, la natural democracia, la natural amabilidad, el
natural sadismo y el natural esnobismo forman una confusa
mezcolanza intelectual, sería inútil esperar que un teatro
comprometido siga una línea de partido, incluso suponiendo
que pudiera encontrarse esa línea.
La acumulación de acontecimientos durante estos
últimos años, los asesinatos, cismas, caídas, levantamientos y
guerras locales, han tenido un creciente efecto desmitificador.
Cuanto más refleja el teatro una verdad de la sociedad, más
claro muestra el deseo de un cambio antes que la convicción
de que ese cambio pueda realizarse de una manera
determinada. Cierto es que el papel del individuo en la
sociedad, sus deberes y sus necesidades, el problema de lo
que le pertenece y lo que pertenece al Estado, están de
nuevo en discusión. De nuevo, como en la época isabelina, el
80hombre se pregunta el porqué de la vida y sobre qué puede
medirla. No se debe al azar que el nuevo teatro metafísico de
Grotowsky surja en un país empapado tanto de comunismo
como de catolicismo. Peter Weiss, mezcla de familia judía,
educación checa, idioma alemán, residencia sueca y
simpatías marxistas, surge en el momento en que su
brechtianismo se relaciona con un individualismo obsesivo en
tal grado que hubiera sido impensable en Brecht. Jean Genet
une colonialismo y racismo con homosexualidad, y explora la
conciencia francesa a través de su propia degradación. Sus
imágenes son personales y, sin embargo, también se pueden
considerar nacionales, y llega casi a descubrir mitos.
El problema es diferente para cada centro de población.
Aunque, en conjunto, los sofocantes efectos decimonónicos
del obsesivo interés por los sentimientos de la clase media,
enturbian en todos los idiomas gran parte del trabajo del siglo
XX. El individuo y la pareja han sido explorados durante largo
tiempo en un vacío o en un contexto social tan aislado que
equivale al vacío. La relación entre el hombre y la sociedad en
evolución que lo rodea es siempre lo único que da nueva vida,
profundidad y verdad a su tema personal. En Nueva York y en
Londres se suceden las obras que presentan graves
protagonistas inmersos en un contexto ablandado, diluido o
inexplorado, de manera que el heroísmo, la tortura de uno
mismo o el martirio se convierten en agonías románticas en el
vacío.
Precisamente una de las casi insuperables diferencias
entre marxistas y no marxistas radica en el relieve dado al
individuo o al análisis de la sociedad. Sin embargo, el óptimo
escritor no político puede ser otro tipo de experto, capaz de
discriminar con gran precisión matices de experiencia en el
traicionero mundo del individuo. El autor épico de piezas
marxistas, rara vez lleva a su obra ese refinado sentido de la
individualidad humana, quizá porque no desea considerar la
fuerza y la debilidad del hombre con el mismo criterio
imparcial. Tal vez por esta razón la tradición popular inglesa
tiene sorprendentemente tan amplia atracción: no política, no
alineada, está, sin embargo, sintonizada con un mundo
fragmentado en el cual bombas, drogas, Dios, padres, sexo y
ansiedades personales, son inseparables, y todo iluminado
81por un deseo, no muy grande, aunque deseo al fin y al cabo,
de alguna clase de cambio o transformación.
Hay un desafío a todos los teatros del mundo que aún no
han comenzado a enfrentarse a los movimientos de nuestro
tiempo, para que se saturen de Brecht, para que estudien al
Berliner Ensemble y vean todas las facetas de la sociedad
que no han tenido cabida en sus aislados escenarios. Hay un
desafío a los teatros revolucionarios de los países que se
encuentran en una clara situación revolucionaria, como los de
América Latina, para que aparejen sus teatros con temática
audaz e inequívocamente clara. Del mismo modo, hay un
desafío al Berliner Ensemble y a sus seguidores para que
reconsideren su actitud con respecto a las tinieblas del
individuo. Esta es nuestra única posibilidad: no perder de
vista los juicios de Artaud, Meyerhold, Stanislavsky,
Grotowsky, Brecht, y luego compararlos con la vida del lugar
concreto donde trabajamos. ¿Cuál es nuestro propósito,
ahora, en relación con la gente que encontramos cada día?
¿Necesitamos liberación? ¿De qué? ¿En qué manera?
Shakespeare es un modelo de teatro que no sólo contiene
Brecht y Beckett, sino que va más allá de ambos. Lo que
necesitamos en el teatro post-brechtiano es encontrar un
camino hacia adelante para retornar a Shakespeare. En éste
la introspección y la metafísica no atenúan nada. Todo lo
contrario. Mediante el irreconciliable contraste de lo Tosco y lo
Sagrado, mediante el estridor atonal de notas absolutamente
disonantes, experimentamos las turbadoras e inolvidables
impresiones de sus obras. Debido a que las contradicciones
son tan agudas, se nos adentran tan hondo. Está claro que no
podemos sacarnos de la manga a un segundo Shakespeare.
Pero cuanto más claramente veamos en qué consiste la
fuerza del teatro shakesperiano, mejor prepararemos el
camino a seguir. Por ejemplo, al fin nos hemos dado cuenta
de que la ausencia de escenografía del teatro isabelino era
una de sus mayores libertades. En Inglaterra, al menos desde
hace bastante tiempo, todas las puestas en escena han
estado influidas por el descubrimiento de que las obras de
Shakespeare se escribieron para ser representadas de
manera continua, que su estructura cinematográfica de
cortas escenas alternadas, trama principal intercalada con la
82secundaria, eran parte de un aspecto total, que sólo se
revelaba dinámicamente, es decir, en la ininterrumpida
secuencia de estas escenas, sin que su efecto y poder
disminuyesen, como sería el caso de una película proyectada
con interrupciones e intermedios musicales entre cada rollo.
El escenario isabelino era como la buhardilla de Hamburgo
que describí anteriormente, o sea, una plataforma abierta,
neutra, un lugar cualquiera con puertas, que capacitaba así al
dramaturgo para vapulear sin esfuerzo al espectador a través
de una ilimitada sucesión de ilusiones que abarcaba, si lo
deseaba, la totalidad del mundo físico. También se ha
señalado que la estructura permanente de la sala, con su
ruedo llano y descubierto, su amplio balcón y su segunda
galería más pequeña, era un diagrama del universo tal como
lo veían los espectadores y el dramaturgo: los dioses, la corte
y el pueblo, tres niveles separados, si bien a menudo
entremezclados; escenario que era una perfecta máquina
para un filósofo.
Lo que no se ha apreciado suficientemente es que la
libertad de movimiento del teatro isabelino no era sólo una
cuestión de escenografía. Resulta demasiado fácil pensar que
una dirección escénica moderna, con tal que pase
rápidamente de escena a escena, ha aprendido la lección
esencial de la vieja sala teatral. El hecho primordial es que
este teatro no sólo permitía al dramaturgo recorrer el mundo,
sino que también le ofrecía libre paso del mundo de la acción
al de las impresiones interiores. Creo que aquí radica lo que
es más importante para nosotros hoy día. En la época de Sha-
kespeare, el viaje de descubrimiento en el mundo real, la
aventura del viajero que se ponía en ruta hacia lo
desconocido, suscitaba emociones que no cabe volver a
sentir en una época en que nuestro planeta carece de
secretos, en la cual la perspectiva de los viajes
interplanetarios parece ya algo muy aburrido. Sin embargo,
los misterios de los continentes desconocidos no le bastaban
a Shakespeare: con su imaginativa — imágenes sacadas del
mundo de los descubrimientos fabulosos— penetra en la
existencia psíquica, cuya geografía y movimientos siguen
siendo elementos vitales para nuestra comprensión de hoy
día.
83En una relación ideal con un verdadero actor, situado en
un escenario desnudo, pasaríamos continuamente del plano
largo al corto, al tiempo que los planos se sobrepondrían.
Comparado con la movilidad del cine, el teatro parecía en otro
tiempo pesado y chirriador, pero cuanto más nos acercamos a
la verdadera desnudez del teatro más nos aproximamos a un
escenario que tiene una ligereza y amplitud mucho
mayores que las del cine o la televisión. La fuerza de las
obras de Shakespeare reside en que presentan al hombre
simultáneamente en todos sus aspectos: toque tras toque,
podemos identificarnos o inhibirnos. Una situación primitiva
turba nuestro subconsciente, la inteligencia está al acecho,
comenta, filosofa. Brecht y Beckett están contenidos en
Shakespeare, irreconciliados. Nos identificamos emotiva,
subjetivamente y, sin embargo, al mismo tiempo, nos
valoramos política, objetivamente con respecto a la sociedad.
Debido a que lo profundo sobrepasa a lo cotidiano, un
lenguaje elevado y un empleo ritualista del ritmo nos llevan a
esos aspectos de la vida que oculta la superficie; no obstante,
como el poeta y el visionario no se parecen a la gente común,
como lo épico no es una situación en la cual nos encontremos
normalmente, Shakespeare puede también, con una rotura de
ritmo, un pasa a la prosa, el simple cambio a una
conversación en lenguaje popular o con una palabra tomada
directamente del público, recordarnos con llano sentido
común dónde nos encontramos y devolvernos al tosco mundo
familiar en el cual llamamos pan al pan y vino al vino. De esta
manera Shakespeare consigue lo que nadie ha logrado antes
ni después que él: escribir piezas que pasan a través de
muchos estados de conciencia. Lo que técnicamente le
capacita para hacerlo, la esencia en realidad de su estilo, es
una tosquedad de contextura y una mezcla consciente de
elementos contrarios que, en otros términos, se podrían
calificar como falta de estilo. Voltaire, incapaz de entenderlo,
le puso la etiqueta de «bárbaro».
A manera de prueba tomemos el ejemplo de Medida por
medida. La obra no se representó mientras los eruditos
decidían si se trataba o no de una comedia. En realidad, esta
ambigüedad la hace una de las obras más reveladoras de
Shakespeare, en la que muestra lo Sagrado y lo Tosco casi
84esquemáticamente, uno al lado del otro. Se oponen y
coexisten. En Medida por medida nos hallamos ante un
mundo bajo, un mundo muy real en el cual la acción está
firmemente enraizada. Se trata del ambiente nauseabundo y
repugnante de la Viena medieval. La tiniebla de este mundo
es absolutamente necesaria para el significado de la obra: la
petición de gracia por parte de Isabela tiene mucho más
significado en este marco dostoyevskiano que lo tendría en el
de una comedia lírica sin concreción geográfica. Cuando esta
obra se monta con delicadeza, carece de significado, ya que
exige una tosquedad y vileza convincentes del todo. Además,
debido a que gran parte del pensamiento de la obra es
religioso, la estrepitosa jocosidad del burdel es importante, ya
que supone un elemento alienador y humano. De la fanática
castidad de Isabela y del misterio del duque pasamos a
Pompeyo y Bernardino, que son como una ducha fría de
normalidad. Para realizar la intención de Shakespeare
debemos animar toda la tensión de la obra no como fantasía,
sino como la más tosca comedía que se pueda hacer.
Necesitamos libertad completa, rica improvisación, nada de
contención, ningún falso respeto y, al mismo tiempo, hemos
de tener sumó cuidado porque alrededor de las escenas
populares hay amplias zonas de la obra que la torpeza podría
destruir. Al entrar en este terreno más sagrado vemos que
Shakespeare nos da una clara señal: lo tosco está en prosa y
el resto en verso. Hablando muy en general, cabe enriquecer
con nuestra imaginación las escenas en prosa, puesto que
éstas necesitan la adición de detalles externos para ase-
gurarse su plena vida. En los párrafos en verso nos
encontramos ya en guardia: Shakespeare recurre al verso
porque intenta decir más, condensar más significado.
Estamos alerta: detrás de cada signo visible sobre el papel
acecha otro invisible, difícil de captar. Técnicamente
necesitamos ahora menos abandono, más concentración,
menos amplitud, más intensidad.
Sencillamente, necesitamos una diferente aproximación,
un estilo distinto. No hay nada vergonzoso en cambiar de
estilo: una rápida ojeada a cualquier infolio nos depara un
caos de símbolos irregularmente espaciados. Si reducimos
Shakespeare a la estrechen de cualquier tipografía teatral,
85perdemos el verdadero significado de la obra; si le seguimos
en sus siempre cambiantes recursos, nos llevará a través de
muchas y diversas claves. Si en Medida por medida seguimos
el paso de lo tosco a lo sagrado y viceversa, descubriremos
una obra sobre la justicia, la misericordia, la honestidad, el
perdón, la virtud, la virginidad, el sexo y la muerte: como si
fuera un calidoscopio, cada parte de la obra refleja a otra, y
sólo aceptando el prisma en su totalidad emerge el
significado. Cuando dirigí esta obra rogué a Isabela que, antes
de arrodillarse a pedir por la vida de Ángelo, hiciera cada
noche una pausa hasta que el público no pudiera más, pausa
que solía durar dos minutos. El recurso se convirtió en una
especie de poste de vudú: un silencio en el cual se agrupaban
todos los elementos invisibles de la noche, un silencio donde
el concepto abstracto de piedad se hacía concreto a todos los
presentes durante esos minutos. Esta estructura tosco-
sagrada queda también patente en las dos partes de Enrique
IV: por un lado, Falstaff y el realismo prosaico de las escenas
en la taberna, y, por el otro, los niveles poéticos de todo lo
demás, ambos elementos englobados en un todo complejo.
La sutilísima construcción de El cuento de invierno gira
sobre los goznes del momento culminante en que una estatua
cobra vida. A menudo se ha calificado esto de torpe recurso,
de manera poco plausible de dar fin al argumento,
justificándolo con terminología de ficción romántica como una
chabacana convención de la época, que Shakespeare tuvo
que emplear. En realidad, la estatua que cobra vida es la
verdad de la obra. En El cuento de invierno encontramos una
natural división en tres partes. Leontes acusa a su mujer de
infidelidad y la condena a muerte. A la niña recién nacida la
envía por mar a un país extranjero, donde la deja
abandonada. En la segunda parte la niña ha crecido y, en
diferente clave pastoril, se repite la misma acción. El hombre
falsamente acusado por Leontes se comporta a su vez de
manera irrazonable. La consecuencia es similar: la muchacha
ha de escapar. Su viaje la lleva de nuevo al palacio de
Leontes y la tercera parte se desarrolla en el mismo lugar que
la primera, si bien con una diferencia de veinte años. Una vez
más Leontes se halla en condiciones análogas y podría actuar
de manera tan violenta e irrazonable como tiempo atrás. Así
86pues, la acción principal se presenta primero ferozmente;
luego, por medio de una encantadora parodia expuesta en
clave más alta y atrevida, ya que lo pastoril de la obra es
tanto un espejo como un hábil recurso. El tercer movimiento
se encuentra en otra clave contrastante: en la del
remordimiento. Cuando los jóvenes amantes entran en el
palacio de Leontes, la primera y la segunda partes se
sobreponen: ambas interrogan sobre la acción que puede
emprender ahora Leontes. Si el sentido de la verdad obligara
al dramaturgo a hacer de Leontes un hombre vengativo con
relación a sus hijos, la obra no podría escapar de su mundo
particular, y su final tendría que ser amargo y trágico; pero si,
respetando la verdad, permite que en los actos de Leontes
haya un nuevo equilibrio, todo el esquema temporal de la
obra queda transformado: el pasado y el futuro ya no son lo
mismo. El nivel cambia y, aunque lo califiquemos de milagro,
la estatua ha de cobrar vida. Cuando trabajábamos en El
cuento de invierno descubrí que la manera de entender esta
escena consistía en interpretarla, no en discutirla. En la
representación
dicha
escena
resulta
extrañamente
satisfactoria y por eso nos sorprende en alto grado.
Tenemos aquí un ejemplo del efecto happening, el
momento en que lo ilógico irrumpe en nuestra comprensión
cotidiana para abrirnos más los ojos. Todo el drama apunta
preguntas y sugerencias: el momento de sorpresa es una
sacudida al calidoscopio, y lo que presenciamos en la sala
podemos retenerlo y relacionarlo con las preguntas de la obra
que se repiten, transpuestas, diluidas y disfrazadas, en la
vida.
Si por un momento imaginamos que Medida por medida y
El cuento de invierno han sido escritas por Sartre, cabe
suponer que Isabela no se arrodillaría por Ángelo, con lo que
la obra terminaría con el estampido de los fusiles del pelotón
de ejecución, y, por otra parte, la estatua no cobraría vida,
con lo que Leontes habría de hacer frente a las duras
consecuencias de sus actos. Tanto Shakespeare como Sartre
habrían construido las obras de acuerdo con su sentido de la
verdad: el material interno de un autor contiene diferentes
indicios del material de otro. El error sería tomar hechos o
episodios de una obra y discutirlos a la luz de alguna tercera
87norma externa de plausibilidad, como «realidad» o «verdad».
La clase de obra que nos ofrece Shakespeare nunca es una
serie de hechos: resulta mucho más fácil comprenderlo si
consideramos las obras como objetos, como complejos con
muchas facetas de forma y significado en los cuales la línea
narrativa no es más que uno de los numerosos aspectos, que
no se puede provechosamente representar o estudiar por sí
sola. Experimentalmente podemos acercarnos a El rey Lear
no como narrativo lineal, sino como racimo de relaciones. En
primer lugar intentamos liberarnos de la idea de que, como el
título de la obra se refiere al rey Lear, se trata
primordialmente de la historia de un individuo. Elegimos un
punto de la amplia estructura, la muerte de Cordelia y, en
lugar de mirar hacia el rey, volvemos a la conclusión de que
es con mucho el personaje más atractivo. Nos concentramos
en este personaje, Edmundo, y comenzamos a recorrer la
obra de un lado a otro, tamizando los hechos, intentando
descubrir quién es este Edmundo. Se trata sin lugar a dudas
de un bellaco, cualesquiera que sean nuestras normas de
juicio, ya que, al asesinar a Cordelia, comete el acto de
crueldad más gratuito de toda la obra; sin embargo, si
consideramos la impresión que nos causa en las primeras
escenas, llevamos los ojos hacia el responsable de su muerte.
Al comienzo de la obra existe una negación de la vida en el
torpe y riguroso poder de Lear; Gloster es irritable, inquieto y
necio, ciego a todo lo que no sea la infatuada imagen de su
propia importancia, y en dramático contraste observamos la
relajada libertad de su hijo bastardo. Aunque en teoría
comprendamos que su manera de tener a Gloster agarrado
por las narices no es moral, instintivamente nos ponemos al
lado de su natural anarquía. No sólo simpatizamos con
Gonerila y Regania por enamorarse de él, sino que tendemos
a compartir con ellas su juicio de que Edmundo es
admirablemente malvado, ya que afirma una vida que la
esclerosis de los ancianos parece negar. ¿Mantenemos esta
misma actitud de admiración hacia Edmundo después de
haber matado a Cordelia? Si no es así, ¿por qué razón? ¿Qué
ha cambiado? ¿Ha cambiado Edmundo debido a los
acontecimientos exteriores o es sólo el contexto lo que
resulta diferente? ¿Queda implicada una escala de
88valores? ¿Cuáles son los valores de Shakespeare? ¿Cuál es
el valor de una vida? Volvemos de nuevo a la obra y
encontramos un incidente situado en lugar estratégico, que
no guarda relación con el tema principal y que se cita a
menudo como ejemplo de la descuidada construcción
shakesperiana. Se trata de la lucha entre Edmundo y
Edgardo, en la cual nos sorprende que no gane el fuerte
Edmundo, sino su hermano más joven. Al comienzo de la
obra, Edmundo engaña con toda facilidad a Edgardo; cinco
actos después, Edgardo domina en singular combate. Si
aceptamos esto como verdad dramática, no como convención
romántica, tenemos que preguntarnos a qué se debe este
cambio. ¿Cabe explicarlo sencillamente como una evolución
de índole moral —Edgardo ha madurado, Edmundo ha
decaído—, o bien toda la cuestión del indudable paso de
Edgardo desde la naiveté hasta la comprensión —así como el
visible cambio de Edmundo desde la libertad hasta la
trabazón— es mucho más que un firme juicio sobre el triunfo
del bien? ¿No nos vemos obligados, de hecho, a relacionarlo
con la evidencia de la dualidad desarrollo y ocaso, es decir,
juventud y vejez, o sea, fuerza y debilidad? Si por un
momento aceptamos este punto de vista, de repente toda la
obra parece referirse a la esclerosis que se opone al flujo de
la existencia, a las cataratas que se disuelven, a las rígidas
actitudes que ceden, mientras que al mismo tiempo se
forman las obsesiones y las posiciones se endurecen. Claro
está que la obra trata también del sentido de la vista y de la
ceguera, de lo que supone la primera y de lo que significa la
segunda, de cómo los ojos de Lear no observan lo que capta
el instinto del bufón, de cómo los ojos de Gloster pasan por
alto lo que su ceguera conoce. Pero el objeto tiene muchas
facetas; muchos temas entrecruzan su forma prismática.
Quedémonos con los hilos de la vejez y de la juventud, y en
pos de ellos pasemos a las últimas líneas de la obra. Al oírlas
o leerlas nuestra primera reacción es ésta: «Es evidente. ¡Qué
trivialidad!»; ya qué Edgardo dice:
«Nosotros, que somos jóvenes, no veremos tantas cosas
ni viviremos tantos años».
Cuanto más las releemos, más turbadoras se nos hacen,
ya que su aparente precisión se desvanece, dejando paso a
89una extraña ambigüedad oculta en la ingenua discordancia.
La última línea, en su significado literal, carece de sentido.
'¿Hemos de entender que los jóvenes no envejecerán o que el
mundo dejará de tener ancianos? Cualquiera de los dos
significados parece un débil final para una obra maestra
escrita conscientemente. Sin embargo, si recordamos la
actuación de Edgardo, observamos que si bien su experiencia
durante la tormenta corre pareja con la de Lear, no ha forjado
en su interior el intenso cambio sufrido por Lear. Edgardo
adquirió fuerza por dos asesinatos, el de Osvaldo, primero, y
después el de su hermano. ¿Qué han producido en él estos
dos crímenes, de qué profunda manera ha experimentado
esta pérdida de inocencia? ¿Sigue con los ojos muy abiertos?
¿Dice en sus palabras finales que juventud y vejez están
limitadas por sus propias definiciones, que el único modo de
ver tanto como Lear es sufrir tanto como Lear, y que
entonces, ipso facto, uno deja de ser joven? Lear vive más
que Gloster —en tiempo y en intensidad— e indudablemente
«ve» más que Gloster antes de morir. ¿Desea decir Edgardo
que una experiencia de este orden e intensidad es lo que
realmente significa «vivir mucho»? Si es así, el «ser joven» es
un estado con su propia ceguera, como el del primer Edgardo,
y con su propia libertad, como el del primer Edmundo. La
vejez, a su vez, tiene su ceguera y su decadencia. No
obstante, la verdadera visión proviene de una perspicacia de
vivir que puede transformar a los ancianos. Y efectivamente,
a lo largo de la obra se muestra con toda claridad que Lear
sufre más y «llega más lejos». Sin duda su breve momento de
cautividad con Cordelia es un instante de gloria, paz y
reconciliación, y los comentadores cristianos suelen escribir
como si éste fuera el final de la historia: claro relato de la
ascensión del infierno al paraíso a través del purgatorio. Por
desgracia para este punto de vista la obra continúa sin
piedad, alejándose de la reconciliación. «Nosotros, que somos
jóvenes, no veremos tantas cosas ni viviremos tantos años».
La fuerza de las turbadoras palabras de Edgardo —
palabras que suenan como una interrogación a medio
formular— radica en la carencia de tono moral. Edgardo no
sugiere que la juventud o la vejez, con el sentido de la vista o
con ceguera, sean en modo alguno superior, inferior, más o
90menos deseable una que otra. La cierto es que nos vemos
obligados a enfrentarnos a una obra que rechaza toda
moralización, una obra que comenzamos ya a no ver como
narrativa, sino como un amplio, complejo y coherente poema
diseñado para estudiar el poder y la vaciedad de la nada, los
aspectos positivos y negativos latentes en el cero. Por lo
tanto, ¿qué quiere decir Shakespeare? ¿Qué intenta
enseñarnos? ¿Quiere decir que el sufrimiento ocupa un lugar
necesario en la vida y que vale la pena cultivarlo debido al
conocimiento y desarrollo interior que aporta, o bien desea
hacernos entender que la época del inmenso sufrimiento ha
acabado y que nuestro papel es el de los eternamente
jóvenes? Sabiamente, Shakespeare se niega a contestar. Sin
embargo, nos ha dado su obra, cuyo campo de experiencia es
tanto interrogación como respuesta. Bajo esta luz, la obra se
emparenta directamente con los más excitantes temas de
nuestro tiempo: viejos y jóvenes en relación con nuestra
sociedad, nuestras artes, nuestra noción del progreso, el
modo de vivir nuestras vidas. Eso es lo que revelarán los
actores si se interesan por la obra, y eso es lo que nosotros
encontraremos si compartimos dicho interés. Los trajes de
época quedarán relegados.
El significado
representación.
surgirá
en
el
momento
de
la
De todas las obras existentes, ninguna es tan
desconcertante y esquiva como La tempestad. Una vez más
descubrimos que el único modo de encontrar un significado
compensador es tomar la pieza como un todo. Como
argumento carece de interés; como pretexto para la
exhibición de trajes, efectos escénicos y música, apenas vale
la pena revivirla; como mezcla de estilo atractivo y
tumultuoso, a lo máximo que puede aspirar es a complacer a
unos cuantos espectadores de sesión de tarde, y por lo
general sólo sirve para apartar del teatro a generaciones de
escolares. No obstante, cuando observamos que en la obra
nada es lo que parece, que se desarrolla en una isla y no en
una isla, durante un día y no durante un día, con una
tempestad que desencadena una serie de acontecimientos
que siguen dentro de la tempestad incluso cuando ha
desaparecido la tormenta, que el encantador drama bucólico
91para niños encierra violación, asesinato, conspiración y
violencia; cuando comenzamos a desenterrar los temas que
tan cuidadosamente enterró Shakespeare, comprendemos
que ésta es su completa y última declaración y que ella trata
de la entera condición del hombre. De manera similar, la
primera obra de Shakespeare, Tito Andrónico, descubre sus
secretos en cuanto dejamos de considerarla como una serie
de gratuitos golpes melodramáticos y buscarnos su
integridad. Todo en Tito está ligado a una oscura corriente de
la que surgen los horrores, rítmica y lógicamente
relacionados; vista de este modo cabe encontrar la expresión
de un poderoso y finalmente hermoso ritual bárbaro. Sin
embargo, este enfoque es comparativamente simple: hoy día
podemos encontrar siempre nuestro camino hacia el violento
subconsciente. La tempestad es otra cuestión. Desde la
primera hasta su última obra, Shakespeare se movió a través
de muchos limbos: tal vez en la actualidad no puedan hallarse
las condiciones que nos revelen plenamente la naturaleza de
la obra. Hasta que se encuentre un medio de ponerla en
escena, al menos hemos de ser cautos para no caer, al
forcejear con el texto, en confusos e infructíferos intentos. Si
bien hoy día es irrepresentable, no deja de ser un ejemplo de
cómo una obra metafísica puede hallar un idioma natural que
es sagrado, cómico y tosco.
Resulta, pues, que en la segunda mitad del siglo XX en
Inglaterra, donde escribo estas palabras, nos enfrentamos al
irritante hecho de que Shakespeare sigue siendo nuestro
modelo. A este respecto, nuestra labor en la puesta escénica
de Shakespeare consiste siempre en hacer «modernas» sus
obras, ya que sólo así el público entra en contacto directo con
los temas que el tiempo y las convenciones desvanecen. De
la misma • manera, cuando nos acercamos al teatro
moderno, en cualquiera de sus formas, ya sea la obra con
pocos personajes, el happening o la pieza con numerosos
personajes y escenas, el problema es siempre el mismo:
¿dónde están los equivalentes de la fuerza del teatro
isabelino, en el sentido de alcance y extensión? ¿Qué forma,
en términos modernos, podría adoptar ese rico teatro?
Grotowski, como un monje que descubriera un universo en un
grano de arena, llama teatro de pobreza a su teatro sagrado.
92El teatro isabelino, que abarcaba todo lo de la vida, incluso la
suciedad y miseria de la pobreza, es un teatro tosco de
extraordinaria riqueza. Ambos no están tan separados como
pudiera parecer.
Me he referido extensamente al mundo interior y al
exterior, oposición que como todas es relativa, simple
conveniencia. He hablado de belleza, magia, amor,
maltratando estas palabras con una mano mientras parecía
querer alcanzarlas con la otra. Y, sin embargo, la paradoja es
simple. Todo lo relacionado con estos términos nos parece
mortal: lo que implican corresponde a lo que necesitamos. Si
no entendemos la catarsis es porque se la ha identificado con
un emocional baño de vapor. Si no entendemos la tragedia se
debe a confundirla con la interpretación del papel de rey.
Necesitamos la magia, pero la confundimos con el truco, y
mezclamos desesperadamente el amor con el sexo, la belleza
con el esteticismo. Pero sólo buscando una nueva
discriminación ampliaremos los horizontes de lo real. Sólo
entonces podría ser útil el teatro, ya que necesitamos una
belleza que nos convenza: necesitamos experimentar la
magia de una manera tan directa que pueda cambiarse
nuestra misma noción de lo que es sustancial.
No ha terminado el necesario período de revelar la
verdad, apartando falsas tradiciones. Por el contrario, a lo
ancho del mundo, y con el fin de salvar al teatro, casi todo lo
teatral tiene que barrerse. El proceso apenas ha comenzado y
tal vez no acabe nunca. El teatro requiere su perpetua
revolución. No obstante, la destrucción desenfrenada es
criminal; produce violenta reacción y mayor confusión. Si
demolemos un teatro pseudos-sagrado, hemos de procurar no
engañarnos pensando que está pasada de moda la necesidad
de lo sagrado y que los cosmonautas han demostrado de una
vez para siempre que los ángeles no existen. De la misma
manera, si nos sentimos insatisfechos por la vaciedad de
tanto teatro de revolucionarios y propagandistas, no
hemos de dar por sentado que la necesidad de hablar del
pueblo, del poder, del dinero y de la estructura de la sociedad
obedece a una moda periclitada.
Pero si nuestro lenguaje ha de corresponder a nuestra
época, debemos aceptar que actualmente la tosquedad está
93más viva y lo sagrado más muerto que en otros tiempos.
Antiguamente el teatro pudo comenzar como magia: magia;
en el festival sagrado, magia al surgir las candilejas. Hoy día
es todo lo contrarío. Apenas se necesita el teatro y apenas se
confía en sus trabajadores. Por lo tanto, no cabe suponer que
el público se agrupará devota y atentamente. A nosotros nos
toca captar su atención y ganar su fe.
Para lograrlo hemos de convencer de que no hay truco,
nada oculto. Debemos abrir nuestras manos y mostrar que no
escondemos nada en nuestras mangas. Sólo entonces
podemos comenzar.
9495Cuarta Parte
EL TEATRO INMEDIATO
No hay duda de que una sala de teatro es un lugar muy
especial. Es como un cristal de aumento y también como una
lente reductora. Es un mundo pequeño que fácilmente puede
ser insignificante. Es diferente de la vida cotidiana y
fácilmente puede divorciarse de la vida. Por otra parte,
mientras cada vez vivimos menos en pueblos y más en
comunidades globales, la comunidad teatral sigue siendo la
misma: el reparto de una obra sigue teniendo el mismo
tamaño de siempre. El teatro estrecha la vida, y lo hace de
muchas maneras. A cualquiera le resulta difícil tener un solo
objetivo en la vida; sin embargo, en el teatro la meta está
clara. Desde el primer ensayo el objetivo está siempre visible,
no demasiado lejano, e implica a todos. Vemos en fun-
cionamiento muchas muestras de modelos sociales: la
presión de un estreno, con sus inequívocas exigencias,
origina ese trabajo en común, esa dedicación, energía y
consideración de las necesidades recíprocas.
Más aún, el papel del arte en la sociedad en general es
nebuloso. La mayoría de la gente podría vivir perfectamente
sin ningún arte, e incluso si lamentara esta falta seguiría
funcionando con normalidad. Pero en el teatro no existe tal
separación: en todo instante la cuestión práctica es la
artística. El actor más tosco e incoherente está tan
comprometido en la graduación del tono, el modo de andar,
ritmo, posición, distancia, color y aspecto como el más
cultivado. En los ensayos, la altura de una silla, el tejido de
un traje, la luminosidad de la luz, la calidad de emoción,
importan en todo momento: la estética es práctica. Se
equivocaría quien dijera que eso se debe a que el teatro es
un arte. El escenario es un reflejo de la vida, pero esa vida no
puede revivirse por un momento sin un sistema de trabajo
basado en la observación de ciertos valores v en la formación
de juicios sobre tales valores. Trasladamos una silla arriba o
abajo del escenario porque es «mejor así». Dos columnas
96producen un efecto desafortunado, pero si añadimos una
tercera el resultado es satisfactorio: palabras como «mejor»,
«peor», «no muy bueno», «malo», son cotidianas, pero estos
términos que
rigen
las
decisiones
no
llevan en sí
ningún sentido moral. Cualquier persona interesada en los
procesos del mundo natural se vería sumamente
compensada si estudiara las condiciones del teatro. Sus
descubrimientos serían mucho más aplicables a la sociedad
en general que el estudio de las hormigas o de las abejas.
Bajo el cristal de aumento observaría un grupo de personas
que vive permanentemente según unas normas precisas,
compartidas, si bien innominadas. Vería que un teatro, en
cualquier comunidad, carece de función particular o la tiene
única. La unicidad de la función consiste en ofrecer algo que
no puede encontrarse en la calle, en el hogar, en el bar, con
amigos o en el sofá del psiquiatra, en la iglesia o en el cine.
Existe una sola diferencia importante entre el cine y el teatro.
El primero proyecta sobre la pantalla imágenes del pasado.
Como eso es lo que hace la mente durante toda la vida, el
cine parece íntimamente real. Claro está que no es nada de
eso, sino una satisfactoria y agradable extensión de la
irrealidad de la percepción cotidiana. El teatro, por otra parte,
siempre se afirma en el presente. Esto es lo que puede
hacerlo más real y también muy inquietante. La fuerza
latente del teatro se refleja en el tributo que ha de pagar a la
censura. En la mayoría de los regímenes políticos, incluso en
aquellos en que la palabra escrita y la imagen gozan de
libertad, lo último que se libera de las trabas oficiales es el
teatro. Los gobiernos saben de manera instintiva que el
hecho vivo puede crear una corriente eléctrica peligrosa,
aunque esto ocurra muy rara vez. Este antiguo temor es el
reconocimiento de un antiguo potencial. El foco de un amplio
grupo de personas crea una intensidad única; debido a esto,
las fuerzas que operan constantemente y rigen la vida diaria
de cada persona pueden aislarse y captarse con mayor
claridad.
A partir de ahora he de ser descaradamente personal. En
los tres capítulos anteriores he tratado de las diferentes
formas de teatro en general, tal como se dan en el mundo y
naturalmente como las veo yo. Si esta última parte, que
97inevitablemente es una especie de conclusión, cobra el
aspecto de un teatro que al parecer recomiendo, se debe a
que sólo puedo hablar del teatro que conozco. He de
circunscribir mis opiniones y hablar del teatro tal como lo
entiendo, autobiográficamente. Procuraré referir las acciones
y conclusiones habidas en mi campo de trabajo, que es lo que
constituye mi experiencia y mi punto de vista. El lector, a su
vez, ha de comprender que esto es inseparable de todos los
datos de mi pasaporte: nacionalidad, fecha y lugar de
nacimiento, características físicas, color de los ojos, firma.
Asimismo es inseparable de la fecha de hoy. Se trata del
retrato del autor en el momento de escribir, de su búsqueda
dentro de un teatro decadente y en evolución. Como sigo
trabajando, cada una de mis experiencias hará inconclusas de
nuevo estas conclusiones. Resulta imposible valorar la
función de un libro, pero confío en que tal vez éste sea útil en
alguna parte, a alguien en pugna con sus propios problemas
en relación con otro tiempo y lugar. De todos modos, si
alguien intentara usar este libro como manual, debo
advertirle que no hay fórmulas, que no hay métodos. Puedo
describir un ejercicio o una técnica, pero quien intente
reproducirlos a partir de mi descripción es seguro que
quedará decepcionado. Me comprometería a enseñar en unas
cuantas horas todo lo que sé sobre normas y técnicas
teatrales. El resto es práctica, y no puede hacerse solo. En
grado limitado procuraremos seguir lo dicho al examinar la
preparación de una obra para ser representada.
En la representación, la relación es actor-tema-público. En
los ensayos es actor-tema-director. La primera relación es
director-tema-escenógrafo. A veces en los ensayos la
escenografía y los trajes evolucionan al mismo tiempo que el
resto de la interpretación, pero a menudo y debido a
consideraciones de tipo práctico obligan al escenógrafo a
tener dispuesto y decidido su trabajo antes del primer
ensayo. Con frecuencia he diseñado la escenografía y los
trajes que necesitaba. Esto tiene una ventaja por una razón
muy especial. Cuando el director trabaja de esta manera, su
comprensión teórica de la obra y el desarrollo de la misma en
términos de formas y colores evolucionan al mismo tiempo. El
director puede escapársele una escena durante varias
98semanas, puede parecerle incompleto un aspecto de la
escenografía; luego, al seguir investigando las posibilidades
del decorado, quizá encuentra de pronto el sentido de la
escena que no ha captado anteriormente, de la misma
manera que al estudiar la estructura de esa difícil escena ve
de repente su significado en términos de acción escénica o de
sucesión de colores. Lo más importante en la colaboración
con un escenógrafo es la afinidad del tiempo teatral. He
trabajado con gran número de estupendos escenógrafos; a
veces me he visto cogido en extrañas trampas, por ejemplo
cuando el escenógrafo llega demasiado deprisa a una
apremiante solución, que me ha obligado a aceptar o
rechazar formas antes de que mis sentidos captasen cuáles
eran las que parecían inherentes al texto. Al dar por válida
esa solución, ya que no encontraba razón lógica para
oponerme al convencimiento del escenógrafo, he quedado
atrapado, el montaje no ha evolucionado y las consecuencias
finales han sido pésimas. He comprobado a menudo que el
decorado es la geometría de la obra, y que una escenografía
equivocada hace imposible la interpretación de numerosas
escenas e incluso destruye muchas posibilidades para los
actores. El mejor escenógrafo es el que evoluciona paso a
paso con el director, retrocediendo, cambiando, afinando,
mientras gradualmente cobra forma la concepción de
conjunto.
El director que realiza sus propios diseños sabe que la
terminación de esa labor es un fin en sí misma, sino el
comienzo de un largo ciclo de crecimiento, ya que su propio
trabajo se extiende ante él. Muchos escenógrafos, sin
embargo, tienden a creer que una vez entregados los bocetos
de los decorados y de los trajes han terminado una parte
importante de su trabajo creador. Esto concierne de manera
particular a los buenos pintores que trabajan para el teatro,
para quienes un boceto terminado está completo. Los
amantes del arte no comprenden por qué no realizan toda la
escenografía teatral los «grandes» pintores y escultores. En
realidad, lo que se necesita es un boceto incompleto, que
tenga claridad sin rigidez, que pueda calificarse de «abierto».
Ésta es la esencia del pensamiento teatral, y un verdadero
escenógrafo ha de concebir sus bocetos pensando en que
99deben estar en permanente acción, movimiento y relación
con lo que el actor aporta a la escena mientras ésta se
desarrolla. En otras palabras, a diferencia del pintor de
caballete, que trabaja en dos dimensiones, o del escultor, que
lo hace en tres, el escenógrafo concibe en función de la
cuarta dimensión, el paso deltiempo, no el cuadro del
escenario, sino el cuadro del escenario en movimiento. Al
contrario de lo que ocurre en el cine, el escenógrafo parcela
en formas el material dinámico antes de que éste haya
cobrado cuerpo. Tanto mejor cuanto más tarde tome su
decisión.
Resulta muy fácil —y ocurre con gran frecuencia— echar
a perder la interpretación de un actor debido a . un traje
inadecuado. El actor al que se pregunta su opinión sobre el
boceto de un traje antes de comenzar los ensayos, se
encuentra en una posición similar a la del director a quien se
pide tomar una decisión antes de estar preparado. Dicho
actor aún no ha tenido la experiencia física de su papel y, por
lo tanto, su punto de vista es teórico. Si los bocetos son de
espléndida imaginación y el traje es hermoso, el actor lo
aceptará con entusiasmo; quizá al cabo de unas semanas
comprenda que no encaja con lo que él intenta. La labor del
escenógrafo se enfrenta a un problema fundamental: qué
debe llevar un actor. Un traje no surge de la imaginación del
bocetista, sino de las circunstancias ambientales. Pensemos,
por ejemplo, en un actor europeo que interpreta un personaje
japonés. Por muy bien realizado que esté el traje el actor
nunca tendrá el porte de un samurái en una película
japonesa. En el ambiente auténtico los detalles son correctos
y se relacionan unos con otros; en la copia basada en el
estudio de documentos, inevitablemente hay una serie de
compromisos: la tela es más o menos la misma, la hechura es
muy semejante y, sin embargo, el actor es incapaz de llevar
el traje con la instintiva propiedad de un nativo. Si no
podemos presentar satisfactoriamente a un japonés o
africano mediante un proceso de imitación, lo mismo cabe
decir de lo que llamamos ambientación de «época». Un actor
cuyo trabajo parece auténtico vestido para ensayar, pierde
esta integridad cuando lleva una toga copiada de un jarrón
del Museo Británico. Los trajes de la vida cotidiana rara vez
100son una solución y, además, resultan por lo general
inadecuados como uniforme para la representación. El teatro
Nó, por ejemplo, ha conservado un vestuario ritual
interpretativo de extraordinaria belleza, y lo mismo cabe decir
de la Iglesia. En la época-barroca existió un «atavió»
contemporáneo que fue la base del vestuario teatral u
operístico. El baile romántico aún ha sido recientemente
mente válida de inspiración para notables escenógrafos como
Oliver Messel o Christian Bérard. En la Unión Soviética, las
corbatas blancas y los fracs, en desuso en la vida social,
siguieron siendo la base de la indumentaria de los músicos,
quienes, trajeados así, diferenciaban de manera adecuada y
elegante la interpretación del ensayo.
Siempre que comenzamos el montaje de una nueva obra
hemos de plantearnos, como si fuera la primera vez, las
siguientes preguntas: ¿Qué han de llevar los actores? ¿Hay
alguna época implicada en la acción? ¿Qué es una «época»?
¿Cuál es su realidad? ¿Son reales los aspectos que nos
proporcionan los documentos? ¿O es más real el vuelo de la
fantasía y de la imaginación? ¿Cuál es el propósito
dramático? ¿Qué es lo que ha de vestirse, qué es lo que debe
afirmarse? ¿Qué requiere físicamente el actor? ¿Qué exige el
ojo del espectador? ¿Ha de satisfacerse esta exigencia del
espectador de manera armoniosa u oponerse de forma
dramática? ¿Qué pueden realzar el color y el tejido? ¿Qué
pudieran difuminar?
El reparto de papeles crea una nueva serie de
problemas. Si se cuenta con escaso tiempo para los ensayos,
el reparto tipo es inevitable, solución que todo el mundo
deplora. Como reacción, cada uno de los actores desea
interpretarlo todo. La verdad es que no puede, ya que se lo
impiden sus propias limitaciones, que diseñan su tipo real. Lo
único que cabe decir es que por lo general resulta inútil la
mayoría de los intentos de determinar por adelantado lo que
un actor no puede hacer. Nuestro interés por un actor radica
en su capacidad de manifestar rasgos insospechados
durante los ensayos, nuestra decepción llega cuando
comprendemos que un intérprete es incapaz de
sorprendernos. Pretender que se puede hacer un reparto
«con conocimiento de causa» es simple vanidad: resulta
101preferible contar con tiempo y con las condiciones necesarias
para arriesgarse. El peligro de equivocarse está compensado
por la posibilidad de esas inesperadas revelaciones. Ningún
actor permanece estancado por completo en su carrera.
Aunque resulte fácil creer que se ha quedado parado a cierto
nivel, la verdad es que en su interior se produce un invisible
e importante cambio. Un actor que parezca excelente en un
examen de prueba es posible que tenga mucho talento, pero
en general es improbable: lo más probable es que sea
eficiente y que su eficacia sea sólo superficial. Por el
contrario, un actor que en las mismas circunstancias
produzca pésima impresión quizá sea el peor de los
concursantes, si bien esto no es necesariamente cierto e
incluso cabe que sea el mejor. No existe un sistema científico
para determinarlo. Si el sistema impone trabajar con actores
que el director no conoce, éste se ve obligado a realizar su
labor por conjeturas.
Al comienzo de los ensayos los actores son lo más
opuesto a esas personas idealmente relajadas que les
gustaría ser. Aportan con ellos una pesada carga de
tensiones. Tan variada es dicha carga que a veces origina
fenómenos absolutamente inesperados. Por ejemplo, un
actor joven que actúe con un grupo de amigos faltos de
experiencia puede revelar un talento y una técnica que haga
avergonzar a los profesionales. Ese mismo actor, cuya valía
ha quedado demostrada, pasa a trabajar con actores por
quienes siente profundo respeto y lo más seguro es que no
sólo se presente torpe y envarado, sino que incluso su
talento se eclipse. Puesto entre actores a los que desprecia,
volverá a ser él mismo. El talento no es estático, sino que
fluye de acuerdo con muchas circunstancias. No todos los
actores de la misma edad se hallan en el mismo grado en su
labor profesional. Algunos poseen una mezcla de entusiasmo
y conocimientos que sustenta una confianza basada en
pequeños éxitos y que no está minada por el temor a un
inminente fracaso total. Comienzan a ensayar con una
disposición diferente a la del quizá también joven actor, cuyo
nombre es un poco más conocido, que ha empezado ya a
preguntarse hasta dónde podrá llegar, si ha logrado algo,
cuál es su posición, si se le tiene en cuenta, qué le deparará
102el futuro. El actor que está convencido de que un día
interpretará el papel de Hamlet tiene ilimitada energía; quien
cree que no se le considera apto para un cometido
semejante en el futuro,queda atado con dolorosos nudos de
introspección y necesita, por consiguiente, esforzarse para
que se fijen en él.
Sobre el grupo que asiste al primer ensayo, trátese de
una compañía permanente o de una formación constituida
por actores disponibles en ese momento, está suspendido un
infinito número de cuestiones y preocupaciones de índole
personal, acrecentadas con la presencia del director. Si éste
se hallara en un estado de total relajación, podría ser de
inestimable ayuda, pero la mayor parte del tiempo se
encuentra también en tensión, preocupado por los problemas
de su trabajo, y, al igual que en los actores, la necesidad de
mostrar públicamente su labor es aliciente para su vanidad y
su ensimismamiento. La verdad es que un director no puede
permitirse el lujo de empezar con su primer montaje.
Recuerdo haber oído que un hipnotizador primerizo nunca
confiesa que está realizando su primer trabajo. Lo «ha hecho
numerosas veces y con éxito». Comencé con mi segundo
montaje ya que, a mis diecisiete años y frente a mi primer
grupo de aficionados e incisivos críticos, me vi obligado a
inventar un inexistente y completo triunfo anterior para
darles y darme la confianza que necesitábamos.
El primer ensayo es siempre algo parecido a la
conducción de un ciego por otro ciego. Ese primer día el
director explica las ideas básicas del trabajo a realizar o
muestra bocetos de vestuario, libros o fotografías, cuenta
chistes o hace que los actores lean la obra. Como nadie se
halla en disposición de captar lo que se dice, la finalidad de la
reunión es preparar la labor del segundo encuentro. El
segundo ensayo ya es diferente: se halla en elaboración un
proceso, y al cabo de veinticuatro horas los factores
individuales y las relaciones han cambiado sutilmente. Todo lo
que se haga en el ensayo afecta a este proceso: una sesión
de juegos en común da positivos resultados, puesto que
amplía el grado de confianza y amistad. Lo mismo cabe hacer
en los exámenes de prueba con el fin de crear un ambiente
menos tenso. Una experiencia colectiva perturbadora, como
103las improvisaciones que hicimos de locura para el Marat-
Sade, lleva consigo otro resultado: al compartir las
dificultades, los actores se abren unos a otros en relación a la
obra de una manera diferente.
El director aprende que el desarrollo de los ensayos es
un proceso en crecimiento; observa que hay un momento
adecuado para cada cosa, y su arte es el de reconocer esos
momentos. Comprende que carece de fuerza para transmitir
ciertas ideas en los primeros días. En la expresión de un
rostro, aparentemente relajado, leerá la ansiedad interior del
actor que le impide comprender lo que se le dice. Se dará
cuenta de que debe esperar, no empujar demasiado. En la
tercera semana todo habrá cambiado, y una palabra o un
gesto producirá inmediata comunicación. Y el director
comprenderá que también él avanza. Por mucho que trabaje
en su casa no puede entender plenamente una obra con su
solo esfuerzo. Debido al proceso en que se halla inmerso
junto con los actores, sus ideas evolucionan continuamente
y en la tercera semana comprende que lo ve todo de
manera distinta. La sensibilidad de cada uno de los actores
actúa sobre él como reflector, y ve con mayor claridad que
hasta ese momento no ha descubierto nada válido. Lo cierto
es que el director que llega al primer ensayo con su
ejemplar lleno de acotaciones sobre movimientos y otras
cuestiones escénicas, es, desde el punto de vista teatral,
hombre perdido.
Cuando sir Barry Jackson me pidió que dirigiera en
Stratford Trabajos de amor perdidos, en 1945 —que fue mi
primer montaje importante—, ya había trabajado en teatros
más pequeños y tenía la suficiente experiencia para saber
que los actores, y sobre todo los supervisores de escena,
sienten el mayor desprecio por quien «no sabe lo que
quiere», como dicen. Así, la noche anterior al primer ensayo
me senté ante un modelo del decorado, angustiado y sabedor
de que en adelante cualquier vacilación sería fatal. Comencé
a mover las plegadas piezas de cartón que representaban a
los cuarenta actores a quienes al día siguiente tendría que
dar definidas y claras órdenes. Una y otra vez monté la
primera entrada de la Corte, comprendiendo que ése sería el
momento en que todo se ganaría o se perdería, numeré las
104figuras, tracé planos, moví los cartones arriba y abajo, los
situé en grandes y en pequeños grupos, los puse a un lado,
los trasladé atrás, los derribé, maldije y comencé de nuevo. Al
mismo tiempo anotaba los movimientos, los tachaba,
redactaba nuevas notas. Cuando a la mañana siguiente llegué
al teatro, con un grueso libro de apuntador bajo el brazo, el
supervisor escénico me acercó una mesa y observé que le
impresionó favorablemente el tamaño del volumen. Dividí a
los actores en grupos, les asigné un número y los situé en sus
respectivos lugares de partida; a continuación, después de
leer mis órdenes en voz alta y segura, dejé que avanzara la
masa de actores. En cuanto empezó a moverse, comprendí
que mi idea era equivocada. No guardaban la mínima
semejanza con mis figuras de cartón esos actores que
avanzaban empujándose, algunos con pasos demasiado
rápidos que yo no había previsto, llegando de repente sobre
mí, sin detenerse, queriendo seguir su marcha, clavándome
su mirada, o bien demorándose, haciendo una pausa, incluso
retrocediendo con elegante afectación que me cogió de
sorpresa. No habían realizado más que el primer movimiento,
que correspondía a la letra A de mis notas; nadie estaba
correctamente situado y por lo tanto el movimiento B
resultaba imposible. Mis horas de preparación eran inútiles,
me sentí desalentado, perdido por completo. ¿Debía
comenzar de nuevo, instruir a los actores con el fin de
ajusfarlos a mis notas? Una voz interior me urgía a hacerlo
así, pero otra me indicaba que mi modelo era mucho menos
interesante que el que se. desarrollaba ante mí: rico en
energía, pleno de variaciones personales, moldeado por
entusiasmos y perezas individuales, prometedor de ritmos
diferentes, abierto a inesperadas posibilidades. Fue un
momento de pánico. Al recordarlo ahora, pienso que en ese
momento mi futuro estuvo pendiente de un hilo. Me aparté de
mis notas, me situé entre los actores y a partir de entonces
no he vuelto a trazar ningún plan de antemano. Comprendí de
una vez para siempre la presunción y locura de creer que un
modelo inanimado puede suplantar al hombre.
Claro está que todo trabajo exige reflexión, es decir,
comparar, cavilar, equivocarse, retroceder, vacilar, partir de
nuevo. Tanto el pintor como el escritor trabajan así, aunque
105en privado. El director teatral ha de exponer sus
inseguridades ante los actores, pero tiene en compensación
un medio que evoluciona al tiempo que se ajusta. El escultor
afirma que la elección de material modifica continuamente
su creación; el material vivo de los actores es hablar, sentir y
explorar: ensayar es pensar en voz alta.
Permítaseme una extraña paradoja. Sólo hay una
persona tan eficaz como un óptimo director, y es uno pésimo.
Sucede a veces que un director es tan malo, tan incapaz de
imponer su voluntad, que su falta de habilidad se convierte
en factor positivo. Los actores están al borde de la
desesperación. Gradualmente su incompetencia levanta un
muro entre él y los intérpretes, y al acercarse la noche del
estreno la inseguridad da paso al terror, que deriva en fuerza.
En tales circunstancias se ha dado el caso de que en los
últimos momentos una compañía ha cobrado fuerza y unidad
como por arte de magia, ofreciendo un estreno que ha
colmado de elogios al director. De igual modo, quien
sustituye a un director despedido suele encontrarse con una
tarea fácil. En cierta ocasión reelaboré en una noche el
montaje de otro director, y el resultado me proporcionó
injusta alabanza. La desesperación había preparado el
terreno tan adecuadamente que bastó el toque de un dedo
para poner en pie la obra.
Cuando el director parece bastante razonable, bastante
estricto, bastante claro para granjearse la con fianza parcial
de los actores, es facilísimo que el resultado sea un fracaso.
Incluso si el actor termina por no estar de acuerdo con algo
de lo que se le dice, se quita el peso de encima pensando
que el director «quizá esté en lo cierto» o, al menos, que es
vagamente «responsable» y que de algún modo «salvará la
noche». Esto ahorra al actor la responsabilidad final e impide
que se formen las condiciones para la espontánea
combustión de una compañía. De quien menos cabe confiar
es del director sencillo, modesto, a menudo sumamente
agradable.
Es muy posible que se interprete mal lo que acabo de
decir. Los directores que no desean ser déspotas se ven a
veces tentados a seguir el fatal curso de no hacer nada, de
cultivar la no intervención en la creencia de que ésa es la
106única manera de respetar al actor. Desafortunada falacia, ya
que sin dirección un grupo es incapaz de alcanzar un
coherente resultado en un tiempo determinado. El director no
está libre de responsabilidad —es totalmente responsable—,
y tampoco está libre del proceso que sigue la obra, sino que
es parte de él. De vez en cuando surge algún actor que niega
la necesidad del director: los intérpretes pueden desarrollar
su trabajo por sí solos. Quizá sea cierto. Pero ¿qué actores?
Tendrían que ser criaturas tan desarrolladas que apenas
necesitaran los ensayos; leerían el original y en un abrir y
cerrar de ojos aparecería la invisible sustancia de la obra
plenamente articulada. Como eso es irreal, la función del
director consiste en ayudar al grupo a evolucionar hacia esa
situación ideal. El director está allí para atacar y ceder,
provocar y re tirarse, hasta que comience a aflorar la invisible
materia. El anti-director desea que el director se aparte
desde el primer ensayo; la verdad es que todo director
desaparece un poco más tarde, la noche del estreno. Más
pronto o más tarde el actor se encuentra solo y el conjunto
ha de tomar el mando. La labor directora consiste en captar
dónde desea llegar el actor y qué le impide alcanzar sus
objetivos. Ningún director impone una manera de actuar.
Todo lo más capacita al intérprete a revelar su propio arte,
que, sin su ayuda, pudiera quedar oscurecido.
La interpretación se inicia con un minúsculo movimiento
interior, tan leve que es casi imperceptible. Observamos esto
al comparar la actuación ante la cámara y en un escenario:
un buen actor de teatro puede intervenir en una película, no
así lo contrario, o, al menos, no siempre. ¿A qué se debe?
Supongamos que propongo a un actor la siguiente frase:
«Ella te abandona». En ese momento, en lo profundo de él,
se inicia un sutil movimiento. No sólo en los actores, sino en
toda persona, si bien en la mayoría de los no actores el
movimiento es demasiado débil para que se manifieste de
algún modo. El actor es un instrumento más sensible y
detecta el estremecimiento. En el cine, el gran amplificador,
los lentes, describe esa mínima reacción a la película, que a
su vez se encarga de registrarla. Por lo tanto, en el cine el
primer pestañeo lo es todo. En los primeros ensayos de una
obra, el impulso no pasa de un simple pestañeo; incluso si el
107actor desea amplificarlo, intervienen toda clase de tensiones
psicológicas externas, y se produce un cortocircuito. Para que
ese pestañeo pase a todo el organismo se requiere una
relajación total, que viene dada por inspiración divina o
mediante el trabajo. Y eso es, en resumen, lo que aportan los
ensayos. En este sentido la interpretación es algo así como
un médium, palabra que abarca el todo en un acto de
posesión; en la terminología de Grotowski los actores son
«penetrados» por ellos mismos. En los actores muy jóvenes,
los obstáculos son a veces muy elásticos, la penetración
acaece con sorprendente facilidad y son capaces de ofrecer
sutiles y complejas encarnaciones para desesperación de
quienes han desarrollado sus aptitudes durante años. Más
adelante, con éxito y experiencia, esos mismos actores
jóvenes levantan sus propias barreras. A menudo los niños
actúan con una técnica extraordinariamente natural. Los
intérpretes no profesionales resultan maravillosos en la
pantalla. En los profesionales adultos ha de producirse un
proceso de doble vía, donde la conmoción interior debe
ayudarse con el estímulo externo. En ocasiones, el estudio y
la reflexión ayudan al actor a eliminar las ideas
preconcebidas que le han impedido captar significados más
profundos, pero a veces ocurre lo contrario. Para comprender
un papel difícil, el actor ha de llegar al límite de su
personalidad e inteligencia, y se dan casos en que los
grandes actores llegan aún más lejos si ensayan las palabras
y escuchan al mismo tiempo los ecos que despiertan.
John Gielgud es un mago; su arte está por encima de lo
ordinario, de lo común, de lo trivial. Su lengua, sus cuerdas
vocales, su percepción del ritmo componen un instrumento
que ha desarrollado consciente mente a lo largo de su
carrera, en permanente analogía con su vida. Su natural
aristocracia, sus creencias sociales y personales, le han dado
una jerarquía de valores, una intensa discriminación entre lo
básico y lo refinado, así como la convicción de que cerner,
seleccionar,
escoger,
dividir,
refinar,
convertir
son
actividades interminables. Su arte siempre ha sido más vocal
que físico: en alguna fase temprana de su carrera
comprendió que en su caso el cuerpo era un instrumento
menos flexible que la cabeza. Así pues, echó por la borda
108parte del posible equipo de un actor y convirtió el resto en
auténtica alquimia. Lo que ha hecho su arte tan conmovedor,
tan único y sobre todo tan consciente no es sólo el discurso,
ni la melodía, sino también el continuo movimiento entre el
mecanismo de formación de la palabra y su comprensión. En
Gielgud captamos tanto lo que expresa como la habilidad del
creador: que un arte pueda ser tan diestro aumenta nuestra
admiración. La experiencia de haber trabajado con él se
cuenta entre mis mayores y más peculiares alegrías. Paul
Scofield habla a su público de distinta manera. Mientras que
en Gielgud el instrumento se encuentra a medio camino
entre la música y el oyente, y por lo tanto exige un intérprete
de rara habilidad, en Scofield son uno el instrumento y el
intérprete, unidad de carne y hueso que se abre a lo
desconocido. Scofield, que era un actor muy joven cuando le
conocí, tenía ya una extraña característica: el verso le
embarazaba, pero convertía la prosa en inolvidable verso. Era
como si la articulación de una palabra enviara a través de él
vibraciones que traían, a modo de ecos, significados mucho
más complejos de los que su pensamiento pudiera hallar.
Pronunciaba, por ejemplo, la palabra «noche» y se veía
obligado a hacer una pausa: al escuchar con todo su ser los
asombrosos impulsos que se agitaban en alguna misteriosa
cámara
interior,
experimentaba
la
maravilla
del
descubrimiento en el momento en que sucedía. Esas pausas,
esos ímpetus en profundidad dan a su actuación su
personalísima estructura de ritmos, sus propios e instintivos
significados. En los ensayos deja que toda su naturaleza —mil
millones de súper sensibles antenas exploradoras— atraviese
las palabras. Durante la representación, el mismo proceso
hace que todo lo que el actor aparentemente ha fijado vuelva
de nuevo cada noche, idéntico y absolutamente distinto.
A manera de ejemplo he mencionado dos nombres
famosos, pero el fenómeno se da una y otra vez en los
ensayos y plantea continuamente el problema de la'
inocencia y de la experiencia, de la espontaneidad y del
conocimiento. También hay cosas que los actores jóvenes y
desconocidos son capaces de hacer y que quedan fuera del
alcance de buenos intérpretes, experimentados y diestros. Ha
habido épocas en la historia del teatro en que la labor del
109actor se ha basado en ciertos gestos y expresiones
aceptados: congelados sistemas de actitudes que hoy día
rechazamos. Quizá sea menos claro que el polo opuesto —la
libertad
del método del actor en elegir lo que sea de los
gestos de la vida cotidiana— resulta también restringido, ya
que al basar sus gestos en su observación o en su propia
espontaneidad el actor no realiza una profunda creatividad.
Busca en su interior un alfabeto que también está fosilizado,
puesto que el lenguaje de signos de la vida cotidiana no es el
de la invención, sino el que corresponde al condicionamiento
del actor.
Sus observaciones sobre el comportamiento
humano son a menudo observaciones de proyecciones suyas.
Lo que cree espontáneo está filtrado y comprobado muchas
veces. Si el perro de Pávlov improvisara, seguiría salivando al
tocar la campana, convencido de que obraba por su propia
cuenta, orgulloso de su atrevimiento. Quienes realizan
trabajos de improvisación tienen la oportunidad de comprobar
con asombrosa evidencia con qué rapidez se alcanzan las
fronteras de la llamada libertad.
Nuestros públicos ejercicios con el teatro de la Crueldad
llevaron rápidamente a los actores a variaciones de sus
propios clisés, como el personaje de Marcel Marceau que
escapa de una cárcel para caer en otra. Uno de nuestros
experimentos consistía en que un actor abriera una puerta y
encontrara algo inesperado. Tenía que reaccionar con gestos,
sonidos o usando pintura. Se le alentaba a expresar el primer
gesto,
grito
o embadurnamiento que se le ocurriese. Al principio, lo único
que esto mostraba era el repertorio de similitudes que tenía
el actor. La boca abierta de sorpresa, el paso atrás con horror:
¿de dónde procedían estas llamadas espontaneidades?
Resultaba claro que la auténtica e instantánea reacción
interior era comprobada y, como en un relámpago, la
memoria ponía en su lugar alguna imitación de una forma
vista anteriormente. El embadurnamiento aún era más
revelador: la proximidad del terror ante la superficie vacía y
luego la idea tranquilizadora y ya hecha de que llegaba al
rescate. Este teatro mortal acecha en el interior de todos
nosotros.
El objetivo de la improvisación y de los ejercicios de
110adiestramiento de los actores durante los ensayos es siempre
el mismo: alejarse del teatro mortal. No se trata de rociarse
con desenfrenada euforia, como a menudo sospechan los
extraños, puesto que la finalidad es llevar al actor una y otra
vez a sus propias barreras, a los puntos donde desarrolla una
mentira en lugar de la verdad recién encontrada. El actor que
interpreta falsamente una gran escena parece falso al público
porque instante a instante, en su progresión de una a otra
actitud del personaje, sustituye los detalles reales por otros
falsos: mediante actitudes de imitación ofrece minúsculas,
transitorias e inauténticas emociones. Pero esto no puede
captarse durante el ensayo de las grandes escenas, ya que
hay demasiadas cosas en desarrollo y demasiado
complicadas. La finalidad de un ejercicio de adiestramiento es
reducir, estrechar más y más el área personal hasta que
quede revelado el origen de una mentira. Si el actor es capaz
de encontrar y comprender ese momento, quizá pueda
abrirse a un impulso más profundo, más creativo.
Cabe decir lo mismo cuando dos actores interpretan
conjuntamente. Lo que conocemos mejor es el efecto general
y externo de la interpretación: gran parte de la labor de
equipo, de la que el teatro inglés se siente tan orgulloso, se
basa en la amabilidad, cortesía, moderación, toma y daca, a
ti te toca, tú primero, etcétera, facsímile que funciona
siempre que los actores tengan una experiencia semejante;
por ejemplo, los actores maduros se compenetran
perfectamente, así como los muy jóvenes, pero cuando se
mezclan el resultado es a menudo confuso, a pesar de su
cuidado y mutuo respeto. En un montaje que hice en París de
la obra de Genet El balcón, tuve que mezclar actores de
formación muy distinta: clásica, cinematográfica, de ballet y
procedentes del campo no profesional. Largas sesiones de
muy obscenas improvisaciones de burdel sirvieron para que
este híbrido grupo se conjuntara y hallara un medio de
directa respuesta entre sus componentes.
Ciertos ejercicios abren recíprocamente a los actores de
modo muy diferente; por ejemplo, varios actores interpretan
distintas escenas, sin hablar al mismo tiempo, con el fin de
que cada uno tenga que prestar atención al conjunto y sepa
qué momentos dependen de él. Los hay también que
111desarrollan un sentido colectivo de responsabilidad mediante
la calidad de una improvisación y, en cuanto se debilita la
compartida invención, cambian a nuevas situaciones. Muchos
ejercicios pretenden en primer lugar liberar al actor, con el
objetivo de permitirle descubrir por sí mismo lo que
únicamente existe en él, para obligarle después a aceptar
ciegamente las direcciones externas y que de esta manera, al
elevar la sensibilidad de su oído, pueda escuchar en su
interior movimientos que de otra forma nunca hubiera
detectado. Por ejemplo, un valioso ejercicio consiste en dividir
un soliloquio de Shakespeare en tres voces, como un canon, y
hacerlo recitar a tres actores a toda velocidad y de manera
repetida. Al principio, la dificultad técnica absorbe toda la
atención de los intérpretes; luego, cuando gradualmente
dominan las dificultades, se les pide que resalten el
significado de las palabras sin variar la forma inflexible. Esto
parece imposible debido a la rapidez y al ritmo mecánico: al
actor se le impide usar cualquiera de sus medios normales de
expresión. Entonces, de repente, derriba una barrera y
experimenta cuánta libertad puede caber en la más estrecha
disciplina.
Otra variante es tomar el famoso «Ser o no ser: ¡he aquí
el problema!» y distribuirlo entre ocho actores, a palabra
cada uno. Colocados en reducido círculo, se esfuerzan en
interpretar las palabras una tras otra, procurando formar una
frase viva. Resulta tan difícil que instantáneamente e incluso
al intérprete más escéptico se le revela lo cerrado e
insensible que es con respecto a sus compañeros. Todos
experimentan una conmovedora libertad cuando tras largo
esfuerzo la frase surge de pronto. Comprenden de inmediato
la posibilidad de la interpretación en grupo y los obstáculos
que se le oponen. Cabe realizar este ejercicio reemplazando
por otros el verbo «ser», con el mismo efecto de afirmación y
negación, y finalmente es posible poner sonidos o gestos en
lugar de una o de la totalidad de las palabras y seguir
manteniendo una viva corriente dramática entre los ocho
participantes.
El objetivo de tales ejercicios es llevar a los intérpretes a
un punto en el cual, si uno de ellos realiza algo inesperado
pero auténtico, los otros lo captan y responden al mismo
112nivel. Ésta es la interpretación de grupo, que, en términos
teatrales, significa creación del conjunto, pavoroso
pensamiento. Resulta equivocado creer que los ejercicios
pertenecen a la escuela y que sólo son apropiados en un
cierto período del desarrollo del actor. Al igual que cualquier
artista, el intérprete puede compararse a un jardín y no
supone ayuda alguna extirpar las malas hierbas una sola
vez. Estas volverán a crecer, lo que es natural, y han de
cortarse, lo que también es natural y necesario.
Los intérpretes han de estudiar variando los medios:
fundamentalmente el actor ha de realizar un acto de
eliminación. La frase de Stanislavsky «construir un
personaje» es desorientadora, ya que un personaje no es
algo estático ni puede construirse como si se tratara de una
pared. Los ensayos no llevan progresivamente al estreno.
Esto es muy difícil de entender por algunos actores, en
especial por quienes más se enorgullecen de su pericia. En
los intérpretes mediocres el proceso de construir un
personaje es como sigue: en el mismísimo comienzo tienen
un agudo momento de angustia artística que corresponde
a reflexiones como «¿Qué ocurrirá esta vez?» o «He
interpretado con éxito muchos papeles, pero ¿acudirá esta
vez la inspiración?». Este tipo de actor llega atemorizado al
primer ensayo, si bien poco a poco su método de trabajo
llena el vacío de su temor; en cuanto «descubre» una manera
de hacer su papel, se atrinchera tras esa forma, aliviado al
saber que de nuevo se ha salvado de la catástrofe final.
Aunque está nervioso la noche del estreno, su estado de
nervios corresponde al del tirador que puede dar en el
blanco, pero que teme no lograrlo cuando le observan sus
amigos.
El intérprete verdaderamente creador llega al estreno con
un pánico distinto y más acusado. Durante los ensayos ha
explorado aspectos de un personaje y dichos aspectos
siempre le parecen parciales; la honestidad de su búsqueda le
obliga a un constante rechazo y vuelta a empezar. Este actor
se halla siempre sumamente dispuesto a descartar en el
último ensayo su labor previa, ya que, ante la proximidad del
estreno, su creación se ilumina y comprende su lastimosa
insuficiencia. Anhela también agarrarse a todo lo que
113encuentra, a toda costa desea evitar el trauma de
presentarse ante el público sin defensa y desprevenido; sin
embargo, eso es exactamente lo que debe hacer. Ha de
destruir y abandonar sus resultados incluso si lo que va
aprendiendo parece casi lo mismo. Esto resulta más fácil a los
actores franceses que a los ingleses, ya que por
temperamento están más abiertos a la idea de que nada vale
nada. Y ésta es la única manera de que un papel nazca en
lugar de construirlo. El que ha sido construido es el mismo
todas las noches, claro está que lentamente erosionado. El
papel que ha nacido para ser el mismo hay que hacerlo
renacer continuamente, lo que le hace siempre distinto.
Cierto es que a la larga el diario esfuerzo de recreación se
hace insoportable, momento en que el artista creador y
experimentado ha de recurrir a un segundo nivel llamado
técnica que le mantendrá hasta el final.
En cierta ocasión trabajé con este actor detallista
llamado Alfred Lunt. En el primer acto tenía una escena
sentado en un banco. Durante el ensayo sugirió quitarse el
zapato y frotarse el pie. Luego lo sacudió para vaciarlo antes
de ponérselo de nuevo. Cierta noche en Boston, durante
nuestra gira, pasé ante su camerino. La puerta estaba
entreabierta y, al verme, me hizo señas para que entrara.
Cerró la puerta y pidió que me sentara. «Siempre que usted
esté de acuerdo, me gustaría hacer una prueba esta noche.
Por la tarde he dado un paseo por Boston Common y he
encontrado esto». Abrió la mano y me mostró dos
piedrecitas. «Me preocupa que en la escena en que sacudo
el zapato no caiga nada. He pensado poner las piedrecitas.
El público las verá caer y oirá el ruido que producen contra el
suelo. ¿Qué le parece?». Le dije que era una excelente idea y
su cara se iluminó. Observó complacido las dos piedrecitas,
me miró y de repente su expresión cambió. Observó de
nuevo las piedrecitas con ansiedad. «¿No cree que será
mejor poner una sola?».
La tarea más difícil para un actor es ser sincero y al
mismo tiempo mantenerse distante; al actor se le ha dicho
incontables veces que lo único que necesita es sinceridad. El
tono moral de la palabra origina gran confusión. En cierto
modo, el más acusado rasgo de los actores de Brecht es
114el grado de su insinceridad. Sólo esa distanciación hará ver
al actor sus propios clisés. La palabra sinceridad contiene
una peligrosa trampa. En primer lugar, el actor joven
descubre que su trabajo es tan exigente que le impone
ciertas habilidades. Por ejemplo, ha de hacerse oír, su
cuerpo ha de supeditarse a sus deseos, debe dominar su
tiempo escénico, no ser esclavo de fortuitos ritmos. Busca,
por lo tanto, una técnica, y pronto adquiere pericia. Dicha
pericia puede convertirse fácilmente en orgullo y en un fin
por sí misma. Pasa a ser destreza sin otra finalidad que su
propia-exhibición; en otras palabras, el arte se hace
insincero. El actor joven observa la insinceridad del veterano
y siente aversión. Busca la sinceridad, palabra cargada de
matices; al igual que el término limpieza, lleva consigo
recuerdos infantiles de bondad y decencia. Parece un buen
ideal, un objetivo mejor que el de adquirir cada vez más
técnica, y, como la sinceridad es un sentimiento, siempre
puede uno decir cuándo es sincero. Hay, pues, una senda a
seguir; se puede alcanzar la sinceridad mediante la
dedicación, «dándose» emocionalmente, con honradez y,
como dicen los franceses, «metiéndose en el baño». Por
desgracia, es fácil que el resultado equivalga a la peor clase
de interpretación. En cualquiera de las demás artes, por muy
a fondo que se llegue en el acto de crear, siempre es posible
separarse y observar el resultado. Cuando el pintor retrocede
del caballete pueden operar en su interior otras potencias
que le adviertan de sus excesos. La cabeza del pianista está
físicamente menos comprometida que sus dedos y, aunque
el artista se halle «arrebatado» por la música, su oído
mantiene un grado de despego y de control objetivo. El arte
interpretativo es en muchos aspectos único en sus
dificultades, ya que el medio expresivo del actor es el
traicionero, mudable y misterioso material de sí mismo. Se le
pide que se comprometa por completo y al mismo tiempo
que se distancie: despego sin despego. Ha de ser sincero e
insincero: debe practicar cómo ser insincero con sinceridad y
cómo mentir con verdad. Esto es casi imposible, pero es
esencial y fácilmente se pasa por alto. Con demasiada
frecuencia los actores montan su trabajo con restos de
doctrina, no por culpa suya sino por la influencia de las
115mortales escuelas que existen en todo el mundo. El gran
método de Stanislavsky, que por primera vez consideraba
todo el arte interpretativo desde el punto de vista de la
ciencia y del conocimiento, ha hecho tanto daño como bien a
muchos jóvenes actores, que lo leen mal en detalle y lo más
que llegan es a aborrecer la impostura. Después de Artaud,
los igualmente significativos textos de Artaud, medio leídos y
digeridos en una décima parte, han llevado a la ingenua
creencia de que el compromiso emocional y la auto
exposición
sin
vacilaciones
son
las
cosas
que
verdaderamente cuentan. A esto hay que agregar en fecha
reciente los fragmentos de Grotowski, mal asimilados y
comprendidos. Existe ahora una nueva forma de
interpretación sincera que consiste en vivirlo todo a través
del cuerpo. Es una especie dé naturalismo. En éste, el actor
intenta sinceramente imitar las emociones y actos de la vida
cotidiana y vivir su papel. En ese otro naturalismo el actor se
entrega tan completamente como en el anterior para vivir
por entero su conducta irreal. Y se engaña. Debido a que el
tipo de teatro con el que se halla asociado parece
oponerse al naturalismo pasado de moda, cree que también
él se encuentra lejos de este despreciado estilo. Lo cierto es
que enfoca el paisaje de sus propias emociones con la
misma
convicción
de
que
ha
de
reproducirse
fotográficamente todo detalle. El resultado es a menudo
blando, fofo, excesivo y no convincente.
Hay grupos de actores, en particular en Estados Unidos,
que se alimentan de Genet y Artaud y que desprecian toda
forma de naturalismo. Se sentirían muy indignados si se les
calificara de naturalistas y, sin embargo, eso es
precisamente lo que limita su arte. Poner en tensión hasta la
última fibra de uno puede parecer un modo de compromiso
total, pero cabe que la verdadera exigencia artística sea
todavía más rigurosa y requiera menos manifestaciones u
otras completamente distintas. Para entender esto hemos de
pensar que al lado de la emoción siempre hay un papel para
una inteligencia especial, que no está allí al comienzo, pero
que ha de desarrollarse como instrumento selecto. Existe
una necesidad de distanciamiento, en particular, al igual que
se necesitan ciertas formas, todo ello difícil de definir, si bien
116imposible de pasar por alto. Por ejemplo, los actores
aparentan luchar con total abandono y genuina violencia.
Todo actor está dispuesto a interpretar escenas de muerte, y
a ellas se lanza con tal abandono que no se da cuenta de
que no sabe nada en absoluto sobre la muerte. ,
En Francia, el actor llega a una-prueba de examen,
solicita que le muestren la escena más violenta de la obra y
sin el menor escrúpulo de conciencia se lanza a ella para
demostrar sus progresos. El actor francés que interpreta un
papel clásico se eleva y luego se sumerge en la escena:
juzga el éxito o fracaso de su actuación por el grado en que
se rinde a sus emociones, por la posibilidad de que su carga
interior alcance su máximo tono, de donde deriva su
creencia en la Musa, en la inspiración, etcétera. La
inconsistencia de su trabajo radica en que le lleva a
interpretar generalizaciones. Quiero decir que en una escena
violenta dicho actor «se monta» en su nota colérica o, más
bien, se sumerge en ella y esta fuerza le conduce por la
escena. Eso puede darle cierta potencia e incluso cierto
poder hipnótico sobre el público, poder que falsamente se
considera «lírico» y «transcendental». Lo cierto es que tal
actor queda prisionero de su cólera, incapacitado de salir de
ella si un sutil cambio del texto exige algo nuevo. En un
párrafo que contenga elementos naturales y líricos, todo lo
declama como si cada una de las palabras estuviera
igualmente preñada de sentido. Esta torpeza es la que hace
que los actores parezcan estúpidos, e irreal la interpretación
grandiosa.
Jean Genet desea que el teatro salga de lo trivial; en una
serie de cartas que escribió a Roger Blin cuando éste dirigía
Las persianas le apremiaba a empujar a los actores hacia el
«lirismo». El consejo suena bastante bien en teoría, pero
¿qué es el lirismo? ¿Qué es la interpretación «que se sale de
lo ordinario»? ¿Exige una voz especial, una manera
hinchada? ¿Acaso es reliquia de alguna válida y antigua
tradición la manera que tienen de cantar los párrafos los
viejos actores de teatro clásico? ¿En qué punto la búsqueda
de la forma es aceptación de la artificialidad? Éste es uno de
los mayores problemas con que nos enfrentamos hoy día, y
mientras sigamos creyendo —aunque sea de manera oculta
117— que las máscaras grotescas, los maquillajes acentuados,
los trajes hieráticos, la declamación, los movimientos de
ballet, son de algún modo «ritualistas» por derecho propio y,
en consecuencia, líricos y profundos, nunca saldremos de la
tradicional rutina del arte teatral.
Al menos uno puede comprender que todo es lenguaje
para algo y que nada es lenguaje para todo. Cada acto
acaece por derecho propio y al mismo tiempo es analogía de
algo más. Arrugo un trozo de papel, y este ' gesto es
completo por sí mismo; lo que hago sobre un escenario no
necesita ser más de lo que parece en el momento en que
ocurre. Puede ser también una metáfora. Quien haya visto a
Patrick Magee en The Birth-day Party haciendo tiras una hoja
de periódico exactamente como en la vida cotidiana y al
mismo tiempo de manera ritualista, comprenderá lo que eso
significa. Una metáfora es un signo y una ilustración, o sea
que es un fragmento de lenguaje. Cada tono, cada modelo
rítmico, es un fragmento de lenguaje y corresponde a una
experiencia diferente. A menudo nada es tan mortal como un
actor de buena escuela cuando recita el verso; claro está que
existen normas prosódicas que ayudan a clarificar ciertas
cosas a un actor que se halle en determinada etapa de su
desarrollo, pero ha de descubrir finalmente que los ritmos de
cada personaje son tan distintivos como las huellas dactilares.
Luego ha de buscar a qué corresponde cada nota de la escala
musical.
La música es un lenguaje relacionado con lo invisible por
medio del cual la nada cobra de repente una forma que no
puede verse aunque sí percibirse. La declamación no es
música, si bien corresponde a algo distinto del discurso
corriente: Sprechgesang, también. Carl Orff ha colocado la
tragedia en un elevado nivel de discurso rítmico, mantenido
y puntuado por percusión, y el resultado no es sólo
sorprendente sino esencialmente distinto de la tragedia
hablada y cantada: habla de una cosa diferente. No podemos
separar la estructura ni el sonido del «Nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca» de Lear de su complejo de significados, ni
aislar el «Monstruo de ingratitud» del mismo Lear sin ver que
la brevedad de la línea del verso acentúa de manera
tremenda las sílabas. En «Monstruo de ingratitud» hay un
118movimiento que traspasa las palabras; La textura del
lenguaje se aproxima a las experiencias que Beethoven puso
en modelos de sonido; sin embargo, no es música, no puede
abstraerse de su sentido. El verso es engañoso.
Uno de los ejercicios que realizamos en otro tiempo
consistía en tomar una escena de Shakespeare, el adiós de
Romeo y Julieta, e intentar (claro está que artificialmente)
desenmarañar los diferentes estilos entretejidos en el texto.
La escena es como sigue:
JULIETA: ¿Quieres marcharte ya? Aún no ha despuntado
el día. Era el ruiseñor, y no la alondra, la que hirió el fondo
temeroso de tu oído. Todas las noches trina en aquel granero.
¡Créeme, amor mío, era el ruiseñor!
ROMEO : Era la alondra, la mensajera de la mañana, no el
ruiseñor. Mira, amor mío, qué envidiosas franjas de luz
ribetean las rasgadas nubes allá en el Oriente. Las candelas
de la noche se han extinguido ya, y el día bullicioso asoma
de puntillas en la brumosa cima de las montañas. ¡Es preciso
que parta y viva, o que me quede y muera!
* Según traducción de Luis Astrana Marín. W.
Shakespeare, Obras completas, Aguilar, Madrid. (N. del t.)
J ULIETA : Aquella claridad lejana no es la luz del día, lo sé,
lo sé yo. Es algún meteoro que exhala el Sol para que te
sirva de porta antorcha y te alumbre esta noche en tu
camino a Mantua. ¡Quédate, por tanto, aún! No tienes
necesidad de marcharte.
ROMEO : ¡Que me prendan! ¡Que me hagan morir! ¡Si tú lo
quieres, estoy decidido! Diré que aquel resplandor grisáceo
no es el semblante de la aurora, sino el pálido reflejo de
Cintia, y que no son tampoco de la alondra esas notas
vibrantes que rasgan la bóveda celeste tan alto por encima
de nuestras cabezas. ¡Mi deseo de quedarme vence a mi
voluntad de partir! ¡Ven, muerte, y sé bien venida! Julieta lo
quiere. Pero ¿qué te pasa, alma mía? ¡Charlemos; aún no es
de día!
Se requería a los actores a seleccionar sólo aquellas
palabras que pudieran interpretar de manera naturalista, las
que pudieran usar de modo inconsciente en una película. El
resultado era el siguiente:
119J ULIETA : ¿Quieres marcharte ya? Aún no ha despuntado el
día. Era el ruiseñor, (pausa) y no la alondra (pausa).
ROMEO : Era la alondra, (pausa) no el ruiseñor. Mira, amor
mío, (pausa) es preciso que parta y viva, o que me quede y
muera.
J ULIETA : Aquella claridad lejana no es la luz del día; (pausa)
quédate, por tanto, aún. No tienes necesidad de marcharte.
ROMEO : ¡Que me prendan! ¡Queme hagan morir! ¡Si tú lo
quieres, estoy decidido! (Pausa) ¡Ven muerte, y sé bien
venida! Julieta lo quiere. Pero ¿qué te pasa, alma mía?
¡Charlemos; aún no es de día!
Los actores interpretaban este fragmento como si se
tratara de la escena de una obra moderna llena de vivas
pausas, decían en voz alta las palabras seleccionadas,
aunque repetían para sí solos las palabras que faltaban,
con el fin de recobrar la desigual longitud de los silencios.
La escena que surgía habría sido buena para el cine, ya
que en una película los momentos de diálogo unidos por un
ritmo de silencios de duración desigual se mantendrían con
primeros planos y otras imágenes silenciosas y
concomitantes.
Una vez realizada esa tosca separación era posible hacer
lo contrario: interpretar los fragmentos eliminados con el
pleno convencimiento de que nada tenían que ver con el
discurso normal. A continuación resultaba factible explorarlos
de muy diferentes maneras —convirtiéndolos en sonidos o
movimientos— hasta que el actor veía cada vez más
claramente cómo una sola línea puede tener ciertas clavijas
de lenguaje natural, a cuyo alrededor se enroscan
pensamientos y sensaciones que se manifiestan con palabras
de otro orden. Este cambio de estilo desde lo coloquial en
apariencia a lo evidentemente estilizado es tan sutil que no
puede observarse con actitudes poco refinadas. Cuando el
actor busca la forma de un lenguaje ha de tener cuidado en
no decidir demasiado fácilmente qué es lo musical y qué lo
rítmico. No basta que el actor que interpreta a Lear diga de
carrerilla el verso durante la es cena de la tormenta, en la
creencia de que las palabras son espléndidas notas de
música tempestuosa. Ni es válido decir el verso de manera
120tranquila, buscando su significado, como si realmente se
fraguara en el interior del actor. Un fragmento de verso ha de
entenderse como una fórmula que contiene muchas
características, como un código en el que cada letra tiene
una función diferente. En la escena de la tormenta, las
consonantes explosivas están puestas para sugerir por
imitación el trueno, la lluvia y el viento.. Pero las consonantes
no son todo: en estas crepitantes letras se retuerce un
significado que está siempre cambiando, un significado
llevado por el portador de significado, las imágenes. Así,
«vosotros, cataratas y huracanes, diluviad» es una cosa y
«destruye en un instante todos los gérmenes que producen
al hombre ingrato» es otra completamente distinta. Con un
texto tan denso como éste se necesita hasta el último grado
de habilidad; cualquier actor vulgar puede rugir ambas líneas
con el mismo ruido, pero el verdadero artista no sólo debe
ofrecernos con absoluta claridad la imagen —semejante a
una mezcla de Hieronymus Bosch y Max Ernst— de los cielos
derramando sus espermatozoos, correspondiente a la
segunda línea, sino que debe también presentarla dentro del
contexto de la furia de Lear. Una vez más observará que el
verso se apoya fuertemente en «que producen al hombre
ingrato», lo que dará al actor una orientación muy precisa del
propio Shakespeare, y tanteará en busca de una estructura
rítmica que le capacite para dar a esas cinco palabras el peso
y la fuerza de una línea más larga y, una vez lo grado, lanzar
sobre el plano largo del hombre bajo la tormenta un
tremendo primer plano de su absoluta convicción en la
ingratitud humana. A diferencia de un primer plano
cinematográfico, esta especie de primer plano con una idea
nos libera de una exclusiva preocupación por el hombre.
Nuestras complejas facultades se comprometen de-manera
más plena y en nuestra mente colocamos al hombre ingrato
sobre Lear y el mundo, su mundo, nuestro mundo, todo en
uno y al mismo tiempo.
Sin embargo, éste es el punto donde más necesitamos
mantenernos en contacto con el sentido común, donde el
legítimo artificio se vuelve altisonante o ampuloso. El
contenido de una frase como «Tome un whisky» lo refleja
mucho mejor un tono de voz coloquial que una canción, ya
121que a nuestro entender sólo tiene una dimensión, un peso,
una función. Sin embargo, en Madame Butterfly esas
palabras se dan cantadas e indirectamente Puccini deja en
ridículo a toda la forma operística. «¡Eh, la comida!», en la
escena de Lear con sus caballeros, es similar a «Tome un
whisky». Lear declama a menudo esta frase, lo cual es mero
artificio; no obstante, cuando dice esas palabras no actúa en
una tragedia poética, sino que se trata simplemente de un
hombre que solicita su comida. «Hombre ingrato» y «¡Eh, la
comida!» son palabras de Shakespeare escritas en una
tragedia en verso, pero en realidad pertenecen a dos mundos
de interpretación diferentes por completo.
En los ensayos, la forma y el contenido han de
examinarse unas veces juntos y otras por separado. En
ocasiones la exploración de la forma nos descubre de repente
el significado que dicha forma requiere; en otras, el estudio
del contenido nos proporciona un nuevo sonido rítmico. El
director ha de ver dónde se entorpecen los correctos impulsos
del intérprete y ayudarle a superar sus propios obstáculos.
Cabe decir que todo esto es un diálogo y un baile entre
director e intérprete. Considero que es una exacta metáfora
hablar de baile, de vals entre director, intérprete y texto. La
progresión es circular, y decidir quién es el guía depende del
lugar donde uno se encuentre. El director descubre que
constantemente se necesitan nuevos medios, que cualquier
técnica es aprovechable, que ninguna técnica lo abarca todo.
Comprende que debe seguir el principio natural de rotación
de cultivo, que explicación, lógica, improvisación, inspiración
son métodos que se secan rápidamente y que ha de moverse
del uno al otro. Sabe que pensamiento, emoción y cuerpo no
pueden separarse, pero comprende que a menudo debe
realizarse una fingida separación. Algunos actores no
responden a la explicación, mientras que otros la captan. Esto
difiere en cada situación, y un día es el actor no intelectual
quien inesperadamente responde a una palabra del director,
mientras que el intelectual lo entiende todo con un gesto.
En los primeros ensayos, la improvisación, el
intercambio de asociaciones y recuerdos, la lectura de
documentos sobre la época en que se desarrolla la acción de
la obra, así como películas y cuadros, pueden servir para
122estimular en cada actor el material adecuado al tema de la
pieza. Ninguno de estos métodos significa gran cosa por sí
mismo, cada uno es un estímulo. En el Marat-Sade, mientras
surgían y se posesionaban del actor las dinámicas imágenes
de locura y éste se abandonaba a ellas en su improvisación,
los demás observaban y criticaban. De este modo, una
auténtica forma se despegó gradualmente de los clisés que
son parte del equipo de un actor cuando interpreta escenas
de locura. Cuando el actor conseguía una imitación de la
locura que convencía a sus compañeros por su semejanza
con la realidad, se presentaba un nuevo problema. La
imagen en que basaba su labor estaba sacada de la
observación de la vida, pero la obra trata de la locura tal
como se daba en 1808, es decir, antes de las drogas, del
tratamiento, cuando una distinta actitud social respecto al
enfermo hacía diferente su comportamiento, etc. Ante esto
el actor carecía de modelo exterior; observaba las caras en
los cuadros de Goya no como modelos a imitar, sino como
aguijadas que alentaran su confianza en seguir el más
fuerte y preocupante de sus impulsos interiores. Tenía que
servir por completo a esas voces, ya que partir de modelos
exteriores era correr gran riesgo. Debía ejercer un acto de
posesión y después enfrentarse a una nueva dificultad: su
responsabilidad en la obra. Todos los estremecimientos y
aullidos, toda la sinceridad del mundo no llevan una obra a
ningún sitio. El actor tiene que decir un texto; si inventa un
personaje incapaz de decirlo, su trabajo es malo. El
intérprete ha de hacer frente, por lo tanto, a dos exigencias
opuestas. Se siente tentado al compromiso, o sea, a rebajar
la intensidad de los impulsos del personaje para seguir las
necesidades escénicas. Sin embargo, su
verdadera tarea
se encuentra en la dirección contraria: hacer al personaje
vivido y funcional. ¿Cómo? Ahí es donde se requiere la
inteligencia. Hay un lugar para la discusión, para la
investigación, para el estudio de la historia y de sus
documentos, así como para el rugido, el aullido y el revuelco
por el suelo. Lo hay también para la relajación y la
sociabilidad, de la misma manera que existe un tiempo para
el silencio, la disciplina y la intensa concentración. Antes de
empezar el primer ensayo con nuestros actores, Grotowski
123pidió que barrieran el suelo y que sacaran de la sala toda la
ropa y pertenencias personales. A
continuación se sentó
ante un pupitre, se dirigió a los actores con frialdad y no
permitió que se fumara ni se hablara. Este ambiente tenso
hizo posible ciertas experiencias. Al leer los libros de
Stanislavsky se comprende que algunas de las cosas que
escribió no tienen más finalidad que hacer una llamada a la
seriedad del actor, en un tiempo en que la mayoría de los
teatros eran puro desaliño. No obstante, a veces
nada hay
más liberador que la intrascendencia, el olvido de todo lo
que suene a elevado. En ocasiones hay que concentrar la
atención en un actor; en otras, el proceso colectivo exige un
alto en el trabajo individual. No se puede explorar toda
faceta. Examinar individualmente cada uno de los posibles
caminos puede ser
demasiado lento y destructivo para el
conjunto. El director ha de calibrar el tiempo: sentir el ritmo
del proceso y observar sus divisiones. Hay un tiempo para
discutir los esquemas generales de una obra, y otro para
olvidarlos, para descubrir lo que sólo cabe encontrar
mediante la alegría, la extravagancia, la irresponsabilidad.
Hay también un tiempo en que nadie debe preocuparse del
resultado de su esfuerzo. Por lo general me niego a permitir
que alguien de fuera asista a los ensayos, ya que a mi
entender el trabajo es privilegio y, por tanto, privado: nadie
ha de turbarse por hacer el tonto o cometer errores.
Además, un ensayo puede ser incomprensible; con
frecuencia hay que abandonar o alentar los excesos incluso
ante el asombro y desánimo de la compañía hasta que llega
el momento propicio de hacer un alto. No obstante, incluso
en los ensayos hay un tiempo en que se necesita la
presencia de personas ajenas, en que esas caras que
siempre nos parecen hostiles pueden crear nueva tensión
y ésta un nuevo
foco: el trabajo ha de establecer
constantemente nuevas exigencias. Otro
punto que el
director ha de intuir es el momento en que un grupo de
actores, intoxicados por su propio talento y la excitación
del
trabajo, pierde de vista la obra. De repente, una
mañana el trabajo ha de cambiar: el resultado pasa a ser lo
más importante. Se prohibe con rigor toda broma y adorno
retórico y la atención se concentra en elinminente estreno,
124en la narración, la presentación, la técnica, la audibilidad, la
comunicación con el público. Por lo tanto, es una necedad
que el director adopte un punto de vista doctrinario, ya sea
cuando se expresa en lenguaje técnico o cuando lo evita
porque no es artístico. Para un director es facilísimo y
funesto estancarse en un método. Llega un momento en
que lo único que cuenta es hablar de rapidez, precisión,
dicción. Expresiones que una semana antes hubieran podido
inutilizar el proceso de creación pasan a ser corrientes: «Más
de prisa», «Continúa», «Es aburrido», «Cambia el paso»,
«Por el amor de Dios». Cuanto más se adentra el actor en su
tarea interpretativa, más requisitos se le pide que separe,
entienda y cumpla simultáneamente. Ha de dar vida a un
inconsciente estado del que es por entero responsable. El
resultado es una totalidad, indivisible; por otra parte, la
emoción está iluminada de continuo por la inteligencia
intuitiva con el fin de que el espectador, si bien solicitado,
asaltado, enajenado y obligado a valorar de nuevo, termine
por experimentar algo igualmente indivisible. La catarsis no
ha sido nunca una simple purga emocional, sino una
llamada a la totalidad del hombre. A la sala teatral se llega
por dos entradas: el vestíbulo y la puerta del escenario.
¿Hay que considerarlas como eslabones o verlas como
símbolos de separación? Si el escenario y la sala guardan
relación con la vida, las entradas han de permitir un fácil
paso desde la vida exterior hasta el lugar de reunión. Pero si
el teatro es esencialmente artificial, la puerta del escenario
recuerda al actor su entrada en un lugar especial que exige
trajes distintos, maquillaje, disfraz, cambio de identidad;
también el público se viste con esmero, con el fin de señalar
su salida del mundo cotidiano y su entrada en un lugar de
privilegio a lo largo de una alfombra roja. Ambas
consideraciones son verdaderas y han de compararse con
cuidado, ya que llevan consigo posibilidades muy diferentes
y se relacionan con muy distintas circunstancias sociales. Lo
único que tienen en común todas las formas de teatro es la
necesidad de un público. Dicha necesidad es más que un
axioma: en el teatro, el público completa los pasos de la
creación. En otras manifestaciones artísticas cabe pensar
que el artista considera que trabaja para él. Por grande que
125sea su responsabilidad social siempre puede decir que su
mejor guía es su propio instinto y que, si le satisface su obra
acabada, existen serias posibilidades de que los demás
queden asimismo satisfechos. En el teatro no es posible
contemplar en solitario el objeto terminado: hasta que el
público no está presente, el objeto no es completo. Ningún
actor o director, incluso en plena megalomanía, aceptaría
que la obra se interpretara sólo para él. Ningún actor
megalomaníaco aceptaría interpretar para sí mismo, para su
espejo. Por lo tanto, el director
debe trabajar
aproximadamente para él durante los ensayos y
auténticamente cuando se halla rodeado de público.
Cualquier director estará de acuerdo en que su enfoque y su
trabajo cambia por completo cuando ocupa una butaca
entre el público.
Presenciar el estreno de la obra que se ha dirigido es
una extraña experiencia. La víspera, durante el ensayo
general, uno está completamente seguro de que tal actor
realiza un buen trabajo, de que tal escena es interesante,
airoso aquel movimiento, claro y significativo ese pasaje.
Situado entre el público, una parte de uno mismo
reacciona como éste y se dice: «Me aburro», «Ya lo ha dicho
antes», «Me va a ocurrir algo si sigue moviéndose de esa
afectada manera» e incluso «No entiendo lo que quieren
decir». Aparte de que los nervios han puesto la sensibilidad
a flor de piel, ¿qué es lo que ocurre para que el punto de
vista del director sobre su propio trabajo sufra tan
sorprendente cambio? Fundamentalmente, el orden en que
se suceden los hechos. Intentaré explicarlo con un ejemplo
concreto. En la primera escena de una obra la actriz se
reúne con su amante. Ha ensayado dicha escena con gran
ternura y sinceridad y confiere al simple saludo una
intimidad que emociona a todos, si bien al margen del
contexto. Ante el público, queda de repente claro que el
texto y la acción anteriores no han preparado en modo
alguno esa escena: tal vez el espectador está interesado en
seguir la pista a otros personajes y temas y, de pronto, se
encuentra ante una joven que murmura algo de manera casi
inaudible a un hombre. Lo que parece frío, de intención no
clara e incluso incomprensible, en una escena posterior la
126secuencia de los hechos hubiera podido llevar a un silencio
en el cual ese murmullo amoroso cobraría pleno significado.
El director intenta mantener un panorama de la totalidad,
pero ensaya fragmentos de la obra e incluso cuando ordena
un ensayo general es inevitable que tenga un conocimiento
previo de todas las intenciones de la pieza. En presencia del
público, que le obliga a reaccionar como
público, ese
conocimiento previo se desvanece y por primera vez recibe
las impresiones que produce la obra al desarrollarse en su
adecuada secuencia temporal, una escena tras otra. No
es de extrañar que todo le parezca diferente.
Por esta razón cualquier experimentador se interesa por
todos los
aspectos de su relación con el público. En su
búsqueda de nuevas posibilidades sitúa al espectador de
distintas maneras. Un proscenio,
un ruedo, una sala
perfectamente iluminada, un granero o cuarto abarrotados,
condicionan hechos diferentes. Cabe, sin embargo, que la
diferencia sea superficial; una más profunda puede darse
cuando el actor es capaz de interpretar sobre la base de una
cambiante e interna relación con el espectador. Si el actor
consigue captar el interés del público, abatiendo así sus
defensas, y luego le engatusa para llevarlo a una inesperada
posición o conocimiento de la pugna entre creencias
opuestas y absolutas contradicciones, el espectador se hace
más activo.
Dicha actividad no exige manifestaciones externas; el
público que responde puede parecer activo, aunque esto sea
superficial, ya que la verdadera actividad puede ser invisible,
pero también indivisible.
Lo único qué distingue el teatro de las demás artes es su
carácter no permanente. No obstante, resulta muy fácil
aplicar —casi por la fuerza de la costumbre crítica— modelos
permanentes y reglas generales a este efímero fenómeno.
En Stokeon-Trent, provinciana ciudad inglesa, vi cierta noche
una representación de Pigmalión, escenificada en un teatro
circular. La combinación de actores vivos, sala adecuada,
público vivaz, reveló los elementos más chispeantes de la
obra. «Salió» a la perfección. Los espectadores participaron
por entero. La interpretación fue completa. Los actores eran
demasiado jóvenes para dar la edad de los personajes
127que incorporaban: los mechones grises eran poco
convincentes y excesivo el maquillaje. Si por arte de magia
los hubieran trasladado en ese preciso instante al West End
de Londres, a una sala de tipo tradicional con un público
londinense, dejarían de ser convincentes y los espectadores
no quedarían convencidos. Esto no significa que el nivel
artístico de Londres sea mejor o más elevado que el
provinciano, sino tal vez lo contrario, puesto que es
improbable que esa noche se alcanzara en alguna sala de
Londres el alto grado de la representación de Stoke. No
obstante, la comparación resulta imposible. El hipotético
«si» no puede ponerse a prueba cuando no se valora sólo a
los actores o al texto, sino al conjunto de la representación.
Parte de nuestro estudio del Teatro de la Crueldad se
basaba en el público, y nuestro primer estreno fue una
interesante experiencia. El espectador que acudió a la
sesión «experimental» lo hizo con esa acostumbrada mezcla
de
condescendencia,
falta
de
seriedad
y
ligera
desaprobación que sugiere la palabra vanguardia.
Presentamos una serie de fragmentos. Nuestro propósito era
singularmente egoísta, ya que deseábamos ver algunos de
nuestros experimentos en las condiciones propias de una
representación pública. No dimos programa, ni lista de
autores, ni nombre alguno, ni comentario o explicación de
nuestras intenciones.
La sesión comenzó con El chorro de sangre, pieza de
Artaud de tres minutos de duración, que resultaba más
artaudiana que Artaud puesto que habíamos reemplazado por
gritos todo su diálogo. Parte del público quedó
inmediatamente fascinado, mientras que el resto lo tomó a
risa. A continuación ofrecimos un pequeño entremés que a
nosotros nos parecía una simple broma. El público quedó
perdido: ni los que se habían reído, ni quienes se lo habían
tomado en serio sabían qué actitud adoptar. En el transcurso
de la representación la tensión fue creciendo y cuando
Glenda Jackson, debido a que lo exigía una situación, se
despojó de toda su ropa, una nueva tensión se hizo patente
ya que lo inesperado podía no tener límites. Observamos que
el público no está en modo alguno preparado para formar su
propio juicio de manera instantánea, segundo a segundo. La
128tensión ya no era la misma en la siguiente representación. No
hubo críticas, y estoy convencido de que eran escasos los
espectadores de la segunda noche que estuvieran informados
del estreno. No obstante, el público estaba menos tenso. A mi
entender, la razón se debía a otros factores: sabían que se
había estrenado y el hecho de que no dijeran nada los
periódicos los tranquilizaba. No se habían dado los horrores
más extremos, ya que si algún espectador hubiera quedado
herido o si hubiéramos incendiado el edificio, los periódicos
habrían dado la noticia en primera página. El hecho de que no
apareciera nada en la prensa era confortador. Al avanzar las
representaciones corrió el rumor de que se trataba de
improvisaciones, fragmentos pesados, un trozo de una obra
de Genet, una «sacudida» a un texto de Shakespeare,
algunos sonidos agudos, y acudió un público reducido que
gradualmente quedó compuesto por entusiastas y acérrimos
detractores. Siempre que se tiene un verdadero fracaso
crítico existe un pequeño grupo de entusiastas, y la última
representación se despide con aplausos. Todo ayuda a
condicionar al público. Quienes acuden a presenciar una obra
a pesar de loscomentarios desfavorables que ha levantado,
lo hacen con un cierto deseo, con una cierta expectativa:
están preparados, aunque sólo sea para lo peor. Casi siempre
vamos al teatro con una elaborada serie de referencias que
nos condicionan antes de que comience la representación y,
en cuanto acaba, automáticamente nos levantamos y
abandonamos la sala. Al final de cada una de las
representaciones de US ofrecimos al público la posibilidad de
que guardara silencio, de que permaneciera sentado un rato
más si así lo deseaba, y fue interesante observar que nuestro
ofrecimiento ofendía a algunos y satisfacía a otros. La verdad
es que no hay razón alguna para que el público se precipite
hacia la salida en cuanto acaba la representación; muchas
personas aceptaron nuestra sugerencia, permanecieron
sentadas durante diez o más minutos y luego de manera
espontánea comenzaron a hablar entre sí. Esto me parece un
final más natural y saludable a una experiencia compartida
que la prisa en salir, a menos que ésta se considere también
como libre elección, no como costumbre social.
Hoy en día el problema del público es el más importante
129y difícil con que nos enfrentamos. El de teatro no es un
público muy sutil, ni particularmente leal; por lo tanto, hemos
de partir en busca de uno «nuevo». Esta actitud, que es
comprensible, viene a ser también algo artificial. Cierto es
que, en general, cuanto más joven es un público, más rápidas
y libres son sus reacciones. Verdad es también que lo que
suele alejar a los jóvenes del teatro es lo que en éste hay de
malo, lo que parece indicar que si cambiamos nuestras
formas teatrales y nos ganamos a la juventud mataremos dos
pájaros de un tiro. Una observación fácilmente comprobable
en los campos de fútbol y en las carreras de galgos es que el
público popular es más vivo en sus respuestas que el de clase
media. Por consiguiente, parece natural que intentemos
ganarnos a ese público popular mediante un lenguaje
popular.
Sin embargo, esta lógica se rompe con facilidad. El
público popular existe y, no obstante, es como un fuego
fatuo, inasequible. En vida de Brecht afluían a su teatro del
Berlín oriental los intelectuales del sector occidental de la
ciudad. El respaldo a la labor de Joan Little-wood procedía del
West End, y en su propio distrito jamás consiguió un público
proletario lo bastante numeroso para sacarla de dificultades.
El Royal Shakespeare Theatre envía grupos a fábricas y
círculos juveniles —siguiendo el ejemplo de algunos países
europeos— con el fin de «vender» el concepto de teatro a
esos sectores de la sociedad que tal vez no han pisado una
sala teatral y que quizá están convencidos de que el teatro
no es para ellos. Esos grupos intentan suscitar interés,
demoler barreras, ganar amigos. Espléndida y estimuladora
tarea, tras la que se esconde un problema demasiado
peligroso para tratarlo: ¿qué es lo que verdaderamente
«venden»? Indicamos al trabajador que el teatro es parte de
la cultura, es decir, parte de la gran canasta de artículos que
ahora están a disposición de todos. Bajo los intentos de
hacerse con un nuevo público -—«también usted puede venir
a la fiesta»— hay un secreto patrocinio, y éste, como todo
patrocinio, esconde una mentira. Tal mentira consiste en la
deducción de que vale la pena recibir el regalo. ¿De verdad
creemos en su valor? ¿Basta ofrecer «lo mejor» a las
personas que, alejadas del teatro por edad o por pertenecer a
130una determinada clase social, han sido al fin ganadas? El
teatro
soviético procura dar «lo mejor». Los teatros
nacionales ofrecen «lo mejor». En el Metropolitan Opera de
Nueva York, en un edificio enteramente nuevo, los mejores
cantantes europeos bajo la batuta del mejor director de
música mozartiana y organizado por el mejor empresario,
interpretan La flauta mágica. Además de la música y de la
interpretación, en fecha reciente la copa de la cultura se llenó
a rebosar debido a una serie espléndida de cuadros de
Chagall exhibida durante la representación. Según el
consagrado punto de vista cultural, sería imposible ir más
lejos: el joven privilegiado que lleva a su novia a una
representación de La flauta mágica alcanza el pináculo de lo
que su comunidad puede ofrecer en materia de vida
civilizada. El precio de la entrada es «prohibitivo», pero ¿cuál
es el valor de la sesión? En cierto sentido, se corteja
peligrosamente a toda clase de público con la misma
proposición: venga y comparta la buena vida, que es buena,
porque ha de ser buena, porque contiene lo mejor.
Todo esto no puede cambiar mientras la cultura o
cualquier arte sea simplemente un apéndice del vivir,
separable de él y, una vez separado, claramente
innecesario. Tal arte sólo lo propugna entonces el artista
para quien, por temperamento, es necesario, ya que es su
vida. En el teatro siempre volvemos al mismo punto: no
basta que escritores y actores experimenten esa compulsiva
necesidad, sino que también la ha de compartir el público.
Por lo tanto, en este sentido no se trata de cortejar al
público, sino de una labor más difícil: evocar en los
espectadores una innegable sed y hambre.
Un auténtico ejemplo de necesaria asistencia al teatro es
una sesión de psicodrama en un sanatorio mental.
Examinemos las condiciones que se dan en este caso. Existe
una pequeña comunidad que lleva una vida monótona y
regular. Para algunos enfermos, ciertos días acaece un
acontecimiento, algo desacostumbrado, algo para pensar en
los días siguientes, una sesión de drama. Al entrar en la sala
donde va a desarrollarse la sesión, saben que cualquier cosa
que ocurra es diferente de lo que sucede en los pabellones,
en el jardín, en el cuarto de la televisión. Se sientan en
131círculo. Al comienzo se mantienen con frecuencia en actitud
sospechosa, hostil, apartada. El doctor que dirige la sesión
toma la iniciativa y solicita a los pacientes que propongan
temas. Una vez hechas las sugerencias, se discuten y
lentamente surgen puntos que interesan a más de un
enfermo, que se convierten en puntos de contacto. La
conversación se desarrolla penosamente sobre estos temas y
el doctor pasa en seguida a dramatizarlos. Cada uno de los
componentes del círculo tiene un. papel, si bien esto no
significa que todos interpreten. Algunos dan un paso
adelante en calidad de protagonistas, mientras que otros
prefieren
permanecer
sentados
y
observar,
ya
identificándose con el protagonista o siguiendo sus acciones,
distanciados y críticos. El conflicto que se desarrolla es
auténtico drama, ya que los pacientes que están de pie
hablan de temas compartidos por todos los presentes, y lo
hacen de la única manera que dichos temas pueden surgir.
Tal vez rían, quizá lloren, tal vez no reaccionen. Pero detrás
de todo lo que ocurre, entre los llamados dementes, se
esconde una muy simple y cuerda base. Comparten el deseo
de que los ayuden a salir de su angustia, aunque no sepan
cuál puede ser esa ayuda o qué forma es capaz de adoptar.
He de confesar que desconozco el valor del psicodrama como
tratamiento médico. Quizá su resultado no sea duradero.
Pero lo que está fuera de duda es el resultado inmediato. Al
cabo de dos horas de comenzar la sesión las relaciones entre
los presentes se han modificado ligeramente, debido a la
experiencia en que se han sumido juntos. La conclusión es
que algo está más animado, algo fluye de manera más libre,
se han establecido contactos embrionarios entre almas que
estaban selladas. No son exactamente los mismos al
abandonar la sala que cuando entraron. Aunque lo ocurrido
haya sido fragmentariamente incómodo, salen tan
vigorizados como si la reunión hubiera transcurrido entre
carcajadas. No cabe hablar de optimismo ni de pesimismo,
sino de que algunos participantes están temporal y
ligeramente más vivos. Tampoco importa que esta sensación
se evapore al traspasar la puerta. La han experimentado y
desearán volver. Verán el psicodrama como un oasis en sus
vidas.
132Así es como entiendo un teatro necesario, es decir,
como aquel en que entre actor y público sólo existe una
diferencia práctica, no fundamental.
Desconozco, mientras escribo, si el drama sólo puede
renovarse a escala menor, en diminutas comunidades, o si
es posible a escala mayor, en una gran sala de capital.
¿Podemos conseguir, en consonancia con nuestras
necesidades actuales, la que Glyndebourne y Bay-reuth
lograron en circunstancias muy distintas y con ideales muy
diferentes? Es decir, ¿podemos realizar un trabajo
homogéneo que moldee al público incluso antes de que
entre en la sala? Glyndebourne y Bayreuth estaban en
armonía con la sociedad a la que proveían artísticamente.
Hoy día resulta difícil ver un teatro vital y necesario que no
esté en desarmonía con la sociedad, que no desafíe en lugar
de celebrar sus valores aceptados. Sin embargo, el artista no
tiene como misión acusar, disertar, arengar y menos aún
enseñar. Desafía de verdad a los espectadores cuando es el
aguijón de un público que está decidido a desafiarse a sí
mismo. Complace auténticamente al público cuando es el
portavoz de ese público que tiene motivos para el regocijo.
Sí surgieran nuevos fenómenos ante el público, y si éste
se abriera a ellos, acaecería una poderosa confrontación, y
entonces la dispersa naturaleza del pensamiento social se
concentraría en ciertas notas graves, ciertos objetivos
considerados
esenciales
tendrían
que
reafirmarse,
examinarse de nuevo, renovarse. De esta manera la división
entre positivo y negativo, entre optimismo y pesimismo,
carecería de sentido.
En un momento de cambio total surge automáticamente
la búsqueda de la forma. Destrucción de las antiguas,
experimentación de las nuevas: palabras, relaciones,
lugares, edificios, todo pertenece al mismo proceso, y
cualquier representación teatral es un aislado disparo a un
blanco invisible. Hoy día resulta necio esperar que una
simple representación, grupo, estilo o método de trabajo nos
revele lo que buscamos. El teatro sólo puede avanzar con la
experiencia del cangrejo, ya que el adelanto de nuestro
mundo es tan a menudo hacia los lados como hacia atrás.
Esta esla razón por la que durante muy largo tiempo no ha
133podido existir un estilo universal para el mundo del teatro, a
diferencia de las salas teatrales y de ópera del siglo xix. ,.
Sin embargo, no todo es movimiento, ni destrucción, ni
inquietud, ni moda. Hay pilares afirmativos que se
manifiestan en esos momentos en que de repente, en
cualquier sitio, se produce un logro completo, ocasiones en
que una total experiencia colectiva, un teatro total formado
por obra y espectador, hace que nos parezca desatino la
distinción entre Mortal, Tosco y Sagrado. En esos raros
momentos, el teatro festivo, de catarsis, de exploración, el
teatro de significado compartido, el teatro vivo son uno solo.
Una vez transcurrido ese momento, no cabe recuperarlo
servilmente por imitación: lo mortal vuelve de manera
furtiva, y comienza de nuevo la búsqueda.
Toda sugerencia a la acción lleva en sí un retroceso a la
inercia. Tomemos como ejemplo la música, la más sagrada de
las experiencias, que hace tolerable la vida a gran número de
personas. Muchas horas de música a la semana recuerdan a
los melómanos que la vida tiene un valor y, al mismo tiempo,
esos instantes de solaz embotan el filo de su insatisfacción y
los capacitan para aceptar lo que de otro modo hubiera sido
una intolerable forma de vida. Consideremos el caso de los
relatos de atrocidades o la foto de niños quemados por el
napalm, que suponen una conmoción, una de las
experiencias más desagradables y que, a la vez, abren los
ojos a la necesidad de una acción que mientras se produce el
hecho se tiende a minimizar. Es como si experimentar
vivamente una necesidad excítara dicha necesidad y al pro-
pio tiempo la ahogara, ¿Qué puede, pues, hacerse?
Conozco una prueba concluyente en el teatro.
Literalmente, es una prueba concluyente. ¿Qué queda al
terminar una representación? Se olvida el entretenimiento,
desaparece también la emoción fuerte y el argumento pierde
su hilván. Cuando emoción y argumento se enjaezan al deseo
del público de verse con mayor claridad, algo se fija entonces
en la mente. El acontecimiento marca en la memoria un
contorno, un gusto, una huella, un olor, una imagen. Lo que
queda es la imagen central de la obra, su silueta, y, si los
elementos están rectamente mezclados, dicha silueta será su
significado, la esencia de lo que ha de decir. Cuando pasados
134los años pienso en alguna sorprendente experiencia teatral,
encuentro un meollo grabado en mi memoria: dos
vagabundos bajo un árbol, una vieja arrastrando una carreta,
un sargento bailando, tres personas sentadas en un sofá en el
infierno, y, de vez en cuando, una señal más profunda que
cualquier imagen. No tengo la menor esperanza de recordar
con precisión los significados, pero a partir de ese núcleo
reconstruyo una serie de ellos. Un propósito se habrá
cumplido. Unas pocas horas podrían modificar mi forma de
pensar para siempre. Esto es casi imposible de lograr, aunque
no ha de rechazarse por completo.
El actor casi nunca queda marcado por su esfuerzo. En su
camerino, después de interpretar un papel agotador, se halla
relajado, resplandeciente. Al parecer es muy saludable el
paso de fuertes sensaciones a través de alguien inmerso en
una dura actividad física. Los directores de orquesta y
los actores suelen alcanzar una edad avanzada. Pero
también han de pagar un precio. El material que el intérprete
emplea para crear esos personajes imaginarios es su propia
carne y sangre. El actor se da constantemente. Explota su
posible desarrollo, su posible entendimiento, y usa este
material para tejer esas personalidades que desaparecen al
acabar la obra. Surge la pregunta de si hay algo que impida
que le ocurra lo mismo al público. ¿Pueden los espectadores
retener una señal de su catarsis o lo máximo que pueden
llegar a alcanzar es un brillo de bienestar? Incluso en esto
hay muchas contradicciones. El acto teatral es una liberación.
Tanto la risa como las sensaciones intensas despejan
escombros del sistema; en este aspecto son lo opuesto a lo
que deja huella ya que, como todas las purificaciones, hacen
que todo quede limpio y nuevo. Pero ¿tan completamente
distintas son las experiencias liberadoras de las que
permanecen? ¿No es una ingenuidad verbal creer que unas
se oponen a las otras? ¿No es más cierto decir que en una
renovación todas las cosas son de nuevo posibles?
Existen numerosos ancianos, tanto hombres como
mujeres, que disfrutan de buena salud. Hay algunos de
asombroso vigor, que son como niños grandes: sin arrugas
en la cara ni en su carácter, alegres, pero no adultos. Hay
otros con arrugas, aunque no ceñudos, no decrépitos,
135resplandecientes, renovados. Incluso la juventud y la vejez
pueden superponerse. El verdadero problema para un actor
viejo es si en un arte que tanto le renueva es capaz, si lo
deseara de forma activa, de encontrar otro desarrollo. Lo
mismo cabe aplicar al público, feliz y con fortado tras una
jubilosa sesión teatral. ¿Hay alguna posibilidad posterior?
Sabemos que acaece una fugaz liberación, pero ¿cabe
también que algo quede?
Con respecto al espectador habría que preguntar si
desea algún cambio en su circunstancia, si quiere algo
diferente para sí, para su vida, para la sociedad. Si no es así,
no necesita que el teatro sea amargo, un cristal de aumento,
un lugar de confrontación.
Por el contrario, tal vez desee algunos de esos cambios,
o todos, en cuyo caso no sólo necesita el teatro, sino
también todo lo que éste le ofrezca. Necesita de manera
desesperada ese trazo que le marque, lo necesita para
permanecer. .
Nos encontramos bordando una fórmula, una ecuación
que reza así: Teatro = Rra. Estas letras provienen de una
inesperada fuente. El idioma francés carece de palabras
adecuadas para traducir a Shakespeare; sin embargo, por
extraño que parezca, es precisamente en este idioma donde
hallamos las tres palabras de uso cotidiano que reflejan los
problemas y posibilidades del hecho teatral.
Repetition (ensayo), representation, assistance (público).
La primera evoca el aspecto mecánico del proceso. Semana
tras semana, día tras día, hora tras hora, la práctica
perfecciona. Fatiga, duro trabajo, disciplina, monotonía, que
conducen a un buen resultado. Como sabe todo atleta, la
repetición origina cambio: con la mira puesta en un objetivo,
llevada por la voluntad, la repetición es creadora. Hay
cantantes de cabaret que practican una nueva canción
durante un año o más antes de aventurarse a interpretarla en
público, canción que luego quizá la cantan durante cincuenta
años. Laurence Olivier repite para sí una y otra vez los versos
hasta que los músculos de su lengua le obedecen por entero,
y así logra una total libertad. Ningún payaso, ningún
acróbata, ningún bailarín pondría en tela de juicio que la
repetición es el único modo de
dominar ciertos ejercicios,
136y quien rechaza la repetición sabe que automáticamente
tiene vedadas algunas zonas expresivas. Al mismo tiempo,
la palabra repetición carece de encanto, es un concepto sin
viveza, que de inmediato se asocia con un término de
carácter «mortal». Repetición es la serie de lecciones de
piano de nuestra niñez, con la consabida práctica de la
escala; repetición es la gira de la comedia musical, con su
decimoquinto reparto, ofreciendo gestos y expresiones que
por el uso han perdido su sabor; repetición es lo que lleva a
todo lo que carece de sentido en la tradición teatral: los
destructores efectos que produce una obra largo tiempo en
cartel, las suplencias de papeles en los ensayos, todo lo que
aborrece el actor sensible. Estas imitaciones de papel copia
de carbón no tienen vida.
La repetición niega lo vivo, como si una sola palabra nos
mostrara la esencial contradicción de la forma teatral. Para
evolucionar
hay que preparar algo y esa preparación a
menudo exige volver una y
otra vez sobre lo mismo.
Completada, necesita que se vea y evoque una
legítima
exigencia a repetirse de nuevo. Esta repetición lleva en sí las
simientes de la decadencia. ¿Cómo reconciliar esta
contradicción? La
palabra francesa représentation
(interpretación) contiene una respuesta. Una representación
es el período de tiempo en que algo se representa, en que
algo del pasado se muestra de nuevo, en que es ahora algo
que fue.
La representación no es imitación o descripción de un
acontecimiento pasado. La representación niega el tiempo,
anula esa diferencia entre el ayer y el hoy. Toma la acción de
ayer y la revive en cada uno de sus aspectos, incluyendo su
inmediación. En otras palabras, la representación es lo que
alega ser: hacedora de presente. Vemos que esta cualidad es
la renovación de la vida, negada por la repetición, y ello
puede aplicarse tanto a los ensayos como a la interpretación.
El estudio de lo que esto significa exactamente nos abre
un rico campo de investigación. Nos obliga a considerar qué
significa la acción viva, qué constituye un verdadero gesto
en el inmediato presente, qué formas adopta la impostura,
qué es parcialmente vivo, qué es artificial por completo,
hasta que poco a poco comenzamos a definir los factores
137efectivos que hacen tan difícil el acto de la representación.
Cuanto más investigamos, más claramente vemos que se
requiere algo más para que una repetición pase a ser
representación. Convertir en presente no acaece porque sí,
requiere una ayuda. Dicha ayuda no siempre se encuentra a
mano y, sin embargo, sin ella no es posible la conversión
en presente. Nos preguntamos cuál puede ser ese
necesario ingrediente, al tiempo que observamos afanarse a
los actores en las penosas repeticiones del ensayo. Nos
damos cuenta de que su trabajo carecería de sentido en un
vacío. Ahí encontramos una pista, que nos lleva a la idea de
un público; comprendemos que sin público el trabajo no
tiene objetivo ni sentido. ¿Qué es el público? Entre las
diferentes palabras que el idioma francés tiene para designar
al público, al espectador, hay una que sobresale, que se
diferencia en calidad de las demás. Assistance; j'assiste a
une piéce, es decir, asisto al teatro. La palabra, sencilla, es la
clave. El actor prepara, entra en un proceso que puede
quedar exánime en cualquier momento. Emprende la tarea
de captar algo, de encarnarlo. En los ensayos, el vital
elemento de asistencia proviene del director, que está allí
para ayudar. Cuando el actor se halla ante el público
comprende que la transformación mágica no se realiza
mediante la magia. Cabe que los espectadores claven la
mirada en el espectáculo, a la espera de que el intérprete
haga todo el trabajó y, ante esa pasividad, es posible que el
actor no ofrezca más que una repetición de ensayos. Esa
sensación le turba profundamente, pone toda su voluntad,
integridad y ardor para que su trabajo sea vivaz, y aun así
algo le falla. Habla de un público «malo». De vez en cuando,
en lo que llama una «buena noche», encuentra un público
que por casualidad pone un activo interés en su labor: ese
público le asiste. Con esa asistencia, la de ojos, deseos, goce
y concentración, la repetición se convierte en representación.
Entonces esta última palabra deja de separar al actor del
público, al espectáculo del espectador; los abarca, y lo que es
presente para uno lo es asimismo para el otro. También el
público ha sufrido un cambio. Ha llegado de la vida exterior,
que es esencialmente repetitiva, a un lugar en que cada
momento se vive con mayor claridad y tensión. El público
138asiste al actor y, al mismo tiempo, los espectadores reciben
asistencia desde el escenario.
Répétition, représentation, assistance. Estas palabras
resumen los tres elementos necesarios para que el hecho
teatral cobre vida. No obstante, la esencia sigue faltando, ya
que esas tres palabras son estáticas, cbualquier fórmula es
inevitablemente un intento de captar una verdad para
siempre. En el teatro, la verdad está siempre en movimiento.
Al tiempo que se lee, este libro va ya quedando
atrasado. Para mí es un ejercicio, ahora congelado en las
páginas. Pero a diferencia de un libro, el teatro tiene una
especial característica: siempre es posible comenzar de
nuevo. En la vida eso es un mito: en nada podemos volver
atrás. Las hojas nuevas no brotan de nuevo, los relojes no
retroceden, nunca tenemos una segunda oportunidad. En el
teatro, la pizarra se borra constantemente.
En la vida cotidiana, «si» es una ficción; en el teatro,
«si» es un experimento.
En la vida cotidiana, «si» es una evasión; en el teatro,
«si» es la verdad. Cuando se nos induce a creer en esta
verdad, entonces el teatro y la vida son uno. Se trata de
un alto objetivo, que parece requerir duro trabajo.
Interpretar requiere mucho esfuerzo. Pero en cuanto lo
consideramos como juego, deja de ser trabajo.
Una obra de teatro es juego.