27/3/15

La sonata de los espectros Srtinberg






AUGUST STRINDBERG

La sonata de los espectros



T.O.:  Spóksonaten.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PERSONAJES

El viejo, director Hummel.
El estudiante, Arkenholz.
La lechera (una visión).
La portera.
El muerto, cónsul.
La señora de negro, hija del muerto y la portera.
El coronel.
La momia, esposa del coronel.
Su hija, que es la hija del viejo.
El aristócrata, llamado barón Skanskorg, prometido
de la hija de la portera.
Johansson, criado de Hummel.
Bengtsson, mayordomo del coronel.
La novia, antigua novia de Hummel, una vieja de pelo
blanco.


DECORADO


Planta baja y primer piso de la fachada de una casa moderna, pero sólo la esquina de la casa, que en la planta baja termina en un salón redondo y en el primer piso en un balcón con un asta para banderas.
Por la ventana abierta del salón redondo se ve, cuando descorren las cortinas, tina estatua de mármol blanco de una mujer joven, rodeada de palmeras e intensamente iluminada por rayos solares. En la ventana de la izquierda se ven unas macetas de jacintos (azules, blancos, rosados).
En la barandilla del balcón del primer piso hay una sobrecama de seda azul y dos almohadas blancas. Las ventanas de la izquierda están tapadas con sábanas blancas. Es una mañana de domingo clara y soleada.
Delante de la fachada, en primer término, hay un banco verde.
A la derecha, en primer término, una fuente; a la izquierda, una columna para pegar carteles.
A la izquierda, al fondo, está la puerta de entrada a la casa, que deja ver la escalera de mármol blanco y el barandado de caoba y bronce. A ambos lados de la puerta, en la acera, hay unas macetas con laureles.
La esquina del salón redondo da también a una calle transversal, que nos imaginamos se pierde por el foro.
A la izquierda de la puerta de entrada, en la planta baja, hay una ventana con un espejo fisgón..

Al levantarse el telón se oyen lejanas las campanas de algunas iglesias.
Las puertas de la casa están abiertas. En la escalera hay una señora vestida de negro, inmóvil.
La portera barre la entrada. Luego lustra el bronce de la puerta. Después riega los laureles.
En una silla de ruedas, junto a la columna de los carteles, está el viejo Hummel leyendo el periódico. Tiene el pelo y la barba blancos y lleva gafas.
La lechera aparece por la esquina con unas botellas en una cesta de alambre. Va vestida de verano, con zapatos marrones, medias negras y un gorro blanco. Se quita el gorro y lo cuelga en la fuente. Se seca el sudor de la frente. Bebe un poco de agua del cazo. Se lava las manos. Se arregla el pelo, mirándose en el agua.
Se oye la sirena de un barco de vapor y la música del órgano de una iglesia próxima rompe, de vez en cuando, el silencio.
Después de unos minutos de silencio, cuando La lechera ya ha acabado de arreglarse, entra El estudiante, por la izquierda. Va sin afeitar, y parece que no ha dormido en toda la noche. Se dirige directamente a la fuente.

(Pausa.)
 El estudiante.—¿Me dejas el cazo?
(La lechera aprieta el cazo contra su cuerpo.)
El estudjante.—¿No has terminado aún?
(La lechera lo mira horrorizada.)
El viejo (para sí mismo).—¿Con quién estará hablando?... ¡Yo no veo a nadie!... ¿Estará loco?
(Continúa mirándolos con gran asombro.)
El estudiante.—¿Qué me miras? ¿Tan espantoso es mi aspecto?... Sí, sí no he dormido en toda la noche y tú, claro, supones que he estado de juerga...
(La lechera, como antes.)
El estudiante.—Que he estado bebiendo, ¿verdad?... ¿Huelo a vino?
(La lechera como antes.)
El estudiante.—Sí, voy sin afeitar, ya lo sé... Pero dame un poco de agua, chiquilla. Me la he ganado. (Pausa.) Bueno, entonces tendré que decirte que me he pasado la noche curando heridos y velando enfermos. Sabrás lo de la casa que se hundió ayer..., yo andaba por allí... Ahora ya lo sabes.
(La lechera enjuaga él cazo y le da de beber.)
El estudiante.—¡Gracias!
(La lechera está inmóvil.)
El estudiante (lentamente).—¿Quieres hacerme un gran favor? (Pausa.) Es lo siguiente: como puedes ver, tengo los ojos muy inflamados, pero como he estado tocando con las manos muertos y heridos, sería muy peligroso que yo me los lavase... ¿Quieres sacarme del bolsillo el pañuelo limpio, mojarlo en el agua fresca y humedecer mis pobres ojos?... Lo harás, ¿verdad?... ¿No quieres ser la buena samaritana?
(La lechera, tras ciertas dudas, hace lo que le pide.)
El estudiante.—¡Gracias, amiga! (Saca su monedero.)
(La lechera hace un gesto de rechazo.)
El estudiante.—Perdona mi torpeza, pero estoy medio dormido...
(La lechera sale.)
*
El viejo (al Estudiante).—Discúlpeme el atrevimiento de dirigirme a usted, pero he oído que usted presenció el accidente de ayer tarde... Precisamente estaba leyéndolo en el periódico...
El estudiante.—¿Ya lo han publicado?
El viejo.—Sí, está todo, y su fotografía también, aunque lamentan el no haber podido averiguar el nombre del valeroso estudiante...
El estudiante (mirando el periódico).—Pues sí... Soy yo. Y...
El viejo.—¿Con quién hablaba hace un momento?
El estudiante.—¿No lo vio?
(Pausa.)
El viejo.—¿Sería una impertinencia preguntarle su digno nombre?
El estudiante.—¿Para qué quiere saberlo? A mí no me gusta la publicidad..., un día todo son alabanzas y al siguiente vituperios..., el arte del menosprecio ha alcanzado tal perfección... Además, yo no pido recompensa...
El viejo.—¿Tan rico es?
El estudiante.—¡Qué va..., al contrario! Más pobre que las ratas.
El viejo.—Un momento..., me da la impresión que he oído su voz... En mi juventud tuve un amigo que no podía pronunciar la palabra ventana y siempre decía «fentana»... Sólo he conocido una persona con esa pronunciación y era él. La segunda es usted..., ¿no será usted acaso pariente de un mayorista llamado Arkenholz?
El estudiante.—Soy su hijo.
El viejo.—Son extraños caminos del destino... Yo a usted lo vi de niño, en circunstancias particularmente difíciles...
El estudiante.—Parece que vine al mundo en mitad de una quiebra...
El viejo.—¡Exacto!
El estudiante.—¿Podría yo también preguntarle su nombre?
El viejo.—Me llamo Hummel, soy director de empresa...
El estudiante.—¿Usted es...? Entonces, ya me acuerdo...
El viejo.—Habrá oído mencionar mi nombre con cierta frecuencia en el seno de su familia.
El estudiante.—Sí.
El viejo.—Y mencionarlo con cierta repulsa.
(El estudiante calla.)
El viejo.—¡Puedo suponérmelo!... ¡Se llegó a decir que yo había arruinado a su padre!... Siempre pasa lo mismo... Todos los que se arruinan en negocios descabellados consideran que el causante de su ruina es aquel a quien no consiguieron engañar. (Pausa.) Lo cierto es que su padre me robó diecisiete mil coronas, es decir, todo lo que tenía en aquel tiempo.
El estudiante.—Es curioso que una historia se pueda contar de dos maneras tan diametralmente opuestas.
El viejo.—¿No creerá que le estoy mintiendo?
El estudiante.—¿Y qué quiere que crea? Mi padre no mentía.
El viejo.—Es muy cierto, un padre no miente nunca..., pero yo también soy padre, así es que...
El estudiante.—¿Adonde quiere ir a parar?
El viejo.—Mire, yo salvé a su padre de la miseria y él me pagó con el terrible odio del que se ve obligado a sentirse agradecido..., enseñando a su familia a hablar mal de mí.
El estudiante.—Quizá fue usted el que provocó su ingratitud al envenenar la ayuda con humillaciones innecesarias.
El viejo.—Toda ayuda es humillante, caballero.
El estudiante.—¿Qué quiere de mí?
El viejo.—No le voy a pedir dinero, pero si usted me hiciese unos pequeños servicios me consideraría bien pagado. Ya ve que soy un inválido; unos dicen que por mi culpa, otros se la echan a mis padres. Pero yo creo que la causa es la vida misma con sus malas artes, porque si uno logra sortear una trampa cae en la siguiente. Sea como fuere, el caso es que no puedo andar subiendo escaleras, ni tirando del cordón de las campanillas. Por eso le digo: ¡ayúdeme!
El estudiante.—¿Qué tengo que hacer?
El viejo.—En primer lugar, lléveme hasta aquella columna para poder leer la cartelera. Quiero ver lo que dan esta tarde...
El estudiante (empujando la silla de ruedas).—¿No tiene a nadie que le ayude?
El viejo.—Sí, pero ha ido a hacer un recado..., volverá en seguida... ¿Estudia usted medicina?
El estudiante.—No, idiomas. Pero no sé muy bien a qué me voy a dedicar...
El viejo.—¿Ah, no?... ¿Anda usted bien en matemáticas?
El estudiante.—Sí, relativamente. Me defiendo.
El viejo.—¡Estupendo!... ¿Le interesaría encontrar un trabajo?
El estudiante.—Sí, ¿por qué no?
El viejo.—¡Muy bien! (Leyendo la cartelera.) Dan La Valquiria en matine... Entonces el coronel y su hija estarán allí y como siempre se sientan en las butacas de la sexta fila, junto al pasillo, yo lo sentaré a su lado... Hágame el favor de ir a esa cabina telefónica a reservar un asiento de la fila seis, el número ochenta y dos.
El estudiante.—¿Quiere usted que vaya a la ópera a primera hora de la tarde?
El viejo.—Sí. Y si hace lo que le digo ya verá como todo sale bien. Quiero que usted sea feliz, rico y respetado. Su debut de ayer en el papel de intrépido salvador, lo convertirá mañana en un hombre famoso y su nombre se cotizará muy alto.
El estudiante (yendo hacia la cabina telefónica).—¡Qué aventura tan extraña!
El viejo.—¿Es usted deportista?
El estudiante.—Sí, ha sido mi desgracia...
El viejo.—¡Que ahora convertiremos en fortuna!... ¡Vaya a telefonear!
(El viejo se pone a leer el periódico.)
(La señora de negro ha salido a la acera y se ha puesto a hablar con La portera. El viejo escucha la conversación, que el público no oye.)


(El estudiante entra.)
El viejo.—¿Ya está?
El estudiante.—Ya.
El viejo.—¿Ve usted esa casa?
El estudiante.—Me he fijado mucho en ella... Ayer, sin ir más lejos, pasé por aquí cuando el sol resplandecía en las ventanas..., e imaginándome toda la belleza y el lujo que habrá ahí dentro... le dije a mi amigo: ¡Quién tuviera un piso ahí, en la cuarta planta, una mujer joven y guapa, dos hermosos hijos y unos ingresos de veinte mil coronas anuales...!
El viejo.—¿Ah, sí? ¿Dijo usted eso? ¡Vaya, vaya! A mí también me gusta mucho esa casa...
El estudiante.—¿Usted negocia con casas?
El viejo.—En cierto modo... Pero no como usted cree...
El estudiante.—¿Conoce a la gente que vive ahí?
El viejo.—A todos. A mi edad uno conoce a todos, a sus padres y antepasados, y resulta ser siempre pariente de ellos de alguna manera. Acabo de cumplir los ochenta..., pero a mí no me conoce nadie, me refiero a conocerme de verdad... A mí me interesan mucho los destinos humanos...
(Descorren las cortinas del salón redondo. En el interior se ve al Coronel vestido de paisano. Se acerca a mirar el termómetro que hay en la parte exterior del marco de la ventana y luego se dirige al centro de la habitación, ] donde se detiene delante de la estatua de mármol.)
El viejo.—Mire, ése es el coronel. Dentro de un rato usted estará sentado a su lado...
El estudiante.—¿Ese es... el coronel? Yo no entiendo nada de esto. Es como un cuento de hadas...
El viejo.—Toda mi vida es como un libro de cuentos, caballero. Y aunque los cuentos son distintos, hay un hilo que los mantiene unidos y un leit motiv que se repite con toda regularidad.
El estudiante.—¿De quién es la estatua de mármol que se ve ahí?
El viejo.—Es su mujer, naturalmente...
El estudiante.—¿Era realmente tan maravillosa? Parece tan afable...
El viejo.—Bueno... Sí, sí...
El estudiante.—¡Hable claro!
El viejo.—No podemos juzgar a los seres humanos, hijo mío... Y si yo ahora le dijese que lo abandonó, que él le pegaba, que regresó, que se volvió a casar con él y que ella está ahí dentro ahora convertida en momia y adorando a su propia estatua, usted pensaría que yo estaba loco.
El estudiante.—¡No entiendo nada!
El viejo.—¡Ya me lo supongo!... Y ahí tenemos la ventana de ios jacintos. Ahí vive su hija..., está dando un paseo a caballo, pero volverá en seguida...
El estudiante.—¿Quién es la señora de negro que está hablando con la portera?
El viejo.—Bueno, eso es un poco complicado. Tenía algo que ver con el muerto, el que vivía ahí arriba, en el piso de las sábanas blancas en las ventanas...
El estudiante.—¿Y quién era, pues, el muerto?
El viejo.—Un hombre como nosotros, pero al que no le cabía la vanidad en el cuerpo... Si usted fuese uno de esos «niños de domingo», como tendría poderes mágicos, pronto lo vería salir por ese portal para contemplar satisfecho la bandera del consulado a media asta... Era cónsul y le encantaban las coronas, los leones, las plumas en los sombreros y las cintas de colores.
El estudiante.—¿Ha dicho usted algo de los niños nacidos en  domingo?... Pues, precisamente, yo creo que nací en domingo...
El viejo.—¡No! ¿Así es que usted...? Debía haberlo supuesto... por el color de sus ojos... ¡Pero entonces usted puede ver lo que no ven los demás! ¿No lo ha notado?
El estudiante.—Yo no sé lo que ven los demás, pero a veces..., bueno, ¡de eso no se habla!
El viejo.—¡Estaba casi seguro! Pero conmigo sí que puede hablar..., porque yo..., yo esas cosas las entiendo...
El estudiante.—Ayer, por ejemplo..., me sentí arrastrado irresistiblemente hacia esa calle apartada donde luego se derrumbó la casa..., llegué y me paré delante de un edificio que no había visto nunca... Entonces noté que había una grieta en la fachada, oí cómo crujían las vigas. Eché a correr y cogí a un niño que pasaba junto al muro... Un segundo después se había derrumbado la casa... Estaba a salvo, pero en mis brazos, donde yo creía tener el niño, no había nada...
El viejo.—Ya decía yo... Estaba casi seguro... Pero explíqueme una cosa: ¿Qué hacía usted hace un momento gesticulando junto a la fuente? ¿Y por qué hablaba solo?
El estudiante.—¿No vio usted que estaba hablando con una lechera?
EL viejo (aterrorizado).—¿Una lechera?
El estudiante.—Sí, claro, la que me dio de beber en el cazo.
El viejo.—¿Ah, sí? ¿Así es que era eso?... Bueno, yo no tendré esa facultad de visionario, pero tengo otros poderes...
(Aparece una mujer de pelo blanco que se sienta junto a la ventana del espejo fisgón.)
¡Mire a la vieja de la ventana! ¿La ve?... ¡Bien! Una vez, hace sesenta años, fue mi novia... Yo tenía veinte... No tenga miedo, no me reconoce. 'Nos vemos todos los días sin que me produzca la menor impresión, a pesar de que nos juramos fidelidad eterna. ¡Eterna!
El estudiante.—¡Qué po sabían de la vida en sus tiempos! Ahora no les decimos esas cosas a las chicas.
El viejo.—Perdone nuestra torpeza, jovencito, pero no teníamos más luces... Pero ¿puede imaginar que esta vieja haya sido joven y bella?
El estudiante.—Parece imposible. Bueno, tiene una hermosa manera de mirar..., aunque no le veo los ojos.
(La portera sale con una cesta y echa por la acera unas ramitas de abeto.)
El viejo.—¡La portera!... La señora de negro es hija suya y del muerto, y por eso consiguió su puesto el marido de la portera..., pero la señora de negro tiene un pretendiente, un noble que espera hacerse rico. El está tramitando la separación, sí, claro, de su mujer, que le va a regalar una casa de piedra para librarse de él. Este distinguido pretendiente es yerno del muerto y allí, en aquel balcón, ve su ropa de cama que han sacado a orear... Es un poco complicado, ¿verdad?
El estudiante.—¿Un poco? ¡Horriblemente complicado!
El viejo.—Sí, así es, lo mire por donde lo mire, por dentro y por fuera. Aunque parece muy simple.
El estudiante.—Entonces, ¿quién es el muerto?
El viejo.—Me lo acaba de preguntar y ya le he contestado. Si usted pudiese ver lo que hay a la vuelta de la esquina, junto a la escalera de servicio, observaría a un grupo de mendigos a los que él ayudaba... cuando le daba por ahí...
El estudiante.—¿Era, pues, un hombre caritativo?
El viejo.—Sí..,, a veces.
El estudiante.—¿No siempre?
El viejo.—¡No,! ¡Los hombres son así! Oiga, caballero, empújeme un poco la silla hasta el sol. Tengo un frío horrible. Cuando uno no se puede mover, la sangre se le congela en las venas... Me voy a morir pronto, ya lo sé, pero antes tengo que arreglar unas cositas... Déme la mano y verá lo fría que está.
El estudiante.—¡Qué barbaridad! (Retrocede.)
El viejo.—¡No se vaya! Estoy cansado, estoy solo, pero no he estado siempre así, ¿sabe? Tengo tras de mí (Una vida infinitamente larga..., infinitamente... He -hecho sufrir a la gente y la gente me ha hecho sufrir a mí, así es que estamos en paz. Pero antes de morir quiero verlo feliz.». Nuestros destinos están entrelazados por lo de su padre... y por algo más...
El estudiante.—¡Pero suélteme la mano! Me está quitando las fuerzas. Me está helando la sangre..., ¿qué quiere usted de mí?
El viejo.—Paciencia, ya verá y entenderá... Ahí llega la señorita...
El estudiante.—¿La hija del coronel?
El viejo.—¡Sí! ¡Hija! ¡Mírela!... ¿Ha visto alguna vez una obra maestra parecida?


El estudiante.—Se parece mucho a la estatua de mármol de ahí dentro...
El viejo.—¡Pues claro! ¡Es su madre!
El estudiante.—Tiene razón... Jamás vi mujer así nacida de mujer... ¡Feliz aquel que logre llevarla al altar y a su hogar!
El viejo.—¡Usted la vio!... No todos descubren su belleza... Bueno, ¡estaba escrito!
*
(La joven entra por la izquierda, lleva un traje de montar inglés, anda lentamente, sin mirar a nadie, llega a la puerta, se para a decirle unas palabras a La portera y luego entra en la casa.)
(El estudiante tapándose los ojos con la mano.)
El viejo.—¿Está llorando?
El estudiante.—Cuando no hay esperanza sólo queda la desesperación.
El viejo.—Yo puedo abrir puertas y corazones, me bastaría con encontrar un brazo dispuesto a hacer mi voluntad... Sírvame y le daré poder...
El estudiante.—¿Es esto un pacto? ¿Tengo que vender mi alma?
El viejo.—¡No tiene que vender nada!... Mire, durante toda mi vida no he hecho más que coger. ¡Ahora siento ansias de dar! ¡De dar! Pero nadie quiere aceptar nada de mí... Soy rico, muy rico, y no tengo herederos, bueno, sí, un granuja que me está matando a disgustos... Sea usted como un hijo para mí, herédeme en vida, déjeme verlo gozar de la vida, aunque sea de lejos.
El estudiante.—¿Qué tengo que hacer?
El viejo.—Primero, ¡ir a ver La Valquiria!
El estudiante.—Eso ya estaba decidido... ¿Qué más?
El viejo.—¡Esta noche estará usted ahí dentro, en el salón redondo!
El estudiante.—¿Y cómo voy a entrar?
El viejo.—¡Gracias a La Valquiria!
El estudiante.—¿Por qué me ha elegido precisamente a mí para ser su instrumento? ¿Me conocía usted de antes?
El viejo.—¡Sí, naturalmente! Llevo cierto tiempo observándolo... Pero mire ahora allí, al balcón. La criada está izando la bandera a media asta en honor del cónsul... y ahora vuelve la ropa de cama:.. ¿Ve el edredón azul?... Era para tapar a dos personas, ahora es sólo para una...
(La joven, que ya se ha cambiado de ropa aparece en la ventana regando los jacintos.)
El viejo.—¡Ahí está mi chiquilla! ¡Mire, mírela!... Habla a las flores, ¿no le parece que es como el jacinto azul?... Les da de beber, agua pura, nada más, y ellas transforman el agua en colores y perfumes... ¡Ahora entra el coronel con el periódico!... Le enseña la noticia del derrumbamiento de la casa..., ahora le señala su fotografía. Ella no queda indiferente..., lee sus hazañas... Creo que se está nublando, imagínese que se ponga a llover. Buena me espera si el bueno de Johansson no vuelve pronto...
(El cielo se nubla y oscurece mucho. La vieja, sentada junto al espejo fisgón, cierra su ventana.)
El viejo.—Ahora mi novia cierra la ventana..., setenta y nueve años..., el espejo fisgón de la ventana es el único que usa, porque en él no se ve a sí misma; sólo ve el mundo exterior y desde dos puntos de vista... Pero el mundo puede verla, en eso no ha pensado... Por lo demás, es una hermosa anciana...
(El muerto, envuelto en su sudario, sale por la puerta de la casa.)
El estudiante.—¡Dios mío! ¿Qué es lo que veo?
El viejo.—¿Qué ve?
El estudiante.—¿Pero no ve usted al muerto allí, en la puerta?
El viejo.—No veo nada. Pero es justamente lo que esperaba. Vaya contándome...
El estudiante.—Sale a la calle... (Pausa.) Ahora vuelve la cabeza y se queda mirando la bandera.
El viejo.—¿Qué le dije? Seguro que se pone a contar las coronas y a leer las tarjetas de visita... ¡Y pobre del que falte!
El estudiante.—Ahora dobla la esquina...
El viejo.—Va a contar los pobres que hay junto a la puerta de servicio... Los pobres son tan decorativos: «acompañado por las bendiciones de una inmensa multitud», bueno, ¡pero lo que no va a tener es mi bendición!... Entre nosotros, le diré que era un verdadero tunante...
El estudiante.—Pero caritativo...
El viejo.—Un tunante caritativo, entonces, que se pasó . la vida pensando en un solemne entierro... Cuando se dio cuenta de que se acercaba su fin, estafó al Estado cincuenta mil coronas... Ahora su hija se ha liado con un hombre casado, cuyo matrimonio ha roto, y se pregunta si la herencia... Ese tunante está oyendo todo lo que decimos. ¡Bien merecido lo tiene! ¡Que le aproveche!... Aquí está Johansson.
(Johansson entra por la izquierda.)
El viejo.—¡El informe!
(Johansson dice algunas palabras inaudibles.)
El viejo.—¡Vaya! ¿Que no estaba en casa? ¡Eres un burro!... ¿Y el telégrafo? ¡Nada!... ¡Sigue!... ¿Esta tarde a las seis? ¡Está bien! ¿Edición especial?... ¡Con el nombre completo! El señor Arkenholz, estudiante, nacido en..., sus padres... ¡Excelente! Me parece que está empezando a llover... ¿Y qué es lo que dijo?... ¡Vaya, vaya!... ¿Que no quería?... ¡Pues tendrá que querer!... ¡Ahí viene el aristócrata!... Johansson, llévame a la puerta de servicio, quiero oír lo que dicen los pobres... Y usted, Arkenholz, espéreme aquí..., ¿comprendido?... ¡De prisa, de prisa!
 (Johansson dobla la esquina empujando la silla deruedas. El estudiante permanece inmóvil contemplando a La joven, que está removiendo la tierra de las macetas.)

El aristócrata (entra, vestido de luto, y se dirige a La señora vestida de negro, que ha estado yendo y viniendo por la acera).—Bueno, no hay nada que hacer... Tenemos que esperar.
La señora.—Yo no puedo esperar.
El aristócrata.—¿Ah, no?  ¡Entonces vete al campo!
La señora.—No quiero ir al campo.
El aristócrata.—Ven hacia aquí, si no van a oír lo que hablamos.
(Van hacia la columna de los carteles y allí continúan su conversación, inaudible para el público.)
*
Johansson (entra por la derecha; al Estudiante).—El patrón le pide que no se olvide de lo otro.
El estudiante (lentamente).—Oye..., dime una cosa: ¿quién es tu patrón?
Johansson.—¡El patrón! Es tantas cosas... Ha sido de todo.
El estudiante.—¿Está bien de la cabeza?
Johansson.—¿Qué quiere decir eso? Se ha pasado la vida buscando un «niño de domingo»..., bueno, eso es lo que él dice, pero puede no ser cierto...
El estudiante.—Pero ¿qué busca? ¿Es avaro?
Johansson.—Busca el poder, mandar... Anda todo el día ! dando vueltas en su silla de ruedas como si fuese el mismísimo dios Thor en su carro. Echa el ojo a las casas, las derriba, abre calles, construye plazas. Pero también entra en las casas, por la fuerza deslizándose furtivamente por las ventanas, juega con el destino de la gente, mata a sus enemigos y no perdona jamás... ¿Sabe usted que ese cojito ha sido un Don Juan? Claro que luego siempre lo han dejado las mujeres.
El estudiante.—¿Cómo se entiende eso?
Johansson.—Mire, es tan zorro que se las arregla para que las mujeres lo dejen cuando ya se ha cansado de ellas... Ahora es como un cuatrero en la feria de los hombres y se dedica a robar seres humanos de múltiples formas... A mí me sacó literalmente de manos de la justicia... Yo había tenido un desliz, hmm, y él era el único que lo sabía. En lugar de mandarme a la cárcel, me convirtió en su siervo. Y ahora trabajo como un negro sólo por la comida, que además no es nada del otro mundo...
El estudiante.—Entonces, ¿qué es lo que quiere hacer en esta casa?
Johansson.—Mire, ¡yo eso no se lo puedo decir! ¡Es tan complicado!
El estudiante.—Me parece que va a ser mejor que deje este lío..."
Johansson.—Mire, a la señorita se le ha caído la pulsera por la ventana...
(La joven ha dejado caer la pulsera por la ventana abierta.)
(El estudiante se acerca lentamente, recoge la pulsera y se la alcanza a La joven, que le da las gracias secamente. El estudiante vuelve al lado de Johansson.)
Johansson.—Así es que piensa abandonar el asunto... No crea que le va a ser fácil, porque cuando él coge a alguien en sus redes... Y no teme a nada de este mundo! Bueno, sí, una cosa, o mejor dicho, a una persona...
El estudiante.—¡Espere! ¡No me lo diga!... Creo que sé a quién.
Johansson.—¿Cómo va usted a saberlo?
El estudiante.—¡Adivinándolo! ¿No es... a una niña..., a una lechera, a quien teme?
Johansson.—Siempre que nos cruzamos con el carro de la lechease vuelve de espalda... y habla en sueños... Parece que una vez estuvo en Hamburgo...
El estudiante.—¿Se puede creer a un hombre así?
 Johansson.—¡Se le puede creer... capaz de todo!
El estudiante.—¿Qué estará haciendo ahí, a la vuelta de la esquina?
Johansson.—Escuchar a los pobres... Deja caer una palabrita, quita una piedrecita de aquí, luego otra de allí, hasta que se hunde la casa... Es una metáfora, claro... Yo antes era librero y soy una persona instruida, ¿sabe?... ¿Va a abandonar ahora?
El estudiante.—No me gusta ser desagradecido... Este hombre salvó a mi padre una vez y todo lo que me pide a cambio es un pequeño favor...
Johansson.—¿Qué favor?
El estudiante.—Que vaya a ver La Valquiria...
Johansson.—No lo entiendo... Pero siempre tiene nuevas ocurrencias... Mírele ahí, hablando con un policía..., siempre rondando a los policías. Los utiliza, los implica en sus asuntos, los mantiene ligados a él con falsas promesas y esperanzas vanas, mientras les saca la información que le interesa... ¡Ya verá como antes de que caiga la noche será recibido en el salón redondo!
El estudiante.—¿Qué es lo que busca ahí dentro? ¿Qué relación tiene con el coronel?
Johansson.—Me la imagino, aunque no sé nada. Ya lo verá con sus propios ojos, cuando entre usted ahí...
El estudiante.—¡Nunca podré entrar ahí!
Johansson.—¡Eso depende de usted!... Vaya a ver La Valquiria...
El estudiante.—,¿Es ése el método?
Johansson.—Sí, ¡cuando él se lo ha dicho...! Mire, mírelo ahí en su carro de combate, arrastrado en triunfo por los mendigos, que no van a recibir ni un céntimo. Sólo una vaga alusión a que les caerá algo el día de su entierro.
El viejo (entra, de pie en la silla de ruedas, arrastrada por Un mendigo y seguido por otros).—¡Gloria al noble joven que, jugándose la vida, salvó la de tantas personas en la catástrofe de ayer! ¡Viva Arkenholz!
(Los mendigos se destocan, pero no lanzan «burras». La joven en la ventana, agita un pañuelo. El coronel mira desde su ventana. La vieja se pone de pie. La criada sale al balcón a izar la bandera que estaba a media asta.)
El viejo.—¡Aplaudid, ciudadanos! Sí, ya sé que es domingo, pero el burro en el pozo y la espiga en el campo nos dan su absolución. Y aunque yo no soy un «niño de domingo», poseo el don de la adivinación y el arte de la medicina... Una vez logré devolverle la vida a un ahogado... Sí, fue en Hamburgo un domingo por la mañana, como ahora...
(Entra La lechera. La ven únicamente El estudiante y El viejo. Ella alza los brazos al aire como si estuviese ahogando y clava su mirada en El viejo.)
El viejo (se sienta y luego se derrumba aterrorizado).— ¡Johansson! ¡Sácame de aquí! ¡De prisa!... ¡Arkenholz, no olvide La Valquiria!
El estudiante.¿Y esto qué es?
Johansson.—¡Ya veremos! ¡Ya veremos!

TELÓN


En el salón redondo. Al fondo, una estufa de azulejos blancos con espejo, un reloj de péndulo y candelabros. A la derecha, el vestíbulo que deja ver una habitación pintada de verde con muebles de caoba. A la izquierda, sombreada por unas palmas, la estatua, que puede taparse con una cortina. A la izquierda, al fondo, puerta a la habitación de los jacintos, donde La joven está sentada leyendo. Vemos al Coronel, de espaldas, sentado, escribiendo, en la habitación verde.
Bengtsson, el criado, entra, de librea, con Johansson, que va de frac y corbata blanca. Vienen del vestíbulo.
Bengtsson.—Tú servirás la mesa, Johansson, y yo mientras recogeré los abrigos. No será la primera vez que sirves, ¿verdad?
Johansson.—Como sabes, durante el día empujo el carro de combate por las calles, pero por la noche sirvo la mesa cuando tenemos invitados... Siempre he vivido con el sueño de entrar en esta casa... Son gente rara, ¿no?
Bengtsson.—Sí. Un poco fuera de lo común, podríamos decir.
Johansson.—Y esta noche, ¿qué va a haber, una velada musical o qué?
Bengtsson.—Es la habitual cena de los espectros, como la llamamos nosotros. Toman té sin decir una palabra o bien el coronel pronuncia su monólogo. Y mordisquean las pastas todos a la vez, así es que suenan como las ratas de una buhardilla.
Johansson.—¿Por qué la llamáis la cena de los espectros?
Bengtsson.—Porque todos parecen espectros... Y llevan así veinte años, siempre las mismas personas, diciendo siempre lo mismo. O callándose para no tener que avergonzarse de su conducta.
Johansson.—¿No está la señora de la casa?
Bengtsson.—Sí, claro, pero, está loca. Se pasa la vida metida en un ropero, porque sus ojos no soportan la luz... Está ahí dentro... (Señala una puerta falsa que hay en la pared.)
Johansson.—¿Ahí dentro?
Bengtsson.—Sí, ya te he dicho que son gente un poco fuera de lo común...
Johansson.—¿Cómo es?
Bengtsson.—Como una momia..., si quieres verla... (Abre la puerta falsa.) ¡Mira, ahí la tienes!
Johansson.—¡Dios mío!...
La momia (gorjeando como un niño).—¿Por qué abres la puerta? ¿No te he dicho que tiene que estar cerrada?
Bengtsson (le habla como a un bebé).—¡Ta, ta, ta, ta! ¡Y ahora el lorito bonito será buenecito y le daremos su terroncito!... ¡Lorito, lorito real!
La momia (como un loro).—¡Lorito real! ¿Está Jacobo ahí? ¿Está el lorito ahí? Lorito..., currrre..., crrr...
Bengtssqn.—Cree que es un loro y tal vez lo sea... -  (A La momia.) ¡Polly, sílbanos un poco!
(La momia silba.)
Johansson.—¡He visto muchas cosas en mi vida, pero nunca nada parecido!
Bengtsson.—Mira, cuando una casa envejece, se llena de moho, y cuando las personas llevan mucho tiempo encerradas, martirizándose mutuamente, entonces se vuelven locas. Esta mujer, la señora de la casa —¡cállate, Polly!—, esta momia ha vivido aquí cuarenta años con el mismo marido, los mismos muebles, los mismos parientes, los mismos amigos... (Cierra la puerta del ropero de La momia.) Y de lo que ha ocurrido aquí en esta casa... no tengo ni idea... ¡Mira la estatua!... ¡Es la señora de joven!
Johansson.—¡Dios mío! ¿Esa es... la momia?
Bengtsson.—¡Sí! ¡Es para echarse a llorar!... Y la señora, impulsada por la fuerza de la imaginación o por lo que sea, ha ido adquiriendo algunas de las rarezas del locuaz pájaro..., por eso no aguanta inválidos ni enfermos... No aguanta ni a su propia hija. Como está enferma...
Johansson.—¿Está enferma la señorita?
Bengtsson.—¿No lo sabías?
Johansson.—¡No!... Y el coronel, ¿quién es?
Bengtsson.—¡Ya lo verás!
Johansson (contemplando la escena).—Es terrible pensar... ¿Cuántos años tiene ahora la señora?
Bengtsson.—Nadie lo sabe..., pero dicen que cuando tenía treinta y cinco representaba diecinueve y que convenció al coronel de que los tenía... aquí, en esta casa... ¿Sabes para qué emplean ese biombo japonés negro que hay al lado del diván?... Lo llaman el biombo de la muerte porque, cuando alguien va a morir, lo colocan delante de la cama... como en los hospitales...
Johansson.—¡Qué espanto de casa!... Y pensar que el estudiante estaba deseando entrar en ella como si fuese el paraíso...


Bengtsson.—¿Qué estudiante? ¡Ah, sí! El que va a venir esta noche... El coronel y la señorita se lo encontraron en la ópera y ambos quedaron encantados con él... ¡Hmmm! Y ahora me toca preguntar a mí: ¿quién es tu patrón? ¿El señor de la silla de ruedas...?
Johansson.—Sí, ése... ¿También va a venir él?
Bengtsson.—Invitado no está.
Johansson.—¡Pues vendrá sin invitación! ¡Si es sólo por eso...!
*
(El viejo aparece en el vestíbulo, con levita, sombrero de copa y muletas. Se desliza sigilosamente y se para a escuchar:)
Bengtsson.—Es un granuja redomado, ese viejo, ¿verdad?
Johansson.—¡No lo sabes tú bien!
Bengtsson.—¡Parece el mismísimo Satanás!
Johansson.—¡Y también es brujo!. Entra sin tener que abrir las puertas...
El viejo (avanza, da un tirón de orejas a Johansson).— ¡Sinvergüenza! ¡Ándate con cuidado! (A Bengtsson.) ¡Anuncia mi visita al coronel!
Bengtsson.—Estamos esperando invitados...
El viejo.—¡Ya lo sé! Pero puedo decirle que casi esperan mi visita, aunque no la deseen...
Bengtsson.—Si es así... Su nombre, por favor... ¡El señor Hummel!
El viejo.—¡El mismo, sí!
(Bengtsson sale por el vestíbulo y entra en la habitación verde cerrando la puerta.)
*
El viejo (a Johansson).—¡Vete de aquí!
(Johansson duda)
El viejo.—¡Que te vayas!
(Johansson sale por el vestíbulo.)
*
El viejo (inspecciona la habitación y se detiene delante de la estatua, profundamente asombrado).—¡Amalia! ... ¡Es ella!... ¡Ella! (Da una vuelta por la habitación tocando algunos objetos. Se arregla la peluca delante del espejo. Vuelve al lado de la estatua.)
La momia (desde dentro del ropero).—¡Lorito, lorito real!                                             
El viejo (sobresaltándose).—¿Qué es esto? ¿Hay un loro en el cuarto? Pues yo no lo veo.
La momia.—¿Está ahí Jacobo?
El viejo.—¡Aquí hay fantasmas!
La momia.—¡Jacobo!
El viejo.—¡Tengo miedo!... ¡Así es que éstos son los secretos que escondían en esta casa! (Contempla un cuadro, de espaldas al ropero.) ¡Es él!... ¡El!
La momia (sale del ropero, se acerca al Viejo por detrás y le quita la peluca).—Caín..., crrr... ¿Etes tú?... Currre..., crrr...
El viejo (da un salto).—¡Válgame Dios! ¿Quién eres?
La momia (con voz humana).—¿Eres Jacobo?
El viejo.—Me llamo Jacobo, ciertamente...,
La momia (emocionada).—¡Y yo Amalia!
El viejo.—¡No, no, no!... ¡Dios mío...!
La momia.—Que aspecto tengo, ¿verdad? ¡Sí, así soy ahora!... ¡Y así he sido!... Es muy edificante vivir... Yo ahora vivo prácticamente en el ropero, para no ver y para que no me vean... Y tú, Jacobo, ¿qué andas buscando por aquí?
El viejo.—¡Busco a mi hija! A nuestra hija...
La momia.—Ahí está.
El viejo.—¿Dónde?
La momia.—Ahí, en la habitación de los jacintos.
El viejo (mirando a La joven).—¡Sí, es ella! (Pausa.) ¿Y qué dice su padre? Bueno, me refiero al coronel..., tu marido.
La momia.—Una vez que me enfadé con él, le conté todo...
El viejo.—Y él entonces...
La momia.—No me creyó. Me contestó: «Eso es lo que suelen decir las mujeres cuando quieren asesinar a su marido.» De todas formas, fue un crimen terrible el que cometimos. Su vida es una pura falsedad, lo mismo que su árbol genealógico. A veces, leyendo el libro de la nobleza, pienso: ella va por el mundo con una partida de nacimiento falsa, como hacen las criadas, y eso se castiga con la cárcel.
El viejo.—Muchos lo hacen. Creo recordar que la tuya llevaba una fecha de nacimiento falsa...
La momia.—Fue mi madre la que me enseñó... ¡No fue culpa mía!... Sin embargo, tú eres el verdadero causante-de nuestro crimen...
El viejo.—¡No! ¡Fue tu marido el que lo provocó, cuando me quitó la novia!... Yo soy de los que no perdonan hasta no haber hecho pagar al culpable. Mi naturaleza me lo impide... Lo tomaba como una obligación sagrada... ¡y aún lo sigo haciendo!
La momia.—¿Qué buscas en esta casa? ¿Qué quieres? ¿Cómo has logrado entrar?... ¿Es por mi hija? Si la tocas, morirás.
El viejo.—¡Sólo quiero su bien!
La momia.—¡Pero tienes que perdonar a su padre!
El viejo.—¡No!
La momia.—Entonces, morirás. En esta habitación, detrás de ese biombo.
El viejo.—Si no hay más remedio... Pero cuando clavo los dientes en una presa, no la suelto...
La momia.—Quieres casarla con el estudiante, ¿por qué? Es un don nadie y no tiene un céntimo.
El viejo.—¡Yo lo haré rico!
La momia.—¿Estás invitado a cenar?
El viejo.—¡No, pero ya me las arreglaré para que me inviten a la cena de los espectros!
La momia.—¿Sabes quiénes vienen?
El viejo.—No muy bien.
La momia.—El barón..., el que vive en el piso de arriba y a cuyo suegro enterraron esta mañana...
El viejo.—Ese que se va a divorciar para casarse con la hija de la portera... ¡Ese que fue tu... amante!
La momia.—Y vendrá también tu antigua novia, la que sedujo mi marido...
El viejo.—¡Vaya colección!
La momia.—¡Dios mío, si al menos pudiésemos morir! ¡Si pudiésemos morir!
El viejo.—¿Por qué os seguís viendo?
La momia.—¡Nos atan crímenes, secretos y culpas!.. Hemos reñido y nos hemos separado, ¡ay!, tantísimas veces, pero siempre volvemos a reunimos...
El viejo.—Creo que viene el coronel...
La momia.—Entonces yo me voy con Adela... (Pausa.) ¡Jacobo, piensa en lo que haces! Perdónalo...
(Pausa. Ella sale.)
*
El coronel (entra, frío, reservado).—Tome asiento, por favor.
(El viejo se sienta lentamente.)
(Pausa.)
El coronel (mirándolo fijamente).—¿Es usted el autor de esta carta?
El viejo.—¡Sí!
El coronel.—¿Es, pues, el señor Hummel?
El viejo.—¡Sí!
(Pausa.)
El coronel.—Bueno, ya sé que usted ha comprado todos mis pagarés y que, por tanto, me tiene en sus manos. ¿Qué quiere usted de mí?
El viejo.—Quiero cobrar... de alguna manera.
El coronel.—¿De qué manera?
El viejo.—De una muy sencilla... No hablemos de dinero..., basta con que me admita en su casa... como invitado.
El coronel.—Si no es más que eso...
El viejo.—¡Gracias!
El coronel.—¿Y después?
El viejo.—¡Despida a Bengtsson!
El coronel.—¿Por qué lo voy a despedir? Mi criado de confianza, un hombre que lleva conmigo toda la vida..., condecorado con la medalla del Mérito Patriótico por su leal servicio a la patria..., ¿por qué voy a despedirlo?
El viejo.—Esas virtudes sólo existen en su fantasía... ¡El no es lo que aparenta!
El coronel.—¿Y quién lo es?
El viejo (vacila).—¡Muy cierto! ¡Pero Bengtsson tiene que salir de aquí!
El coronel.—¿Es que pretende mandar en mi propia casa?
El viejo.—¡Sí, claro! Al fin y al cabo soy el dueño de todo lo que hay en ella..., muebles, cortinas, vajillas, ropa blanca... y otras cosas.
El coronel.—¿Qué otras cosas?
viejo.—¡Todo! ¡Soy el dueño de todo lo que hay aquí!  ¡De todo!
El coronel.—¡Bien, sí, es .suyo! ¡Pero mi título y mi buena reputación seguirán siendo míos!
El viejo.—¡No! ¡Ni siquiera eso! (Pausa.) ¡Usted no es noble!
El coronel.—¿Que no...? ¿Cómo se atreve?
El viejo (sacando un papel).—Mire este papel, es una copia de una página del registro nobiliario. Léalo y verá que el linaje cuyo título ostenta lleva más de cien años extinguido.
El coronel (leyendo el papel).—Es verdad que he oído rumores de esa especie, pero yo heredé el título de mi padre... (Leyendo.) Es cierto. ¡Tiene usted razón!... ¡No soy noble!... ¡Ni siquiera eso! Entonces me quitaré el anillo con mi sello... Es verdad, también es suyo... ¡Ahí lo tiene!
El viejo (guardándose el anillo).—Sigamos, pues... ¡Usted tampoco es coronel!
El coronel.—¿Que no soy...?
El viejo.—¡No! Usted tuvo el grado de coronel en el cuerpo de voluntarios norteamericano, pero a raíz de la guerra de Cuba y la reorganización del ejército todos esos antiguos grados han sido anulados...
El coronel.—¿Es eso cierto?
El viejo (se lleva la mano al bolsillo).—¿Quiere leerlo?
El coronel.—¡No, no hace falta!... ¿Quién es usted para arrogarse el derecho de desnudarme a mí de esta manera?
El viejo.—¡Ya lo verá! Y ya que hablamos de desnudar..., ¿sabe usted quién es?
El coronel.—¿Cómo se atreve? Vergüenza debería darle...
El viejo.—Quítese la peluca y mírese al espejo. ¡Ah! Y sáquese antes la dentadura postiza, y afeítese el bigote, y pídale a Bengtsson que le suelte ese corsé de hierro que lleva. Veremos si en la imagen no se reconoce el criado XYZ, el que hacía la corte a una cocinera para comer de gorra.
(El coronel va a coger la campanilla que hay sobre la mesa.)
El viejo (se le adelanta).—¡No toque la campanilla! No se le ocurra llamar a Bengtsson, porque entonces les mandaría detener... ¡Ya llegan los invitados! ¡Y ahora calma, mucha calma, y sigamos representando nuestros papeles de siempre!
El coronel.—¿Quién es usted? Reconozco esa mirada y el tono de voz...
El viejo.—¡Nada de indagaciones! ¡Usted, a callar y a obedecer!

*

El estudiante (entra, le hace una inclinación de cabeza al Coronel).—¡Señor coronel!
El coronel.—¡Bienvenido a esta casa, joven! La valerosa conducta que tuvo en la catástrofe de ayer ha puesto su nombre en labios de todo el mundo. Considero un gran honor recibirlo en mi casa...
El estudiante.—Señor coronel, mi humilde origen... Su ilustre nombre y su noble cuna...
El coronel.—Permítanme que los presenta..., el señor Hummel, director...; el señor Arkenholz, estudiante... ¿Le importaría pasar a saludar a las señoras? El señor Hummel y yo tenemos que hablar un poco...
(El estudiante pasa siguiendo la indicación del Coronel, a la habitación de los jacintos. Allí se queda a la vista del público, de pie, hablando tímidamente con La joven.)
El coronel.—Un joven excepcional, le encanta la música, canta, escribe poesía... Si fuese noble y de mi mismo rango, yo no tendría nada en contra... bueno...
El viejo.—¿En contra... de-qué?
El coronel.—De que mi hija...
El viejo.—¡Su hija!... A propósito, ¿por qué está siempre metida ahí dentro?
El coronel.—Cuando no anda por ahí fuera, se empeña en estar en la habitación de los jacintos. Tal vez una manía... Aquí tenemos a la señorita Beata von Holsteinkrona..., una mujer encantadora..., de familia noble y con una renta acorde a su posición social...
El viejo (aparte).—¡Mi novia!
*
(Entra La novia, que tiene el pelo blanco y aspecto de loca.)
El coronel.—La  señorita  Holsteinkrona...,  el  señor Hummel... (La novia hace una ligera reverencia y se sienta.)
*
(Entra El aristócrata, misterioso, de luto, y se sienta.)
El coronel.—El barón Skanskorg...
El viejo (aparte, sin levantarse).—Me parece que es el ladrón de joyas... (Al Coronel.) Traiga a la momia para completar la colección...
El coronel (en la puerta de la habitación de los jacintos).—¡Polly!
La momia (entrando).—Currrre..., crr..., crrr...
El coronel.—¿Quiere que vengan también los jóvenes?
El viejo.—¡No! ¡Los jóvenes, no! Vamos a ahorrarles este trago...
(Se sientan todos en un círculo, mudos.)

*

El coronel.—¿Mando servir el té?
El viejo.—¿Para qué? A nadie le gusta el té. Dejémonos, pues, de hipocresías.
El coronel.—Entonces, ¿quiere que conversemos?
El viejo (lentamente y con pausas).—¿De qué? ¿Del tiempo, que todos conocemos? ¿De nuestros achaques, que ya estamos aburridos de repetir? Prefiero el silencio que nos permite oír los pensamientos y ver el pasado. El silencio no puede ocultar nada..., las palabras sí. El otro día leí que los diferentes idiomas surgieron entre los pueblos primitivos de la necesidad de cada tribu de ocultar sus secretos a las otras, tos idiomas son, pues, códigos secretos y el que encuentra la clave comprende todos los idiomas del mundo. Claro que también hay secretos que se pueden descubrir sin ayuda de una clave, sobre todo cuando es la paternidad lo que hay que demostrar. La prueba ante el tribunal es otra cosa. Dos falsos testigos, si sus testimonios concuerdan, constituyen una prueba concluyente. Aunque en las aventuras a que me refiero no se suele llevar testigos. La naturaleza ha dotado al ser humano de un sentimiento de pudor que trata de ocultar lo que tiene que ocultarse. Sin embargo, nos vamos metiendo, sin querer, en determinadas situaciones, y a veces se presenta la ocasión en que se desentierran los secretos más ocultos, en que se arranca la máscara del rostro del estafador, en que se descubre al bandido...
(Pausa. Todos se contemplan mutuamente en silencio.)
¡Qué silencio!
(Largo silencio.)
Y Aquí, por ejemplo, en esta respetable casa, en este hermoso hogar donde se funden la belleza, la cultura y la riqueza...
(Largo silencio.)
Todos los que estamos aquí sabemos muy bien quiénes somos..., ¿no es cierto?..., no hace falta que lo diga..., y todos me conocéis muy bien, aunque aparentáis ignorarlo... Ahí dentro está mi hija, mi hija, también eso lo sabéis... Ella había perdido las ganas de vivir, sin saber por qué... se estaba marchitando en este ambiente en que sólo se respiran crímenes, estafas y todo tipo de hipocresía... Por eso le he buscado un amigo en cuya compañía pueda sentir la luz y el calor que desprende una acción noble...
(Largo silencio.)
Esta es mi misión en esta casa: arrancar las malas hierbas, sacar los crímenes a la luz, saldar las cuentas, para que los jóvenes puedan empezar una nueva vida en esta mansión, que yo les he regalado.
(Largo silencio.)
Ahora les doy la oportunidad de salir libremente de aquí, a todos y a cada uno, en orden. ¡El que se quede irá a la cárcel!
(Largo silencio.)
¿Oyen el tic-tac del reloj? Parece el reloj de la muerte, esa carcoma que anuncia la muerte. ¿Oyen lo que dice? «La ho-ra, la ho-ra...» Cuando suenen las campanadas, dentro de un momento, habrá llegado vuestra hora. Entonces, y no antes, os podréis marchar. Pero ella siempre avisa antes de dar su golpe... ¡Escuchad! Os está avisando: «Puede dar la hora.» Y yo también puedo golpear...
(Da un golpe con la muleta sobre la mesa.)
¿Oyen?
(Silencio.)
La momia (va hasta el reloj y lo para. Después, clara y seriamente).—Pero yo puedo detener el curso del tiempo.:., puedo aniquilar el pasado, puedo deshacer lo hecho. Pero no con sobornos ni con amenazas..., sino mediante el dolor y el arrepentimiento... - (Se acerca al Viejo.) Nosotros somos una pobre gente, y lo sabemos. Hemos obrado mal, nos hemos equivocado, como todo el mundo. No somos lo que aparentamos, porque nosotros, que abominamos nuestras faltas, somos, en el fondo, mejores que nosotros mismos. Pero el que tú, Jacobo Hummel, entres aquí, bajo nombre falso, con la pretensión de erigirte en nuestro juez, demuestra que eres peor que nosotros, pobres criaturas. ¡Tú tampoco eres el que aparentas ser!... Eres un ladrón de seres humanos. Yo ya fui una vez víctima de tus falsas promesas. Tú mataste al cónsul que enterraron hoy..., lo ahogaste con sus pagarés. Te has apoderado del estudiante atándolo a ti con una deuda falsa, porque su padre nunca te debió un céntimo...
(El viejo ha tratado de levantarse y tomar la palabra, pero se derrumba en la silla y allí queda encogido. Durante el resto de la escena irá encogiéndose cada vez mas.)
La momia.—Pero hay algo oscuro en tu vida,' algo que no conozco bien...  ¡Y creo que Bengtsson lo sabe!
(llama con la campanilla.)
El viejo.—¡No, Bengtsson, no! ¡El no!
La momia.—¿Ah, sí?  ¡Entonces él lo sabe! (Vuelve a llamar.)
(Aparece La lechera en la puerta del vestíbulo, invisible para todos, excepto para El viejo, que queda aterrado. Al entrar Bengtsson, La lechera desaparece.)
La momia.—Bengtsson, ¿conoce usted a este señor?
Bengtsson.—Sí, lo conozco. Y él a mí. Como bien sabemos, los altibajos son frecuentes en la vida. Yo he estado a su servicio, y él, en otros tiempos, al mío. Se pasó dos años enteros haciéndole la corte a mi cocinera para sacarle la mejor comida... Como él se marchaba a las tres, ella preparaba la cena a las dos, y mi familia tenía que tomar la cena recalentada por culpa de ese animal...,"además se bebía el caldo, que , luego había que alargar con agua..., allí estaba, en la cocina, chupándonos la sangre como un vampiro. Nos quedamos hechos unos esqueletos... Y aún estuvo a punto de conseguir que nos metiesen en la cárcel, cuando acusamos a la cocinera de ladrona. Años más tarde, me topé con él en Hamburgo. Bajo nombre falso se dedicaba a la usura, o, mejor dicho, a chupar la sangre a la gente. Allí fue acusado de haber llevado a una niña con engaños a pasear sobre el mar helado para luego ahogarla. Parece que la niña había presenciado un crimen que él temía que se descubriera...
La momia (pasa la mano sobre el rostro del Viejo).— ¡Ese eres tú! ¡Danos ahora mismo los pagarés y el testamento!
(Johansson aparece en la puerta del vestíbulo y contempla la escena con profundo interés: ahora va a quedar libre de la esclavitud. El viejo saca un fajo de papeles y lo tira sobre la mesa.)
La momia (acariciándole la espalda al Viejo).—¡Lorito, lorito real! ¿Está ahí Jacobo?
El viejo (como un loro).—¡Jacobo está aquí!... Cacatúa..., túa, túa.
La momia.—¿Puede dar la hora el reloj?
El viejo (cloqueando).—¡El reloj puede dar la hora! (Imitando un reloj de cu-cú.) ¡Cu-cú, cu-cú, cu-cú!...
La momia (abriendo la puerta del ropero).—¡Ya ha sonado la hora!... Levántate y métete en el ropero donde me he pasado veinte años llorando nuestro crimen... Del techo cuelga una cuerda que puede representar la que tú utilizaste para ahogar al cónsul del piso de arriba y con la que intentabas estrangular a tu benefactor... ¡Anda!
(El viejo entra en el ropero.)
La momia (cierra la puerta).—¡Bengtsson! ¡Ponga el biombo delante de esa puerta! ¡El biombo de la muerte!
(Bengtsson coloca el biombo delante de la puerta.)
La momia.—¡Todo está consumado!... ¡Dios tenga piedad de su alma! Todos.—¡Amén!
(Largo silencio.)
*

(En la habitación de los jacintos, La joven acompaña al arpa la recitación del Estudiante.)
(Canción tras un preludio.)

Vi el sol, y me pareció
haber visto al Oculto.
Los hombres se deleitan con el fruto de sus obras.
Feliz aquel que practica el bien.
El acto cometido por impulso de la ira
no podrás repararlo con la maldad.
Consuela con tu bondad
al que has apenado y serás recompensado.
El que no ha cometido ningún mal no teme a nadie.
Es hermoso ser inocente.

Habitación decorada en un estilo bastante extraño, con motivos orientales. Por todas partes, jacintos de todos los colores. En la repisa de la estufa de azulejos hay una gran figura de Buda que sostiene en sus rodillas un bulbo de ascalonia del que sale un tallo coronado por una esfera de florecitas blancas estrelladas.
Al fondo, a la derecha, puerta que da al salón redondo, donde vemos al Coronel y a La  momia sentados en silencio y sin hacer nada. Se ve también un trozo del biombo de la muerte. A la izquierda, puerta que conduce a la antecocina y a la cocina.
El estudiante y La joven (Adela) junto a la mesa. Ella sentada ante el arpa y él de pie.
La joven.—¡Cante ahora a mis flores!
El estudiante.—¿Es ésta la flor de su alma?
La joven.—¡La única! ¿Le gustan los jacintos?
El estudiante.—¡Más que ninguna otra flor! Me encanta la figura virginal que surge esbelta y recta del bulbo, ese bulbo que descansa sobre el agua hundiendo en el líquido incoloro sus blancas y límpidas raíces. Me gustan sus colores: el blanco impoluto de la nieve, el suave dorado de la miel, el rosa juvenil, el rojo maduro, pero el que prefiero entre todos es el azul, el azul del rocío, el de unos ojos profundos, el azul de la fidelidad... Amo los jacintos más que el oro y las perlas. Los he amado desde niño, y los he admirado porque poseen todas las buenas cualidades que a mí me faltan... Sin embargo...
La joven.—¿Qué?
El estudiante.—Mi amor no es correspondido, porque «esas hermosas flores me odian...
La joven.—¿Y cómo es eso?
El estudiante.—Su perfume, fuerte y puro por efecto de los primeros vientos primaverales que vienen por donde se funden las nieves, trastorna mis sentidos, me ensordece, me deslumbra, me expulsa de la habitación, me dispara flechas envenenadas que me desgarran el corazón y me abrasan la cabeza. ¿Conoce usted la leyenda de esta flor?
La joven.—No. ¡Cuéntemela!
El estudiante.—Sí, pero antes le explicaré su significado. El bulbo, que flota en el agua o se hunde en el humus, es la Tierra. De él surge el tallo, recto como el eje del mundo, el tallo en cuya cima se abren las flores, sus estrellas de seis puntas.


La joven.—¡Sobre la Tierra, las estrellas! ¡Oh, es grandioso! ¿De dónde lo ha sacado? ¿Dónde lo ha visto?
El estudiante.—Déjeme pensar... ¡En sus ojos! Es, pues, una imagen del Cosmos... Por eso está Buda ahí sentado con el bulbo, que es la Tierra, observándolo atentamente, como incubándolo con su mirada, para verlo crecer y crecer hacia lo alto hasta convertirse en un cielo... ¡La transformación de la pobre tierra en cielo! ¡Eso es lo que está esperando Buda!
La joven.—Ahora lo entiendo..., ¿no son también los copos de nieve estrellas de seis puntas como la flor del jacinto?
El estudiante.—¡Así es!... Los copos de nieve son estrellas que caen...
La joven.—Y el galanto es una estrella de nieve... nacida de la nieve.
El estudiante.—Pero Sirio, que es la estrella más grande y hermosa del firmamento, es roja y amarilla. Es el narciso con su cáliz rojo y amarillo y sus seis rayos blancos...
La joven.—¿Ha visto la ascalonia en flor?
El estudiante.—¡Sí, claro que la he visto!... Sus flores forman una bola, una esfera que parece el globo celeste sembrado de blancas estrellas...
La joven.—¡Dios mío! ¡Qué grandioso! ¿De quién ha sido esa idea?
El estudiante.—¡Tuya!
La joven.—¡Tuya!
El estudiante.—¡Nuestra!... Hemos dado a luz algo juntos» estamos casados...
La joven.—Aún no...
El estudiante.—¿Qué es lo que falta?
La joven.—¡La espera, las tribulaciones, la paciencia!
El estudiante.—¡Bien! ¡Ponme a prueba! (Pausa.) Oye, ¿por qué están tus padres ahí dentro tan callados, sin decir una palabra?
La joven.—Porque no tienen nada que decirse, porque el uno no cree lo que le dice el otro. Mi padre lo formuló así: ¿Para qué queremos hablar si ya no podemos engañarnos?
El estudiante.—Es espantoso oírlo...
La joven.—Ahora viene la cocinera... Mírala bien, fíjate lo gorda que está...
El estudiante.—¿A qué viene?
La joven.—Vendrá a consultarme algo sobre la cena. Soy yo quien lleva la casa durante la enfermedad de mi madre...
El estudiante.—¿Qué tenemos nosotros que ver con la cocina?
La joven.—Hay que comer... Mira a la cocinera..., yo ya no puedo ni mirarla...
El estudiante.—¿Quién es esa giganta?
La joven.—Es de la familia de vampiros Hummel... Nos está devorando...
El estudiante.—¿Por qué no la despedís?
La joven.—¡Si no se va! No podemos con ella... Es la cruz que llevamos por nuestros pecados... ¿No ve cómo nos vamos marchitando, consumiendo...?
El estudiante.—¿No les da de comer?
La joven.—¡Oh, sí! Nos da muchos platos, pero sin sustancia... Cuece la carne y a nosotros nos sirve unas hilachas flotando en agua,.después de haberse tomado ella el caldo. Y cuando hace un asado, le exprime bien el jugo y se toma toda la salsa. Todo lo que ella toca pierde su sustancia. Es como si se la bebiese con los ojos. Se toma el buen café y a nosotros nos sirve los posos. Se bebe las botellas de vino y las vuelve a llenar con agua...
El estudiante—¡A la calle con ella!
La joven.—¡No podemos echarla!
El estudiante.—¿Por qué?
La joven.—¡No sabemos! ¡No se va! Nadie puede con ella..., ¿nos ha dejado sin fuerzas!
El estudiante.—¡Dejadme que la eche yo!
La joven.—¡No! ¡Supongo que es así como tiene que ser! Ya está aquí. Ahora me preguntará qué prepara de cena. Yo le contestaré que esto y aquello. Ella me pondrá reparos y al final hará lo que le dé la gana.
El estudiante.—Entonces déjala que decida ella.
La joven.—No quiere.
El estudiante.—¡Qué casa tan extraña!  ¡Está embrujada!
La joven.—¡Sí!... ¡Ahora te ha visto! ¡Se da la vuelta!

*

La cocinera (en la puerta).—¡No, no ha sido por eso!
(Se ríe, dejando ver los dientes.)
El estudiante.—¡Fuera de aquí, bruja!
La cocinera.—¡Me iré cuando me dé la gana! (Pausa.) ¡Y ahora me da la gana!
(Sale.)
La joven.—¡No pierdas los estribos!... Practica la virtud de la paciencia. Ella es una de las pruebas que sufrimos en esta casa. Pero también tenemos un criada... ,   y yo ando limpiando detrás de ella.
El estudiante.—¡Es el colmo! ¡Cor in aethere! ¡Una canción!
La joven.—¡Espera!
El estudiante.—¡Una canción!
La joven.—¡Paciencia!... A esta habitación la llamamos la de las pruebas... En apariencia es hermosa, pero no es más que un conjunto de imperfecciones...
El estudiante.—¡Increíble! ¡Habrá que hacer, pues, la vista gorda! Es hermosa, sí, aunque un poco fría. ¿Por qué no encendéis la estufa?
La joven.—Porque se llena todo de humo.
El estudiante.—¿No se puede deshollinar la chimenea?
La joven.—¡Es inútil!... ¿Ves ese escritorio?
El estudiante.—¡Un mueble espléndido!
La joven.—Pero cojea. Todos los días le pongo un tro-cito de corcho debajo de la pata, pero la criada lo quita cuando limpia y al día siguiente tengo que poner otro nuevo. Todas las mañanas encuentro la pluma y el recado de escribir manchados de tinta. Y yo tengo que ir detrás de ella limpiando lo que ensucia, todos los días del año... (Pausa.) ¿Cuál es el trabajo que menos te gusta?
El estudiante.—¡Clasificar la ropa sucia! ¡Uf!
La joven.—¡Ese es mi trabajo! ¡Uf!
El estudiante.—¿Y qué más?
La joven.—Que me despierten en el mejor de los sueños y tener que levantarme para echar el seguro de la ventana... porque la criada se olvidó de hacerlo.
El estudiante.¿Y qué más?
La joven.—Subirme a una escalera para arreglar la cuerda del tiro de la estufa que rompió la criada.
El estudiante.¿Y qué más?
La joven.—Ir detrás de ella barriendo, limpiando el polvo y encendiendo la estufa..., ella no hace más que poner la leña. Atender el tiro de la estufa, secar los vasos, volver a poner bien la mesa, descorchar las botellas, abrir las ventanas para ventilar la casa, volver a hacer bien mi cama, enjuagar la botella del agua cuando ya está verde de posos, comprar cerillas y jabón que nunca hay en casa, limpiar los tubos de los quinqués y cortarles la mecha para que no humeen, y si quiero estar segura de que no se me van a apagar cuando tenemos invitados, tengo que llenarlos de petróleo yo...
El estudiante.—¡Toca algo!
La joven.—¡Espera!... Primero están los trabajos, los esfuerzos necesarios para que no entre aquí la suciedad de la vida.
El estudiante.—Pero vosotros sois ricos. Tenéis dos criadas.
La joven.—¡Es inútil! ¡Daría igual tener tres! La vida es muy trabajosa, y a veces estoy tan cansada... ¡Imagínate además un cuarto con niños!
El estudiante.—La mayor de las alegrías...
La joven.—Y la más cara... ¿Es que vale la pena que uno se dé tantos trabajos para vivir?
El estudiante.—Depende de la recompensa que uno espere de su trabajo... Yo estaría dispuesto a todo por conseguir tu mano.
La joven.—¡No digas eso!... ¡No la conseguirás nunca!
El estudiante.—¿Por qué?
La joven.—¡No me lo preguntes!
(Pausa.)


El estudiante.—Dejaste caer la pulsera por la ventana...
La joven.—Se me cayó porque mi muñeca ha adelgazado tanto...
(La cocinera aparece con un frasco, con etiqueta japonesa, en la mano.)
La joven.—Ahí tienes a la que me está devorando, a mí ya todos nosotros.
El estudiante.—¿Qué lleva en la mano?
La joven.-¡Es el frasco de colorante con esas letras que parecen escorpiones! ¡Es la soja, que convierte el agua en caldo, que sustituye las salsas, que lo mismo usa para cocer la col que para hacer sopa de tortuga!
El estudiante.—¡Largo de aquí!
La cocinera.—Ustedes nos chupan nuestra sangre y nosotros les chupamos la suya. Nosotros les sacamos la sangre y les devolvemos agua teñida... ¡Aquí está el colorante!... ¡Ahora me voy, pero seguiré en esta casa hasta que me dé la gana! (Sale.)
El estudiante.—¿Por qué le dieron a Bengtsson la medalla?
La joven.—Por sus grandes virtudes.
El estudiante.—¿Es que no tiene defectos?
La joven.—Sí, enormes. Pero por los defectos no dan medallas.
(Ambos sonríen.)
El estudiante.—Esta casa está llena de secretos...
La joven.—Como las demás... ¡Déjanos conservar los nuestros!
El estudiante.—¿Amas la sinceridad?
La joven.—Sí, con mesura.
El estudiante.—A veces me invade un rabioso deseo de decir todo lo que pienso, pero sé que el mundo se hundiría si los hombres fuésemos totalmente sinceros. (Pausa.) El otro día estuve en un funeral..., en la iglesia..., fue una ceremonia muy solemne y hermosa.
La joven.—¿El funeral del señor Hummel?
El estudiante.—Sí, el de mi falso benefactor... En la cabecera del féretro estaba un viejo amigo del difunto presidiendo el duelo. Pero el que más me impresionó fue el pastor, con su digna actitud y sus emocionadas palabras... Lloré, lloramos todos... Luego nos fuimos a un restaurante... Allí me enteré de que el amigo que presidía el duelo había estado enamorado del hijo del difunto...
(La joven lo mira fijamente, como tratando de descifrar el sentido de la frase.)
El estudiante.—Y que el difunto había conseguido un préstamo del admirador de su hijo... (Pausa.) Al día siguiente, detuvieron al pastor por un desfalco en la caja parroquial... ¡Qué maravilla!
La joven.—¡Uf!
(Pausa.)
El estudiante.—¿Sabes lo que pienso de ti ahora?
La joven.—¡ No me lo digas porque me moriría!
El estudiante.—¡Tengo que decírtelo, si no me muero!...
La joven.—En el manicomio la gente dice todo lo que piensa...
El estudiante.-—¡Exacto!... Mi padre acabó en un manicomio. ..
La joven.—¿Estaba enfermo?
El estudiante.—No, ¡estaba sano, pero estaba loco! Bueno, todo estalló un día, de repente, y ocurrió así... El, como todo el mundo, se relacionaba con un grupo de individuos a los que, por mor de la brevedad, él llamaba amigos. Era una pandilla de canallas, evidentemente, como suele ser la gente. Pero como él no podía vivir solo, tenía que alternar con alguien. En fin, uno no anda por ahí diciéndole a la gente lo que piensa de ellos y él tampoco lo hacía. Pero sabía muy bien lo hipócritas que eran, estaba al cabo de la calle de su perfidia... Como era un hombre inteligente y bien educado, se comportaba siempre" con gran cortesía. Pero un día dio una gran fiesta..., fue por la noche. Estaba cansado de la larga jornada de trabajo y de los esfuerzos que tenía que hacer para hablar de tonterías con unos invitados y mantenerse en silencio con otros...
(La joven está horrorizada.)
El estudiante.—Pues bien, cuando estaban sentados a la mesa, pidió silencio, cogió su copa y se levantó para pronunciar unas palabras... Se lanzó a tumba abierta. En un largo discurso desnudó a toda la concurrencia, a uno detrás de otro, echándoles en plena cara toda su hipocresía. ¡Hasta que, ya cansado, se sentó en mitad de la mesa y los mandó a todos al infierno!
La joven.—¡Uf!
El estudiante.—¡Yo estaba allí y no me olvidaré nunca de lo que pasó a continuación!... ¡Mi padre y mi madre comenzaron a pegarse, los invitados se precipitaron hacia la puerta... y a mi padre se lo llevaron al manicomio, donde murió (Pausa.) Un silencio demasiado prolongado va segregando un líquido que se pudre como el agua estancada. Eso es lo que ha ocurrido en esta casa. ¡Aquí hay algo podrido! ¿Y yo que creía que era el paraíso! Sí, cuando te vi entrar aquí por primera vez... Un domingo por la mañana me paré ahí enfrente y me puse a mirar hacia aquí. Y vi un coronel que no era coronel, encontré un noble benefactor que era un bandido y acabó ahorcándose, vi a una momia que no lo era y a una doncella... y a propósito, ¿dónde está la virginidad? ¿Dónde la belleza! ¡En la naturaleza y en mi mente cuando está bien endomingada! ¿Dónde están el honor y la fe? En los cuentos de hadas y en las funciones teatrales para niños. ¿Dónde hay algo que cumpla sus promesas?... ¡En mi fantasía! Tus flores me han envenenado y yo les he devuelto su veneno. Yo te pedí que fueses mi esposa, nos pusimos a escribir versos, a cantar y a tocar el arpa, y entonces entró la cocinera... ¡Sursum Corda! Trata de sacar otra vez fuego y púrpura de la dorada arpa... Inténtalo, te lo pido, te lo ruego aquí de rodillas... Bien, ¡lo haré yo! (Se sienta al arpa y trata de tocar, pero las cuerdas están mudas.) ¡Está muda y sorda! ¡Y pensar que. las flores más bellas son las más venenosas! Una maldición pesa sobre toda la creación y la vida... ¿Por qué no quisiste ser mi esposa? Porque estás enferma en la fuente de la vida... Ahora noto cómo empieza a chuparme la sangre el vampiro de la cocina..., creo que es una Lamia que se bebe la sangre de los niños. Es siempre en la cocina donde se pervierte la pureza de corazón de los niños, si no es en el dormitorio... Hay venenos que debilitan la vista y venenos que la aguzan... Á mí, al nacer, debieron de darme este último, porque yo no puedo ver belleza en la fealdad, ni llamar bien al mal. ¡No puedo! Jesucristo descendió a los infiernos; en realidad anduvo caminando por el mundo, por este mundo que no es más que un manicomio, una cárcel un depósito de cadáveres. Y los locos lo mataron cuando trató de liberarlos. Pero al bandido lo pusieron en libertad, el bandido siempre despierta todas las simpatías!... ¡Maldición! ¡Que caiga la maldición sobre nosotros! ¡Ay! ¡Pobres de nosotros! Redentor del mundo, ¡sálvanos que perecemos!
(La joven se ha desplomado, al parecer agonizante, y toca la campanilla. Entra Bengtssón.)
La joven.—¡Trae el biombo!  ¡De prisa..., me muero!
(Bengtssón vuelve con el biombo, lo abre y lo coloca delante de La joven.)
El estudiante.—¡Viene la Libertadora! ¡Bienvenida tú, pálida ,y gentil! Duerme, hermosa criatura, alma infortunada e inocente, tú que sufriste sin culpa, duerme ahora sin sueños y cuando despiertes, ojalá te acoja un sol que no queme, en una casa sin polvo, ojalá te acojan unos amigos sin ignominia y un amor sin mácula... ¡Tú, sabio y dulce Buda, que estás ahí esperando que nazca un cielo de la tierra, danos paciencia en las tribulaciones y pureza en la voluntad para que la esperanza no se vea nunca burlada!

(Se oye un susurro procedente de las cuerdas del arpa. La habitación se llena de luz blanca.)

Vi el sol, y me pareció
haber visto al Oculto.
Los hombres se deleitan con el fruto de sus obras.
Feliz aquel que practica el bien.
El acto cometido por impulso de la ira
no podrás repararlo con la maldad.
Consuela con tu bondad
al que has apenado y serás recompensado.
El que no ha cometido ningún mal no teme a nadie.
Es hermoso ser inocente.

(Se oye un gemido detrás del biombo.)
Pobre chiquilla, hija de este mundo de ilusiones, de culpa, de sufrimiento y de muerte. ¡El mundo de la eterna mutación, del desengaño y del dolor! ¡Que el Señor de los Cielos te sea propicio en el viaje!
 (Desaparece la habitación. En el fondo aparece el cuadro de Boecklin «La isla de los muertos». De la isla nos viene una música suave, serena, agradablemente melancólica.)